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¿Enterrar o incinerar a nuestros difuntos?
Escrito por Elías Fernández
Domingo, 20 de Diciembre de 2009 21:39 - Actualizado Domingo, 20 de Diciembre de 2009 21:42
Cuando el arqueólogo realiza sus excavaciones y se encuentra con unos restos aparentemente
humanos: ¿Cómo saber si pertenecieron a un hombre o a un prehomínido? El ser humano
jamás abandona a sus muertos; así, uno de los signos principales será observar si se
guardaron usos funerarios; es decir: si fueron enterrados (inhumados: devueltos al “humus”
–“tierra”-) o incinerados (quemados, y sus cenizas depositadas en urnas funerarias).
En todos estos usos se trasluce la creencia en una pervivencia de la persona humana más allá
de la muerte, así como el gran respeto a su cuerpo. Todo ello entra dentro del campo de la
religiosidad natural, que es una dimensión fundamental del ser humano y que le distingue de
loas demás criaturas. Esta religiosidad natural se distingue fundamentalmente por el miedo a la
muerte, tanto física (fallecimiento, enfermedad, vejez,...) como existencial (insatisfacción de los
infinitos anhelos de felicidad meramente con las cosas creadas). Todas las culturas de todos
los tiempos y lugares ha tenido una precisa postura ante estos fenómenos: son las distintas
religiones que conocemos. La misma gente trasluce esta religiosidad natural con la expresión
“algo tiene que haber después de la muerte”; pero esta afirmación, incluso para una gran masa
de bautizados, no implica la fe en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, que es el
centro del mensaje de Jesús (cf Conferencia Episcopal Española: Comisión episcopal de la
Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna, nn. 6, 17, 24, Madrid 1995).
Por ello, entre las religiones, el Cristianismo irrumpe en sus orígenes provocando un reacción
de rechazo en amplios sectores. Los primeros cristianos eran juzgados y ajusticiados por
“ateos”; es decir: porque no adoraban a los “dioses”. Igualmente provocaba admiración el
anuncio de la Resurrección de Cristo y de que, igual que Jesús resucitó, así también lo
haremos todos (cf Rm 6, 5 ss; 8, 11 ss.; Flp 3, 10-11; Ef 2, 6 ss.; Col 3, 9-10, etc).
Este anuncio de la Resurrección les resultaba especialmente chocante porque, a pesar de la
degradación moral en que la sociedad tardo romana se hallaba envuelta, el ambiente cultural
era de un espiritualismo desencarnado que veía el cuerpo como un lastre del alma. Así, el
neoplatónico, el estoicismo o el gnosticismo, junto con la proliferación de influencias de muchas
religiones orientales (especialmente del culto a mitráico), tienen una visión negativa y pesimista
de lo humano (especialmente del cuerpo) y del mundo (universo y sociedad).
En contraste con ellos, el mensaje cristiano en cambio, y aunque le pueda extrañar a algunos,
con su profundo optimismo ante todo lo humano y ante la naturaleza (pues son obra de Dios),
fue recibido por la cultura ambiente como un movimiento “materialista” sospechoso, pues
hablaba, nada más y nada menos, de que el hombre es bueno, también en su corporalidad, y
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de que está llamado a ser liberado, por Jesús, de la muerte, del dolor, de las limitaciones, y a
resucitar con este mismo cuerpo que ahora tenemos, pero transformado, en un estado de
felicidad y plenitud eternas. Así lo atestiguan muchos textos de los Padres de la Iglesia Antigua:
“Nuestros cuerpos, nutridos con la Eucaristía, depositados en tierra y desintegrados en ella,
resucitarán a su tiempo, cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida (...), porque la
fuerza de Dios se realiza en la debilidad” (San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías, libro
5, 2, 2-3: SC 153, 38 ). “Dios hará que tu carne sea inmortal junto con el alma y, entonces,
convertido en inmortal, verás al que es inmortal, con tal de que ahora creas en Él” (Teófilo de
Antioquia, Libro 7, 8).
Contrariamente a ciertas visiones deformadas y traumáticas que se hayan podido esgrimir por
algunos, la Iglesia de Jesús tiene la experiencia de un Dios bueno, que no quiere la muerte ni
nada malo para el hombre, sino todo o contrario: lo creó para vivir en plenitud, y lo que de malo
existe no tiene su origen en Dios sino en el pecado, en el que el hombre participa y se involucra
cuando se separa de aquello para lo que sirve y fue creado: para amar y ser amado -a y por
Dios y los otros- (cf Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Cap. I: “La dignidad de la persona
humana”; cf Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1008-1010).
Así pues, si todo es bueno ¿Qué hay entonces de malo? -El mal uso que los seres humanos
hacemos de las cosas y la mala relación con las personas: en vez de amar a Dios y a los otros,
nos amamos a nosotros mismos sobre todo (egoísmo o egolatría) y, si acaso, a Dios y a los
otros en función nuestra. Así, cuando el hombre comienza a ser liberado del egoísmo y puede
ir más allá de las rejas que le encarcelaban impidiéndole poder pasar al otro; es decir, cuando
el hombre comienza a poder amar, simultáneamente comienza la trasformación de su ser y de
toda la creación que se va viendo liberada del “germen” que los infectaba hasta acarrearles la
muerte existencial.
Esa profundamente positiva y esperanzada concepción cristiana de la persona humana y de su
corporalidad es la que se refleja, ya desde el principio, en las costumbres funerarias de los
cristianos, quienes, al enterrar a sus muertos, manifiestan su esperanza en la resurrección
futura de sus cuerpos.
Cada día con mayor frecuencia se está recurriendo, por diversos motivos, a la incineración. “El
tema de las cenizas de los difuntos incinerados no se ha abordado todavía con suficiente
seriedad, ni en el ámbito civil ni en el eclesiástico. Se advierte un incremento en el número de
incineraciones, lo que en algunos casos podría reflejar una atenuación del sentido cristiano de
la vida y de la muerte motivada por cierts presiones de la moda, sin causas explícitas, por
planteamientos económicos, ecológicos, sociales o de simple comodidad. Dejando de lado
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curiosidades pintorescas, se observa que muchos fieles no saben qué hacer con las cenizas de
sus difuntos” (Directorio diocesano de Pastoral de Exequias, n. 6.2., Arzobispado de Sevilla,
Sevilla 1996). Comencemos por aclarar que los términos “incineración “ y “cremación” son
sinónimos: “quemar” los cadáveres.
¿Admite la Iglesia la incineración de los cadáveres? -La Iglesia se inclina por la inhumación
(enterramiento) de los cadáveres, pero no excluye la incineración. (cf Código de Derecho
Canónico, c. 1184). “El rico simbolismo de la inhumación es lo que explica la resistencia de la
Iglesia a admitir otro tipo de práctica (...); sin embargo, actualmente no se prohíbe la cremación
con tal de que no suponga desprecio de la fe en la resurrección de los muertos: también la
incineración de los cadáveres puede compaginarse con la creencia en la resurrección y ser
indicio de fe en el poder de Dios, que es capaz de retornar las cenizas a la vida gloriosa” (Ritual
de Exequias, orientaciones, n. 10).
No obstante, el recurso a la incineración conlleva ciertas cautelas importantes:
1) La Misa del entierro ó Liturgia Exequial será preferible que se haga en las Parroquias,
(Directorio diocesano de Pastoral de Exequias, n. 4) antes de ser incinerados, con los restos
mortales de cuerpo presente (Ibidem, n. 39). Es importante advertir que en las pólizas de
defunción va incluido este servicio por parte de la compañías funerarias, esto es: aunque el
difunto haya fallecido en el hospital o su cuerpo se encuentre en el Tanatorio o en el depósito,
los familiares tienen derecho a que sea trasladado a su Parroquia para la Misa Exequial, tanto
si se trata de incineración como de entierro.
2) Las cenizas de los difuntos han de ser posteriormente enterradas en sepulturas, bien en los
cementerios o en columbarios, y no desparramadas en ningún lugar ó conservadas en casa o
en cualquier otro lugar (cf, Ibidem, n. 17, 39-2º).
Ángel Sánchez Solís
Párroco
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