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Carta semanal del Sr. Cardenal Arzobispo de Valencia
RENOVAR LA CONFESIÓN DE FE EN
CRISTO, REY Y SEÑOR
Domingo, 30 de noviembre de 2014
El pasado domingo celebramos la fiesta de Cristo Rey;
renovábamos nuestro reconocimiento de que no tenemos otro
Señor que Él. Renovamos este reconocimiento los cristianos, en
unas circunstancias de algún modo especiales, tiempos recios y
difíciles, en los que nadie puede prever ni aventurar qué puede
depararnos el futuro. A la situación de grave crisis económica
con todas sus secuelas y compañías, –como tantas veces se
repite, con verdad–, se unen otras crisis más hondas, de las que
la económica es un reflejo visible, pero no lo más importante:
crisis de sentido de la vida, crisis humana, moral y de valores
universales, crisis espiritual y social, crisis en los matrimonios y
en las familias sacudidas en su verdad más auténtica, crisis de
sentido y del sentido de la verdad, derrumbe de principios
sólidos, confusión de conceptos y de los derechos humanos
fundamentales no creados por el hombre, relativismo moral y
gnoseológico, nihilismo y vacío, disfrute a toda costa y
predominio del tener y del bienestar sobre el ser, falta de
esperanza, libertades sin norte y pérdida de la verdadera
libertad, laicismo ideológico, etc., están quebrando nuestra
sociedad y el verdadero sentido del hombre.
Se quiere imponer una nueva cultura, un proyecto de
humanidad que comporta una visión antropológica radical que
cambia la visión que nos da identidad y nos configura, la
recibida de nuestros antecesores. En el fondo de todo ello está el
olvido de Dios, que es olvido y negación del hombre, aunque no
se quiera reconocer así. Todo esto conduce, y nos está haciendo
padecer, a una verdadera situación patológica. Sé que me van a
criticar –¿qué importa?–, pero nuestra sociedad está enferma,
muy enferma y no podemos ocultarlo: ahí tenemos el crimen
abominable del aborto; el aborto es como el punto emblemático
que pone de relieve la enfermedad que padecemos; junto a él,
otros atentados contra la vida: eutanasia, experimentación con
embriones, utilización de los mismos para intereses
particulares.
Estamos padeciendo una verdadera enfermedad en nuestra
sociedad por el debilitamiento, cuando no destrucción, de la
familia que, junto con la Iglesia, son consideradas por algunos y
por ciertos grupos como "obstáculos" que derribar, para
imponer el nuevo proyecto de hombre y de sociedad que,
ciertamente, no tiene futuro, porque, en el fondo, resulta ser un
proyecto que destruye al hombre. No puedo ni quiero ignorar,
cierto que con no menos dolor, con mucho dolor, todo lo que en
la Iglesia deforma su verdadero rostro por nuestros pecados,
por los escándalos de abusos totalmente rechazables
perpetrados por sacerdotes, por la debilidad en el seguimiento
de Jesús, por las deficiencias en el testimonio de Dios como
Dios y Señor o en el testimonio de caridad y de identificación
con los que sufren pobreza y humillaciones, por asimilar la
secularización imperante en una secularización interna que nos
corroe, por nuestras divisiones o por una comunión debilitada,
por tantas cosas que le impiden y la incapacitan para
evangelizar, suscitar, alimentar la fe, llevar a cabo la obra de
renovación de la humanidad haciendo surgir una humanidad
nueva hecha de hombres y mujeres nuevos con el Evangelio del
amor, de la misericordia de la verdad liberadora, y ser el
sacramento, signo eficaz, de la salvación y de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano, que llama a
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todos a la fe, que suscita la esperanza y abre caminos de futuro,
que no son otros que los caminos de la caridad que permanece
para siempre.
Por eso renovamos nuestra confesión de fe en Jesucristo, Rey
del universo: para que Él actúe en nosotros y sea el dueño y
señor, rey, de nuestro corazón, y así los cristianos en Valencia
tengamos, como las primeras comunidades, un solo corazón y
una sola alma. Renovamos esta confesión de fe en Jesucristo,
Señor, rey del universo y juez de nuestras vidas, y con ello
inseparablemente decimos que queremos que nuestros
corazones, vivificados por el Amor a Cristo Rey, amen de verdad
a los hombres, y, con Cristo traspasado en la cruz, sean el Sí
más grande de Dios al hombre en esta etapa de la historia que
nos ha tocado vivir.
Renovamos nuestra confesión de fe en el Señor único de
nuestras vidas y de la historia, aquella confesión de fe que está
en la raíz y en la base de la caridad y que nos exige que amemos
y demos culto a Dios por encima de todo, y no ofrezcamos el
incienso de nuestras vidas a una cultura sin Dios, a los poderes
e imperios de este mundo que están en contraste con el querer
de Dios y se oponen a Él. Esta proclamación de Jesucristo Rey y
Señor, nos reclama que no tengamos otro Señor ni adoremos a
nadie sino a Él, y vivamos de su verdad, de su amor, de su vida,
de su perdón, de su luz, de su misericordia, que es el mismo
Jesucristo, Camino, Verdad y Vida de los hombres, Pastor que
da la vida por sus ovejas, Corazón traspasado en un amor hasta
el extremo.
Reavivamos con gozo y vigor la confesión de fe en Cristo Rey y
proclamamos, con libertad y valentía, que Jesús es nuestro guía
y pastor, nuestra única salvación, vencedor de la muerte y señor
de la vida, fuente de vida en nosotros. Estamos llamados a ser
en el mundo como servidores suyos y ciudadanos de su Reino,
testigos de esta vida defendiendo toda vida humana, apostando
por que se promueva la cultura de la vida, la civilización del
amor por la vida, con circunstancias favorables a la vida, y que
desaparezcan leyes injustas como las del aborto, tan contrarias
al amor de Dios y del hombre.
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Renovamos nuestra confesión de fe en el Señor, Rey del
universo, y, con ello, nos comprometemos a difundir más y más
el Evangelio de la misericordia y el perdón, de la reconciliación
y de la unidad, de la paz, del olvido de los odios y las heridas de
otros tiempos. Con esta confesión de fe estamos manifestando
que aspiramos a que, conducidos por nuestro Pastor, Jesús, se
avive en nuestra comunidad diocesana la espiritualidad de la
comunión, que tanto encareció para el Nuevo Milenio en que
estamos san Juan Pablo II, Testigo y Apóstol de la misericordia
divina y de la unidad que de ella brota. Renovamos nuestra
confesión de fe en el Rey de todo lo creado, Jesucristo, para que
Él, vencedor del pecado y de la muerte, reine en nosotros y,
como Él, en obediencia al Padre, no busquemos otra cosa que lo
que a Dios le agrada: que nos amemos unos a otros con su
mismo amor, es decir, con el que nos ha amado en Cristo, por el
que hemos sido amados por su sacratísimo Corazón, el que
brota de su Corazón y de su muerte para que vivamos y
permanezcamos en Él, en el amor. Renovemos nuestra fe en el
Señor y, animados por ella, permaneciendo en su amor, nos
proyectemos cada uno y toda la comunidad diocesana, en sus
personas e instituciones hacia la práctica de un amor activo y
concreto con cada ser humano, ámbito específico que
caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial
y la programación pastoral, hasta alcanzar que se vea de modo
palpable a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los
más pobres: Es la hora de la caridad que brota del Corazón de
Cristo, nuestro Rey crucificado, "es la hora de una nueva
imaginación de la caridad, que promueva, no tanto y no sólo la
eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse
cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda
sea sentido como un compartir fraterno" (NMI 50). Es la hora
de la caridad que nos impulsa, renovados por la confesión de fe,
a que estemos atentos a las nuevas pobrezas de nuestro
momento. Ayudemos a sanar sus heridas, sus males, la
enfermedad honda que aqueja hoy a la humanidad, y
atendamos a la pobreza más profunda que es el no tener a Dios,
la indigencia de Dios, el pretender edificar nuestro mundo sin
Dios, en la soledad de nuestras fuerzas y entregados al príncipe
de la mentira y a los poderes de este mundo contrarios al querer
de Dios, ese querer o voluntad que vemos en Cristo, que lo
apuesta todo por el hombre gratuitamente, en favor del hombre,
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para que tenga vida, vida en abundancia y plena, vida eterna.
Con esta renovación en la confesión de fe ponemos nuestras
vidas en las manos de Dios, para que Él haga de nosotros lo que
quiera, le demos gracias por todo, vivamos en adoración de
nuestras vidas, estemos dispuestos a todo, y no deseemos más
que la voluntad de Dios, la de su amor y misericordia, se cumpla
en cada uno y en todas sus criaturas. Con esta confesión de fe
nos entregamos del todo al Señor con el amor de nuestro
corazón con una confianza incondicional porque Él es Amor.
Dios nos abre un gran futuro y nos entrega el don de la
esperanza que se vive en la caridad. Esta confesión de fe en
Cristo Rey y Señor del Universo, del cielo y de la tierra, que está
sentado a la derecha del Padre y nos juzgará de la caridad a
vivos y muertos, expresa el anhelo de que venga a nosotros su
Reino, reino de la verdad, de la gracia, del amor, de la vida, de la
bienaventuranza sin término; expresa también la esperanza
firme de que esperamos, vencida la muerte, estar con Él en el
reino de los cielos para siempre, y escuchar previamente, en su
juicio de su infinita misericordia, donde seremos juzgados del
amor, aquellas palabras tan consoladoras y esperanzadores:
“Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y mi disteis de beber…” (Mt 25).
Confesamos, finalmente, que este mundo que pasa será
consumado en Él y, liberado por completo de las fuerzas
hostiles que lo acechan, tendrá toda su consistencia, la que en
Él, principio, fin y fundamento de todo, se encuentra.
+ Antonio, Cardenal Cañizares
Arzobispo de Valencia
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