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Bernardí Roig: Imágenes en carne cruda. Iconos de nuestro tiempo Bernardí Roig Galería Max Estrella. Madrid. Hasta el 18 de julio de 2015. Hasta mediados de julio puede verse la última exposición de Bernardí Roig en la galería Max Estrella. Sus intereses, los mismos: el cuerpo devastado, la carne abierta. Pero las estrategias, nuevas: de la escultura a la fotografía. Y el resultado, como siempre, demoledor: una galería de retratos que son, al mismo tiempo, más y menos que retratos, más y menos que simples imágenes. Dicen, los que saben de esto, que esta exposición parte de otra que tuvo lugar en agosto de 2014 en la galería Kewenig de Palma donde se exhibió la película Vox clamantis in deserto y donde Bernardí Roig sacó de la figura de Simón del Desierto y de la famosa película de Buñuel la inspiración para realizar la obra que ahora nos presenta. Y no digo que esto no sea así. Pero también, digo yo, que un antecedente claro de esta exposición es precisamente lo que nos ofreció el mismo artista la última vez que acudió a la galería Max Estrella. En aquella ocasión, la obra sin duda más impactante era una película en la que el propio artista, actor inesperado para un grupo de burgueses, se cosía la boca. Decir algo, nombrar cualquier cosa, ante la tragedia en la que está sumido el mundo, ante el horror que despide nuestro propio cuerpo, es ya –y quizá desde hace ya demasiado tiempo– innecesario. Todo decir es ya solo el declamar en el desierto para que los burgueses encuentren divertimento a lo siesteante de sus acomodaticias vidas. Desde este punto de vista, el espanto de la boca recosida no es sino la primera parte y prólogo a lo mostrado tanto en el video de san Simón como en esta exposición: el artista, el poeta, no tiene ya ni siquiera capacidad para realizar el gesto disruptivo de coserse la boca más que nada porque nadie tiene ya en cuenta sus palabras, porque ya nadie las escucha. ¿Es entonces esta exposición el conjunto de 100 retratos de otros tantos poetas a los que nadie va ya a oír? En parte sí, en parte no. En parte sí porque se me hace obvio que nada en el trabajo de Roig está dejado a la improvisación y que la galería de retratos aquí propuestos, retratos de personas que –desde el epicentro que supone la vida del propio artista– tienen que ver con la cultura, alude a la situación de demolición compulsiva en que se halla nuestra cultura. Pero por otra parte los retratos se dirigen a focalizar el interés que siempre ha sido el de Bernardí Roig: la carnalidad sin recovecos, sin anclajes; la carne, el cuerpo, el rostro en este caso, despojados de cualquier atributo. En este sentido, el interés de Roig no es otro que la desauratización del sujeto moderno, aquel cuya profundidad es ya cuasi cero, aquel cuya capacidad para subsumir en su propia existencia el “ya sido” con el “es” es imposible. Porque si el aura –como dijo Benjamin– es un designio que viene de lejos para llevarnos más lejos, es la distancia que viene a hacerse presente y quedarse entre nosotros, es, en definitiva, un envío del pasado en busca de acuse de recibo, por el contrario el aura es ahora lo irrepresentable de una presencia invisible, es la huella del truculento destino marcado por la tragedia de nuestra historia. Es la marca del horror que nos habita y al que apenas logramos silenciar. Roig, creemos, juega con la temática del aura despersonalizada, del telos carcomido y de la memoria deglutida para presentarnos un ejemplar único de sujeto desaurático, desfragmentado y hundido en su carnalidad. Y eso, precisamente, es lo que hace con estos 98 personajes de la cultura española. 98 y no 100 porque otra característica de esta exposición es que habita en la excepción: todos son poetas, incluso los que (no) lo son; todos son hombres, excepto una mujer, su mujer Silvia, que lleva barba; todos son rostros de personas vinculadas de una u otra manera con la cultura, excepto uno, su padre, que era legionario. La estrategia seguida por el artista es, trocando la escultura por la fotografía –o, mejor aún, realizando esculturas bidimensionales–, despojar a cada uno de su identidad prefijada, de ese conjunto de características que lo hacen único para reducir todo a un único común denominador: demacrados por exigencias del guion, desnudos de los ropajes que de una u otra manera los identifican, cada rostro se convierte en la superficie donde late, únicamente, un tiempo mínimo, fugaz…la nada del instante que basta para realizar el disparo y reducir cada persona a escombros. Pero no solo es ese tiempo el que, encapsulado, queda representado en cada instantánea. Queda también ese otro tiempo más matérico, el que se pega a las comisuras de la carne, el que se repliega en las yagas y que denuncia la mímica del rostro que era y que, una vez regrese al mundo de los vivos, volverá a ser. Dos temporalidades, quizá, Cronos y Aión: la primera es ese tiempo cronológico que se ve en las marcas de cada rostro, en lo demacrado de cada gesto. Y otro, al contrario, el disparo, el fogonazo que captura el instante-cero lanzando el rostro congelado a la eternidad. Precisamente es este gap entre un tiempo y otro lo que suele quedar velado en todas las fotografías y que solo desde el arte se ha ido trabajando para su aparecer. Porque el yo que soy y el yo representado pensamos, en nuestra inocencia, que tienden a coincidir: creemos, fatuos nosotros, que el tiempo de la fotografía y el tiempo cronológico es el mismo, que es este, cronos, el tiempo representado. Pero la verdad es bien diferente: es una determinada intersección entre lo cotidiano de Cronos y lo eterno de Aión lo que queda congelado en cada disparo. Es esa temporalidad condensada lo que Roig pule y esculpe a través de un desgarro en la carnalidad del rostro, de un desprender la máscara que cada uno lleva para que solo quede el nivel de significatividad mínimo: el rostro. Sin ambages ni cortapisas. Pero, a pesar de esta preminencia del rostro desnudo, la obra cabe cifrarla como de anti-levinasiana: porque ese conjunto de rostros, desnudos en su carnalidad, no llaman a alteridad ninguna; estos rostros no nos llaman, no nos inquieren. Si para Levinas la relación con el otro, en su rostreidad, no es en modo alguno de índole cognoscitiva sino ética, esta galería de rostros quedan referidos a esa lejanía aurática, a ese fogonazo de inmortalidad que aletea en cada instante. Es decir: no hemos de responder por ninguno de ellos, más bien reduplicar en nosotros el espejo sobre la que está construida cada imagen y descubrir que, quizá no somos, nosotros tampoco, ese rostro que portamos sino otro bien diferente, desnudo, ajado, agrietado, visceralmente hueco. Para acabar, una última consideración. Para realizar estos retratos Roig se ha servido de una cámara alemana de madera de los años 20, una cámara capaz solo de un único disparo, sin posibilidad de repetición, copia, modificación o añadido. Y es que solo esta técnica, una técnica obsoleta y de otro tiempo, puede llevar a cabo el gesto inmisericorde del artista: desgajar la imagen producida del régimen visual en el que estamos implementados. En este sentido, la inclusión en el libro del artista con los 100 retratos –completados con un texto referido a cada uno de ellos– de un texto de Nicéforo el Patriarca contra la iconoclastia no puede ni debe pasar desapercibida en el conjunto de los intereses de Bernardí Roig que, de manera creemos que acertada, hemos puesto sobre la mesa. Porque iconostasis sí iconostasis no, no es un asunto del pasado sino que – aunque quizá oscilando desde el polo apuesto– es una cuestión totalmente actual. Porque, ¿no es contra los dictados de una régimen escópico que no hace ya pie en la imagen sino en lo meramente visual como habría que comprender en última instancia esta serie de fotografías? Porque si lo visual anula de modo absoluto esa diferencia que hemos hallado habita en las diferentes temporalidades implicadas en la construcción de toda imagen, Roig sabe que la capacidad del arte ha de ir en el sentido de representar esa brecha y que para ello la única posibilidad es retrotraerse a mecanismo de producción de imágenes ya obsoletos para –sin ningún intento de fetichismo, sin ninguna nostalgia– abrir la herida, dejar que la imagen supure tiempo, una temporalidad infinita para que imagen y original nunca coincidan. De este modo Roig se alista en las filas de Nicéforo: la cuestión no es imágenes sí imágenes no sino qué tipo de imágenes, con qué finalidad son construidas y distribuidas. Aquí merezca la pena un apunte teológico: antes de la prohibición total de las imágenes, el Oriente cristiano realizaba imágenes sobre todo –y quizá sea solo– de Jesucristo y la Virgen María una vez glorificados y ascendidos al cielo, nunca de su vida terrena. ¿No es esta la misma problemática a la que aquí se enfrenta Roig?, ¿no quiere desnudar a estas 100 personas y, cómo hemos señalado antes, dispararlas hacia la eternidad?, ¿representarlas solo en su vis imperecedera?, ¿quitarles esa pátina de imagen que toda representación conlleva y dejar solo el esqueleto, dejar solo lo humeante del icono? En definitiva, esta galería de retratos no son sino los iconos de nuestra época referidos al mundo pequeño y diminuto de la cultura española, iconos de un estado de la cuestión en demolición pero que no ha de olvidar que atesora en su seno el potencial de ser renviado a la siguiente generación, al siguiente artista, al siguiente crítico… Javier González Panizo