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La introducción de psicofármacos hacia 1950 y los modelos de atención al sufrimiento
psíquico. Una lectura de las historias clínicas del Hospital Interzonal J. A. Esteves (18971987) Buenos Aires, Argentina.
Autores: Sy, Anahi[i]; Pierri, Carla[ii]; Barrio, Ana Laura[iii]; Nazewski, Marcela[iv];Gutiérrez,
Manuela[v].
[i] Licenciada en Antropología. Dra. en Ciencias Naturales. Instituto de Salud Colectiva.
Universidad Nacional de Lanús. CONICET. [email protected]
[ii] Licenciada en Psicología. Instituto de Salud Colectiva. Universidad Nacional de Lanús. Facultad
de Psicología. Universidad de Buenos Aires. [email protected]
[iii] Licenciada en Psicología. Instituto de Salud Colectiva. Universidad Nacional de Lanús.
Dirección de Epidemiología, provincia de Bs As. [email protected]
[iv] Licenciada en Psicología. Instituto de Salud Colectiva. Universidad Nacional de Lanús.
Hospital Eva Perón San Martín. [email protected]
[v] Licenciada en Sociología. Mg. en Medicina Social. Universidad Autónoma Metropolitana
Xochimilco (UAM-X). [email protected]
Introducción
Este trabajo indaga sobre las prácticas de atención y cuidado al sufrimiento psíquico a partir de la
introducción de psicofármacos hacia 1950. Para ello, partimos del análisis de un acervo
documental de 4058 historias clínicas (HC), pertenecientes al “Asilo de Alienadas de Lomas de
Zamora” (creado en 1908), que a partir de 1976 adquiere su designación actual: Hospital
Interzonal “José A. Esteves” (situado en Temperley, provincia de Buenos Aires, Argentina).
El considerable periodo de tiempo disponible, de 1895 a 1987, más de 90 años de internaciones,
nos permiten contar con información que favorece un análisis longitudinal de los tratamientos
administrados a las personas internadas en dicho hospital, así como observar las continuidades y
los cambios en el tiempo. En este trabajo nuestro análisis focaliza en algunos rasgos de las
historias clínicas que nos permiten explorar sobre las prácticas de atención y tratamiento, en
especial el impacto que pueda haber ocurrido con la introducción de los psicofármacos hacia
1950.
Para ello, inicialmente presentamos una breve revisión bibliográfica que busca dar cuenta de la
sucesión de diversos tratamientos que se van introduciendo desde fines del siglo XIX y a lo largo
de todo el siglo XX, orientados a tratar y, más frecuentemente, controlar la “locura”. Dicha
descripción permite visualizar cómo se multiplican las alternativas de tratamiento, a la luz de un
proceso de paulatina medicalización del sufrimiento psíquico. A partir de estos datos tomamos
algunos casos que ilustran de manera contundente la multiplicidad de tratamientos que se
superponen y conviven aún al interior de una misma historia clínica, para el tratamiento de un
paciente, en el mismo momento histórico.
Metodología
Partimos del análisis de un acervo documental de 4058 historias clínicas de personas internadas
en el Hospital neuropsiquiátrico de mujeres “José A. Esteves” de la provincia de Buenos Aires
(Argentina), disponibles en el Archivo intermedio del Archivo General de la Nación,
correspondiente al período 1895-1987. Para ello se seleccionó una muestra aleatoria simple de un
20% del total de historias clínicas (HC), lo que equivale a 812 HC, con un registro de variables que
incluían edad, año de ingreso, diagnósticos y tratamientos, entre otras. En este trabajo tomamos
resultados de análisis previos Sy et al. 200, que nos permitieron identificar una superposición de
diversas prácticas, orientadas no solo al tratamiento de la enfermedad, sino también al control de
“la locura” o mejor, de “la enferma” (antes que “la enfermedad”).
A partir de ello, inicialmente desarrollamos una revisión bibliográfica que permite reconocer y
situar históricamente los diversos tratamientos que se introduce desde fines del siglo XIX y a lo
largo del XX para el tratamiento del sufrimiento psíquico. Luego, presentamos dos casos de
internación, analizados a partir de su historia clínica, indagando en profundidad sobre los
mecanismos de contención y tratamientos administrados. Finalmente, realizamos una lectura y
análisis de los casos, a la luz de las diversas prácticas de tratamiento identificadas en la
bibliografía.
Los casos seleccionados funcionan como caso-ejemplo de muchos otros analizados para el
periodo considerado, los nombres que utilizamos son ficticios a fin de preservar la identidad de las
personas.
Resultados
Una revisión de los tratamientos desde fines del Siglo XIX y durante el Siglo XX.
Si hacemos una breve revisión histórica sobre los tratamientos administrados al sufrimiento
psíquico, hallamos los primeros antecedentes hacia fines de 1850. En su mayoría, sirvieron al
control comportamental de los pacientes antes que a su tratamiento, fundamentalmente de efectos
sedantes (López-Muñoz et al., 2004).
Uno de los primeros agentes químicos administrados es la morfina, usada en el control de la
excitación y la agresión, el bromuro de potasio para el alivio de la inquietud y la ansiedad, y el
Hidrato de cloral para el control del insomnio. El uso de estas tres drogas dieron los medios
necesarios para la sedación diurna y nocturna (Ucha Udabe, Salto y Ben, 2002). Lehman y Ban
(1970) van a decir que también permitieron el reemplazo de la restricción física por el control
farmacológico. Fundamentalmente de efectos sedantes, cuya eficacia clínica era muy reducida y
con una especificidad terapéutica prácticamente nula (López-Muñoz et al., 2004).
En este marco terapéuticamente inhóspito, la introducción clínica de los barbitúricos en los
primeros años del siglo xx, gracias a la síntesis previa de la malonilurea por Adolf von Baeyer en
1864, dio lugar a profundos cambios en el abordaje farmacológico de los trastornos psiquiátricos
de la época. Un gran número de pacientes psicóticos y maníacos, previamente inabordables, se
tornaron accesibles al tratamiento y mejoraron su pronóstico, aunque los resultados más
significativos se obtuvieron en el tratamiento de algunos pacientes con graves neurosis, que ante
la administración de barbitúricos, especialmente por vía intravenosa, redujeron sus barreras
inhibitorias y permitieron abordar con más éxito el tratamiento psicoterapéutico.
Hacia 1890 se introduce la llamada “terapia febril” o “piretoterapia” que consiste en la inducción de
fiebre mediante la administración de la vacuna tuberculínica, inicialmente, reemplazando luego la
vacuna, en 1917, por sangre de pacientes con ataques de paludismo -porque la malaria puede ser
puede ser eficazmente controlada con tratamiento con quinina-. La fiebre ha sido inducida por
otros medios como la vacuna tifoidea, la suspensión de Escherichia coli muertos o azufre en
aceite. Otra forma de inducción de fiebre, indicada en los casos de agitación psicomotriz, fueron
los “abscesos de fijación” que se basaban en la inyección de nucleinato de sodio, empleado por
primera vez por Lundvall, en 1907 y esencia de trementina (“aguarrás”) (Uruchurtu, 2010). Pigem
Serra describe en 1945 que se inyecta al paciente en la región glútea o en la cara externa del
muslo, lo que produce una reacción local en la zona de la inyección con dolor, enrojecimiento,
formación de pus y una subida de la temperatura corporal a 39 grados o más. Así el paciente
queda postrado en la cama con impotencia funcional y dolor intenso del miembro inyectado. De
acuerdo a las descripciones, entre 3 y 5 días desaparece la fiebre y se absorbe el absceso (Pigem
Serra, 1945). Otra práctica frecuente era la “lactoterapia”, que consiste en la administración de
inyecciones de leche, descrita en 1931 por Silva y Piñero, como un método rápido, económico y
de fácil aplicación. También se han utilizado otras técnicas como “eterización”, que consiste en
someter al paciente a una atmósfera caliente con éter. Finalmente, los métodos físicos para
producir hipertermia fueron menos utilizados, entre los más frecuentes, cabe citar los baños
calientes, de hasta 43 °C, precedidos de una inyección de cloruro sódico al 25 % y la posterior
envoltura en sábanas calientes. En 1931, Menninger recopiló todos los casos publicados
encontrando resultados poco concluyentes (Uruchurtu, 2010). Aun cuando la terapia febril ha sido
ensayada en diversos desórdenes pisquiátricos (por ejemplo, depresión o esquizofrenia), esta
terapia resultó efectiva sólo contra la parálisis general progresiva (P.G.P.) que produce la
neurosífilis (Ucha Udabe, 2002). Aunque, en general, solo uno de tres pacientes con P.G.P. se
recuperaba satisfactoriamente, se consideró como un resultado satisfactorio (Pichot, 1983).
Wagner-Jaureg en 1919 va a señalar que seis de diecinueve pacientes tratados con la terapia
febril mejoraron y tres en forma total, su autor recibe el Premio Nobel en 1927 (Uruchurtu, 2010).
Las terapias biológicas, entre las que se encuentran las denominadas estimulantes, como la
piretoterapia, y las de choque (duchas heladas, comas insulínicos o cardiazólicos y electroshock)
constituyeron los primeros tratamientos específicos de los trastornos psicóticos, y se vinieron
utilizando durante la primera mitad del siglo XX (López Muñoz et al., 2000).
La insulina fue introducida en psiquiatría para la estimulación del apetito y sedación en los últimos
años de la década de 1920. Sus indicaciones fueron al alivio de los síntomas de privación cuando
se retiraba la morfina en el principio de la década de 1930 y luego se extiende su uso al
tratamiento de la esquizofrenia. Se va a plantear que el “coma insulínico” o comas hipoglucémicos
por medio de la insulina, reemplazaron favorablemente a todas las otras terapéuticas usadas en el
tratamiento en la década de 1940. Sin embargo, la terapia del coma insulínico tuvo una corta vida
en el Mundo Occidental; fue prontamente abandonado luego de la introducción de las nuevas
drogas psicotrópicas (Ucha Udabe, Salto y Ben, 2002). Otro método convulsivante químico era la
administración de inyecciones intravenosas de alcanfor, que comienza a usarse hacia fines de
1930, más adelante la administración endovenosa de pentetrazol (cardiazol). De acuerdo a la
bibliografía, las convulsiones inducidas farmacológicamente fueron reemplazadas hacia 1940 por
convulsiones producidas eléctricamente (Torres Bares y Escarabajal Arrieta, 2005). En 1938,
Cerletti y Bini descubrieron el electroshock o terapia electroconvulsiva, en principio como
tratamiento de los estados esquizofrénicos agudos, aunquque rápidamente reveló una eficacia
extraordinaria en los estados melancólicos graves (Uruchurtu, 2010). El “electroshock” y las
fracturas que este producía incorporan un nuevo problema, que se reduce por el tratamiento
previo con bloqueantes neuromusculares –curare inicialmente y luego la succinilcolina, una droga
más segura-.(Ucha Udabe, Salto y Ben, 2002).
Los avances más destacados en psicofarmacología ocurren a partir de 1950 con el
descubrimiento de la clorpromazina, diversos autores van a hablar de una «revolución
psicofarmacológica» (López-Muñoz et al., 2000 y 2002), ubicando en tal descubrimiento el origen
de la psicofarmacología moderna (Torres Bares y Escarabajal Arrieta, 2005)
Otro acontecimiento importante es el descubrimiento del haloperidol, que se inicia en 1953 con los
trabajos de Janssen con derivados anticolinérgicos. Se realizaron estudios con animales y seres
humanos y pronto se comprobó la efectividad de esta sustancia en el tratamiento del delirium
tremens y de la agitación motora con independencia de su etiología. El hecho de que algunos
pacientes desarrollaran fuertes síntomas extrapira-midales ralentizó su comercialización en países
como Estados Unidos (Domino, 1999), aunque finalmente se convertiría en el neuroléptico más
vendido de la historia (Ayd, 1991).
A pesar de estos hallazgos, poco o nada se sabía sobre el modo de acción de estas sustancias
antipsicóticas que se introducían con rapidez en el ámbito clínico (Torres Bares y Escarabajal
Arrieta, 2005).
En cuanto al desarrollo de la medicación ansiolítica se inicia con el descubrimiento del
meprobamato de manos de Selling y Borrus, quienes publican en 1955 dos informes breves sobre
una nueva sustancia tranquilizante que podía sustituir a los barbitúricos. La comercialización del
meprobamato se acompañó de tal campaña informativa y de promoción que fue un fármaco
ampliamente prescrito durante más de diez años. Su uso comenzaría a declinar cuando se
apreció la incidencia creciente de casos de tolerancia, abuso, dependencia, síntomas de retirada
tras la interrupción del tratamiento y sobredosis letal. Casi al mismo tiempo en que el uso del
meprobamato comenzaba a cuestionarse, entraban en escena las benzodiazepinas, una nueva
familia de sustancias con efectos ansiolíticos (Torres Bares y Escarabajal Arrieta, 2005).
El año 1954 es el año de la difusión escrita de los efectos clínicos de los nuevos fármacos:
clorpromazina; reserpina; meprobamato. Sin embargo, es a partir de 1957 que los agentes
psicotropos entran definitivamente en los foros de discusión científica (López-Muñoz et al., 2000).
Es importante destacar, como señala Uruchurtu (2010) las circunstancias en las que se realizaron
estos descubrimientos. En los casos más típicos, un laboratorio había desarrollado un fármaco
con un fin muy alejado de la psiquiatría y, al ser administrados a enfermos psiquiátricos por
distintas razones, los clínicos constataron y especificaron su acción terapéutica sobre los
trastornos mentales. Muchos descubrimientos no fueron resultado de una búsqueda sistemática
dirigida por hipótesis teóricas bien elaboradas, ni siguieron una metodología con garantías
científicas. (Torres Bares y Escarabajal Arrieta, 2005). En 1754 Horace Walpole empleó por
primera vez el término serendipity, que designa un descubrimiento realizado tanto por accidente
como por sagacidad, a propósito de algo que no se buscaba (Uruchurtu, 2010), tal es el caso de la
mayor parte de los psicofármacos. Por otro lado, debe reconocerse que detrás de los primeros
hallazgos psicofarmacológicos siempre estuvo el esfuerzo (más o menos interesado) de las
compañías farmacéuticas que, con su intervención en la distribución de fondos para la
investigación y el desarrollo de fármacos patentables, y en campañas de difusión y
comercialización, ha influido sin duda en el destino de la psicofarmacología. (Torres Bares y
Escarabajal Arrieta, 2005).
En la Argentina, quien introdujo los avances de la psicofarmacología que despuntaban en los años
50 fue el Prof. Dr. Edmundo Fischer (Stagnaro, 2000), médico, biólogo y psicofarmacólogo
experimental, en torno a quien emergió un grupo de colaboradores y discípulos, como el Dr. Spatz
y el Dr. Heller. Más tardíamente, en la década del 60, relataba la aparición de los antidepresivos
IMAO [inhibidores de la mono aminooxidasa] tangencialmente descubiertos después de aplicar el
tratamiento convencional contra la tuberculosis, así como de las terapias con imipramina hallada
por Kuhn (Bellomo, 2010).
Algunos casos que ilustran sobre las prácticas de tratamiento
Presentamos dos casos haciendo foco en tratamientos y fechas de los mismos, así como la
evolución del paciente.
Juana Cruz nació el 7 de Marzo de 1908 en Argentina, soltera, su ocupación
siempre fueron las tareas domésticas. El 7 de Febrero de 1962, a los 53 años de
edad, fue internada en el Hospital Esteves por su hermana y falleció el 8 de
Diciembre del mismo año a causa de una “insuficiencia cardiaca aguda”.
El informe de ingreso indica que:
"desde los 11 años presentó crisis epilépticas relacionadas con la
menstruación, con crisis de excitación psicomotriz que van en aumento.
Equivalentes en forma de mareos, llanto. Es internada en un sanatorio a los 37
años permaneciendo varios años en este establecimiento sometida a tratamiento
anticonvulsivo y psicoterapia”
Tiene además algún intento de “fugar” del sanatorio. Se la describe como
orientada y conservando la memoria, "Relaciona su estado con la angustia que le
produce el no hacer lo que ella quería (estudiar, ser útil)".
La siguiente noticia que encontramos sobre el estado de Juana Cruz será el
10 de Diciembre, 3 días antes de morir. Lo que nos dicen sus evoluciones es que
presenta “repetidas crisis epilépticas”, “está obnubilada”, se le indican varios
tratamientos: gardenal, ampliactil, suero glucosado isotónico, suero fisiológico,
digitoxina, penicilina, somnífero endovenoso, a pesar de lo cual continúa en "Gran
mal epiléptico". También se le realiza punción lumbar, la temperatura le llega a 40
grados. Luego de unas horas sin convulsivar, falleció finalmente el 8 de Diciembre
de 1962, a las 22 hs. (AR-AGN.DAI/HNE.hc [110 Leg. 44])
El caso de Juana resulta interesante en varios sentidos, por un lado, vemos la multiplicidad de
tratamientos administrados, en su mayoría buscando controlar sus crisis epilépticas, y el escaso
registro –quizá también indagación, sobre aquello que al pasar se señala como: "Relaciona su
estado con la angustia que le produce el no hacer lo que ella quería…”, el abordaje del sufrimiento
que transmite su palabra, es nulo –al menos en la Historia Clínica.
Por otra parte, este caso como todos los analizados, tiene como desenlace final la muerte de la
paciente. Sin embargo, una observación que es importante realizar es que su fallecimiento ocurre
en un breve lapso de tiempo de internación, menos de un año. Si volvemos a los datos
cuantitativos puede observarse que las muertes resultan extremadamente elevadas entre 1959 y
1973, respecto a equivalentes períodos de tiempo hacia atrás. Ocurren exactamente 314
defunciones de mujeres que llevaban menos de un año de internación mientras que entre 1944 y
1958 ocurren 50 muertes y una entre 1929 y 1943 (Sy, 2015). Entre las posibles hipótesis a
plantear alguna podría vincularse a la reducción de personal que sufre la institución en ese
periodo, aunque también debemos advertir que la mayor parte de los psicofármacos comienzan a
usarse recién a mediados del siglo XX, la incorporación del electroshock como práctica frecuente,
especialmente a partir de la década del 60’, y siempre de forma más experimental que precisa
sobre los posibles efectos orgánicos. Si bien lo que señalamos no resulta concluyente, es
interesante de observar a propósito de un número más amplio de casos.
Elva Null nace en 1921, a los 28 años ingresa al hospital traída por una
ambulancia, luego de haber sido detenida por un agente de la policía en la calle el
19 de agosto de 1947 “enchalecada” por episodios de “excitación psicomotriz”.
“Le ha sido administrado II amp. de somnifene y I amp. de pantophon”.
En la primera página de su Historia Clínica figura “Diagnóstico:
Esquizofrenia Paranoide”. Con una tinta y letra diferente a la de la carátula y en un
espacio de la misma (no destinado a ser escrito) dice: “Cardiazol y Leucotomía”. En
la segunda página aparece el certificado de su defunción con fecha 14 de enero de
1958.
Avanzando en la historia clínica se registra con fecha 22 de octubre de 1947
“finaliza tratamiento convulsionante. Muy discreta mejoría. Inquieta, temerosa
‘quiero que me expliquen que pasa, todos me quieren pero piensan matarme: me
molestan continuamente. Leche subcutánea”
También aparece en la HC fichas de registro mensual y año tras año, del
ciclo menstrual de la paciente, se colorea con rojo los días del ciclo. De acuerdo a
los registros, la paciente se atendía en el Hospital Rivadavia por posibles problemas
endocrinos, se le solicita desde el consultorio de “Ginecología, endocrinología y
esterilidad” el registro de shocks insulínicos y eléctricos que se le administro a la
paciente. A partir de eso aparecen registros de administración de “cardiazol” en el
año 1947, cinco en septiembre y siete en octubre, luego dice “finaliza tratamiento”.
En 1949, aparece nuevamente la administración de cardiazol: uno en agosto, ocho
en septiembre (uno cada cuatro días) y en octubre cinco.
Con fecha 28 de noviembre de 1949 aparece una carta del padre que dice
“doy mi conformidad para operar a mi hija” -si bien no se registra que tipo de
operación es, la que aparece registrada es la lobotomía (aunque sea solamente en
la carátula). No hay más rastros de ello en las historias clínicas.
También se registran tres dosis de vacuna antitífica y en 1954 que duerme
mediante hipnóticos.
Ese mismo año aparece un cuadro febril administrando penicilina y
estreptomicina, también aparece “nicotibina” (medicamento actualmente indicado
para la tuberculosis) si bien no aparece registro de dicha enfermedad en la paciente
y “glucosato de calcio”. Se registra además un peso de 40 kg.
En 1957 siguen apareciendo registros que indican “continua febril, muy
desmejorada en el estado físico”
De consultorios externos se indica la administración a la paciente de
estrógeno y progesterona, solicitando que regrese después de la segunda
menstruación y que se le tome la temperatura rectal cada mañana durante 1 mes. A
partir de ahí, aparecen los registros diarios de la temperatura.
En el año 1958 aparecen registros de “Shock eléctrico”: uno en mayo, siete
en junio, diez en julio, dos en agosto, cada uno de 30 minutos y de entre 100 y 120
voltios. El último es el 10 de agosto de 1958, la paciente falleció cuatro días
después (AR-AGN.DAI/HNE.hc [39266 Leg 37]).
El caso de Elva nuevamente muestra cómo el foco de tratamiento de la paciente se coloca en el
cuerpo antes que en el sufrimiento psíquico, en este caso es casi nula su palabra, más allá del
registro “‘quiero que me expliquen que pasa, todos me quieren pero piensan matarme …”.
Aparece, como en muchos otros casos, un énfasis sobre posibles malestares asociados al ser
mujer, registrando el ciclo menstrual mes a mes, yendo y viniendo del consultorio de “ginecología”
al “loquero”. El foco en la intervención sobre el cuerpo de la paciente en este caso es brutal: la
recomendación de tomar la temperatura anal diariamente, así como la frecuencia y cantidad de
“shocks insulinicos”, “cardiazol” y electroshocks administrados, pasando por la lobotomía, son
ejemplos contundentes para el caso. Asimismo puede observarse la co-existencia y superposición
de estos y otros tratamientos para un breve lapso de tiempo, lo que muestra que estaría operando
la suma de prácticas de control comportamental y tratamiento, antes que una sucesión ordenada
de terapéuticas novedosas.
Una última cuestión a considerar para ambos casos, como en muchos otros, es la nula o escasa
referencia a los efectos de los tratamientos administrados, en el caso de Elva aparece una
referencia que señala; “muy discreta mejoría”, pero no tenemos más registros que eso.
Discusión y consideraciones finales
Una lectura de los casos presentados, a la luz del recorrido realizado en torno a la historia de la
psicofarmacología, nos permite observar cómo en el tratamiento de las mujeres internadas
conviven diversos tratamientos en la misma historia clínica, para un mismo periodo de tiempo.
Esto nos permite plantear que, si bien gran parte de los autores hablan de “reemplazo” de la
contención mecánica por la química (López-Muñoz, et al., 2004; Ucha Udabe, Salto y Ben, 2002)
o de “las convulsiones inducidas farmacológicamente” por “convulsiones producidas
eléctricamente” (Torres Bares y Escarabajal Arrieta, 2005), lo cierto es que, para el periodo
analizado lo que predomina es la co-existencia y superposición de diversas prácticas, algunas de
ellas con un carácter terapéutico aunque la mayoría apunta al control comportamental de los
pacientes.
Tanto Stolkiner (2003) como Galende (1990) van a referir a la coexistencia de instituciones y de
prácticas al interior de un mismo establecimiento y para un mismo momento histórico. Distintas
instituciones coexisten en un mismo establecimiento y, a la manera de distintas capas geológicas,
van quedando prácticas y discursos de forma continua y aparecen novedades (Stolkiner, 2003).
Tal superposición no quita que, en cierta forma, podemos hablar de una creciente
farmacologización del sufrimiento psíquico. Al respecto resulta de interés reflexionar sobre el
modo en que aquellos fármacos que vendrían a tratar el sufrimiento psíquico, se descubren,
muchas veces, usando como sujetos experimentales a los “enfermos mentales”, buscando otro
tipo de tratamientos, no psiquiátricos en particular.
A partir de lo presentado podemos observar que la medicación psicofarmacológica, en tanto sólo
apunte a calmar el síntoma, sin un trabajo de interrogación por parte de la psiquiatría que explicite
con qué concepción de sujeto trabaja y cuál es el concepto de locura que está implícito en su
abordaje, transforma al tratamiento que se hace de las personas con sufrimiento psíquico en un
lugar de poder sobre sus cuerpos, que visibiliza los mecanismos de dominación en juego.
Es por ello que consideramos importante un estudio reflexivo que incluya los determinantes de la
llamada enfermedad mental que pueda brindar herramientas para identificar a los principales
actores y sus diversas perspectivas en juego. Desde este enfoque, se apuntaría a ver cómo los
tratamientos y los saberes puestos en juego a la hora de validar las prácticas en la atención de las
personas con sufrimiento psíquico son construidos socialmente y acordes a los valores creencias,
prejuicios y la puja de intereses en un momento histórico en una sociedad determinada. Así, las
prácticas sociales en este campo y los saberes constituidos hablarían de las sociedades
implicadas, de los profesionales tratantes, de los pacientes y no solo de la problemática a la que
atañe.
En este sentido, con el descubrimiento de los psicofármacos no solo se inaugura un nuevo modo
de control/contención de los síntomas que tiende a reemplazar los medios de contención
mecánicos, sino que también se modifica los límites del psiquiatra respecto de las conductas del
paciente, creando no solo al objeto psicofamaco, sino un nuevo actor dentro del campo como lo
es el laboratorio.
Puede verse claramente entonces por qué la introducción de la psicofarmacología dentro de la
psiquiatría produce no solo una modificación en cuanto a los tratamientos posibles sino un cambio
en los actores en juego y en sus intereses.
La introducción de la psicofarmacología dentro de la psiquiatría no sólo produce una modificación
en cuanto a los tratamientos posibles sino que también incorpora nuevos actores e intereses.
Asimismo y como los registros en su gran mayoría son de intervención sobre el cuerpo
prefiguramos la idea de que ante una situación que resulta incomprensible o produce molestia se
aplican las múltiples “terapéuticas” conocidas/existentes buscando “contener”, “calmar” o acallar la
situación disruptiva sin que medie una pregunta por qué lugar ocupa esa manifestación o cuál es
la función última de la disciplina psiquiátrica.
Es de esperar que con el nacimiento del campo de la salud mental a fines de los ´50 y los debates
que instalaron, pudiera haber crisis institucional en tanto discutieran dos perspectivas: una
positivista que se presume ascéptica, que no se pregunta por su función social y aplica diversos
tratamientos en la búsqueda de acallar lo disruptivo y una perspectiva de la salud mental que
instala las preguntas y cuestiona las propias prácticas así como denuncia la función de control
social que tiene la medicalización de aquellas manifestaciones que escapan de la norma, de lo
esperable, de los modos sociales instituidos y o bien perturban o incomodan el habitual devenir de
la vida social productiva.
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