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La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia, un viaje con
la Iglesia sometida a persecución y sufrimiento
Regina Lynch
Directora de Proyectos Internacionales de Ayuda a la Iglesia Necesitada
Introducción
Nací y crecí en Irlanda del Norte, un país que, como es bien sabido, ha estado marcado por la violencia, en
particular durante las décadas de los años setenta y los ochenta. Alguien podrá decir que las causas de esta
violencia eran más políticas o étnicas que religiosas, pero el hecho es que lo que importaba en la vida diaria
era si uno era protestante o católico. Yo vivía en una zona rural, donde había mucha menos violencia en
comparación con Belfast o Derry, pero eso no significaba que los crímenes cometidos contra ambos lados de
la línea divisoria fueran menos brutales. Cuando tenía diecisiete años, un grupo terrorista protestante mató
a tiros a los padres de una de mis compañeras de clase —Patricia-Mary Devlin— una tarde al regresar a casa
del trabajo en su coche. Patricia-Mary iba en el coche con ellos y sufrió heridas graves, pero fingió estar
muerta para sobrevivir. Aún hoy recuerdo bien el miedo que tenía de que algo similar le pudiera suceder a
mi familia, y hubo un pensamiento en particular que me inquietó durante mucho tiempo después de
aquello: cómo reaccionaría yo si alguien me apuntase con una pistola y me pidiera que confesase mi
verdadera religión; ¿tendría el valor de admitir que soy católica? Eso, afortunadamente, no me ha pasado ni
a mí ni a mi familia, y nunca me he enfrentado a tal prueba.
La vida continúa. La paz y la reconciliación llegaron —hasta cierto punto— a Irlanda del Norte, yo terminé
mis estudios, salí de la casa de mis padres y de una u otra manera acabé trabajando en las oficinas centrales
de la asociación «Aid to the Church in Need» (ACN, Ayuda a la Iglesia necesitada) en Alemania. He de ser
sincera y reconocer que no sabía con exactitud a qué se dedicaban allí, pero era joven, necesitaba un trabajo
y pensé: «¿Por qué no?». Lentamente fui descubriendo que hay lugares en el mundo donde la gente ha
tenido que soportar muchísimo más de lo que yo me hubiese imaginado jamás para defender su fe.
Comencé a leer y escuchar testimonios directos acerca de los innumerables mártires a causa de la fe en
estos tiempos modernos nuestros, en particular —al principio— sobre los mártires en los países comunistas
de la Europa del Este, China, Vietnam, etcétera, y cuando empecé a viajar a causa de mi trabajo con ACN y a
conocer gente que estaba preparada para sufrir el ser tratado como un paria, torturado o incluso asesinado
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antes que negar su fe católica, aquel viejo interrogante volvió a acecharme de nuevo: «y yo, ¿estaría
dispuesta a llegar tan lejos por defender mi fe?».
Hoy me gustaría compartir un poco de aquellas personas a quienes he tenido el privilegio de conocer a lo
largo de mis treinta años al servicio de la Iglesia perseguida y en sufrimiento por todo el mundo.
Guinea Conakry
Mi primer encuentro personal con tal Iglesia se produjo en Guinea Conakry, en África Occidental, en 1982.
Aquélla era una época en África en la que muchos países habían adoptado una especie de marxismo, y
Guinea Conakry era un buen ejemplo de ello. En aquel momento estaba gobernada por Ahmed Sékou Touré,
un cruel dictador que se había hecho con el poder tras la independencia del país en 1958. La población es allí
musulmana en su mayoría, y sólo cerca del 8% es cristiana, si bien, a pesar de ello, la Iglesia Católica tenía
una considerable presencia a través de las escuelas y clínicas hasta que Sékou Touré expulsase a todos los
misioneros extranjeros —unos doscientos— en 1967 y dejase a la Iglesia con apenas unos cuantos
sacerdotes y religiosas. Después de aquello, en 1970, encarceló al Arzobispo de Conakry, monseñor
Raymond-Marie Tchidimbo durante ocho años, cuatro de ellos en total aislamiento. Cuando llegamos allí,
nos recibió el sucesor de monseñor Tchidimbo, monseñor Robert Sarah, ahora Cardenal Prefecto de Cor
Unum. Sólo tenía 34 años cuando fue nombrado Arzobispo de Conakry en agosto de 1979, algo excepcional
en nuestra Iglesia Católica y que puede ayudarnos a imaginar lo difícil que resultó para este joven sacerdote
hacerse cargo de una Iglesia que estaba sufriendo realmente bajo el terror de una dictadura marxista. No
obstante, aún guardo un buen recuerdo de cómo se enfrentó a tales dificultades con calma y verdadera
confianza en Dios, y no sin sus buenas dosis de humor, también. Mi compañero de viaje, el padre Florian
Kapusciak, un sacerdote polaco y antiguo director de proyectos, mantuvo bien alto el ánimo del Arzobispo
con un buen cargamento de chistes anticomunistas durante aquella semana que pasamos en Guinea.
China
En una soleada aunque muy fría mañana de enero de 1997, otro compañero y yo, junto con un misionero
que hacía las veces de traductor, nos encontrábamos en un parque de Pekín. La escena era muy hermosa,
como sacada de una película: a nuestro alrededor, los ciudadanos pekineses practicaban sus deportes
matinales, tai chi, cantos o danzas mientras que nosotros, nerviosos, no dejábamos de mirar de un lado a
otro para ver si nos habían seguido, pues habíamos llegado hasta allí para encontrarnos con un joven
sacerdote de la clandestina diócesis de Baoding. En aquella época, el obispo, el obispo auxiliar, el vicario
general y numerosos sacerdotes de la diócesis habían sido encarcelados, su paradero era desconocido; y
este joven sacerdote —no llegaba a los cuarenta años— había sido puesto al frente de la diócesis de manera
temporal (todavía hoy, nadie sabe dónde se encuentra retenido el obispo James Su Zhimn o si está vivo
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siquiera). Nos encontrábamos al final de un viaje en el que habíamos conocido muchísimos testimonios de
fe, incluido el del obispo de la diócesis de Yongnian, John Han Dingxiang, quien acababa de salir de la cárcel y
moriría en prisión en 2007 tras un total de treinta años de cautiverio; y estábamos empezando a entender la
inmensidad del sufrimiento de los católicos en China, tanto del lado clandestino como del lado oficial de la
Iglesia. Cuando por fin conocimos a aquel sacerdote tan joven que nos describió la situación de la diócesis,
del gran grupo de seminaristas que se escondían en granjas más allá de la Gran Muralla, que nos habló del
miedo constante a ser traicionados por otros, le preguntamos cómo podríamos ayudarles, pensando,
principalmente, en términos de ayuda práctica y financiera. Su respuesta, una vez más, me dio una lección
de humildad y me recordó que él y los católicos que allí estaban con él eran verdadera gente de fe. Dijo,
simplemente, «Por favor, rezad por nosotros».
En ese mismo viaje fue cuando conocí al obispo Joseph Wei Jingyi de la diócesis de Qiqihar, en la zona
nororiental de China, cerca de la frontera con Rusia. Por aquel entonces, él tenía sólo cuarenta años. Toda
una generación de sacerdotes había muerto en los campos de trabajo de la revolución, de manera que, diez
o veinte años después, en China sólo había obispos ancianos, rondando los noventa años, o muy jóvenes,
como de unos treinta y cuatro años, pero nadie entre ambos extremos. Doce años después tuve la fortuna
de volver a visitar a monseñor Wei Jingyi. Pensé, o más bien esperé, que su situación hubiese mejorado,
pero, por desgracia, seguía llevando la vida de un sacerdote u obispo itinerante, viajando sin parar con una
mochila a cuestas, celebrando misa para sus fieles en hogares privados, sin dejar de mirar a su espalda para
ver si, una vez más, le había seguido la policía. Sufre acoso de manera regular, y su delito consiste en negarse
a unirse a la Asociación Patriótica de Católicos Chinos, organismo creado en 1957 con el objeto de controlar
a la Iglesia Católica en China. Al final de una larga jornada de viajes con el obispo Wei Jingyi por su gigantesco
territorio eclesiástico (un área tan grande como varios países europeos juntos), nos dimos cuenta de que no
dejaba de mirar por el cristal de atrás del coche en el que nos desplazábamos. Al parecer estábamos
conduciendo en círculos, y sólo fue cuando nos detuvimos a comer en un pequeño restaurante situado en
una zona apartada de la carretera que entendimos lo que estaba pasando. Intentaba ver si nos estaban
siguiendo, y sus sospechas quedaron confirmadas cuando dos policías de paisano entraron en el restaurante.
Recuerdo que me enfadé mucho, sentí que estaban invadiendo mi privacidad y le pregunté al obispo con
exasperación: «¿Pero cómo aguanta usted esto?». Una vez más, recibí una respuesta que me hizo examinar
mi propia fe: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23,34)». Aquel viaje resultó cargado de
emociones: un obispo rompió a llorar a causa de la carga que suponía vivir en un estado en que no se sabía
en quién confiar, otro obispo anciano que también lloró pero porque, por vez primera, unos extranjeros que
pertenecían a esa misma Iglesia universal que él habían ido a visitarle, y comparaba aquella visita nuestra
con la que María hizo a Isabel.
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Pakistán
En febrero de 2006, dos compañeros y yo fuimos a visitar a nuestros colegas de proyecto en la Iglesia
Católica de Pakistán. Se trataba de un momento de grandes tensiones ya que la publicación de unas tiras
cómicas sobre Mahoma en Dinamarca había causado una reacción violenta terrible contra el cristianismo en
muchos países musulmanes, incluido Pakistán, y muchos cristianos perdieron la vida y otros vieron cómo sus
hogares o sus modos de subsistencia quedaban destruidos. En aquel viaje por Pakistán, visitamos varias
aldeas en las que tal había sido el caso y escuchamos cómo obispos, sacerdotes, religiosas y laicos católicos
nos contaban cómo se las habían arreglado para sobrevivir en el ambiente de tal entorno. Uno de ellos era
Yusif, un católico de la archidiócesis de Lahore, que no sabía leer ni escribir pero aun así un hombre con
deseos de venganza por motivos personales contra él lo había acusado de quemar unas páginas del Corán.
La primera reacción de Yusif fue la de huir para salvar la vida, pero después creyó que sería mejor entregarse
a la policía para proteger a su mujer y a sus siete hijos. En diversos momentos del periodo que pasó bajo
custodia, fue torturado, golpeado, colgado boca abajo del techo durante horas y horas, y le dijeron que todo
ello cesaría si se convertía al Islam. Gracias a la Comisión de Paz y Justicia de la Conferencia Episcopal
Pakistaní y a la presión internacional, fue por fin puesto en libertad, y nos encontramos con él el día
siguiente a su liberación, obligado a trasladarse con su familia a un lugar seguro dado que parte de sus
acusadores no aceptaba su inocencia. El futuro de Yusif, agricultor, era incierto ya que no podía regresar a su
aldea y jamás aprendió a hacer otra cosa que no fuese trabajar la tierra. Escuchar a aquel hombre tan
sencillo contarnos su terrible experiencia y por qué no se rindió sin más y no aceptó cambiar su fe fue un
momento muy emotivo. Dijo Yusif: «Preferiría que me matasen a golpes antes que cambiar mi fe. Es el amor
de Cristo lo que me ha salvado». Conocimos a otras personas en nuestra visita, otros que nos contaron que
su sufrimiento era insignificante en comparación con el de Cristo en la cruz. «¿Qué diría yo de haberme
encontrado en su pellejo?», me volví a preguntar.
Orissa, India
Hace bien poco, en septiembre, visité a los miembros de la Iglesia Católica en el estado federal indio de
Orissa con unos compañeros de nuestra delegación en España. Queríamos ver cuál era la situación actual en
el distrito civil de Kandhamal en particular, donde, en agosto de 2008, fundamentalistas hindúes se lanzaron
a un feroz ataque para arrasar y matar a la población cristiana tras el asesinato de Swami Laxmanananda
Saraswati. Lo más probable es que este último fuese asesinado por un grupo de rebeldes maoístas, pero la
acusación de su muerte recayó sobre los cristianos, y unas 300 aldeas fueron atacadas con un resultado de
70 muertos y más de 50.000 desplazados. Pasamos una semana escuchando a sacerdotes, religiosas y laicos
católicos que, de un modo u otro, habían sufrido —y siguen sufriendo hoy— aquella violencia. Lo que más
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me impresionó a mí, una vez más, fue su infinita confianza en Dios y, más todavía, su disposición a perdonar
a quienes les habían causado tanto dolor. Hablamos por teléfono con la hermana Meena, quien se
encontraba trabajando en el centro pastoral de Konjjamendi cuando una turba de hindúes la secuestró junto
con un sacerdote anciano, los pasearon a ambos medio desnudos, les dieron una paliza, los rociaron con
gasolina y sólo acabaron sobreviviendo gracias a que un valiente se interpuso y detuvo aquella locura. Pero
la hermana Meena fue también violada en repetidas ocasiones, y hoy se encuentra en el sur de la India,
estudiando, como parte del proceso de asimilación de lo que le sucedió. Le preguntamos si podía perdonar a
sus atacantes, y ella nos dijo que resultaba difícil, pero «¿qué sentido tendría mi fe cristiana si no soy capaz
de perdonar?». Aquella misma mañana habíamos visitado un asentamiento improvisado de católicos que no
podían regresar todavía a su aldea de origen, donde labraban la tierra. Congregados en la pequeña capilla
que intentaban construir, una mujer llamada Sobita comenzó a contar su historia entre balbuceos. Nos dijo
que, cuando se inició aquella ola de violencia, algunos de los hindúes de la aldea la amenazaron a ella y a
otros católicos. «No deberías pertenecer a una religión extranjera. ¡Hazte hindú o muere!», le gritaron.
Sobita dijo que les contestó: «No abandonaremos nuestra fe, preferiríamos morir». A punto de romper a
llorar, nos contó que, a continuación de aquello, los católicos huyeron a la selva, donde pasaron varios días
escondidos sin comida ni agua, sólo rezando. Nos dijo que Dios había cuidado de ellos y les había salvado la
vida, y añadió que ella perdonó a sus atacantes, porque eso era lo que su fe les había enseñado.
Iraq
En noviembre de 2009 fui a visitar las diócesis católicas del norte de Iraq. Muchos de los cristianos que ahora
viven en la región llevaban antaño una vida relativamente buena gracias a los pequeños negocios que
regentaban en Bagdad. La vida no era perfecta con Saddam Hussein, pero a base de grandes esfuerzos se las
arreglaban para salir adelante y dar una educación a sus hijos. Hoy viven en aldeas aisladas y sin trabajo: sus
abuelos y bisabuelos trabajaban aquellas tierras décadas atrás, antes de ser expulsados por los kurdos. Otros
viven en ciudades como Mossul o Kerkuk, donde los bombardeos y los secuestros están a la orden del día.
Una familia católica que vive cerca de la catedral de Kerkuk nos habló sobre su vida. El padre, la madre y los
cuatro hijos ya adultos tienen estudios universitarios de doctorado o ingenierías, y, en condiciones normales
sus perspectivas ante la vida deberían de ser buenas, pero ni siquiera pueden salir a la calle de noche, y el
patio de la catedral se ha convertido en el centro de la vida social para todos estos jóvenes católicos, el lugar
donde tienen alguna posibilidad de encontrar un marido o una esposa. Seis meses antes de nuestra visita, el
padre de esta familia fue secuestrado bajo la petición de un rescate que la familia no podía pagar.
Afortunadamente, se las arreglaron para pedir dinero prestado a sus amistades, a la Iglesia… y fue liberado.
Tanto para él como para su familia, la experiencia fue terrible, pero no minó ni un ápice su determinación de
permanecer allí. «Este es también nuestro país. Somos iraquíes, ¿por qué habríamos de marcharnos?
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¡Nosotros llegamos aquí mucho antes que los musulmanes!». Una de las personas a las que
desgraciadamente no pudimos ver en ese viaje fue el padre Ragheed Aziz Ganni, un joven sacerdote iraquí al
que conocíamos bien ya que estudió en Roma entre 1996 y 2003 con una beca de ACN. Llegado el momento
de terminar sus estudios, estaba claro que la situación en Iraq no era muy halagüeña para los cristianos, y él
pudo haber optado por no regresar a Iraq y, en cambio, cuidar de los cientos de miles de refugiados que se
agolpaban a través de las fronteras de los países vecinos, pero el padre Ragheed sabía que se le necesitaba
en su archidiócesis de Mossul natal, y allí trabajó de manera incansable por la paz hasta la tarde del domingo
3 de junio de 2007, en que él y otros dos diáconos fueron asesinados por unos extremistas musulmanes.
Mucha gente que conocía al padre Ragheed habla de él como de un hombre santo. Cuatro días antes de su
muerte envió un e-mail a una de mis compañeras. No habíamos sabido nada de él en una temporada y,
simplemente, escribía para enviarle sus saludos y decirle que «sólo quería que supieseis que siempre rezo
por todos vosotros, que el Señor os preserve de todo mal». Consideraba un «privilegio» el haber sido
siempre testigo de la forma en que «la Divina providencia se revela a través de tantas personas humildes
cuya única meta es trabajar por el Reino de Dios siguiendo el ejemplo de Jesús». Fue como si supiese del
calvario que le esperaba a él y a muchos de los cristianos de Iraq.
Cuba
Y para acabar, unas palabras sobre Cuba, donde he pasado las dos últimas semanas en una visita a la Iglesia
Católica de allí.
Mi primera visita a Cuba se produjo en 1994. Recuerdo haber quedado muy impresionada por la gran
cantidad de laicos con buena formación —doctores, ingenieros, catedráticos universitarios— que de manera
lenta pero segura se iban viendo relegados profesionalmente a causa de que vivían su fe de forma activa.
La situación ha mejorado desde entonces para la Iglesia Católica hasta el punto de que le han sido devueltas
algunas de sus propiedades, puede reformar o reconstruir edificios existentes, y de vez en cuando se le da
permiso para comprar algún que otro vehículo nuevo. Pero lo más importante es que ha ganado mucha
credibilidad entre la gente, y esto tiene importancia porque la vida cotidiana en Cuba no es fácil. El
racionamiento de la comida aún existe, y los alimentos básicos, cuando están disponibles, son demasiado
caros en comparación con la capacidad adquisitiva de la gente de a pie.
Al mismo tiempo, y tras cincuenta años de ateísmo, hay una gran sed de fe, de la Palabra de Dios; y esto me
lleva a recordar las palabras que escuchamos en las lecturas del Adviento: «El pueblo que andaba en
tinieblas vio una luz grande» (Is 9, 2). Y esta luz es la Virgen de la Caridad de Cobre, de cuyo descubrimiento
se celebra el cuarto centenario en 2012. La Iglesia en Cuba es una Iglesia de peregrinos, a la cual se unirá el
año que viene otro peregrino: el Papa Benedicto XVI.
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Conclusión
Son innumerables las personas que he conocido a lo largo de los años dispuestas a soportar penurias,
provocaciones, encarcelamientos o incluso la muerte, que no sólo me han impresionado, sino que también
me han estimulado en mi fe. Y esto en países como Sudan, Vietnam, Burma o la zona sur de las Filipinas,
como el obispo Angelito Lampon, por ejemplo. Es el obispo del Vicariato Apostólico de Jolo, y tiene que
afrontar su labor bajo tutela policial por temor a un ataque del fundamentalismo musulmán. Ahí está el
cardenal Zubeir Wako de Khartoum, en Sudán, quien tras la independencia de Sudán del Sur este mismo
año, se encuentra junto con sus fieles en una situación de aislamiento aún mayor que antes en un país a
menudo hostil con los cristianos. Recuerdo al difunto cardenal François-Xavier Nguyen Van Thuan, a quien
tuve el privilegio de conocer cuando presidía el Pontificio Consejo Justicia y Paz. En el maravilloso libro Cinco
panes y dos peces, testimonio de fe de un obispo vietnamita en la cárcel, cuenta la historia de su
encarcelamiento en Vietnam durante trece años. Diría una vez el cardenal van Thuan acerca de su terrible
experiencia que «Jesús me ha enseñado a amar a todo el mundo. Si no lo hago, ya no mereceré que se me
llame cristiano». Las historias de algunas personas son difíciles de contar, pues identificarlas supondría poner
en situación de riesgo a otros, como es el caso de quien ha servido a la Iglesia en un país musulmán durante
más de cuarenta años y que de la noche a la mañana tiene que hacer las maletas porque un informe
confidencial acerca del miedo de los cristianos allí probablemente haya caído en manos del régimen. Esta
persona no ha abandonado la esperanza de poder regresar algún día a servir a los cristianos en dicho país,
unos cristianos que con sus testimonios deberían de alentarnos a todos nosotros a vivir mejor nuestra fe.
Soy consciente de lo agradecida que estoy a Dios por todos estos encuentros que he tenido. Son un estímulo
para que dirija mi mirada a cómo vivo mi vida como cristiana. En estos últimos años, nuestros compañeros
de proyecto, de oriente medio en particular, me han dicho muchas veces que si occidente abandona sus
raíces cristianas, no le estará haciendo ningún favor a los cristianos de los países predominantemente
musulmanes, es más, les causaríamos un daño. Cuando los musulmanes ven que no vivimos nuestra fe como
verdaderos cristianos, pierden el respeto por los cristianos en general, incluidos sus vecinos. De manera que
nosotros, aquí, en occidente, tenemos una importante obligación para con todos estos mártires, para que su
sufrimiento no haya sido en vano y su sangre se convierta realmente en la semilla de la Iglesia.
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