Download El impacto psicologico del maltrato: primera infancia y edad escolar

Document related concepts

Maltrato infantil wikipedia , lookup

Teoría del apego wikipedia , lookup

Violencia doméstica wikipedia , lookup

Acoso escolar wikipedia , lookup

Historia de la teoría del apego wikipedia , lookup

Transcript
El impacto psicológico del maltrato: primera
infancia y edad escolar
Mª ANGELES CEREZO
Universitat de València
Resumen
Las situaciones de maltrato infantil revelan una gravísima disfunción en la matriz relacional de la familia en la
que se produce el normal desenvolvimiento del cumplimiento de tareas evolutivas del niño. En consecuencia, el
maltrato infantil amenaza y afecta el desarrollo de la competencia del niño (socio-cognitiva, emocional,
comportamental). El propósito de este estudio de revisión es ofrecer desde un enfoque evolutivo y relacional las
facetas en las que se manifiesta el impacto psicológico del maltrato en primera infancia y en edad escolar.
Integrando áreas de investigación diversas, se presentan aproximaciones teóricas que dan cuenta de procesos o
mecanismos por los que las pautas relacionales abusivas de los padres afectan psicológicamente al niño.
Finalmente, la hipótesis de la continuidad social de Wahler se presenta como una contribución aplicable al
impacto de las relaciones coercitivas y asincrónicas sobre el funcionamiento cognitivo y comportamental del niño.
Las vías de investigación y las implicaciones prácticas son asimismo presentadas.
Palabras Clave: Maltrato infantil, consecuencias, edad escolar, primera infancia, impacto psicológico.
_________________
Psychological impact of abuse: Infancy
and childhood
Abstract
Child abuse represents a severe dysfunction in the family relational matrix where a child’s progressive
accomplishment of developmental tasks takes place. Consequently, maltreatment both endangers and affects the
development of competence in the child (socio-cognitive, emotional, and behavioural). The study adopts a
relational and developmental perspective to review the areas most affected by the psychological impact of
maltreatment in early childhood and school-aged children. Different theoretical approaches are reviewed to explain
the processes or mechanisms through which parents’ abusive relational patterns may affect their children’s
psychological functioning. Finally, Wahler’s “social continuity” hypothesis is put forth in order to help explain the
impact of abusing parents’ coercive and asynchronic relations on the child’s cognitive and behavioural functioning.
Future research and practical implications are also discussed.
Keywords: Child maltreatment, consequences, school-age, infancy, psychological impact.
_________________
Agradecimientos: Parte de la investigación de la que se informa en este trabajo ha sido financiada dentro del
Proyecto PS91-0132, DGICYT, Ministerio de Educación y Ciencia. La autora agradece a la coordinación de este
monográfico la invitación para contribuir al mismo.
Correspondencia con autora: Departamento de Psicología Básica. Avda. Blasco Ibáñez, 21. 46010 Valencia.
___________________
© 1995 by Aprendizaje, ISSN 0210-3702
Infancia y Aprendizaje, 1995, 71, 135-157
136
En la investigación sobre el maltrato infantil de los últimos años, se observa un
creciente interés por el estudio de las consecuencias del maltrato en la víctima. Esta
faceta de la temática está reclamando una merecida atención desde una orientación
eminentemente práctica. Y es que, si bien la detección eficaz de los casos y el cese
del abuso en éstos constituye un objetivo prioritario, no lo es menos poner remedio
a los efectos y daños producidos en el niño y reparar así, en lo posible, las
consecuencias de tales sucesos en el desarrollo y bienestar psicológico del menor.
Desde una perspectiva evolutiva, el niño se enfrenta a una serie de tareas,
apropiadas al estadio y la edad, que debe llevar a cabo de forma competente lo que
permite su continua adaptación (Sroute y Rutter,1984). Estas tareas o metas
evolutivas no las realiza por sí sólo sino que son posibles en el seno de una matriz
relacional o «matriz interpersonal» (Werner,1948) en la que la madre, o la figura
que actúa como tal, juega un papel fundamental especialmente en los primeros años
de vida. La maternidad ejercida de forma competente, esto es, con sensibilidad a las
necesidades y capacidades del niño, facilita a éste la consecución de sus metas.
(Cerezo,1993).
Las situaciones de maltrato lo que revelan es una gravísima disfunción relacional
que por lo tanto afectará al normal desenvolvimiento del cumplimiento de tareas
evolutivas del niño; en este sentido Cicchetti (1989) afirmaba que «el maltrato debe
considerarse una ‘psicopatología relacional’ en tanto que es el resultado de una
disfunción en el sistema transaccional paterno-filio-ambiental» (op. cit. p.389). En
definitiva, este fracaso en la consecución de las metas evolutivas del niño sería, en
sentido amplio, el impacto del maltrato y es lo que se viene a significar cuando en
las definiciones de maltrato se señala que éste «amenaza el desarrollo de la
competencia del niño» (Burgess y Richardson,1984, p.240) o «el desarrollo físico,
psicológico y emocional considerado como normal para el niño» (Martinez-Roig y
de Paúl, 1993, p.23).
Ahora bien, el impacto de los negativos efectos del maltrato y el curso que éstos sigan
en el niño, no es en modo alguno lineal. Las consecuencias del maltrato representan un
fenómeno cuya complejidad queda ilustrada cuando se observa que unas víctimas
generan unos problemas y no otros, que éstos problemas pueden agravarse o bien remitir
con el tiempo, que se manifiesten tardíamente o, incluso, que haya víctimas
asintomáticas y ajustadas.
Al igual que los recientes modelos etiológicos del abuso incluyen factores
potenciadores y factores protectores, que hacen más o menos probable el desarrollo de
conductas parentales abusivas (Belsky y Vondra,1987; Cicchetti y Rizley, 1981;
Wolfe,1987;1991), también el impacto del abuso, al ser un fenómeno relacional y
contextualizado, puede verse potenciado o amortiguado, según múltiples variables: no
sólo las más obvias, relacionadas con el tipo, duración o intensidad del maltrato, sino
también con las características de la víctima, los recursos y apoyos que tenga, y las
propias vicisitudes de su evolución vital. Recientemente, Belsky (1993) ha señalado que
parece no existir ni siquiera causas necesarias o suficientes que lleven al abuso, lo que
obliga a reconocer que «existen muchas rutas (pathways) diversas» y consecuentemente
no hay una única solución al problema del maltrato (p.413). Quizá, cuando la
investigación avance mas sobre el tema específico del impacto del abuso, pueda hacerse
la misma consideración: dada la existencia de maltrato, el impacto y las consecuencias
psicológicas en la víctima sigue rutas muy diversas frente a las que hay que idear
soluciones también plurales.
137
El propósito de nuestro trabajo es doble: por una parte se presentan algunos de los
hallazgos más relevantes sobre el impacto del maltrato en la víctima, desde una
perspectiva de las tareas evolutivas que el niño ha de realizar en su primera infancia y
posteriormente en su edad escolar; por otra parte, se ofrecen algunas conclusiones que
puedan ser útiles para los profesionales junto a vías de investigación que sugieran nuevas
hipótesis
LA EXPERIENCIA DE ABUSO FÍSICO, EMOCIONAL Y/O ABANDONO
EN LA PRIMERA INFANCIA
La primera infancia en un sentido amplio comprende los primeros cinco años de vida. Se
trata de una etapa donde el maltrato y sus consecuencias revisten una especial gravedad
debido principalmente a la fragilidad y vulnerabilidad del niño. De hecho, entre los menores
de 2 años es donde se registra el mayor número de casos con resultado de muerte y la mitad
de los casos con daños permanentes (Newberger, 1982). En estos primeros años, el niño
sufre cambios acelerados en tamaño (crecimiento) y función (desarrollo), dos facetas de una
misma realidad que manifiesta el impacto del maltrato. En efecto, por lo que a
consecuencias se refiere, en esta etapa es donde de un modo más nítido puede observarse,
parafraseando la frase bíblica, que «no sólo de pan vive el niño»; ya que la necesidad de
protección y amorosos cuidados iguala a la necesidad de alimento hasta tal punto que, si no
hay un trato afectivo emocionalmente rico, el niño lo acusa en su propio crecimiento físico
(Cerezo, 1993).
Desde el punto de vista físico, el hematoma subdural y las lesiones cerebrales se
encuentran entre los efectos más graves, a veces fatales, que puede causar el abuso físico de
un bebé. El sub-desarrollo del niño sin causa orgánica, es otra manifestación del impacto del
maltrato, no sólo los niños están por debajo del percentil 3 en peso y estatura sino que su
desarrollo no sigue las pautas esperables; por ejemplo, el crecimiento de los huesos largos
típico del segundo año de vida no se produce de igual forma y los niños tienen una
apariencia muy característica (Martinez-Roig, 1991). Además, cuando los niños pasan a
lugares donde les cuidan y atienden, se producen visibles crecimientos de recuperación;
estos niños progresan incluso en el hospital, hecho que no se produce con los otros niños.
Por último, en bebés y niños en edad de caminar que sufren de abuso emocional o abandono
se ha observado un fenómeno vascular de manos y pies fríos, con la piel moteada de
manchas moradas y rosáceas. Feehan (1992) atribuye este fenómeno al miedo que provoca
en el bebé la impredictibilidad de la respuesta de la madre y su no disponibilidad emocional,
lo que da lugar a una sobre-actividad del sistema nervioso simpático y a estos efectos en las
extremidades.
Desde la perspectiva de consecuencias de carácter psicológico, en esta etapa se
pueden distinguir tres áreas principales que, a grandes rasgos, se suceden
cronológicamente en sus momentos culminantes: el desarrollo socio-emocional que se
manifiesta en el apego, los procesos de diferenciación y la conducta social con iguales.
El apego
La observación de la interacción madre-hijo, muestra que las madres abusivas
manifiestan en mayor medida comportamientos aversivos, controladores y de
interferencia con sus niños que las madres no abusivas en un amplio rango de
edades, no sólo en bebés. (Burguess y Conger, 1978; Cerezo,1992; Crittenden,
138
1981: Mash, Johnson y Kovick,1983). El impacto de este tipo de interacción y
trato del niño puede afectar al desarrollo del apego: una de las tareas evolutivas
más importantes del primer año de vida. El bebé mediante llantos, o quejas,
provocados por distintas causas (dolor, malestar, hambre, ruidos súbitos, objetos
extraños, quedarse solo...) reclama la proximidad de la figura de apego. El
resultado «predecible» de la conducta de apego del bebé es lograr la proximidad
de quien le cuida (Bowlby, 1969) lo que le proporciona confort y seguridad. El
abuso físico y/o emocional del bebé no colabora, precisamente, en proporcionarle
esa predictibilidad. Y de acuerdo con la teoría del apego, el niño desarrollará un
apego inseguro (Crittenden y Ainsworth,1989, Crittenden, 1992) que puede ser
evaluado según el test de «la Situación ante el Extraño» desarrollado por
Ainsworth, Blehar, Waters, y Wall (1978).
En los últimos años, se viene discutiendo en el área especializada de la metodología
de evaluación del apego una cuarta categoría denominada «D», por algunos autores, en
la que se clasificarían el mayor porcentaje de niños maltratados (Crittenden,1981;
Lyons-Ruth, et al. 1987; Main y Solomon, 1986). Los niños clasificados como patrón D,
en el test de Ainsworth reaccionan en sus reencuentros con la madre, de una forma
desorganizada sin una estrategia clara para tratar con la figura de apego en situación de
estrés.
Uno de los estudios más ilustrativos sobre el impacto del maltrato infantil en términos
de apego proviene del proyecto de Harvard, liderado por Cicchetti. Se trata de una
investigación longitudinal para valorar las consecuencias evolutivas del abuso y el
abandono. Carlson et al. (1989) compararon dos grupos de madres: 22 maltratadoras y
21 no maltratadoras y clasificaron los niños de 12 meses en su conducta de apego,
uniendo a las tres categorías clásicas de Ainsworth (A: ansioso-huidizo, B: seguro y C:
ansioso-resistente) la categoría D: desorganizado o desorientado. El tipo de maltrato
sufrido por estos niños fue abandono y abuso emocional. Todas las familias se
caracterizaron por pertenecer a un status socio-económico relativamente bajo. Los
resultados mostraron que en el grupo de maltrato el 82% de los niños se clasificaron en
el grupo D, frente al 19% del grupo de comparación, mientras que en la categoría de
apego seguro se incluyó un 13% de los maltratados y un 53% del grupo de comparación.
Las diferencias entre la proporción de apego seguro vs. inseguro en los dos grupos fue
significativa.
La revisión de Youngblade y Belsky (1990) de un conjunto de 11 trabajos que incluye
941 sujetos, sobre la conducta de apego de niños maltratados muestra la convergencia de
resultados: los niños procedentes de grupos de maltrato se clasificaron en apego inseguro en
una medida significativamente superior que niños que no padecían maltrato, equiparados en
cuanto a edad y características socioeconómicas. La concordancia, es tanto más interesante
cuanto incluye trabajos transversales y longitudinales, edades desde 12 a 24 meses, y
aplicaciones standard y modificadas de los métodos de Ainsworth. Las concordancias
también se mantienen cuando se separan por edades y por tipos de maltrato y se incluye la
cuarta categoría (A-C ó D).
Así pues, los niños pequeños que crecen en ambientes de crianza inconsistentes y con
un trato insensible o desintonizado con las necesidades del niño, por hiper-estimulación
o por infra-estimulación, fracasan con más frecuencia en realizar una de las tareas
evolutivas más importantes, cual es el desarrollo de un apego seguro. El miedo que estos
niños sienten puede activar conflictos entre su tendencia a buscar proximidad con la
madre y su tendencia a evitarla o rehuirla por previas experiencias de rechazo que la
convierten en poco predecible.
139
Los procesos de diferenciación y el self
Entre los dieciocho meses y los tres años, el niño tiene que cumplir otra importante tarea
evolutiva: el desarrollo del self autónomo. Se trata del proceso que va asentándose de
diferenciación de sí mismo, como distinto de los otros, y de los sentimientos hacía sí mismo.
Se considera que el establecimiento de un apego seguro favorece estos procesos en la
medida que, por así decir, libera atención en el niño para poder explorar otros ambientes que
de otro modo seguían siendo «secundarios» a su interés por controlar su fuente de seguridad
primaria (Lewis, Brooks-Gunn y Jaskir, 1985).
El estudio de las facetas cognitiva y emocional del self ha utilizado como indicadores más
frecuentes, el auto-reconocimiento visual del niño ante el espejo y la cualidad de las
reacciones afectivas ante su imagen. Algunos hallazgos apuntan en la dirección de que los
niños maltratados ven afectada la dimensión emocional respecto a su «sí mismo»,
manifestando ante su imagen, con mayor frecuencia que los otros niños, reacciones neutras
o, incluso, negativas (p.e.:Lewis, Sullivan, Stanger y Weiss, 1989).
Los hallazgos del estudio longitudinal de Schneider-Rosen y Cicchetti (1991) con 250
niños a sus 18, 24 y 30 meses, que incluyó dos grupos control de bajo y medio nivel
socio-económico, señalaron que la experiencia de maltrato y la pertenencia al grupo de
clase baja impactaron el desarrollo emocional de los niños; estos niños manifestaban
reacciones neutras o negativas a su imagen, mientras que los de comparación
reaccionaban con afecto positivo. Al no contar el trabajo con otro grupo de maltrato que
perteneciera a un status socio-económico medio, no pudo establecerse la contribución
diferencial de los dos factores a la dimensión emocional del self, extremo que queda por
investigar. Por otra parte, el auto-reconocimiento visual, la dimensión más cognitiva, a
diferencia de las reacciones emocionales, parece depender más de la maduración
biológica y no se ve afectada por factores tales como el maltrato o la clase social
(Schneider-Rosen y Cicchetti, 1984).
El «Proyecto de interacción madre-hijo de Minnesota», dirigido por Egeland, es un
amplio programa de investigación longitudinal sobre maltrato uno de cuyos estudios
aporta interesantes resultados en relación al desarrollo de la autodiferenciación. A la
edad de dos años, se identificó un grupo de noventa y seis niños sufriendo algún tipo de
maltrato (físico, verbal, abandono, rechazo psicológico o inaccesibilidad psicológica de
la madre). Este grupo procedía de un total de 267 mujeres primíparas de alto riesgo, que
fueron evaluadas periódicamente desde su tercer trimestre de embarazo. Los niños
maltratados se compararon con niños del mismo grupo original de alto riesgo en una
serie de variables relativas a su incipiente autonomía, tales como el ocuparse en tareas de
modo independiente y la utilización de recursos para enfrentarse a la frustración. Se les
plantearon cuatro problemas, los dos primeros eran muy simples, pero los dos segundos
eran muy difíciles y el niño requería la ayuda de la madre. A las madres se les dijo que
dejaran al niño trabajar solo y después le prestaran la ayuda que creyeran necesaria. Se
calificaron mediante observación las dimensiones de entusiasmo, dependencia,
desobediencia, enfado, frustración hacia la madre, persistencia y afrontamiento.
Los resultados indicaron que todos los niños maltratados mostraron significativamente
menos entusiasmo que los control, más conducta desobediente, más enfado y frustración.
La conducta de afrontamiento con el estrés de la tarea fue significativamente peor en los
niños del grupo de abandono y del grupo cuyas madres manifestaban una clara
inaccesibilidad para sus niños. Estos últimos, destacaron por su falta de afecto positivo y
mostraron efectos más perniciosos en sus índices de desarrollo (Erickson, Egeland y
Pianta, 1989).
140
Otra faceta importante relacionada con los procesos de diferenciación es el
funcionamiento comunicativo de los niños. Algunos estudios, han hallado demoras en el
desarrollo sintáctico, y en el uso del vocabulario y la función comunicativa del lenguaje
entre niños maltratados, en su tercer año de vida, cuando se les compara con niños de su
edad (p.e. Coster et al. 1989). Ahora bien, aun constatándose tales diferencias, éstas no
parecen específicas del maltrato per se, ya que factores como las propias características
del lenguaje de la madre y el status socioeconómico, se presentan de forma conjunta y es
difícil dilucidar el papel diferencial de cada uno de ellos en el resultado. Es un área que,
requiere mucha más investigación.
Así pues, resumiendo, la investigación sugiere que el maltrato afecta al desarrollo de
la autodiferenciación y los procesos del self en sus dimensiones emocionales, mientras
que la dimensión más cognitiva de auto-reconocimiento no parece verse afectada; los
aspectos de desarrollo de lenguaje, especialmente la función comunicativa parece sufrir
cierta demora, si bien quedan por dilucidarse el papel diferencial del maltrato de otros
factores como el lenguaje de la madre. El niño maltratado presenta problemas a la hora
de lograr la consecución de estas tareas evolutivas sobresalientes en su segundo y tercer
año de vida.
El comportamiento social con iguales
Las relaciones entre niños, o lo que se ha denominado el «comportamiento con
iguales», y el establecimiento de relaciones sociales que desarrolla, representa una meta
evolutiva que comienza a cobrar gran importancia en la edad preescolar. Sin embargo
como todas las tareas evolutivas hasta aquí señaladas, no surgen ex novo ya que se
pueden rastrear sus expresiones antecedentes. En este sentido, una de las características
más propias de la relación entre niños es su carácter de igualitaria, de recíproca, y este es
un aspecto principal del desarrollo social que adopta distintas manifestaciones según el
momento evolutivo.
Hacia la mitad del segundo año de vida y durante el tercero, los niños comparten, no
sólo el lugar y la actividad, de forma paralela, sino un cierto significado aunque
relacionado con objetos y posesiones. En la edad preescolar, este significado compartido
se refiere progresivamente a actividades y personas en los que basan su interacción
social.
George y Main (1979) realizaron un estudio que probablemente sea el más citado en
la literatura, por ser de los primeros en comparar la interacción social con iguales de
niños con abuso físico y niños no maltratados, diez en cada grupo. El estudio se realizó
con niños de dos años. Los resultados observacionales mostraron que los niños que
sufrieron abuso físico manifestaban agresividad y evitación hacia sus iguales; cuando
éstos le hacían un gesto amistoso, se debatían en un conflicto de aproximaciónevitación y si, por fin, respondían lo hacían de manera indirecta, acercándose por detrás
o por un lado. Estos resultados se han venido registrando en estudios diversos con
niños mayores en edad preescolar. Los niños maltratados muestran una incompetencia
social en su interacción con iguales, que se manifiesta en conductas agresivas y/o
retraimiento social.
Una variante del estudio del comportamiento social, es la que se refiere a registrar la
actuación de los niños maltratados cuando un igual se muestra compungido o llorando.
Los niños no maltratados dan muestras de consuelo o pena y tratan de reconfortarle
mientras que los niños del grupo de abuso físico responden a su compañero con miedo,
enfado o incluso golpeándole. Estos resultados fueron obtenidos por Main y George
141
(1985) con niños de dos años. Sin embargo, los resultados se confirman, en términos
generales con víctimas en edad preescolar, incluso cuando llevan ya un tiempo sin
padecer abuso y se están relacionando con niños no maltratados. Las víctimas
manifiestan más respuestas inapropiadas, por exceso (agresión) o por defecto
(retraimiento), ante un compañero quejoso y apenado, que los otros preescolares
(Klimes-Dougan y Kistner, 1990).
La meta evolutiva del establecimiento de relaciones sociales que proporcionan nuevas
experiencias y nuevos recursos para el niño en desarrollo se ve afectada por las
experiencias de maltrato. El niño tiene dificultades para discriminar la conducta de los
otros y actuar en reciprocidad y consonancia con ella.
LA EXPERIENCIA DE ABUSO FÍSICO, EMOCIONAL Y/O
ABANDONO EN LA EDAD ESCOLAR
Entre las metas evolutivas del periodo comprendido entre los 6 y los 12 años, destaca
una integración jerárquica de las redes sociales y de las diferentes figuras de apego y de
la autonomía en sus diversos aspectos; el niño logra también en esta etapa evolutiva la
capacidad de asumir responsabilidades, una conciencia de los procesos psicológicos
internos y una internalización de lo que esta bien y lo que está mal. Estos logros se
plasman en el funcionamiento emocional y cognitivo, las facetas comportamentales y las
de la cognición social (Cicchetti, 1989).
El ajuste emocional y cognitivo
Los niños maltratados que sufren abuso físico y emocional se desarrollan en
condiciones de vida familiar adversa, marcada por alto nivel de conflictividad y
relaciones inestables y disfuncionales. Las conductas de los padres no sólo son aversivas
sino que se administran de forma no contingente en relación al comportamiento del niño
(p.e.: Cerezo, 1992; Reid, 1983).
La situación en la que viven las víctimas de abuso físico y emocional, puede
considerarse que se corresponde con el modelo de desamparo aprendido de Abramson,
Seligman y Teasdale (1978); el modelo establece que se desarrollarán síntomas
depresivos cuando el sujeto perciba que un resultado positivo es muy improbable o uno
negativo muy probable y él nada puede hacer para cambiar el resultado. Asimismo, a qué
atribuya el niño los cuentos que le suceden afecta el desarrollo subsiguiente de síntomas
depresivos (Seligman et al. 1984). Siguiendo esta lógica, Cerezo y Frias (1994)
realizaron un estudio comparativo entre víctimas de abuso físico y emocional que
llevaban sufriendo maltrato al menos dos años en el momento que fueron evaluadas y
niños procedentes, equiparados socioeconómicamente, de la misma comunidad y cuya
situación familiar no era problemática. La evaluación del grupo de víctimas formaba
parte de la línea base que se realizó a la familia para proceder al tratamiento posterior. Se
utilizaron los conocidos cuestionarios de depresión infantil de Kovacs (CDI; Children
Depression Inventory) y de estilo atribucional en niños de Kaslow (CASQ o KASTAN;
Children’s Attributional Style Questionnaire).
Los resultados, de acuerdo con las predicciones, indicaron que los niños del grupo
de abuso presentaron un nivel significativamente superior de sintomatología
depresiva, y un estilo atribucional más depresogénico. En las respuestas al CDI, las
víctimas manifestaban un afecto negativo en relación al auto-concepto la
142
salud/enfermedad, las preocupaciones por la muerte, las relaciones sociales y el
disfrute de las cosas o experiencias. De una forma gráfica, Cerezo y Frias (1994)
traducen los resultados utilizando la frase «yo siempre todo mal» que recoge las
dimensiones de internalidad, estabilidad y globalidad de la atribución depresogénica.
El niño promedio del grupo de abuso diría «¿Cosas malas?, yo siempre hago algo
mal. ¿Cosas buenas? Los otros siempre hacen algo bien» mientras que sus
compañeros dirían: «¿Cosas malas?, los otros algunas veces hacen algo mal. ¿Cosas
buenas? yo siempre hago todo bien».
Los niños maltratados no se perciben a sí mismos con la seguridad habitual con que lo
hacen los demás niños en esta etapa: una seguridad en sus capacidades y en la estabilidad
de las mismas. En efecto, los niños en torno a los diez años suelen atribuirse todo lo
bueno y consideran que los errores y fallos se deben a los demás o al azar. Este aspecto
evolutivo ha sido denominado por Dweck y Elliot (1983) como «entity view»,
perspectiva de la entidad. Desde esta perspectiva, los niños que sufrían abuso también
creían que sus habilidades eran internas y estables pero para las cosas negativas o malas
que les sucedían, procurándose así un sentido a la adversidad de sus ambientes. Era
frecuente que en las entrevistas verbalizaran «esto me pasa porque soy malo». Cerezo y
Frias (1994) proponen denominar este aspecto del funcionamiento emocional y cognitivo
de los niños maltratados como «perspectiva de la entidad negativa» («negative entity
view»).
Los hallazgos de mayor presencia de sintomatología depresiva en escolares con
problemas de abuso han sido señalados por otros autores (Fantuzzo, 1990 Gaensbauer,
1981; Kazdin, Moser, Colbus y Bell, 1985); así como estilos atribucionales
depresogénicos en estos niños (Kauffman,1991).
Funcionamiento comportamental
La investigación sobre maltrato en edades escolares ha constatado, en reiteradas
ocasiones, que los niños que padecen malos tratos manifiestan un funcionamiento
comportamental problemático, o más concretamente: conductas de agresividad, verbal y
física, hostilidad, oposición, robos, mentiras, absentismo, que se integrarían en la
categoría de «problemas de conducta» o externalizantes. Aunque estos problemas sean
los más frecuentes, la faceta internalizante e incluso combinación de ambas, también se
han encontrado representadas en estos niños (p.e. de Paúl y Arruabarrena, en prensa).
Es interesante señalar la confluencia de estos hallazgos, provenientes del área del
maltrato, con los obtenidos por los autores más relevantes del área de los problemas de
conducta, una de las que cuenta con más tradición en la psicopatología infantil. En
efecto, en ésta última la relación entre las pautas de socialización familiar y el desarrollo
de problemas de conducta infantiles, está bien documentada (McCord, 1987;
Patterson,1976; 1982; Wahler,1976; Wahler y Dumas, 1987). Por otra parte, desde la
década de los 80 se viene insistiendo entre algunos estudiosos del maltrato,
especialmente aquellos relacionados con el abuso, en que éste debe considerarse como el
resultado de unas relaciones gravemente disfuncionales, y que éstas representan el
extremo de un continuo de mayor a menor disfuncionalidad en la interacción paternofilial. (Ammerman, 1990; Belsky, 1980, 1993; Cerezo, 1992; Ciccheti y Rizley, 1981;
Wolfe, 1987). Así pues, la integración de las contribuciones de un área y otra, muestran
una importante confluencia. La Psicología evolutiva subraya, por su parte, que el
desarrollo del niño se produce en una matriz relacional, una suerte de urdimbre socioafectiva cuyas primeras referencias son la familia, en particular la madre.
143
Considerado todo esto en su conjunto, cabe pensar que en el impacto del maltrato el
núcleo de la cuestión está en la interrelaciones paterno-filiales desajustadas que
promueven el desarrollo de alteraciones infantiles, al obstaculizar la consecución de
metas evolutivas; a la base de estas interrelaciones se hallan las prácticas de
socialización. Debe subrayarse que se habla de inter-acciones, por lo que los factores
relacionados con el niño, como el temperamento, juegan un importante papel, para
algunos autores cuasi-determinante (véase la polémica Lytton-Dodge-Wahler, 1990). Y
aun hay que añadir que estas interrelaciones no están descontextualizadas, bien al
contrario, el contexto extra-familiar y comunitario pueden potenciar o amortiguar estas
disfunciones (p.e. Wahler, 1980).
Estudios observacionales
Gran parte de los conocimientos acumulados sobre la interacción familiar se deben a
los trabajos que utilizan observación directa en el hogar, también llamada naturalista,
por mostrarse la metodología más apropiada para apresar patrones de interacción y
pautas comportamentales, a nivel microsocial. Estos estudios, han mostrado que los
niños con problemas de abuso se caracterizan por elevadas tasas de conducta aversiva y
conducta oposicional. Las madres abusivas, por su parte, son más aversivas, menos
positivas y dan más instrucciones, cuando se comparan con díadas madre-hijo no
problemáticas. (Ammerman, 1990; Cerezo y Frias, 1991; D’Ocon, 1994; Hanse,
Conaway y Smith, 1990). Además estas conductas maternas negativas suelen darse a
«destiempo», no guardan relación con lo que el niño hace o dice, por lo que desde el
punto de vista infantil en una importante proporción son arbitrarias. (Burgess y Conger,
1978; Reid, 1983; Wahler y Dumas, 1986). Hay que señalar que en general, la
conducta interactiva materna más frecuente es de carácter neutro, entre el 75 y el 80%,
y por tanto, las dimensiones más distintivas en relación al perfil interaccional materno
se centran en los comportamientos negativos, los positivos y los instruccionales, todos
ellos de relativa baja frecuencia pero de gran relevancia clínica (Reid, Taplin y Loeber,
1981).
En nuestro país, hemos obtenido hallazgos semejantes, en la Unidad de Investigación
«Agresión y Familia» (Cerezo,1990,1992; Cerezo y Frias, 1991; D’Ocon, 1994). En un
estudio realizado sobre 25 familias abusivas, que fueron observadas en el hogar, los
niños entre 4 y 13 años mostraron una tasa de conducta desviada de .34 respuestas por
minuto, es decir una cada algo menos de tres minutos y una tasa de conducta prosocial
de 5.50. Los datos representan los valores medios de las sesiones observacionales
realizadas, entre 5 y 7 por familia, de una hora de duración. El sistema de codificación
utilizado fue el SOC III (Cerezo, Keesler, Dunn y Wahler, 1986; Cerezo, 1991). La
categoría de «conducta desviada» incluía los códigos de quejas y protestas,
transgresiones de las normas, aproximación o atención social negativa, física o verbal,
instrucción negativa, y desobediencia u oposición neutra o negativa. La categoría
denominada «prosocial» incluía no sólo códigos positivos por contenido o valencia, sino
también la aproximación social neutra en la que el sujeto intercambia información,
iniciando o respondiendo a la interacción, en definitiva estos códigos fueron: juego,
trabajo o realización de tareas, aproximación social neutra o positiva, instrucción
positiva, obediencia neutra y positiva. El registro continuo y secuencial del SOC III
permite obtener las tasas por minuto (Cerezo,1991).
Los acreditados trabajos de Gerald Patterson y colaboradores en el Centro de
Aprendizaje Social de Oregon, determinan una tasa de .45 respuestas desviadas como el
144
nivel hallado en niños con graves problemas de conducta manifiesta. El promedio de
nuestro grupo fue próximo a este valor y cerca del 30% de los niños del grupo de abuso
lo sobrepasaron, con algún caso extremo registrando 1.14 respuestas aversivas por
minuto.
Datos procedentes de un estudio de comparación con 15 familias realizado por Cerezo
y D’Ocon (1995) indican que los niños que sufrían abuso obtenían tasas ligeramente
inferiores en conducta prosocial (5.50 vs. 5.77) y significativamente superiores en
conducta desviada (.34 vs. .15 ).
Las madres del grupo de abuso, por su parte, mostraron que el 4.6% de la conducta dirigida
al niño fue codificada como negativa o aversiva, el 2.9%; como positiva, las instrucciones
representaban el 18% y la conducta neutra de aproximación social el 74.5%. Atendiendo los
resultados de estudios con grupos de madres de comparación, no abusivas, se observa que las
madres abusivas dan más órdenes, son más aversivas y menos positivas, y muestran menos
interacción neutra con sus hijos (Cerezo y D’Ocon, 1995). Ahora bien, aun siendo de interés
este perfil, desde la perspectiva interaccional la variable relativa al «timing», es decir, el
acompasamiento o sincronía en la interacción se revela como más importante que éstos
valores absolutos manifestados por los interactores; dicha variable viene representada en
nuestros estudios, por la proporción de conducta materna indiscriminada. Las madres abusivas
actúan de forma significativamente más indiscriminada que las no abusivas ante la conducta
prosocial de sus hijos: .27 vs. .17, en términos de proporción de respuesta indiscriminada
(Cerezo y D’Ocon, 1995).
Informes de los padres
Cuando la fuente de información de la conducta del niño son los padres, la
investigación también muestra que los niños maltratados muestran un nivel de
comportamiento problemático elevado (Aragona y Eyberg, 1981; Mash, Johnston y
Kovitz, 1983; Wolfe y Mosk, 1983). Los resultados, utilizando escalas de problemas
como la de Achenbach y Edelbrock (1983; CBCL, Child Behavior Checklist), indican
que los niños maltratados son calificados como problemáticos.
Nuestros estudios, muestran que los 25 niños que sufrían abuso físico y emocional,
como grupo obtuvieron una puntuación total en la escala de problemas del CBC de 64.6
(T=70), frente a la de 34.8 obtenida en grupos españoles de niños no clínicos, en los
estudios de validación que desarrolla Victoria del Barrio en la UNED, que los sitúa en
rango clínico (del Barrio, Cerezo y Cantero, 1994). El valor medio es algo superior al de
una amplia muestra clínica de varones de 6 a 11 años, de nuestro país donde se obtuvo
57.6 puntos (del Barrio y Cerezo, 1990). En la misma línea, Aber, Allen, Carlson y
Cicchetti (1989) obtuvieron en un grupo de 13 niños maltratados, varones entre 6 y 8
años, una puntuación total en el CBC de 56.8, próxima al valor de 58.9 del grupo clínico
utilizado por Achenbach y Edelbrock para el estudio normativo de la escala y
significativamente superior al 21.7 de su grupo no clínico.
El tema de la mayor presencia de problemas entre los niños maltratados cuando la
fuente son los usuales informes de terceros cumplimentados, en este caso, por los padres,
ha sido debatido por la cuestión repetidamente señalada del sesgo perceptivo de los
padres abusivos (Azar, Robinson, Hekimian y Twentyman, 1984; Milner, 1993). Aunque
la tendencia general es a considerar que el sesgo es de sobre-estimación, quizá habría
que distinguir una variable mediadora según el estilo parental. Cuando los padres son
excesivamente laxos y desvinculados del niño, nuestra experiencia nos indica que «no
ven nada» y conductas obvias y constatadas como robos repetidos, absentismo, etc. son
145
respondidos en los items correspondientes del CBC como que no se dan. Este
desvinculamiento se detecta en la interacción familiar caracterizada por los niveles más
reducidos del grupo y además los niños presentan niveles muy bajos de conducta
desviada, acercándose a los valores de niños normales, si no fuera porque la conducta
prosocial también es muy reducida. Otras variables predictoras que hemos constatado
que afectan al informe de la madre, a través del CBC, son la valencia y el número de sus
contactos extrafamiliares, y la propia conducta aversiva que dirija al niño (Cerezo y
Pons, en prensa). Es sin duda un tema que precisa ser estudiado con detalle en el futuro.
Los problemas de conducta: ¿consecuencia o causa de abuso?
Cuando se aborda el funcionamiento conductual de los menores con problemas de
abuso y se constatan las pautas que les diferencian de los niños sin estos problemas, una
de las dificultades más graves descansa en la interpretación de los hallazgos. Dicho de
forma concisa: estos aspectos diferenciales, ¿son consecuencias o son causas?. Los
estudios transversales indican que los niños son agresivos, hostiles y desobedientes:
¿esto es consecuencia de la crianza a la que son sometidos por sus padres o éstos padres
recurren a estrategias punitivas y abusivas porque los niños son incontrolables?. Los
estudios longitudinales parecen apuntar que se trata de consecuencias, sin embargo, es
difícil imaginar que el desarrollo de estos problemas no tenga algún papel en el
mantenimiento de los ciclos coercitivos (Younghlade y Belsky, 1990).
Los análisis secuenciales de la interacción a nivel microsocial también ayudan a
encontrar una respuesta a la direccionalidad de las asociaciones observadas entre la
conducta agresiva de los niños y la de los padres. En un reciente trabajo en nuestro
grupo, D’Ocon (1994) estudió, mediante estrategias de análisis secuenciales (Bakeman y
Quera, 1995) dos importantes patrones interactivos madre-hijo en casos de abuso físico
y/o emocional: el de «compliance» o ceder de la madre a la oposición del niño, basado
directamente en la teoría de la coerción de Patterson y el de predictibilidad o
consecución del niño de reducir la indiscriminación materna propuesto por Wahler. Uno
de los propósitos del estudio era verificar en qué medida estos patrones se producían de
forma semejante a los hallados por Wahler, Williams y Cerezo (1990) siguiendo la
misma metodología secuencial, con 25 díadas madre-hijo estadounidenses que habían
sido referidas a tratamiento por graves problemas de conducta infantiles.
Los análisis de más de 178 horas de observación realizadas, mediante el SOCIII
(Cerezo et al. 1986; Cerezo, 1991) en el grupo abusivo, mostraron que los dos tipos de
episodios parecen trabajar en tandem. Es decir, dado que en la corriente de interacción se
produce que la madre no hace valer sus demandas y cede, ante la conducta oposicional
del niño, la probabilidad de que en los eventos siguientes se «desentienda» de éste y
actúe de forma más indiscriminada se incrementa significativamente. Esto propicia, a su
vez, subsiguientes incrementos de la conducta aversiva del niño por reducir esa
indiscriminación materna, precipitándose así, situaciones de grave conflicto.
Un análisis que aporta también resultados de interés consiste en comparar la
conducta indiscriminada de tres grupos de madres: madres sin problemas de
relación con sus niños, madres maltratadoras cuyos niños muestran en el hogar tasas
de conducta desviada bajas y semejantes a las de los niños no clínicos, y madres
maltratadoras cuyos niños manifiestan altas tasas de conducta aversiva y
oposicional. Cerezo y D’Ocon (1995) han realizado un estudio en esta línea. El
diseño permitía controlar el problema de la mayor frecuencia de conducta
oposicional y aversiva del niño que podría explicar un comportamiento materno más
146
arbitrario y negativo. En efecto, los niños maltratados con baja tasa de conducta
desviada en casa ofrecían las mismas oportunidades de «problemas» a sus madres
que los niños no maltratados. ¿Era el comportamiento materno semejante también,
al de las madres no maltratantes? Los resultados, de acuerdo con las predicciones,
indicaron que no.
Las madres de los dos grupos de abuso eran semejantes entre sí y diferentes de las
otras madres: su conducta indiscriminada dado que el niño se comportaba de forma
adecuada o prosocial fue significativamente superior. Y tras conducta desviada infantil
los tres grupos de madres mostraron un nivel reducido y semejante de conducta
indiscriminada. Conviene subrayar que los niños maltratados con baja tasa de conducta
desviada en el hogar eran niños con graves problemas de conducta encubierta, que se
producían fuera del hogar: robos importantes, absentismo, mentiras, etc.. Las autoras
argumentan que estos niños, que viven en ambientes familiares tan adversos e
indiscriminados, y con niveles de interacción muy reducidos, pueden buscar la
controlabilidad de su ambiente fuera del hogar. Los resultados de este trabajo han
recibido apoyo en un estudio reciente con un mayor número de sujetos (Cerezo y
D’Ocon, en prensa).
En definitiva, la cuestión inicialmente planteada no tiene una respuesta fácil o
mucho menos concluyente, debido al carácter interaccional y evolutivo de la
relación paterno-filial. Desde la perspectiva de la paternidad, cuando las prácticas
de socialización son inadecuadas por una disciplina abusiva, verbal y física, o por
un abandono físico o emocional, al niño no se le proporciona la seguridad
emocional y afectiva que precisa para ir dando cumplimiento satisfactorio a sus
tareas evolutivas. Desde la perspectiva dinámica del niño, éste tratará de adaptarse
por sobrevivir psicológicamente en la matriz relacional en la que se encuentra. Y en
la faceta conductual, según su temperamento y su género, entre otros factores, se le
presentan dos vías: la lucha o la retirada, lo que denominamos, de otro modo,
problemas externalizantes y problemas internalizantes (el «fight or flight»). Este
niño con los problemas que desarrolla sigue conviviendo en el mismo ambiente, por
lo que su comportamiento constituye un factor de estrés familiar y puede contribuir
al mantenimiento de su propia victimización.
Conducta con iguales y cognición social
Para un niño en edad escolar, manejarse apropiadamente dentro del sistema social de
sus iguales, representa una de las tareas más importantes que favorece su adaptación y
aprendizaje a otras situaciones y tareas posteriores. Sin embargo, la violencia familiar
que implica el abuso y la falta de vinculación e interrelación del abandono proporcionan
al niño escolar un contexto adverso para el desarrollo de su comprensión de las
situaciones interpersonales y de su conducta social. En efecto, las relaciones sociales de
estos niños con sus compañeros reflejan su escasa comprensión de las mismas y su
conducta maladaptativa y socialmente incompetente.
Salzinger, Feldman, Hammer y Rosario (1993) compararon la conducta social y el status
entre sus compañeros de 87 niños, entre 8 y 12 años, que sufrían abuso físico con la de otros
tantos equiparados que no padecían este problema. De acuerdo con las predicciones los niños
maltratados obtuvieron un status social más bajo. En cuanto a los resultados derivados del
estudio del status sociométrico, se mostró que los niños maltratados cuando señalaban a los
que consideraban los compañeros que más les gustaban o incluso a sus mejores amigos, no
eran correspondidos por éstos que bien al contrario les elegían negativamente, es decir, les
147
situaban entre los compañeros con los que menos les gustaría estar. Esta baja reciprocidad,
pone de manifiesto la escasa capacidad de éstos niños de percibir sintonía en una relación, ya
que entre los controles no se dio ningún caso que recibiera elecciones negativas de
compañeros elegidos positivamente.
Ahora bien, el bajo status sociométrico de los niños abusados estaba fuertemente
asociado con la conducta social que percibían los compañeros. En efecto, éstos les
calificaban como significativamente menos amigables, más antisociales y peleones, con
comportamientos problemáticos para llamar la atención, etc.., en consonancia con esta
percepción los niños del grupo de abuso no gustaban para amigos.
Estos resultados y los procedentes de otros estudios coinciden en indicar que los niños
maltratados manifiestan dificultades y distorsiones en la percepción de la conducta y las
intenciones y sentimientos de los demás. Por ejemplo, se muestran significativamente menos
empáticos (Straker y Jacobson, 1981), o tienen dificultades para etiquetar sentimientos y
comprender roles sociales complejos (Beharal, Waterman y Martin, 1981). Estos déficits se
encuentran asociados a comportamientos agresivos que en el ámbito de la interacción con
iguales propicia el rechazo, tal como revelan los resultados de Salzinger et al. (1993). Si
seguimos este hilo conductor, es sabido que el rechazo y el status social negativo afecta el
ajuste de los niños, y constituye un predictor importante del abandono de la escuela y la
delincuencia (p.e. Bierman, 1987).
Los aspectos de cognición social infantil, particularmente con niños agresivos, han
recibido una amplia atención per se desde enfoques del procesamiento de la información
social, con modelos que proporcionan una base para el análisis y evaluación de los déficits
socio-cognitivos y comportamentales. Los estadios generalmente señalados son los de
codificación y representación de los indicios de la interacción social, la búsqueda de
respuestas y toma de decisión y la actuación comportamental (p.e. Dodge, Pettit, McClaskey
y Brown, 1986). Aun cuando no se cuente todavía con datos específicos suficientes, es
verosímil suponer que una interacción social primaria deficiente, aversiva y marcada por la
asincronía (característica de los grupos de maltrato) afecta el desarrollo infantil de aspectos
cognitivos relativos al procesamiento de los indicios y claves de la interacción social;
recursos, éstos, que le son instrumentales para su apropiado desempeño en otros dominios
sociales.
LA EXPERIENCIA DE ABUSO SEXUAL EN LA PRIMERA INFANCIA
Y EN LA EDAD ESCOLAR
Los estudios sobre abuso sexual han centrado su atención, básicamente, en
comparar víctimas y no víctimas, en una serie de problemas específicos. En este
sentido, los resultados no indican cual pueda ser el efecto de este tipo de abuso
desde una perspectiva evolutiva, por lo que aquí se ha optado por darle un
tratamiento en cierto modo independiente. La investigación sobre impacto de
abuso físico y emocional y abandono lleva algunos años de ventaja y se halla más
desarrollada, mientras que los estudios sobre el abuso sexual y su impacto han
atravesado las fases iniciales. Primero, se ha accedido al problema con un buen
número de estudios retrospectivos, que llevan asociados ciertos problemas
metodológicos; en segundo lugar, la inclusión de grupos de comparación se ha
comenzado a generalizar en los 80 y finalmente, los estudios suelen incluir rangos
extremadamente amplios de edad, lo que puede ser debido a su interés por estudiar
la presencia de síntomas o problemas específicos.
148
Un panorama amplio sobre los efectos del abuso sexual lo ofrecen KendallTackett, Williams y Finkelhor (1993) que realizaron una excelente revisión del tema
a partir de un total de 48 trabajos cuantitativos y exclusivamente focalizados sobre
las víctimas. Estos trabajos recogían información sobre más de 5.000 sujetos, entre
grupos de abuso sexual y grupos de comparación; el trabajo pues recoge una
muestra importante de la bibliografía aparecida entre 1985-1990, años en los que se
produce una eclosión de publicaciones acerca del tema de abuso sexual (Cantero y
D’Ocon, 1994).
En los niños de edad preescolar, los síntomas más frecuentemente informados fueron:
ansiedad, pesadillas, problemas internalizantes y externalizantes, conducta sexualizada, y
el conjunto de síntomas que integran la categoría diagnóstica de alteración de estrés posttraumático (PTSD). Más específicamente, el 61% de 149 niños, procedentes de tres
estudios presentaban ansiedad; PTSL y pesadillas el 55% de 183 niños de tres estudios,
los problemas internalizantes y externalizantes los presentaron el 48 y 38%
respectivamente de un total de 69 niños procedentes de un trabajo, y, por último, la
conducta sexualizada o conducta sexual inapropiada el 35% de 334 niños, procedentes
de 6 estudios.
En la edad escolar, los síntomas más frecuentes fueron miedo, agresión y conducta
antisocial, pesadillas, problemas escolares, inmadurez y conducta regresiva. La
proporción de niños con presencia de tales síntomas osciló entre un tercio (los problemas
escolares) y la mitad (las pesadillas), procedentes de los estudios que ofrecieron datos
sobre estas edades y estos aspectos (Kendall-Tackett, et al. 1993).
La revisión de los autores de referencia permitió calcular el tamaño del efecto
para siete síntomas, a partir de un subconjunto de trabajos que ofrecían la
información necesaria para ello. De este modo, se pudo obtener el valor de eta que
indica, como la r de Pearson, la relación entre el status de abuso sexual y la
manifestación de un síntoma dado y la varianza explicada por este status. Los
tamaños del efecto (etas) mayores se obtuvieron en las conductas sexualizadas y las
conductas agresivas, así como en los problemas externalizantes, tal como vienen
agrupados en la Escala de Achenbach. El 43% de la varianza de las dos primeras
conductas y el 32% del agrupamiento fueron explicadas solamente por el status de
abuso sexual. La varianza explicada en las conductas internalizantes, depresión y
retraimiento osciló entre un 35 y un 38%. Los valores para estos síntomas se
obtuvieron de un número medio de 5 estudios. En el séptimo síntoma: la ansiedad,
el tamaño del efecto se cálculo con tres trabajos y el valor de la varianza explicada
correspondiente fue de un 15%, más reducido en comparación con los anteriores
pero aun importante. Los datos parecen indicar que ser víctima de abuso sexual se
relaciona de forma significativa con un síntoma más específico de este tipo de abuso
como es la conducta sexualizada, pero también con síntomas más generales como
depresión, agresión y retraimiento.
Estos síntomas son indicadores del impacto de la experiencia de abuso sexual.
Obviamente, variables como la frecuencia del abuso, el uso de la fuerza, quien
sea el abusador y la edad del niño modulan los efectos del abuso. De hecho, en el
estudio de revisión de Kendall-Tackett, et al. (1993), de diez trabajos que
estudiaron el efecto de la variable edad del niño, siete encontraron diferencias
significativas, y cinco coinciden en señalar que los niños mayores presentaron
más síntomas que los pequeños. Una faceta de gran interés es la de estudiar el
impacto en términos de la consecución de tareas evolutivas que queda
obstaculizada.
149
APROXIMACIONES TEÓRICAS EXPLICATIVAS
Los niños maltratados cuando son considerados como grupo presentan en su
actividad psicológica un funcionamiento mermado, en las diversas dimensiones o
áreas de funcionamiento que han sido estudiadas, a través de edades, de grupos y de
los diferentes objetivos y metodologías utilizadas. Esto es una afirmación
absolutamente general que puede extraerse de la revisión de la literatura empírica.
Sin embargo, dicho esto, ha de plantearse una cuestión mucho más fundamental
¿por qué mecanismos o procesos el abuso y/o el abandono dañan psicológicamente
al niño?. Plantear los por qués y apuntar explicaciones, permite avanzar en la
predicción de los fenómenos y en su intervención.
A lo largo de las páginas precedentes, se ha venido insistiendo que el maltrato es
el resultado de relaciones paterno-filiales disfuncionales, que se hallan
contextualizadas en un ambiente. Por consiguiente, la cuestión en toda su extensión
debe ser: ¿en virtud de qué procesos las relaciones disfuncionales, sobre las que se
apoya el resultado de maltrato (abuso y abandono), impactan psicológicamente a los
niños que las sufren, propiciando su fracaso en el cumplimiento adecuado de sus
metas evolutivas?
Dos vertientes teóricas principales son relevantes para dar respuesta a nuestra
cuestión: la teoría del apego (Ainsworth y Wittig, 1969; Bowlby, 1969) y la teoría de la
coerción (Patterson, 1982) derivada del aprendizaje social.
Según la teoría del apego, el niño mediante conductas básicas de supervivencia
reclama la proximidad y el contacto con el ser humano del que depende y a partir de sus
experiencias de interacción desarrolla un vínculo socio-afectivo o apego y modelos de
funcionamiento interno («internal working models») acerca de sí mismo, del otro y de
las relaciones. Cuando la madre no es accesible, es insensible a sus demandas, le rechaza
o le hace daño físico, el niño desarrolla un apego inseguro con efectos conductuales:
menor exploración del ambiente social e inanimado, y cognitivo-emocionales: desarrollo
de modelos de funcionamiento interno que afectan a su percepción de los demás como
no accesibles y de sí mismo como incapaz de lograr el contacto y la reciprocidad y no ser
merecedor de atenciones. Por lo tanto, los efectos se desarrollarán posteriormente en
incompetencia social para las relaciones interpersonales del niño y su dificultad para
establecer vínculos apropiados.
En definitiva, el proceso central del impacto desde la teoría del apego se situaría
básicamente en el nivel cognitivo: el modelo de funcionamiento interno que desarrolla el
niño a partir de sus adversas experiencias tempranas con la fuente de alimento y afecto
que le permiten la supervivencia afectará a su conducta y su percepción de sí mismo y de
los demás, lo que promueve relaciones adversas y sentimientos de poca auto-estima e
inseguridad a lo largo de su vida.
La teoría de la coerción de Pattterson (1976, 1982, Patterson, Dishion y Bank,
1986), desde la teoría del Aprendizaje Social, se focaliza en las pautas de
socialización inadecuadas desarrolladas por padres que tienen dificultades graves
para manejar los problemas de crianza. Las conductas paternas altamente aversivas y
punitivas se van entrenando en el contexto de la interacción y de estos conflictos
cotidianos de crianza. Los padres no saben o no pueden hacer valer sus demandas
sobre el niño de un modo adecuado y educativo, de manera que en su proceder
errático, ceden cuando el niño se niega de una forma suficientemente fuerte y
aversiva. La conducta agresiva y oposicional infantil es funcional en lograr escapar
de la demanda materna que le resulta aversiva y el actuar de la madre cediendo
150
también es funcional en escapar de la situación negativa que plantea el niño. Estos
son resultados a corto plazo ya que tales procedimientos de refuerzo negativo
incrementan las probabilidades en el tiempo de sucesivos episodios de conflicto
violento, que frecuentemente desembocan en ataques físicos y verbales. La
consecuencias en el niño se reflejarán en comportamientos más agresivos, problemas
de conducta, y escaso repertorio de conductas y habilidades prosociales que, al
acceder al medio escolar, le colocan en posición de ser rechazado por los compañeros
y no tener así tampoco muchas posibilidades de subsanar sus carencias.
Así pues, desde la teoría de la coerción se subraya el papel de los mecanismos de
refuerzo negativo que operan en la interacción cotidiana parento-filial, desde una
perspectiva de análisis microsocial donde los eventos interaccionales se suceden a gran
velocidad, en cuestión de segundos, como procesos automatizados y rutinas
consolidadas.
Una y otra aproximación, provenientes de lugares teóricos separados representan, en
mi opinión, dos vertientes por las que acceder a la misma cumbre. Las dos
aproximaciones convergen en que el niño es afectado por experiencias interaccionales en
la matriz relacional. Interacciones que vienen marcadas por una relación que es
naturalmente asimétrica y de dependencia entre un niño que se tiene que criar y un
adulto que afronta esta tarea mediante las prácticas de socialización. Ambas coinciden
también en que si las interacciones son adecuadas los niños desarrollarán una adecuada
competencia social que les procurará buenas relaciones con los demás y ulteriores
apoyos a su desarrollo.
Estas contribuciones hallan una buena aplicación al problema del maltrato en tanto
que éste constituye el extremo manifiesto de prácticas parentales perjudiciales y
dañinas para el niño que lejos de promover su desarrollo lo dificultan. Cuando las
experiencias interaccionales son negativas los niños resultarán afectados en el
desarrollo de su competencia social. Ahora bien, la teoría del apego lo explica en
función de la representación cognitivo-afectiva que hace el niño de estas experiencias
tempranas y que involucran auto-percepciones y percepciones de los demás, mientras
que la teoría de la coerción subraya en el veloz torrente de la interacción el papel de
las conductas aversivas y los mecanismos de escape que se desarrollan casi
imperceptiblemente.
Las diferencias son más de énfasis, de sensibilidades teóricas y de metodología que
de aspectos esenciales acerca de la explicación del fenómeno. De hecho si atendemos
el modelo de la teoría cognitivo-social de Bandura (1986), este señala que la triada
«conducta, ambiente y cogniciones» se determinan recíprocamente. De otra manera,
por partes: a) la conducta cambia condiciones del entorno y esto, a su vez cambia la
conducta b) lo que el individuo crea y sienta afecta sus actos y viceversa, c) el
ambiente o entorno modela, instruye y en definitiva afecta las cogniciones,
sentimientos etc. del individuo y estas a su vez ejercen su influencia sobre el
ambiente. Con frecuencia, los acercamientos teóricos, se han focalizado en parcelas a
las que han adecuado su metodología, pero en una visión de conjunto para el tema
que nos ocupa, parece asequible una perspectiva de cierta complementariedad que
pueda guiar el trabajo práctico.
Una contribución de especial relevancia por lo que de tiene de comprehensiva
respecto a las dos anteriores es la desarrollada por Robert Wahler (1994). Este
investigador, a partir del análisis de un conjunto de resultados y hallazgos de los últimos
años en diversas áreas ha propuesto lo que denomina «la hipótesis de la continuidad
social» en el desarrollo de las interacciones coercitivas paterno-filiales.
151
Los niños tienen una «necesidad» básica de interacciones sociales sincrónicas o
predecibles y aprenden a lograrlas a través de variadas conductas. Según sean la
conducta de los padres y el temperamento infantil, unos niños aprenden a generar
sincronía a través de transacciones cooperativas y otros lo hacen a través de
comportamientos coercitivos y disruptivos. Las dos estrategias cumplen la misma
función a corto plazo pero a largo plazo difieren en la estabilidad del resultado. La
coerción solo logra breves periodos de sincronía o relaciones predecibles aunque
aversivas.
Las interacciones cooperativas parento-filiales, como un flujo predecible y positivo
son un pre-requisito para que se produzcan en el niño experiencias de aprendizaje
importantes en su contexto familiar y que son relevantes para su subsecuente adaptación
social a otros medios. La continuidad en las interacciones del niño con sus padres
depende de cosas específicas que éstos hacen pero también de un contexto social más
general creado por la distribución temporal y la relevancia de esas cosas.
La aplicación al caso del maltrato nos sugiere que los padres no sincronizan
adecuadamente sus reacciones al niño, cuando las pautas de socialización que adoptan
son erráticas e inconsistentes, y este niño carece así de puntos de anclaje externos por los
cuales pueda aprender intercambios sociales coordinados. El niño satisface la necesidad
de sincronía a través de conductas aversivas que tienen un claro poder para generar
reacciones sociales predecibles (Wahler y Dumas, 1980; Wahler, Williams y Cerezo,
1990). Aunque estas interacciones sean aversivas generan una sincronía y un estado
provisional de continuidad social por lo que el problema queda «resuelto» a corto plazo.
En otros términos, la conducta aversiva que desarrollan estos niños es instrumental en
lograr recuperar la continuidad social por breves periodos, escapando así de la
incertidumbre o contexto impredecible en que le sitúan las practicas de socialización
indiscriminadas que caracterizan a los padres abusivos.
El resultado final del proceso descrito es un patrón coercitivo, tal como señala
Patterson, en el que los padres y el niño se ven envueltos en continuos conflictos que en
el niño generan sentimientos de desconfianza. El niño queda así sin guías ni recursos
para su transición de las relaciones con la familia a las relaciones con los compañeros, y
con una estrategia consolidada de comportamientos coercitivos que le reportan
consecuencias inmediatas.
Es importante destacar que la hipótesis de la continuidad social considera «el contexto
interpersonal, como una historia continua más que como un fragmento del pasado (p.e.
como la relación de apego madre-hijo). A medida que la vida del pequeño continúa su
historia puede quedar sin cambios (asincrónica) o puede alterarse por circunstancias
vitales imprevistas o por intervenciones planeadas dentro de la familia o del grupo de
compañeros. » (op. cit. pp. 152-153).
Así pues, la contribución de la hipótesis de la continuidad social comprende aspectos
de la teoría del apego, en cuanto a la sensibilidad de los padres a las demandas del niño y
su disponibilidad para establecer una relación sincrónica y predecible para el niño y
aspectos de la teoría de la coerción sobre el mantenimiento de las conductas coercitivas
en el fluir de la interacción.
En el maltrato en tanto que extrema manifestación, episódica (abuso) o cronificada
(abandono), de pautas de socialización inadecuadas y por tanto insensibles a las
necesidades del niño, la continuidad social en la relación está gravemente afectada. Cabe
sugerir, desde esta perspectiva que los problemas detectados en las víctimas sean, al
menos en parte, manifestaciones de sus modos de resolver la continuidad social en los
152
distintos momentos evolutivos a través de las distintas facetas de funcionamiento que se
estudian.
CONCLUSIONES
De la revisión realizada se desprenden algunas conclusiones que pueden ser
puntualizadas como sigue:
Primero, no todos los niños maltratados desarrollan problemas.
Los estudios coinciden en señalar que los niños maltratados presentan un funcionamiento
psicológico mermado, cuando los resultados se consideran en términos de grupo. Analizados
los datos de forma más individual, hay niños, una minoría, que sufriendo abuso muestran
apego seguro con sus madres, o son aceptados e incluso populares entre sus compañeros. Por
ejemplo, en el estudio de Salzinger et al. (1993) el 12% de los niños del grupo de abuso fueron
calificados como populares. En los estudios longitudinales también se registran casos de niños
que no desarrollan algunos de los síntomas o incluso ninguno.
Esto puede explicarse de distintos modos: puede ser porque los instrumentos no son
suficientemente sensibles, o porque los problemas emergerán más tardíamente o porque
el niño es resistente y es capaz de cumplir sus tareas evolutivas satisfactoriamente, aun
en condiciones sumamente adversas, o porque el abuso por sus características produjo
menos daño. En el abuso sexual una lectura cuidadosa de los resultados muestra que hay
también en torno a un 30% de casos asintomáticos (Kendall-Tackett, et al. 1993).
Segundo, no todos los niños desarrollan los mismos problemas, no hay un patrón ni
cognitivo ni conductual característico o típico de niño maltratado.
En el caso del abuso sexual la conducta sintomática más estudiada, la conducta
sexualizada, se manifestaba en un 28% de un total de trece estudios que involucraban a
más de mil sujetos, clínicos y de comparación; el porcentaje ascendía si se consideraban
sólo a los niños en edad preescolar al 35%. Cuando se pudo establecer el tamaño del
efecto, la proporción explicada por este síntoma fue semejante a la de otro síntoma
importante, la conducta agresiva: 43% (Kendall-Tackett, et al. 1993).
Tercero, no hay un patrón diferencial de síntomas o problemas, ni cuantitativo ni
cualitativo que distinga niños maltratados de la población de niños clínicos.
Esto puede ser debido a que en esa población de niños clínicos no puede descartarse que
haya casos de maltrato. Sin embargo, a pesar de esta posibilidad las semejanzas suelen ser
muy altas. Por ejemplo, en un trabajo reciente la comparación entre niños referidos por
graves problemas de conducta en EE.UU. y niños referidos por maltrato en nuestro país,
mostró que los grupos obtenían tasas semejantes de conducta desviada en el hogar y tasas
prácticamente idénticas de conducta prosocial. Ambos grupos diferían significativamente de
grupos de niños no clínicos de ambos países. (Cerezo, Wahler y Skinner, 1993).
El estudio del impacto psicológico del maltrato ha comenzado a desarrollarse en los
últimos años, el punto alcanzado permite ya abrir vías importantes de trabajo que
despejen incógnitas fundamentales, algunas de ellas serían las siguientes:
¿Cuál es el curso de la sintomatología?. Los síntomas pueden remitir, agravarse o
persistir en función del tipo de síntoma, del género de la víctima y de la edad. En efecto,
desde la perspectiva evolutiva, puede producirse una trayectoria de cambio en la
sintomatología, por ejemplo, la interpretación cognitiva del abuso que haga la víctima puede
afectar el curso de la sintomatología. Asimismo, dado que las estructuras tempranas se
incorporan en otras posteriores, alteraciones en aquéllas pueden aparecer más tarde en éstas.
En estrecha relación con ésto, destaca el importante tema de la detección de los factores
153
inmunizadores o, en su caso, amortiguadores de los efectos, atendiendo al nivel evolutivo y
el contexto familiar y extrafamiliar del mundo relacional del niño.
Es preciso que los estudios comiencen a considerar como factores la aparición del
maltrato y su frecuencia, para cada modalidad o agrupación de modalidades. El maltrato
puede ser temprano o tardío, es decir iniciarse en los primeros años de vida o
posteriormente en la edad escolar o incluso en la adolescencia. El estudio longitudinal de
Minnesota ha aportado resultados tentativos con un pequeño número de casos de niños
que fueron maltratados sólo en el primer año de vida, niños con los que se inició el abuso
cuando eran preescolares, y niños de los que se abusó a lo largo de los seis años; los
resultados sugerían que cuanto más temprano era el abuso más graves y persistentes
fueron las consecuencias, incluso en el grupo que al parecer había cesado el maltrato. Sin
embargo, también hay que considerar en términos de frecuencia si se trata de un maltrato
episódico o de un maltrato persistente. La combinación de estos factores da lugar a
cuatro categorías: temprano, episódico o persistente, y tardío, episódico o persistente,
cuyo rol en la aparición y curso de la sintomatología está aún por determinar.
Avanzar en el conocimiento de las secuelas y efectos que produce en el
funcionamiento psicológico de un niño la experiencia de ser maltratado, es una tarea
urgente para los investigadores. Importante es conocer el fenómeno del maltrato para
prevenir su ocurrencia, pero los niños afectados están ya ahí y reclaman que se les ayude
a superar sus problemas del modo más eficaz y menos intrusivo posible.
Referencias
ABER, J. L.; ALLEN, J. P.; CARLSON, V., y CICCHETTI, D. (1989). The effects of maltreatment on development
during the early childhood: recent studies and their theoretical, clinical and policy implications. En D. Cicchetti
y V. Carlson (Eds.), Child Maltreatment. Cambridge Univ. Press (pp. 579-620).
ABRAMSON, L. Y.; SELIGMAN, M. E. P., y TEASDALE, J. D. (1978). Learned helplessness in humans and
reformulation. Journal of Abnormal Psychology, 87, 49-74.
ACHENBACH, T., y EDELBROCK, C. (1983). Manual for the Child Behavior Checklist and revised child behavior
profile. Burlington, VT: University of Vermont.
AINSWORTH, M. D. S.; BLEHAR, M. C.; WATERS, E., y WALL, S. (1978). Patterns of attachment: A psychological
study of the strange situation. LEA.
AINSWORTH, M. D. S., y WITTIG, B. A. (1969). Attachment and explicatory behavior one-year-olds in a strange
situation. En B. M. Foss (Ed.), Determinants of infant behavior, vol. 4 pp 113-136. Methuen. London.
AMMERMAN, T. (1990). Etiological models of child maltreatment. Behavior Modification, 14 (3) 230-254.
ARAGONA, J. A., y EYBERG, S. M. (1981) Neglected children: Mother’s report of child behavior problems and
observed verbal behavior, Child Development, 52, 596-602.
AZAR, S. T.; ROBINSON, D. R.; HEKIMIAN, E., y TWENTYMAN, C. T. (1984). Unrealistic expectations and
problem-solving ability in maltreating and comparison mothers. Journal of Consulting and Clinical Psychology,
52, 687-691.
BAHARAL, R.; WATERMAN, J., y MARTIN, H. (1981). The social-cognitive development of abused children.
Journal of Consulting and Clinical Psychology, 49, 508-515.
BAKEMAN, R., y QUERA, V. (1995). Analyzing interaction: sequential analysis with SDIS and GSEQ. Cambridge
Univ Press. Nueva York.
BANDURA, A. (1986). Pensamiento y acción. Martínez-Roca.
BARRIO, M. V. DEL, y CEREZO M. A. (1990). Baremos del CBC Achenbach en niños españoles. Varones de 6 a 11
años. Comunicación presentada al VIII Congreso Nacional de Psicología, Barcelona, España.
BABRIO, M. V. DEL; CEREZO, M. A., y CANTERO, M. J. (1994). Adaptación, Baremación y factorización del CBC
en población española. Comunicación presentada al IV Congreso de Evaluación psicológica, Santiago, España.
BELSKY, J. (1980). Child Maltreatment: An ecological integration. American Psychologist, 35, 320-335.
BELSKY, J. (1993). Etiology of child maltreatment: a developmental-ecological analysis. Psychological Bulletin,
114 (3), pp.413-434.
154
BELSKY, J., y VONDRA, J. (1987). Child Maltreatment. En D. H. Crowell, I. M. Evans y C. R. O’Donnell (Eds.),
Chilhood Aggression and Violence. Plenun Press (pp. 159-206).
BIERMAN, K. L. (1987). The clinical significance and assessment of poor peer relations: Peer neglect vs. peer
rejection. Developmental and Behavioral Pediatrics, 8, 233-240.
BOWLBY, J. (1969). Attachment and loss, vol. I: Attachment. Nueva York: Basic Books.
BURGESS, R. L., y CONGER, R. (1978). Family interaction in abusive, neglecful and normal families. Child
Development, 49, 1.163-1.173.
BURGESS, R. L., y RICHARDSON, R. A. (1984). Coercive interpersonal contingencies as a determinant of child
abuse: implication for treatment and prevention. En R. F. Dangel y R. A. Polster (Eds.), Parent Training.
Guilford Press (pp. 239-259).
CANTERO, M. J., y D’OCON, A. (1994) Intervención comunitaria en la prevención del maltrato infantil: estrategias
primarias y secundarias. En G. Musitu (Ed.). Intervención Comunitaria. edt. set i set pp. 85-96.
CARLSON, V.; CICCHETTI, D.; BARNETT, D., y BRAUNWALD, K. (1989). Finding order in disorganization: lesson
from research on maltreated infant’s attachments to their caregivers. En D. Cicchetti y V. Carlson (Eds.), Child
maltreatment. Cambridge Univ. Press. (pp. 494-528).
CEREZO, M. A. (1990). Programa de Asistencia psicológica a familias con menores y problemas de relación y
abuso. Resultados de su aplicación en 1989. Revista de Serveis Socials, 11-12, 19-32.
CEREZO, M. A. (1992). El programa de asistencia psicológica a familias con problemas de relación y abuso
infantil. Publicaciones Generalitat Valenciana.
CEREZO, M. A. (1993). El maltrato en la primera infancia. Actas del III Congreso Estatal de la Infancia Maltratada
(pp. 61-76). Madrid.
CEREZO, M. A. (Ed.) (1991). Interacciones familiares: un sistema de evaluación observacional. Mepsa. Madrid.
CEREZO, M. A., y D’OCON, A. (1995). Maternal inconsistent socialization: an interactional pattern in maltreated
children. Child Abuse Review, 4 (1), pp 14-31.
CEREZO, M. A., y D’OCON, A. (en prensa). Las pautas de socialización inconsistente con niños maltratados. Una
perspectiva interactiva desde la metodología observacional. En M. T. Anguera (Ed.), Metodología
Observacional en la investigación psicológica. Estudios empíricos. PPU.
CEREZO, M. A., y FRIAS, D. (1991). Interacciones madre-hijo en familias con problemas de relación y abuso
infantil. Comunicación presentada al III Congreso Nacional de Evaluación Psicológica. Barcelona, España.
CEREZO, M. A., y FRIAS, M. D. (1994). Emotional and cognitive adjustment in abused children. Child Abuse and
Neglect, 18 (1), 923-932.
CEREZO, M. A., y PONS, S. (en prensa). Ecosystem adversity as setting factors in mother’s perception of child
behavior and indiscriminate mothering. European Journal of Psychological Assessment.
CEREZO, M. A.; KEESLER, T. Y.; DUNN, S., y WAHLER, R. G. (1986). Standardized Observation Codes.
Documento del Child Behavior Institute no publicado (versión castellana publicada en Cerezo, M. A. (Ed.)
(1991). Interacciones familiares: un sistema de evaluación observacional. cap. 1. Mepsa. Madrid.
CEREZO, M. A.; WAHLER, R. G., y SKINNER, L. (1993). Strategies in the mothering of conduct problem and
normal children: Some cultural differences between Spain and the USA. Comunicación presentada a la Annual
Convention of the Association for the Advancement of Behavior Therapy, AABT, Atlanta, USA.
CICCHETTI, D. (1989). How research on child maltreatment has informed the study of child development:
perspectives from developmental psychopathology. En D. Cicchetti y V. Carlson (Eds.),. Child Maltreatment.
Cambridge Univ. Press (pp. 377-431).
CICCHETTI, D., y RIZLEY, R. (1981). Developmental perspectives on the etiology, intergenerational transmission
and sequelae of child maltreatment. New direction for child development, 11, 31-55.
COSTER, W. J.; GERSTEN, M. S.; BEEGHLY, M., y CICCHETTI, D. (1989). Communicative functioning in
maltreated toddlers. Developmental Psychology; 25, 1.020-1.029.
CRITTENDEN, P. (1981). Abusing, neglecting, problematic and adequate dyads: Differentiating by patterns of
interaction Merrill-Palmer Qarterly, 27, 201-208.
CRITTENDEN, P. (1992). Children’s strategies for coping with adverse home environments: An interpretation using
attachment theory. Child Abuse and Neglect; 16, 329-344.
CRITTENDEN, P., y AINSWORTH, M. D. S. (1989). Child maltreatment and attachment theory En D. Cicchetti y V.
Carlson (Eds.), Child Maltreatment. Cambridge Univ. Press (pp. 432-463).
D’OCON, A. (1994). Factores en el mantenimiento de las relaciones coercitivas madre-hijo en familias con
problemas de abuso infantil. Tesis Doctoral no publicada. Universidad de Valencia.
DE PAÚL, J., y ARRUABARRENA, M. I. (en prensa) Behavior Problems in school-aged physically abused and
neglected children in Spain. Child Abuse and Neglect.
155
DODGE, K. A. (1990) Nature versus nurture in childhood conduct disorder: It is time to ask a different question.
Developmental Psychology, 26, 698-701.
DWECK, C. S. y ELLIOT, E (1983). Achievement motivation. En P. Mussen (Ed.), Handbook of Child Psychology.
vol. 4 (pp. 643-691).
ERICKSON, M. F.; EGELAND, B., y PIANTA, R. (1989). Effects of maltreatment on the development of young
children. En D. Cicchetti y V. Carlson (Eds.), Child maltreatment. Cambridge Univ. Press. (pp. 647-684).
FANTUZZO, J. W. (1990). Behavioral treatment of the victims of child abused and neglect. Behavior Modification,
14, 316-339.
FEEHAN, C (1992). Cold hands and feet as a sign of abusive neglect in infants and children. Psychiatry J. for the
Study of Interpersonal Processes, 55, 303-309.
GAENSBAUER, T. J. (1981). Affective behavior patterns in abused and/or neglected infants. En N. Frodi (Ed.), The
understanding and prevention of child abuse: Psychological approaches. Concord Press.
GEORGE, C., y MAIN, M. (1979). Social interactions of young abused children: approach, avoidance and
aggression, Child Development, 50, 306-318.
HANSEN, D. J.; CONAWAY, L. P., y CRISTROPHER, J. S. (1990). Victims of Physical Abuse. En R. T. Ammerman y
M. Hersen (Eds.), Treatment of Family Violence (pp. 17- 49). Wiley.
KAUFMAN, J. (1991). Depressive disorders in maltreated children. Journal of the American Academy of Child and
Adolescent Psychiatry, 30, 257-265.
KAZDIN, A. E.; MOSER, J.; COLBUS, D., y BELL, R. (1985). Depressive symptoms among physically abused and
psychiatrically disturbed children. Journal of Abnormal Psychology, 94, 298-307.
KENDALL-TACKETT, WILLIAMS, L. M. y FINKELHOR, D. (1993). Impact of sexual abuse on children: A review
and synthesis of recent empirical studies. Psychological Bulletin, 113 (1), 164-180.
KLIMES-DOUGAN, B., y KISTNER, J. (1990). Physically abused preschoolers’ responses to peers’ Distress.
Developmental Psychology, 26 (4), 599-602.
LEWIS, M.; BROOKS-GUNN, J., y JASKIR, J. (1985). Individual differences in visual self-recognition as a function of
mother-infant attachment relationship. Child Development, 21, 1.181-1.187.
LEWIS, M.; SULLIVAN, M. W.; STANGER, C., y WEISS, M. (1989). Self-development and self-conscious emotions.
Child Development, 59, 146-156.
LYONS-RUTH, K.; CONNELL, D.; ZOHL, D., y STAHL, J. (1987). Infants at social risk: Relationships among infant
maltreatment maternal behavior and infant attachment behavior. Developmental Psychology, 23 (2), 223-232.
LYNTON, H. (1990a). Child and parent effects in boy’s conduct disorder: A reinterpretation. Developmental
Psychology, 26, 683-679.
LYNTON, H. (1990b). Child effects-still unwellcome? Response to Dodge and Wahler. Developmental Psychology,
26, 705-709.
MAIN, M., y GEORGE, C. (1985). Responses of abused and disadvantaged toddlers to distress in agemates: A study
in the day-care setting. Developmental Psychology, 21, 407-412.
MAIN, M., y SOLOMON, J. (1986). Discovery of a disorganized disoriented attachment pattern. En T. B. Brazelton y
M. W. Yogman (Eds.), Affective development in infancy. Norwood. Ablex (pp. 95-124).
MARTINEZ-ROIG, A. (1991). Els maltractaments infantils a Catalunya. Generalitat de Catalunya. Department de
Benestar Social.
MARTINEZ-ROIG, A. y DE PAÚL, J. (1993). Maltrato y abandono en la infancia. Martinez Roca.
MASH, E. J.; JOHNSON, C., y KOVITZ, K. (1983). A comparison of the mother-child interactions of physically
abused and non-abused children during play and task situations. J. of Clinical Child Psychology, 12, 337-346.
MCCORD, J. (1987). Instigation and insulation: How families affect antisocial agresión. En D. Olweus, J. Block y
M. Radke-Yarrow (Eds.), Developmental of antisocial and prosocial behavior: Research, theories and issues.
Academic Press pp. 343-357.
MILNER, J. (1993). Social information processing and child abuse. Clinical Psychology Review, 13, 275-294.
PATTERSON, G. (1976). The aggressive children: victim and architect of a coercive system. En E. Mash, L.
Hamerlynck y L. Handy (Eds.), Behavior Modification and families. Bruner/Mazel (pp. 267-316).
PATTERSON, G. (1982). Coercive Family Process, Castalia.
PATTERSON, G. R.; DISHION, T. J., y BANK, L. (1984). Family interaction: a process model of deviancy training.
Aggressive behavior 10, 253-267.
REID, J. (1983). Social Interactional pattern in families of abused and non-abused children, en C.Z. Waxler, M.
Cummings y M. Radke-Yarrow (Eds.), Social and biological origins of altruism and agression, Cambridge Press.
REID, J. B., TAPLIN P. y LOEBER, R. (1981). A social interactional approach to the treatment of abusive families. En
R. B. Stuart (Ed.), Violent behavior. Social Learning approaches to prediction, management and treatment.
Bruner/Mazel. (83-101).
156
SALZINGER, S.; FELDMAN, R. S., y HAMMER, M. (1993). The effects of physical abuse on children’s social
relationship. Child Development, 64, 169-187.
SCHNEIDER-ROSEN, K., y CICCHETI, D. (1984). The relationship between affect and cognition in maltreated children:
Quality of the attachment and the development of visual self-recognition, Child Development, 55, 648-658.
SCHNEIDER-ROSEN, K., y CICCHETI, D. (1991). Early self-knowledge and emotional devellopment: Visual selfrecognition and affective reactions to mirror self-images in maltreated and non-maltreated toddlers.
Developmental Psychology; 27, 471-478.
SELIGMAN, M. E. P.; KASLOW, N. J.; ALLOY, L. B.; PETERSON, C.; TANENBAUM, R. L., y ABRAMSON, L. Y.
(1984). Attributional style and depressive symptoms among children, Journal of Abnormal Child Psychology
93, 235-238.
SROUFE, L. A., y RUTTER, M. (1984). The domain of developmental psychopathology. Child Development, 55,
1.184-1.199.
STRAKER, G., y JACOBSON, R. S. (1981). Aggression, emotional maladjustment and empathy in the abused child.
Developmental Psychology, 17, 762-765.
WAHLER, R. G. (1976). Deviant child behavior within the family: developmental speculations and behavior change
strategies. En H. Leitenberg (Ed.), Handbook of Behavior Modification and Behvior Therapy (cap. 14).
WAHLER, R. G. (1980). The insular mother: her problems in parent-child treatment. J. of Applied Behavior
Analysis, 13, 207-219.
WAHLER, R. G. (1990). Who is driving the interactions? A commentary on «Child and parent effects in boy’s
conduct disorder». Developmental Psychology, 26, 702-704.
WAHLER, R. G. (1994). Child Conduct Problems: Disorders in Conduct or Social Continuity? Journal of Child and
Family Studies, 3 (2), 143-156.
WAHLER, R. G., y DUMAS, J. (1986). Maintenance factors in coercive mother-child interactions: the compliance
and predictability hypothesis. Journal of Aplied Behavior Analysis, 19, 13-22.
WAHLER, R. G., y DUMAS, J. (1987). Family Factors in Childhood Psychology. Toward a coercion-neglect model.
En T. Jacob (Ed.), Family Interaction and Psychopatology. Plenum Press.
WAHLER, R. G.; WILLIAMS, A. J., y CEREZO, M. A. (1990). The Compliance and Predictability Hypotheses:
Sequential and Correlational Analyses of Coercive Mother-Child Interactions. Behavioral Assessment, 1990,
12, 391-407.
WERNER (1948). Comparative psychology of mental development. Intern,. Univ. Press.
WOLFE, D. (1987). Child Abuse: Implications for child development and psychopathology. Sage.
WOLFE, D. (1991). Preventing physical and emotional abuse of children. Guilford.
WOLFE, D., y MOSK, M. D. (1983). Behavioral comparisons of children from abusive and distressed families.
Journal of Consulting and Clinical Psychology, 51, 702-708.
YOUNGBLADE, L. M., y BELSKY, J. (1990). Social and emotional consequences of child maltreatment. En T.
Ammerman y M. Hersen (Eds.), Children at risk. Plenum Press.
Extended Summary
Child abuse involves a severe dysfunction in the relational matrix of the family, which is where
the child accomplishes his/her developmental milestones. From a developmental and relational
perspective, child abuse therefore threatens and affects the child’s competence in his/her sociocognitive, emotional, and behavioural development. The aim of this review study is twofold: on
the one hand, it reports relevant findings on the impact of abuse on the victim from the point of
view of the developmental tasks that the child must perform in early childhood and school age; on
the other hand, it integrates different areas of research and theoretical approaches that through
certain processes or mechanisms help explain in what ways parents’ relational abusive guidelines
affect a child psychologically.
A review of abused children’s performance on main developmental tasks shows that these
children, taken as a group, show reduced performance on the different dimensions or areas of
functioning studied. The impact of the negative effects of abuse on a child and how it affects
development are not linear. The complexity of the consequences of abuse represents a
phenomenon that is illustrated when it is observed that: some victims generate certain problems
157
but not others; these problems can become worse or subside in time; they can manifest themselves
late or there can even be asymptomatic and well-adjusted victims. It is therefore necessary to go
beyond the more description; for example: Why do dysfunctional relationships that support abuse
and neglect psychologically impact the victims and contribute to their failure in achieving their
developmental goals. Which processes are involved?
Integrating different research areas, two theoretical approaches explain processes or
mechanisms by which the parents’ abusive relational guidelines affect the children
psychologically: a) attachment theory (Ainsworth & Wittig, 1969; Bowlby, 1969), and b)
constraint theory (Patterson, 1982), derived from social learning. The two approaches coincide in
that the child is affected by interaction experiences in the relational matrix. Interactions are marked
by a relationship which is naturally asymmetrical and dependent, that is, between a child who
needs to be raised and an adult who faces this task through socialization practices. Both agree that
if children experience adequate interactions they will develop an adequate social competence that
will secure them good relationships with others, and will later represent a means of support for
their development.
Robert Wahler’s recent contribution (1994) is discussed because it can represent a
comprehensive step forward on what has already been stated. This researcher has proposed the
«social continuity hypothesis» in the development of constraining parent-child interactions.
Children have a basic «need» of synchronic or predictive social interactions, and they learn to
achieve them through various types of behaviours. Depending on the parents’ behaviour and the
child’s temperament, some children learn to generate synchrony through cooperative transactions,
and others do it through constraining and disruptive behaviours. The way we propose to apply this
to the case of abuse suggests that when the socialization guidelines parents adopt are erratic and
inconsistent, they do not adequately synchronize their reactions to the child, and therefore the child
lacks external anchorage points through which he/she can learn coordinated social exchanges. The
child satisfies his/her need for synchrony through aversive conducts that have a clear power for
generating predictible social reactions. Although these reactions are aversive, they generate
synchrony and a provisional state of social continuity, which means the problem is «solved» for
the time being. The final result of processes described in the social continuity hypothesis, such as
Patterson points out, is a constraining pattern in which the parents and the child are caught up in
continuous conflicts that generate feelings of distrust in the child. The research carried out by our
team in the University of Valencia with abuse groups supports these predictions.
Thus, the contribution of the social continuity hypothesis encompasses aspects from the
attachment theory, regarding the parents’ sensibility to the child’s demands and their availability to
establish a synchronic and predictible relationship with him/her, and aspects from the constraint
theory on maintaining constraining conducts in the flow of the interaction. When it comes to
abuse, the social continuity in the relationship is seriously affected, in that it makes the patterns of
inadecuate socialization extreme, and therefore insensitive to the child’s needs. From this
perspective, it can be suggested that problems detected in the victim will be, at least in part,
manifestations of his/her way of solving the social continuity in different developmental moments
throughout the different functioning facets that are studied.
Finally, we would like to point out (especially to professionals), first, that not all abused
children develop problems, which indicates the need to study in greater depth the factors which
make children resistant and allow them to carry out their developmental tasks even in the most
adverse environments. Second, that among the children who develop problems there are no
symptoms or typical problems that are common to all of them in a specific way, nor can they be
clearly distinguished from clinical children who do not suffer abuse. Some of the unknown factors
that draw researchers’ attention and their implications are discussed in the final section of this
article.