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Capítulo 9
El pri, ¿71 años de gobierno?
En capítulos anteriores se ha señalado la necesidad de avanzar hacia
la construcción de una democracia republicana, nueva etapa del liberalismo social. Necesidad que se torna más evidente si se consideran
los efectos nocivos que sobre el país han tenido el neoliberalismo y el
populismo (al que en esta obra, y por razones que más adelante se explican, hemos denominado “neopopulismo autoritario”), dos formas
de gobierno que han debilitado la soberanía, la autodeterminación
popular y la justicia, al tiempo que han frenado el desarrollo de la
nación.
Durante sus administraciones, neoliberales y neopopulistas han infringido el Estado de derecho, han dañado las instituciones y han
evadido la rendición de cuentas. Unos y otros se han propuesto soslayar los malos resultados de sus gestiones mediante un mismo recurso: presentarse como promotores y actores esenciales de la transición
democrática. En ciertos momentos, han llegado incluso a justificar sus
graves errores con el argumento de que, pese a sus numerosas fallas
y carencias, han venido a rescatar al país “del autoritarismo ejercido
por el pri durante siete décadas”. El avance democrático —por el
que tantos mexicanos han luchado— sólo les ha servido para mitigar
o justificar los grandes retrocesos nacionales, en muy buena medida
provocados por ellos mismos. Quienes promueven esta visión oscurecen la realidad para presentar sus propuestas como “inevitables”.
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El factor local y el geopolítico en la vida de México
Para entender el desarrollo del país durante el siglo xx y el papel
decisivo del Partido Revolucionario Institucional (pri) en la historia
reciente, es preciso observar que los grandes cambios nacionales han
sido influidos por acontecimientos determinantes ocurridos en el exterior. Las grandes transformaciones de México, además, se han dado
siempre en un marco de luchas internas. Fueron diversas circunstancias internacionales ocurridas a fines del siglo xviii y principios del
xix, las que dieron pie a la guerra de Independencia. Circunstancias
que, como se verá más adelante, contribuyeron de manera decisiva en
el desenlace de la Revolución mexicana.
El especial influjo de los acontecimientos internacionales en la historia nacional no es privativo de México: también puede verificarse
en el desenvolvimiento de otras naciones de América Latina y el Caribe. No obstante, dada su singular ubicación geográfica, en nuestro
país la política es inseparable de la geopolítica. Debido a este factor, la
historia local y las disputas entre distintos grupos domésticos llevan
la impronta de las vicisitudes externas. Lo que, a su vez, ha generado
un efecto adicional: para los mexicanos, mucho más que para los latinoamericanos, las circunstancias geopolíticas han provocado que la
defensa de la soberanía represente una prioridad insoslayable. Y más
aún: el estrecho vínculo entre los acontecimientos internacionales y
las luchas locales ha sido la causa de que en México la legitimidad del
Estado, condición indispensable para el afianzamiento de la soberanía
y la justicia, sea una exigencia de primer orden. El asunto, por lo demás, conlleva un complejo intercambio de valores sociales y políticos:
la justicia es el elemento indispensable para que la sociedad organizada le
otorgue legitimidad al Estado, lo que a su vez representa una premisa
ineludible para la construcción de acuerdos internos en medio de las
fuertes presiones originadas en el exterior.
Realidad vs. estereotipos
Los estereotipos, bien se ha dicho, limitan la libertad de juicio, “suelen engendrar hostilidad, en lugar de promover alianzas en torno a
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valores comunes, sustento primordial de las democracias”. Por lo general, desembocan en desconfianza y recelo, incluso en violencia. En
suma, “no constituyen una buena receta para preservar la salud de las
democracias y avanzar en la defensa de las causas justas”.1
Como se ha visto, tanto el gobierno neoliberal como el populista han intentado echar mano de un estereotipo inventado por ellos
mismos para escamotear su responsabilidad en la debacle actual del
país: en su versión de la realidad, todos los problemas nacionales (pasados, presentes o por venir) hay que atribuirlos a que México vivió
bajo un mismo partido durante 71 años: desde 1929, cuando se fundó
el Partido Nacional Revolucionario (antecedente histórico del pri),
hasta el año 2000, cuando el Revolucionario Institucional perdió por
primera vez una elección presidencial.
La afirmación, además de ser tramposa y simplista, trivializa la historia. Producto de la pereza intelectual, si no es que de una estrategia
política bien calculada, se ha cocinado en los cubículos y los estudios de una serie de “intelectuales orgánicos” que hoy coinciden con
neopopulistas o neoliberales, con el propósito de conformar una imagen del pasado reciente a la medida de sus intereses. Su trasfondo es
reduccionista, y busca trastocar la gran complejidad del México posrevolucionario, al restringirlo todo a una misma fórmula: “El México
contemporáneo no es más que el resultado de siete décadas de un
régimen despótico y opresor”.
A partir del 2000, año del triunfo de un candidato presidencial no
priísta, el pri perdió también la batalla de las ideas, olvidó la capacidad de su gran movimiento para generar los mitos fundadores. Además, numerosos investigadores, analistas y periodistas de diverso cuño
asumieron como indudable la nueva versión de la historia, a pesar de
que poco antes muchos de ellos habían sostenido opiniones muy distintas. Dicha versión servía bien a los intelectuales que la construyeron: una vez adoptada como verdad absoluta, no quedaba sino acatar
la imposibilidad de una reforma del sistema construido durante los
famosos 70 años y, por lo tanto, la única salida era su destrucción definitiva. Publicadas como certezas, tales afirmaciones pasaron a ser las
únicas “políticamente correctas”. Las reformas realizadas a lo largo de
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varias décadas para transformar al país pasaron al desván de las cosas
inú­tiles.
“Setenta años de pri”: el estereotipo no puede ser más engañoso.
Es como sostener que las distintas administraciones republicanas habidas a lo largo de la historia estadounidense forman un solo bloque,
un monolito inquebrantable. Como afirmar que no hay diferencia
alguna entre Abraham Lincoln y Barry Goldwater, o entre Franklin
D. Roosevelt y George Wallace. Es como igualar a Benito Juárez con
Porfirio Díaz, dos liberales del siglo xix.
Incluso quienes declaran su admiración por algún personaje de estirpe priísta, Lázaro Cárdenas o Adolfo López Mateos, por ejemplo,
abrazan el mentado cliché. Son “críticos” que, luego de aplaudir la
expansión industrial de fines de los cuarenta, o incluso el populismo
económico de los setenta, olvidan todo matiz, alzan la voz y refrendan: “¡Setenta años de pri!”
Para una lectura del pasado
Comprensible como resultado de la ignorancia, esta simplificación se
torna inaceptable ahí donde se revela como resultado de una pereza
analítica. Quienes se atienen a los estereotipos para evaluar la historia,
pretenden entender el presente como una mera consecuencia del pasado, como si el tiempo fuera lineal y homogéneo, un referente que
reclama extraer series o realizar proyecciones. “Lo que es pasado es
prólogo”2, dice una antigua máxima. La historia, sin embargo, como
han sabido ver diversos pensadores, es dialéctica y no sólo dinámica.
Exige un acercamiento al pasado que implique una visión forjada en
el presente y, de forma simultánea, las razones, los motivos y las condiciones propios del momento en que ocurrieron los hechos. La
pregunta relevante es: ¿qué significó tal o cual acontecimiento y cómo
deberíamos entenderlo? Conviene interrogarnos “no sólo acerca de lo
que sucedió sino sobre el mundo en el que sucedió”.3
Se ha dicho, y con razón, que para entender una realidad histórica
en su verdadera dimensión es preciso investigar y analizar las condi480
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ciones concretas en que se dieron los acontecimientos, cuando sus
actores ignoraban a ciencia cierta cuáles serían las consecuencias de
sus acciones, cuando no sabían siquiera si esas consecuencias podrían
ser las más inesperadas. Hay que considerar el pasado en su circunstancia. En tal sentido, explorar el contexto de un momento histórico
es fundamental: ¿cómo era la vida de las personas involucradas en
los acontecimientos que se pretende entender?, ¿qué implicaban para
ellas en los momentos en que los protagonizaron? Para responder
a estas interrogantes, lo primero es asumir que los hombres ignoran
en lo esencial las consecuencias que sus actos han de entrañar en el
futuro, tal y como el día de hoy desconocemos cómo leerán mañana nuestros congéneres este presente. Y es que nuestra percepción
del ahora está marcada de manera inevitable por nuestras conjeturas,
preocupaciones y expectativas. Por tal razón, es indispensable, a la
hora de analizar un determinado momento del pasado, tratar de ubicarse hasta donde resulte posible en la situación y el punto de vista de
las personas implicadas, no con la intención de justificarlas, sino para
comprender sus motivos, incluso sus errores. Para aprovechar el estudio de la historia, no es suficiente saber lo que pasó: es preciso comprender por qué pasó.
De hecho, los seres humanos afrontan a diario estos dilemas cuando intentan contestar las dudas más inmediatas: ¿qué está pasando en
realidad en nuestro entorno?, ¿cuáles son los hechos esenciales del
presente que es necesario conocer para entender la vasta y compleja
realidad de hoy? Los hechos que nos agobian, nos contentan o nos
devuelven la esperanza, ¿obedecen a una voluntad divina, dependen
de la razón humana, responden a las ideas y las intenciones de los
hombres, o son el resultado de fuerzas sociales que actúan de forma aleatoria? Las respuestas posibles son diversas y problemáticas. Sin
embargo, todo pareciera indicar que la realidad de la historia depende en gran medida de una serie compleja de acontecimientos que
no es posible prever con exactitud, de cambios y transformaciones a
menudo impensados. Las condiciones materiales en el mundo tienen
un peso mayor que las ideas y los sentimientos. Las formas en las que
los miembros de una sociedad viven sus vidas en tal o cual esfera
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social, política, cultural, sentimental o espiritual, tienen que ver con las
maneras en que trabajaron y obtuvieron sustento para ellos mismos y
para los suyos; en nuestro país y en nuestra región, tienen que ver con
el impacto del contexto internacional.
La historia, entonces, no es nunca el recuento aislado de datos estadísticos, o de fechas que conmemoran acontecimientos políticos,
sociales, científicos o culturales. La historia es el efecto simultáneo
de fuerzas económicas, sociales, religiosas, artísticas, filosóficas y polí­
ticas. Desde esta perspectiva, en la historia de un país el contexto es
determinante. En el caso de México, dada su situación geográfica,
el contexto externo tiene un peso extraordinario. Por eso al estudiar
la historia del país es indispensable entender a fondo las condiciones
de la economía y la política internacionales en el periodo que se pretenda analizar, así como sus secuelas en el ámbito interno, es decir, sus
efectos domésticos sobre la economía, las relaciones sociales, el quehacer político, la cultura y las mentalidades.
El amanecer del siglo xx
Al arranque del siglo xx, había en el mundo cerca de 50 naciones
soberanas, 20 de ellas en América Latina.4 Sin embargo, en un sistema que los historiadores han denominado “balance de poder”, tan
sólo existían seis grandes Estados: Gran Bretaña, Francia y los países
recientemente industrializados: los Estados Unidos, Alemania, Rusia
y Japón. De todos ellos, sólo Francia y los Estados Unidos eran repúblicas. Era el tiempo de los grandes imperios, cuando un Estado abandonaba un territorio, otro lo ocupaba de inmediato. Era, por lo tanto,
una época de dominio imperialista: para ejercer control sobre otras
naciones, no era necesario tener poderío, jurisdicción o mando sobre
ellas, bastaba y sobraba la supremacía económica y financiera.
Las relaciones internacionales al inicio del siglo xx estuvieron
marcadas por el intercambio comercial. El capital adquirió libertad
de movimiento bajo el patrón oro (desde 1717 se había establecido
como punto de referencia la onza de oro, equivalente a 15.21 onzas
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de plata). Ese siglo inició con un enorme crecimiento del comercio mundial, que se duplicó durante los primeros 15 años. Y aunque
América Latina sólo participaba en 7.5% del intercambio total en el
mundo, aportaba la quinta parte del petróleo y el trigo, la sexta parte
del comercio de frutas, la cuarta del trato con caucho, pieles y cuero,
la tercera del intercambio de azúcar y dos terceras partes del de café,
chocolate y té.5
Las finanzas internacionales llevaron al gran desarrollo de los ferrocarriles en el mundo entre 1870 y 1914. Este medio de transporte se
utilizaba en todas partes para abrir nuevos mercados y nuevas zonas de
cultivo (los llamados agronegocios convirtieron a los campesinos en
renteros o medieros y en mano de obra para el mercado), así como
nuevas minas y fundiciones de cobre, plata, cinc, plomo, y para trasladar
el petróleo de los pozos recién descubiertos (como el hidrocarburo
que se extraía en la llamada Faja de Oro).
De la inversión mundial, América Latina obtenía 20% del total,
proveniente, sobre todo, de Inglaterra, seguida por los Estados Unidos, Francia y Alemania. La realidad económica en América Latina
tenía un equivalente diplomático en la Doctrina Monroe y, de manera destacada, en el llamado Corolario de Theodore Roosevelt (1904),
mediante el cual el gobierno de los Estados Unidos buscaba asegurarles a los negociantes y hombres de finanzas de ese país y de otras
naciones de Europa las condiciones necesarias para la producción y el
comercio en Latinoamérica.
En el terreno de la cultura, el siglo xx se pone en marcha bajo la
influencia determinante de los valores que dominaban el contexto europeo: civilización era igual a cristianismo, capitalismo y raza blanca.
Todo esto entretejido con un arraigado chovinismo y una soterrada
exaltación de la superioridad de los hombres sobre las mujeres.
Los cataclismos al inicio del siglo xx
El siglo xx sufrió la impronta de tres grandes catástrofes. Una de ellas,
la gran crisis de 1929, tuvo lugar en el terreno económico. Las otras
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dos, la primera y la segunda guerra mundial, modificaron las relaciones y alteraron la visión del mundo en todos los campos y en todas las
latitudes. La primera, también conocida como “la gran guerra”, ocurrió entre 1914 y 1918 y representa la gran confrontación naciente
entre Estados capitalistas muy estructurados. Sus secuelas de terror y
destrucción son incalculables. La gran paradoja está en que sus protagonistas fueron naciones a las que entonces se las consideraba ilustradas, desarrolladas, depositarias de la gran tradición cultural del mundo
civilizado.
La gran guerra llevó al resto del mundo un mensaje muy claro:
la superioridad moral de las naciones europeas no tenía un sustento
objetivo. No había, por lo tanto, una razón para seguir las pautas marcadas desde Europa. Durante la conflagración, murieron más de 10
millones de personas, entre ellas la mitad de los jóvenes franceses de
entre 20 y 32 años, así como 115 mil soldados estadounidenses.
De la gran guerra se derivó la Revolución rusa de 1917, que se
inició como una gran movilización republicana para luego transformarse en un movimiento socialista. Con la caída de la hegemonía británica y el advenimiento, desde entonces, de un proceso globalizador
de producción (el capitalismo de las grandes firmas que concentraban
una producción centralizada), los Estados Unidos se transformaron en
la gran potencia mundial. Entonces enfrentaron la necesidad de abrir
más mercados, tanto para sus bienes de consumo e inversiones como
para obtener los insumos que demandaba su desarrollo. Además, desde
el fin de la primera guerra este país se convirtió en el principal centro
financiero del mundo. Inglaterra y Francia, también vencedores, le debían más de 10 mil millones de dólares. Fue así como se puso en marcha un nuevo sistema financiero: los estadounidenses les exigieron a sus
aliados franceses e ingleses el pago de los préstamos concedidos; a su
vez, para cumplir sus obligaciones ingleses y franceses le demandaron a
Alemania la liquidación de las reparaciones de guerra, misma a la que
los alemanes se habían comprometido tras la derrota y que cubrieron
mediante préstamos obtenidos de los propios Estados Unidos.
El servicio de esa deuda absorbió todos los recursos disponibles
durante la década de los veinte. No hubo fondos, por lo tanto, para
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la reconstrucción de Europa ni para la inversión productiva. El enorme financiamiento del servicio de esa deuda lo organizaron los grandes bancos comerciales de Nueva York. Al final del día, gracias a las
inmensas utilidades obtenidas, los bancos estadounidenses se trans­
formaron en los más grandes del mundo. Después de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos promovieron la disolución de los
imperios europeos.
El mundo global del capital: origen de los
grandes movimientos sociales
Desde los años setenta del siglo xix, ya existía en el mundo una feroz
competencia capitalista global. Hacia el final de esa centuria, en los
años ochenta, se consolidó el sistema imperialista en las seis grandes
naciones ya mencionadas. Se anticipaba una gran colisión. En 1914
estalló la primera guerra mundial, con su secuela de grandes revoluciones, motines locales, y rebeliones domésticas y regionales. Entre
los grandes imperios sobresalía Inglaterra, la nación capitalista más
importante de la época, un país que dominaba la cuarta parte de la
población y el territorio mundiales, al tiempo que ejercía un papel
hegemónico en el ámbito económico y financiero.
El desarrollo del capital provocó grandes movimientos sociales y
políticos en las dos primeras décadas del siglo xx. El capital financiero
acompañó a la generación del anarcosindicalismo y el socialismo en
Europa, África, Asia, Australia y América Latina. Surgieron las luchas
contra el capital monopolista y el racismo blanco en varios países, a
través de movimientos obreros, agrarios, anarquistas y socialistas lo
mismo en México (la Revolución de 1910) que en Rusia, China,
Turquía, Sudáfrica, Perú, Filipinas, Cuba y hasta en los Estados Unidos. En cada nación, sin duda, las distintas culturas locales influyeron
en los diferentes movimientos, pero en todos los casos las razones que
los motivaron eran nuevas. Los pueblos de cada uno de estos países
podían tener una historia más o menos antigua, pero, como algunos
especialistas han señalado, las clases trabajadoras eran recientes, por
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lo tanto sus organizaciones daban muestras de ser impacientes y desafiantes: no temían utilizar todo su poder, ni en la política ni en la
acción directa.
Las comunidades y los centros de trabajo ya no eran espacios aislados, aun en las zonas rurales, pues los ferrocarriles, los mercados,
los bancos, las hipotecas y las distintas formas de trabajo asalariado
integraron el campo y la ciudad. Había campesinos que también eran
mineros, trabajadores que pasaban del ferrocarril a los centros petroleros. A esto contribuyeron los sistemas ferroviarios y el telégrafo, que
favorecieron la comunicación entre movimientos de características similares, aun cuando se desarrollaban en lugares distantes entre sí. Es
por esta razón que algunos historiadores han insistido en el error que
implica tratar de explicar la aparición de aquellas corrientes sociales
con argumentos ligados al tradicionalismo o al carácter rural de los
territorios donde ocurrieron.
Los antecedentes: fuera de México y lejos en el tiempo
Con la distancia que da el tiempo transcurrido y mediante un estudio
cuidadoso de la historia, hoy es posible alcanzar una comprensión más
apegada a la realidad de la Independencia y la Revolución mexicanas.
Sería excesivo tratar de hacer aquí un análisis exhaustivo de estos dos
momentos históricos. Pero quizás resulte útil tratar de entenderlos
desde el contexto de los distintos movimientos internacionales que
están en sus raíces.
En América Latina, los movimientos independentistas tuvieron
como principal referente las guerras ocurridas entre Inglaterra y
Francia en los años que van de 1793 a 1815,6 las cuales obligaron a
la monarquía española a promover una serie de reformas que buscaban fortalecer su imperio. Dichas reformas crearon nuevas tensiones
en el aún vasto dominio español.7 A la larga, las guerras entre ingleses y franceses contribuyeron al colapso de dos imperios peninsulares: los de España y Portugal. Esto le abrió las puertas al surgimiento
de varios Estados nominalmente independientes en América Latina.
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En la década de 1820, de los cuatro virreinatos hispánicos se desprendieron las repúblicas de México, América Central, Gran Colombia,
Perú, Bolivia, Chile, Paraguay y las Provincias Unidas de la Plata. De
Portugal surgió el vasto territorio de Brasil.
Hoy, varios historiadores consideran que las luchas por la independencia en América Latina no deben verse como movimientos de liberación nacional, sino como guerras civiles entre españoles, criollos,
mestizos y mulatos, todos ellos representados en ambos bandos. No se
habría tratado, entonces, de un conflicto entre españoles y “naturales
blancos”; en realidad, enfrentó a dos bandos: el de los viejos españoles,
los comerciantes nativos blancos, los burócratas y clérigos partidarios
de la Corona, por un lado, y el conformado por los grupos de españoles y comerciantes nativos blancos que pugnaban por independizarse del imperio.8
Fue el colapso del imperio español, derivado de los encarnizados
enfrentamientos intraeuropeos de fines del siglo xviii y principios
del xix, lo que creó una ausencia de poder en el continente americano. El efecto de estos conflictos europeos sobre la política virreinal fue por completo desestabilizador. El Virreinato de la Nueva
España, antiguo y poderoso, era también muy conservador, vasto y
disperso. Antes que de un “México colonial”, habría que hablar de
un gran número de provincias sobre las que el virrey tenía un escaso dominio.9 En esas cuantiosas provincias, muchas de ellas alejadas
entre sí, con muy pocos vínculos de identidad, ocurrieron todo tipo
de luchas que buscaban llenar el vacío provocado por el derrumbe
del imperio. No existían ni una base ni un núcleo que permitan ver
todos esos territorios como un Estado nacional, en el sentido que le
damos en la actualidad. El que se conformó más tarde surgió a partir
de regiones diversas. En los hechos fue muy difícil integrarlas y organizarlas, es por eso que en México las luchas por la consolidación de
un Estado nacional siempre han sido más problemáticas que en otras
latitudes.
Pero hay que volver al relato, forzosamente sucinto, de lo que hoy
se nombra como la guerra por la Independencia de México. La gran
revuelta popular encabezada por Hidalgo fue reprimida. Morelos, el
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gran estratega y la principal figura militar y política, desarrolló una
vigorosa campaña por la independencia nacional y una ambiciosa
propuesta social, contenida en un documento fundacional: “Sentimientos de la Nación”. Se promovieron elecciones al Congreso de
Chilpancingo y se planeó la Constitución de Apatzingán. También
se llevaron a cabo elecciones locales y municipales. Pero en 1815 la
revuelta independentista fue reprimida. No fue sino hasta 1820 cuando la Nueva España logró independizarse del Imperio español.10 El
surgimiento de la nación mexicana se dio en dos momentos: en 1821
el del “Imperio Mexicano”, y el de la “República popular, representativa y federal” en 1824.
1910-1920, la Revolución mexicana
El antecedente directo de la formación política conocida como pri es
el movimiento revolucionario de 1910.
No puede entenderse la Revolución mexicana si no se analiza el
papel decisivo de las grandes potencias y sus fuertes intereses económicos antes y durante la conflagración. El contexto externo fue el de un
conflicto permanente entre los grandes bancos y las empresas de Inglaterra, los Estados Unidos, Francia y Alemania, todos, apoyados por
sus respectivos gobiernos. Estos bancos y estas empresas operaban
también en México, por lo que el mercado y la política del país tenían para ellos un enorme interés. Baste recordar que durante los 10
años que duró la lucha revolucionaria, México enfrentó dos invasiones de los Estados Unidos.
A principios del siglo xx, la forma de producción capitalista era
la más importante en México, como se puede constatar cuando se
estudia el gran impulso de las actividades industriales en Veracruz. Sin
embargo, no era la forma más extendida, pues en gran parte del país
prevalecían ciertos métodos feudales y señoriales, junto a una manera de producir que podría denominarse propietaria, lo mismo en la
agricultura y la ganadería que en las pequeñas operaciones mineras y
manufactureras. Mientras que la producción capitalista incorporaba a
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la mitad de la clase trabajadora y creaba alrededor de 90% del valor
total de lo producido, la otra mitad laboraba sujeta a las normas características del modo propietario, bajo el cual los trabajadores obtenían
apenas lo suficiente para la supervivencia y generaban alrededor de
10% del valor total de la producción.11
¿Qué fue la Revolución mexicana? El mito fundador
La idea que de la Revolución se construyó en México formó parte
imprescindible de la ideología oficial durante un buen trecho del
siglo xx. Esa versión, ese mito fundador, preocupado por describir
qué ocurrió y no por qué sucedió y lo que ha significado, postula que las
luchas revolucionarias se dieron como consecuencia de los grandes
conflictos que enfrentaban a las clases bajas con las clases altas del
país. Asimismo, afirma que la confrontación era inevitable y que en
el momento del estallido ya no había alternativa. Sostiene también
que la lucha revolucionaria llegó de la mano de un motivo político:
la sucesión presidencial de 1910, en la que volvía a presentarse como
“candi­dato” Porfirio Díaz, hombre octogenario con más de 30 años
en el poder. Entonces, siempre de acuerdo con la versión de los hechos durante tanto tiempo divulgada, las multitudes provenientes de
todas las regiones del país se incorporaron a la lucha y la llevaron más
allá de la política, al exigir reformas económicas y sociales. Durante el
proceso revolucionario, se concluye, ocurrió una tremenda destrucción material a lo largo de todo el territorio, lo que a su vez arrastró
la quiebra generalizada de negocios y empresas. Desde luego, en esta
visión de la historia los Estados Unidos se opusieron de manera constante y absoluta a los revolucionarios y sus líderes.
Por último, el gran desenlace: “el pueblo” destruyó el viejo régimen, los campesinos reclamaron sus tierras, los trabajadores organizaron sindicatos y el gobierno revolucionario acometió las acciones
necesarias para el desarrollo del país. Los hombres surgidos del pueblo se convirtieron en los nuevos líderes. Las condiciones económicas
y sociales mejoraron gracias a las políticas revolucionarias y la lucha
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concluyó en 1917 al promulgarse la nueva Constitución. La “voluntad
popular” se institucionalizó en el gobierno.12
De un diferendo político a una guerra civil, en medio
de tremendos conflictos internacionales
La interpretación de la historia, sin embargo, no es la misma en todas
las épocas. A las lecturas tradicionales es necesario aplicarle la prueba de ácido de la crítica. Hoy, en el centenario del inicio de la gesta
revolucionaria, se cuenta con mejores herramientas y, ante todo, con
una mejor perspectiva, para comprender su significado. Con ellas en
la mano, algunos estudiosos han concluido que la llamada Revolución
mexicana no fue otra cosa al inicio que una lucha por el poder originada en los conflictos políticos que por entonces ocurrían al interior
del Estado, y que a partir de 1914 derivaron en una guerra civil. En
medio, una lucha de clases sin cuartel, en términos generales bastante
confusa, pero en ciertos momentos decidida, clara y firme. Un par de
ejemplos: las acciones del Ejército Libertador del Sur y las demandas
de varios centros obreros, como la Casa del Obrero Mundial (aunque
el organismo se dividió muy pronto).
El conflicto político que inició en 1910 no representó, en su origen, un enfrentamiento entre las clases bajas y las altas, sino entre los
miembros de las clases altas y medias que se sentían relegados y un
número menor de personas pertenecientes a esas mismas clases pero
que, al contar con el apoyo del régimen porfirista, se hallaban en una
situación privilegiada. Aquel movimiento ha sido visto como una típica confrontación política del siglo xix: un plan, un manifiesto, la esperanza de que el conflicto no se extendiera durante mucho tiempo,
la expectativa de que en las ciudades claves de la provincia algunos
se pronunciaran a favor de “la causa de la nación” y asunto resuelto.
Los promotores originarios del plan intentaron establecer una serie de
pactos para que los disturbios no crecieran a niveles mayores. El golpe
de Huerta y la resistencia armada fueron los actores de una guerra
entre el gobierno militar y la resistencia armada en los estados.13 Nada
de “revolución social”, mucho menos de revolución socialista.
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La guerra civil empezó en 1914, después de la derrota de Huerta,
y duró hasta 1920. Enfrentó al Ejército Constitucionalista con dos
grupos aliados: la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur.
En algún momento tuvo mucho de movimiento populista y derivó
en la conformación de un Estado protector de los derechos sociales. La ideología revolucionaria nunca fue una sola: fue conservadora
y antipopular en ciertas etapas, populista y frentista en otras. Tampoco propició la formación de un partido revolucionario duradero.
Durante la conflagración hubo una nutrida participación del pueblo
trabajador, que, así como intervino en levantamientos de índole revolucionaria, también se involucró en acciones contrarrevolucionarias e
incluso en movimientos cuyos líderes perseguían el poder por razones meramente personales.14
Un proyecto a contrapelo: conducir al pueblo
A lo largo de aquella guerra civil, las grandes masas populares participaron de manera intermitente en distintas regiones, casi siempre
alentadas y encabezadas por las clases medias pero muy pocas veces
movidas por causas sociales o económicas. Los temas que desataron las
grandes movilizaciones giraban en torno de la conformación del Estado y, a fin de cuentas, de los principios rectores de un buen gobierno.
De manera paradójica, fue en esos años cuando surgió y echó raíces la
idea de que al pueblo conviene conducirlo, no dejarlo conducir.
La guerra civil no produjo nada históricamente definitivo en asuntos
económicos y sociales. Se mantuvieron las mismas grandes compañías de
antes y aparecieron algunas nuevas, cada vez más dependientes de mercados y bancos de los Estados Unidos. Dejó, en cambio, una población
diezmada por los enfrentamientos armados, la emigración y la influenza
[…]; una deuda externa de mil millones de pesos; un ejército de casi 100
mil hombres, que costaba 62% del presupuesto; una confederación nacional de comerciantes e industriales; una confederación de obreros […] y la
inmensa mayoría de los campesinos exigiendo tierras en propiedad.15
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Al final, las condiciones sociales y económicas en el país cambiaron
poco en términos políticos, y mucho a causa de los trastornos que
experimentaron los mercados internacionales, de las contingencias de
la guerra y de los intereses de ciertos líderes locales y regionales. El
Estado que surgió del arreglo constitucional de 1917 no era muy
popular, ni contaba con un apoyo de base amplio. La presión de los
Estados Unidos y de algunos enemigos domésticos apenas le permitió sobrevivir, “hasta que una facción tuvo la suficiente fuerza y
coherencia para tramitar su consolidación. En 1920, ocurrió la última
revuelta exitosa. Más que una revolución social, fue una guerra que
indujo un cambio de la clase política”. A pesar de la trascendencia
de los movimientos sociales, a la hora de evaluar sus consecuencias
importa más tener en cuenta aquellos aspectos en los que salieron
derrotados, los que implican el fracaso de sus objetivos. Por eso es importante “explicar de manera amplia las políticas en que se fundó el
nuevo Estado, porque ahí donde la fortuna o la virtud tienen un mayor
impacto, sólo el detalle puede explicar los resultados”.16
Al concluir la confrontación armada, los movimientos campesinos
y los sindicatos obreros cobraron gran importancia. Además, la Constitución de 1917 vino a plantear una mayor exigencia de justicia. Asimismo, permitió que se organizara una nueva fuerza política capaz de
enfrentar las embestidas de los estadounidenses, controlar las demandas obrero-campesinas y, finalmente, construir y poner en operación
un nuevo régimen.17
Al fin reformista, “la Revolución mexicana moduló el mercado sin
abolirlo, combatió la pobreza sin erradicarla y reconoció la organización popular de obreros y campesinos sin permitir que se desarrollara
al margen del poder gubernamental”.18 Debido a las múltiples maneras de entender el origen, el desenvolvimiento y las consecuencias
de aquella guerra civil, el compromiso del Estado y la sociedad con la
soberanía se ha definido de muy distintas maneras a lo largo del siglo
xx mexicano.
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El pri, ¿71 años de gobierno?
Las diversas etapas de la Revolución mexicana: primero
el conflicto político y después la guerra civil
La guerra civil fue precedida por el conflicto político que tuvo lugar
entre octubre de 1910 y febrero de 1913. Al cumplirse los primeros
10 años del siglo xx, el tema de mayor relevancia en México era el de
la reforma política. La sucesión presidencial y las distintas opciones
de gobierno acarreaban consigo un signo de pesos: eran indiscernibles del mundo de los negocios, a escala mundial y local. La eventualidad de una reforma, de un cambio moderado o extremo, implicaba
asimismo la posibilidad de renegociar cientos de contratos financieros
y mercantiles. Desde la gran crisis económica internacional de 1907,
muchos hombres de negocios, desencantados y alejados de los políticos en el poder, consideraron la necesidad de un cambio que les
permitiera alcanzar una mejor posición para promover sus intereses.19
Después del fraude electoral de 1910 y la represión ordenada por
Porfirio Díaz durante el verano de ese mismo año, muchos mexicanos que se formaban en las filas antirreeleccionistas concluyeron que
la única salida frente a la dictadura y el régimen de privilegios era una
revolución.
El porfiriato, para entonces, era en sí mismo un llamado al derrocamiento. Los porfiristas eran poderosos y sus adversarios estaban
divididos. Sin embargo, para un influyente grupo de reformistas, el
objetivo no era derribar el régimen, sino establecer condiciones que
les permitieran defender con ventaja sus intereses. En el llamado Plan
de San Luis, Francisco I. Madero propuso organizar una insurrección
nacional que debía ponerse en marcha el 20 de noviembre de 1910.
Su objetivo inmediato y explícito era muy claro: la realización de
elecciones democráticas.20 La perspectiva de que un nuevo gobierno accediera al poder interesó a los terratenientes de los estados del
norte, que, además de enfrentar dificultades financieras, se mostraban
irritados ante un régimen que no les era particularmente favorable.
También despertó el entusiasmo de los pequeños agricultores y comerciantes. Y es que el Plan de San Luis incluía una cláusula con la
oferta de atender las quejas de los campesinos que habían perdido
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sus tierras, la cual atrajo la atención, de manera muy especial, entre el
campesinado del norte (Chihuahua, Durango, Zacatecas y los antiguos reales de minas) y del estado de Morelos.21
En esos años, un acontecimiento significativo vino a complicar
el panorama: México sufrió la primera intervención norteamericana
de la década, cuando el presidente de los Estados Unidos, William
Howard Taft, movilizó tropas a la frontera. El acto envió una señal
inequívoca: los estadounidenses estaban deseosos de intervenir en los
asuntos políticos de México. Los grupos internos leyeron la agresión
como una condena remitida desde el extranjero al gobierno de Porfirio Díaz. El 20 de noviembre, tal como estaba dispuesto, se inició
una serie de levantamientos en varias regiones del país. Díaz partió al
exilio y se efectuaron las prometidas elecciones. En octubre de 1911,
con 53% de los votos, la fórmula Madero-Pino Suárez ganó la presidencia y la vicepresidencia de México. En 1912, el presidente Taft,
que a su vez enfrentaba un nuevo periodo de elecciones, ordenó una
nueva movilización de sus tropas a la línea fronteriza. Para muchos
mexicanos, el gesto representó un pésimo presagio: el gobierno de los
Estados Unidos desaprobaba al presidente Madero.
Sobrevino una serie de revueltas internas, y Madero recurrió al general Victoriano Huerta para sofocarlas. Aunque tuvo éxito, la acción
resultó tan costosa que el gobierno se quedó sin recursos para pagar
los intereses de la deuda. Además, el enojo y el sentimiento de agravio
que dejó entre los opositores al régimen colocaron al presidente en
una posición de extrema dependencia en el Ejército. Ante la urgencia
de pagar el servicio de la deuda, Madero le pidió al Congreso su autorización para solicitar un crédito. Su gobierno requería con urgencia
recursos que le permitieran librarse del control que sobre la economía
desplegaban los hombres de finanzas del grupo porfirista de los llamados científicos. Sólo así llegaría fortalecido a la elección de 1916. Pero
Madero no obtuvo la mayoría necesaria en las cámaras y los científicos
operaron en los círculos financieros internacionales para debilitarlo. En
los Estados Unidos, Woodrow Wilson ganó las elecciones, pero Taft
maniobró durante los últimos meses de su gobierno para alentar a los
mexicanos que se oponían al gobierno maderista.
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Dos revueltas organizadas en el interior para deponer a Madero
fracasaron: la de Bernardo Reyes y la de Manuel Mondragón. Para
neutralizar a sus adversarios, el presidente sólo contaba con el apoyo
de algunos generales. El tercer intento de derrocamiento, organizado
por Victoriano Huerta, tuvo éxito. Entonces el embajador de los Estados Unidos en México convocó a los golpistas, quienes, reunidos
con él en la sede diplomática, sellaron un pacto. Huerta asumió la
presidencia. El 22 de febrero de 1913, hombres del nuevo gobierno
huertista asesinaron al presidente Madero y al vicepresidente Pino
Suárez.
La guerra entre el gobierno militar y la resistencia
armada en los estados
Entre febrero de 1913 y agosto de 1914, el gobierno golpista enfrentó condiciones desfavorables. Al interior crecieron los movimientos
adversos a la nueva administración. El régimen de Huerta ya no era
visto con buenos ojos por los Estados Unidos, pues el gobierno de
ese país consideraba que la maniobra encabezada por el general había
obtenido el apoyo del grupo de los científicos para favorecer a las
empresas petroleras británicas. Cuando Inglaterra reconoció a Huerta,
el presidente Wilson decidió esperar: sabía que los mexicanos enfrentarían una dura prueba en cuanto su gobierno les demandara el pago
de intereses de la deuda.
La economía del país dio muestras de fragilidad. A pesar del boom
petrolero, el precio de la plata se vino abajo, lo que generó disturbios
en los estados mineros del norte. Las consecuencias no se hicieron
esperar: inconformidad de las organizaciones obreras, una gran manifestación el 1 de mayo, revueltas contra el usurpador y resurgimiento
de los científicos. Pero la muestra de rebelión más preocupante asomó
por el noroeste: el levantamiento encabezado por un joven político
que respondía al nombre de Álvaro Obregón.22 En Chihuahua apareció otro grupo de insurrectos, comandados por Francisco Villa. En
Coahuila, el gobernador de ese estado,Venustiano Carranza, organizó
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un ejército constitucionalista. En marzo de 1913, el mismo Carranza
promulgó el Plan de Guadalupe, enderezado contra Huerta; un plan
que, sin embargo, no proponía ninguna reforma social o económica.
En el sur, en el estado de Morelos, Emiliano Zapata encabezó un amplio movimiento de resistencia.23
Mientras tanto, crecía el recelo de los estadounidenses contra
Huerta y su favoritismo hacia los ingleses. Los Estados Unidos facilitaron armas a los constitucionalistas. Para responder, Huerta adquirió
armamento en Europa. Con el apoyo del embajador inglés, el golpista
mexicano incrementó a 150 mil el número de efectivos del Ejército.
Acto seguido, consiguió un préstamo de Francia. Pero la fuerza que
cobraban los embates de constitucionalistas y zapatistas contribuyeron
a que Wilson se decidiera a incrementar la presión contra el gobierno
huertista: en abril de 1914, con el pretexto de que en la costa del Golfo de México se hallaba un barco alemán con armas para el gobierno
mexicano, el presidente de los Estados Unidos ordenó la ocupación
del puerto de Veracruz. Para resolver el conflicto se organizó una acción mediadora internacional, denominada abc, en la que participaron
Argentina, Brasil y Chile.
El apoyo a Huerta creció. Sin embargo, la invasión del puerto debilitó la recaudación por aranceles de los golpistas. Los grupos revolucionarios se dividieron y enfrentaron destinos muy diversos: para
obtener recursos, unos quedaron atenidos a los ingresos por ventas
de ganado a los Estados Unidos, mientras que otros los obtuvieron
mediante el cobro de impuestos a las empresas mineras inglesas. Entonces los revolucionarios consiguieron dos grandes victorias contra
el Ejército huertista, una en Zacatecas y otra en Guadalajara. En julio,
Huerta se vio obligado a dimitir. Wilson lanzó una advertencia: el
gobierno de su país sólo reconocería a los revolucionarios si respetaban los intereses de los estadounidenses, y agregó: “Sin reconocimiento [los grupos rebeldes] no podrán obtener créditos y pronto se
desintegrarán”. En agosto de 1914, el Ejército federal se rindió ante
Obregón.
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La guerra civil: la división de los grupos victoriosos
y el arbitraje internacional
Entonces inició la guerra civil. En poco más de un año, entre agosto
de 1914 y octubre de 1915, se desbarató la gran red de arreglos políticos y comerciales que a escala nacional y regional se había tejido
durante los 30 años previos. “La lucha interna por restaurar la constitucionalidad del país desembocó en su destrucción.”24
Las fuerzas victoriosas se dividieron y se conformaron cuatro ejércitos sin vínculos entre sí: los contingentes armados del noreste, el
noroeste, el norte y el sur. Las fuerzas sociales, por su parte, se aglutinaron en tres grandes grupos. “Y habiéndose desarrollado de forma
tan independiente, las distintas fuerzas no tenían partido alguno capaz
de mediar en el conflicto.”25
Vale la pena analizar, así sea de forma somera, las características de
los cuatro grandes contingentes armados. Los ejércitos del noroeste
y noreste (comandados por Álvaro Obregón y Pablo González, respectivamente) estaban compuestos por 60 mil tropas. A su alrededor,
grupos integrados por profesionales, jóvenes dirigentes, hombres de
empresa, comerciantes, granjeros y rancheros, buscaban restituir las
antiguas componendas para beneficio de parientes, amigos y aliados,
sin mostrar ningún interés por el reparto de tierras.
El ejército del norte, comandado por Villa, contaba con 30 mil
tropas, algunas de ellas, las más fuertes, integradas por militares profesionales. Pero, en general, su composición era heterogénea: campesinos que demandaban tierra, mineros desempleados, caballerangos,
ferrocarrileros y bandidos. Casi todos luchaban por la paga y en busca
de alguna oportunidad más o menos fortuita. En su interior se gestaban conflictos relacionados con la tierra y su reparto: unos apostaban
por la entrega de tierras para los campesinos y de “colonias” para los
demás; otros aspiraban a conservar sus antiguos y enormes ranchos.26
En el sur, Zapata era la cabeza visible de un ejército de 15 mil
regulares no profesionales, más dispuestos a servir a sus pueblos que
a seguir a un líder. Ellos eran, sin embargo, los revolucionarios más
decididos a luchar por verdaderos cambios económicos y sociales. Sin
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muchos elementos teóricos, parecían inclinarse por una especie de
agrarismo anarco-comunista. Gracias a la plata de las minas guerrerenses, lograron emitir la moneda más estable del país. Entre ellos había intelectuales anarquistas surgidos de la Casa del Obrero Mundial
que, aunque no influyeron en la política ni en la estrategia, contribuyeron a elaborar y difundir una versión del zapatismo.27
Pero este régimen tan fragmentado mantenía inquietos a otros países, en especial a los que tenían la mira puesta en la posibilidad de
consolidar o emprender negocios en México, y, sobre todo, a las sedes
de las grandes compañías petroleras. Tales condiciones eran un llamado al arbitraje internacional. Por si algo faltara, la primera guerra
mundial había explotado en Europa, “lo que intensificó las inclinaciones imperialistas de un país neutral: los Estados Unidos”, al tiempo
que evidenció la importancia de la Doctrina Monroe en el hemisferio occidental. Como la guerra afectó la carga marítima, en México se
redujo la producción de petróleo para exportación; esto, a su vez, provocó que escasearan los recursos fiscales necesarios para pagar la tropa
y mantener el orden interno. “Los estadounidenses se volcaron sobre
las más importantes fuerzas sociales de México […] para promover
una restauración conservadora pero popular […] y permitir que su
país supervisara el desarrollo económico de los mexicanos.”28
En octubre de 1914, las distintas fuerzas revolucionarias se reunieron en la Convención de Aguascalientes.29 Ahí se aprobó en principio el Plan de Ayala, se desconoció la presidencia de Carranza y se
determinó que su lugar lo ocupara Eulalio Gutiérrez. “La decisión
complació tanto a Washington que el 13 de noviembre el gobierno
estadounidense ordenó la evacuación de Veracruz.” Ya en franca guerra civil, ese mismo mes de noviembre de 1914, Villa y Zapata ocuparon la ciudad de México. Entre las acciones que la ocupación trajo
consigo, destaca la creación del Sindicato Mexicano de Electricistas
(sme), con la cual se buscaba garantizar una adecuada generación de
energía para el transporte y la actividad minera. Tras reagruparse, los
carrancistas lanzaron un manifiesto en el que demandaban entregar
tierras a los campesinos, gravar a los ricos, mejorar los salarios y las
condiciones de vida de los obreros, depurar los tribunales, mantener
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a la Iglesia al margen de la política, garantizar la soberanía de México
sobre sus recursos naturales y flexibilizar las leyes relativas al divorcio.
Hacia marzo de 1915, cerca de 160 mil hombres participaban en
la guerra civil, entre ellos 80 mil carrancistas (obregonistas incluidos),
50 mil villistas y 20 mil zapatistas. El principio del fin ocurrió el mes
siguiente, en Celaya. Obregón, con 11 mil hombres, se enfrentó a
Villa, que comandaba a 12 mil efectivos. Entre el 6 y el 7 de abril,
los villistas estuvieron a un paso de alcanzar la victoria. Pero el 13 del
mismo mes, durante la segunda batalla, Obregón encabezó un ejército reforzado con 20 mil efectivos (Villa tenía 15 mil adicionales).
Derrotado,Villa se retiró al norte.
“La gran conflagración europea limitaba el campo de maniobra de
Washington en el exterior. Por eso a los Estados Unidos les urgía que
se normalizara el orden político en México.” Huerta llegó a Nueva
York con fondos alemanes. Hubo propuestas del Departamento de Estado favorables a Carranza, pero el hundimiento del barco británico
Lusitania por parte de la marina alemana llevó a Wilson a buscar la
conciliación entre las diversas fuerzas revolucionarias de México. En
la batalla de León se volvieron a enfrentar Villa y Obregón, con 35 mil
y 30 mil hombres, respectivamente. Una vez más, Villa estuvo a punto
de conseguir el triunfo, pero al final se vio obligado a retirarse al norte. Tras un año de guerra civil, los carrancistas salieron victoriosos. En
junio, Wilson le había advertido a Carranza que los Estados Unidos
tendrían que intervenir pronto para salvar a México del caos; en octubre, el mismo Wilson reconoció al gobierno carrancista. Ante a los
estadounidenses, Villa y Zapata quedaron en condición de rebeldes.30
El nuevo Estado y las condiciones externas
Entre octubre de 1915 y mayo de 1917, Carranza propuso de manera deliberada la construcción del Estado mexicano centralizado. Los
Estados Unidos la avalaron, al tiempo que autorizaron la importación legal de armas para los carrancistas. No obstante, le exigieron
al gobierno mexicano que protegiera sus propiedades y evitara los
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impuestos excesivos para sus actividades comerciales: tal era el poder
de la Doctrina Monroe. Carranza decidió negociar con los Estados
Unidos. Su proyecto era dilatar todo trato definitivo hasta el final de
la guerra mundial y, entonces, buscar equilibrios en el viejo orden.31
Pero las cosas tomaron un sesgo distinto en marzo de 1916, cuando Villa atacó Columbus con la intención de destruir la relación entre
Carranza y los Estados Unidos. Como era año electoral en el país del
norte, Wilson decidió autorizar una expedición punitiva a México, la
cual entró a Chihuahua en marzo.32 Otro incidente, el hundimiento
del navío Sussex, mantuvo la mirada de los Estados Unidos en Euro­
pa. No obstante, las tropas estadounidenses dejaron Chihuahua cuatro meses más tarde, una vez realizadas las convenciones demócrata
y republicana. Carranza, como sea, mostró una enorme habilidad diplomática y supo preservar la soberanía y la paz.
En octubre de 1916, los mexicanos participaron en las elecciones
al Congreso Constituyente. En noviembre, nuevas circunstancias internacionales dieron paso a la descentralización interna. La reelección
de Wilson y la sangrienta batalla del Somme, librada durante varios
meses al sur de Francia entre las tropas inglesas y francesas, de un lado,
y las alemanas del otro, tensaron al máximo la relación entre los Estados Unidos y Alemania. Frente a esto, ambas potencias extremaron
cuidados en su relación con Carranza: “Ninguna quería un gobierno
centralizado, pues cada una temía que la otra ganara su lealtad. Para
evitar que el rival se hiciera de un aliado importante, los dos países
alentaron el conflicto entre Carranza, los generales y los rebeldes”.33
México se vio de pronto en el ojo del huracán. Así las cosas, el 20
de noviembre de 1916 arrancó en Querétaro la Convención Constituyente. Participaron 200 diputados, 80% de ellos procedentes de
grupos medios y con experiencia política. En términos ideológicos,
eran partidarios de un liberalismo anticlerical; unos cuantos se mostraban afines a un reformismo liberal, que ellos mismos denominaban
socialismo; y uno solo era un serio representante del sindicalismo. A
pesar de la aparente división entre “una minoría de viejos carrancistas
y una mayoría de jóvenes soldados de izquierda”, a la hora de votar,
casi todos los acuerdos se alcanzaron por mayoría amplia y, en algunos
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casos, por unanimidad. Carranza se hizo de una presidencia fuerte y
del control sobre un banco central. Por su parte, el bloque obregonista
apostó por un apoyo pleno a los apartados sociales y económicos de la
nueva Constitución, en particular a los artículos 3º, 27, 123 y 130.34
Entre mayo de 1917 y octubre de 1918, la economía interna se
recuperó gracias a los efectos positivos de la primera guerra mundial
sobre la economía estadounidense. El gobierno de Carranza, sin embargo, no logró una recaudación suficiente, en buena medida porque
una parte significativa de los recursos se canalizó al Ejército. Esto impidió una centralización suficiente del poder.
Hacia el mes de octubre de 1917, en el frente de la gran guerra,
las tropas inglesas se debilitaron durante su ofensiva en Bélgica. En
noviembre del mismo año, explotó la Revolución bolchevique. La
primera guerra, entonces, “se convirtió en una carrera estratégica de
los refuerzos alemanes y los estadounidenses hacia el frente occidental. Por lo tanto, cambiaron los términos de los intereses de los Estados Unidos y Alemania en México”. Berlín aceptó la neutralidad del
gobierno mexicano, mientras que Washington relajó las restricciones
que había impuesto sobre las exportaciones estadounidenses a nuestro
país.35
Noviembre de 1918, nuevo contexto internacional
En noviembre de 1918, concluye la guerra en Europa. “Entre los países que se alzaron con la victoria, los Estados Unidos fueron los que
obtuvieron las mayores ventajas. Entre otras cosas, se convirtieron en
la única nación con libertad para ejercer presión sobre México. Sin
arriesgar la interferencia de otros poderes […] terminaron con la posibilidad de que México tuviera un gobierno centralizado.”36
Aunque durante dos años pudo observarse una cierta recuperación
económica, ésta sólo ocurrió en unas cuantas regiones del territorio nacional. En cambio, la pandemia española tuvo efectos adversos
sobre todo el país. La plaga representó para México “el golpe más
devastador sobre la población en 350 años; al mismo tiempo, inhibió
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la producción y el comercio”. En sólo cuatro meses, murieron 400
mil personas.
Antes que una mayor centralización del poder o la intensificación
de las luchas regionales, la elección presidencial de 1920 trajo consigo
“preguntas de relevancia histórica: en una sociedad polarizada, ¿algún
grupo regional podría establecer gobierno en la ciudad de México?;
y de ser así, ¿qué clase de grupo y qué tipo de gobierno?” Mientras tanto, resurgieron los riesgos de confrontaciones violentas. Como
ninguno de los contendientes tenía el poder necesario como para
imponerse sobre los demás, “la lucha habría de desembocar no en
una coalición sino en una prueba final de fuerza”. En los hechos, sólo
había dos bases estratégicas para que triunfara la política: el noreste y
el noroeste.
Por entonces se desató un nuevo conflicto con los Estados Unidos, provocado por la decisión del gobierno carrancista de imponerle
derechos de perforación a las compañías petroleras del extranjero. El
Departamento de Estado estadounidense amenazó con retirarle a Carranza el reconocimiento diplomático. El Senado de aquel país, tras
establecer un subcomité para “investigar asuntos mexicanos”, nombró
como testigo principal ni más ni menos que al presidente de la Mexican Petroleum. Ocurrió la segunda expedición punitiva de tropas estadounidenses en territorio nacional.
Ese mismo año se llevaron a cabo las convenciones y las elecciones
presidenciales en los Estados Unidos. Para los estadounidenses, “la llegada violenta de otro gobierno en México beneficiaría a demócratas
y republicanos, pues les permitiría condicionar su reconocimiento a
la nueva administración a una reforma del artículo 27 y el restablecimiento de los derechos de su país en el campo productivo, de manera
principal sobre las compañías petroleras”.37
1920: nuevo Estado, nuevo gobierno y victoria de un solo grupo
Entre junio y diciembre de 1920, las tropas armadas del noroeste se
unieron y derrotaron a las divididas fuerzas del noreste. Sin embargo,
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dado que aquéllas “no contaban con las buenas relaciones que sí tenían las del noreste, en particular con las grandes empresas establecidas en la ciudad de México y Monterrey, no pudieron gobernar
como socios sino sólo como ‘conquistadores’; tuvieron entonces que
enfrentarse a las fuerzas cuya cooperación más necesitaban para consolidar el nuevo régimen. Por eso su preocupación principal fue conseguir de inmediato el reconocimiento de los Estados Unidos”.38 La
elección presidencial de septiembre de 1920 arrojó mayoría absoluta
para Obregón. En noviembre, Warren G. Harding ganó la presidencia
de los Estados Unidos, “lo que canceló cualquier posibilidad de que
ese país reconociera pronto a cualquier gobierno mexicano que se
empeñara en mantener los términos vigentes de la Constitución”.
Womack concluye:
El 20 de noviembre de 1920 se celebró por vez primera el “triunfo de
la Revolución mexicana”. Así, la lucha entre los sectores victoriosos de
1917 desembocó en un nuevo régimen. La principal institución política
no fue un líder de la nación entera ni un partido, sino una facción regional: los grupos triunfantes del noroeste, que, a pesar de no tener el reconocimiento internacional, habían conseguido entronizarse en los niveles
más altos del Estado, listos para operar una “reconstrucción” regionalizada y negociar con otras facciones. El nuevo Estado operaría como el
partido nacional de la burguesía. Su función determinó su programa: una
larga serie de reformas impuestas desde arriba, con el objetivo de evadir,
dividir, disminuir y restringir las amenazas a la soberanía de México y
al capitalismo que pudieran presentarse desde afuera y desde abajo del
sistema.39
Hacia el mito fundador
La iniciada en 1910 resultó una notable revolución, en el sentido amplio del término: el viejo orden se colapsó, la mayoría de la antigua
élite se hundió y una nueva comenzó a conformarse a partir del surgimiento de mayores oportunidades para los más talentosos. Durante
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el proceso muchos mexicanos murieron, y nuevas actitudes, conceptos, símbolos, creencias, discursos, dudas y esperanzas adquirieron título de normalidad. Ganó el grupo armado con más recursos. Y ese
grupo era, sin duda, el más anticlerical.
Más que una revolución al estilo de otras ocurridas durante la segunda década del siglo xx, respondió a impulsos e ideales propios del
xix: fue liberal pero no anticapitalista, lo que a la larga tuvo grandes
consecuencias sociales. Ante el fantasma del fascismo, el México revolucionario conocería una etapa de cooperativismo populista-capitalista.
Pero se ha señalado que esta revolución no tuvo lugar de acuerdo con
un propósito. Tampoco atacó de raíz el problema de la injusticia en
México.
1929: la crisis económica mundial, y el surgimiento del pnr
Hacia el primer tercio del siglo, en 1929, explotó una gran crisis económica, la primera de alcances mundiales. Se le dio el nombre de “la
gran depresión”. En su momento, algunos la consideraron el mayor
fracaso del sistema capitalista. Como sea, en América Latina tuvo consecuencias funestas: provocó un derrumbe del comercio, la economía
y el empleo, que a su vez trajo consigo serios problemas políticos.
No es verdad, como algunos sostienen, que el pri se fundó en
1929. En realidad, en ese año apareció una organización política muy
distinta, ligada a las circunstancias internas y externas del momento.
En los años veinte, consumada la guerra civil, surgieron en México los primeros sectores socioeconómicos identificables como “clases medias”. Asimismo, se consolidaron las primeras organizaciones
obreras y ocurrieron diversos movimientos estudiantiles de gran relevancia. Entre los sindicatos que se conformaron por entonces destacan aquellos que, dada su importancia estratégica en el desarrollo
económico, ejercieron una notable influencia en las decisiones políticas: los de electricistas, ferrocarrileros, trabajadores portuarios y
mineros. De la unión de estas formaciones sindicales, todas ellas influidas por corrientes anarquistas, socialistas, comunistas y laboristas,
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surgió el primer gran partido posrrevolucionario: el Partido Laborista Mexicano.
Dado que desde el poder en turno se ejercían controles muy estrictos sobre los procesos electorales, los grupos políticos dominantes se
concentraban más en el proceso de nominación de candidatos que en
la elección misma. Para crear mejores condiciones económicas, se procedió a estabilizar el tipo de cambio y a reducir la inclinación de los
gobiernos a financiarse con déficit fiscal. Fue así como en el año de
1925 se creó el Banco Central. Lo mismo ocurrió en buena parte del
continente: Perú (1922), Colombia y Brasil (1923) y Chile (1926).
En México, sin embargo, persistían las revueltas militares, como
las de 1923, 1927 y 1929. En este contexto se celebraron las elecciones presidenciales de 1928, organizadas por el entonces presidente, el
general Plutarco Elías Calles, y en las que contendieron más de 20
organizaciones políticas. Recién reformada la Constitución, se había
abierto la posibilidad de reelegir al presidente de la República por
otro periodo, lo que contradecía de manera flagrante una de las demandas centrales de la Revolución mexicana, tajantemente contraria
a las reelecciones de Porfirio Díaz. En 1928, se reeligió al general Álvaro Obregón, quien ya había ocupado el cargo en 1920.
Pero un acontecimiento imprevisto cambió las perspectivas de
forma radical: el asesinato de Obregón, presidente recién electo. Para
encabezar el proceso de relevo, Calles convocó a las distintas fuerzas
políticas a constituir el Partido Nacional Revolucionario (pnr), el
cual se estableció de manera formal el 4 de marzo de 1929.
El pnr: maquinaria electoral del Estado
Aquel instituto político, nacido a manera de un gran frente de partidos, se convirtió en una maquinaria electoral organizada y dirigida
desde el gobierno. El pnr, es preciso resaltarlo, se convirtió en un
medio para contener las constantes revueltas y dirimir por la vía política las diferencias entre las distintas fuerzas derivadas del proceso
revolucionario. En México, conviene reconocerlo, la política no se
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organizó a partir de un sistema de partidos, sino en torno de un engranaje político de gran complejidad, una especie de confederación
de maquinarias de poder y gobierno interconectadas.
El nuevo partido emergió como una entidad configurada desde el
Estado y no como un cuerpo de la sociedad civil. Un rasgo que, sin
embargo, no es exclusivo de nuestro país: en Brasil, según han observado diversos analistas, la política tampoco se ha ordenado por la vía
de los partidos, sino a través de los medios.
Los años treinta y las grandes transformaciones mundiales
En el ámbito internacional, la gran depresión no concluyó en una recuperación cíclica y pacífica: la ola mundial de quiebras, que incluyó
bancos, compañías, empresas y familias, se extendió y tuvo secuelas
internacionales durante 1930, 1931 y 1932. En Gran Bretaña, el de­
sem­pleo creció 15%, en Alemania 20% y en los Estados Unidos casi
alcanzó 33% de todos los trabajadores.
A través de las grandes corrientes del comercio y las finanzas, la
crisis se propagó al resto del planeta. El comercio mundial se desplomó en 33% durante esa década y el flujo de capitales prácticamente
se interrumpió. Para 1937, los esfuerzos de casi todos los países por
recuperarse habían fracasado, con dos notables excepciones, Alemania
y Japón, naciones donde el desarrollo de la industria militar tuvo un
impulso extraordinario.
De la depresión al fascismo. Los frentes populares
Fue en este marco, el de la gran depresión y sus consecuencias, cuando ocurrió el advenimiento mundial del fascismo, que encontró un
campo propicio entre las clases medias y populares. Ante esto, el Partido Comunista de la URSS modificó su estrategia: la nueva agenda
dejó de poner el énfasis en la promoción de las revoluciones internacionales y se enfocó en la contención de la epidemia fascista. Al mis506
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mo tiempo, los soviéticos se entregaron a la tarea de integrar frentes
populares para preservar el constitucionalismo republicano. La guerra
civil española de 1936 y el triunfo de los falangistas sobre los republicanos, aunados a la expansión del corporativismo en Portugal, contribuyeron a la emergencia del fascismo en América Latina como una
fuerza política de importancia, cuando menos aun hasta 1942.
Al interior de los países industrializados, la respuesta ante la crisis
económica fue la intervención intensiva de los gobiernos en las finanzas. En los Estados Unidos, a esa fuerte participación del sector estatal,
iniciada por el presidente Franklin Roosevelt, se la conoció como
“el nuevo trato”; en Gran Bretaña se le dio el nombre de “coalición
nacional”, y en Francia, el de “frente popular”. El reflejo en términos
de política exterior fue lamentable: la acción agresiva de las nuevas
naciones poderosas sobre las más vulnerables (como la de Japón en
China, la de Italia en Etiopía y la de Alemania en el corazón industrial
de Europa), y la influencia de poderes externos en el desenlace de la
guerra civil española.
El cambio de actitud hacia los países del sur por parte de los Estados Unidos fue notable: en 1933, el presidente Roosevelt anunció una nueva política, llamada “del buen vecino”, que proclamaba
de manera oficial la intención estadounidense de no interferir en
los asuntos internos de las naciones latinoamericanas. Esto abrió un
nuevo espacio para las iniciativas políticas independientes y aumentó
de manera considerable el campo de maniobra de los gobiernos de
América Latina.
En diversos países, lo mismo industrializados que en vías de desarrollo, se puso en marcha una política de estímulos a través de déficit
fiscal, costeados por el sector financiero y regidos por el Estado, que a
la vez jugaba el papel de creador de empresas. Fue el inicio del capitalismo de Estado en el continente, es decir, el punto de partida de un
sistema capitalista subsidiado pública y oficialmente por los gobiernos. Esto llegó acompañado de un intenso proceso de migración del
campo a las ciudades y, en consecuencia, de un marcado crecimiento
de éstas.
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Ante la nueva realidad, el pnr se transforma en el prm
México padeció de forma muy severa los efectos de la gran depresión. Entre 1929 y 1932, el valor de compra de las exportaciones
se desplomó en más de 40%. Además, la recesión tuvo serias consecuencias políticas: en sólo seis años, tres presidentes distintos gobernaron el país. Hacia 1935, las exportaciones de plata representaron
un notable alivio para las finanzas. Al mismo tiempo, el cierre de los
mercados externos estimuló la política de sustitución de importaciones. La economía observó una franca recuperación. El pnr postuló
al general Lázaro Cárdenas del Río como candidato para la elección
presidencial de 1934. Cárdenas triunfó y en diciembre de ese mismo
año asumió el poder. Para entonces, el mandato presidencial se había
extendido a seis años.
En 1937, la recesión afectó de nuevo a los Estados Unidos. El
gobierno estadounidense frenó la expansión y exigió que se establecieran nuevas medidas económicas a escala mundial. En 1938, el
presidente Cárdenas decidió modificar la estructura frentista del pnr
y sustituirla por una de carácter corporativo, conformada por cuatro sectores: agrario, obrero, popular y militar. La nueva organización
cambió también de nombre: Partido de la Revolución Mexicana
(prm). En consonancia con los acontecimientos internacionales, el
prm se constituyó a la manera de un frente popular. Sobre esto sostiene Womack:
El prm se formó cuando el presidente Cárdenas se propuso disolver lo
que quedaba del partido que lo había elegido en 1934. La nueva institución política, entonces, se alió con la flamante Central de Trabajadores
Mexicanos [ctm] y el Partido Comunista de México, presidido por Vicente Lombardo Toledano. Con esta composición llevó a cabo una gran
reforma agraria, políticamente diseñada para establecer alrededor de 10
mil nuevos ejidos, purgar el Ejército y nacionalizar la industria petrolera.
En 1938, Cárdenas aglutinó a la ctm, la nueva unión nacional de ejidos
(la Confederación Nacional Campesina, cnc) y el Ejército. Así surgió
una agencia electoral del gobierno, el prm, cuyo objetivo era impedir
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que México viviera una guerra civil como la de España, así como ejercer
el control de las elecciones y la sucesión presidencial de 1940.40
Para esta elección, el candidato presidencial por el prm, apoyado por
Cárdenas, fue el general Manuel Ávila Camacho, quien se enfrentó
con la oposición del también general Juan Andrew Almazán. Según
sostuvieron diversos testigos en su momento, este último resultó vencedor. No obstante, Cárdenas aseguró la victoria de Ávila Camacho,
quien fue declarado ganador y asumió el poder.
Origen y repercusiones de la segunda guerra mundial
Como secuela de la primera guerra mundial y la crisis de 1929, los
regímenes fascistas se multiplicaron en Europa, de manera destacada
en Italia y, tras la caída de la República de Weimar, en Alemania. Pero
el fascismo también avanzó en otras naciones, entre ellas Inglaterra
y Francia. Fue la incapacidad de todos estos países para alcanzar la
recuperación económica lo que condujo a sus gobiernos a proponer
y ejercer, con un impulso inédito, una política proteccionista para sus
mercados. Alemania, Italia y Japón, países que carecían de un dominio imperial, buscaron imponer su poderío sobre otras naciones. Esta
peligrosa tentativa se enfrentó al orden internacional, encabezado por
los intereses de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. En gran medida, las tensiones derivadas de esta confrontación dieron origen a la
segunda guerra mundial.
Para enfrentar los desafíos del fascismo, se estableció una alianza
extraordinaria y pasajera entre comunismo y capitalismo.41 La segunda guerra tuvo un saldo trágico: 60 millones de muertos, entre soldados y civiles. Se trata, sin duda, de la mayor catástrofe bélica de la
historia.
De manera paradójica, el comercio mundial se recuperó notablemente a lo largo de esos siete años. Sin embargo, su composición
observó modificaciones radicales: los Estados Unidos pasaron a ser el
país más rico y el mayor centro financiero del mundo, con el sistema
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de producción más efectivo en los sectores agrícola, industrial y de
intercambio de bienes. La Unión Soviética, por su parte, pasó a encabezar las luchas socialistas a nivel internacional.
Una transformación cultural
En 1945, al concluir la guerra, el orden mundial, que había comenzado a colapsarse a partir de 1914, estaba en ruinas. En el campo
cultural, la pretensión de una improbable supremacía racial, material
o religiosa de unos pueblos sobre otros también sufrió un revés categórico. En su lugar, los ideales medulares de la democracia permearon
casi todos los sistemas de pensamiento y de gobierno del orbe: el ideal
humanista de un mundo en el que todos los hombres tienen derecho
a ser respetados, y en el que a nadie puede negársele el acceso a la alimentación, la salud y el conocimiento, ocuparía un lugar dominante.
En contraste con lo acontecido en 1914 y en 1929, a partir de 1945
ocurrió una auténtica transformación cultural: Europa ya no fue considerada el centro civilizatorio por excelencia; el capitalismo dejó de
verse como el único sistema económico viable, al tiempo que las viejas tradiciones liberales vinieron a menos. El futuro pertenecía a los
pueblos que empezaban a fundar y consolidar sus propias identidades.
Un nuevo contexto internacional: la guerra fría
Como se ha visto, tras la segunda guerra los Estados Unidos emergieron como el centro agrícola, industrial, comercial y financiero más
poderoso del mundo. La Unión Soviética, a pesar de la enorme destrucción que padeció durante la gran conflagración (25 millones de
muertos), se erigió como la cabeza emblemática del proyecto socialista. Europa dejó de ser un poder dominante, para convertirse en
mediadora de diferencias y disputas. Una profunda transformación
mundial se inició entonces. Su principal característica fue la lucha entre los dos grandes poderes surgidos de la guerra, los Estados Unidos
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y la URSS. Esta confrontación inédita, sin regulación, impredecible y
sin posibilidades reales de negociación, se ganó un nombre significativo: la guerra fría. Durante casi 50 años, los dos países vivieron al
borde de un enfrentamiento nuclear que hubiera resultado fatal para
la humanidad entera.
En 1949, los Estados Unidos lanzaron una iniciativa llamada Directiva 68. En ella se asentaba el derecho del gobierno estadounidense a
utilizar su poderío atómico contra la Unión Soviética. En este marco
se inició la desaparición de distintos poderes extranjeros confrontados
entre sí y con presencia en América Latina. Esto sentó las bases para
la presencia hegemónica de los Estados Unidos a lo largo de todo el
continente americano.
En América Latina, el primer reflejo de esta realidad internacional
apareció en 1947: la firma del Tratado Interamericano de Asistencia
Recíproca, conocido como el Pacto de Río, el cual sirvió de modelo
para la formación de la otan en 1949. La pugna entre los dos superpoderes tuvo una nueva secuela: las condenas y restricciones que la
gran potencia capitalista le impuso a las izquierdas de la región. Los
partidos comunistas latinoamericanos fueron declarados ilegales. En
contraste, y como consecuencia de esta medida, las corrientes fascistas
formaron fuerzas políticas consideradas legítimas y los partidos políticos democristianos pasaron a competir de manera regular. En las
ciudades, la muy nutrida porción de los pobres adquirió el carácter de
clientela política: así surgió el populismo urbano. Los frentes populares anteriores a la segunda guerra dejaron de operar. Como resultado
del gran proceso de industrialización y del consecuente relanzamiento de la sustitución de importaciones, el desarrollismo despuntó como
la nueva bandera de muchos gobiernos.
Del prm al pri
En medio de este complejo contexto internacional, en 1946 concluyó la presidencia de Ávila Camacho. Lo sucedió Miguel Alemán
Valdés, quien había dedicado parte de su campaña a reformar el prm,
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que finalmente cambió su nombre por el de Partido Revolucionario
Institucional (pri). En apariencia, el único cambio de fondo consistió
en la exclusión del sector militar como parte de la estructura partidaria, pues la disposición sectorial y corporativa adoptada por Cárdenas
se mantuvo intacta. Sin embargo, las nuevas circunstancias internacionales, especialmente la guerra fría, repercutieron en la vida política
interna y propiciaron que el pri adoptara una posición a todas luces
distinta a la del partido que lo precedió. En todo esto influyó también
el aspecto demográfico. Hacia 1950, México tenía casi 26 millones de
habitantes. Diez años después, contaba ya con 35 millones. Al arranque de los sesenta, la población urbana superó a la rural por primera
vez en la historia del país. La población siguió creciendo de manera
exponencial: en 1970 llegó a 48 millones y en 1980 se aproximó a los
67 millones de habitantes.
A fines de los años sesenta y principios de los setenta, otros acontecimientos internacionales afectaron la vida social y política de México
y buena parte de América Latina. Aunque los Estados Unidos crecieron a tasas reales de 4% per cápita, Alemania y Japón avanzaron más
rápido, gracias a una actividad comercial más abierta y un sistema de
competencia intensificada. En 1971 cayó el sistema Bretton Woods
de tipos de cambio fijos respecto del dólar y el oro. Fueron años en
que las multinacionales consolidaron su presencia en los mercados
nacionales e internacionales. Los Estados Unidos y la Unión Soviética entraron en un periodo de tensa calma, conocido como détente. Se
intensificó la guerra en Vietnam y la URSS ocupó Checoslovaquia.
En América Latina tuvo lugar una serie de golpes militares cuyas secuelas aún eran visibles al arranque del siglo xxi: el de Brasil en 1968,
el de Argentina en 1972 y, por último, el que derrocó al presidente
chileno Salvador Allende, en 1973.
Ese mismo año, América Latina sufrió cambios dramáticos, en especial el arribo al poder por la vía electoral de varios líderes que
habían encabezado las más enconadas luchas sociales. Todos ellos, sin
embargo, fueron derrocados por la vía militar, con el apoyo de los
sectores medios y altos de la sociedad. Asimismo, se extendió la represión de los movimientos de izquierda latinoamericanos. Esto sucedió
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a gran escala y en casi todos los países de la región. A mediados de los
años setenta, en Uruguay, una de las naciones más democráticas del
mundo, había más prisioneros políticos que en cualquier otro país.
La llamada política de seguridad nacional, en boga por aquellos años,
operaba en realidad como un auténtico terrorismo de Estado. Los gobiernos ejercieron de forma indiscriminada la desaparición y la tortura de sus enemigos políticos. En particular, practicaron de manera
intensiva métodos que buscaban inculcar en las víctimas un sentimiento profundo de vergüenza y de culpa.
El populismo priísta en los años setenta
En capítulos anteriores se analizaron con cierto detalle las décadas
finales del siglo xx mexicano. Conviene considerar algunos aspectos
adicionales. México, que se mantuvo como uno de los pocos gobiernos no militares de la región, pudo actuar con cierta libertad en un
marco en el que los intereses de los Estados Unidos se veían desafiados desde varios frentes: desde el económico, por Alemania y Japón;
desde el político, por la Unión Soviética y China, y desde el cultural,
por Francia y la Cuba revolucionaria y socialista.
En nuestro país, luego del trágico desenlace del movimiento estudiantil de 1968 y de una década de desarrollo estabilizador, se impuso
una política económica populista, caracterizada por el gasto excesivo del gobierno, el aumento desmesurado de las empresas públicas
y el consecuente estallido del endeudamiento. Como se ha visto, el
crecimiento galopante de la población no se detuvo. Hacia 1970, el
número de jóvenes había aumentado de manera significativa. Reacios
a asimilarse a la aventajada burguesía nacional, muchos de ellos decidieron vincularse con diversos grupos militantes, partidarios de las
luchas por la reivindicación de los sectores más pobres.
El shock petrolero de 1973, provocado por una severa reducción
en la oferta del hidrocarburo por parte de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (opec, por sus siglas en inglés), agravó
la caída de las inversiones y los salarios reales, al tiempo que frenó el
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crecimiento real de las principales economías del mundo. Una nueva
crisis petrolera ocurrió en 1979. La explosión de la deuda estadounidense en 1980 se dio en el marco de la guerra fría entre los Estados
Unidos y la URSS, y de una confrontación entre Rusia y China. Por
su parte, tanto las naciones europeas como Japón, y la misma China,
incrementaron su poder de realizar operaciones internacionales de
forma independiente. Los medios electrónicos de comunicación se
multiplicaron y expandieron su poder de penetración de manera explosiva, y la sociedad del espectáculo se masificó a niveles asombrosos.
De forma simultánea, se extendieron e intensificaron los fundamentalismos religiosos de todos los signos.
El financiamiento bancario para América Latina creció de forma
impresionante: los préstamos a la región por parte de la banca internacional pasaron de 21 mil millones de dólares en 1970 a 314 mil
millones en 1982. Para México, los setenta fueron los años de financiamiento excesivo del Estado, con recursos provenientes del reciclaje
de petrodólares por parte de los bancos comerciales, lo que acarreó
una explosión de la deuda externa y de la inflación. En los setenta el
país enfrentó una dura realidad: la de una expansión que esta vez carecía del sano sustento financiero de la década anterior.
El pri en los ochenta: ajustes en lo económico, retroceso en lo social
El déficit fiscal, la inflación y la deuda, los tres grandes conflictos de la
economía mexicana en los años setenta, provocaron que en la década
siguiente ocurriera un necesario periodo de ajuste, caracterizado por
la presencia de un proceso recesivo y el aumento temporal de los precios. La nueva caída de la cotización del petróleo, a mediados de los
ochenta, se sumó a los efectos del desplome de los financiamientos
internacionales y la elevación de las tasas de interés en el mundo. De
forma simultánea, la obligación de obtener más divisas por medios
diferentes al endeudamiento empujó al gobierno mexicano a promover el libre comercio y, en consecuencia, a incorporarse al Acuerdo
General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (gatt, por sus siglas
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en inglés). Fueron años en que la expansión ilimitada del Estado en
América Latina, México incluido, llegó a su término. El número de
habitantes del país, mientras tanto, alcanzó los 80 millones en 1988.
Durante los ochenta, la economía nacional enfrentó una grave situación: el desorden fiscal y financiero de la década anterior, como se ha
visto, había provocado una severa inflación, lo que a su vez generó un
estancamiento económico sin precedente en la historia moderna de
la nación. Como suele suceder en estos casos, mientras más se incrementaba la inflación, más crecía la concentración del ingreso. Según
datos publicados, durante los años previos el ingreso tendió a concentrarse en exceso y el número de habitantes en condición de pobreza
aumentó de manera significativa. Entre 1984 y 1989, el sector más
rico del país (10% de la población total) aumentó su participación en
el ingreso nacional de 25.8% a 37% del total. Mientras tanto, el número de personas en situación de pobreza pasó de 11 millones a 14.9
millones en el mismo periodo.42
1989: la gran transformación del orden mundial
El último año de la década de los ochenta representa uno de los momentos más trascendentes de la historia moderna. El 9 de noviembre
de 1989, grupos de origen diverso echaron abajo el Muro de Berlín,
que durante más de 50 años había partido en dos a la nación alemana.
Acontecimiento cargado de un simbolismo extraordinario, la caída
del muro marcó el final de la guerra fría. Pero, sobre todo, abrió un
horizonte de confianza para millones de personas en el mundo: en
apariencia, el hecho dejaba atrás la posibilidad de una hecatombe nuclear y abría un panorama inmejorable para el desarrollo económico.
Todo, en un marco inédito de acuerdos internacionales de carácter
multilateral, fundados en el respeto a los derechos humanos y en un
pleno acatamiento de los principios democráticos. Desde luego, con
las Naciones Unidas como cabeza del nuevo orden.
Los Estados Unidos emergieron como una potencia sin verdadero
rival al frente, es decir, como el único superpoder a escala mundial.
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Un tanto inesperado, el desenlace arrojaba un país vencedor, los Estados Unidos, y uno derrotado, la URSS. Al final, la vieja Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas desapareció como nación en 1991.
Había fallado en su intento de desarrollar la capacidad técnica de cubrir las necesidades de consumo de las masas. Asimismo, había elevado de manera considerable el gasto militar y, al abusar de los recursos
naturales, había incurrido en costos reales cada vez mayores. Por ese
camino, arribó al año axial de 1989 en plena bancarrota.
En los hechos, sin embargo, el cumplimiento de una política mundial unipolar aún estaba por verse. A partir de 1989, y durante 10 años,
las diferencias entre los dos partidos estadounidenses, el Demócrata y
el Republicano, unidas a las pugnas entre el Poder Legislativo y el
Ejecutivo y al rancio aislacionismo de los Estados Unidos, imposibi­
litaron que el gobierno de este país movilizara los recursos necesarios
y obtuviera el consenso indispensable para ejercer un poder categórico en el mundo.
La formación de la Unión Europea en 1991, la creación de una
moneda común y el establecimiento de una política exterior similar
en casi todas las naciones del Viejo Continente, despuntaron como
posible contrapeso para el superpoder norteamericano. No obstante,
el conflicto bélico en los Balcanes, región donde casi 80 años atrás se
había iniciado la primera guerra mundial, dio pie a que la “nueva
Europa” mostrara su incapacidad militar y diplomática para evitar la
violencia en el continente.
Aunque ocupaba el tercer lugar mundial entre los países con mayor inversión en el ramo, Japón mantuvo firme su política de aislacionismo militar. Esto, a pesar de haberle brindado un tenaz apoyo a los
Estados Unidos durante la guerra fría (de manera especial mediante
la adquisición de bonos del Tesoro estadounidense) y de su estrategia
de reconstrucción de las fuerzas armadas. No hay que olvidar, a este
respecto, que al inicio de la guerra del Golfo Pérsico los japoneses
ofrecieron enviar tropas de apoyo al gobierno norteamericano.
China, atenta a las lecciones del colapso soviético, diseñó a principios de los años noventa una serie de medidas destinadas a consolidar
su base económica. En términos generales, la estrategia consistió en
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impulsar un crecimiento sostenido y, al mismo tiempo, mantener el
control político doméstico. Su aspiración era convertirse en un país
prácticamente invulnerable. Respecto de sus proyectos hacia el exterior, el gobierno chino expresó: “Nuestra política consistirá en analizar de manera fría cualquier situación, calcular los tiempos, reforzar
nuestra guardia y, en definitiva, no exponer la cabeza. Buscaremos
aprovechar las divisiones en Occidente, fortalecernos y concentrar
nuestra atención en la región Asia-Pacífico y en los países vecinos”.
En términos de poder internacional, no parecía asomar otra nación
con mayor potencial para ejercer un fuerte control sobre el resto del
mundo. Esto llevó las cosas hacia una conformación mundial cada
vez más dividida, incluso subdividida. Antes que a la emergencia de
un nuevo orden internacional, las circunstancias apuntaban hacia el
surgimiento y la proliferación de poderes informales.
En ese contexto, la población de México ascendió a 83.5 millones
de habitantes en 1990. Para 1994, el país contaba ya con 90 millones.
La explosión demográfica continuó en los años siguientes: para el año
2000 había 98.4 millones de mexicanos y en el 2006 la nación contaba ya con 105 millones de habitantes.43
Primera mitad de los noventa: el pri abraza
la corriente del liberalismo social
Desde fines de los ochenta, la economía global se plantó como tendencia ineludible y tensó el compromiso de los Estados con la soberanía. El fenómeno globalizador, asumido en casi todo el mundo a
partir de 1989, no representaba un camino seguro de libertad, progreso y paz, como sugerían sus promotores, ni una vía hacia la destrucción y la violencia, como señalaban sus detractores. Implicaba una
compleja red de negociaciones, de incompatibilidades y diferencias,
es decir, un sistema de acciones y reacciones interdependientes, incapaz de esclarecerse en sus términos. Era, como se explica en el primer capítulo de este trabajo, el preludio del capital especulativo y sus
grandes contradicciones.
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En México, la inflación con estancamiento que caracterizó buena parte de los años ochenta trajo consigo una situación social de
emergencia. En el terreno político, las secuelas se hicieron patentes
durante esa década: el Estado perdió legitimidad, las instituciones se
debilitaron y las alianzas entre el pri y las organizaciones populares
se fragmentaron. A finales de 1987, la Bolsa de Nueva York registró la
pérdida más grande de su historia en un solo día, y un manejo ina­
decuado dentro de México llevó a una gran devaluación. A ésta le
siguió la conformación de un paquete económico que tuvo como
base la duplicación de los precios de la gasolina, el gas, la electricidad,
la tortilla, el pan y el azúcar. La de 1988 resultó la elección más competida del ciclo de un partido prácticamente único. La falta de aceptación de su resultado por una parte muy respetable del electorado,
se combinó con un malestar social derivado de la crisis financiera a
finales de 1987: las encuestas previas a la elección de 1988 anticipaban
un resultado disputado.44
En este contexto, ya no alcanzaban las acciones aisladas ni los programas asistencialistas para resolver la grave problemática. El andamiaje
institucional no estaba preparado para las nuevas realidades electorales.
Se requería una propuesta distinta, capaz de conjuntar un ideario y un
programa de gobierno con raíces en la historia. Integrarla exigió la
visualización y puesta en marcha de una nueva etapa del liberalismo
social. El 29 de marzo de 1993, el pri aprobó los documentos que
definen en lo sustancial los principios y las metas de esta corriente, y
acordó asumirlos como fundamento de su proyecto político.45
Durante la primera mitad de los noventa, se alentó desde el gobierno una amplia reforma del Estado, cuyo objetivo central era crear
nuevas instituciones para el avance democrático, fortalecer el Estado
de derecho, transformar las relaciones comerciales para recuperar el
crecimiento económico sustentable, elevar el gasto social a niveles sin
precedentes y ampliar el régimen de libertades.
Como parte de esta gran tentativa, a fines de 1988 se creó un proyecto social innovador: el Programa Nacional de Solidaridad (pns), diseñado para enfrentar la pobreza mediante la participación organizada
de las comunidades. Fueron estas últimas, tal y como se propuso desde
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el inicio, las responsables de establecer los procesos de selección, financiamiento y supervisión del nuevo programa. El objetivo final era darle un mayor poder de acción y decisión a la ciudadanía y, así, aumentar
el capital social del país. En los hechos, lo que se dio fue una transferencia de poder y de recursos a la sociedad civil organizada.
Solidaridad no sólo consiguió acrecentar el capital humano: conso­
lidó la fuerza social que durante varias generaciones se había conformado en diversos ámbitos del país, sobre todo en las comunidades
rurales, las clases medias urbanas y las colonias populares.
1995: los neoliberales toman el poder en el pri.
La derrota del año 2000
A partir de 1995, el pri modificó su propuesta de manera radical, aunque sin arriesgarse a cambiar de nombre. En primer término, adoptó
el proyecto neoliberal como programa de gobierno. Acto seguido, eliminó el ideario del liberalismo social de su declaración de principios.
Por último, los nuevos priístas en el gobierno, con el presidente de la
República a la cabeza, cancelaron el programa Solidaridad y lo sustituyeron por otro que, bajo diversas denominaciones, ha favorecido
el individualismo y, cosa más grave aún, ha propiciado la pérdida de
capital social en el país.
En busca de argumentos para convencer a la población de la “necesidad imperiosa” de cambiar de régimen, desde fines de los noventa
y durante todo lo que va del siglo xxi la oposición y sus ideólogos
han creado el estereotipo de un pri homogéneo desde sus orígenes,
dominado por una sola línea, la del autoritarismo, y enquistado en el
poder durante 71 años.
En 2000, la derrota del pri no era inevitable, aunque sí era muy
deseable para la mayoría de la población
Sin duda, los mexicanos exigían opciones diferentes. La terrible crisis
de 1995, el método adoptado por los gobernantes de entonces para
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evitar ser llamados a cuentas por su responsabilidad en la explosión
de la pobreza, la entrega del sistema de pagos del país, y el efecto que
todo esto tuvo sobre el ánimo de la ciudadanía, que se sintió “avergonzada de haber tenido fe”, llevaron a la derrota del pri en la elección presidencial de 2000 (una derrota más deseada que inevitable).
Agréguese a esto que el partido en el gobierno actuó a contrapelo
de su candidato, el cual además estuvo muy por debajo del desafío
que enfrentaba: su campaña fue un catálogo de equívocos, y ni el uso
de recursos públicos para financiarla, ni la difusión ilegal de cierta información financiera que inculpaba a sus opositores, le permitieron
derrotar al candidato del pan, quien diseñó con maestría su campaña
y terminó por alzarse con la victoria.46
Tras la derrota del pri en la elección presidencial del año 2000, diversos analistas y comentaristas se apresuraron a señalarla como “ine­
vitable”. Para fundamentar su juicio, invocaron circunstancias previas
que, según ellos, anunciaban la condición ineluctable del resultado.
Sofisma típico: se toman hechos conocidos y se establecen como causa de una realidad presente (lo que en inglés se conoce como hindsight). Pero proceder así es renunciar al análisis serio y escrupuloso de
los acontecimientos.
La sombra del estereotipo: tres hechos históricos “inevitables”
Es común encontrarse con posiciones que trivializan la historia en los
momentos cruciales de los pueblos. Para dilucidar un hecho histórico
en toda su complejidad, hay que evitar proceder como si los actores
de la historia fueran lanzados a la confrontación por un destino inevitable o por un cálculo deliberado. Es mejor explorar los hechos, sin
derivarlos de circunstancias y conceptos precedentes aplicados a rajatabla sobre lo que de antemano se ha establecido como “consecuencia”. Los que escriben la historia, se ha dicho, “tienen la tentación
de la retrospectiva”.47 Si se pretende domar ese impulso, es necesario considerar cada momento histórico en sus propios términos y en
su contexto.
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Como aquí se ha intentado demostrar, acontecimientos tan complejos como las guerras de independencia en Latinoamérica a principios del siglo xix, o como la Revolución mexicana al arranque del
siglo xx, ni deben ni pueden señalarse como inevitables a partir de
circunstancias preestablecidas como “su origen”. En realidad, según
se ha probado más arriba, como detonador de estos hechos asoma
una complicada serie de acontecimientos externos, agravados por una
intrincada red de conflictos locales.
Vale la pena apelar, para ampliar este análisis, a tres ejemplos de la
forma en que los historiadores tienden a clasificar como “inevitables”
los grandes acontecimientos del pasado: uno, la caída de la República de Roma en el siglo i a.C. y su sustitución, luego de 20 años de
guerra civil, por un nuevo orden imperial; otro, el fin de la República
de Weimar en 1933 y el surgimiento del nazismo; finalmente, la desa­
parición de la Unión Soviética en 1989 y el advenimiento de una
plutocracia explotadora en una nación debilitada.
Los tres ejemplos guardan alguna similitud con el México de nuestros días: la debacle de la República romana exhibe, por un lado, los
riesgos que conlleva la imposibilidad de entender y asumir el lugar
del adversario político y, por el otro, los efectos nocivos de la judicialización de la vida política; la caída de la República de Weimar
coincide en más de un aspecto con la aparición, entre nosotros, de
un líder “iluminado” capaz de ganarse el apoyo de grupos lastimados
por las crisis económicas y de utilizar la vía democrática para ejercer
el poder de manera autoritaria; el último, la caída de la URSS y el
surgimiento de una nueva oligarquía, evoca el ascenso del neoliberalismo en México y su secuela terrible: la proliferación por todo el
país de monopolios y oligopolios.
La República de Roma: ¿una caída ineludible?
“La caída de la República romana era un hecho forzoso y hasta deseable”: convertida en lugar común, esta opinión se repite una y otra
vez como verdad inapelable. Para justificarla se alude a la descomposición moral de Roma y, como refuerzo, se arguyen la incertidumbre
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social, el aumento de la violencia, el individualismo y la necesidad de
cambiar de régimen ante el arribo de los “nuevos tiempos”.48
Todo parecería avalar esta manera de ver las cosas cuando se hace
el recuento de los últimos años de la otrora poderosa República:
constantes conflictos sociales, guerra civil, problemas creados por los
administradores de las provincias, abuso y opresión, reformas orientadas a subrayar privilegios, corrupción, maniobras sucias en los procesos electorales, legislaciones tendenciosas, creciente politización de
juicios criminales… La lista de calamidades ha provocado que la mayoría de los historiadores insista en que todo estaba dispuesto, como
si se tratara de un camino inescapable, para el desenlace fatal. La concentración de poder en manos de dos personajes, César y Pompeyo,
afirman, apuntaba sin remedio a una confrontación y hacía imposible
cualquier otro resultado. El punto crucial, el momento irreversible,
según algunos comentaristas de la época, fueron la muerte de la hija
de César, la esposa de Pompeyo, y la desaparición del triunviro Craso.49 Aquí habría comenzado, de acuerdo con la versión más aceptada
y conocida, una época de degradación y divisionismo, durante la cual
quedaron atrás los procedimientos constitucionales, para abrirle paso
a la anarquía y la violencia. Desde tal perspectiva, esto fue lo que ocasionó la caída de las instituciones y preparó la escena para el encumbramiento de una tiranía. Pero tal conclusión, quizá, no es más que el
resultado de un prejuicio:
Una larga serie de circunstancias conducía de manera inevitable al desastre […]. El cruce del Rubicón por Julio César en enero del año 49 a.C.,
verdadero parteaguas, representa un momento decisivo para Roma y sus
historiadores. Pero la magnitud del acontecimiento y sus implicaciones
crean la predisposición a imaginar que no podía haber sido diferente.50
No está de más insistir: no es creíble la historia ahí donde la relación
de los hechos se conforma para hacerlos coincidir con el resultado
final. “La tentación de leer el pasado a la luz de la guerra civil romana
es difícil de resistir. Porque uno conoce ya lo que aconteció después,
y se tiende a revisitar lo sucedido conforme a un patrón que apunta al
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inevitable colapso final.” Se trata de una falacia peligrosa. Para aproximarse de mejor manera a los acontecimientos, es preciso estudiar a
detalle todos los factores determinantes en juego: la forma en que
estaban conformadas las instituciones, la vida productiva, las virtudes
y los vicios de los personajes involucrados, las tensiones sociales y políticas del momento, así como el papel del pueblo, las fuerzas armadas
y la aristocracia. Con todos estos aspectos a la vista, asoman conclusiones distintas: “No hay una cascada de sucesos que haga evidente
el camino hacia la destrucción […]. Lo que predominaba en aquel
momento era la tradición, no la revolución”.51
Cuando se analizan con mayor detenimiento los hechos que se
traen a cuento a la hora de decretar que la caída de la República era
inevitable, se encuentra que hay una clara diferencia entre las demostraciones públicas del sentir popular y las insurrecciones; se entiende,
asimismo, que las grandes concentraciones realizadas con un fin político no pueden leerse en automático como una oposición abierta de
los participantes hacia el sistema de gobierno. Ni siquiera las provincias se levantaron contra Roma. Ninguno de los personajes centrales
del momento, ni Pompeyo ni César, pudo torcer los hechos hacia la
consecución cabal de sus propósitos. La colaboración entre ambos se
mantuvo hasta el estallido de la guerra civil, y la fractura ulterior fue
causada por terceros, personajes en pugna pero que tampoco se planteaban llegar a un conflicto armado. Los ciudadanos, por lo demás,
mostraron una notable lealtad a los resultados de las elecciones, las
cuales se realizaban de acuerdo con métodos ancestrales.
Las reformas legislativas respondieron a las exigencias de nuevas
realidades y contextos, y no sólo a razones ideológicas o meros caprichos de la clase dominante. Los reformadores impulsaron todo tipo de
cambios dentro del sistema, no para derribarlo. El proyecto reformador encabezado por Lucio Cornelio Sula “no careció de visión ni de
inteligencia. […] El problema estuvo en qué tan lejos y qué tan bien
se instrumentó ese proyecto después de él. […] Pero su plan renovador
no fue el preludio del desastre”. El tan traído y llevado incremento
de los juicios criminales tuvo una causa política: la manipulación de
las cortes por parte de la aristocracia.
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“El destino inexorable no fue la causa de la guerra civil.
Las pugnas políticas precipitaron la crisis”
Así podrían rectificarse, o cuando menos matizarse, casi todos los argumentos con los que se busca afirmar la inevitabilidad de tan importante suceso histórico. En todo caso, antes que insistir en señalar
las supuestas debilidades que provocaron la caída, ¿no sería más útil
para el análisis y la comprensión de los hechos revisar las prácticas y
los acuerdos que permitieron la existencia, durante tantos años, de la
República?52
Es cierto que Roma vivió envuelta en una gran violencia durante esos años. Pero ésta no fue la causa de que las bases del Estado se
desmoronaran. Sólo en una ocasión, en el año 52, el Estado ordenó
reprimir una manifestación popular. Pero no existía un cuerpo policiaco ni se utilizaba al Ejército para disolver por la fuerza las expresiones de inconformidad. Así pues, no había un escenario dispuesto para
la confrontación militar. Ni los dos futuros contendientes, Julio César
y Pompeyo, ni la aristocracia, deseaban un enfrentamiento armado,
“mucho menos el pueblo romano, que prefería la paz y el orden.
[…] La guerra civil que se inició el año 49 sobrevino por razones
totalmente inesperadas y sin ninguna vinculación entre sí. […] Fue
la convergencia de circunstancias imprevistas lo que provocó esa calamidad. […] La guerra civil es el origen de la caída de la República
y no viceversa. […] El pueblo no fue el causante del desplome de
Roma”.53
Después de la caída, “abundaron los pretextos para el estallido de
una guerra civil […]. Pero los pretextos no son motivos y al analizar el momento no se encuentran las verdaderas razones de la confrontación. […] El rompimiento nunca debió ocurrir. […] Ni una
decisión consciente ni el destino inexorable fueron las causas de la
bellum civile”. Intrigas y conspiraciones provocaron la polarización
de la comunidad política. Al mismo tiempo, la mala comunicación y
la suspicacia envenenaron la atmósfera. La situación se salió de control
y la posibilidad de una negociación quedó cancelada:
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Las posiciones se endurecieron y los acontecimientos avanzaron de manera irreversible hacia el cataclismo […]. La política prendió la mecha que
detonó el conflicto. […] La pugna política precipitó la crisis. El hecho de
que todo haya desembocado en una guerra hay que atribuírselo a la polarización; fue ésta la que, temporal pero fatalmente, afectó el equilibrio
habitual. […] La paz, deseada por tantos, fue víctima de la política.54
Nadie deseaba la guerra en las últimas semanas del año 50. Los primeros días de enero del 49, una pequeña minoría en el Senado logró,
“mediante verdades a medias y amenazas”, que se aprobara la resolución que puso a César en un callejón sin salida. Ya no había posibilidad de dar marcha atrás. El 10 de enero de ese mismo año, Julio César
cruzó el río Rubicón y sus tropas iniciaron lo que consideraban la
defensa de la República, pero ésta no sobrevivió.
Alemania, 1918-1933, de las ilusiones de Weimar al nazismo
A fines de 1918, el otrora poderoso Imperio alemán se vio obligado a
capitular. La primera guerra mundial llegaba a su término, con sus
terribles secuelas de terror y destrucción. Como se ha dicho, las naciones europeas dejaron de ser ejemplos a imitar para convertirse en
modelos de decadencia y oprobio.
Los historiadores, casi siempre, pasan de la capitulación del segundo imperio al periodo de hiperinflación en Alemania y los efectos
internos de la crisis de 1929, para concluir que, hacia 1933, dadas
las inestables condiciones políticas y económicas, el surgimiento del
nazismo era inevitable. Suelen pasar por alto, sin embargo, las circunstancias de la demócrata y liberal República de Weimar, instaurada
a partir de la revolución alemana de 1919. Casi un siglo después, la
perspectiva histórica empieza a cambiar:
El Tercer Reich no tuvo nada de inevitable. […] Weimar no cayó porque
sí. Fue empujada al precipicio por la derecha establecida (compuesta por
empresarios, nobles, burócratas y oficiales hostiles a la República desde
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su origen) y la extrema derecha de reciente aparición. […] La caída de
Weimar, a fin de cuentas, fue resultado de la conspiración de un pequeño
grupo de hombres poderosos que planearon llevar a Hitler al poder.55
¿Cómo pudo suceder que una República surgida con grandes esperanzas tras la derrota alemana desembocara en el régimen más destructivo de la historia contemporánea? En realidad, fueron varios los
factores que permitieron que el partido nazi, en su origen un pequeño grupo marginal y extremista, tomara el poder en Alemania:
en primer lugar el Tratado de Versalles, mediante el cual las naciones
victoriosas en la primera guerra exigían a las derrotadas reparaciones
equivalentes a 12% del pib cada año; en segundo término, la hiperinflación, y, finalmente, la gran depresión y la inestabilidad del sistema
parlamentario. Todas estas calamidades dejaron como saldo “una población que, para el invierno de 1932, clamaba desesperada por algún
tipo de solución”.56
Golpeada por la crisis económica y el conflicto político permanente, la sociedad alemana consideraba que, encima de la derrota, debía enfrentar los maltratos de los ejércitos triunfantes apoyados por
grupos internos. En particular, identificaba a los judíos y los socialistas
con las fuerzas antidemocráticas.
Entre noviembre de 1918, fecha en que se firmó el armisticio, y
enero de 1919, tuvo lugar en Alemania un periodo revolucionario durante el cual se formaron consejos de trabajadores y soldados; estos
consejos se hicieron del poder civil y militar en varias ciudades, lo que
provocó una dura reacción de los grupos conservadores. Los mandos
superiores del Ejército, con la colaboración de grupos paramilitares,
reprimieron a los consejos. Extremistas de derecha asesinaron a dos importantes líderes comunistas: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.57
Una nueva República con grandes innovaciones
A principios de 1919, tras la represión, se estableció la república parlamentaria. Luego de la abdicación del káiser, una asamblea constitu526
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yente que tuvo lugar en la población de Weimar sustituyó al segundo
imperio. Durante 14 años, la República de Weimar enfrentó numerosos problemas y alentó grandes innovaciones en la cultura, el arte, la
economía y la sociedad.
Entre 1919 y 1923, las condiciones impuestas por los vencedores
en el Tratado de Versalles y la violencia política interna abonaron el
terreno para uno de los periodos más severos de hiperinflación. Un
dólar pasó a costar 1 millón de marcos, cuando poco tiempo antes
valía sólo cuatro. Las revueltas populares se sucedieron hasta convertirse en una ola incontenible de protestas. La represión, ejercida por
grupos paramilitares organizados por las corrientes más conservadoras, no se hizo esperar. Entre 1923 y 1929, gracias a la implantación de una rigurosa disciplina económica, el país vivió una etapa de
estabilidad. Durante este periodo se consolidaron diversas reformas
económicas iniciadas en la fase revolucionaria: la jornada de trabajo
de ocho horas, leyes para proteger a los obreros de los despidos injustificados, la obligación de reinstalar a los trabajadores despedidos
durante la crisis laboral, el derecho de asociación de los burócratas,
distintos programas municipales de atención social, un seguro nacional de salud y varios programas habitacionales de gran envergadura.
Asimismo, se introdujeron dos innovaciones importantes en el campo electoral: el sufragio universal a partir de los 20 años y el derecho
de las mujeres a votar.
Fue también un momento de enorme efervescencia y brillantez
en el terreno de la cultura, durante el cual surgieron nombres determinantes en la historia del arte y el pensamiento del siglo xx: Ernst
Ludwig Kirchner, George Grosz, Max Beckmann, Bertolt Brecht,
Kurt Weill, Thomas Mann, Walter Gropius, Erich Mendelsohn, Bruno Taut, Martin Wagner, Martin Heidegger. Junto con ellos, floreció
la escuela de diseño, arte y arquitectura del Bauhaus, además de una
notable constelación de cineastas y fotógrafos.
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Falta de consensos, cambios de forma pero no
de fondo, intelectuales colaboracionistas…
No obstante, la tentativa de fundar un sistema social y político distinto dejó intacto el esqueleto del viejo orden. El resultado fue “la imposibilidad de construir consensos y de frenar las constantes pugnas
internas. […] Los antagonistas más peligrosos para la República surgieron de la derecha”.58 La parte más autoritaria de la sociedad siempre se mantuvo ahí. Alemania, como se ha visto, padeció tres grandes
cataclismos: la crisis de la posguerra, la hiperinflación y la depresión
económica. La debacle mundial de 1929 tuvo sus peores efectos para
la nación germánica en 1932: ese año, el parlamento enfrentó dos
elecciones, eligió dos presidentes y tres cancilleres, al tiempo que organizó incontables votaciones estatales y locales. Ningún partido, sin
embargo, alcanzó la mayoría.
A principios de los años treinta, las numerosas organizaciones creadas por la derecha radical fueron absorbidas por los nazis. Los grupos
conservadores tradicionales, que vivían un momento de transformaciones sin precedente impulsadas por el nuevo contexto, terminaron
por apoyar la violencia masiva contra las fuerzas revolucionarias:
Para los años veinte y treinta, estos grupos estaban urgidos de un líder
poderoso que sacara a Alemania de lo que consideraban “la corrupción y
la inmoralidad de la República”. […] Por otra parte, una amplia capa de
la clase media aspiraba al orden y la estabilidad.59
No se trata, sin embargo, de apuntalar la idea muy extendida de que
esos grupos de derecha, los nazis entre ellos, eran élites pragmáticas y
egoístas apoyadas tan sólo por un montón de golpeadores. En realidad, contaron con el soporte de filósofos y pensadores contrarios a la
democracia, pero de gran calado intelectual, como Oswald Spengler.
En La decadencia de Occidente, Spengler “planteó ideas que articularon
el discurso de la derecha, lo que no pareció preocupar mucho a los
liberales. […] Junto con Ernst Jünger, este notable ideólogo se ubicó
en el centro intelectual de la sociedad alemana. Hitler utilizó el lenguaje, las palabras y frases discurridas por ellos”.60
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A la dictadura por la vía democrática
Además, los fascistas alemanes se valieron de formas y modales democráticos para llegar al poder y, una vez en él, implantar un régimen
autoritario:
Hitler decidió que el camino al poder pasaba por los procedimientos
democráticos de la República de Weimar. Para construir su movimiento de masas, los nazis utilizaron la libertad de prensa, reunión y discurso
instaurada en Weimar, y luego apelaron a un sistema electoral para ganar
la presidencia. […] Su estrategia tuvo como eje una constante y frenética
actividad: giras, discursos y mítines […] respaldados por una gran organización, capaz de movilizar y organizar a los alemanes en sus comunidades.
[…] Los nazis brindaban apoyo a los pobres y desempleados mediante
actividades humanitarias.61
Como otros han destacado, por sí solo ninguno de estos métodos
habría sido suficiente para llevar a los nazis al poder. A esto último
contribuyeron dos condiciones esenciales: el apoyo de la derecha y
la depresión económica. Los grupos más reaccionarios exigieron enfrentar la crisis económica mediante políticas restrictivas y balancear
el presupuesto a través de recortes drásticos de personal y servicios.
Ante estas demandas, el Congreso se dividió de manera radical. Así
las cosas, en 1930 se convocó a elecciones extraordinarias: el resultado
fue que numerosos partidos, muchos de ellos pequeños, obtuvieron
representación en el Congreso, y al no lograr acuerdos se frustró el
posible desarrollo de una administración estable. El Ejecutivo decidió
brincarse las opiniones de los legisladores y gobernar por decreto.
Durante dos años y medio, “Alemania soportó una presidencia dictatorial. En términos políticos la República estaba postrada mucho
antes de que Hitler se hiciera del poder”.62
Durante la crisis económica y, como se ha dicho, a punta de decretos, miles de trabajadores del Estado fueron despedidos, se abolieron
numerosos programas sociales y se dio al traste con diversas medidas
de protección al desempleo. La esperada recuperación económica, sin
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embargo, no aparecía: “Alemania se deslizó más y más hacia la depresión, y el sistema político, hacia la parálisis”. El desánimo creció.
Mientras tanto, los agitadores nazis sumaban adeptos. Sin embargo, la
vía electoral no fue suficiente para los nazis: aunque en la elección de
1930 sólo obtuvieron 20% de la votación (lo que los colocaba como
un reducido grupo ubicado en las orillas del sistema político), y en
la primera elección de 1932 alcanzaron 37.3% y su partido resultó el
más votado, nunca lograron obtener la mayoría en una elección libre.
Ante los síntomas de ingobernabilidad, ese mismo año se realizó una
segunda elección. El porcentaje del partido nazi disminuyó a 33%, y
a pesar de que Alemania no consiguió el consenso político, tampoco
dejó abierto el camino para el arribo del nazismo al poder.
El encumbramiento de Hitler a fines de 1932 quedó en mera posibilidad, y las complicaciones que lo impedían comenzaban a desmoralizar a su partido. En ese ambiente, la derecha (oficiales, nobles,
altos burócratas, banqueros y hombres de negocios) consideró como
un hecho la debilidad de los nazis y decidió utilizarlos con un solo
fin: derribar a la República. Así se formó la gran coalición anti Wei­
mar. El 30 de enero de 1933, el presidente Hindenburg (un viejo
soldado representante de las estructuras autoritarias) ofreció a Hitler
la Cancillería y la Jefatura de Gobierno. De los 10 miembros del gabinete, sólo dos eran nazis. Hitler buscaba solucionar así la depresión,
restablecer el orden y restaurar la grandeza de Alemania. Como puede verse, en todo esto no había nada “inevitable”.
Aun si se considera lo desesperante de la situación económica de los últimos días de la República, en condiciones democráticas los nazis nunca
hubieran alcanzado el apoyo mayoritario. Sin los conservadores tradicionales, sin el apoyo de los oficiales de élite, hombres de negocios, burócratas y nobles, los nazis nunca hubieran alcanzado el poder. […] Después, de
manera expedita destruyeron el sufragio universal, las libertades políticas,
la participación popular y las instituciones. […] Asimismo, demolieron
a la vieja élite conservadora.63
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1989-1991: la desaparición de la URSS, decisión de una camarilla
El 8 de diciembre de 1991, en un coto de caza del bosque de Belovesh, los mandatarios de 3 de las 15 repúblicas que integraban la
Unión Soviética, encabezados por Boris Yeltsin, acordaron y firmaron
la disolución oficial del Estado soviético, con 74 años de existencia.
En un acto político extremo —ni legítimo ni democrático, ya que 9
meses antes, mediante un referéndum, 76% de los ciudadanos votó
por mantener la Unión—, estos 3 personajes determinaron abolir una
nación con 286 millones de habitantes y un inmenso poder nuclear.
“El hecho, quizá el más destacado de la segunda mitad del siglo xx, se
llevó a cabo de manera subrepticia.”64
Consumado el acto, los comentaristas se apresuraron a explicar los
hechos y, como suele suceder, acabaron por instaurar un estereotipo.
Olvidaron las reformas democráticas y de mercado introducidas por
Mijaíl Gorbachov, desconocieron los elogios que ellos mismos habían
dirigido a ese proceso innovador y, de regreso a los juicios previos a
la reforma, convirtieron la reciente historia soviética, compleja y problemática, en un resumen simplificador: “Fueron siete décadas de un
Estado rígido y represor”. En el colmo del absurdo, un columnista del
New York Times escribió: “Una Rusia fascista hubiera sido una alternativa mejor”.65
A pesar de la tragedia humana que representó la caída de las fuerzas productivas en los años noventa (la economía se desplomó en
50%, y la inversión productiva en 80%) y del renovado poderío de los
oligarcas, es posible que una Unión Soviética reformada hubiera significado una mejor opción para el pueblo y para la vida de ese gran
Estado a escala internacional. No obstante, el nuevo estereotipo acabó
por establecerse como la única postura políticamente correcta.66
Frente a esa posición, dominante en los medios políticos y académicos del mundo, las encuestas probaron una y otra vez que, para la
mayoría de los ciudadanos rusos, la pérdida de un Estado que garantizaba seguridad y una forma de vida estable representaba un craso
error. Muchos de ellos, además, se opusieron al veredicto según el
cual la disolución de la Unión Soviética era inevitable.
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Para la mayoría de los rusos había alternativas
De acuerdo con encuestas y estudios de opinión, para la mayor parte
de los rusos el desmembramiento del país fue una tragedia. Los ciudadanos lamentaban la pérdida del Estado y también de la nación.
Conocedores de su circunstancia, juzgaban que fueron tres razones
“subjetivas” —y no dificultades internas irreparables— las que propiciaron el desmembramiento del país: la manera en que Gorbachov
realizó las reformas políticas y económicas; una lucha de poder que
llevó a Yeltsin (obsesionado por liberarse del mismo Gorbachov, su
gran adversario político) a planear la disolución de la URSS, y, por
último, la acción voraz de un pequeño grupo de burócratas (la nomenklatura), que se empeñó en privatizar el Estado para su beneficio.67
Nada de “hechos históricos ineludibles”. Para la mayoría de los rusos había alternativas: modernizar el país, democratizarlo y hacer más
eficiente la economía mediante fórmulas graduales y consensuales,
menos traumáticas y costosas que las adoptadas en 1991. En cambio,
lo que sobrevino una vez disuelta la Unión fue una cadena de hechos
trágicos: guerras civiles en varias de las naciones que integraban la
antigua URSS; con ellas, la masacre de miles y miles de habitantes y,
en seguida, el desplazamiento de millones de personas. Una pulsión
separatista se extendió a lo largo y lo ancho del inmenso territorio. Se
extinguió así la esperanza de un avance paulatino hacia la democracia,
la prosperidad y la justicia social.
De nuevo las élites actuaron en nombre de un mejor futuro, pero
lo que dejaron fue una sociedad dividida. Y, una vez más, el pueblo
pagó el precio. Pensadores de distintas corrientes opinan que ese mes
de diciembre de 1991 el extremismo político y la ambición sin límites cancelaron la oportunidad de un cambio democrático.68
Para protegerse, unos cuantos entregaron su país
El temor de Yeltsin y sus allegados de ser conducidos a juicio y de
ir a parar a la cárcel, los hizo recelar del proceso democratizador.
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Entonces decidieron disolver el parlamento independiente. En su lugar, instalaron un sistema político pretoriano. Al liquidar la Unión,
desmembraron una economía bien integrada, lo que a su vez agravó
el desplome de la producción nacional durante los noventa. La “desmodernización” trajo consigo la pobreza y la continua aparición de
trastornos sociales inéditos, muchos de ellos todavía vigentes.
Un columnista celebró así el desmembramiento de la URSS:
“Ocurrió a manos de los propios rusos y llevó al poder a Boris Yeltsin
y un grupo de demócratas, hoy convertidos en líderes morales”.69
Vano elogio de una decisión encabezada por una rapaz nomenklatura
que provocó el desastre económico, social y político de una inmensa
región. Más vano aún es querer presentar el desastre como un ejemplo de avance democrático. Este tipo de juicios tuvieron el consenso,
tan entusiasta como aberrante, de algunos periodistas estadounidenses
de extrema derecha. Uno de ellos escribió: “Con un poco más de
apoyo de Occidente, los blancos (sic) hubieran ganado la Guerra Civil
en 1918, lo que con toda probabilidad hubiera modificado el curso de
la historia del siglo xx, sin lugar a dudas para bien”.70
Ninguno de estos comentaristas estaba dispuesto a reconocer la
importancia estratégica que para la sobrevivencia de los Estados Unidos, el Reino Unido y el resto de Europa Occidental tuvo la antigua
URSS. Ninguno deseaba recordar el papel decisivo de este país a la
hora de enfrentar el nazismo durante la segunda guerra mundial. Alrededor de 26 millones de soldados y civiles rusos murieron entonces
(casi 15% de la población total) en defensa de su patria y de un mundo libre del fascismo.71
A la ofensiva soviética en Stalingrado bajo el mando del mariscal
Zhukov, a partir de diciembre de 1942, le siguieron la batalla de tanques en Kursk, la más grande de la historia, y la toma de Berlín en mayo
de 1945. Esto obligó a la mayor parte del Ejército nazi a permanecer
en Rusia y replegarse de manera paulatina hacia Alemania, lo que
permitió el desembarco aliado en Normandía. Hoy, muchos prefieren dejar de lado el discurso que Eisenhower pronunció en Reims el
7 de mayo de 1945, al momento de la rendición alemana, en donde
el supremo comandante de los aliados expresó su reconocimiento al
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Ejército soviético. La gran paradoja es que, como señalan algunos historiadores de nuestra época, “el dictador Stalin derrotó a Hitler y así
contribuyó a la democratización del mundo occidental”.72
Churchill: en 1942, “la URSS, una gran democracia”.
En 1946, “la Cortina de Hierro”
Durante la guerra, esa gran tarea elevó al máximo la reputación de
Stalin entre el pueblo ruso. Pocos autores se animan a recordar que,
como aquí se ha visto, la guerra fría inició con un discurso de Churchill en Fulton, Estados Unidos, donde el primer ministro inglés se
lanzaba a promover una cruzada anticomunista frente al surgimiento
de la llamada Cortina de Hierro. Aunque en apariencia buscaba frenar lo que Occidente consideraba como un ilimitado afán expansionista de los soviéticos y el comunismo, ese discurso pronunciado en
marzo de 1946, cuando Churchill ya no era primer ministro, tenía un
propósito muy práctico: aislar a la URSS y, así, mantener a la India
bajo el dominio del imperio Inglés. Como se sabe, este objetivo se
vio frustrado por la gran gesta liberadora encabezada por Gandhi. En
un sentido distinto al discurso de Fulton apuntaban las palabras que
Churchill intercambió con Stalin en Moscú, en agosto de 1942. En
esa ocasión, el líder inglés le recordó al dirigente soviético el plan,
previo a la guerra, de integrar “una liga constituida por las tres grandes democracias: Gran Bretaña, los Estados Unidos y la URSS”, y la
posibilidad de que estas naciones condujeran el destino del mundo.73
Stalin, responsable de la muerte de millones de conciudadanos, de
la colectivización forzosa de la agricultura, de las terribles purgas de los
mandos militares, de la ofensiva contra las minorías étnicas y la muerte de miles de prisioneros polacos durante la guerra, fue un líder menos repudiado de lo que habría de serlo, años más tarde, Boris Yeltsin,
el responsable de la transición forzosa del comunismo autoritario al
capitalismo sin límites. De manera significativa, al inicio del siglo xxi
“53% de los rusos aprobaba la labor de Stalin en su momento, contra
sólo 33% que la rechazaba”.74
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Luego del desmembramiento de la Unión Soviética, la depresión y
el desánimo se apoderaron de la población. Un ejemplo significativo de
esta secuela tan negativa apareció 10 años más tarde en la prestigiosa
revista médica The Lancet: “Más de la mitad de las muertes de rusos
entre 15 y 54 años de edad ocurridas entre 1990 y 2001 se debieron
al consumo excesivo de alcohol. Aun hoy, a principios del 2006, el alcoholismo es la principal causa de muerte en este grupo de edad […].
Los fallecimientos por accidente, violencia, envenenamiento, problemas
cardiacos, cáncer de garganta, hígado y páncreas, aparecieron vinculados con el exceso de alcohol”. Para modificar esta tendencia, concluye
el autor de la nota, sería menester empezar por “confrontar y resolver el problema de la corrupción oficial y el crimen organizado”.75
Con la disolución de la Unión Soviética, los Estados Unidos se
convirtieron en la gran potencia militar del mundo. El debilitamiento de la URSS y su posterior desaparición le abrieron las puertas a
la penetración estadounidense en la estratégica región petrolera del
Golfo Pérsico.
México al inicio del siglo xxi
Los estereotipos, hay que insistir, anulan la comprensión de la realidad.
En México, algunos han echado mano de ellos para —al pregonar la
supuesta inevitabilidad de ciertos acontecimientos históricos— debilitar el ánimo ciudadano e inhibir la participación ciudadana autónoma. Para la construcción de la democracia republicana, nueva
etapa del liberalismo social, es imprescindible evitar los estereotipos
mediante el estudio y la comprensión de las grandes transformaciones internacionales de las últimas décadas, y de su efecto sobre las
circunstancias internas del país. Esto será útil a la hora de anticipar
acontecimientos similares y, en su defecto, en el momento de enfrentar sus consecuencias y hacer lo posible para que jueguen a favor de
los intereses de la nación.
Hoy más que nunca, es necesario que la sociedad civil, con el apoyo de los trabajadores que ocupan posiciones estratégicas, adquiera las
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democracia republicana
herramientas necesarias para analizar, procesar y, de ser preciso, rebatir
las ideas promovidas y divulgadas desde el poder, muchas veces a través de la acción perseverante de los llamados intelectuales orgánicos.
Ellos, como se sabe, no conforman un bloque común. Responden a
diversas ideologías y distintos intereses: los del neoliberalismo, los del
neopopulismo, los de poderes extranjeros. Conviene entonces examinar la forma en que se libra la batalla de las ideas en el México
actual.
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