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RENUNCIANDO A TODO POR EL AMOR A
CRISTO
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del 17º domingo del año, 24 de julio de 2011
1 Reyes 3, 5-13, Sal. 118, Rom. 8, 28-30, Mat. 13, 44-52
“El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual
un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo
que tiene, y compra aquel campo” (Mat. 13, 44).
Muchas veces creo que el mensaje de esta parábola es algo que muchos
cristianos han olvidado. Viven como si Jesús nunca hubiera enseñado esto.
Viven en el mundo, disfrutando de la vida, tratando de aumentar los placeres de
la vida al seguir su cultura, imitando lo que todo el mundo hace. Creen que Dios
nos dio la vida para nuestro placer y todas las cosas en él para disfrutar de ellas.
Por eso participan regularmente en todo tipo de recreación, banquete, fiesta,
diversión, entretenimiento, y deleite.
Pero aquí Jesús nos enseña algo diferente, algo muy opuesto a nuestra cultura y
a los deseos de nuestro cuerpo y mente. Nos enseña que el reino de Dios es
como un tesoro escondido en un campo. El reino de Dios es lo que debemos
buscar y tratar de obtener. Es paz con Dios en nuestro corazón y una relación
de amor con él. Es lo que todos quieren pero pocos hallan, porque no saben
cómo obtenerlo. En efecto, el estilo de vida de la mayoría la prohíbe obtenerlo,
porque no están viviendo como deben.
Jesús nos enseña hoy que si queremos obtener el reino de los cielos y vivir en
una relación profunda con Dios, tenemos que hacer como hizo este hombre. Él
fue lleno de tanto gozo después de descubrir este tesoro, que se fue a su casa,
recogió todo lo que tenía, y lo vendió para tener suficiente dinero para poder ir y
comprar este campo conteniendo el tesoro. Vendió todas sus cosas
gozosamente, porque supo que al desprenderse de ellas, iba a conseguir algo
mucho mejor y de mucho más valor.
¡Así, debemos hacer nosotros! Y debemos hacerlo gozosamente, sabiendo que
al despojarnos de las cosas y placeres y deleites de la vida y de este mundo,
seremos mucho más ricos y felices que antes. Obtendremos el reino de Dios,
tendremos una relación amorosa con él, y creceremos mucho más en nuestro
amor por él.
Por eso debemos dejar de buscar los deleites y placeres de la vida, y dejar de
seguir nuestra cultura en tratar de aumentarlos, imitando lo que hace todo el
mundo alrededor de nosotros. Tenemos que hacer una ruptura con nuestra
cultura como cristianos verdaderos y ser crucificados al mundo y a sus deleites;
y el mundo debe ser crucificado a nosotros (Gal. 6, 14). Debemos tener sólo un
tesoro, no muchos (Mat. 6, 19-21), y servir sólo a un señor, no a dos, no a
muchos (Mat. 6, 24) —no a Dios y también a los deleites de la vida que dividen
nuestro corazón—. A estos debemos renunciar para poder conseguir el tesoro
escondido, el reino de los cielos. Debemos, pues, cambiar nuestro estilo de vida
y dejar de imitar el estilo de vida del mundo alrededor de nosotros, porque al
creer en Cristo no somos más del mundo, como tampoco Cristo fue del mundo.
“Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo,
como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17, 14). No debemos amar al mundo
en el sentido de buscar sus placeres y deleites, porque este tipo de amor por el
mundo expulsa el amor por Dios de nuestro corazón. La Biblia dice: “No améis
al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor
del Padre no está en él” (1 Juan 2, 15).
Tenemos que limpiar nuestro corazón del amor por el mundo si queremos amar
a Dios como debemos y como él quiere que lo amemos, es decir, con todo
nuestro corazón (Marcos 12, 30), no con un corazón dividido por los amores
pasajeros y los placeres de la vida, sino con un corazón indiviso en nuestro amor
por él, con un corazón reservado sólo para él. “¡Oh almas adúlteras! —dice la
Biblia— ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios?
Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de
Dios” (St. 4, 4).
Nuestra vida debe ser algo diferente. Debe ser una vida de la cruz. La cruz de
Cristo nos salva de nuestros pecados, porque en la cruz Jesucristo llevó nuestro
castigo por nuestros pecados, muriendo en castigo por ellos en vez de nosotros,
como nuestro sustituto. Pero la cruz es también un ejemplo de cómo nosotros
también debemos vivir. Para ser un discípulo de Jesús, tenemos que vivir según
la pauta de la cruz. “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9, 23).
Esta es la nueva manera de vivir de un cristiano. Él debe perder su vida en este
mundo por amor a Cristo. Al hacer así, salvará su vida. Pero si no quiere hacer
esto, sino quiere seguir su cultura y al mundo alrededor de él, perderá su vida
para con Dios. “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el
que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9, 24).
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Un cristiano debe ser diferente de los demás, diferente de su cultura. Debe ser
en este sentido contracultural, dando el testimonio de su vida a los demás.
Tenemos que sacrificar los placeres del mundo. Así es la vida de perfección a la
cual Cristo nos llama. “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo
a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mat. 19, 21).
Somos llamados a una vida de renuncia. “Cualquiera que haya dejado casas, o
hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi
nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mat. 19, 29). Esta
es la razón por la cual se practica el celibato. Es para renunciar al placer más
grande del hombre, para hallar nuestra alegría sólo en Dios con un corazón
completamente indiviso en nuestro amor por él (1 Cor. 7, 32-34). Por eso
“Muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros” (Mat. 19, 30). Es
decir, muchos que parecen ser primeros en este mundo, participando en todos
los placeres de la vida, siguiendo su cultura, e imitando al mundo alrededor de
ellos, serán los últimos en el reino de Dios; mientras que muchos que parecen
que habían perdido su vida en este mundo al sacrificarla por amor a Dios, serán
los primeros en el reino de Dios.
Este es el camino estrecho de la vida, de los pocos, de los cristianaos
verdaderos, no el camino de los muchos, que es el camino de la perdición (Mat.
7, 13-14). Es el camino de san Pablo, que dijo: “Estimo todas las cosas como
pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor
del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3, 8).
Somos llamados a renunciar a todo por Cristo y vivir sólo para él. “Así, pues,
cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi
discípulo” (Lucas 14, 33).
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