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LA DIMENSIÓN PROTRÉPTICA DE LAS CONFESIONES
DE SAN AGUSTÍN
J.J. Garrido Zaragozá
Facultad de Teología “San Vicente Ferrer”
1. LAS CONFESIONES COMO ESCRITO PROTRÉPTICO CRISTIANO
A los 19 años, siendo estudiante de retórica en Cartago, Agustín leyó el Hortensio,
un libro de Cicerón hoy perdido y del que solo se conservan algunos fragmentos.
Esta lectura le produjo un gran impacto. En su De beata vita, escrito en el año 386,
después de su conversión pero antes de su bautismo, en el retiro de Casicíaco, Agustín dice que esta lectura “inflamó en él un amor tal a la filosofía” que inmediatamente
decidió consagrarse a ella, pero que no le faltaron “tinieblas” que extraviaron el curso
de su navegación, y por largo tiempo fijó su mirada sobre los astros que se abisman
en el océano hasta ser llevado al error por ellos (I, 4), en referencia a su adhesión al
maniqueísmo.
Unos doce años más tarde, en Las Confesiones, vuelve Agustín a recordar el impacto que produjo en él la lectura de este libro, pero ahora su relato es más vehemente.
Escribe:
Ese libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis preces e hizo que mis votos
y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana y con
increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría y comencé
a levantarme para regresar a ti (...) ¡cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de
remontar el vuelo de la cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que tú entonces
obrabas en mí (...) Solo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con sus palabras a amar, buscar, lograr, retener, abrazar fuertemente
no esta o aquella secta, sino la sabiduría misma, estuviese dondequiera (C.III, 4, 7-8).
Solo una cosa echó en falta en el libro de Cicerón: el nombre de Cristo. Porque
este nombre, nos dice, “lo había bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo
conservaba en lo más profundo del corazón” (C.III, 4, 8).
El lenguaje utilizado por Agustín es, como vemos, similar al de la conversión
religiosa. La lectura del libro de Cicerón cambió sus afectos, le hizo ver que las esperanzas humanas que él y su familia habían depositado en sus estudios eran vanas y
que la retórica, si no está al servicio de la verdad, es cosa frívola y digna de desprecio:
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ahora solo aspira a la sabiduría. Y como a la altura de Las Confesiones ya tiene claro
que la sabiduría es la morada de Dios, o mejor, Dios mismo, interpreta su aspiración
a ella como el inicio del retorno a Dios1.
¿Qué tipo de libro era el Hortensio que causó a Agustín semejante cambio? Se
trata de un diálogo escrito por Cicerón en el año 45 antes de Cristo en respuesta al
orador y amigo suyo Quintus Hortensius Hortalus, que había hecho un discurso en
contra de la filosofía. El libro pertenece al género exhortativo y se inspiraba ampliamente en el diálogo de Aristóteles de nombre Protréptico.2 Dicho término procede
del verbo pro-trepô, cuyo significado es ‘empujar’, ‘excitar’, ‘exhortar’, ‘estimular’. Se
trata de un género literario extendido en la Antigüedad cuya función era evidentemente pedagógica: motivar a los alumnos al estudio de un saber determinado. Con
Aristóteles aparece ya claramente vinculado a la filosofía: su Protréptrico es una incitación a consagrarse enteramente a la filosofía y a adoptar la “vida teorética” como la
mejor y más noble forma de vida humana3. Jámblico siguió los pasos de Aristóteles
recogiendo parte de su texto. Y el cristiano Clemente de Alejandría, a comienzos del
siglo III, compuso también un Protréptico, pero para exhortar a la conversión al
cristianismo como verdadera filosofía4. El término protrétrico quedó, pues, asociado
a un tipo de discurso cuyo objetivo era mover a los hombres a entregarse a la filosofía
como forma superior de vida.
Pues bien, el Hortensio de Cicerón era un libro de este género. Frente al orador
amigo que sostenía que lo más importante de un discurso era su forma literaria y no
contenido de verdad, Cicerón sale en defensa de la filosofía. Seguía de cerca a Aristóteles asumiendo algunas de sus ideas e insistía en la necesidad de una educación liberal como propedéutica a la filosofía. Incluía, además, una breve historia de la filosofía
con nombres de filósofos y algunas indicaciones sobre su pensamiento (C.III, 4, 8).
Exhortaba a despreciar las riquezas y los placeres y, en general, los bienes llamados
externos; y presentaba la filosofía como una preparación para la vida celeste5.
Agustín guardó siempre en su memoria la conmoción que produjo en su vida
la lectura de esta obra de Cicerón: fue algo así como una “conversión” religiosa a la
filosofía. Y no es arbitrario pensar que en un momento determinado de su vida se
1
Sobre las diferencias de tono y lenguaje entre el De beata vita y Las Confesiones, cfr. H. Doignon, en
Oeuvres de Saint Augustin 4/1 (Dialogues Philosophiques), París, Desclée de Brouwer, 1986, pp. 135-140.
2
Aristoteles, Fragmentos, introducción, traducción y notas de Álvaro Vallejo Campos, Madrid, 2005, pp.
124-207. La edición más valorada en la actualidad de los fragmentos conservados del protréptico aristotélico
es la de I. Düring, Aristótle’s Protrepticus, An Attempt at Reconstruction, Göteborg, 1961.
3
Cfr. I. Düring, Aristotele, Milano, 1976, pp. 454-489; W. Jaeger, Aristotele, Firenze, 1968, pp. 69-132.
4
Clemente de Alejandria, El Protréptrico, edición bilingüe preparada por M. Merino Rodriguez, Madrid,
2008.
5
Cfr. M. Ruch, L’Ortensius de Ciceron. Histoire et reconstitution, París, 1958. Sobre su influencia en
Agustín, véase E. Dutoit, “Saint Augustin et Ciceron”, en Nova et Vetus, 35, 1960, pp. 55-63; A. Solignac,
“Introduction à les Confessions”, en Oeuvres de saint Augustin, 13, París, 1961, pp. 86-87; 667-668.
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propusiera escribir un libro del mismo género en el que, por supuesto, no estuviera
ausente el nombre de Cristo. Las Confesiones serían así no tanto una autobiografía
como un protréptico cristiano6. Los expertos, que son muchos, no han dejado de
indagar a lo largo de los años qué causas concretas o qué circunstancias externas movieron al obispo de Hipona a escribir un libro tan singular, y han discutido mucho
sobre a qué género literario habría que asimilarlo. Unos creen que lo que se propuso
Agutín fue relatar la historia de su conversión, un tipo de narración muy apreciada
en su tiempo entre los cristianos; otros que su objetivo fue salir al paso de las acusaciones de los donatistas que no perdían ocasión de recordarle su pasado maniqueo.
Pero Agustín guardó siempre silencio sobre las razones y las circunstancias concretas
que lo llevaron a escribir su obra, por lo que nunca sabremos con certeza lo que se
propuso hacer con ella. Ahora bien, es verosímil pensar que siendo ya obispo, con
un conocimiento más profundo de la fe cristiana y de las Escrituras y con una rica
experiencia personal de errores, decisiones equivocadas, descubrimientos, entusiasmos, fracasos y logros, quisiera mostrar el protagonismo de la gracia en su vida y, en
consecuencia, escribir una obra de carácter protréptrico para otros intelectuales. En
un escrito de ese género el autor tiene una mayor libertad para organizar la materia
a su gusto y no estar tan sujeto a la exhaustividad y a la precisión histórica como en
el género autobiográfico: puede omitir aspectos o momentos de la vida, no tener en
cuenta algunos temas o problemas, si no los considera relevantes para su propósito
de exhortar a la búsqueda de la verdadera sabiduría, abriéndose así a la acción de la
gracia: la verdadera sabiduría, la auténtica plenitud del hombre, es el propio Dios que
ha creado al hombre para él y por ello permanecerá inquieto hasta que encuentre su
reposo en él (C.I, 1,1). Buscar a Dios no es otra cosa que buscar la vida bienaventurada (C.X, 20,29), es decir, gozar de la verdad (gaudium de veritate) que es el propio
Dios, Verdad fuente de toda verdad y Bien fuente de todo bien (C.X,23,33). Y Agustín sabe por experiencia propia que esa búsqueda es suscitada, sostenida, dirigida y
colmada por la gracia, pues Dios está siempre con el hombre aunque el hombre no
esté siempre con él.
Hay pasajes en Las Confesiones que sugieren este carácter protréptico. En el libro
II, por ejemplo, Agustín se pregunta: “¿A quién le cuento estos episodios de mi vida? Por
supuesto que no a ti, Dios mio. Lo hago a los de mi raza, al género humano, cualquiera
que sea la pequeña parte de él que pueda tropezar con este escrito mío. ¿Y para qué
esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué profundo abismo debemos
de clamar a ti” (C.III, 3,5). Y en el libro X es aún más claro. Escribe:
6
Tomo esta idea de E. Art. Feldman, “Confessiones”, en Augustinus-Lexikon, Basel-Sttugart, 1986, I,
pp. 1.134-1.193. En el mismo sentido, C. Mayer, “Die Confessiones des Aurelius Augustinus. Eine philosophisch-theologische Werbeschrift (Protreptikos) für christliche Spiritualität”, en Theologie und Glaube, 88,
1988, pp. 285-303; M. Bettetini, Introduzione a Agostino, Roma-Bari, 2008, pp. 31-33.
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Porque las confesiones de mis males pasados, que tú perdonaste ya y enterraste, para
hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento, cuando son leídas y
oídas, excitan el corazón para que no se duerma en la desesperación y diga ¡No puedo!,
sino que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia, por la que
es fuerte todo débil que es consciente por ella de su debilidad (C.X, 3,4).
Pero, en cualquier caso, se trata de un escrito protréptico muy singular. A diferencia de los tradicionales libros del género, como los de Aristóteles, Jámblico o el
propio Cicerón, la exhortación a la sabiduría de Agustín no se desarrolla por medio
de argumentos teóricos sobre el verdadero bien del hombre y la vida feliz, ni sobre
la superioridad de los bienes del alma sobre los del cuerpo, ni sobre la necesidad de
dominar las pasiones, sino mediante unas confesiones personales.
Confesiones en plural. Confesión es un término que posee un doble significado,
como el propio Agustín explica en su comentario a los salmos 29 y 94: “La confesión
es doble: la del pecado y la de la alabanza; existe la confesión del hombre que alaba a
Dios y la confesión del hombre que gime”. Pues bien, en este doble sentido hay que
entender Las Confesiones: son, por un lado, la confesión de los pecados y errores de
la vida de San Agustin; y, por otro, la alabanza y acción de gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con él (C.II, 7,5). Tienen la forma de un diálogo con Dios,
aunque a primera vista se asemejen más a un monólogo interior o a una meditación
sobre sí mismo. Un diálogo con Dios, pero delante de los hombres. En toda la obra,
Dios está presente como un interlocutor invisible pero esencial, cuya mirada penetra
el interior del alma y mantiene la atención despierta hasta el final. Ahora bien, Dios,
para quien nada hay oculto, no precisa la confesión de Agustín; sí la precisa él mismo,
para así reconocer sus pecados y alabar a Dios; y probablemente pueden precisarla
los hombres por el fruto espiritual que puedan sacar de su lectura. “Quiero obrar
la verdad en mi corazón –dice– delante de ti y delante de muchos testigos por este
mi escrito” (C.X, 1, 1); “me confieso a ti para que lo oigan los hombres”, a quienes
ciertamente no puede probar la verdad de lo que dice (C.X, 33) pero cuyo ánimo
fraterno y caridad les llevan a creerle. “Me manifestaré a estos tales –dice–. Respiren
en mis bienes, suspiren en mis males; mis bienes son tus obras y tus dones; mis males
son mis pecados y tus juicios” (C.X, 4, 5). Estos, en efecto, pueden congratularse con
él al escuchar de su boca cuánto ha avanzado hacia Dios con la ayuda de la gracia;
es decir, al oír la historia de su retorno a la casa paterna en medio de los avatares y
vicisitudes de su vida.
Enfocada así la obra es evidente que en su contenido y desarrollo eran esenciales los momentos biográficos, esto es, los acontecimientos de su vida considerados
relevantes en orden a mostrar el itinerario de su regreso y la acción de Dios en ese
itinerario. Acontecimientos de su vida releídos e interpretados desde la altura de la
experiencia de fe del ya cristiano y obispo. Por eso, cada acontecimiento o suceso
va acompañado o seguido de una reflexión o epílogo doctrinal. Y así, en lugar de
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escribir un tratado exhortativo, Agustín, como ya se ha señalado, elige la narración
concreta, mucho más idónea para su propósito protréptico, echando mano de su
historia personal como depósito de donde extraer los sucesos relevantes. Los hechos
concretos, en efecto, tienen protagonistas con características precisas que se mueven en situaciones y contextos definidos, y esto, además de reforzar la veracidad del
relato, permite transmitir más fácilmente una reflexión moral o religiosa y hace ver
mejor las consecuencias negativas o positivas que se siguen de las decisiones y acontecimientos. Es más persuasivo para incitar a la virtud mostrar los males que se siguen
de una vida disoluta y sumida en la dispersión que escribir un texto moral teórico;
es más eficaz indicar las graves consecuencias que resultan de la soberbia racionalista
en la lectura de la Sagrada Escritura apelando a la propia experiencia que redactando
un tratado de hermenéutica bíblica; es más impactante desvelar los errores metafísicos y morales del maniqueísmo describiendo los debates que tienen lugar en el
espíritu de un hombre concreto que dar a luz un documentado libro de controversia;
conmueven más las reflexiones sobre la verdadera amistad que surgen de la dolorosa
experiencia de la pérdida de un amigo del alma, que un clásico tratado De amicitia.
Es más convincente señalar la incapacidad de la filosofía neoplatónica para conducir
al hombre a Dios, narrando el fracaso del propio autor en su intento, que componer
sabios escritos sobre la gracia.
Finalmente, al ser Las Confesiones un diálogo con Dios delante de los hombres, los
elementos biográficos que aparecen en ellas sufren una profunda transformación: ya
no son solo expresión de una vida individual determinada, sino que se convierten en
el arquetipo de la humanidad entera. La vida concreta de Agustín adquiere así una
dimensión paradigmática o ejemplar. Al narrar su historia está en el fondo hablando
del hombre que Dios ha creado a su imagen y semejanza para que participe de su
bien; la historia del hombre que Dios sigue amando y por ello nunca abandona, aunque lleve una vida apartada de él y dispersa; la historia del hombre que Dios busca,
guía y acompaña en su peregrinación por la tierra; la historia, finalmente, que Dios
salva por medio de la humildad de su Hijo encarnado. Y cualquier hombre, cualquier
cristiano, puede reconocerse en esa historia y hacer suyos los sentimientos de Agustín
y verse estimulado y excitado a buscar en Dios, por medio de Jesucristo, el verdadero
sentido de la vida, la felicidad y la sabiduría que anhela. Sin duda alguna, el éxito
de Las Confesiones a lo largo de los siglos se debe en gran medida a este su carácter
paradigmático.
2. UN EJEMPLO DE RELATO PROTRÉPTICO EN LAS CONFESIONES:
EL DESCUBRIMIENTO DE LA FILOSOFÍA NEOPLATÓNICA
Ante la imposibilidad de recorrer el libro entero de Agustín para señalar los aspectos protrépticos de los sucesos importantes de su itinerario vital, me limitaré a
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exponer brevemente su descubrimiento en Milán de los libros de los platónicos y el
impacto que le causaron. Dejo de lado los problemas históricos y filosóficos que
este descubrimiento plantea, pues ello ha sido exhaustivamente estudiado en todos
sus detalles7. Voy a atenerme a la propi narración de Agustín para intentar captar lo
que con ella quiso trasmitir. Pero antes conviene recordar, aunque sea someramente,
el itinerario espiritual de Agustín para comprender mejor lo que significó para él el
encuentro de la filosofía neoplatónica.
2.1. Después de leer el Hortensio, Agustín, entusiasmado, decidió consagrar su
vida a la sabiduría. Lo primero que hizo fue entregarse a la lectura de la Sagrada Escritura con la esperanza de encontrar en ella la sabiduría que anhelaba, pero a causa
de su orgullo y de su falta de preparación (hizo una lectura literal) esto resultó un
fracaso. La Escritura le pareció algo propio de niños y, además, no resistía la comparación con la elegancia de Cicerón (C.III, 5,9). Y es que, de hecho, su adhesión juvenil a la filosofía lo fue al racionalismo y, como dice en el De beata vita, opinaba que
había que dar crédito solamente a quienes enseñan la verdad con la razón y no a los
que imponen que se les crea sin más (5,4). Esta decepción explica en parte su entrada
en la secta de los maniqueos y su permanencia en ella por algo más de nueve años.
El maniqueísmo era una secta religiosa de carácter gnóstico: prometía la salvación
mediante el conocimiento (gnosis), no mediante la fe. En ella, además, no estaba
ausente el nombre de Cristo, nombre cuyos adeptos siempre tenían en sus labios.
Profesaba un materialismo general, cosa que complacía a Agustín, quien en aquel
entonces no concebía que algo “fuera”, tuviera entidad, y no fuera cuerpo. Y en lo
que respecta al problema del origen del mal, sostenía un dualismo metafísico según
el cual todo había sido producido por dos sustancias primordiales eternas y en permanente oposición: el Bien y el Mal. En cierta medida esto apaciguaba la conciencia
de Agustín, pues era una forma de desresponsabilizar al hombre de sus actos. Y todo
esto se describía con una complicada dogmática, repleta de narraciones mitológicas
y fantásticas, a la que se añadían ritos y prácticas ascéticas y alimentarias. Y en lo
que toca a la Escritura, negaba el valor del Antiguo Testamento, en el que solo veían
contradicciones e inmoralidades debido a su lectura meramente literal de este (III, 6,
10-10, 18). Agustín se hizo maniqueo, pero no pasó del grado de “oyente”, pues muy
pronto aparecieron las dudas en torno a la doctrina. Se dio cuenta de que los mani-
7
La bibliografía sobre este asunto es prácticamente inabarcable. Indico solamente algunas referencias
importantes: W. Beierwaltes, Agostino e il platonismo, Milano, 1995; G. Madec, “Platonisme et christianisme.
Analyse du livre VII des Confessions”, en Lectures Augustiniennes, París, 2001, pp. 121-184; J.J. O’meara, The
young Augustine. The growth of st. Augustinues mind up to his conversion, London-New York-Toronto, 1980. P.
Courcelle, Recherches sur les Confessions de saint Augustin, París, 1968. C. Boyer, Christianisme et néoplatonisme
dans la formation de saint Augustin, Roma, 1953. A. Solignac, Introduction aux Confessions de saint Augustin,
pp. 94-113, ídem, n. 25, referente al libro VII de Las Confesiones, 9, 13-16, 22, pp. 682-693. R. Jolivet, Essai
sur les rapports entrre la pense grecque et la pensée chrétienne, París, 1955, pp. 85-156.
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queos prometían más de lo que podían dar y que por eso evitaban responder a sus
preguntas. Prometían una concepción racional del mundo y negaban el valor de la fe,
pero de hecho ofrecían una dogmática cargada de mitos y sin el más mínimo apoyo
científico. Su sabiduría era, pues, más aparente que real. Además, su explicación de la
naturaleza y el origen del mal no concordaba con el testimonio de su conciencia que
le decía que él, y solo él, era el responsable de sus actos (C.V, 3, 3-6, 10). Su adhesión
al maniqueísmo se fue enfriando y aprovechó su huida a Roma en el año 383 y su
posterior marcha a Milán para romper definitivamente con la secta (C.V.7, 12-13).
Decepcionado del maniqueísmo, Agustín fue presa del escepticismo y se inclinó
a pensar que los filósofos llamados académicos eran los más sensatos y prudentes al
adoptar como principio la duda de todo y la imposibilidad de que un hombre pueda
comprender nada (C.V, 10, 19), por lo que todo esfuerzo por buscar la sabiduría era
vano. Este periodo fue breve en el tiempo pero constituyó una honda crisis vital: “Me
había precipitado en el fondo del mar –escribe–; había perdido la esperanza de encontrar la verdad” (C.VI, 7,1). En este estado de desesperanza se encontraba cuando
en el otoño del año 384 llegó a Milán desde Roma para hacerse cargo de la cátedra
de retórica de la ciudad; y esa era su situación anímica cuando su madre, Mónica, se
reunió allí con él.
En Milán comenzó a frecuentar la predicación del obispo Ambrosio, más por
curiosidad que por deseo de conocer su doctrina. Pero casi sin darse cuenta el contenido de la predicación fue calando en él. De la mano de Ambrosio aprendió que
la Sagrada Escritura poseía, oculto en su literalidad, un sentido espiritual o alegórico
y, como consecuencia, que las críticas de los maniqueos a esta, en particular al Antiguo Testamento, no se sostenían. Interpretada espiritualmente, la enseñanza de la
Escritura era defendible y razonable. No había en ella nada que repugnara al pensamiento, lo que no significaba, sin embargo, que lo que enseñaba fuera verdad (C.V,
13, 23-14, 25; VI, 4, 5). Al mismo tiempo, fue descubriendo la importancia de la fe
en la vida humana: la fe y el asentimiento al testimonio de los otros se le muestran
como imprescindibles para el vivir y para el pensar, pues es imposible que todo a lo
que damos crédito esté fundado racionalmente o comprobado por uno mismo. Hay
que dar confianza a los otros. Y esto mismo sucedía con la Escritura: poseía una autoridad casi universalmente extendida y engendraba en quienes la admitían una vida
llena de virtudes. Fiarse de una autoridad tan extendida y que produce tan buenos
frutos es un acto razonable. Agustín comenzó a darse cuenta de que la causa de la
ceguera que le impidió ver la verdad del cristianismo y que luego le sumergió en el
escepticismo no fue otra que su exagerado racionalismo. “Quería –dice– estar seguro
de las realidades invisibles como estaba seguro de que siete y tres son diez (...). El
problema consistía en mi pretensión de querer comprender, como comprendía esta
proposición matemática, el resto de las cosas” (C.VI, 5, 6). El racionalismo puro
era, pues, impracticable y la autoridad, la fe, era necesaria en el vivir y en el pensar.
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J. J. Garrido Zaragozá
Cuando alguien piensa o razona no parte de cero, no está solo, y es inevitable apoyarse en la confianza en los otros, por lo que la autoridad (la fe) y la razón no deben
contraponerse, sino más bien complementarse. Y así, otorgar confianza a la autoridad
de la Escritura y de la Iglesia, tan extendida en todo el universo, es un acto razonable (C.VI, 5, 8)8. Se trata, es cierto, de una fe no dogmática: es solo un fiarse y dar
confianza a la autoridad de la Iglesia que trasmite la autoridad de la Escritura. Desde
ella habrá que pensar y procurar entender, pues la fe no dispensa de razonar. Pero es
imprescindible. Por eso Agustín, sin mucho entusiasmo, y a la espera de que surgiera
algo seguro que le permitiera encauzar su vida, tomó la decisión de inscribirse como
catecúmeno en la Iglesia católica (C.V, 14, 25). Sin mucho entusiasmo, pues en su
mente aún quedaban muchos problemas sin resolver y no pocas dudas, aún era materialita, seguía sin ver claro el problema del origen del mal y la libertad humana, no
acababa de aclararse en lo que respecta a la idea de Dios y del alma humana y no tenía
claro el rumbo que debía darle a su vida (C.V, 11 y ss.). Carecía aún de una filosofía
capaz de ayudarle a resolver satisfactoriamente estos temas.
2.2. Estas era la situación intelectual y el estado de ánimo de Agustín cuando
en el año 386 cayeron en sus manos los libros de los platónicos. Esto constituyó una
auténtica revolución intelectual. En su libro VII de Las Confesiones nos lo cuentan
ampliamente. No hay que olvidar, sin embargo, que entre el acontecimiento y el
relato han pasado ya unos once o doce años, y que relee lo acontecido y sus efectos
desde su situación de convertido a la fe católica y bautizado (año 397), sacerdote (año
391) y varios años obispo.
Aunque no lo dice expresamente, es casi seguro que Agustín leyó y estudió algunas de las Enéadas de Plotino en la traducción latina de Mario Victorino y muy
probablemente algunos escritos de Porfirio. Esta filosofía lo deslumbró.
En el De beata vita y en el Contra academicos, diálogos filosóficos escritos en su retiro de Casicíaco, cuenta este descubrimiento en términos muy entusiastas. Dice que
le enardecieron tanto que hubiera sido capaz de cortar todas las amarras si el aprecio
de algunos hombres no le hubiera retenido (Dbv, I, 4); “que le abrasaron con un incendio increíble, verdaderamente increíble”, mucho más de lo podía sospechar. Y no
dudó en afirmar que esta filosofía era la única acorde con la doctrina cristiana (CA II,
1, 5; III, 20, 43). En el relato de Las Confesiones, unos once años posterior, Agustín
entra más en detalles, es más comedido y menos entusiasta. No resta importancia
al acontecimiento, pero desde un mejor conocimiento del platonismo y desde una
vivencia más honda de la fe cristiana, no duda en señalar los peligros y ambigüedades
de esa filosofía: denuncia el politeísmo que algunos neoplatónicos hacían compatible
con ella y sobre todo señala el peligro de suficiencia que encerraba al postular que las
8
La importancia de este descubrimiento de la necesidad de la fe en la vida ha sido especialmente puesta
de relieve por J.M. Le Blond, Les conversions de saint Augustin, París, 1950, pp. 89-114.
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solas fuerzas naturales del hombre bastan para ascender a la Verdad y Bien supremo
que es Dios. Como vamos a ver, el fracaso del propio Agustín en ese ascenso por sí
mismo a Dios y de mantenerse en él, junto con la relectura de San Pablo, lo llevaron
a una concepción más realista del ser humano y a reconocer la necesaria ayuda de la
gracia para alcanzar el objetivo deseado. Por eso dice que, aun encontrando en los
libros platónicos muchas cosas aprovechables, “no comió de ellos”, es decir, no los
asumió del todo ni se hizo de la secta platónica, sino que los leyó con discernimiento
desde un trasfondo ya cristiano y si abdicar de la autoridad que ya otorgaba a la Iglesia y a Cristo, tomando de ellos aquello que estaba de acuerdo con la verdad cristiana,
“el oro de los egipcios”, y dejando el resto (C.VII, 9,15). Pero vayamos por partes.
¿Qué leyó Agustín en esos libros y qué no leyó? ¿Qué encontró en ellos?
Desde el punto de vista filosófico, Agustín encontró en el neoplatonismo un sistema potente que le permitió resolver casi definitivamente las dudas filosóficas que
aún persistían en su mente y que le impedían una adhesión más firme a la verdad
cristiana. El neoplatonismo, en efecto, le suministró una doctrina epistemológica y
una concepción de la verdad que lo llevaron no solo a abandonar el escepticismo,
sino también a combatirlo racionalmente; le demostró la existencia de “realidades
espirituales” y le ofreció toda una metafísica de los grados del ser con los que pudo
superar su materialismo y pensar adecuadamente la realidad divina y la naturaleza
del alma humana; le dio una teoría del mal como “privación del bien”, no como sustancia, que le llevó a repensar el problema de la libertad humana y a afirmarla contra
todo tipo de determinismo. En todo el libro de Las Confesiones aparecen una y otra
vez estos temas.
Desde el punto de vista cristiano la aportación del neoplatonismo fue también
muy importante, pues le reafirmó en el carácter razonable de la fe al leer en esos
libros doctrinas que también encontraba en las Escrituras y en la enseñanza de la
Iglesia. Leyó, en efecto, en ellos todo lo referente al Logos eterno, divino, creador,
pre-existente, fuente de vida y luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. El Prólogo del Evangelio de San Juan y algunos pasajes de las cartas de San
Pablo los consideró casi equivalentes a la enseñanza de Plotino en su Enéada V. Esta
coincidencia era algo muy a favor de la verdad del contenido de la revelación. Pero,
como no podía ser de otra manera, no pudo encontrar nada en esos libros sobre el
Logos encarnado ni, en consecuencia, sobre su muerte y resurrección. Como acontecimientos históricos quedaban fuera del alcance del mero discurrir humano y no
podían ser objeto de deducción (C.VII, 9, 13-15). Aunque es probable que Agustín,
desde la cristología que profesaba en ese momento, no diera mucha importancia a
esta ausencia. Estas son sus palabras:
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Yo entonces (...) pensaba de mi Señor Jesucristo tan solo lo que se puede pensar de un
hombre de extraordinaria sabiduría que nadie puede igualar. Y me parecía haber recibido de la Divina Providencia en favor nuestro una tan gran autoridad de magisterio
por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para darnos ejemplo de desprecio de
las cosas temporales en pago de la inmortalidad (C.VII, 19, 25). Pero yo, que no era
humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa podía ser maestra
su flaqueza9 (VII, 18, 24).
2.3. Desde el punto de vista a la vez religioso y filosófico, el neoplatonismo le
enseñó a Agustín a buscar la verdad dentro de sí mismo, regresando al hombre interior desde lo exterior y dispersante: “Amonestado por aquellos libros a volver a mí
mismo, penetré en mi intimidad” (C. VII, 10, 16). Al entrar en sí mismo, el hombre
se recoge de la dispersión de lo exterior y sensible y regresa a la unidad ascendiendo
por grados sucesivos hacia Dios. Es lo que enseñaba Plotino en la Enéada VI, V, 2.
Escribe Agustín: “Entré dentro de mí (…) y vi con los ojos del alma (…) sobre
mi inteligencia, una luz inmutable (…) muy diferente a todas las luces del mundo
(…) Estaba por encima de mí por ser creadora mía, y yo estaba debajo por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, la conoce (esa luz) y quien la conoce, conoce la
eternidad” (C. VII, 10,16).
Esa visión de la Verdad-Dios y la experiencia de la eternidad le hizo sentir escalofríos de amor y temblor al mismo tiempo que le descubrió su pequeñez y la distancia
infranqueable que lo separaba del propio Ser, viéndose lejos de él en la “región de la
desemejanza” (C. VIII, 10, 16).
En Las Confesiones VII, 17, 23, nos describe Agustín este camino de ascenso a la
Verdad-Dios por la vía reflexiva y los diversos grados de ese ascenso en términos muy
plotinianos. Vale la pena transcribir el texto:
Buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos, celestes o terrestres, y
qué había en mí para juzgar rápida cabalmente de las cosas mudables cuando decía:
“esto debe ser así, aquello no debe ser así” (…) hallé que estaba la inconmutable y
verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable. De manera gradual fui
subiendo, primero desde los cuerpos hasta el alma, que siente a través del cuerpo. Del
alma pasé a su potencia interna, a la que comunican los sentidos las cosas externas y
hasta donde tienen acceso los animales. Desde aquí pasé a la potencia racional que
tiene como competencia juzgar de las percepciones de los sentidos corporales. Esta
potencia racional que yo tengo, al comprobar que era mudable, se remontó hasta el
entendimiento. Arrancó al pensamiento de la costumbre ordinaria que tenía de pensar, sustrayéndose al montón de fantasmas contradictorios, para descubrir qué tipo
de luz bañaba cuando, sin el más ligero asomo de duda, proclamaba la preferencia de
9
Sobre la cristología de Agustín en el momento de leer los libros de los platónicos, cfr. A. Solignac, n. 27,
referente al libro VIII de Las Confesiones, pp. 693-698.
La dimensión protréptica de las Confesiones de San Agustín
205
lo inmutable sobre lo mutable; para descubrir también el origen del propio concepto
de inmutabilidad, concepto que debía poseer, porque de lo contrario no antepondría
lo inmutable a lo mudable. Por fin, con un golpe de visión estremecedora, llegué al
Ser mismo. Entonces fue cuando, finalmente, descubrí tus cosas invisibles, que se
hacían inteligibles por medio de las cosas creadas10 (C.VII, 17, 23).
El conocimiento de esta vía reflexiva de acceso a Dios entusiasmó a Agustín. Sabía que implicaba un duro proceso purificatorio de lo sensible y de todos los bienes
externos que habitualmente se desean, pero todo indica que pensaba ser capaz de ello
y que esperaba alcanzar en algún momento de esta vida la paz, el reposo y la beatitud
que derivan de la contemplación de Dios. Así, en una carta del año 389 exhortaba a
su amigo Nebridio a renunciar al “activismo” de su vida y a retirarse al ocio intelectual, asegurándole que “mediante la meditación y la contemplación el hombre puede
alcanzar la deificación” (Ep. 10,2). Y en De Sermone Domini in monte, escrito en el
año 394, enseña que los bienes prometidos a los pacíficos, como la paz, la vida consumada y perfecta, la bienaventuranza, “pueden alcanzarse cumplidamente en esta
vida, como creemos fue alcanzado por los apóstoles” (2, 9, 12).
Este optimismo, sin embargo, no duró mucho. En el año 400, en su obra De
Consensu Evangelistarum, escribe:
Cualquiera que piense que en esta vida mortal un hombre puede dispersar las tinieblas
de las imaginaciones corporales y carnales para poseer la luz despejada de la verdad
inmutable y para penetrarla con la firme constancia de un espíritu fuera de los modos
comunes de vida, no entiende ni qué busca, ni quién es el que busca (IV, 10, 20).
No entiende qué busca, pues en caso contrario sabría que Dios es absolutamente
trascendente y por ello inalcanzable por el hombre con sus solos recursos naturales.
Y “no entiende quién es el que busca”, pues de entenderlo conocería que el hombre
real que busca a Dios no solo es finito y limitado por ser criatura, sino que arrastra
consigo el peso de lo sensible y no podrá por ello alcanzar en esta vida la purificación
requerida para la contemplación. Y la misma idea encontramos en Las Confesiones.
¿Qué ha producido este cambio? Por un lado, Agustín hizo la experiencia en su
propia carne de que la purificación de lo sensible y el desprecio de los bienes externos
no eran tan fáciles como parecía. El peso de lo sensible se obstinaba en permanecer y
los momentos de paz y de luz, frutos de la contemplación, eran fugaces e inestables.
Por otro lado, la vida pastoral y el ejercicio del ministerio episcopal le fuerzan a ser
10
Una más amplia y rica descripción de esta vía reflexiva de ascenso a Dios en Las Confesiones X, 6, 8-24,
35. Cfr. J.J. Garrido, San Agustín. Breve introducción a su pensamiento, Valencia, 1991, pp. 55-65. Cfr. también J. Odoz, “De la introversión a la conversión”, en San Agustín. Cultura clásica y cristianismo, Salamanca,
1988, pp. 275-294.
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J. J. Garrido Zaragozá
realista y a conocer mejor a los hombres. El idealismo neoplatónico se desinfla y se
va desengañando de sus promesas. Y va pasando de un cristianismo muy próximo
a “una filosofía” a un cristianismo entendido como religión del Mediador y de la
gracia. La insuficiencia de la vía reflexiva filosófica le abre a Agustín las puertas de la
gracia.
Desde aquí es desde donde Agustín relee en Las Confesiones su encuentro con
los libros de los platónicos. Ya no encontramos el cristianismo que impregnaba los
diálogos de Casicíaco; ahora es más realista y cauto; más cristiano. Y así, cuando nos
cuenta su recorrido ascensional para llegar a Dios, escribe:
Pero no gozaba de estabilidad en el disfrute de mi Dios. Me sentía atraído hacia ti
por tu belleza, pero pronto me veía arrancado de ti por mi propio peso y, en medio
de lamentos, volvía a desplomarme sobre las realidades de la tierra (…). Fue entonces
cuando finalmente descubrí tus cosas invisibles (...), pero no fui capaz de fijar en ellas
mis ojos, sino que, reavivada mi debilidad por su irradiación, torné a mi vida habitual
llevando por todo ajuar la compañía del recuerdo amoroso que se contentaba con
aspirar el olor de aquellos manjares que no podía comer todavía (C.VII, 17, 23).
Estas palabras no dejan lugar a dudas. Los momentos de contemplación de la
Verdad logrados por Agustín fueron breves y poco estables; algo así como fugaces
fogonazos de luz. Quizás pensara que con tiempo y esfuerzo de voluntad la cosa
mejoraría, pero no fue así. La cotidiana debilidad no tardaba en hacerse presente. Le
quedaba el recuerdo de ese momento de luz y eternidad como una guía en su caminar
hacia Dios. Y poco más11.
Pero la experiencia de la propia debilidad no condujo a Agustín a la resignación,
sino al reconocimiento de la necesidad de la gracia y especialmente del Mediador,
Jesucristo, ya confesado por él como Dios hecho débil para ayudar a los hombres:
“Andaba yo buscando –dice– el procedimiento para adquirir fuerzas que me capacitaran para gozarte, pero no las hallaba sino abrazándome con el Mediador entre Dios
y los hombres, el hombre Cristo-Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por
los siglos” (C.VII, 18, 24).
La debilidad humana solo se supera con la ayuda de quien, siendo Dios, se hizo
débil por el hombre; lo que el hombre no puede solo, lo puede con la gracia. Esa es
la experiencia crucial que hace Agustín: abrazado a Cristo pudo vencer el peso de
lo sensible, superar las dificultades, renunciar a los bienes externos, en una palabra,
11
Sobre esto, cfr. la ya clásica biografía de Q. Brown, Agustín de Hipona, Madrid, 2001, pp. 156-167; cfr.
también G. Catapano, Agostino. Urbino, Valencia, 2010, pp. 126-130; S. Lancel, Saint Augustin, París, 1999.
Esta excelente biografía tiene el mérito, además, de haber tenido en cuenta las nuevas cartas descubiertas y
editadas por J. Dijvak, cfr. Obras completas de San Agustín, 116, Madrid, 1991, y los sermones inéditos publicados por F. Dolbeau, Augustin d’Hippone. Vingt-six sermons au peuple de Dieu, París, 1996.
La dimensión protréptica de las Confesiones de San Agustín
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purificar su vida. Pero sabiendo que esa purificación exige un combate permanente,
pues la vida del cristiano es lucha, y que la paz y la beatitud definitivas son cosa de la
vida eterna. Por eso se presenta en el libro X de Las Confesiones como alguien que es
todavía un problema para sí mismo (C.X, 28, 29; 33, 50). Y San Agustín, desde esta
experiencia, lee de nuevo a San Pablo, pero ahora con una perspectiva diferente de la
de Casicíaco. Se detiene más en la Carta a los Romanos y pone el acento en la misteriosa permanencia del mal en los actos humanos y en la imposibilidad de cumplir la
ley con la sola voluntad humana. Ve en San Pablo la expresión de una permanente
tensión entre la carne y el espíritu y percibe que la libertad humana está muy condicionada y precisa ser liberada por la gracia de Cristo12.
2.4. Esto sitúa a Agustín en condiciones de apreciar mejor la diferencia entre la
“religión filosófica” de Plotino y la fe cristiana como religión. En los libros platónicos
nada se dice, como ya sabemos, sobre el Logos encarnado, sobre Jesucristo verdadero hombre y verdadero Dios; nada se dice sobre el Mediador, que es el camino
que permite a los hombres llegar a Dios. Por eso no hay en ellos, dice Agustín, “mi
huella de la caridad que edifica sobre el cimiento de la humildad que es Cristo Jesús”
(C.VII, 20, 26). En esos libros hay muy poca religiosidad y no late en ellos el corazón del hombre que busca a Dios y no le puede encontrar a causa de su debilidad:
“sus páginas –dice– no tienen semblante piadoso, ni lágrimas de confesión, ni un
corazón contrito y humillado, ni la salvación de tu pueblo (...) En aquellas páginas
nadie canta (...), nadie escucha la voz invitadora: venid a mí todos los que estáis cansados. Consideran poca cosa aprender de él, porque es manso y humilde de corazón”
(C.VII, 21, 27). Y piensa ahora Agustín que si Dios en su providencia permitió que
cayeran en sus manos estos libros antes de que conociera a fondo la Escritura fue para
que, bien grabada en su memoria la impresión que le produjeron,
comprendiese la diferencia que existe entre la presunción y la confesión, entre los que
no pierden de vista la meta, pero no ven por dónde se llega a ella, y el camino que lleva
a la Patria bienaventurada, no solo como objeto de contemplación sino como lugar de
residencia (C.VII, 20, 26). Porque un cosa es, en efecto, contemplar desde una cima
frondosa la Patria de la paz, sin hallar el camino que conduce a ella, tras varias tentativas de atajos perdidos (...), y otra muy distinta mantenerse en el camino que conduce
a ella, y ese camino es Cristo mediador (C.VII, 21, 27).
La filosofía neoplatónica ha vislumbrado la patria; se puede decir que incluso
conoce la meta de la vida y destino del hombre. Pero ignora el verdadero camino que
conduce a ella, pues la vía del hombre interior, siendo necesaria, no es sin embargo
suficiente, y sin la ayuda de la gracia, sin la mediación de Cristo camino, no pasa de
12
Cfr. J. Oroz, “Tres lecturas para una conversión. Del Hortensio de Cicerón a las Epistolas paulinas”, en
San Agustín. Cultura clásica y cristianismo, pp. 223-246
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J. J. Garrido Zaragozá
ser un vano atajo perdido y una experiencia frustrante. Los solos recursos humanos
son incapaces de llevar al hombre al Bien que anhela; solo en Cristo se hace posible
lo que para el hombre es imposible. El libro VII de Las Confesiones concluye por ello
con una importante reflexión sobre Cristo-Camino y con una revisión de la cristología que profesaba Agustín en el momento en que leyó “los libros platónicos”13. Con
todo, la vía del hombre interior es necesaria, pues una vida dispersada en las múltiples solicitaciones de lo sensible, arrastrada por los azarosos acontecimientos e ignorante del verdadero Bien, ni siquiera sería capaz de caer en la cuenta de que precisa
la gracia para lograr la plenitud que en el fondo de su ser desea. Por eso, Agustín no
duda en asumir esta vía y hace uso de ella tanto en Las Confesiones como en otros escritos, como por ejemplo en De vera religione XXXI, 77, Soliloquios I, 27, De Ordine
II, 8,47. Pero lo que a la altura de Las Confesiones ya sabe con absoluta certeza es que
el regreso del alma a la unidad de sí misma y su ascenso gradual hacia la Verdad-Dios
es desde el principio al fin obra de la gracia de Cristo.
2.5. Comprendemos ahora perfectamente el carácter protréptico de este relato.
Como el resto de Las Confesiones, su finalidad, además de la doble confesión, es
enseñar y exhortar. Cualquier lector u oyente podía con su ayuda encontrar, con
mayor facilidad que el propio Agustín, el camino hacia la sabiduría, es decir, hacia
Dios. Guiado por la experiencia del autor, se dará cuenta que hay que ser cautos con
los entusiasmos filosóficos y que es preciso saber discernir. La filosofía puede ser de
hecho una valiosa ayuda en la búsqueda y encuentro de la Verdad, como lo fue el
neoplatonismo para Agustín, al revelarle la existencia de realidades espirituales, y al
suministrarle una doctrina con la que poder resolver el origen del mal y de la libertad
humana y al sugerirle la vía del hombre interior. Es el oro de los egipcios, que no hay
que dudar en tomar si ayuda al hombre a encontrar la meta de su vida. Pero descubrirá también que, en general, las filosofías prometen más de lo que de hecho pueden
dar, pues son impotentes para conducir al hombre real a la vida plena que desea; y
sobre todo verá “in concreto”, en la propia vida de Agustín, que solo abriéndose a la
gracia, a Cristo Mediador, puede encontrar el camino que le conducirá a la patria. A
través de la narración de este acontecimiento de su vida, Agustín persuade al lector de
la necesidad de la gracia y lo incita a desearla y suplicarla; le hace ver que la presunción y la arrogancia conducen al fracaso y que solo la humildad consigue su objetivo.
La filosofía, es cierto, puede vislumbrar y señalar la patria de la paz, pero no está en
sus manos el suministrar el camino real, proporcionado a la condición histórica del
hombre, que conduce a ella. Solo Cristo es camino, verdad y vida. La salvación del
hombre trasciende al mismo hombre y es obra de Dios en Cristo.
13
Sobre este tema, cfr. G. Madec, La patria e la via. Cristo nella vita e nel pensiero di sant’Agostino, Roma,
2006, pp. 154-158.