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Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Gobierno del Estado de Colima
Secretaría de Cultura
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Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Saúl Juárez Vega
Secretario Cultural y Artístico
Antonio Crestani
Director General de Vinculación Cultural
María Eugenia Araizaga Caloca
Directora General de Administración
Gobierno del Estado de Colima
Mario Anguiano Moreno
Gobernador Constitucional del Estado de Colima
Rogelio Rueda Sánchez
Secretario General de Gobierno
Rubén Pérez Anguiano
Secretario de Cultura
Josué Esaú Hernández Vargas
Coordinador Estatal de Fomento a la Lectura
D. R. © 2014
Gobierno del Estado de Colima / Secretaría de Cultura
Calz. Galván Norte esquina Ejército Nacional s/n
Tel. (312) 31 3 06 08 / C.P. 28000 / Colima, Col.
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E
l Mes Colimense de la Lectura y el Libro nació del sueño
de distribuir libros gratuitos, casa por casa, para su
disfrute social. En este sueño nos acompañaron, desde un
inicio, instituciones tan prestigiadas y vitales como el Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes y el Fondo de Cultura
Económica, a las que confirmamos nuestro agradecimiento.
Para 2014 nos propusimos un doble reto: cumplir la meta
de distribución de libros en todos los municipios del estado
y difundir textos fundamentales de la literatura colimense.
La publicación y socialización masiva de este libro no
sólo constituye un esfuerzo de difusión literaria, sino la
materialización de nuestros esfuerzos cotidianos para
alcanzar la igualdad de oportunidades en el acceso a la
cultura.
Este año, que el Estado de Colima fue designado como
Capital Americana de la Cultura por el Bureau Internacional
de Capitales Culturales, aspiramos a que los colimenses
encuentren en la lectura el principal motivo para sentir
orgullo de su identidad.
Mario Anguiano Moreno
Gobernador de Colima
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E
ste tomo tres de la obra, “Del volcán a la mar”, reúne,
al igual que el primero, textos que se han convertido
en referentes literarios locales. Sus temas comprenden
elementos culturales, históricos, naturales, arquitectónicos y
sociales de la vida cotidiana en Colima.
El nombre surge, precisamente, de esa intención de
recopilar y difundir la literatura que nace inspirada en las
peculiaridades de Colima, desde el paisaje de los volcanes
hasta nuestras costas.
“Del volcán a la mar III” es también un ejercicio de memoria
en torno a un esfuerzo realizado por diversas instituciones
colimenses hace algunos años.
Recordemos que distribuir de forma gratuita miles de libros
dedicados al placer de la lectura y entregarlos casa por casa
y mano a mano es un esfuerzo único en nuestro país y quizás
en el mundo.
Rubén Pérez Anguiano
Secretario de Cultura de Colima
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Romance de mi tierra
Ricardo Guzmán Nava
I
¡Feria de la tierra mía,
mujer costeña y preciosa,
tierra suave y rumorosa,
tierra imponente y bravía!
En tus ojasos, cabría
el verdor de tus maizales,
o el azul de los cristales
que rompes en la bahía.
Cual tus labios de alfajor
la faja con que me ciño,
me envuelve en rojo cariño
por el fuego del amor,
que se quema en el calor
al roce de tu corpiño.
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II
Abrazaré tu cintura
angosta, sobre el corcel,
para beberme la miel
de esta fruta ya madura
y si la suerte dura
a este amor aventurero,
le juro a Dios que primero
nos vamos a ver al cura.
Envuelta en tu rebozo
colimote y dominguero
esos ojos de lucero
me verán con alborozo,
robarte un beso sabroso
bajo el ala del sombrero.
III
Prendido el sol en tu pecho,
riega el oro en las mazorcas,
para llenar las alforjas
mientras descansa el barbecho.
Tus volcanes en acecho
se miran en tu silueta,
por presumida y coqueta
y orgullosa que te has hecho.
¡Feria de la tierra mía!,
antañona y vocinglera,
si mi espíritu pudiera,
con ganas te robaría
el sabor de tu alegría,
tus auras de primavera.
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IV
Alégrame el corazón
con la sangre de tu boca,
por si en esta vez me toca
hacerme ya la ilusión.
Si te mueve a compasión
este dolor que me aloca,
dame el amor que provoca
la fiebre de mi pasión.
Tu amor esquivo se fuga
y así mi sed no se apaga;
dame en jícara dorada
tus frescos labios de uva
que ponen miel a la tuba
con tus besos de cocada.
V
En tu feria pueblerina,
vuelca la tierra sus dones;
hay fragancia de perones
y un santo olor de cocina.
Con tiras de papel de china
la vendimia se alborota
y luce más colimota
la exquisita golosina.
El añil de tu marina
playa que besa la espuma,
con los rayos de la luna
se engalana en seda fina,
mientras jocunda te empina
la rueda de la fortuna.
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VI
Para quererte sin prisa
jamás me podré mudar,
porque me fui a resbalar
en tu bruja Piedra Lisa.
Tu ardiente carne mestiza
que se ondula al caminar
tiene el vaivén de un palmar
y el alma pura y castiza.
Cuyutlán puso en tus ojos
la esmeralda de su mar;
Suchitlán supo bordar
en tus enaguas los rojos
colores pa’ tus antojos
con fulgor crepuscular.
VII
Con azúcar de sus cañas
te hizo dulce Quesería
esa voz que a su alegría
las penas le son extrañas.
Nunca la tristeza engañas
con falsa melancolía,
que de noche pintaría
el arco de tus pestañas.
Manzanillo hizo derroche
con azul de tus ojeras,
y en estampas mineras
las perlas de sus quimeras
te lo devuelve en un broche,
para que luzcas de noche.
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VIII
Todita hueles a mango,
dulce guayaba de china,
que en esta feria divina
tus sabores voy probando.
Emociones va dejando
tu garbo cuando caminas
y en un poema se afina
mi lira que está sonando.
En la prisa del guapango,
luzco una hembra ladina,
cayéndose de catrina
mientras zapatea el fandango
con la música tocando
“Camino Real de Colima”.
IX
En una fiesta sencilla,
mi amor se quedó amarrado
pues lo dejaste embrujado
con sopitos de la Villa.
En mi potranca tordilla,
traigo un cariño robado,
que en los toros he lazado
con piales de lechuguilla.
Hay jolgorio en el tablado
la chirimía sufre y chilla;
cuando un ranchero de silla
va en el toro encaramado,
pide tocar “La Vaquilla”
y “El Novillo Despuntado”.
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X
Aumenta la gritería
con las voces del gritón,
que va diciendo el pregón
de la ingenua lotería.
Es tu feria algarabía
fiesta de corrido y son,
que en tumbos de guitarrón
suena de noche y de día.
puso el alma en estribillo
la musa de Tecomán,
para cantar con afán,
en su lenguaje sencillo,
el Marichi del Chiquillo,
“Las olas de Cuyutlán”.
XI
La boruca ya se ha ido,
se fue con su paso lento,
suave se desliza el viento
que ni el silencio hace ruido.
Solo quedándose prendido
mi amor costeño y violento;
acurrucado y friolento,
en tus brazos se ha dormido.
De violines un lamento
suelta sus notas de plata;
en la calle hay serenata
y llora con sufrimiento
en la reja de una ingrata
el dulce vals “Sentimiento”.
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¡Feria de amor y alegría!
de mi tierra esplendorosa,
hembra costeña y graciosa,
¡te quiero porque eres mía!
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el
LIBRO
lectura EN
COLIMA
Y SU
Desde 2007 a la
fecha se intensificó
en Colima el
fomento a la lectura
y la distribución
gratuita de libros.
Las actividades
comprenden
desde la capital
del estado hasta
las más pequeñas
comunidades y
se realizan en
espacios formales
e informales,
incluyendo calles y
jardines.
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Las actividades
permanentes
comprenden
programas como
el llamado “Letras
y trazos en la
pared”, que consiste
en la colocación
de breves textos
literarios en
muros de calles
y avenidas de los
diez municipios,
acompañados
de ejercicios de
interpretación
pictórica de jóvenes
artistas colimenses.
Los murales son de
naturaleza efímera,
pero permanecen
desafiando
posibilidades. A la
fecha superamos los
quinientos.
También se logró
el impulso a una
infraestructura
especial dedicada al
fomento lector, con
un diseño originado
en Colima. Se trata
de los llamados
Centros de Cultura
Escrita, de los cuales
ya existen cuatro en
la entidad.
Durante el Mes
Colimense de la
Lectura y el Libro,
un programa
diseñado en Colima
y celebrado cada
año, se reparten
miles de libros mano
a mano y en los
hogares de miles
de familias de todo
el estado, en un
esfuerzo único en el
país y quizás en el
mundo.
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En abril de 2013,
por ejemplo, se
entregaron 106,887
libros en igual
número de hogares
colimenses y
11,647 en brigadas
especiales de reparto,
de lo cual existe una
constancia notariada,
pero además una
forma de contraloría
social, pues en cada
hogar visitado donde
se entregó un libro
también se pegó una
calcomanía donde
pudo leerse: “Aquí
recibimos un libro”.
Durante el Mes
Colimense de
la Lectura y el
Libro también se
pegan calcomanías
vehiculares con
frases literarias
y de fomento a
la lectura, que
permiten difundir
letras dotadas de
contenido diverso
por las vialidades
de la entidad.
En 2014, esta
celebración se realizó
en noviembre, para
lograr un mayor
alcance de los
programas debido al
periodo vacacional
de la semana santa
en abril.
El libro que tienes en
tu mano forma parte
de estos esfuerzos
y su publicación se
realizó como parte
de la celebración
de “Colima, Capital
Americana de la
Cultura 2014”.
COLIMA
única entidad
es la
celebra un mes al año dedicado a la
del país donde se
lectura y el libro.
Cada año se entregan
miles de libros gratuitos
casa por casa.
En Colima se
pintan murales
y se colocan calcomanías vehiculares con un
contenido
literario
y de difusión cultural.
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De la región y el ser colimense
Miguel Galindo
S
i por una parte hay suma facilidad para satisfacer las
necesidades de la vida, por la prodigalidad de la Naturaleza,
en cambio el calor constante y elevado, la humedad que
dificulta la transpiración, la atmósfera haciendo presión de
catorce toneladas sobre el individuo, dan por resultado una
cierta lasitud corporal, una pereza material e indolencia
intelectual para toda empresa que signifique grandes
esfuerzos, y hay propensión a la vida muelle y tranquila. Sin
embargo, las altas temperaturas irritan la sangre y producen
no escasa inclinación a los actos de violencia; pero, en cambio,
la fecundidad de la Naturaleza ha originado una elevada
honradez en lo relativo a la propiedad, un respeto absoluto a
lo ajeno. En la historia de las poblaciones colimenses se han
hecho notables los robos y raterías, sólo cuando los trastornos
políticos generales han llevado hacia ellos habitantes de
otras regiones. Los nativos de Colima tienen, por decirlo
así, el instinto invencible de respeto a la propiedad ajena.
Por eso su carácter es franco y servicial; las comunicaciones
familiares abarcan barrios enteros y ellas traen aparejada
indiscreción, y que en la presentación de servicios gratuitos
y espontáneos son imprescindibles las confidencias íntimas,
y la franqueza del carácter colimense ha sido siempre una de
las mayores atracciones para los extraños.
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La Mesopotamia de América
o casi la cuna de la humanidad
Miguel Galindo
L
o atractivo del paisaje colimense que detuvo en su
marcha a los conquistadores que fundaron la capital,
la fecundidad de sus tierras, la abundancia de sus huertas,
la variedad de sus flores, hicieron que muchas familias
españolas fueran a radicarse en esa especie de paraíso que,
de no estar en América, debió estar en el Asia, en el fondo
de la Mesopotamia, cabe las floridas márgenes del Tigris o
del Éufrates, y ser, en fin, el que soñó la humanidad. Por eso
Colima bien pronto creció, y sólo la lejanía de la capital, y
particularmente del puerto de Veracruz, entrada principal
de la inmigración europea, hicieron que mantuviera en una
modesta medianía de población, capaz de darles las ventajas
de la concurrencia, sin quitarle las que proporcionaba la
naturaleza exuberante y agreste.
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Un día saldremos todos
Francisco Díaz Corona
(Vendrá un Moisés entonces y extenderá su vara
Y se abrirán los mares y los veréis pasar…)
Las gentes de mi pueblo no conocen el mar
tienen mirada triste porque nacieron lejos,
enjutas las facciones por vivir entre cerros.
Sólo han visto los montes y el arroyo… pasar.
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Nunca han visto un espacio infinito delante.
Nunca han visto una playa, nunca han visto un palmar.
A veces peregrinos que van hacia el levante
nos cantan en el pueblo los cantares del mar.
Las gentes de mi pueblo sólo han visto montañas
y horizontes estrechos y caminos cerrados;
las gentes de mi pueblo se mueren esperando,
se mueren dando vueltas muy lejos de la playa.
Un día saldremos todos por sobre las montañas
y haremos el camino al ponernos a andar
y parirán los momentos veredas y esperanza…
(el pueblo está soñando, no tarda en despertar).
Un día saldremos todos en la misma mañana
y pondremos el pueblo a la orilla del mar…
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El Gentil
Gregorio Torres Quintero
R
evolviendo un día mis papeles viejos, me encontré un
pálido manuscrito, de letra izquierdilla, que trata de un
tema legendario de la costa.
Aquel viejo manuscrito, decía:
La puesta del sol había sido regia. El globo de fuego, de
fúlgido cobre, había descendido entre doradas nubes hasta
la superficie del océano, y allí simulaba una barca metálica
navegando en el confín del horizonte. El disco se destacaba
sobre un fondo azul de reflejos violetas, que era el cielo de
la tarde, lleno de luces en aquella poética del crepúsculo.
El mar mostraba una faja dorada, de orillas imprecisas y de
rápidas facetas juguetonas, que venía desde el astro hasta
nuestros ojos, pasando por encima de las gigantes olas de
la playa, férvidas y arrolladoras: era el reflejo fulgurante del
astro en la superficie de la llanura líquida.
Entre el variado y rico celaje, de todos colores, algunos rayos
solares pasaban más allá de las nubes, por encima o debajo
de ellas, rectos, como líneas geométricas, contrastando con
las formas curvas de las mismas, hasta perderse bajo otros
cúmulos o extinguirse insensiblemente en el pálido azul
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matizado de vívidos colores: era un esplendente abanico,
de fúlgidas varillas, abriéndose y cerrándose, tomando como
punto giratorio el sol.
El astro se iba hundiendo bajo las aguas. Y no era el astro,
sino su imagen, pues los sabios dicen que el sol continúa
visible después de haberse hundido en el horizonte por
razón de la refracción luminosa.
Por fin, el astro desapareció. Pero la luz continuó en el cielo y
en las nubes; y la faja dorada de orillas imprecisas que flotaba
en el mar, se extinguió dulcemente.
¡Que bello crepúsculo! –exclamé arrobado.
Aquella tarde caminaba a caballo por la orilla del mar, no
por el arenal de la playa, que sería intolerable para mi
cabalgadura, sino pisando el morir de las olas, donde enjuta,
recién mojada, la arena ofrecía mayor resistencia.
No iba solo. Tras de mí caminaba, también a caballo, un
mozo de rancho, de poca o ninguna instrucción. Ibamos a la
boca de Pascuales, donde desagua el río de la Armería, en la
costa colimota, y de allí, pasaríamos a ciertos negocios a las
salinas del Real y de Guazango.
El bello crepúsculo desapareció al fin. Las estrellas tachonaron
los cielos con sus vívidos diamantes. El mar se obscureció.
Apenas distinguíamos la ola verde, envuelta en gasas blancas
al estallar. Mas las otras, después de correr mansamente,
venían a extinguirse a nuestros pies con ligero rumor. Pero
el tumbo de las olas semejante a cañonazos, y el ruido del
eterno oleaje, de intensidad y tonos diversos, era la música
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que halagaba nuestros oídos. Las pisadas de nuestros caballos
se ahogaban en medio de aquel bullicio de aguas agitadas.
Yo iba absorto en mis pensamientos. Pero hubo un momento
en que, a pesar de todo, pude oír claramente a mi espalda
esta voz:
—¡El Gentil!
Quise saber quién hablaba.
—¿Hablas tú, José Antonio?
—Sí, siñor.
—¿Qué has dicho?
—He dicho el Gentil.
—¿Qué es eso?
—El Gentil, siñor.
Detuve mi caballo y repetí mi pregunta:
—¿Qué es eso del Gentil?
—El Gentil, siñor.
Emparejé mi caballo al del mozo.
—Te he pedido una explicación y no me has dicho nada.
Háblame claro.
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—Yo creiba que usté sabía del Gentil. Como toda la gente
está al tanto. . .
—Nada sé, José Antonio. Dime de qué se trata.
—¡Ah, siñor! Es una aparición. . .
—¿Un fantasma?
—No sé que será eso. Pero por aquí aparece.
—¿Es un ladrón?
—Ladrón. . . Pué ser.
—A ver: Explícate.
José Antonio se rascó la cabeza e hizo un gran esfuerzo para
decir:
—Durante las noches, por estos lugares, sale un hombre del
mar.
—¿Un hombre de carne y hueso?
—Lo inoro. Pero pué que sí. Es un gigante.
—Dime todo lo que sepas, José Antonio.
—Dicen que es un gigante. Tiene dos tamaños de nosotros.
Tiene mucho cabello, y es largo, hasta la cintura. Su barba es
tupida y le tapa el pecho. Sale encuerado. Yo no sé si tiene
pies de cristiano; pero según los díceres son de chivo.
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—¿Es blanco o negro?
—Es blanco como la espuma del mar, y su pelo y barba son
dorados como el sol.
—¡Vaya! Pues es bonito el Gentil. Pero vamos: ¿Por qué le
llaman el Gentil?
—Pues ansina le dicen desde los tiempos antiguos.
—Según eso, ¡es muy viejo el gentil!
—Él no: es siempre joven; y como usted dice, es bonito, tiene
ojos azules. Pero hablan del Gentil las gentes viejas; y las que
se murieron también hablaron, y otras más.
—¿Y a qué sale?
—¡Ah, siñor!
—¿A qué. . . ?
—¡A robar hombres! ¡Le gustan los hombres!
—¡No más eso nos faltaba! Ahora ya no me gusta el Gentil.
Si le gustaran las mujeres, me parecería hermosísimo.
¿Recuerdas de las sirenas?
—Sí, siñor, a ellas les gustaban los hombres, y los llamaban
al fondo del mar; y les tocaban músicas, y les cantan con
guitarra las canciones más rechulas.
—Veo que estás enterado. Pero que al Gentil le gusten los
hombres, eso no me cabe.
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—Tampoco a mí me cuadra. Por eso yo no quepo en mí
cuando ando de noche por estas playas.
—¡Ah!, ¿Sale de noche?
—Nada más de noche sale. Ya se ha llevado a innumerables
pescadores y a muchos caminantes. Dicen que brota de súbito,
que ataca como fiera, y se lleva a los hombres abrazados,
entre las olas, más allá, de la reventazón, quien sabe hasta
onde. Pero dicen que por allá tiene un jardín encantado, una
casa de corales y muebles de perlas finas.
—Es un rey.
—Un rey del mar inmensamente rico.
—¡Hombre! ¡Quisiera verlo!
—¡Dios no lo permita, siñor!
—Pero hombre: ¡no ves que vamos armados!
—¡No hable usté ansia! El Gentil es invulnerable.
—¿Invulnerable? ¿Cómo sabes esa palabra?
—Ansina dicen las gentes; y es para dicir que el Gentil es
inmortal.
—¡Hombre, hombre! La cosa se pone fea.
De manera que si nos saliera en la obscuridad. . .
—¡Nos llevaría en seguida sin la menor resistencia a su casa
de corales!
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Ambos nos quedamos en silencio. Cada quien estaba
preocupado, José Antonio hablaba con la fe del campesino,
fe dura e inquebrantable. Ningún argumento hubiera hecho
mella en sus creencias. Nada le habría hecho variar sus ideas.
Y, sin embargo, yo pensaba en el Gentil sin poderlo
evitar. Venía a mi pensamiento como una mosca tenaz. Lo
ahuyentaba, y él volvía en seguida.
¡El Gentil! La expresión era rara, y más aún en la boca de
un campesino. Gentiles eran los no cristianos, es decir, los
idólatras, los paganos. ¿Tendría aquello un origen religioso?
Pero “gentil” es adjetivo que equivale a brioso, galán,
gracioso. El Gentil lo era: era un soberbio hombre, nacido
en la imaginación de un artista. Era una gran creación. Era
la juventud misma. Imagináoslo con su estatura mayor de
tres metros. Su talla era de estatua, propia para descansar
en un bello zócalo, en un jardín florido. Blanco como la
espuma del mar, es decir, tan blanco como VENUS. Tenía
cabellos dorados, abundantes y largos. Asimismo, barba
dorada, hasta cubrirle el pecho. Era rubio como el sol. Y los
demás pelos y vellos de su cuerpo, rubios también. Y era
natural que sus ojos fueran azules, tan azules como un girón
del cielo. Por esas fechas, era un extranjero: de otra raza.
Y aquella estatua descansaba en pies de cabra, para indicar
sus inmensos apetitos, su amor extra-humano. Y era fuerte
como Hércules, invulnerable como Aquiles, tan rico como
Creso. Más que un hada, era lujoso, con su casa submarina,
de perlas y corales. Todo un misterio: más profundo que un
arcano. Sus manos serían aspas, su voz sería un clamor, o
un rayo o un trueno. Correría en la tierra como un gamo y
nadaría en el mar como un pez. Aparecería y desaparecería
como un relámpago. Una aparición...
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Mientras más pensaba en él, más multiplicaba sus cualidades
o atributos. Y hasta bordaba en mi mente aquella misteriosa
figura, haciéndola más bella o más brutal. Y mi paleta y mi
pincel trabajaban...
Pensaba en el pobre pescador. Me lo imaginaba en aquellas
desiertas playas, en la absoluta soledad de la noche; acostarse
en la arena floja; dormir bajo la brisa del mar; despertar poco
antes de la hora del lucero; incorporarse lleno de esperanzas
para la buena pesca; rezar como un profeta en aquel gran
templo, sobre la arena y el cielo arriba, que Dios está en
todas partes; dejar en tierra su pobre ropa, sus huaraches
y su sombrero de palma; y marchar, vestido con calzones
cortos, llevando un costal fajado en la cintura para guardar
los peces, y su atarraya al hombro, cargada de plomos;
marchar, bajar a la mojada playa, a donde las olas mueren
con plácido rumor...
Y era tan fuerte mi imaginación en aquel punto de mi visión
interior, que veía mentalmente al pescador, bajo un reflejo de
luna, en una noche tropical y luminosa, bajar a la playa hasta
donde las olas mueren. Y repentinamente, veía al Gentil
salir de las olas, con su estatura colosal y sus cabellos de oro,
y arrojarse sobre el pescador. Quise gritar; mas mi grito se
ahogó en mi pecho. Y en aquel instante, un clamor terrible,
producido detrás de mí, me sacudió de pánico...
—¡ El Gentil!, aulló José Antonio, corriendo en su caballo.
Aquel grito hizo temblar mi cerebro.
Inconscientemente, lancé mi caballo a correr sobre la
angosta playa en donde van las olas a morir, José Antonio
iba adelante y yo detrás, huyendo de un obscuro misterio, de
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un misterio que venía de tiempos viejos, de un misterio que
estaba vivo, de un misterio que nacía de la superstición, de
la superstición que de repente brota de nuestra alma, en el
mismo momento en que brota en el alma ajena, preocupada
por las mismas ideas. ¿No habéis sentido ganas de cazar una
zorra cuando repentinamente se os muestra en el camino
y corre junto a vos, por la yerba? Lo que creías muerto en
vuestro cerebro: el instinto de caza, resucita de improviso.
A la derecha resonaba el mar con sus tumbos sonoros y sus
ondas pérfidas, y a la izquierda, la orilla del bosque, negra
como un cuervo, nos enviaba el mugir espantoso de las fieras.
Sin poder desviar nuestro camino, corríamos hacia adelante,
en aquella calzada de dura arena, recién mojada por las
olas. ¡Ay!, sintiendo el terror, el terror inmenso en nuestras
espaldas. Sentíamos que sus enormes brazos rodeaban
nuestra cintura, endebles como cañas; sentíamos que el
vello de su barba de seda rozaba nuestros hombros, y aun
sentíamos que íbamos en el aire, en sus brazos, caminando al
mar, en medio de un encanto divino, al jardín misterioso y a
la casa de los corales.
Y corrimos, corrimos, corrimos, hasta perdernos de vista en
lo más hondo y profundo de aquella noche negra, tan negra
como el propio misterio que nos ahuyentaba. . .
Corrimos...
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Frente al mar
Balbino Dávalos
¡Oh mar de mi adorable costa nativa
que se abrasa en el fuego del sol poniente,
al fin te miro, y hierve, con el candente
hálito de la tarde, mi sangre altiva!
Las brisas salitrosas, en fugitiva
parvada de recuerdos, queman mi frente,
y al estruendo armonioso de tu corriente,
el amor que te tuve crece y se aviva.
¡Cuando niño, en tus aguas el cuerpo hundía;
tus espumas de plata me fascinaban,
y el golpe de tus olas me estremecían!
Hoy que al mar de la vida torno sereno,
desdeñando peligros que no se acaban,
¡cuán dócil me pareces, cuán manso y bueno!
Cuyutlán, Colima, 28 de noviembre de 1902
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festivales
Y MESES DEDICADOS A UNA
EXPRESIóN
artística
Muchos de los
esfuerzos culturales
en Colima se
agrupan en
festivales artísticos
que permiten una
mejor difusión y un
mayor impacto en
la sociedad. Una
breve relación de los
festivales realizados
por la Secretaría
de Cultura puede
ser elocuente: el
“Guadalupe López
León”, dedicado
a las expresiones
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artísticas de los
municipios; el
llamado “Son
por la tradición”,
que atiende las
manifestaciones
musicales
tradicionales
de pueblos y
comunidades;
el Encuentro
Regional de Danza,
donde se dan
cita agrupaciones
de danza de las
entidades de la
región CentroOccidente de
México; el de
Becarios, de
naturaleza
interdisciplinaria,
donde los
beneficiarios de
los programas de
becas y estímulos
a la expresión
artística presentan
los productos de su
creación; el “Alfonso
Michel” que rinde
homenaje al pintor
colimense Alfonso
Michel (18971957) y en el que se
realizan actividades
que comprenden
todas las expresiones
artísticas; el
“Jesús Alcaraz”,
en homenaje al
creador del vals
“Sentimiento”,
originario de
Coquimatlán; el de
Coros, con una activa
presencia en iglesias
de la entidad y el
llamado “Tiempo de
Navidad”, que
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atiende a públicos
especiales situados
en albergues, centros
de rehabilitación y
asilos de la entidad.
La Secretaría de
Cultura también
apoya la organización
de diversos festivales
municipales, como
el de la Fundación
de Colima y el del
Centro Histórico
de Manzanillo e
interviene con
eventos artísticos y
programas especiales
en todas las ferias
municipales, así
como en la estatal,
llamada Feria de
Todos los Santos,
sin olvidar su
participación en
fiestas de barrio,
comunitarias y
parroquiales, así
como diversos
eventos especiales
de agrupaciones
cívicas y sociales.
Una innovación
colimense es la
creación de meses
especialmente
dedicados a una
expresión artística,
como es el caso
del Mes Colimense
de la Lectura y el
Libro, en abril; el
Existen también
Mes Colimense del
muchos festivales
Teatro, en junio y
más donde la
el Mes de la Danza,
Secretaría de
en marzo. No existe
Cultura une
un esfuerzo similar
fuerzas con otras
de prolongación del
instancias locales
concepto de festival
y federales, como
a un mes completo,
el de monólogos
totalmente
llamado “Teatro a
vocacionado, en
una sola voz”; el
otras entidades del
“Colima de Danza”; país.
el de documentales
llamado “Zanate”;
“Guitarromanía” y
otros más.
COLIMA es la única entidad del país
donde se crearon meses totalmente dedicados
a una forma de expresión artística:
la lectura, el teatro y la danza
son algunos ejemplos destacados.
Los festivales a lo largo del año son disfrutados de manera
gratuita por miles de familias colimenses.
Los festivales artísticos y culturales comprenden más de
200 días al año.
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El campanario
Fragmento
Basilio Vadillo
A
mediados de junio, Martín Loreto fue dado de alta en
el hospital. En su primera salida, recogió, en la jefatura
de la Gendarmería, sus papeles de licencia absoluta, como
inutilizado en el servicio; y, en la Pagaduría, cueva obscura
de la planta baja de Palacio, recibió como cinco pesos de
alcances. El pagador, Cosme Tinoco, muchacho enfermo
del pecho, le había puesto la mano que mostró sus dientes
negros, y le había deslizado, entre las monedas, una peseta
falsa. Después tornó a la Dirección del Hospital, donde le
entregaron su pequeña maleta.
Bajando por la calle de la Maestranza, todavía sin luces, se
entregó Loreto, plenamente, a la emoción de su libertad; y
parecía que un gran viento, venido de lo profundo, lo sacudía,
como a una pluma, en el infinito de los cielos. Se remiraba
sus últimas ropas de gendarme; un pantalón de dril, color
de barro seco; el chaquetín, despojado, en la manga, de las
cintas de cabo; los zapatos recios, chapeados de blanco por
calvas de rozaduras; y aquel sombrero liviano, de arriscada
falda, reemplazando la alta cubeta de corcho, que Loreto
extrañaba al andar no sintiendo el campaneo de la larga
mota, caída por la frente como clavellina mustia de hilillo
rojo. Rengueaba del lado derecho. Quién sabe qué cuerda de
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nervios rota habían olvidado las manos del cirujano y de los
muchachos practicantes, dejándole aquel balanceo sobre la
pierna, bien cicatrizada ya, pero torpe,
Con un redondel entumecido por fuera de la rodilla. Fue
a dejar su envoltorio a casa de Antonio Alfonso, soldado
compañero, que vivía por el barrio de San Juan de Dios,
casado con María Laguna, a quien la gente del cuartel
llamaba María, la Brava. Después se dedicó a vagar por la
ciudad, que aquella noche, le parecía de belleza solemne,
iluminada en sus jardines como para una fiesta que iba a
empezar; entregados, los paseantes de la calle, a un reflexivo
deleite al aspirar los aires nuevos, tibios, aromáticos, que
subían del Agua Azul en vibrantes soplos de la temporada
de lluvias, proclamada robustamente por truenos remotos
de nubes invisibles. Excursionó tímidamente por los portales
inundados de luces y de personas elegantes; fisgoneó en
las alacenas, tentado a comprobar baratijas, decidiéndose,
al fin, por un cinturón de cuero y media libra de dulces.
Y, ya noche, se encaminó a la pollería de Magdalena, por
Mexicalcingo, a donde solía ir a cenar, los días de paga, en
sus tiempos de soldado.
Allá, mientras chirriaba la manteca en el comal engrasado,
brillante como espejo, tuvo Loreto que referir el episodio
de su herida, entre exclamaciones compasivas de la fondera;
el descarrilamiento del tren de México; la muerte de dos
soldados de la escolta; las curaciones dolorosas en el hospital;
su licencia absoluta con una pierna baldada.
—Y ahora ¡volver al pueblo! …
Ese era su deseo, volver a su tierra; buscarse la vida por allá;
trabajar, no sabía en qué precisamente. Y como llegaron
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clientes, la pollera se hizo más movediza, secando platillos
con el blanco mandil; llenando de ruidos alegres la salita,
partida en dos huecos por la mesa, de planchado mantel,
como atornillado por dos botellones rojos. A poco, se
despidió Loreto de la buena mujer; siempre confuso en las
fórmulas de los adioses; amable en la sonrisa a destiempo;
como deseando fugarse de la casa.
Entró en una tienda del barrio, seducido por una gasa
rameada de luz que había de muestra en el escaparate; y; a
poco, se dejó arrastrar por el dependiente hasta veinte reales
más, de una chalina que imitaba seda.
Agarrado a su paquete, sonando a renco sobre los
emperadores; Loreto se recogió a la casa de Alonso, donde
hubo larga velada, enternecidos todos; platicando, entre
tragos de café con aguardiente, de proyectos para el futuro,
Antonio Alonso había sido el amigo predilecto del cuartel; era
indígena, de a un lado de Sahuayo y se trataban de hermanos
desde una vez que Martín veló al amigo, día y noche, en un
cuartillo de la costa, donde había caído enfermo de fiebres.
Y, al día siguiente, con boleto de tercera, Loreto subió al
tren del sur, rumbo a Zapotlán. Se acomodó junto a una
ventanilla, al lado de dos industriales pobretones de Acatlán;
charros; de enormes sombreros de palma; que conversaron,
larga y sobriamente de los bajos precios que alcanzaba, en
aquel año, la “panocha”.
En la rápida marcha; cuesta abajo por las cañadas que
reverdecían, moteadas de rojo y manchadas de gris por los
rancos que humeaban, Loreto volvió a ver los horizontes
conocidos, como en la cinta desenrollada de un carrete
milagroso, tras la lente de la vidriera, diáfana la mañana
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espléndida. Arboles que huían, ahogados en masas de
retoño; retazos de cielo pintados a grandes goterones de
nubes, montañas que se alejaban, volviéndose azules, o que
se acercaban, haciéndose verdes, imposible de acomodarse
el paisaje al foco de la mirada; a poco, los borrones de las
polvaderas, venidas de abajo, del vale de rescoldos de las
lagunas secas de Zacoalco y de Sayula.
Y la memoria de Martín, influenciada por los horizontes
familiares, desarrolló también como una cinta, los recuerdos…
El camino de a pie, a uno y a otro lado de los rieles, a veces se
perdía entre la musculatura de los cerros, como una arruga,
y, de repente, reaparecía a lo lejos, en cortes anchos, salvando
manchones de arbustos. Viejo camino de las diligencias, con
burdos empedrados destruidos, amarillentos los sillares en las
gargantas de los arroyos; dentadura floja, ociosa desde hacía
quince años. Quedó, a un lado, la hacienda del Plan, caserío
agazapado bajo el mezquital; luego, Zacoalco, pueblo secular
de indios, padre de tribus, con su iglesia de cúpula negra,
sobresaliendo como gigante de pesado vientre dedicado a un
plácido devorar de su ración sangrienta de tejados.
En la estación de Techaluta, subió al tren una muchacha con
una maleta muy blanca; alegre, muy escotada la blusa color
de rosa; con un diente de oro, y que pronto halló con quién
platicar, a gritos, informando a todos de que era una maestra
ayudante que volvía al trabajo, a Sayula, después de unas
vacaciones en la montaña.
Martín seguía explorando el camino. Se perdía entre la
tronconera de mezquites; rayaba las laderas; se dejaba cortar
por los arroyos negros, de pedregales mohosos de vejez;
pero siempre vivos; culebreando entre tunales cuyas pencas
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planas parecían palmas de mano reclamando parada; bajo
los “organos”, candelabros de velas verdes, de donde el
fruto, ya podrido por las lluvias, caía como pavesas. Creyó
Loreto reconocer un sitio en el fondo de una curva, al pie de
unas rocas cobrizas, de desnudez imponente. Por ahí había
pasado él, dos años antes, con una cuerda al cuello, entre
cinco gendarmes, Patiño el sargento, lo había invitado a beber
agua en el arroyo cercano, librándolo de las ligaduras. Y,
después, en el cuartel de Guadalajara, había recordado entre
bromas, el aire de terror con que Martín se echó de bruces,
soslayando la tropilla, temiendo un tiro por la espalda. No
había sido aquella la ocasión de un asesinato, ni el sargento
Patiño tenía los instintos del teniente Carbajal.
El nombre de su jefe ensombreció en Martín las reminiscencias
de su vida de soldado. Durante dos años, lo había acompañado
por todo Jalisco, dando guarniciones, vigilando los caminos,
transportando reos de cárcel en cárcel, acudiendo a cada
lugar donde las fiestas o las ferias acumulan turbas de devotos
o gentes de trueno que van, de lugar en lugar, siguiendo
un intinerario de jolgorios en el almanaque variado de los
mitotes lugareños. Carbajal, con su patrulla, era, en todas
partes, un signo de brusca limitación al desorden, un
restaurador, a sablazos, de la paz, en cada alboroto; un hasta
aquí a todo bullicio extremista; un preventivo contra los
desmanes que ponían en peligro las instituciones enfermizas
de los pueblos. Era un hombrote de ojos grises, poblado de
barba; de duro mirar bajo el sombrero charro, con aires de
mal humor, de hombre siempre desvelado. De la región de
los Altos, de por San Miguel o Jalostotitlán descendiente
de los españoles que poblaron el rumbo, sobre la antigua
ruta comercial de México a Guadalajara; un retoño de aquel
reguero de barbas rubias que se volvieron negras, de ojos
azules que se volvieron pupilas grises o verdes, dejado por
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los agricultores asturianos o andaluces que se asentaron en
aquellas llanuras, que criaron caballadas que aún subsisten
de limpia sangre y que organizaron el comercio sobre el
único camino al occidente. ¡Carbajal! ¡Qué de leyendas
fatídicas rodeaban este nombre¡ Era de un valor temerario;
gustaba de entrar solo, jinete en su caballo, sable en mano, a
la atmósfera de vino de los fandangos plebeyos, a apaciguar,
a cintarazos, las disputas, a patalear sobre las cabezas,
disolviendo como terrones las masas de la canalla peleadora.
Su temida justicia, pronta y breve, nunca dejó con mancha el
prestigio de la autoridad, pero solían quedar muchos rastros
de sangre en los claros que abrían su machete y las patas de
su caballo. Se le atribuían asesinatos. Cuando en los caminos,
bajo un árbol, en el descenso de un arroyo, iba creciendo
un montón de piedras coronando por una cruz, los viajeros
rezaban, quitado el sombrero, tiraban una piedra más y
pronunciaban el nombre de Pedro Carbajal… en vía Ameca
a Mascotas, en lo alto de la sierra, en el punto llamado Ojo
de Agua, había una cruz de aquellas, bajo un robledal; entre
Mazamitla y Tamazula, en una cuesta pedregosa había otro
túmulo de piedras; y los soldados contaban la historia de un
muchacho que, en el camino de Hostopipaquillo, atado a un
árbol, lloró como un niño, antes de recibir una descarga, y
cuyo cuerpo fue arrojado a la barranca. En despoblado, solía
detener al caminante que iba solo; lo interrogaba, poniendo
largos silencios entre las preguntas, mirándolo como para
grabarse aquella cara; y, al sospechoso, le daba la mano,
como para saludarlo, buscándole los callos del trabajo. Y
nunca hubo un hombre que no temblara al ser saludado por
Pedro Carbajal . . . Acudió a la memoria de Martín la muerte
de Pablo Lazareno, por Sihuatlán, pero espantado de aquel
episodio, en que él había sido protagonista, se empeñó en
alejarse aquella pesadilla y se volvió a la contemplación del
paisaje.
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Habían bajado el plan de Sayula. En la rinconada de Atoyac,
había nubes negras prendidas a la cresta de las montañas.
Había llovido ya en la región, porque la inmensa planada
estaba teñida de un suave color de rosa, como rubor de la
tierra, y en el barro, cargado de “tequesquite”, había manchas
de vello, aquí y allá, del áspero zacate que se encapricha en
vivir, chupando el jugo salobre de la vieja laguna. Todo el
plan, rojizo, parecía una piel curtida, saltón el ombligo de su
isleta, llena de matojos verdes.
Poco antes de llegar a la estación, por el rumbo de Atoyac,
una comitiva de tres, hasta de cuatro carruajes, tirados por
mulas, adornados de banderas agitadas vivamente.
¡Son los exámenes! ¡Vienen de los exámenes! –gritó la
muchacha del diente de oro explicando a todos, y pegándose
a la ventanilla para ver el grupo, que se impacientaba por
llegar a la hora del tren.
Otro informó que en el pueblo había carrera de caballos
y tapadas de gallos. Feria de no sabía qué santo. Y todos
observaban la procesión de los coches, llenos de gente, con
estándares como aletas tricolores. Los carromatos parecían
atascados en el barro pegajoso, y la mula, bien azotada por
cocheros en camisa, estiraba los pellejos, en esfuerzos inútiles.
Uno de los carruajes salió adelante, trotó, zancón, enlodadas
las patas, y entró en lo ancho del marco de mezquites de la
estación.
La caseta estaba desierta. Un empleado, de gorra de palma
salió, abotonándose el uniforme, seguido de otros hombres
del pueblo que corrieron hacia los vagones de adelante.
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Y, ya en el último minuto, cuando la máquina aflojaba
sus frenos para seguir la marcha, los del coche zancón
desembocaron en el patio. Uno, de anteojos, que vestía
cazadora, de botas lustradas, echó a correr, con una petaquilla
de cuero, hacia los carros de primera; y los otros dos, con sus
frazadas a rastras, y unas botellas, se metieron en el último,
de rondón, muriéndose de risa.
—¿Carreras? –Se sorprendió uno de los recién llegados, de
la pregunta–. ¡Nada de eso! ¡Es la manifestación a Madero!
¡Aquí, en el tren, viene Madero! ¡Mírenlos!. . . ¡Todo el
Ayuntamiento!¡ El maestro de escuela con el discurso! ¡ Y
pegados en el lodo!
Y tornó a reir, muy divertido con el bromazo del pantano.
La hilera de coches volvió a verse entre el ramaje. Pareció oírse
un ¡viva! Alargado y bien afirmado por rudos empujones de los
estandartes a lo alto, más, una tanda de latigazosa las mulas.
Luego, la escena quedó cubierta por la cortina del mezquital.
Los dos sujetos se hicieron campo junto a Martín cerca de la
muchacha del diente de oro, entre otras mujeres del pueblo
cuidaban unas cestas. El más grande, cuello de toro, con
barbas de ocho días, vestía de chaqueta de gamuza, sudada
en los altos; sin chaleco, saltaba la barriga en un corte blanco,
como de hueso de mamey; cachiruleando el pantalón de color
plomo, las pernazas redondas como troncos de madera metida
al torno. Sudoroso, no hallaba dónde colgar el sombrero
de soyate, con barbiquejo de correa, de alas acampanadas,
hecho para las tormentas. El compañero era bajito; flaco;
momia pequeña, metida en un pantaloncito de pana amarilla,
raspado en las sentaderas. Ambos llegaban medio borrachos,
muy bajo nivel de las botellas de ponche de granada...
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Católicos domingos de mi tierra
Juan Macedo López
Católicos domingos de mi tierra,
el ánimo paisano vaga y yerra
por tus portales grises y pesados
y en tus crepúsculos anaranjados,
das al viento saludos campaneros
con tus bronces aéreos y parleros,
y en la burgués mañana dominguera,
una turba aseada y rezandera
expurga sus pecados semanarios,
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mientras que los silencios proletarios
se congregan en plazas y jardines
a criticar catrinas y catrines.
Católicos domingos colimotes
tediosos como graves estrambotes,
en tus tardes preñadas de bochorno,
te llenas del sabor de fruta de horno,
de demócratas festines de pozole,
de bolitas de olor y de pinole.
Y tus mujeres envueltas de malicias
regalan a los ojos sus primicias
carnales, sutiles y escarlata,
cuando la banda toca en serenata
dos días a la semana
para asustar la calma provinciana.
Tus mujeres, católicos domingos ciudadanos,
cómo huelen a plátanos manzanos,
a ciruelas y a mangos tropicales,
y sus labios amigos y cordiales,
carnosos como uva,
tienen más dulce que la misma tuba.
Católicos domingos provinciales
tan sonoros de voces monacales,
en las misas de diez para palomos
con asomos de un próximo esponsal,
tienes un sol gritón y sin igual
y eres fuerte, buen sol, y tan humano,
que te imagino un gesto campechano
cuando te vuelcas sobre la ciudad
y haces prodigios de luz en la heredad.
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Y pues te repites todas las semanas
y en las tardes y en todas las mañanas,
eres un mozo de calzón de manta,
que enamora, que riñe y que se encanta
en catar un buen tuxca en la cantina
mientras el arpa llora y desafina,
yo apuro un sorbo de mezcla de olla,
desdoblo un zapateado con mi polla
y silbo de un jalón y como el trote,
ese himno colimote
que tiñe de bermejo al jaripeo
y es un rústico adorno en el jaleo:
el sabroso “Novillo despuntado”
que la musa ranchera ha edificado.
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tesoros
CULTURALES DE COLIMA
La Petatera de
Villa de Álvarez,
los Chayacates
de Ixtlahuacán,
el municipio de
Comala, las Salinas
de Cuyutlán en
Armería, el Teatro
Hidalgo, el Ballet
Folklórico de la
Universidad de
Colima y el Paisaje
de los Volcanes
de Colima fueron
elegidos en una
votación ciudadana
como los 7 Tesoros
del Patrimonio
Cultural de Colima.
Un total de 42
candidaturas
aspiraron a
convertirse en
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a los lugares
seleccionados
y elegidos. El
ejercicio de votación
sirvió, igualmente,
La campaña de
para promover
elección de los 7
la participación
Tesoros de Colima
ciudadana en
fue promovida
procesos culturales
por el Gobierno
con el objetivo
del Estado de
Colima y el Bureau
de difundir en
Internacional de
la entidad los
Capitales Culturales, elementos que
de manera
otorgan identidad
social.
coincidente con
la designación de
Contamos con más
la Entidad como
tesoros que esperan
Capital Americana
ser valorados
de la Cultura 2014.
y promovidos
El objetivo de la
por las y los
campaña, en la que
colimenses. Como
fueron emitidos
ejemplos podemos
23,476 votos, fue
promover y divulgar mencionar: La
Piedra Lisa de
el patrimonio
Colima; las bebidas
cultural del Estado
tradicionales, el
de Colima de una
pan y en general
manera didáctica,
la gastronomía
pedagógica, lúdica
y motivar la visita
colimense; fiestas
como la de
La Candelaria
Tesoro del
Patrimonio Cultural
de la entidad.
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(Tecomán), la
de la Virgen de
Guadalupe (Colima)
y el Señor de la
Expiración (en
Coquimatlán y el
Rancho de Villa en
Colima); la cerámica
prehispánica
colimense (donde
destacan los
magníficos perros
de barro); las ferias
tradicionales como
la De Todos los
Santos; los mariachis
tradicionales y sus
conocidos sones
regionales; el paisaje
de las palmeras y
su cultura; paisajes
naturales como la
cascada de El Salto,
en Minatitlán;
fiestas de profunda
raíz prehispánica
como la Danza
de los Morenos
y Los Paspaques
de Suchitlán; el
famoso Camino
Real de Colima,
que comunicó a la
región con el país y
que cuenta con un
bello son dedicado
a su nombre;
las pastorelas
tradicionales
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que aparecen
en diversas
comunidades del
estado; el trabajo
de las bordadoras
de Zacualpan; la
Catedral Basílica
Menor de Colima;
los puentes
históricos de
Colima; las ruinas
arqueológicas e
incluso hoteles de
interesante historia
como Las Hadas,
en Manzanillo.
En fin, lo
importante de ser
Capital Americana
de la Cultura
durante 2014 es
que los colimenses
volveremos a mirar
lo que somos,
sabiendo que
poseemos mucho
para ser valorados
frente al resto del
mundo.
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EN COLIMA
contamos con
tesoros culturales
como:
La Petatera
una plaza donde la definición
de bien cultural material
e inmaterial se combina.
Los Chayacates
Comala
un pueblo con
profundas resonancias
en la literatura
universal.
una fiesta
producto del
sincretismo del
ritual de fertilidad
indígena y el afán
catequizador de
los conquistadores
hispánicos.
El Teatro
Hidalgo
un teatro centenario
colmado de actividades
artísticas.
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Las Salinas de
Cuyutlán
que combinan
productividad
con métodos
tradicionales.
El Ballet Folklórico
de la Universidad de Colima
de calidad mundial.
Y un paisaje asociado a los
volcanes
de Colima,
con profunda influencia en el cuento,
la poesía, la fotografía, la pintura
y la escultura.
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Manzanillo (1896-1945)
Manuel Velázquez Andrade
M
anzanillo, puerto de altura del Pacífico declarado
como tal desde 1848. Manzanillo, con su amplia y
bien protegida bahía, semirrodeada de pequeñas serranías
y con la laguna o estero de San Pedrito. Con su majestuosa
bocana desde la que se contempla el mar abierto. Mar de
aguas claras, límpidas, tan transparentes que a tres o más
metros de profundidad se ven sus peces bulliciosos exhibir
su colorido y las rocas del Cerro del Vigía.
Manzanillo –1896– con sus quinientos habitantes sin otros
extranjeros que Stoll y Shulte y Mr. Steaden, americano
ferrocarrilero.
Manzanillo, de casas de madera a excepción de las Ruiz
y Sucesores, don Teodoro Padilla y del derruído Palacio
Municipal, víctima de las furias del mar. Con su única calle
de La Laguna, su playa descuidada y sucia, transitable
desde la subida al cerro del Vigía hasta los andenes de la
Estación del Ferrocarril. Casas y oficinas de aspecto vetusto
construídas unas en las partes bajas, frente y cercanas al
muelle y otras frente a la Laguna de Cuyutlán de aguas
pestilentes, amarillosas, habitadas por caimanes y una clase
de peces incomibles; casas esparcidas aquí y allá en las faldas
del cerro, sin trepar muchas a sus alturas.
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La vida y ocupaciones de sus habitantes transcurría en medio
de la escasez de un trabajo constante y la monotonía del
ardoroso clima, en la lucha diaria contra el paludismo, la
malaria, la fiebre amarilla con casos esporádicos, las fiebres
intestinales y las de origen amibáceo. A las 14 o 15 horas en
ciertos meses del año, nubes de mosquitos producían sobre
una zona construida sombras de amplias superficie que
parecían ondular de un lado a otro, y en efecto, se movían
aquellas masas de mosquitos proviniendo en su mayoría
del estero de San Pedrito y de la Laguna de Cuyutlán. Sin
embargo, ¡con cuánto cariño te recuerdo, Manzanillo! ¡Cómo
gozo al ver surgir en mi imaginación la escuelita en donde
inicié mis primeros pasos en la ruta del magisterio primario,
escuelita en cuyo pequeño patio de los recreos crecía un
árbol tamarindo y debajo de su ramaje se gozaba de un poco
de frescura y de protección de los rayos de un sol siempre
calcinante!
Manzanillo, a pesar de ser puerto de altura, en aquel
entonces vivía en aislamiento por largos períodos, no
solamente del extranjero sino de la ciudad de Colima misma.
El ferrocarril de vía angosta, inaugurado el 16 de septiembre
de 1889, tenía una guía de tres viajes por semana en tiempos
favorables cuando las lluvias no deslavaban trechos de vía o
el río de Armería no arrastraba con parte del puente de su
mismo nombre o se llevaba veintenas de metros de rieles en
algunos lugares. Ese simpático ferrocarril con su locomotora
de leña, de caminar a 20 o 25 kilómetros por hora, que
encendía su caldera a las cuatro de la mañana, partía de la
Estación de Colima a las ocho y llegaba a Manzanillo entre
las doce y trece horas para regresar del puerto a las catorce
y estar de vuelta en su punto de partida a las dieciocho: más
frecuentemente a las veinte o al otro día por la mañana.
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La población de Manzanillo carecía de agua potable; nos
moríamos de sed hiperbólicamente dicho y paradójicamente
considerado–, estábamos rodeados en agua: el mar, la Laguna
de Cuyutlán, el estero o laguna de San Pedrito. Antes de llegar
a la playita de la Punta de Campos había unos baños de agua
que se filtraba de la Laguna de Cuyutlán, agua semidulce
pero buena para que hirviese el jabón. Bañitos de enramada
sin ninguna comodidad, pero al fin se podía limpiar uno el
cuerpo. Mi baño favorito era en el mar. Todas las mañanas lo
hacía solo, pues las olas llegaban hasta la que fuera cocina de
la casa del Director de la escuela y por las tardes lo repetía en
compañía de alguno de mis alumnos.
El único depósito de agua potable para beber era el “aljibe”
de la Casa Ruiz y Sucs, enorme depósito que ocupaba todo
un patio rodeado por las habitaciones y un corredor que
se llenaba con el agua de las lluvias. Un botellón de litro
y medio o dos –escapa a mi recuerdo el volumen– costaba
“un real”, doce centavos. La gente pobre se preveía de agua
dulce a la llegada del tren a la Estación. Con su cántaro o
bote se apiñaba la demanda frente al depósito de agua de
la máquina y el “pasa leña” regalaba la que sobraba del
viaje, pues era agua dulce puesta de alguno de los tinacos
proveedores instalados a lo largo de la vía. En Manzanillo era
repuesta con agua inservible para usos domésticos.
La existencia de familias solamente se contaba entre los
trabajadores del mar, el ferrocarril, y entre los pocos artesanos
y pequeños comerciantes. La sociedad de Manzanillo la
constituían dos clases: la de trabajo de carga y descarga de los
buques y la de empleados: del ferrocarril, del Estado, de la
Aduana, Correo y Telégrafo, la Inspección Sanitaria, la de las
Casas consignatarias y de despacho aduanal, que se ocupaban
de tramitar la entrada y salida de mercancías del extranjero y
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de los productos nacionales. La mayoría de los empleados de
la Aduana, del Ferrocarril, de la Federación, del Comercio y
del Estado, éramos solteros y para más, jóvenes.
Se reunía diariamente un grupo al salir de las oficinas a
“tomar la copa” –el que esto escribe lo hacía por excepción–en
las tiendas –cantinas de don José Sánchez– padre –pero nos
despachaba a veces el hijo que llevó su mismo nombre y en
la de don Teodoro Padilla. Nos uníamos para la celebración
de festejos cívicos, bailes sociales, días de campo, días de
santo y en la misa dominguera, a la que concurríamos como
espectadores y no como creyentes. Las críticas y hablillas
hirientes las hacíamos todos, unos a otros pero había dos
personas, un señor y una señora, a quienes todos temíamos
porque nada ni idea escapaba a su lengua venenosa: doña R.
llevaba la primacía y la seguía un señor Tesorero Municipal
de acendrado fervor religioso. Amores y amoríos, engaños
matrimoniales, inventivas calumnias, eran la materia prima
de esa chismografía que no deja trabajar en paz y amarga
carácter por más franciscano que se tenga.
El ambiente social de Manzanillo, la convivencia espiritual en
1896, tenía sinsabores, suspicacias, antipatías disimuladas.
Chocaban la actitud provinciana con la actitud desenvuelta
de los que llegaban del “interior” o de los extraños de otros
lugares de la costa del Pacífico, actitud más cosmopolita en
las costumbres y criterio de apreciación de vicios o virtudes.
Los maestros teníamos que ser el espejo de la buena
conducta, de la ejemplaridad austera de un apostolado laico,
no obstante que algunos jefes de familia de lo que menos
podrían ser ejemplo era de espíritu cristiano y de ética social.
En Manzanillo nada estaba oculto, era lo que en México
decimos de los pueblos pequeños en materia de relaciones
sociales: “una gran casa de vecindad”.
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A pesar de tal el ambiente social, de clima moral semejante,
cuando en 1898 el Gobierno del Estado me cambió a la
ciudad de Colima como un ascenso, experimenté desolación
y honda pesadumbre al tener que abandonar Manzanillo.
Allí sufrí y gocé. Tuve amigos y pugnadores. En medio
de aquél aislamiento, de aquella lucha diaria contra las
enfermedades, las satisfacciones placenteras eran mayores.
Nunca faltaron los momentos de solaz, de esparcimiento. Los
días de campo pasados en la playita de la Punta del Cerro de
Cuyutlán, a la playa de Santiago yendo por mar o tierra, a
Punta de Campos donde Mr. Steaden poseía un rancho con
una gran plantación de piñatas; ascensos al cerro del Vigía a
contemplar la inmensidad del Océano Pacífico o ver arribar
un buque; excursiones de remo dentro y fuera de la bahía en
botes facilitados por la Aduana o la “Casa de Vogel”; bailes
periódicos con motivo de festejos cívicos; visitas a los buques,
pescas nocturnas fuera de la bahía y otros entretenimientos
que hacían la vida más llevadera.
Volví a Manzanillo después de 29 años de ausencia.
Su aspecto geográfico había cambiado un poco. Empezaba
a estar a la altura de la civilización. Su población era ya
numerosa. Sus actividades marítimas y comerciales eran
múltiples. Muy pocas de las personas que conocí y cultivé
amistad sobrevivían. Me sentí extraño, como si jamás hubiese
estado allí. Me vi solo. Un tumulto de recuerdos asaltó a mi
mente. ¿Dónde estaba el Manzanillo de mi juventud? ¿Qué
se habían hecho mis discípulos? Solamente me encontré el
local de la vieja y muy amada escuelita con su verde tamarindo
en el patio de los recreos. ¿Y los efectos? ¿Los sinsabores?
Emigraron como yo lo hice y no volverán como no volverá
mi juventud. ¡Qué piadoso es el olvido!
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Amor
Carlos G. Govea
¿Es misterio el amor? ¿Es fuego santo
que enciende el alma y que jamás responde?
¿Es lágrima vertida por el llanto
que en el altar del corazón se esconde?
¿Amor es ilusión?, ¿es dicha ufana
que en la existencia juvenil estalla?
¿es una flor que nace en la mañana
y al declinar la tarde se desmaya?
¿Es el iris que brilla en lontananza
cuando el furor de la tormenta azota?
¿es signo de consuelo? ¿es esperanza
y suave arpegio que en el éter flota?
¿Es santuario el amor? ¿es la cadencia
que tanto arrulla al corazón opreso?
¿es la savia que nutre la existencia
y une las almas con su ardiente beso?
Decidme, pues, lo que el amor encierra
cuando del estro arranca su concento;
no comprendo lo que es y está en la tierra
y acá en el fondo de mi ser lo siento.
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EN COLIMA
la infraestructura
brinda un soporte real
a los variados intereses culturales y artísticos de la sociedad.
No hemos concluido, pero estamos logrando nuevas obras
y consolidando las existentes.
Un ejemplo de la continuidad del trabajo lo ofrece el
Teatro Hidalgo, que desde su
remodelación se convirtió en un
referente
indispensable de la actividad artística de la
entidad, con una nutrida agenda de eventos durante el año,
en su gran mayoría totalmente gratuitos.
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infraestructura
CULTURAL
En los últimos
años en Colima
se fortaleció la
infraestructura
dedicada al
desarrollo cultural y
artístico, facilitando
el acceso de la
sociedad a la oferta
que de manera
gratuita ofrece
la Secretaría de
Cultura. Entre
muchas otras
obras se pueden
mencionar las
siguientes: la
construcción de la
Casa de la Cultura
de Armería; la
remodelación y
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revitalización del
Teatro Hidalgo; la
remodelación del
Teatro al Aire Libre
“Jesús Hernández”
de Casa de la
Cultura de Colima;
la construcción y
equipamiento del
Museo de Ciencia
y Tecnología
“Xoloitzcuintle”;
la construcción
del Estudio
Interactivo de
Radio y Televisión
“Comunicarte”;
la remodelación
del Edificio de
Talleres de Artes y
Artesanías en Casa
de la Cultura de
Colima, que incluye
un anexo para
talleres especiales
dedicados a
personas con
discapacidad; la
remodelación de la
Sala Alberto Isaac;
la construcción de
la Librería Miguel
de la Madrid del
Fondo de Cultura
Económica; la
Galería y Sala
Virtual en Casa
de la Cultura de
Colima; cuatro
Centros de Cultura
Escrita, dedicados
al fomento a
la lectura; la
construcción del
Teatro del Pueblo
en Villa de Álvarez;
la remodelación
del edificio del
Archivo Histórico
del Gobierno
del Estado; la
construcción de los
centros culturales
Balbino Dávalos
y Daniel Cosío
Villegas, en la zona
oriente de Colima;
la construcción del
Centro Cultural
Salagua,
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en Manzanillo;
la remodelación
del centro
cultural situado
en Quesería,
Cuauhtémoc; la
creación de la
Sala Museográfica
del Petroglifo, en
Cuauhtémoc; la
adquisición de
un equipamiento
completo para
el audio de
eventos masivos
y la adquisición,
también, de
una pantalla
gigante para
proyecciones de
cine en exteriores,
entre muchas
otras acciones de
fortalecimiento de
la infraestructura
cultural del estado.
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Para 2014 están
considerados
nuevos centros
de cultura escrita,
la creación de un
museo arqueológico
en Manzanillo,
la construcción
de un foro de
usos múltiples
en Minatitlán, la
remodelación del
Teatro de Casa
de la Cultura y la
remodelación de
salas museográficas
diversas.
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Cárdenas a caballo
Juán Macedo López
E
stábamos bajo el tinaco del agua. Un sol duro mordía
nuestras espaldas. El acre olor del chapopote entraba,
con un golpe silencioso, a los pulmones. El llano de El
Peregrino, con su sombra de cuadros que parecían agitarse
en pequeñas olas y que bajaba de los eucaliptos, se extendía
inclemente hacia el sur y los sabinos que daban un hálito
de frescura en el camino al Alpuyeque, era una mancha de
verdura que nos traía retazos de imágenes del paraíso de San
Antonio. Ramón Muraña haciendo de su mano una visera,
murmuró alegremente: ahí viene el tren de los cañones. Los
veíamos, desde lejos, con sus bocas apuntadas hacia nosotros.
Luego pasaron frente al grupo. Estaban pintados de gris y
eran diez o doce. Soldados yaquis los custodiaban. Cuando
el convoy se detuvo situándose la locomotora a la altura del
primer jardinillo de la estación, quisimos subir a los carros
para palpar los monstruos adormilados que parecían tener
un aire pacífico y amistoso. Pero los yaquis, en su idioma
cahita gritaron algo y su mirada detuvo nuestro ímpetu. Uno
de ellos descendió de la plataforma y nos empujó fuera de
la vía, mientras sus compañeros contemplaban la escena
impasibles.
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Impacientes, nos retiramos al interior del edificio de la
terminal en donde la silenciosa multitud contemplaba la
batería. En el parque Hidalgo, convertido en campamento,
los yaquis descansaban o dormían ante los pabellones de
los máuseres. Imponían por su elevada estatura, su rostro
de piedra y su dialecto musical. Borrachos eran temibles y a
veces no atendían a sus propios oficiales.
Volvíamos a conocer la guerra de cerca. En nuestra infancia,
desfilaron ante nuestro aturdimiento las huestes destructoras
de Pedro Zamora y el Indio Alonso y un día vimos, como
trágico racimo, pendiente de la rama de una higuera sobre
el camino a Coquimatlán, próximo a El Manchón, el cuerpo
de Cipriano Corona, uno de tantos caudillos que la violencia
de la guerra civil produjo, como fruto natural de la sangre
vertida en Colima. Cuando la rebelión delahuertista llegó
a nuestra ciudad, un inquieto profesor que prestaba sus
servicios en Cuauhtémoc, bajó a la capital del Estado y reclutó
un batallón o dos, tal vez, de voluntarios, especialmente de
gente de puño y garra, el maestro mezclado tan directamente
en las andanzas revolucionarias, huyó a los Estados Unidos
y acabó sus días en Sinaloa, después de ocupar puestos
públicos de alguna importancia.
Nuestras vivencias de aquellos días de zozobra en los viejos
y de aventuras milagrosas en los niños, se centran en aquel
joven general a quien auroleaban la derrota, la valentía y
la generosidad: Lázaro Cárdenas, prisionero en las fuerzas
delahuertistas tras la batalla de Verdiá, librada entre los
rebeldes al mando del general Rafael Buelna, el Granito
de Oro de la revolución en el noroeste y el ejército federal.
Vencidas las tropas que comandaba Cárdenas y muerto su
segundo, el autlanense y profesor Paulino Navarro, Buelna
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remitió a su prisionero –ambos llevaron siempre ejemplar
amistad– a Guadalajara y luego a Colima.
El corazón del general Cárdenas y su idilio figuró, por
esos días, en las hablillas de todo Colima. Ella era alta, de
armoniosas curvas, melena oscura que contrastaba con el
blanco mate del hermoso rostro en el que esplendía la luz
arrebatadora de dos ojos oscuros. Dicen que la bella rechazó
la petición de mano de Cárdenas y con ella el destino de
primera dama de la República.
Todas las tardes, el michoacano paseaba a caballo y al
pasar bajo los balcones del Hotel Carabanchel, el trote del
cuadrúpedo era acortado por la rienda en manos del jinete.
Luego, el general seguía imperturbable su lento paseo
vesperal.
Venida a menos la familia de la bella muchacha, cuando
Cárdenas llegó a la presidencia, sabedor de que quien no
había aceptado ser su esposa trabajaba en la Secretaría de
Hacienda, ordenó mejorar su empleo burocrático.
No pudimos tener de 1934 a 1940 una colimense como
primera dama del país. Un día del año 1933 volvimos a
encontrar al general Lázaro Cárdenas, en los salones del
Palacio de Gobierno como visitante y luego lo acompañamos
a una corrida campestre por Suchitlán y Cofradía. Había
perdido su esbeltez, pero su cuerpo, vigoroso, aún resistía
pesadas fatigas.
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Al Volcán de Colima
Genaro Hernández Corona
Oh, coloso inmortal, yo te saludo;
símbolo inmenso de la tierra mía,
egregia es tu figura, y a porfía
del pueblo colimense eres su escudo.
Tú tienes feroz fuerza en tus entrañas,
antiguo y gran guardián del pueblo mío;
soberbia es tu silueta en desafío
de embates y de insidias nada extrañas.
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Titán inmenso de nieves coronado,
como pasión candente es nuestro afán:
¡Tú, jamás serás de aquí alejado!
Tu progenie y estirpe es de Colima;
auténticamente, así eres proclamado,
y así los siglos venideros te verán.
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El Tigre
Gregorio Torres Quintero
I
C
erca de la desembocadura de río de a Armería, en su
margen izquierda, se levantan en grupo desordenado
cinco o seis jacales deformes y chaparros, que cobijan bajo
sus techos de palapa (hojas de palma) a otras tantas familias
de pescadores. Flanquean este pequeño caserío, por un lado,
el río, y por el otro, hermosos campos de maíz y de hortaliza.
Por el techo de los jacales y por las cercas trepan guías de
calabaza, entrelazándose y mostrando al sol sus grandes
hojas, sus flores amarillas campanuladas y los dulces frutos
brillantes y redondos.
Confundidos en los rincones o recargados en las paredes, se
ven arpones y azadas, solapones (especie de arpón de dos
y aún de tres puntas), anzuelos y machetes, y colgadas de
los tejabanes o extendidos en el suelo, las grandes atarrayas,
asoleándose, protegidas de la furia del viento por el peso de
sus plomadas.
Animan aquel cuadro algunos chiquillos juguetones; asnos
rebuznando, perros que siguen a los chicos, gallinas que
se espantan y abandonan sus baños de arena húmeda,
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espolvoreada con las alas; loros y guacamayas que hacen
piruetas en sus anillos, parloteando sin cesar, y patos que,
bamboleándose como ebrios, se arrojan pesadamente en las
aguas del río.
Allá, debajo de una enramada, descansando o perdiendo
el tiempo, se hallan algunos pescadores. Hay allí grandes
hamacas, pendientes de las latillas del techo, moviéndose en
gratísimo vaivén. Sobre una cama de carrizos, formadas en
fila, se ven jícaras labradas con extraño primor encerrando
la espumosa tuba (jugo de palma fermentado, extraído de las
yemas florales); y en aquella atmósfera cargada con los aromas
de la playa, deja volar de cuando en cuando sus argentinos
acordes una guitarrilla de cinco cuerdas acompañando los
versos picarescos de los sones.
¡No le mermes, compare, échale letra!, decía al guitarrero un
negro de cabellos canos, semidesnudo.
El aludido se arriscó el sombrero, preludió un son y cantó
con atiplada voz:
Si tu mamá te dice
“cierra la puerta”
haz como que obedeces,
mi vida,
déjala abierta.
Déjala abierta, sí,
Cielito lindo.
Te esperaré debajo,
mi vida,
del tamarindo.
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—¡Hombre! Ora que has mentao eso, se me pone en la
mollera ir a los tamarindos, ¿Qué dices, D. Galiana?
—Que sí, y en inter tú vas, nosotros iremos a pescar, y después
cambiamos pescao por tamarindos.
—Ajá… ¡Cleojas! –gritó. ¿No oyes? Mañana me voy a los
tamarindos: ¡hazme el bastimento!
Al grito, asomó una mujer por un agujero su rostro sudoroso
y trigueño.
—Mira, Pijanio no quero que vayas, por que el Cuate me
platicó que había Tíguere.
—¡Cállate tú, mujer, no e metas en mis aiciones!, dijo
orgullosamente el costeño.
Cleofas, escondió la cara.
Epifanio bebió una jícara de tuba, se encaró con el guitarrero,
y siguió cantando por su cuenta el tamarindo.
II
Aún no se disipaban las sombras de la noche ante la claridad
que iba invadiendo el cielo, y ya Epifanio, acompañado de
cinco perros, se dirigía al bosque de los tamarindos. Llevaba
sus pasos por la orilla del río, dejando hondas huellas en
la arena. Cargaba un huacal en la espalda, y del hombro
izquierdo pendía el gran machete pando, afilado con mucho
esmero la noche anterior.
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El bosque de los tamarindos está situado a la derecha del río;
por eso, teniendo que atravesar este último, Epifanio llevaba
los calzones altamente remangados, dejando al descubierto
sus piernas trigueñas, de poderosa musculatura. Buscó el
sitio en que el río corre en cauce más ancho, y, echando sus
perros por delante, comenzó a vadear la corriente, no sin
temor, a causa de los caimanes que se encuentran allí muy a
menudo. En la orilla los perros se revolcaron en la arena y
siguieron el camino, volubles y juguetones.
Algún tiempo después, llegaron al tamarindal. Este bosque,
plantado por la naturaleza, está formado por sólo tamarindos,
árboles gigantes que unen y entrelazan sus ramas provocando
en ciertos sitios a mayor obscuridad. Cuando están en flor,
corre allí en ondas de la brisa marina un aroma de paraíso;
los pies encuentran suavísima alfombra en la capa de flores
caídas; los ojos hallan grata visión, y el cuerpo, dulce frescura
debajo de aquel techo tejido con hojas y flores. Cuando ya los
frutos están en sazón, hay la misma frescura, suave alfombra
formada con hojas menudas, pero en lugar de flores, cuelgas
de las ramillas millones de legumbres de sabor delicado,
y el bosque, verdeobscuro, adquiere aspecto imponente,
como el de la ancianidad, y es que cuando se la mira en flor,
representa la juventud, llena de aromas, cuando muestra el
fruto en sus ramas, parece que nos dice: “He cumplido con
la ley; dejo numerosa posteridad”.
Epifanio entró en el bosque: buscó el árbol de mejor acceso,
con ramas delgadas y largas, para sacudirlas más fácilmente
y hacer que sin gran esfuerzo el fruto cayese al suelo. Dejó
machete y huacal a un lado e hizo una lumbrada con ramas
secas para calentar su almuerzo.
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Hallábase en esta grata operación, cuando sus perros se
levantaron repentinamente, ladrando y corriendo. Epifanio,
asombrado, los siguió con la vista, ¡y cuál no sería su miedo
al ver que el agente de aquella alarma era un tigre!
El pescador olvidó el machete y no pensó más que en salvarse.
De un solo brinco llegó al tronco del árbol y comenzó a trepar.
Más ¡oh piernas perezosas, oh brazos trémulos!
¿Por qué no obedecéis al deseo?
Ya el tigre llegaba y Epifanio aún no subía lo necesario para
escapar de sus garras. Logró por fin coger con su mano
impaciente un gajo lateral, de los dos en que el tronco
se dividía, y balanceándose en el aire, subió las piernas
trabándose con ellas. En esta postura se hallaba cuando llegó
el tigre. Pegaba la fiera el sanguinario hocico en el suelo,
haciéndole estremecer con sus bramidos. Si Epifanio caía,
sería devorado sin piedad. El tigre dio un salto tremendo,
crujieron sus huesos, y el pescador sintió en la cara el cálido
aliento de la fiera. Sentía también que se le agolpaba la sangre
en la cabeza y que sus ojos se cerraban. Apretaba las piernas
y los dedos nerviosa y convulsivamente; hizo un esfuerzo
supremo, se meció, tomó impulso, dio medio molinete y al
fin quedó montado en la rama.
El tigre rugió con furor. Los perros ladraban. Los ojos
fosforescentes de aquél se fijaron en los espantados de
Epifanio, que sintió desvanecimientos. El animal se dirigió
al tronco de un salto. ¿Subiría? No: el tronco era demasiado
delgado para eso. Ante esta imposibilidad, el tigre se abrazó
de él y comenzó a darle sacudidas tales, que el fruto comenzó
a caer. Luego pegando el hocico ya en el suelo, ya que el
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tronco, rugía con el mayor enojo. Hundió sus garras en el
suelo y comenzó a escarbar, como los toros furiosos, dando
vueltas al alrrededor del árbol, como queriendo derribarlo.
Los perros le ladraban sin cesar. Algunos se atrevían a
morderlo; pero apenas le hincaban el diente, huían.
Así pasaron algunos minutos de la mayor angustia para
Epifanio. En el tigre se repetían terribles accesos de furor;
rugía, y sus rugidos eran semejantes a esos truenos sordos y
prolongados que lleva el eco de la tempestad al ascender de
los profundos valles.
Desparramó los tizones, las brasas, el bastimento: deshizo
el huacal, arrojando a lo lejos las sueltas varillas, y destrozó
el sombrero del pescador con sus garras y sus dientes, como
hubiera destrozado al propietario.
Luego fijó y clavó sus ojos en Epifanio; permaneció así largo
tiempo, y como sumido en sueño hipnótico, se quedó como
estatua, inmóvil, resuelto a que el pescador bajara.
Pero los perros, engañados por aquella inmovilidad, seguían
acosándolo más atrevidos que nunca. Uno, el más pequeño,
se le encaró valerosamente, lanzándole las más negras
injurias en el oído. El tigre lo cogió con una mano, casi con
cariño, y con la mayor tranquilidad se sentó en él. Pero lo que
más acabó de horrorizar a Epifanio, fue lo que hizo con otro
perro llamado Sultán; el tigre le pasó su armada garra desde
la cabeza hasta la cola, hundiéndole las uñas, y llevándose en
cada una de ellas una correa de la piel viva del pobre animal.
El sultán quedó tinto en sangre, aulló dolorosamente y huyó
perdiéndose en la espesura del bosque.
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III
Ya era casi de noche. Sombras muy densas comenzaban a
plegarse de tronco en tronco y de rama en rama. En medio
de aquella obscuridad, tanto más negra cuanto el bosque
era más espeso, los ojos del tigre, semejante a las luces de
una luciérnaga, agujereaban la sombra, destacándose con
espantosa intensidad.
¡Pero qué gusto dio a Epifanio observar que aquellos ojos se
alejaban, perdiéndose poco a poco, apagándose como dos
ascuas en el abandonado hogar, y ocultándose por fin en la
profundidad de las tinieblas!
Epifanio bajó y se alejó también silenciosamente como un
fantasma.
Al llegar al río se encontró con un grupo amigo. Eran los
demás pescadores que venían en su auxilio, todos armados y
temerosos de alguna desgracia.
¿Quién les había dicho que Epifanio peligraba?
El fiel Sultán, el pobre herido, el único de los perros que
sobrevivió. Los otros, más fieles aún, habían muerto como
buenos en el bosque de los tamarindos. Sus huesos todavía
blanquean al suave rayo del crepúsculo que durante el día
reina en aquellas augustas soledades.
¡Paz a sus restos!
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Labio sediento
José G. Alcaraz
Hay un frágil anhelo indescifrable
en el vuelo impreciso de mi vida;
es una sed extraña e insaciable,
que llevo en mis entrañas escondida.
Busco algo que palpite con mi encanto
y espero sin saber lo que presiento;
hay un grave dolor en todo llanto
y una hoguera sin fuego en el sediento. . .
Si tú me dieras el cántaro simbólico
que a mi lado endulzara su agonía,
llorara en risas mi dolor neurótico
y riera en lágrimas toda mi alegría.
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el IMPULSO a la
creatividad
audiovisual
EN COLIMA
En Colima, desde
2007 a la fecha
se intensificó el
esfuerzo dedicado
a la creatividad
audiovisual,
mediante el diseño e
impulso de distintas
colecciones de
videos documentales
producidos por
la Secretaría
de Cultura. Al
respecto, destacan
las colecciones
“Voces de la
cultura colimense”
y “Tradiciones
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colimotas”, que
realizaron una
incursión por las
distintas expresiones
de la cultura
local, expresada
en creadores
individuales y rasgos
comunitarios.
En 2012, se realizó
por primera vez un
proyecto largamente
anhelado: el
Festival Colima de
Cine, en el cual se
exhibieron doce
películas mexicanas
de estreno y se contó
con la presencia de
actores, directores,
cinefotógrafos y
otros especialistas
que formaron parte
de los equipos de
filmación de las
cintas proyectadas,
quienes charlaron
con el público
que abarrotó las
salas. Este festival
fue totalmente
gratuito para el
público asistente,
de forma coherente
con la filosofía de
accesibilidad a la
cultura en Colima.
También en 2012
se logró una exitosa
convocatoria a un
certamen nacional
de cortometrajes
de ficción, llamado
“Colima en
corto”, que alentó
la creatividad
local y atrajo las
miradas de talentos
nacionales a la
entidad.
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En 2013, fueron
celebrados de
nuevo el festival y el
certamen, con una
intensa participación
y un mayor éxito.
Además, se amplió
la capacidad de
asistencia social a las
funciones mediante
proyecciones de
algunas películas
y cortometrajes
seleccionados del
certamen en los
diez municipios de
la entidad, gracias
a la adquisición
de una pantalla
itinerante que
conserva la calidad
de imagen y sonido
en exteriores.
Un esfuerzo
adicional es la
construcción e
inauguración, a
finales de 2013,
de un Estudio
Interactivo
de Radio y
Televisión, llamado
“Comunicarte”,
ubicado en el
Parque de la Piedra
Lisa de Colima,
donde se estimulará
la creatividad
audiovisual de niñas
y niños colimenses.
El estudio ya
está recibiendo
exitosamente a
decenas de nuevas y
nuevos creadores.
EN COLIMA
festival de cine que brinda funciones
celebramos un
de calidad totalmente gratuitas.
Contamos con una pantalla itinerante que ofrece
funciones de cine gratuito en los 10 municipios del estado.
Tenemos un
certamen nacional de cortometrajes,
muy exitoso, llamado “Colima en corto”.
Colima es una de las pocas entidades donde existe un
estudio de radio y televisión
dedicado a niñas y niños.
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Los compiladores usaron como referencias: “Lecturas de Colima” publicado
por el INEA en 1988; “Colima en letras”, editado por el sello “Libros del
rincón, SEP” / Gobierno del Estado de Colima a través de su Secretaría
de Educación en el año 2000; “Antología poética colimense” de Rigoberto
López Rivera publicada por la Universidad de Colima / Ayuntamiento de
Colima en 1991; “Colima”, Edición Especial, Artes de México; “Colima en
el espacio, en el tiempo y en la vida”, de Miguel Galindo, Club del libro
colimense, 1963; “Las ofrendas”, de Balbino Dávalos. Gobierno del Estado
de Colima / Instituto Nacional de Bellas Artes, 1987; “Cuentos colimotes”,
de Gregorio Torres Quintero. Gobierno del Estado de Colima / Secretaría
de Cultura / CONACULTA, 1997; “Agustín Santa Cruz. Obra Reunida”. Ada
Aurora Sánchez Peña y Marco Jáuregui. Primera edición 2008. Universidad
de Colima.
Las fotografías que ilustran esta publicación forman parte del acervo
conformado a partir de los Concursos de Fotografía Antigua convocados
por la Secretaría de Cultura de Colima.
Portada
Huerta San Miguel en Colima, 1915.
Propietario de la fotografía: Jorge Eduardo Ramírez Cárdenas.
Pág. 21
En el Rincón del Limón con motivo del cumpleaños de la Sra. Martha
Pimentel Llerenas, la acompaña su esposo Serafín Téllez Cobián y
familiares de ambos, 1934.
Propietario de la fotografía: Jesús E. Jiménez Pimentel.
Pág. 43
El Obispo Ignacio de Alva y el Padre Miguel Sánchez con catequistas y
alumnos a un costado de la iglesia de El Refugio, 1949.
Propietario de la fotografía: Armando Zaizar Soto.
Pág.63
Volcanes de Colima, 1943.
Propietaria de la fotografía: Iris Paola Carrillo Blanco.
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Autores
Ricardo Guzmán Nava. Fue maestro, político y escritor. Fue presidente
municipal de Colima en 1955 y Secretario de Educación Pública del
Estado. Fue diputado local y diputado federal, así como rector de la
Universidad de Colima.
Miguel Galindo. Médico, escritor, funcionario público, promotor cultural
y poeta, escribió una ponencia: “Colima en el espacio, en el tiempo y en la
vida”, para ser leída en una sesión de la Sociedad Mexicana de Geografía
y Estadística en 1928. De ella, extraemos algunos párrafos que revelan su
sensibilidad literaria, su erudición y su amor por esta tierra.
Francisco Díaz Corona. Nació en El Chante, Jalisco, el 3 de septiembre
de 1935, y falleció en Guadalajara el 15 de agosto de 1998. Estudió en
el Seminario de Colima y en el de Montezuma, Estados Unidos; se ordenó
sacerdote en 1961. Fue profesor de latín y literatura, capellán y vicario en
Manzanillo y en barrios suburbanos de la Ciudad de México.
Gregorio Torres Quintero. Nació en Colima el 25 de mayo de 1866.
Maestro de prestigio nacional, escritor y político. Fue creador del famoso
método onomatopéyico para la enseñanza de la lectura y escritura, y
protagonista de brillantes debates sobre el futuro pedagógico del país.
Entre sus libros se encuentran las “Leyendas aztecas” y los bellísimos
“Cuentos colimotes”, donde se combina la descripción geográfica y
urbana, con la narrativa, el rescate legendario y la poesía.
Balbino Dávalos. Nació en Colima en 1886. Fue periodista, traductor,
diplomático y rector de la Universidad Nacional. Miembro de las más
prestigiadas academias y sociedades científicas de su época. Publicó
poesía, traducciones y ensayo literario. Durante años fue olvidado, por los
colimenses, quizá porque los mejores frutos de su talento conocieron la luz
en otros ámbitos, lejos de su adorada costa nativa.
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Basilio Vadillo. Fue un educador, político, orador, diplomático y
funcionario público, creador de la Escuela Normal Mixta en Colima y
fundador de la inspección o supervisión escolar. Participó en las huestes
revolucionarias de Álvaro Obregón como publicista. En Colima, creó el
periódico El Baluarte y la Casa del Obrero Mundial.
Juan Macedo López. Fue narrador, periodista, profesor normalista y
promotor cultural; fundador del Teatro Universitario, el Taller de Artes
Plásticas, las Misiones Culturales y la Escuela de Danza en la Universidad
de Colima. Colaborador de Ecos de la Costa, Letras de Sinaloa, Noroeste,
Diario de Culiacán y El Norte de Culiacán.
Manuel Velázquez Andrade. Educador y revolucionario en las filas
constitucionalistas. Nacido en San Gabriel, Jalisco, pero radicado desde
muy niño en Colima y después en la ciudad de México. Dedicó varios
de sus esfuerzos a la educación física, una disciplina entonces muy joven,
sobre la que escribió varios libros y que él mismo estudió en Estados
Unidos, Suecia y Francia.
Carlos G. Govea. Abogado. Fundador de la Sociedad Lírica “Manuel M.
Flores”. Gran parte de sus trabajos literarios se encuentran publicados en
el órgano de difusión de esa agrupación “La Musa de las Palmas”.
Genaro Hernández Corona. Profesor normalista e historiador. Fue director
de la Escuela Normal de Maestros y secretario de la Dirección General
de Educación Pública en el Estado. Entre sus obras se encuentran: “San
Felipe de Jesús en la Historia de Colima”, “Gregorio Torres Quintero. Su
vida y su obra” y “María del Refugio Morales, la poetisa colimense”.
José G. Alcaraz. Se desconoce lugar y fecha de nacimiento, pero murió
muy joven en Comala en 1933. Profesor, periodista y poeta muy querido.
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Nota aclaratoria al Primer Volumen del Volcán a la Mar.
1. Los fragmentos del texto sobre la Conquista de Colima, autoría del
maestro Ernesto Terríquez Sámano, fueron extraídos del “Atlas Histórico
y Cultural de Colima”.
2. En la ficha biográfica de Felipe Sevilla del Río se afirma que éste fue
autor de “La paleografía de la ya famosa `Relación sumaria de Lebrón
de Quiñones´”. Sin embargo, cabe hacer la precisión que este trabajo fue
realizado por el propio Ernesto Terríquez Sámano, mientras que Felipe
Sevilla del Río realizó el rescate y paleografía de “La probanza de Colima”,
texto sobre la defensa que hizo el Cabildo de Colima sobre la prohibición
virreinal de arrasar con las plantaciones de coco en el territorio.
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Índice
9
Romance de mi tierra
Ricardo Guzmán Nava
19
De la región y el ser colimense
Miguel Galindo
20
La Mesopotamia de América
o casi la cuna de la humanidad
Miguel Galindo
21
Un día saldremos todos
Francisco Díaz Corona
23
El Gentil
Gregorio Torres Quintero
32
Frente al mar
Balbino Dávalos
35
El campanario
Fragmento
Basilio Vadillo
43
Católicos domingos de mi tierra
Juan Macedo López
51
Manzanillo (1896-1945)
Manuel Velázquez Andrade
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56Amor
Carlos G. Govea
60
Cárdenas a caballo
Juán Macedo López
63
Al Volcán de Colima
Genaro Hernández Corona
65
El Tigre
Gregorio Torres Quintero
72
Labio sediento
José G. Alcaraz
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Del volcán a la mar III.
Capital Americana de la Cultura 2014
Selección de textos y edición:
Rubén Pérez Anguiano, Esaú Hernández Vargas, Victor Uribe Clarín.
se terminó de imprimir en noviembre de 2014
con un tiraje de 40,000 ejemplares.
Diseño: Liliana Ivette Amezcua Fletes
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