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CAPÍTULO V
GENOCIDIO Y ETNOCIDIO
1.- CIVILIZACIÓN Y BARBARIE EN LA HISTORIA
Ya en el Neolítico se dio lo que Marshall D. Sahlins ha llamado la ley del predominio cultural. En
realidad era más bien una praxis. Ésta trajo consigo que los grupos neolíticos desplazaran a los nómadas a
lugares aislados y poco productivos, abocando a muchos de ellos a su extinción. En este sentido ha escrito
Lucy Mair que todos los males de la humanidad comenzaron cuando apareció en escena el Homo Sapiens.
Sin embargo, fue con el nacimiento de las primeras civilizaciones cuando se generalizó el concepto de
universalidad que pretendía extender sus ideales a los demás pueblos no civilizados. Esta idea es la que
justificó la expansión del ideal europeo al resto del mundo, con el desprecio intrínseco de los valores
ajenos. La civilización nació, pues, unida al concepto de expansión. Por ello, huelga decir que el
expansionismo es algo inherente a toda civilización. Si a ello unimos que todas las religiones monoteístas
son ecuménicas, es decir tienden a expandir su verdad por todo el orbe, ya está configurado el choque de
civilizaciones que desgraciadamente ha presidido buena parte de la Historia.
Fue en la antigüedad cuando apareció lo que Max Weber llamó el colonialismo Imperialista, es decir,
el derecho de los pueblos superiores a tomar y aculturar a los inferiores. Ya en el Código de Hammurabi
del año 1775 a. c. se diferenciaban dos tipos de personas, las que estaban destinadas a servir y las que
debían mandar. En la Grecia Clásica, lo heleno era lo civilizado, antítesis de la barbarie que reinaba en el
resto del mundo. Por su parte, los romanos aplicaban la barbarie a los que no hablaban latín o no estaban
sometidos a su Imperio, especialmente a los celtas y a los germanos. Posteriormente, el Cristianismo
equiparó paganismo con barbarie y durante siglos se ha venido perpetuando este dualismo entre
civilización y barbarie. Otra cosa bien diferente es que, como escribió Malinowski, la única prueba de esa
superioridad fuesen las armas. De hecho, en 1814 José María Blanco White contrapuso a los negros de la
costa occidental africana, a quienes sus contemporáneos daban el nombre de bárbaros, frente a los
europeos que eran considerados por aquéllos como unos paganos ignorantes, aunque muy temibles.
E. G. Bourne, en 1906, comparó la actuación de Roma en Hispania con la realizada por los españoles
en América. Y aunque lo hizo con el objetivo de elogiar a España lo cierto es que ambos acontecimientos
generaron una gran destrucción física y cultural. Los ataques a Numancia, Osma o Calahorra forman parte
de la historia negra de la conquista romana de la Península. Un proceso que contó también con su
particular Las Casas, pues un historiador romano denunció la gran crueldad empleada en la conquista de
Hispania. Entre otras cosas escribió: llaman pacificar un país a destruirlo, palabras que recuerdan
bastante a las empleadas por algunos miembros de la corriente crítica en la conquista de América. La
Edad Media tampoco estuvo exenta de grandes genocidios. Por poner un ejemplo concreto, en las
crónicas de Alfonso X se describía la violencia con la que pasaron por la Península Ibérica los
benimerines entre los siglos XIII y XIV:
No pasaron junto a árbol que no talaran, ni por aldea que no arrasaran, ni por mieses que no
incendiaran. Se apoderaron de todos los rebaños, mataron a los hombres que encontraron y
cautivaron a los niños y mujeres.
Como ya hemos comentado, la desigualdad entre unos pueblos y otros quedó consagrada desde los
orígenes de la civilización. Y con ella la posibilidad de que los pueblos inferiores se sometieran
forzadamente a los superiores. Nada tenía de particular que los españoles consideraran bárbaros a los
indios porque la civilización occidental, hasta el siglo XIX, consideró así a todos los pueblos
extraeuropeos. Queda claro, pues, que Europa ni tenía derecho a hacer lo que hizo, ni dejaba de tenerlo,
porque desde la Antigüedad hasta pleno siglo XX la irrupción de los pueblos superiores sobre los
inferiores se vio como algo absolutamente natural y hasta positivo. El colonialismo se justificó no como
una ocupación depredadora sino como un deber de los pueblos europeos de expandir una cultura y una
religión superior. Hasta muy avanzado el siglo XX, con la promulgación de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos (1948), no ha habido realmente una legislación protectora de los pueblos
indígenas. Aún hoy, el genocidio sobre los indios guatemaltecos o brasileños sigue siendo una praxis
recurrente, en medio de la indiferencia mundial. De hecho, en 1997, el Comité para la Eliminación de la
Discriminación Racial, dependiente de la ONU advertía:
Que en muchas regiones del mundo se ha discriminado a las poblaciones indígenas y se les ha
privado de sus derechos humanos y libertades fundamentales… Los colonizadores, las empresas
comerciales y las empresas de Estado les han arrebatado sus tierras y sus recursos. En consecuencia,
la conservación de su cultura y de su identidad histórica se ha visto y sigue viéndose amenazada.
Llamémosle, pues, ley de predomino cultural, capitalismo imperialista o de cualquier otra forma, pero
la realidad es que el sometimiento de unos pueblos a otros ha sido una constante en la Historia hasta pleno
siglo XX. Se han llegado a cuantificar las guerras ocurridas a lo largo de 5.600 años de historia
documentada en 14.500, con un balance total de 3.500 millones de muertos. Los datos no pueden ser
tomados demasiado en serio pero nos sirven para demostrar que la guerra y la destrucción han estado
plenamente ligadas a la historia del hombre y, sobre todo, a la historia de la civilización.
Y por si fuera poco, el siglo pasado ha sido el más bárbaro de la Historia, la centuria de las guerras
como la denominó Nietzsche. Además, el genocidio adquirió un carácter más perfeccionado y
refinadamente inhumano. Obviamente las masacres han sido más masivas y sanguinarias a medida que la
ciencia ha ido poniendo en manos del hombre artilugios cada vez más letales. Y es que la guerra moderna
evolucionó hacia lo que unos llaman la guerra total industrial y otros, como Carl von Clausewitz, la
guerra con objetivos ilimitados, que implicaba la utilización de avanzadas tecnologías y la movilización
de las masas para causar el mayor daño posible al enemigo. En 1916 en un discurso pronunciado por el
premio Nobel R. Tagore en la universidad de Tokio decía:
La civilización que nos llega de Europa es voraz y dominante; consume a los pueblos que invade,
extermina o aniquila las razas que molestan su marcha conquistadora. Es una civilización con
tendencias caníbales; oprime a los débiles y se enriquece a su costa…
Desconocía el bueno de Tagore que, pocos años después, esas prácticas no serían exclusivas de
Europa, pues, se sumarían primero Asia –y en particular Japón y su política expansiva– y luego América.
Genocidios ocurridos en el último siglo se cuentan por decenas. El fascismo exaltó la guerra, reservando
la gloria a los caídos por la Patria. Un caso extremo fue el de los nazis que, en su perturbado afán de
conseguir la pureza étnica depuraron, vejaron y finalmente asesinaron a unos seis millones de judíos –
cinco millones más se salvaron porque les faltó tiempo–, además de a otras decenas de miles de gitanos,
polacos, eslavos, rusos e incluso alemanes con defectos físicos o psíquicos. Ninguno de ellos estaba a la
altura de lo que exigía la mítica pureza racial aria y merecían ser exterminados. Y obviamente no se
trataba de la idea de un loco, pues está demostrado que muchos miembros del partido nazi, incluidos no
pocos científicos, compartían los mismos ideales. Pero desgraciadamente el genocidio nazi con ser el más
conocido no ha sido ni mucho menos el único. A la par que los nazis, su alma gemela que era el Japón de
la II Guerra Mundial, estaba llevando a cabo su expansión genocida por el Pacífico. También ellos
pretendían alcanzar lo que Michael Ghiglieri llama el espacio vital para la raza yamato. Ha habido
decenas de casos más antes y después, con el agravante de que no han calado tanto en la opinión pública y,
en algunos casos, no ha habido nada parecido a los juicios de Nuremberg. Por ejemplo, el lanzamiento de
las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 cuando ya se sabía que los japoneses
estaban dispuestos a suscribir la paz. Primó el interés de los estadounidenses por comprobar si su nuevo
artilugio era realmente letal. Por desgracia, fue todo un éxito. En el lado opuesto, el gobierno comunista
de Pekín, desde su ocupación del Tibet en 1959, se estima que ha eliminado a más de tres millones de
tibetanos. En Camboya los Jemeres Rojos, liderados por el comunista Pol Pot, aterrorizaron a parte de la
población y ejecutaron al menos a 14.000 personas. Pese a que sus actos de genocidio fueron
mundialmente conocidos, el cruel líder camboyano murió rodeado de los suyos y sin haber respondido
ante la justicia. No menos flagrante fue el régimen de terror implantado en Uganda por el presidente Idi
Amín Dada, entre 1971 y 1979, que costó la vida a decenas de miles de ugandeses. Asimismo, la
dictadura militar de Guatemala se estima que asesinó impunemente, entre 1978 y 1984, a más de 250.000
opositores, provocando además el desplazamiento a México de 150.000 refugiados. Sus máximos
responsables no sólo no han respondido de sus crímenes ante un tribunal sino que algunos de ellos siguen
desempeñando cargos de responsabilidad política. Mucho más recientemente, en 1994 se produjo en
Ruanda el genocidio entre hutus y tutsis, que costó la vida a más de un millón de ruandeses de una y otra
etnia. Uno de los hechos más luctuosos se desencadenó el 23 de abril de 1994 cuando una unidad del
Ejército Patriótico Ruandés, liderado por los tutsis, concentró en el estadio de fútbol de Byumba a 25.000
hutus a los que a continuación masacró indiscriminadamente. Otros genocidios siguen activos en nuestros
días, como el de los palestinos en su enfrentamiento asimétrico con los israelíes, el de los kurdos a manos
de los turcos y de los sirios, o el de diversas comunidades indígenas en algunos países Hispanoamericanos.
Por desgracia, la barbarie ha aumentado a lo largo del siglo XX hasta límites de locura colectiva. El
arsenal nuclear actual es similar al de un millón de bombas como las lanzadas en 1945, con capacidad
para destruir todo rastro de vida en la tierra unas 20 veces. Y lo peor de todo, es que nada parece indicar
que esta escalada haya acabado. Actualmente vivimos las llamadas guerras de cuarta generación que
incluiría los conflictos llamados preventivos que tan asiduamente practica Estados Unidos, y las acciones
contra el terrorismo internacional.
2.- ETNOCIDIO Y GENOCIDIO EN LA CONQUISTA
A continuación procederemos a aclarar los conceptos de etnocidio y genocidio. Empezando por el
primero, se trata de una noción popularizada en los años 70 por los estudios del antropólogo francés
Robert Jaulin. Éste lo utilizó para designar cualquier acción conducente a la desaparición, a corto, medio
o largo plazo, de una cultura indígena. En el diccionario de la RAE aparecía definido como destrucción
de una etnia en el aspecto cultural. Con mucha más precisión, en la Reunión de San José de Costa Rica,
patrocinada por la Unesco, el 11 de diciembre de 1981, se consensuó la siguiente definición:
El etnocidio significa que a un grupo étnico colectiva o individualmente, se le niega el derecho de
disfrutar, desarrollar y transmitir su propia cultura y su propia lengua. Esto implica una forma
extrema de violación masiva de los derechos humanos, particularmente del derecho de los grupos
étnicos al respeto de su identidad cultural…
A juzgar por estos axiomas queda claro que, tanto en la conquista como en la colonización de América,
se produjo un etnocidio generalizado. De hecho, el fin último siempre fue la integración de los nativos
cultural y religiosamente. Se pretendía hacer tabla rasa con ellos, sustituyendo su mundo imperfecto por
el perfecto orbe cristiano. En el Imperio de los Habsburgo tan sólo tendría cabida el homo christianus.
¿Se trataba de una decisión exclusivamente religiosa o también tenía un componente racista? Inicialmente
era una exclusión de tipo religioso como ha defendido Antonio Domínguez Ortiz, pero de alguna forma
ésta implicaba un cierto grado de racismo, como lo prueban los expedientes de limpieza de sangre47.
Además, en América, la primacía social la detentaron los blancos, seguidos en teoría por los indios y, en
el último eslabón, se situaron los negros y las castas. Los propios manuscritos de la época lo decían con
toda claridad: en una sociedad dominada por los blancos tienen más privilegios quienes tienen menos
porción de sangre negra o india. Siglos después, el alemán Alexander von Humboldt, que recorrió
América del Sur, escribió en este sentido lo siguiente:
En España, por decirlo así, es un título de nobleza no descender de judíos ni de moros. En América,
la piel más o menos blanca decide la posición que ocupa el hombre en la sociedad.
Los testimonios, pues, muestran a una sociedad en la que existía una intolerancia casticista pero
también un componente racista, donde el fenotipo determinaba la ubicación de cada grupo dentro de la
sociedad.
El indigenismo era pues esencialmente etnocida, pese a contar con personajes de la talla del defensor
de los indios, fray Bartolomé de Las Casas. El objetivo último de todos –desde la Corona hasta los
colonos, pasando por los religiosos– era su conversión y su integración como labradores de Castilla. A
eso llamaban en el siglo XVI, vivir en policía. Todos tenían claro que la empresa indiana no estaría
concluida hasta que todos sus habitantes hablasen el castellano y practicasen la religión católica48. De
hecho, desde 1550 encontramos disposiciones Reales para que no se demorase la enseñanza del castellano
a los indios, considerándola un vehículo fundamental para la adopción de las costumbres hispanas.
Obviamente, si algunos religiosos aprendieron las lenguas nativas no fue por un afán altruista de
conservación sino para lograr una más rápida conversión y aculturación. Hubo decenas de casos, por
ejemplo, el del jesuita Juan Font que cultivó la lengua que se hablaba en Vilcabamba para catequizar
personalmente, sin necesidad de usar intérpretes. También fray Domingo de Santa María dominó el habla
mixteca, publicando incluso un catecismo en dicha lengua, mientras que Vasco de Quiroga editó otra
doctrina en el idioma de Michoacán.
Ni tan siquiera fray Bernardino de Sahagún, padre de la antropología, lo hizo por un afán de
conocimiento, sino como un medio para hacer más eficiente su conversión. Como muy acertadamente
escribió Luis Villoro, Sahagún, no fue un científico sino un misionero, un soldado del Señor en lucha
constante contra la idolatría y el pecado.
El etnocidio quedó definitivamente consagrado a partir de las Ordenanzas de nueva población y
pacificación de las Indias, expedidas en el Bosque de Segovia, el 13 de julio de 1573. La palabra
conquista fue desde entonces desterrada; en adelante, cumpliendo con las bulas de donación, solamente
habría penetración misional. Etnocidio puro y duro, con la coartada de la evangelización.
No obstante, huelga decir que toda forma de colonización a lo largo de la Historia ha sido etnocida
porque siempre se pretendió la imposición de la cultura de los vencedores sobre los vencidos. Y etnocidas
siguen siendo los intentos contemporáneos de integrar a los aborígenes en la sociedad actual. De hecho,
cuando el presidente ecuatoriano José María Urbina manifestó, en 1854, su determinación de sacar
definitivamente a los indios de su barbarie y civilizarlos, estaba actuando de forma etnocida.
Pero el etnocidio no excluye el genocidio. La RAE define este último concepto como el exterminio o
eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de religión o de política. También la
ONU, por una resolución de 1948 para la prevención y sanción de dicho delito, refería en su artículo
segundo:
Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la
intención de destruir, total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a)
matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del
grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su
destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del
grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo49.
Posteriormente ha habido algunos intentos de clasificar y sistematizar los distintos tipos de genocidio.
Por ejemplo, Vahakn Darian propuso cinco tipos posibles, a saber: el cultural –que pretende la
asimilación–, el latente –que provoca daños no deseados como la propagación de epidemias–, el
retributivo –que castiga a las minorías irreductibles–, el utilitario –que provoca matanzas para obtener el
control económico– y el optimal –exterminio intencionado de un grupo humano–. Christiane Stallaert
sostiene que en la Conquista hubo tres subtipos de genocidios, es decir, el cultural, el latente y el utilitario.
El primero de ellos se correspondería más bien con lo que nosotros hemos llamado etnocidio, mientras
que sí que hubo claramente sendos genocidios latente y utilitario. Y aunque no existiera como fin último
el extermino de grupos humanos, sí es cierto que no se tomaron las medidas oportunas para evitarlo. Y
aunque Stallaert no lo menciona, en casos muy concretos, se dio la forma más dura y cruel de genocidio,
el optimal, que pretendía intencionadamente el exterminio de grupos humanos.
El genocidio americano tenía un precedente inmediato, como el desencadenado en las islas Canarias a
lo largo del siglo XV. Los guanches fueron diezmados y esclavizados hasta su total extinción. En
América ocurrió exactamente lo mismo, con la única diferencia de la magnitud, porque cuantitativamente
la población canaria no podía compararse con la americana. Las Casas estimó que, entre 1492 y 1560,
murieron en las Indias Occidentales al menos 40 millones de nativos. Los taínos de las Antillas Mayores
fueron exterminados de la faz de la tierra en apenas unas décadas.
Se ha afirmado sin razón que, pese al desastre demográfico, no hubo genocidio porque no existió
voluntad de aniquilación sino de incorporarlos a la cadena productiva como mano de obra. Pero, esta
afirmación parte de una idea errónea, es decir, la de considerar a los amerindios como una unidad. En
realidad, como es bien sabido, en América hubo tres categorías de pueblos indígenas, a saber: una primera
formada por las complejas civilizaciones de los Andes y Mesoamérica. Los incas eran los que disponían
de un imperio más avanzado políticamente a diferencia de los mexicas que no tenían sometidos a los
tlaxcaltecas, huejotzingos y cholultecas ni a los pueblos mayas. Una segunda categoría, que abarcaba las
regiones caribeñas y las áreas araucanas, sedentarias en su mayor parte pero con una estructura sociopolítica poco desarrollada. Vivían en estado tribal y practicaban una agricultura de roza. Y una tercera
categoría en la que se incluían los amplios territorios tropicales y septentrionales donde habitaban pueblos
seminómadas, dedicados básicamente a la caza y a la recolección y, por tanto, muy atrasados cultural y
tecnológicamente.
Pues bien, fueron sobre todo los indios de la primera categoría los que se incorporaron de forma
menos traumática a la cadena productiva, aunque fuese en penosísimas condiciones laborales. Los propios
españoles, con alborozo, se dieron cuenta que los naturales de Nueva España eran más hábiles para el
trabajo y estaban acostumbrados a tributar a sus señores, al igual que lo hacían los labradores de España.
Igualmente, decía Cieza de León que los quechuas del Perú, a diferencia de los indómitos nativos de
Popayán, tenían muy buena razón y una gran capacidad de trabajo porque siempre estuvieron sujetos a los
reyes Incas.
Los nativos de la segunda categoría no se llegaron a adaptar al trabajo sistemático, por lo que
perecieron aceleradamente, sin que apareciese una voluntad clara de evitar su dramático final. Y citaré un
ejemplo concreto, por una Real Cédula, fechada el 30 de abril de 1508, se declaró a los islotes de las
Bahamas y a algunas de las Antillas Menores como islas inútiles y, por tanto, su población susceptible de
ser deportada. Los pacíficos e inocentes lucayos de las Bahamas fueron trasladados en condiciones
inhumanas a los centros neurálgicos de las Antillas Mayores, especialmente a La Española, para que a
cambio de su trabajo se les enseñase la doctrina cristiana. Pero, estos primitivos seres, acostumbrados a
formas de vida preestatales, fueron incapaces de adaptarse a la nueva vida que se les proponía: se les
daría las aguas del bautismo y con ello la salvación eterna, y a cambio, servirían a los cristianos. La
mayor parte de ellos pereció en la travesía o en los meses inmediatamente posteriores a su arribo. Su
única culpa: vivir en unas islas que, al menos en esos momentos, no reportaban beneficios económicos.
Tan drástica y cruel disposición, lejos de abolirse, fue ratificada en 1513, deportándose en tan sólo cuatro
o cinco años entre 15.000 y 40.000 personas. El licenciado Alonso de Zuazo describió en una carta,
fechada en enero de 1518, las penosísimas condiciones en que fueron trasladados estos desdichados
individuos:
Como los sacaron de sus naturalezas y por causa de los pocos mantenimientos de que iban fornecidos
los navíos, ha sucedido que se han muerto más de los trece mil de ellos; y muchos al tiempo que los
sacaban de los navíos, con la grande hambre que traían se caían muertos, y los que quedaron, siendo
libres, los vendieron a muy grandes precios por esclavos, con hierros en las caras; y pieza hubo que
se vendió a ochenta ducados.
Las Bahamas se despoblaron de tal forma que el padre Las Casas ironizó, diciendo que quedó
habitada exclusivamente por flores y pájaros. Aunque probablemente no previera el desenlace, la decisión
del rey Católico fue verdaderamente genocida. Un cruel decreto que abocó a los lucayos a su desaparición
en apenas unos años. Pero no fueron los únicos; también los taínos antillanos, los picunches y huilliches
en el norte del área araucana, los chichimecas, los caribes o los nómadas de la pampa argentina fueron
diezmados, algunos hasta su exterminio, en un descabellado intento por integrarlos en el sistema sociolaboral.
Y en cuanto a los nativos del tercer grupo, ni tan siquiera existió un intento de incorporarlos a la
cadena productiva. Se trataba de grupos seminómadas dedicados en gran parte a la caza y a la recolección
que ocupaban territorios tropicales, esteparios o montañosos de escasa productividad económica. En
algunas zonas al norte de Nueva España, el chaco argentino, Uruguay y Paraguay se dieron estas
circunstancias y dado que, además de no ser aptos para el trabajo sistemático, suponían una molestia para
los europeos, se planteó una verdadera guerra de exterminio. Los chichimecas del norte de México fueron
masacrados indiscriminadamente y su afán fue puramente genocida porque ni tan siquiera hubo un intento
serio de integración. Juan de Cárdenas, en el siglo XVI se planteó, por qué los chichimecas enfermaban y
morían poco después de ser capturados por los hispanos. Sus conclusiones fueron claras: por los estragos
de la mudanza pero también por la tristeza que les producía verse entre gente que por tan extremo
aborrecen. Lo mismo podemos decir de las tribus calchaquíes del noroeste argentino, cuyo conflicto duró
hasta el siglo XIX y provocaron verdaderas campañas de exterminio. En otras zonas inhóspitas de la
frontera guaraní los bandeirantes portugueses, causaron grandes estragos sin que nadie hiciera gran cosa
por remediarlo. El resto de los territorios tropicales fueron ocupados mucho más tarde por portugueses,
ingleses, franceses y holandeses que paulatinamente provocaron su repliegue o su desplazamiento hacia
las zonas más inaccesibles.
Esta estructuración se puede reducir aún más. Los hispanos distinguieron a grosso modo dos tipos de
territorios, a saber: los útiles, que serían poblados y explotados en base a la mano de obra indígena y
negra, y los inútiles, como las islas Lucayas, Nicaragua, Yucatán o Río Pánuco, cuya población sería
deportada hacia las áreas neurálgicas como mano de obra esclava, siendo exterminada en la práctica.
Hubo, asimismo, un exterminio sistemático de caciques y de líderes indígenas que eran sustituidos por
sus propios hijos o sobrinos, ya leales al Emperador50. Los ejemplos se cuentan por decenas. Así, cuando,
en 1524, Pedro de Alvarado se adentró en territorio quiché lo primero que hizo fue ajusticiar a los jefes
indígenas Tecum Umal y Tepepul, quemando sus pueblos. Acto seguido, para evitar el vacío de poder, les
quitó las cadenas a sus respectivos hijos y los proclamó oficialmente como nuevos caciques. Y todo ello
lo hizo, según contó él mismo a Hernán Cortés, para bien y sosiego de esta tierra. Con no menos saña se
comportó el medellinense Gonzalo de Sandoval que, al norte de México, en la región de Pánuco, quemó
en la hoguera a 400 caciques, hecho que fue elogiado después por su paisano Hernán Cortés.
Se utilizó sistemáticamente el terror como medio de sometimiento. En la plaza mayor de Cholula se
cometió una de estas grandes matanzas de que estuvo jalonada la Conquista. Hernán Cortés siempre alegó
que previamente los indios cholutecas habían urdido una conspiración para acabar con ellos. Y
probablemente era cierto, pues, todos los cronistas coinciden en señalar toda una serie de síntomas. Para
empezar, habían sacado de la ciudad a la mayor parte de sus mujeres e hijos y habían acumulado piedras
en las azoteas. Y además, habían sacrificado a varios niños lo que se interpretó como parte del ritual
previo al combate. Pero, con conspiración o sin ella, lo cierto es que la matanza fue brutal, despiadada y
desproporcionada, dejando sin vida sobre el frío pavimento de la Plaza Mayor a seis millares de nativos.
El objetivo real de tal masacre no fue frenar esa conspiración, pues con el ajusticiamiento de los
cabecillas hubiese sido suficiente. Se pretendía infundir en los nativos tal temor que perdieran toda
esperanza de resistencia. Uno de los españoles que participaron en la masacre, Bernal Díaz del Castillo,
escribió en este sentido lo siguiente:
Que si no se hicieran estos castigos esta Nueva España no se ganara tan presto, ni se atreviera (a)
venir otra armada y que ya que viniera fuera con gran trabajo, porque les defendieran las puertas.
No menos claro fue el padre Las Casas cuando dijo que la única justificación que tuvieron para
consumar la masacre de Cholula fue sembrar su temor y braveza en todos los rincones de aquellas tierras.
La colonización fue aún peor porque el indio fue discriminado y depauperizado hasta límites
insospechados. Todavía en nuestros días quedan residuos de ello en nuestra lengua. Cuando hablamos de
hacer el indio nos referimos a hacer el tonto, equiparando indio con un ser poco inteligente o inferior
intelectualmente.
Ahora, bien, ¿es posible comparar el genocidio de la Conquista con el llevado a cabo por los nazis
antes y durante la II Guerra Mundial? La antropóloga Christiane Stallaert ha establecido paralelismos
entre la Alemania nazi y la España Inquisitorial porque ambas tenían como objetivo la cohesión social,
aunque la primera optase para ello por la exclusión y, la segunda, por la asimilación. La pureza racial nazi
y la pureza religiosa española tuvieron puntos en común. Cuando un español probaba su condición de
cristiano viejo y, por tanto, libre de sangre mora o judía, llevaba implícito necesariamente un componente
racista. Incluso llega a afirmar esta antropóloga que los nazis no lograron finalmente su objetivo de
limpieza étnica pero España sí, en unos territorios andalusíes que había perdido hacía más de siete siglos.
A mi juicio, ya es hora de liberarnos de prejuicios y, aunque a priori nos pueda parecer anacrónica esta
comparación lo cierto es que, a lo largo de la Historia, el genocidio y los genocidas siempre han tenido
puntos en común. Pese a ello, el nazismo implicó una versión de genocidio mucho más acabada,
perfeccionada y malvada. Implicó la instrumentalización de la ciencia, el apoyo estatal y la eliminación
de pruebas y testigos, conscientes de que algún día la historia les juzgaría.
En cambio, los conquistadores asolaron más por su afán de hacer fortuna que por un deseo de
exterminio en sí mismo. En general, no parece que llegaran a desarrollar una voluntad explícita de
exterminio. España pretendió uniformizar e integrar; sólo habría una lengua, una cultura y una religión.
Todo lo demás no tendría cabida. Pero no existió nada parecido a lo que los nazis llamaron la solución
final. Ahora, bien, también es cierto que la Conquista tuvo dos agravantes: el primero, la magnitud de la
mortandad que afectó a más de 70 millones de personas. Y el segundo, que los crímenes quedaron
impunes, pues no hubo ningún proceso parecido ni similar al de Nuremberg, donde, como es sabido, una
buena parte de los nazis supervivientes fueron condenados a muerte o a cadena perpetua.
En definitiva, hubo un etnocidio sistemático y más puntualmente un genocidio que podríamos llamar
arcaico o moderno. Muy lejos de esa versión más perfecta, y a la vez más siniestra, que alcanzará en la
Edad Contemporánea.
3.- ¿QUIÉNES Y POR QUÉ NIEGAN EL GENOCIDIO?
Todavía hay historiadores, intelectuales y escritores en general que aluden a la gesta de la Conquista,
sin ser conscientes que millones de personas perdieron la vida y que otros muchos fueron sometidos a la
más miserable de las servidumbres. Sus instituciones fueron subyugadas y sus respectivas culturas y
lenguas aniquiladas. La realidad fue absolutamente simplificada, pues, el concepto indio no fue más que
una abstracción creada por lo vencedores. Obviamente, no existía una cultura indígena, pues indios eran
desde los mansos taínos, hasta los astrónomos incas, pasando por los primitivos otomíes que vivían en
cuevas, los salvajes jíbaros, los orfebres chibchas, los indómitos araucanos, los fieros guaraníes o hasta
los refinados mexicas, por citar sólo algunos.
La civilización mexica alcanzó un alto grado de refinamiento, muy visible en su Corte y en sus letras.
En Tenochtitlán había varios temascales, unos edificios donde se ofrecían baños de vapor a los clientes
que acudían a sus instalaciones. La Corte de Moctezuma no envidiaba en nada a las europeas. Entre los
cortesanos de la capital mexica se consumían diariamente 2.000 tazas de chocolate, condimentada con
vainilla y otras especias. Al soberano mexica le gustaba el helado de chocolate que le preparaban
hirviéndole el cacao y vertiéndolo sobre la nieve traída expresamente para él desde las montañas. A la
hora del almuerzo 400 pajes, hijos de señores principales, colocaban todo tipo de viandas en el comedor,
instalando braseros debajo para que no se enfriasen. Moctezuma escogía el plato que más le gustaba o el
que le recomendaba su mayordomo. Nadie entraba en el comedor sin antes descalzarse, so pena de muerte.
Cada día se renovaba la vajilla de la mesa –cazuelas, escudillas, jarras, vasos, etc.– pues existía la
refinada y despilfarradora costumbre de usarla una sola vez. Quizás por ese motivo no se solían usar las
vajillas de oro y piedras preciosas. Cuando Moctezuma terminaba de almorzar el resto de la pitanza se
repartía entre las 3.000 personas del cuerpo de guardia y de servicio que había en lo palacios reales.
Como puede observarse la Corte de Moctezuma no debía envidiar en nada a la del mismísimo emperador
Carlos V. Además, aunque en el imperio mexica se hablaban seis idiomas, el náhuatl se consideraba la
lengua culta, hegemónica en toda la confederación, y era tan universal, que en todas partes hay indios
que la hablan como la latina en los reinos de Europa y África.
Históricamente muchos cronistas vieron la guerra como legítima, favorecida por el milagro de Dios,
para el bien y remedio de aquellas almas. El conflicto armado entendido, utilizando palabras de Miguel
de Unamuno, como la santificación del homicidio. No olvidemos que el Derecho Canónico aceptaba la
guerra, justificándola en que la mayoría de las veces la iniciaban los buenos para frenar a los malos. Y
aunque hubo gloriosas excepciones dentro de la Iglesia51, la mayoría interpretó la Conquista como una
guerra justa, favorecida por Dios para castigar los pecados de los idólatras y los de sus antepasados. Los
indios eran, por su idolatría, una nación culpable, al igual que lo habían sido durante la Reconquista los
moros peninsulares. Y en este sentido, no olvidemos que el papa Gregorio VII, excomulgaba a los
descendientes de los herejes hasta la séptima generación. ¡Increíble!, hijos, nietos, biznietos y tataranietos
eran culpables de los pecados de sus antepasados. Y es que, durante gran parte de la Historia las
crueldades cometidas en las conquistas de los pueblos superiores sobre los inferiores se consideraron un
mero daño colateral que para nada afectaba a la legitimidad de la misma.
Que tuvieran esta visión en el siglo XVI no tiene nada de particular. Más difícil de entender es que
haya historiadores de nuestro tiempo que mantengan argumentos más o menos similares, negando
rotundamente el genocidio. André-Vicent O.P. ha escrito, con grandes dosis de erudición, que el
genocidio queda desmentido por la persistencia de la raza en México y en la población mestiza de las
islas españolas. En mi opinión, plantear la persistencia de la raza como negación del genocidio es falsear
la Historia. También persisten los judíos y no por ello se puede negar el genocidio nazi. La población en
América se ha recuperado desde mediados del siglo XVII, pero, ¿Qué pasó con los entre 60 y 80 millones
de indios que perecieron prematuramente entre 1492 y 1650?
El célebre hispanista Ramón Menéndez Pidal reconoció las crueldades cometidas en América, pero
defendía que las admirables leyes que se expidieron suponían un mérito más que suficiente para
amnistiar a España ante el juicio de la Historia. Una idea que tomaron a pie juntillas otros historiadores
de la época como Roberto Ferrando, quien sostuvo que las Leyes de Indias refutaban cualquier
imputación a España de los defensores de la Leyenda Negra. Sin embargo, se trata de una posición
ideológica que raya lo absurdo, primero, porque no se trata de culpar ni de amnistiar a nadie sino de
aproximarnos a la verdad histórica para evitar que los errores del pasado sigan repitiéndose en el presente.
Y segundo, porque el hecho de que España elaborara un magnífico corpus legal, que ciertamente no tenía
precedentes, no le exime de otra realidad, igual de palmaria, es decir, que estas leyes se incumplieron
sistemáticamente.
Luciano Pereña por su parte niega el genocidio bajo dos argumentos: uno, recogiendo la manida
explicación de que peor lo hicieron los anglosajones en Norteamérica. Y dos, insistiendo en que no era
más que una falsa acusación orquestada por los genocidas actuales para ocultar sus propios crímenes.
También afirma que, si hubo excesos, fueron obra de una minoría que, además casi siempre pagó por ello,
mientras que el resto de los españoles sirvieron lealmente a los indios y les ayudaron a promoverse y a
desarrollarse cristianamente. Pero, analicemos sus planteamientos detenidamente: es cierto que los
ingleses lo hicieron al menos tan mal como los españoles, y también puede ser más o menos cierto que
algunos hayan utilizado y utilicen esta acusación contra España como una especie de cortina de humo
para tapar el genocidio que todavía hoy siguen sufriendo algunos pueblos indígenas. Sin embargo, aún
reconociendo ambas realidades, éstas no pueden exculpar los delitos cometidos por los conquistadores. Y
en cuanto a que los crímenes casi siempre fueron castigados es una afirmación más que discutible. Como
tendremos ocasión de comprobar, la mayor parte de las transgresiones quedaron impunes y, cuando se
juzgó a alguno por matanzas indiscriminadas siempre hubo sentencias benignas, como la confiscación de
sus bienes o el exilio a otra gobernación.
Otros incluso, como el ilustre historiador Francisco Morales Padrón, van más allá al negar el
genocidio español pero sostener el mexica frente a otros pueblos como los tlaxcaltecas, los totonacas o los
huancas. Con todo el respeto, lamento decir que en esta ocasión no estoy de acuerdo con mi antiguo
profesor, pues a mi juicio invierte los términos, los vencedores no fueron los genocidas sino los vencidos.
La historia al revés, los verdugos convertidos en víctimas. El recordado historiador Demetrio Ramos, en
una línea muy parecida, negó también el genocidio, incluso en el caso de los taínos antillanos que se
extinguieron en menos de medio siglo. Sin aclarar demasiado afirma que era un pueblo débil física y
estructuralmente y que su desaparición tiene explicaciones mucho más lógicas que aquellas del genocidio.
En fechas recientes, algunos estudiosos de la demografía indígena, del prestigio de los doctores
Francisco Guerra, Noble David Cook y Massimo Livi Bacci, se han opuesto al uso de la palabra
genocidio en todo el proceso de la Conquista. En general, todos ellos afirman el papel decisivo de la
enfermedad, señalando como falsos aquellos testimonios que hablan de la infundada teoría de la crueldad.
Tanto Guerra como Cook se encuentran en una línea muy análoga. El primero niega cualquier forma de
genocidio bajo tres argumentos: primero, que la principal causa de la catástrofe demográfica fueron las
epidemias. Segundo, que los pueblos indígenas se beneficiaron de las técnicas, las artes y las ciencias que
traían los españoles. Y tercero, que también ellos –mexicas e incas sobre todo– habían exterminado a
otros pueblos. Como comprenderá el lector, ninguna de las tres explicaciones se sostiene; las epidemias
fueron un factor de primerísimo orden pero no el único, ¿y las matanzas sistemáticas de caciques?, ¿y los
trasvases masivos de esclavos?, ¿y la destrucción de sus ecosistemas?, ¿y el trabajo minero en
condiciones infrahumanas?, ¿y el exterminio de algunas tribus indómitas?, ¿y las vejaciones?, ¿y las
violaciones de mujeres?... En cuanto a lo segundo, es obvio que a los millones de amerindios que
perdieron sus vidas poco les importó los aprendizajes técnicos que a la postre algunos congéneres
terminaron incorporando. Y en relación a lo tercero, debemos decir que el hecho de que los mexicas o los
incas practicaran algunas de estas acciones no exculpa a los conquistadores de las atrocidades cometidas.
Ya hemos afirmado que el mundo indígena distaba mucho de ser un paraíso terrenal, eso es innegable,
pero ello no puede ser utilizado como un eximente.
En cuanto a Massimo Livi, aunque reconoce que las duras condiciones laborales contribuyeron a
hacer más devastadoras las epidemias, sostiene que la crueldad estuvo tan sólo encaminada a someterlos
para utilizarlos como mano de obra. Sin embargo, el profesor Livi se equivoca al tratar a todos por igual.
Como ya hemos afirmado, eso pudo ocurrir con los indios adaptados al trabajo sistemático pero no con
otros que desaparecieron en un breve espacio de tiempo, sin que nadie hiciese nada para remediarlo.
Una posición muy parecida defienden otros historiadores, como Marco de Antonio, que cree haber
encontrado en las epidemias la causa exculpatoria de La Leyenda Negra, y cito textualmente:
Este evento (se refiere a las epidemias) contrastado resolvería, en una importante proporción, el
largo contencioso hispanoamericano en el que se culpaba a los conquistadores de las bajas sufridas
por la población indígena, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.
En la misma línea debemos situar a Cordero del Campillo y a Guillermo Céspedes del Castillo. El
primero ha escrito que las epidemias exoneran a España del genocidio que los adversarios del poderío de
nuestro imperio interesadamente difundieron. Y el segundo, sostiene que el verdugo de la conquista no
fue el conquistador sino los microbios, responsables por sí solos del 95 por ciento de las muertes. Se trata
de uno de los grandes argumentos de los detractores de la tesis genocida, pues utilizan la tesis microbiana
para exonerar a los conquistadores del genocidio.
Tzvetan Todorov tampoco acepta el genocidio porque, según él, no hubo intención de exterminio. Por
esa razón, alude a la Conquista como la mayor hecatombe demográfica de la historia, pero exculpando a
los hispanos por el carácter involuntario de las enfermedades. También Bartolomé Benassar ha sostenido,
en relación a la conquista de México, que las enfermedades causaron el 90 % de las muertes por lo que,
dado que los conquistadores no podían hacer nada ante ello, la tesis homicida se ha descartado
actualmente. En una línea prácticamente idéntica se ha manifestado recientemente Matthew Restall. Este
último califica el suceso como el mayor desastre demográfico de la historia humana, pero niega el
genocidio igualmente aludiendo a una falta de voluntad de exterminio. Otros muchos eruditos, escritores
y pensadores se han manifestado en términos muy similares, al negar el genocidio, entre ellos Octavio
Paz, o Julio María Sanguinetti.
En cambio, otros analistas más críticos sí han denunciado el genocidio. Casi todos ellos anglosajones,
como David Bastone (1991), Francis Jennings (1993) o John F. Guilmartin (1991). En España el profesor
Manuel Lucena Salmoral (2000) sí ha sostenido su existencia al menos en los primeros años de la
Conquista, al igual que Bartolomé Clavero (2002). También Antonio Miguel Bernal (2005) afirma que,
aunque las epidemias tuvieron mucha responsabilidad en la catástrofe demográfica, no faltaron casos de
genocidio, como el perpetrado por Cortés sobre Tenochtitlán. Otros escritores, como Carlos Fuentes, o
Ludolfo Paramio y pintores como Osvaldo Guayasamín, pese a no haber realizado un estudio en
profundidad sobre la cuestión, son partidarios de tildar de genocidio a la hecatombe del mundo indígena.
Vuelvo a insistir que las epidemias fueron la primera causa de la mortalidad indígena, algo en lo que
insistieron algunos cronistas, como Gonzalo Fernández de Oviedo, fray Toribio de Benavente o Nicolás
Féderman, pero en absoluto exculpa las atrocidades cometidas por los europeos. No se trata de elegir
salomónicamente entre epidemias o malos tratos, pues, ambos factores estuvieron presentes de forma
combinada y entrelazada. En fin, quiero dejar bien claro que las salvajadas perpetradas no pueden quedar
camufladas entre los millones de ellos que, efectivamente, perdieron la vida a manos de otros asesinos
menos visibles, es decir, los microbios.
La mayor parte de los que niegan el genocidio lo hacen con argumentos eurocentristas porque tratan a
todos los indígenas como si fueran una unidad. En realidad los indios que vivían en un estadío más
avanzado de desarrollo fueron incorporados al trabajo sistemático, mientras que con otros grupos
nómadas o seminómadas no existió en absoluto una voluntad de evitar su exterminio.
Como puede verse hay opiniones dispares y contrapuestas. Yo creo que, transcurridos ya cinco siglos,
ha llegado la hora de reconocer abiertamente el genocidio y hacer justicia a las millones de personas que
perecieron tras el famoso choque de civilizaciones. Las violaciones de los derechos humanos son
imprescriptibles y, por tanto, nunca es tarde para enjuiciar objetivamente lo que allí ocurrió y denunciar a
muchos de sus más crueles protagonistas.
La Conquista fue esencialmente una campaña de pillaje, cuya tapadera ideológica fue la cruzada
evangelizadora. Pero, de cruzada nada de nada, la mayoría buscaba tierras ricas y pobladas, pues, como
decía Las Casas, cuanto más moros, más ganancia. Estaba claro, que una cosa era lo que decían y otra
bien distinta lo que hacían. Y así lo entendieron los propios indios. Hatuey, un cacique de La Española
huido a Cuba, hizo una cohoba y un areyto52 ante una cestilla de oro, mientras decía a sus congéneres que
ese vil metal no era sino el dios de los cristianos. Pensaba que con esos rituales dicha divinidad sentiría
agradado y no les haría daño. Bailaron durante horas hasta que se cansaron; pero de poco le sirvió al
infortunado Hatuey, pues, al poco llegaron los españoles y lo ejecutaron. Como es bien sabido, antes de
ajusticiarlo sus captores le pidieron que se bautizara para así ir al cielo con los cristianos, a lo que
respondió que entonces prefería ir al infierno por no estar con personas tan crueles. Por poner otro
ejemplo, Manco Inca, descendiente de los Incas, en un discurso pronunciado en 1535 ante los suyos dijo
lo siguiente:
Su codicia ha sido tanta que no han dejado templo ni palacio que no han robado, más no les hartarán
aunque todas las nieves se vuelvan oro y plata.
Los castellanos, como hicieron antes y después otros muchos pueblos supuestamente civilizados,
arrasaron el mundo indígena y la vida continuó, aunque no para todos, claro. Y digo supuestamente
civilizados porque muy pocos fueron capaces de ver más allá de sus propias narices. Antonio Machado
captó muy bien este talante cuando escribió: Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus
harapos, desprecia cuanto ignora.
4.- ¿SE PUEDE CULPAR A ESPAÑA?
En 1894 el eminente historiador y erudito García Izcalbalceta afirmó que, a diferencia de otras
potencias colonizadoras, ni el gobierno ni la nación española fueron cómplices de las crueldades
cometidas en el Nuevo Mundo. Obviamente, con el volumen de documentación que hoy disponemos,
dicha afirmación es absolutamente indefendible. La Corona recibió cientos de memoriales delatando los
malos tratos que estos recibían. Pero, desgraciadamente su máxima preocupación nunca fue la verdadera
y efectiva protección de los aborígenes sino evitar que disminuyese el flujo de metal precioso con destino
a la Península. Además, siempre temió mucho más un posible alzamiento de los conquistadores o de las
élites encomenderas que de los nativos. Conforme avanzó la colonización siempre fue consciente del
mayor peligro que suponían los mestizos y, sobre todo los criollos, intentando no disgustarlos en exceso.
Ahora bien, dicho esto, también debemos reconocer que es tan gratuito como absurdo responsabilizar
a España de una forma de actuar que han practicado todos los pueblos de occidente desde hace más de
2.000 años. Obviamente, no se puede sostener el europeismo exculpatorio sino al revés pero, insisto, de
todos, no solamente de España.
Tampoco es posible pedir hoy disculpas por lo que hicieron otros hace ya medio milenio, como no es
posible que los italianos pidan perdón por lo que hicieron los romanos con los pueblos primitivos del
Mediterráneo. Por tanto, es inútil y falaz pedir indulgencia tal y como se ha solicitado en más de una
ocasión desde algunos foros indianistas. Algunos grupos indígenas han sido más prácticos, pues en 1989
exigieron ante el Tribunal Internacional de La Haya una indemnización de 10 billones de dólares. Ni
cortos ni perezosos cuantificaron el daño recibido en un buen puñado de billetes, lo cual no deja de ser
subjetivo, surrealista y hasta ofensivo con la memoria de los millones de seres humanos que perdieron sus
vidas en tan dramático encuentro.
Juan Pablo II, en 1984 destacó la cristianización del Nuevo Mundo como una de las obras más bellas
llevadas a cabo por la Iglesia. Sin embargo, eso no le impidió que 16 años después, concretamente, el 12
de enero de 2000, en un documento titulado Memoria y Reconciliación pidiera perdón oficialmente en
nombre de la Iglesia por los excesos allí cometidos. Un gesto de buena voluntad que honra a este
venerable y recordado Pontífice pero que no deja de ser anacrónico y absurdo. E igual de irracional es
sentirse ofendido cuando se describen los dramas y las brutalidades que allí ocurrieron.
Lo que, en cambio, sí es posible y deseable es narrar y censurar el comportamiento de aquellos
conquistadores del siglo XVI y, de camino, recordar que todavía en el siglo XXI muchos Estados
continúan sometiendo y aniquilando a la minoría indígena. No se les puede pedir a los conquistadores que
hubiesen practicado la interculturalidad o al menos el relativismo cultural53, que son conceptos de nuestro
tiempo, pero sí existía una importante corriente crítica, única en Europa, contraria a los métodos de
expansión utilizados. Además está demostrada la existencia de unos conceptos morales absolutamente
universales: el asesinato, la mentira, el incesto o la pederastia han sido siempre comportamientos
censurables, al menos desde el origen de la civilización. Incluso la esclavitud fue reprobada por no pocos
pensadores de la época, como el padre Las Casas, Tomás de Mercado o fray Bartolomé Frías de Albornoz
y, ya en el siglo XVII, por el Capuchino fray Francisco José de Jaca. Y es que desde siempre se valoró la
libertad –o lo que se entendía como tal– como un derecho natural y como un preciado bien. Ya en las
Partidas de Alfonso X se destacaba la libertad como el bien más apreciado que las personas podían tener.
Más claro aún fue don Quijote de la Mancha quien, en un pasaje, le dijo a su fiel escudero lo siguiente:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella
no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por
la honra se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que
puede venir a los hombres.
Ahora, bien, insisto que los españoles actuaron exactamente igual que otros pueblos occidentales antes
y después de la Conquista. No se les puede culpar de pensar y actuar de acuerdo con el pensamiento
dominante en la Europa Moderna. Fueron tan etnocidas y genocidas como los demás pueblos occidentales
antes y después de la Conquista. Ni que decir tiene que portugueses, ingleses, franceses, holandeses y
alemanes actuaron de forma parecida en sus respectivas colonias. Sin ir más lejos, a los Welser les
concedió Carlos V la gobernación de Venezuela. Estos nombraron a varios delegados: Ambrosio Alfinger,
Espira, Hutten, Dortal, Féderman, etcétera. Todos ellos causaron gravísimos estragos, cometiendo
matanzas sistemáticas y convirtiendo el territorio en un inmenso mercado de esclavos. Esto prueba, una
vez más, que el genocidio era realmente la forma en que occidente entendió cualquier forma de expansión
durante buena parte de nuestra era. Estaba generalizada la creencia de que existían pueblos superiores e
inferiores y que era un derecho y una obligación someterlos para llevarles la luz de la civilización y una
religión superior. Salvaje era sacrificar muchachos al dios de la guerra o comerse a los prisioneros;
civilizado era quemar a los herejes en la hoguera o someterlos a cruel esclavitud. Eran civilizaciones en
estadíos evolutivos muy diferentes, ni mejores ni peores, pero los europeos no supieron apreciar ni valorar
esta circunstancia.
La Conquista fue presentada como el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Para la mayoría de
los europeos de la época los amerindios constituían sociedades degeneradas y bárbaras por lo que se
imponía la necesidad caritativa de civilizarlos o de cristianizarlos, que era la misma cosa. Por ejemplo,
Antonio de Herrera contrapuso la civilización castellana al barbarismo indígena, donde mandaban todos
con violencia, prevaleciendo el que más puede. Ahora bien, excluía del barbarismo a los mexicas y a los
incas. El padre Las Casas también contrapone el concepto civilización-barbarie, aunque invirtiéndolos.
Para él los bárbaros eran sus compatriotas mientras que los civilizados eran los indios.
Esta oposición entre civilización y barbarie ha estado presente invariablemente al menos hasta el
Imperialismo decimonónico. Precisamente, en 1885, George Clemenceau se oponía a la opinión
mayoritaria en Francia de la misión civilizadora en África, afirmando en la Cámara de los Diputados:
¡Razas superiores!, ¡razas inferiores! Es fácil decirlo, no existe el derecho de las llamadas naciones
superiores sobre las llamadas inferiores… La conquista que usted preconiza es el abuso, liso y llano
de la fuerza que da la civilización científica sobre las civilizaciones primitivas, para apropiarse del
hombre, torturarlo y exprimirle toda la fuerza que tiene, en beneficio de un pretendido civilizador
Unos años más tarde, en la II Internacional, se criticó la política colonial porque llevaba al
avasallamiento de las poblaciones primitivas. R. Tagore, Mahatma Gandhi y otros pensadores
contemporáneos censuraron igualmente el expansionismo capitalista, es decir, el dominio de los pueblos
presumiblemente civilizados sobre los supuestamente bárbaros.
Creo que han quedado bien asentadas y demostradas tres premisas: una, que los españoles del siglo
XVI actuaron exactamente igual que los demás pueblos de occidente a lo largo de nuestra era. Dos, que
aún siendo ciertos los crímenes cometidos es tan absurdo como anacrónico culpar a los españoles de hoy
por lo que hicieron personas de hace cinco siglos. Y tres, que todavía hoy algunos poderes
hispanoamericanos siguen culpando a España de sus males para ocultar sus propias miserias. Ricardo
García Cárcel, citando a Mario Vargas Llosa, lo ha dicho con una claridad meridiana:
No son los conquistadores de hace quinientos años los responsables de que en el Perú de nuestros
días haya tanta miseria, tan aparatosas desigualdades, tanta discriminación, ignorancia y
explotación, sino peruanos vivitos y coleando de todas las razas y colores.
Dicho todo esto, sólo queda concluir, que no es posible pedir perdón hoy por lo que hicieron aquellos
conquistadores y colonizadores del siglo XVI. De acuerdo con Manuel Lucena Salmoral, el único
objetivo de los historiadores de hoy debe ser conocer la verdad histórica y aceptarla, por dura que
resulte.