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Transcript
Biografía de Hernán Cortés
Por Jorge Herrera Velasco
I. De Medellín a Cuba
“Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, dice Nuestro Salvador en el Santo
Evangelio; escogidos como Alejandro, como César, como el Gran Khan o como
Napoleón, realizadores de hazañas que modificaron el sentido de la historia. A mí me
tocó ser también uno de los escogidos, y lo digo sin arrogancia. Me tocó serlo por la
voluntad del Todopoderoso, para realizar sus sagrados designios.
En la empresa de la Conquista de la Nueva España tuve que poner a prueba
mis dotes histriónicas. Para lograr mis propósitos fue necesario actuar según las
circunstancias, pues tuve que asumir diversos papeles ante los demás. Fui discreto
pero a veces intrigante; respetuoso, comprensivo y hasta afectuoso, pero también
intolerante, agresivo y aun cruel. Fui dadivoso, en cosas materiales o afectivas al igual
que en amenazas y castigos; eran mis argumentos favoritos. Sí, actúe de todas esas
maneras, bien o mal, pero teniendo en la mente y en el corazón que debía cumplir la
misión que yo mismo me impuse y que Dios me concedió realizar bajo su protección;
gracias a eso salí bien librado de mil acechanzas que me tendieron indios y
españoles. En cosas de guerra utilicé una fría racionalidad y, en ciertos momentos,
tuve una certera intuición.
Yo sé bien que son grandes mis limitaciones y mis debilidades, por eso creo
que salir victorioso de la Conquista sólo se explica por la predestinación divina que
me trazó el camino que seguí. Mi espíritu me impulsa a expresar mi agradecimiento
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por la merced que me hizo Dios para ganar el gran Imperio de Moctezuma para la
causa de mi emperador don Carlos, pero sobre todo para dar a conocer el Santo
Evangelio a mis hermanos indios y a cuantos nacieran en esta patria, orgullosamente
mestiza, la antigua Tenochtitlan.
Nadie de quienes me conocieron en mi niñez hubiera podido creer el futuro
que me esperaba. ¡Cómo!, si yo era un parvulillo enfermizo y apocado; ¡cómo!, si mi
padre, no obstante su hidalguía y su gran honra, era de tan limitadas rentas. Gracias
al cielo no tan magras que me impidieran estudiar, al menos un breve lapso, en
Salamanca. Allí recibí de mis maestros suficiente instrucción para dominar la
gramática; gracias a ello pude escribir las Cartas de Relación; así pude dejar
testimonio de la misión que me tocó realizar en estas tierras.
Recuerdo bien, sí, fue en 1503 cuando dejé mi terruño en Medellín para buscar
mi destino, al igual que lo hacían muchos jóvenes como yo. Y para buscar destinos
nada mejor que Sevilla, con su entonces flamante catedral, con su Giralda, con su
Torre del Oro, y, sobre todo, con su Guadalquivir, punto de partida para hacerse a la
mar océana. Allí llegaban y de allí partían las carabelas y los galeones que brindaban
las oportunidades a quienes deseaban probar suerte en otro lugar, fuese Italia, África
y, desde luego y sobre todo, en la Indias.
Fue entonces, precisamente en Sevilla, cuando era yo un chaval de dieciocho
años, donde con tristeza vi partir la nave de Nicolás de Ovando hacia La Española;
perdí aquella oportunidad por un desafortunado lance amoroso, uno de tantos que
tuve en mi vida; esa vez quedé magullado por caer de gran altura al intentar subir al
dormitorio de una hermosa dama.
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Tuve que esperar un año aún para emprender el viaje que me llevó a Santo
Domingo, fue mi primera experiencia en el océano, de la cual no creí que saldría vivo,
ya que nos perdimos en la mar y pasamos grandes congojas. En La Española me
establecí como criador de vacas y yeguas. Pero la vida de granjero no me cautivó, y
no dudé en acercarme a Diego Velázquez para participar en la conquista de Cuba
cuando se la encomendaron, allá por el año de 1511. Una vez realizada, trabajé en la
formación de un gobierno y fui escalando peldaños en la burocracia indiana. Llegué a
ser alcalde de la villa de Baracoa, lo que es actualmente la ciudad de Santiago.
En esa época me casé con Catalina “La Marcaida”, en realidad me tuve que
casar para evitarme problemas; con ella me tocó compartir muchos sinsabores que
son fáciles de recordar y una que otra dicha naufragada. Estoy seguro que no fui
hecho para el matrimonio: como amante ofrecía, eso sí, un gran vigor animal que
gustaba repartir entre tantas mozas y señoras como oportunidades tuviera; desde
luego que mi franca poligamia no era aceptada por mi esposa, ni bien vista por la
mujer que tuviera en turno.
Resulta que Diego Velázquez era mi concuño, y el lío conyugal se convirtió en
familiar, y el desagravio para la ofendida Catalina fue mi encarcelamiento por orden
directa del mismísimo Diego. No pasé mucho tiempo en prisión, ya que con la magia
del soborno mi carcelero consintió mi fuga. No fue la primera ni la última vez que
empleé el cohecho para lubricar las fricciones y sortear las dificultades, pero muchas
veces me fue necesario evadir las leyes humanas con la conciencia tranquila y
sabiendo que sólo Dios podría, con su infinita misericordia, juzgar mis acciones.
Desde entonces el soborno es aquí practicado libertinamente por muchas personas
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sin escrúpulos que lejos de cumplir los designios divinos, le dan al traste a un pueblo.
A pesar de mi fama de gran sobornador, yo estoy tranquilo; mis intenciones siempre
fueron nobles y mis acciones no habrían sido posibles de no haberlo permitido el
Todopoderoso.
Tuvieron que pasar algunos años para que llegara mi oportunidad, tiempo en el
que mi mente se obsesionaba por la gran aventura que yo sabía que me esperaba,
años en los que escuché de las empresas de Hernández de Córdova y de Grijalba,
quienes daban noticia de las costas que exploraban y de sus contactos con los
naturales. Mientras más se sabía en Cuba de estas tierras, era mayor el deseo de
emprender su conquista. Velázquez y yo la estuvimos organizando y arriesgamos
nuestro dinero en la empresa. Si bien al principio Diego estuvo de acuerdo en que yo
dirigiera la expedición, después mudó de parecer y, aunque intentó por todos los
medios que yo no me hiciera cargo, no se salió con la suya gracias a que puse en
juego la totalidad de mis recursos y gracias también a los capitanes que simpatizaban
conmigo.
II. Fundación de la Villa Rica
Fue el 10 de febrero de 1519, tenía yo 34 años cuando inicié mi gran empresa; lleno
de incógnitas pero seguro de que Dios era mi protector. Varios muy esforzados
capitanes me acompañaron: Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Francisco de
Montejo, Diego de Ordaz, y otros más. Con ellos y con todos mis soldados y
marineros, estaba yo dispuesto a compartir los beneficios que, estaba cierto, serían
enormes; ellos confiaban en mí, así que no escatimaron ni empuje ni valentía para
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realizar los grandes trabajos que exigía nuestra misión.
Claro que también tuve que aplicar mano dura. Recuerdo que tuve que
amonestar a Alvarado cuando ordenó al piloto una ruta distinta a la asignada; eso sí,
a este último le mandé poner grilletes. Había que castigar la indisciplina para afianzar
la autoridad sin privar a los soldados del más renombrado de mis capitanes. Pude
parecer injusto, pero más me importó ser efectivo.
Mis fuerzas constaban de 108 soldados, 100 marineros, 16 caballos y yeguas,
4 falconetes, 10 cañoncillos de bronce, y una dotación de ballestas, lanzas, espadas y
escopetas. Hicimos tierra en Cozumel, allí, por primera vez, puse en práctica mi forma
de atraer a los indios dándoles muestras de afecto y regalos, y ofreciéndoles mi
amistad y protección; sin embargo, con los corceles y las piezas de artillería hicimos
un despliegue que sirvió para amedrentar a la población; salimos de allí en santa paz.
Iba con nosotros Melchorejo, indio maya a quien Hernández de Córdova había
llevado a Cuba; nos sirvió de intérprete algún tiempo pero no era de mi confianza;
después huyó a reunirse con los suyos. No nos quedamos sin intérprete, pues por
fortuna nos topamos con Jerónimo de Aguilar, uno de los dos náufragos que durante
años convivieron con los mayas; se encontraba en lastimosa situación y se nos unió
de inmediato. El otro, Gonzalo Guerrero, prefirió quedarse con su familia maya; nos
dijo: “Ya soy cacique con cara labrada y orejas horadadas, casado con india noble y
con hijitos boniticos”; Gonzalo había encontrado su felicidad. Esto fue el principio de
un mestizaje en el que no sabíamos aún que participaríamos los demás.
En Tabasco, mediante los buenos oficios de Jerónimo, les pedí a los naturales
que reconocieran a don Carlos como su soberano y al Papa como representante del
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único y verdadero Dios, a quienes les rogué encarecidamente que le rindieran culto. A
cambio de esto recibirían la protección de su católica majestad. Si entraban en razón
no habría guerra ni exterminio. No obstante, hubo necesidad de la acción violenta. El
desconcierto y el terror se apoderó de los indios, quienes no conocían los corceles y
pensaban que caballo y caballero eran uno. Abatidos, tuvieron que someterse y, para
hacer las paces, los caciques del lugar me ofrecieron oro, viandas y doncellas; entre
éstas a mi queridísima Malinzin, conocedora, además del maya, de la lengua de los
mexicas. A partir de ese día Malinzin fue nuestra intérprete y valiosa informadora de
cosas importantes para nuestra empresa. Como mujer, Malinzin fue primero para
Portocarrero, después cohabitó conmigo y me dio a Martín, el primer mexicano
mestizo conocido, más adelante casó con Juan Jaramillo.
A los bravos tabasqueños los obligué a oír misa, a aceptar a Nuestro Señor
Jesucristo como su único Dios y a don Carlos como emperador. También les prometí
que nunca los dejaría sin protección. Con esto, en México se dio principio a la
conquista espiritual, que a la larga resultaría tan violenta como la material, y ya es
mucho decir.
Desde los primeros intercambios de regalos recibimos algunas piececillas de
oro, y todas las veces que indagué dónde podríamos encontrar más, me decían:
“Culúa, Culúa”, refiriéndose a lo que después sería llamado San Juan de Ulúa.
Apenas llegamos ahí, de inmediato supe del poderoso señor Moctezuma, a quien
nombraban con miedo y admiración; era considerado un dios.
También en Culúa escuché por primera vez la palabra “México”. A los pocos
días de nuestro arribo llegaron emisarios de Moctezuma, eran señores importantes
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con regalos de oro, plata y plumas, y muchos objetos de fina hechura que me
mandaba su emperador. Varias veces recibimos cuantiosas dádivas de sus enviados
y el mensaje que nos instaba a no seguir adelante en nuestra marcha a Tenochtitlan.
Moctezuma parecía ignorar nuestra voluntad inquebrantable de llegar a él, y mientras
más regalos recibíamos, crecía nuestra ambición y era mayor nuestro deseo por
avanzar. Si desde que salimos de Cuba era grande nuestra fantasía de encontrar
lugares fantásticos de riquezas increíbles, ya en esos días nos habíamos forjado toda
una quimera.
Gracias al terror que causábamos con las frecuentes demostraciones de
fuerza que hacíamos con los corceles y las escopetas, pudimos evitar muchas
batallas. Sin embargo, en ocasiones el enemigo estaba en nuestras filas; sí, pues
dado lo irregular de nuestra salida de Cuba y las contrariedades que eso supuso,
había un grupo de capitanes y soldados adictos a Velázquez, que quería regresar a
Cuba, considerando que yo era solamente su delegado. Ese bando hizo peligrar la
empresa. Para aplacar ímpetus y furores tuve que emplear una estrategia que diera
legalidad a mi posición como máxima autoridad. Consistió en fundar la Villa Rica de la
Vera Cruz, y para ello designé alcaldes y regidores entre mi gente de confianza; a su
vez, ellos me nombraron Justicia Mayor y Capitán General. De este modo, salvadas
las exigencias jurídicas, aunque fuese de una manera forzada, pude sacudirme la
autoridad de Diego Velázquez y depender únicamente de la voluntad del rey. Juré mis
cargos solemnemente ante mis hombres y, sobre todo, ante Dios. Todo esto me fue
recriminado hasta el fastidio, pero sé bien que de no actuar de esa manera, la historia
hubiera sido otra.
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III. Los zempoaltecas y los tlaxcaltecas
Ya para entonces había tomado conciencia del encono que los pueblos sometidos
tenían contra el Imperio Mexica. Eso me facilitó trabar una buena relación con los
zempoaltecas y su cacique Gordo. Ellos se acogieron dócilmente a mi protección con
la esperanza de vengar los agravios que les infligían los mexicas. Fuimos
obsequiados con ocho doncellas, “para hacer generación”; yo no quise aceptarlas si
no dejaban sus creencias y prácticas abominables, como la sodomía y los sacrificios
humanos; era común observar cómo destazaban los cuerpos de los infelices y
vendían su carne para comer como si fueran reses. Tuve que amenazar al Gordo y a
sus sacerdotes con matarlos; sólo así pudimos derribar sus ídolos y blanquear las
paredes del adoratorio, tintas de tanta sangre salpicada. Allí coloqué una imagen de
Nuestra Señora y el padre Olmedo pudo decir misa y bautizar a las doncellas, que ya
cristianas quedaron en condiciones de ser aceptadas como mujeres por nosotros.
Aquí sí, por las buenas, aceptaron como soberano a don Carlos y a nuestro Dios
como el único y verdadero. Al menos eso decían.
Un avance muy importante para la empresa fue la reunión de Quiahuistlan,
donde además del Gordo de Zempoala asistieron otros caciques totonacos para
denunciar ante mí los atropellos de la tiranía de Moctezuma. En los pueblos de la
costa todos nos adjudicaban una cierta naturaleza divina; nos llamaban teúles, que
era como decirnos dioses, pero también nos adjudicaban naturaleza demoníaca.
Resultaba muy útil que tuvieran esas creencias; así pude concertar alianzas con estos
pueblos y fortalecer mi posición. Como Moctezuma sabía bien dónde estábamos en
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todo momento, la respuesta no se dejó esperar: otra vez nos envió grandes
obsequios que estimulaban nuestro afán por llegar a las riquezas que presentíamos.
Regresamos a la Villa Rica y encontramos anclado un navío que, cuando
zarpamos de Santiago, no pudo salir pues requería reparaciones. Traía una noticia
preocupante: el emperador Carlos había nombrado Adelantado de Cuba a Diego
Velázquez y le daba poder para rescatar y poblar Yucatán. De inmediato pensé en
cómo me iba a congraciar con nuestro monarca, de manera que separé el quinto real,
o sea una quinta parte de los regalos que habíamos recibido para reservárselos.
Como había que impresionarlo en todo lo posible a nuestro favor, convencí a los
capitanes y a los soldados de juntar el oro hasta ese momento guardado y enviárselo.
No fue fácil que se desprendieran de él, pero al fin cedieron con las expectativas de
recuperarlas en mayor cantidad. Como en muchas otras situaciones tuve que
jugármela, ya que corríamos el riesgo de ser ahorcados por órdenes de Diego. Sin
embargo, Dios no lo permitió y la llegada de ese navío resultó providencial, se fue a
España con el tesoro y mi Primera Carta de Relación.
Las otras naves representaban ya un gran peligro para continuar la empresa.
Por una parte, los velazquiztas, cada vez más inconformes, podrían apoderarse de
ellas y regresar a Cuba; y por otra, todos tenían en mente la posibilidad de escapar en
los navíos ante un gran embate de los naturales. La tentación estaba presente, así
que decidí quemarlas; entonces sí, ya sólo tuvimos dos opciones, la victoria o la
muerte.
Según los zempoaltecas seríamos bien recibidos en Tlaxcala, ya que allí tenían
un gran odio hacia los mexicas. Emprendimos la marcha y nos empezaron a guerrear
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desde antes de nuestra llegada. Ellos estaban al tanto de todos los regalos que nos
había enviado Moctezuma y dieron por hecho que éramos sus amigos. Xicoténcatl el
joven no aceptaba nuestra presencia en sus dominios. Después de arduos combates
en los que casi desfallecimos y pensamos que allí acabarían nuestras vidas,
Xicoténcatl el viejo y otros señores importantes de Tlaxcala nos enviaron emisarios de
paz y nos anunciaron su decisión de ser vasallos del rey de Castilla y amigos de los
cristianos.
Lo que alimentaba mi confianza era una certeza en el valor de los soldados
españoles, la convicción de que las banderas de Cristo y del Imperio español eran las
mismas, que los infieles eran enemigos de Dios y de la patria y, desde luego, una fe
absoluta e inquebrantable en la protección divina.
Con los tlaxcaltecas sellé el pacto más importante; sin él hubiese sido
imposible la Conquista y el nacimiento de este México. Ellos me llamaban Malinche, a
sabiendas de que ese nombre realmente era de doña Marina; nunca supe por qué.
En Tlaxcala había cuando menos 150 mil almas y en su mercado pululaban cada día
unas 30 mil; así de grande era esa república.
IV. La matanza de Cholula
Al reiniciar la marcha hacia Tenochtitlan, llegaron enviados de Moctezuma; nos
advirtieron que no confiáramos en los de Tlaxcala, que en Cholula seríamos bien
recibidos siempre y cuando no entráramos acompañados de tlaxcaltecas armados.
Cholula era una ciudad de treinta y tantos adoratorios que nosotros les llamábamos
mezquitas; era la manera de nombrar a los templos no cristianos, de los que habían
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quedado muchos en España.
Ya estando aposentados en esa ciudad, una vieja cholulteca confió a doña
Marina las intenciones de Moctezuma de acabar con los españoles; cosa que no era
difícil de reconfirmar por los de Zempoala y Tlaxcala. Para enfrentar la situación
convoqué a los principales de Cholula e hice que se acompañaran de mucha gente,
después los rodeamos con mis soldados y aliados y les di la orden de que a la señal
de un disparo empezaran a matarlos. En la sarracina cayeron más de 5 mil
cholultecas.
A pesar de esto que relato, puedo afirmar que yo no era sanguinario. Sólo
cuando era preciso recurría a la fuerza y en esa ocasión nos sentíamos grandemente
amenazados. No era posible tener miramientos; las conjuras tenía que castigarlas con
firmeza, y con fiereza, aunque después me doliera el alma por toda la sangre
derramada.
Ante mi desconfianza para seguir adelante, para informarme bien de la verdad
envié un emisario mexica al Uey Tlatoani. Pocos días después llegó como respuesta
una misión con regalos y provisiones; recuerdo que nos enviaron una decena de
platos de oro macizo, mil 500 piezas de ropa y gallos y gallinas en abundancia. Nos
enviaron también como regalo una dotación del exquisito chocolate que después
sería tan apetecido en toda Europa. Con esos espléndidos obsequios nos llegó la
petición de no seguir avanzando a México-Tenochtitlan. Mis aliados me rogaron que
mejor no siguiéramos porque seguramente encontraríamos la muerte; pero yo
contesté al emperador mexica que no podía dejar de conocer a tan magnífico
soberano. La respuesta de él fue que seríamos recibidos con gran hospitalidad. Eran
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muy sorprendentes sus cambios de opinión; igual mostraba su beneplácito si
recibíamos sus obsequios que si no acatábamos sus deseos.
Frente a Cholula se alzan dos sierras nevadas, una de ellas humeante; esto
me intrigó y quise averiguar su secreto. Para tal fin envié a Diego de Ordaz con diez
hombres, pero no pudieron llegar a la cima por la gran frialdad que sintieron y porque
empezó a salir mucho humo con grandes ruidos.
El primero de noviembre continuamos la marcha. Al salir de Cholula éramos
450 españoles y 400 indios que nos auxiliaban. A pesar de que Moctezuma nos
recomendó que tomáramos cierto camino llano, yo decidí seguir a través de la sierra
pues me temía una celada. Después de pasar entre las dos montañas pudimos ver
los fértiles campos de Culúa y la ciudad de México-Tenochtitlan. Era algo alucinante,
yo sabía que se trataba de un momento histórico de gran alcance.
Ya en tierras de Chalco salieron a nuestro encuentro los caciques de la zona
con regalos de oro, doncellas, mantería y alimentos. Por su cercanía a la ciudad
imperial, me extrañó escuchar de ellos quejas contra Moctezuma. También me
previnieron que allá nos querían matar. Yo estaba seguro que sólo Nuestro Señor
Dios, en quien creemos, tiene el poder de quitarnos la vida, así que no dudé en
seguir.
Otra vez, con valiosos regalos, llegaron emisarios de Moctezuma, rogándome
no avanzar más, pretextando que la ciudad es pobre, con poca comida y que no la
pasaríamos bien allá; pero que él estaba dispuesto a enviarnos lo que se le pidiera.
Yo le mandé decir: “Cumplo órdenes del rey de las Españas, quien desea entablar
relación con él”. Reiteré que pronto llegaríamos. Nunca entendí cómo es que
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Moctezuma pensaba que con regalos nos detendría.
Al llegar a Amecameca nos recibió Cacamatzin, rey de Texcoco, con disculpas
del emperador, su tío, por no habernos recibido él mismo. De nuevo me suplicaron no
llegar a Tenochtitlan. No hicimos el menor caso y seguimos adelante; llegamos a
Mixquic y otra vez fuimos obsequiados. En el señorío de Iztapalapa nos recibió
Cuitlahuacatzin, éste sí, de mala gana, nos esperaba con regalos.
Algo muy sabido por la gente de estos lugares, pero que entonces yo ignoraba,
es que en los años anteriores había habido varios presagios funestos que, según el
Códice florentino, anunciaban la desgracia de Tenochtitlan. Uno de ellos fue el de “La
Llorona”, la mujer que gritaba y lloraba por las noches diciendo: “Hijos míos, ya
tenemos que irnos, ¿adónde os llevaré?”.
V. En Tenochtitlan
Por fin llegó el día de nuestra entrada a México-Tenochtitlan, fue el 8 de aquel
noviembre de 1519. Para dar realce al acontecimiento, al entrar en la ciudad ordené
hacer un disparo de cañón; esto hizo que la gente se tirara al suelo enloquecida.
De su palacio, precediendo al Uey Tlatoani, salió su cortejo; abrieron la marcha
muchos caciques y principales, todos con túnicas y ricas joyas. Al llegar a mí se
inclinaban hasta llegar al suelo. Después, acompañado de los señores de Texcoco,
Coyoacan, Tacuba e Iztapalapa, con gran solemnidad apareció Moctezuma, ataviado
con tantos lujos que maravillaba su presencia; calzaba cacles de oro. Todos
mantenían la mirada baja excepto los señores principales y nosotros, los recién
llegados. A los caciques les parecía inaudito que osáramos ver a Moctezuma porque
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era considerado un dios; intenté abrazarlo y me contuvieron con firmeza. Entonces le
pregunté: “¿Acaso eres tú? ¿es que ya tú eres?”; a lo que él me respondió: “Sí, yo
soy”. Créanme, el recuerdo de aquel momento aún me estremece.
Después me dijo: “Bienvenido, habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo
y a vuestra casa: México. Hace tiempo que yo esperaba esto. Los reyes que pasaron
nos dejaron dicho que habíais de volver a reinar en estas tierras y a sentaros en
vuestro trono. Trabajos habréis pasado viniendo desde tan lejos. Descansad ahora.
Aquí están vuestros palacios, descansad en ellos con todos los capitanes que con vos
han venido”.
Como regalo le eché al cuello un collar bien impregnado de almizcle adornado
con piedras margaritas en cordones de oro; a su vez, él me colocó dos collares con
figurillas de camarones, unos hechos con hueso de caracol colorado y otros de oro.
Luego nos condujo al palacio de Axayácatl para hospedarnos, allí nos colmó
nuevamente de regalos de oro, plata, jade y plumajes.
Ya en privado, se alzó las vestiduras y, mostrando su cuerpo desnudo, me dijo:
“Ved que soy de carne y hueso como vos y como cada uno de los vuestros: soy
natural y palpable. ¡Palpadme! ¡Ved cómo os han mentido!”, dijo refiriéndose a sus
enemigos, los de Zempoala y Tlaxcala. Ante mí revelaba la mentira que también
creían los suyos y se expresaba con inaudita confianza ante un desconocido.
Aproveché la posición que me otorgaba y, con auténtico celo evangelizador, le
pedí que se hicieran cristianos y dejaran sus ídolos, sus sacrificios humanos y sus
sodomías. Él me respondió que estaba dispuesto a rendir pleitesía a nuestro
emperador, pero no a dejar sus dioses, y me pidió respeto hacia ellos. Callé y en ese
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momento no insistí.
Días después fuimos a visitar el enorme zoco de Tlatelolco, concurrido por
decenas de miles de hombres, mujeres, niños y viejos. Había toda clase de
mercancías: mantas, cacles, cueros de tigres y leones, legumbres, frijol, maíz y pan
de lo mismo, conejos, patos, venados, gallinas y guajolotes, tinajas, jicarillas, miel,
melcocha, tabaco, hierbas medicinales, navajas y cuchillos de pedernal, cacao, oro,
plumas y tantas otras cosas.
Frente al mercado estaba el templo de Huitzilopochtli y como allí se encontraba
Moctezuma, le pedí que nos lo mostrara. Aceptó pero pidió respeto. Vimos los ídolos,
cinco corazones humanos, las paredes llenas de costras de sangre y un hedor
insoportable. No resistí el impulso de decirle que sus dioses son diablos y le pedí que
me permitiera quitarlos y colocar allí una cruz y una imagen de Nuestra Señora. Él se
indignó y me dijo: “Malinche: es tal el deshonor que has dicho que me arrepiento de
mostrarte a mis dioses. A ellos los tenemos por muy buenos; nos dan salud, aguas,
buenas cosechas y victorias cuando peleamos. Por eso hemos de continuar
adorándolos y sacrificándoles. Te ruego que no pronunciéis otra palabra en su
deshonor”. Otra vez preferí callar.
Estando en nuestros aposentos del palacio de Axayácatl, un soldado descubrió
una puerta disimulada en el muro. Mandé horadarlo y quedó al descubierto una
estancia pletórica de jades, joyas y oro en planchas. Quedamos estupefactos. Lo
mandé cerrar para que no se notara. Al mismo tiempo que se estimuló la ambición al
pensar que habría otras grandes riquezas escondidas, nos empezó a invadir el temor
de quedar entrampados en aquella ciudad, con tantos puentes que podrían
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bloquearse o cortarse.
Pensé que la manera de garantizar nuestra seguridad era apresando a
Moctezuma y tenerlo como rehén. A mis capitanes les pareció bien el plan pero yo no
encontraba justificación para hacerlo. Al día siguiente se me presentó la oportunidad
para ponerlo en práctica con el argumento de que en la Villa Rica, Cuauhpopoca,
cacique de Nautla y lugarteniente de Moctezuma, había ordenado matar a nuestra
guarnición. Esto en realidad había sucedido cuando estábamos en Cholula; sin
embargo, con la ayuda de dos tlaxcaltecas que fingieron ese día ser los portadores de
la noticia, hice aparentar las cosas como si apenas entonces me estuviera enterando.
Este hecho es uno de los muchos que obligadamente tuve que elaborar
artificiosamente para poder seguir adelante con la empresa; se actúa con criterios y
valores muy distintos cuando nos encontramos en situaciones de gran riesgo y en
peligro de no alcanzar nuestros objetivos. A veces no queda más que engañar a la
conciencia; cuando menos intentarlo. Además, en una guerra de conquista no se
duda del derecho a apoderarse del emperador si así se cree conveniente.
Con doña Marina a mi lado y en compañía de mis principales capitanes, fuimos
a ver a Moctezuma, le reclamé la muerte de mis hombres y lo acusé de haber dado
esas órdenes a Cuauhpopoca. Él lo negó. Le dije que me lo llevaría conmigo hasta
que se aclararan esas muertes, pero le rogué que no se apenara porque no estaría
preso sino sólo acompañándome y podría seguir gobernando sin obstáculos.
VI. Moctezuma prisionero
Cuauhpopoca fue prendido en Nautla y llevado a Tenochtitlan. Dijo que sí los había
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matado pero no por órdenes del emperador. Tuve que mandarlo a la hoguera junto
con los suyos, entonces éstos gritaron que sí lo había ordenado Moctezuma. Con eso
tuve para ponerle grilletes al Uey Tlatoani mientras los otros morían quemados. Aún
me maravillo del atrevimiento que tuve al hacer todo eso, sobre todo porque
estábamos en el centro de la fortaleza enemiga; pero el momento ameritaba tomar
decisiones de gran peso. Fue posible sólo con la gracia y la protección divina; eso no
puede dudarse. Después de hacer justicia le quité los grilletes pero lo retuve conmigo,
aunque le daba permiso de cumplir sus devociones y de visitar a sus putas selectas,
dentro y fuera de la ciudad.
Poco tiempo después me enteré que Cacama, el rey de Texcoco, estaba
armando una revuelta contra nosotros. Me las arreglé para que el mismo Moctezuma
lo hiciera venir con nosotros y allí lo hice preso. Nombré rey de Texcoco a su hermano
menor, a quien no tuve dificultad en hacer sentir mi autoridad; incluso se le bautizó
con el nombre de Carlos, cosa que lo hizo sentirse muy orgulloso.
Llegó el momento en que le pedí a Moctezuma que recaudara los bienes que
servirían de tributo a nuestro emperador. Él, muy obediente, le pidió a todos los
señores principales y caciques que, en señal de completo sometimiento a su católica
majestad don Carlos, aportaran de sus riquezas. Muchas lágrimas derramó el Uey
Tlatoani y nosotros nos compadecimos porque realmente era un hombre de buenas
entrañas y lo amábamos. Claro que al doblegarse así, Moctezuma estaba
reconociendo el final del mundo mexica y de su cultura. Y todo lo que teníamos
sumaba poco más de 400 hombres, algunos caballos, unos cuantos cañones y
escopetas; pero eso sí, Dios, el verdadero, estaba con nosotros.
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Con la mejor disposición, Moctezuma nos entregó sus increíbles tesoros.
Mandó a sus criados con algunos de los nuestros a un sitio llamado “La casa de las
aves”; allí tenía dos habitaciones repletas de oro en planchas, joyas y muchas
maravillas más. Envió también a sus recaudadores a traer más de sus provincias.
Cedió incluso el tesoro del palacio de Axayácatl. Por cierto que nos dijo que él ya
sabía que lo habíamos descubierto y ocultado de nuevo. Con eso me di cuenta que
nos tenía bien observados y sentí desconfianza de que estuviese urdiendo alguna
trampa.
Jamás imaginé que resultara tan fácil y tan abundante la recaudación del
tributo; sin embargo, la repartición sí fue compleja: primero separé el quinto del rey,
luego el mío, otro más para los capitanes y de lo restante me cobré todos los gastos
realizados para la empresa, reservé lo correspondiente para el pago de las naves
quemadas que eran propiedad de Velázquez y para todos los gastos extras, que
sumaban buena cantidad. Con lo que quedó hice la repartición a los soldados,
quienes no quedaron nada contentos. A los más inconformes tuve que darles algo de
lo mío y prometerles que obtendríamos mucho más.
Una vez satisfechas nuestras expectativas de tributos, Moctezuma me pidió
que tomara por mujer a una de sus hijas. Se lo agradecí con mucha reverencia y le
dije que no era posible porque yo era casado; le pedí, sí, que me conformaría con que
su hija abrazara la fe de Cristo. Después pedí su venia para retirar ídolos de los
adoratorios y colocar la imagen de Nuestra Señora y la Santa Cruz. Yo sentía que
estaba cumpliendo como soldado, pero no podía olvidar mi deber como cristiano; no
podía ignorar las enseñanzas de mis mayores y, además, tenía que corresponder en
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lo posible a la misericordia divina que nunca me faltó en esa empresa.
Pero reconozco que los designios divinos para evangelizar a los mexicas aún
tardarían en cumplirse. El Uey Tlatoani no me concedió esa petición y entonces no
me quedó otra alternativa que forzar las cosas. Acompañado de varios castellanos y
de mis intérpretes fuimos al templo, hablé con los sacerdotes y les pedí que quitaran
sus ídolos para colocar nuestras santas imágenes. Ellos se irritaron y dijeron que era
imposible, que todo su pueblo amaba más a Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que a sus
propios padres. Ante su negativa me encolericé y yo mismo quité a golpes de barreta
la máscara de oro de su Uichilobos. Entonces los sacerdotes empezaron a convocar
a la gente para la guerra.
Enterado Moctezuma, me llamó para advertirme que peligraban nuestras vidas
y que debíamos salir de la ciudad pues todo el pueblo ya estaba por alzarse contra
nosotros. Le pedí tiempo pues debíamos construir nuevas naves. Su buena
disposición hizo que nos facilitara carpinteros que de inmediato salieron con Martín
López y otros hombres hacia la Villa Rica. Mis temores se acrecentaban día a día y
comprendí que sólo manteniendo como rehén al Uey Tlatoani podríamos salir de ésa.
Entonces le avisé que él me acompañaría hasta Castilla, cosa que lo entristeció
grandemente.
VII. Pánfilo de Narváez
Dos semanas después de la partida del grupo de Martín López llegaron vasallos de
Moctezuma y le dieron noticias de la Villa Rica. Después me enteré que días atrás
habían llegado 18 navíos con 800 hombres, 80 caballos y artillería; y que el Uey
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Tlatoani ya les había enviado alimentos, oro y ropa. Se trataba del lugarteniente del
gobernador de Cuba, Pánfilo de Narváez, quien, al recibir los regalos, había
respondido a Moctezuma con toda clase de improperios contra mí y mis hombres,
acusándonos de ser ladrones fugitivos, sin licencia de nuestro emperador.
Yo casi me había olvidado de la existencia de Diego Velázquez y la llegada de
tan gran comisión me resultó totalmente inesperada. Me enteré que en la costa
Narváez ganaba adeptos. Los de Zempoala me dieron la espalda ya que veían el
poderío de Narváez. Mientras tanto, en Tenochtitlan, Moctezuma no entendía lo que
pasaba, dudaba quiénes eran los verdaderos seguidores de Quetzalcóatl, quiénes los
vasallos fieles al emperador Carlos y quiénes los falsos enviados.
Con la amenaza de que Narváez llegaría a Tenochtitlan para presentarse ante
Moctezuma, decidí ir a su encuentro. Partí el 4 de marzo de 1520 con un centenar de
soldados, algunos caballos y un grupo de indios para auxiliarnos. Pedro de Alvarado,
a quien los mexicas llamaban Tonatiuh, se quedó a cargo del resto de los hombres
para mantener el orden y custodiar a Moctezuma.
Antes de llegar a Zempoala nos encontramos con unos emisarios de Narváez.
Me conminaba a darle el mando y dejarle la tierra ganada a cambio de unos navíos
para dejarme ir con quienes así lo desearan. Desde luego le exigí que mostrara las
órdenes reales para que yo accediese, de lo contrario no lo haría. Y así fue: al no
haber mandato del emperador di la orden a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de
la Villa Vera, de que lo aprehendiera.
El cacique Gordo había alojado a Narváez en sus aposentos del adoratorio, y
fue precisamente allí donde se dio el enfrentamiento entre los dos bandos. Tras de
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una breve refriega y del incendio de la techumbre, Narváez quedó tuerto y herido el
cacique Gordo. Perdí dos hombres pero la victoria fue rápida. El hecho fue
providencial pues estábamos en desventaja de cuatro a uno; yo pensé y sigo
pensando que los designios de Dios tenían que cumplirse.
A partir de esto, gracias a mis negociaciones con capitanes y soldados,
nuestros efectivos aumentaron a más del millar de hombres y muchos pertrechos.
Dejé a Narváez preso con la guarnición de la Villa Rica y nos apoderamos de sus
navíos. Tranquilo y optimista emprendimos el regreso.
Desde antes de llegar a Tenochtitlan nos salieron al encuentro unos
mensajeros que nos urgían a llegar a socorrer los cuarteles castellanos, pues había
un gran peligro de perder todo lo ganado y morir. Entramos a Tenochtitlan un día de
San Juan Bautista, pero nos dimos cuenta de que la ciudad ya era otra. Estaba casi
desierta y en todas las casas había gran acopio de piedras y doble guardia en los
adoratorios.
Pedí explicaciones a Pedro de Alvarado y él me dijo que se había enterado de
una conjura para matar a todos los españoles y sus acompañantes, pero que él
decidió tomarlos por sorpresa y anticiparse aprovechando la fiesta de Tóxcatl en
honor de Huitzilopochtli. Murieron 400 personajes principales entre otros muchos. Me
enojé con Alvarado pero no quise castigarlo, pues además de la fraternidad que nos
unía, sus servicios como militar, como ya dije, eran invaluables.
Al día siguiente, para informar de la peligrosa situación, envié a la Villa Rica un
mensajero, pero pronto regresó descalabrado y perseguido por guerreros mexicas
que rodearon el palacio; nos amenazaban con los alaridos y gritos más espantosos
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que en el mundo se pueda pensar. Recibimos una lluvia de piedras y flechas,
contratacamos con dos o tres salidas y se batalló todo el día y, aunque morían
muchos indios, no menguaban sus fuerzas de tantos que eran. Entre los nuestros
hubo medio centenar entre muertos y heridos.
VIII. Muerte de Moctezuma
Después de varios días de combate, Moctezuma ofreció pedir a su pueblo que se
pacificara. Yo le hice salir a una de las azoteas del palacio para que hablara a su
gente, pero casi de inmediato recibió tal pedrada en la cabeza que murió a los tres
días. El cadáver se lo entregué a dos de los indios que teníamos presos para que lo
sacaran del palacio. Nunca supe lo que hicieron con él, pero imagino que su destino
fue bastante lastimoso pues su pueblo ya le tenía un gran rencor.
Traté de negociar la paz con los capitanes pero se negaron. Estaban seguros
de que no teníamos escapatoria; cerraron puentes y caminos. Nosotros sabíamos
que de cualquier modo tendríamos que salir, de lo contrario moriríamos de hambre.
Con algunos sacerdotes e indios principales que teníamos presos organicé la salida
de todos mis hombres y mis aliados tlaxcaltecas. En la retaguardia iba Pedro de
Alvarado con doña Marina y doña Luisa, hija de Moctezuma, a quien, en su lecho de
muerte, juré velar por ella.
Nadie quería dejar el oro; era tal cantidad que nos resultaría muy pesado
llevarlo. Resolví el asunto como pude; separé el quinto del rey y se lo encomendé a
Alonso de Ávila para que lo custodiara a lomo de ochenta tlaxcaltecas bien cargados.
Se trataba de un tesoro inmenso. Autoricé a cada hombre a llevar lo que pudiera
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cargar en bolsas y bolsillos. Los más codiciosos perdieron la vida por pretender
llevarse más de lo que les permitieron sus fuerzas.
Llevábamos algunos puentes portátiles. Era una noche lluviosa cuando
salimos sigilosamente del palacio de Axayácatl. Muy pronto se dieron cuenta de
nuestra huída. Una mujer dio la voz de alarma y gritó: “Mexicanos, venid acá, ya se
van nuestros enemigos, se van a escondidas”. Después un hombre desde el templo
de Huitzilopochtli convocó a toda la gente para perseguirnos. Los indios con sus
lanzas y los castellanos con nuestras escopetas dimos el más sangriento de los
combates. Muchos quedaban tendidos sobre la calzada, otros caían al agua. Hubo
necesidad de hacer un puente con los cuerpos de soldados y caballos. A todos los
españoles vivos y muertos que tomaron los indios los llevaron a Tlatelolco, y en lo alto
de unas torres los sacrificaron y les sacaron los corazones para ofrecerlos a sus
ídolos. Muchos de mis hombres estando en batalla pudieron verlos; por sus cuerpos
blancos sabían que eran cristianos.
Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y yo logramos llegar a Tacuba, en
tierra firme; allí encontramos a Pedro de Alvarado con algunos soldados y
tlaxcaltecas. Fue un gran desastre. Aquel 10 de julio murieron 450 españoles y más
de 4 mil indios amigos. Esa noche lloré, por mis soldados y capitanes muertos, y
porque creí que se había perdido todo. Fue la frustración total, las lágrimas, la Noche
Triste…
Salimos de Tacuba y recorrimos un calvario pues, de los veinticuatro caballos
que nos habían quedado, no quedaba ninguno que andara bien, ni caballero que
pudiese alzar el brazo ni peón sano que pudiera menearse. Algunos soldados heridos
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pudieron sobrevivir gracias a la bondad de algunos amigos que los llevaron a cuestas.
Varios días comimos sólo maíz, algunas yerbas silvestres y un caballo que murió en
una escaramuza con los indios.
Con lo de aquella triste noche quedó demostrado que México-Tenochtitlan no
era inexpugnable, y que sus calzadas y puentes podían ser salvados. Supe también
que volvería y que Dios mismo nos guiaría en nuestra voluntad conquistadora.
Ya de regreso a Tlaxcala, en Otumba, enfrentamos a un gran ejército que era
la flor y nata de los cazadores mexicas. Invocamos al apóstol Santiago y, después de
muchas horas de cuchilladas y estocadas que les dábamos para contrarrestar sus
lanzas y macanas, distinguí al capitán de los guerreros, enjoyado y con gran penacho;
fue Gonzalo de Sandoval quien se encargó de matarlo embistiéndolo con su
cabalgadura. Gracias al cielo, con su muerte cesó la furia mexica y se retiraron.
Temíamos que nos menospreciarían en tierras tlaxcaltecas por la derrota en
Tenochtitlan, pero para nuestra fortuna, pesó más nuestro triunfo en Otumba y fuimos
recibidos con honores. Gracias a nuestra gran alianza con los de Tlaxcala pudimos
recuperar la posición de dominio que habíamos perdido.
No todo marchó bien: el joven Xicoténcatl estaba orgulloso de ser parte de su
nación indígena, y aun en contra de los deseos de su padre, siempre nos vio con
recelo. Pienso que fue él quien insubordinó contra nosotros a los indios de Tepeaca.
Tuve que amenazarlos con la esclavitud si no se sometían al rey de las Españas. En
cuarenta días se pacificaron, no sin antes herrar a algunos de ellos con una gran “G”,
que significaba “guerra justa”. Esto mismo tuve que hacer con otros pueblos
enemigos de la región.
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Por esos días tuve noticia de que había llegado a Veracruz un navío con otro
enviado de Velázquez. Se trataba de Pedro Barba, un viejo amigo que no tardó en
unírsenos con sus trece soldados y dos caballos. Velázquez suponía que Narváez se
había adueñado de la situación, de modo que envió a Barba como emisario y suponía
que, una vez cumplidas sus instrucciones, regresaría a Cuba. Era grande la sed de
venganza que tenía mi concuño; sin embargo, cada acción que armaba le significó
una gran desilusión, pues además de no hacerme mella, los efectivos enviados me
eran de gran utilidad.
En Tepeaca fundé la villa de Segura de la Frontera. Allí, el 30 de octubre de
1520 firmé mi Segunda Carta de Relación al emperador y le propuse que todas estas
tierras conquistadas llevaran el nombre de Nueva España del mar Oceáno.
Ya en Tlaxcala me enteré que había muerto de viruela uno de mis grandes
aliados, Mexicatzin. También había muerto el sucesor de Moctezuma, Cuitláhuac;
tomó su lugar Cuauhtémoc, joven de veinticinco años, casado con una hija de
Moctezuma. Supe también que el nuevo rey mexica había mandado adornar el
Templo Mayor con las cabezas de nuestros compañeros sacrificados; me horrorizaba
imaginar aquello.
IX. Sitio y toma de Tenochtitlan
Para apoderarnos de Tenochtitlan no utilizaríamos las calzadas; lo haríamos con
pequeños navíos que mandé construir con la madera sobrante de los navíos
destruídos y de los árboles de la región. El 28 de diciembre de aquel 1520
contábamos con 550 soldados de infantería, 40 caballeros, algunos cañones,
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espadas y escopetas. Tlaxcala aportó 10 mil hombres de guerra dispuestos a
vengarse de los de Culúa, sus enemigos capitales. Indios y españoles íbamos
dispuestos a morir. Algo de gran importancia sabía ya: quien dominara la laguna
podría apoderarse de la capital mexica.
Llegamos a las cercanías de Texcoco y nos salieron al encuentro siete señores
nobles enviados por su rey Coanacoch para ofrecernos alojamiento. Después de
aclarar que ellos no nos habían causado daños sino los mexicas, acepté su
hospitalidad aunque me pareció muy extraño que Coanacoch no se encontrara en la
ciudad sino en Tenochtitlan; además, sorprendía ver que mucha gente abandonaba la
ciudad. Sospeché que nos tendían una trampa, así que para dividir a los texcocanos
decidí nombrar rey al hermano menor de Coanacoch.
Esperamos con cautela la reacción de Texcoco. Por otra parte, Iztapalapa se
mantenía aliado de Tenochtitlan y representaba una amenaza para nosotros, así que
decidí enfrentarla. Fue una guerra muy sangrienta ya que murieron 6 mil naturales.
Después fuimos aumentando nuestras alianzas con los pueblos ribereños; entre los
mayores de ellos recuerdo a Chalco, Tlalmanalco, Mixquic y Chimalhuacan. Para
entonces me llegaron noticias de que los bergantines habían sido terminados en
Tlaxcala; envié a Sandoval para trasladarlos y armarlos en la laguna.
Intenté establecer pláticas de paz con los mexicas pero fuimos rechazados.
Ellos confiaban ciegamente en la determinación de Cuauhtémoc que organizaba todo
para enfrentarnos. La batalla de México-Tenochtitlan seguiría hasta sus últimas
consecuencias. Principiamos por Tacuba, gran aliado de los mexicas donde
habíamos sido tan maltratados en aquella fatídica noche; fue arrasada e incendiada
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por mis tropas. Allí me di cuenta que la empresa de tomar Tenochtitlan requería de
hombres sobrehumanos; después supe también que su defensa la hicieron hombres
sobrehumanos.
Tuve que enfrentar otra conspiración de los hombres adictos a Velázquez, en
esa ocasión encabezada por Antonio de Villafaña, a quien hice colgar de inmediato
pues no se puede andar con medias tintas con los enemigos dentro de casa. Eso sí,
como cristiano convencido, le di tiempo suficiente para confesarse.
Todavía quedaban comarcas cercanas que había que asegurar como aliadas,
o al menos quitarles su fuerza guerrera, este fue el caso de Iztacalco. Otras más
retiradas como Oaxtepec, Yautepec y Cuernavaca prefirieron someterse. Creí que las
demás decidirían lo mismo; sin embargo, Xochimilco opuso gran resistencia y tuve
que incendiarlo. En aquella batalla, tanto los mexicas que llegaron a auxiliar, y los
mismos xochimilcas gritaban: “México, México”.
Ya teniendo dominadas las ciudades de los alrededores de Tenochtitlan, todo
estaba dispuesto. Regresé a Texcoco a recibir los bergantines que quedaron listos a
fines de abril de 1521 para iniciar la marcha contra los mexicas. Empecé por invocar a
Dios; la primera norma disciplinaria que ordené fue que nadie osara blasfemar a
Nuestro Señor, ni a su Santa Madre ni de sus apóstoles; eso nos dio seguridad. Tracé
las formaciones de combate, organicé a capitanes, soldados e indios auxiliares. Era
ya un ejército de 100 mil hombres que, si bien nos hacía poderosos, también
resultaba un problema tener que alimentar. ¿Y qué comíamos? pues gallinas,
guajolotes, pescado, carnes rojas de nuestros caballos malheridos o de animales
silvestres, mucha fruta tropical, tortillas y tamales. Desde luego que los españoles no
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dejábamos de extrañar el vino y el pan de trigo.
Una de las primeras acciones fue de Alvarado, él batió a los guardianes del
manantial de Chapultepec y destrozó los caños; con eso se cortó el principal abasto
de agua a la ciudad. Cada día se hizo más difícil llevar abastos con canoas a
Tenochtitlan, pues decidí que los bergantines vigilaran día y noche el tránsito en la
laguna. A medida que pasaban los días se le hacía más daño a la ciudad y, mientras
más destruida estaba, llegaban a nosotros enviados de pueblos cada vez más lejanos
que querían aliársenos contra los mexicas.
El 30 de junio se dio una batalla muy encarnizada, cuando rehabilitamos unos
puentes para que avanzaran nuestros hombres a tomar posiciones más cercanas a la
ciudad. Aunque contábamos con más de 3 mil canoas de apoyo de nuestros aliados,
los mexicas contraatacaron e hicieron que los puentes reconstruidos cedieran por el
peso de nuestras tropas; entonces nos hicieron grandes daños. Más que matarnos,
los indios querían apresarnos para después sacrificarnos a sus dioses. Gracias a eso
muchos nos salvamos de morir; yo caí prisionero durante unos momentos, pero Dios
Nuestro Señor me envió su ayuda por medio de un soldado tlaxcalteca y uno español,
llamado Cristóbal de Olea, quien perdió la vida por liberarme. Al retirarnos, los indios
arrojaban al paso algunas cabezas de cristianos ya sacrificados para que supiéramos
lo que nos esperaba.
Después de esa batalla habían capturado a dieciocho de los nuestros que
fueron llevados a Tlatelolco y sacrificados a la vista de nosotros que observábamos el
sangriento espectáculo desde los bergantines. Primero los hacían subir al Templo
Mayor, les colocaban plumas en la cabeza y los obligaban a danzar frente a su
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“Uichilobos”. Después los colocaban sobre la piedra de los sacrificios y con un cuchillo
de pedernal les abrían el pecho y sacaban el corazón palpitante, les cortaban las
cabezas para exhibirlas y sus cuerpos eran desmembrados y arrojados escaleras
abajo, donde eran recogidos por carniceros que terminaban de destazarlos.
Los mexicas peleaban fieramente, estaban resueltos a morir antes que
rendirse. Para debilitarlos aún más, decidí quemar cualquier casa o lugar que
ganáramos. Esto satisfizo a nuestros aliados, para quienes destruir la ciudad maldita
significaba compensar muchos años de humillaciones, muertes y tributos. Llegó el
hambre a la ciudad. Algunos mexicas salían a buscar hierbas y raíces para
alimentarse pues desfallecían de hambre, pero eran hechos prisioneros. Bebían agua
de salitre, muchos morían por la disentería, lo que podían comer eran lagartijas,
golondrinas, lirios, relleno de construcción y cuero de venado tostado.
Entre Alvarado y yo nos apoderamos del mercado y la plaza de Tlatelolco. En
sus adoratorios encontramos cabezas de españoles, tlaxcaltecas y caballos. Para
entonces ya dominábamos siete octavos de la ciudad; la gente se hacinaba en corto
espacio.Volví a pregonar ofertas de paz y la respuesta fue que morirían peleando.
Cuando Alvarado conquistó otro de los pocos barrios que les quedaban fueron
apresados más de 12 mil mexicas. Ya entonces teníamos más de 150 mil indios
aliados que se encargaban de masacrar a la población; en un solo día se prendieron y
mataron más de 40 mil, contando niños, mujeres y ancianos. La venganza de los
antes sometidos incluyó el pillaje, que no fue poca cosa dadas las grandes riquezas
que había en la ciudad.
Dispuse un ataque definitivo el 13 de agosto de aquel 1521. Alvarado emplazó
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la artillería en Tlatelolco y se alistaron los bergantines. Todos sabían que con un
disparo de escopeta los castellanos y sus aliados atacarían frontalmente. El punto
clave era apresar a Cuauhtémoc; esto significaría impedir la resistencia de los
pueblos comarcanos. Se luchó entre cadáveres, recientes o putrefactos. Muchos
caían al agua y se ahogaban; las mujeres y niños esqueléticos se acogían temerosos
a la protección de los españoles, pues sabían del rencor de los aliados.
Envié a Gonzalo de Sandoval en busca del Uey Tlatoani. Le ordené que no le
hiciese daño sino para defenderse. Tocó en suerte poder descubrir a Cuauhtémoc
cuando salía en canoa acompañado de su familia y sus principales; llevaba oro y
joyas. Fue el capitán Holguín quien les dio alcance y amenazó al grupo con ballestas
y escopetas. El rey mexica se adelantó y le pidió que dejara ir a sus acompañantes, y
que a él lo condujera a mi presencia. Así fue: Holguín y Sandoval lo llevaron ante mí.
Lo abracé y le mostré mucho amor, él me dijo que ya había hecho todo lo que tenía
que hacer por su pueblo y, tomando mi cuchillo, me pidió que lo matara. Le respondí
que descansara y le aseguré que él seguiría mandando a México y sus provincias
como antes.
Así acabó la agonía de México-Tenochtitlan, después de setenta y cinco días
de un cerco que empezó el 30 de mayo. Los muertos que se encontraron en calles,
plazas y adoratorios fueron más de 100 mil, sin tomar en cuenta los ahogados,
sacrificados y víctimas del canibalismo entre mexicas y aliados. La pestilencia era
insoportable, al extremo de enfermarnos por el hedor que entraba por las narices.
X. El tesoro de Moctezuma
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Para entonces tenía ya una casa bien dispuesta en Coyoacan, donde después de
unos días mandé servir el banquete de la victoria, abundante en carne de puerco y
vinos recién llegados de Castilla. La ambición se apoderó de muchos de mis
capitanes y soldados. Intentaron recuperar lo perdido en la laguna aquella noche
triste, pero fue inútil. También cundió la convicción de que lo más cuantioso del tesoro
de Moctezuma estaría aún escondido en algún sitio, pero ¿dónde? Se catearon casas
y se aplicó el cacheo a cuanto indio se veía.
Se hizo una requisa de oro y joyas, así como de piezas que llevaban
escondidas los naturales entre sus ropas; se reunió una cantidad bastante modesta
que, al separarse el quinto del rey, el mío propio, y una buena porción para
personajes de la corte de Castilla, sólo alcanzó para que tocaran ochenta pesos a los
de a caballo y sesenta a los de a pie; suma que ningún soldado quiso tomar. Me
convertí en el gran sospechoso. Mis hombres pensaban que yo quería adueñarme del
quinto real y que me entendía con Cuauhtémoc para quedarme con grandes tesoros.
Todavía recuerdo cómo una mañana apareció la barda de mi casa con la pinta que
decía: “No le basta el quinto de general y quiere el quinto del rey”. Di respuesta en la
misma barda escribiendo: “Pared blanca, papel de necios”
Todos deseaban oro por sobre todas las cosas, a tal grado que el tesorero
Alderete me presionó para torturar a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba para que
revelaran dónde guardaban las riquezas. Accedí para que dejaran de sospechar que
yo estaba de acuerdo con él y para averiguar si realmente sabía de algún tesoro
escondido. Ésta fue una de las grandes bajezas de las que me avergüenzo: quemarle
los pies con aceite hirviendo al rey mexica por la codicia del oro.
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Fue entonces que recibí emisarios de Calzonzin, señor de Mechuacan, quien,
al tanto de lo ocurrido en México, me ofreció su vasallaje y me pidió que lo visitara. No
fui, ya que por el momento resultaba más urgente iniciar la reconstrucción de MéxicoTenochtitlan; repartí solares para el asentamiento de los vecinos y se hizo, en nombre
del emperador, la designación de alcaldes y regidores.
Llegó entonces don Cristóbal de Tapia quien, al llegar a San Juan de Ulúa, me
envió cartas solicitando mi presencia en la costa para mostrarme su nombramiento
como gobernador de estas tierras por mandato real. Me excusé de ir a verlo, insistió y
yo volví a disculparme. Después supe que por consejo de Narváez prefirió regresar a
Castilla.
Se dio un alzamiento indio en la comarca de Pánuco. Marché hacia allá con
unos 30 de a caballo y 250 infantes auxiliados de 10 mil mexicas en los que ya se
podía confiar. Fue la primera acción pacificadora después de la victoria; eso sí, los
rebeldes tuvieron que ser castigados a sangre y fuego.
En el verano de 1522 llegó a Veracruz el barco que traía a mi esposa, doña
Catalina Suárez “La Marcaida”. Maldita la gracia que me hizo su llegada, pero no me
quedó otra que instalarla en mi casa y, el colmo, hasta agasajarla con la fiesta de
bienvenida más hipócrita que di jamás. Tenerla allí complicó seriamente mi existencia
pues mi estilo de vida era para disfrutar los encantos de las mujeres sin exclusividad
alguna, y claro que con ella en casa tuve que dejar de aprovechar oportunidades muy
atractivas, y ni qué decir del disgusto que tuve cuando tomó posesión de mis
posesiones. Cabe decir que ni con la Marcaida, ni con doña Marina, ni con mi
segunda esposa, doña Juana de Zúñiga, ni las hijas de los nobles mexicanos ni con
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tantas mujeres que tuve, pude entablar una relación que fuera más allá de la
conveniencia inmediata.
Providencialmente, a los tres meses de su llegada, después de una fiesta en
Coyoacan, fue encontrada muerta en su dormitorio, según parece a consecuencia de
un mal asmático que le cerró la garganta y la asfixió, aunque las malas lenguas, sin
faltar la de mi suegra, me señalaron como causante de la asfixia por
estrangulamiento. Hubo incluso quien recordó mis palabras cuando alguna vez dije, a
propósito de las conspiraciones de los velazquistas, que había que actuar
drásticamente cuando se tenía el enemigo en casa. Calumnias, si hubiera deseado
matarla, yo tenía muchas maneras de lograrlo, pero las acusaciones de entonces han
continuado como sospechas hasta ahora. En esa época le envié al emperador don
Carlos mi Tercera Carta de Relación.
Otro muerto que me cargan fue Francisco de Garay, enviado por Velázquez
con el título de gobernador de Pánuco; allí tuvo muchas vicisitudes. Después logró
llegar a México con la intención de tomar el mando. Yo, como era mi costumbre, lo
recibí amistosamente y tuvimos pláticas. La última fue durante un almuerzo, el último
que disfrutó Garay, pues una hora después cayó en cama acosado por fuertes
dolores y temperaturas que no cedieron a pesar del auxilio médico que recibió. A los
tres días fue el confesor quien lo auxilió; el último por cierto. Otra vez las malas
lenguas me señalaron como envenenador, como si yo fuera uno más de la familia
Borgia.
Mi gran enemigo en España fue Juan Rodríguez de Fonseca, el obispo de
Burgos, quien puso todos los obstáculos posibles para que en la corte se
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reconocieran mis méritos y, desde luego, promover que no se me otorgara autoridad
oficial en la Nueva España. El dicho obispo era hombre cercano al emperador y
siempre trató de beneficiar a Velázquez. Fue gracias al cardenal y obispo de Tortosa,
a quien el rey don Carlos le encomendó temporalmente el gobierno de Castilla, que
fui nombrado gobernador de la Nueva España y confirmado como tal bajo cédula real
del 15 de octubre de 1522, con lo que quedaron derrotados mis dos grandes
enemigos: Velázquez y el obispo de Burgos que se enfermaron por la gran rabieta
que hicieron.
En diciembre de 1523 salió Pedro de Alvarado a la conquista de Guatemala y
a buscar el estrecho que suponíamos existía entre los dos océanos. También a
buscar ese paso partió un mes después Cristóbal de Olid a Las Hibueras. En esa
empresa me gasté más de 40 mil pesos oro de mi peculio. La intención era reducir la
ruta de las especias; vano esfuerzo.
En octubre de 1524 envié a mi soberano mi Cuarta Carta de Relación,
informándole de todas las conquistas hechas de un mar a otro, así como de la
fundación de Oaxaca, Colima, Coatzacoalcos y otras villas más. La ciudad de México
estaba en plena reconstrucción. En esa carta pedía yo, para la conquista espiritual de
la Nueva España, religiosos de San Francisco y de Santo Domingo, hombres
humildes, pobres y virtuosos, cuyo ejemplo edificante sirviera para catequizar a los
indios. No quería yo, ni convenían, obispos y prelados de los que disponen de los
bienes de la Iglesia y los gastan en pompas y otros vicios, y en dejar mayorazgos y
grandes herencias a sus hijos y parientes, con lo que los indios tomarían la fe como
cosa de burla y se les haría un gran daño.
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XI. Viaje a las Hibueras
Entre los primeros doce franciscanos que llegaron se encontraban dos hombres
ejemplares: fray Toribio de Benavente, llamado Motolinia por los indios, y fray Martín
de Valencia. Todos hicieron el recorrido a pie hasta la ciudad de México. Los
recibimos con veneración, incluso nos arrodillábamos para besar sus manos. Al ver
nuestra postración ante ellos, los indios, incluso Cuauhtémoc, se sorprendían de ver
como los capitanes nos rebajábamos ante aquellos frailes descalzos y flacos, de
hábitos rotos que ni siquiera tenían cabalgadura. Creo que el ejemplo que dimos
entonces sirvió para que durante siglos se quedara la costumbre de arrodillarse y
mostrar sumisión ante los frailes. A partir de entonces se inició la conquista espiritual
de México.
Mi deseo de hacer progresar a la Nueva España era grande, y por eso solicité
que los navíos trajeran cierta cantidad de plantas para su perpetuación en estas
tierras. Destacan el trigo y la vid, con lo que pudimos satisfacer la parte más
importante de nuestra alimentación.
Siempre quise que los naturales fuesen libres. Mi oposición a la esclavitud era
una consecuencia de mis deberes morales y escrúpulos religiosos, sí, pero además,
era una forma de ver el progreso de los de abajo como una oportunidad de mayor
progreso de los de arriba. Sin embargo, cuando se instaló la Primera Audiencia, se
limitó mi autoridad y se vino abajo el proyecto para beneficiar a los naturales. Se
empezó el reparto de indios entre los señores españoles y con ello, las terribles
encomiendas, que no eran otra cosa sino esclavitud.
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En 1528 hice mi primer viaje a Castilla y puse en manos del emperador un
memorándum sobre la encomienda indiana. Allí expuse que toda conquista, por
muchas riquezas que trajera, no sería estable si no aseguraba la subsistencia de los
indios. También insistí en que debía respetarse el arraigo del indio en su pueblo y su
sistema de gobierno de acuerdo a sus tradiciones y costumbres. Ya se había tenido la
amarga experiencia con la brutal conquista de las islas del Caribe donde se había
exterminado a la población. Quise evitar que se repitiera aquí; además, la gente de
estas tierras tenía mucho más capacidad e inteligencia que los naturales de las islas y
podían ser aprovechadas para el progreso de sus pueblos.
Además de lo que gasté de mi fortuna personal para las empresas de
conquista y exploración, tomé prestado, sin autorización, 65 mil pesos de las rentas
reales, y conseguí prestados otros 12 mil. Me sentí con el derecho a hacerlo pues
creo que se podía confiar en el buen uso que le daría a ese dinero si se toman en
cuenta los beneficios que ya había logrado para Castilla.
Cuando Cristóbal de Olid marchó en expedición a Las Hibueras hizo escala en
Cuba para comprar provisiones. Supe que había entrado en arreglos con Velázquez
para llevarse el mérito de la conquista que preveían. Al enterarme, envié otra
expedición a cargo de Francisco de las Casas, para que se adueñara de la situación,
pero sus barcos naufragaron frente a las costas hondureñas. Los sobrevivientes,
incluyendo a de las Casas, fueron recibidos por Olid y se unieron a él. Al llegarme
estas noticias, no me quedó otra que dejar la gobernación en manos del Tesorero
Real y partir a resolver todo personalmente. Fui acompañado de Cuauhtémoc,
Tetlepanquétzal y otros señores nobles, además de 3 mil indios mexicas, capitanes,
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frailes y grandes piaras de cerdos. Definitivamente me atraía más la aventura de
conquista que gobernar.
En nuestro camino pasamos por Orizaba, donde casé a doña Marina con Juan
Jaramillo. Llegamos a Coatzacoalcos; en ese lugar se me unieron algunos españoles
allí avecindados. Rumbo al sur sólo encontramos selvas, pantanos, muerte para
muchos y hambre para todos. Después de mil penurias llegamos al pueblo de
Izcanac. En ese pueblo, tal y como escribí en mi Quinta Carta de Relación, gracias a
un indio del séquito de Cuauhtémoc, me enteré que él y el señor de Tacuba habían
armado una conjura para acabar conmigo y restaurar su poder. Tuve que colgar a
ambos de una ceiba, no sin antes hacerlos cristianos con el bautismo. Mis detractores
dicen que esta fue otra de las conjuras que yo inventaba para justificar la ejecución de
los que me estorbaban.
Seguimos adelante y, tras 12 días de marcha y 68 caballos muertos nos
topamos con dos españoles que nos informaron de la muerte de Olid a manos de mi
lugarteniente Francisco de las Casas. Con la intención de conquistar Nicaragua
conseguí un navío y, ya de regreso, recibí noticias de graves escándalos provocados
por quienes había yo confiado el gobierno de la ciudad de México, así como de las
terribles tropelías que cometía Nuño de Guzmán en Pánuco. Ya me habían dado por
muerto, o así les convino hacer creer. Mis bienes los pusieron a remate e incluso se
cantó una misa por el eterno descanso de mi alma. Cuando supe todo eso, no pude
sino sollozar y lamentar no haber dejado el gobierno en manos de gente de verdadera
confianza.
Mucho me costó abandonar el plan de conquista de Nicaragua y el de
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encontrar el estrecho entre los dos océanos, pero decidí hacerme a la vela y regresé
a la Villa Rica en mayo de 1526, veinte meses después de haber salido de México. Al
recibirme, los indios se alegraban y se quejaban de todos los malos tratos que habían
recibido durante mi ausencia. Para mi desgracia, fue en la misma Villa Rica que me
fue entregada la real cédula fechada en noviembre de 1525, donde don Carlos me
decía que por todas las malas noticias que tenía de mi gobierno sería yo sometido a
un juicio. Para esto llegó, como fiscal, Luis Ponce de León, a quien de plano intenté
sobornar untándole la mano con dádivas y fiestas de bienvenida. No aceptó nada y
no me quedó de otra sino entregarle el mando.
XII. Marqués del Valle de Oaxaca
Empezó el juicio de residencia y se me acusó públicamente de no haber obrado en
justicia en la repartición de oro e indios. Se me acusó también de haber ofendido a
muchos; desde luego que mi suegra aprovechó para acusarme otra vez de asesino.
Apenas empezaba el juicio cuando el fiscal cayó en cama “malo de modorra” y en
pocos días entregó su alma al Creador; la misma suerte corrieron treinta de sus
acompañantes. Decreté gran luto y solemnes honras fúnebres. Fue demasiada
coincidencia, se decía; y otra vez se me acusó de envenenar los alimentos.
Tuve que pelear con denuedo para salvar mi honra y no quedar en la ruina
moral. También me escapé de la ruina económica, ya que se me hizo responsable de
los fondos de las rentas reales. Supliqué a su Majestad que tomara en cuenta que
también había yo gastado de mi patrimonio, y en tal cantidad que llegué a deber 500
mil pesos sin tener con qué pagar; además lo había hecho buscando dilatar el señorío
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del rey de las Españas. Gracias a Dios el emperador aceptó mis razones. Aproveché
para solicitarle que sólo enviara personas de calidad a gobernar la Nueva España, ya
que muchos cargos importantes del gobierno fueron ocupados por personas que
dejaron en entredicho el buen tino del emperador para escoger a sus enviados.
Don Carlos me mandó llamar y yo atendí su petición con toda diligencia. En
marzo de 1528 me embarqué después de diez años de vivir en las Indias. Me
acompañó Gonzalo de Sandoval quien enfermó en el viaje y murió pocos días
después de llegar a España. Después de las honras fúnebres de mi querido
compañero fui a Medellín para ver la tumba de mi padre, visité el monasterio de
Guadalupe y después llegué a Toledo, la ciudad real. Allí enfermé a tal extremo que
se llegó a temer por mi vida e incluso el emperador fue a visitarme.
Fue hasta julio de 1529, cuando en Barcelona el emperador firmó dos cédulas:
en la primera se me nombró Adelantado de la Nueva España y en la segunda se me
confirió el título de Marqués del Valle de Oaxaca. El señorío sobre aldeas, pueblos,
tributos y derechos abarcaba desde Oaxaca, Etla, Cuilapan y muchos pueblos más
de esa zona, hasta las villas de Toluca y Cuernavaca. Espléndido, pero se me negó la
gobernación de la Nueva España.
Contraje nupcias con doña Juana de Zúñiga en la catedral de Toledo. Fue una
ceremonia de gran ostentación, empezando por las joyas que obsequié a mi dama;
las mejores que nunca en España tuvo mujer alguna.
Ya excluido como gobernante, su majestad nombró la Primera Audiencia a
cargo de Nuño de Guzmán, tipo malvado y sanguinario, quien junto con sus oidores,
todos redomados pillos, realizaron todo tipo de tropelías sin otro objetivo que
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acumular riquezas. Cuando regresé a la Nueva España en 1530, encontré destruida
mi obra de pacificación y población. A Dios gracias que el emperador designó nuevos
oidores, pues de no ser así, Nuño de Guzmán y sus secuaces hubieran destruido
todo.
Desde luego que me vi muy afectado en mis bienes personales, ya que tanto
la Primera como la Segunda Audiencia me escamotearon muchos de los derechos
que tenía como Marqués del Valle de Oaxaca. Mi esposa y yo escogimos Cuernavaca
para instalarnos. En ese entonces frisaba yo los cuarenta años y tenía aún mucha
energía para una nueva empresa, así que solicité al emperador que me diera licencia
para buscar camino hacia las islas de especierías de Malaca y China.
Para ello envié a principios de 1533 a mi primo Diego Hurtado de Mendoza y
sus hombres en dos navíos que mandé construir; zarparon del puerto de
Tehuantepec. Por desgracia encallaron las naves en las costas de la Nueva Galicia y
no supe más de mi primo. Después envié otros dos navíos a cargo de Diego Becerra
y Hernando de Grijalva pero corrieron la misma suerte. Decidí ir personalmente, así
que, dejando mujer, casa y comodidades, emprendí el viaje en pos de la supuesta isla
de la Santa Cruz, que en realidad no era isla, sino la actual Baja California. Arribamos
a tierras inhóspitas, carentes de ríos y manantiales, poblada de indios salvajes y
borregos cimarrones. Decidí poblar en ella y mandé de regreso los barcos en busca
de víveres. La mala fortuna quiso que se perdieran en el mar antes de regresar a
Santa Cruz.
En ese lugar, en arenales y montes sin sombra permanecimos meses.
Creímos que sería nuestro fin pero la Providencia nos socorrió con la llegada de un
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barco con abundante dotación de víveres. Lo envió don Antonio de Mendoza, primer
virrey de la Nueva España, preocupado por no saber de nosotros en tanto tiempo.
Endeudado con grandes sumas e irreconocible por lo flaco que me dejaron las
penurias pasadas, volví con el descolorido mérito de haber descubierto la Baja
California y el mar que aún lleva mi nombre. A pesar del gran fiasco, otra vez, en
1538, envié a Francisco de Ullóa; él llegó a las costas de la Alta California sin sacar
provecho, a excepción de conocer la geografía de la costa occidental de la Nueva
España, así como yo antes había conocido la costa oriental desde Las Hibueras
hasta Pánuco.
XIII. Últimos sinsabores
El poder real que detentaba el virrey Mendoza significó para mí un menosprecio a mi
persona por las dificultades que tenía para hacer valer mis derechos; entonces decidí
volver a España para activar el despacho de mis negocios. En vez de arreglarlos se
me complicaron aún más pues tuve que hacer frente a otro juicio de residencia,
mismo que fue promovido por el virrey Mendoza para mantenerme alejado de la
Nueva España. En 1540, ante el estado de cosas que se vivía en la Nueva España, le
escribí a su Majestad para que reflexionara, le dije: “Los príncipes no engrandecen
sus estados por poseerlos sino con señorear a quienes los poseen”. Fue inútil, todos,
incluso el emperador, estaban en mi contra. Pienso que fue un castigo divino que
merecía para expiar mis culpas.
Todavía me embarqué una vez más cuando el emperador me invitó a
participar en la campaña de Argel. Fue una gran calamidad; la nave en que viajaba
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estuvo a punto de hundirse en medio de una tormenta.
Ya sólo deseaba regresar a la patria que me tocó formar, pero hasta eso era
difícil por el engorroso juicio que no terminaba. Sentí que mi vida estaba al garete,
que ya mi voluntad no regía mi destino. En octubre de 1547 empeoró mi ánimo y mi
salud. Percibí que la muerte me acechaba y expresé el deseo de que mi cuerpo fuese
depositado en la iglesia del monasterio de Coyoacan que para tal efecto mandé
edificar.
El dos de diciembre de 1547, a los sesenta y dos años, expiré en Castilleja de
la Cuesta. Mis restos pudieron ser traídos a México hasta el año de 1562 y aún
viajarían. Primero fueron depositados en San Francisco de Texcoco, después los
llevaron al Sagrario Metropolitano y, en 1794, fueron traídos a la capilla del Hospital
de Jesús. Sin embargo, en 1823, por la fiebre indigenista propiciada por Poinsett y
Zavala, Lucas Alamán llevó la urna con mis huesos a un lugar oculto de la misma
capilla donde permaneció durante 122 años, hasta que, en 1945, se abrió el sobre
lacrado que Alamán había depositado años después en la legación española y se
decidió colocar mis restos a un lado del altar del Templo de la Limpia y Pura
Concepción y de Jesús Nazareno, con una placa de bronce que dice Hernán Cortés,
aunque mi nombre completo fue Fernando Cortés de Monroy; en la placa también
aparecen los años de mi nacimiento y de mi muerte: 1485-1547
Ése lugar me produce una gran nostalgia, no tanto porque se encuentren allí
mis restos mortales, sino porque en ese templo dejé el mejor de mis empeños en
aquellos años que siguieron a la caída de la Gran Tenochtitlan. Sí, allí quise plasmar
mi amor hacia los antiguos mexicanos, a quienes, a pesar de todo lo sucedido, amé
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de verdad. Por igual a los que sobrevivieron a la catástrofe que destruyó la
maravillosa e inigualable ciudad de Tenochtitlan, como a quienes en su defensa
murieron con la mayor bravura que se pueda imaginar en hombres y mujeres de
todas las épocas.
La Conquista me hizo contraer una enorme deuda con los conquistados.
Cuando goberné la Nueva España fueron muchas las medidas que tomé para resarcir
a los mexicanos, al menos en lo posible. Fallé mucho en ello, pero ese templo es una
muestra de la voluntad que tuve para darles el mejor de los bálsamos espirituales: la
seguridad de su eterna salvación gracias a nuestro Redentor, el Señor Jesús.
También procuré su alivio corporal, y muchos mexicanos, desde el año 1525 lo han
conseguido y lo consiguen aún en el Hospital de Jesús, que alguna vez me albergó.
Tan cierto es que Cuauhtémoc representa el último de los mexicas que se
batió para defender la identidad de su pueblo, como verdad es que yo me impuse, no
sólo para conseguir riquezas y poder, sino también para formar una nueva
nacionalidad, la mexicana, prueba de ello es el mestizaje que se dio, como en pocos
lugares conquistados.
XIV. Bibliografía

Cortés, Hernán, Cartas de Relación, México, cuarta edición, Editorial Porrúa,
1969.

Fuentes Mares, José, Cortés el hombre, México, quinta edición, Editorial
Grijalbo, 1981.

Hernán Cortés, Madrid, primera edición, Editors, 2002, (Colección Grandes
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Biografías).

Pereyra, Carlos, Hernán Cortés, México, séptima edición, Espasa-Calpe
Mexicana, 1969.
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