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La música fílmica
Gilles Mouëllic
Cahiers du cinéma Les petits Cahiers
Francia, 2006
Capítulo 3
PODERES DE LA MÚSICA*
¿Qué músicas?
La primera elección del cineasta concerniente a la música es la de su naturaleza.
Una composición sinfónica no tendrá el mismo impacto sobre las imágenes que una
canción o que un fragmento jazzístico, y esta observación elemental exige, desde luego,
precisiones.
La escritura orquestal de Bernard Herrmann o de Howard Shore1 casi no tiene
puntos en común con la de Elmer Bernstein o de Danny Elfman, la composición de
Duke Ellington para Anatomy of a Murder [Anatomía de un asesinato] (Otto
Preminger), 1959) se aleja mucho de la improvisación del quinteto de Miles Davis para
Ascenseur pour l’échafaud [Ascensor para el cadalso] (Louis Malle, 1957). En el
mismo orden de ideas, el hecho de ser una música original o no, merece cierta atención.
Cuando el cineasta elige una obra preexistente sabe que debe tener en cuenta su historia
y un eventual efecto de “reconocimiento” inmediato. La fuerza de la primera secuencia
Casino: cuando Scorsese cita “musicalmente” a Godard
“futurista” De 2001 a Space Odyssey [2001: Odisea del espacio] (Stanley Kubrick,
1968) se debe en gran parte al montaje inesperado de An der Schöen blauen [Danubio
azul o El bello Danubio azul)] sobre el elegante movimiento de la nave Discovery. Si la
dirección de Herbert von Karajan acentúa el aspecto giratorio del vals de Strauss, que
pone en evidencia la idea de eternidad deseada por Kubrick, la asociación de la
conquista del espacio con la música refinada de los salones vieneses del siglo XIX
provoca un extraño encuentro entre un pasado concluido y un fascinante futuro.
* Traducción efectuada por María Rosa del Coto, para uso exclusivo de los alumnos de Semiótica II,
Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
1
Shore encontró en David Cronenberg, con quien trabajó desde 1979, un universo en el que la música
juega un papel determinante, como lo hiciera antes que él Herrmann en su larga colaboración con
Hitchcock.
Distante de este ejemplo célebre, Michel Deville privilegia la intimidad y la evidente
belleza de la sonata Arpeggione de Schubert para dar una inesperada profundidad a la
fría destrucción de un individuo en Le dossier 51 [Archivo confidencial] (1978),
mientras que las Gymnopédies y las Gnossienns de Eric Satie acompañan la desesperada
soledad de Alain Leroy (Maurice Roset), héroe trágico de Feu follet [Fuego fatuo], de
Louis Malle (1963).
En otros casos se trata simplemente de utilizar una música compuesta en el
momento en el que se considera ocurre la acción del filme… cuando eso es posible:
para los peplums, los compositores deben dar prueba de mucha imaginación al inventar
una muy poco probable “música antigua”.
Desde hacer algunos años, ciertos músicos o cineastas releen a su manera la
historia de la música fílmica, sea bajo la forma de homenajes, considerando a algunos
maestros del pasado (John Williams a Max Steiner, para Always [Para siempre] de
Spielberg en 1989, Danny Elfman a Nino Rota para Pee-Wee’s Big Adventure [La gran
aventura de Pee-Wee], de Tim Burton en 1985), sea como testimonio de respeto a un
gran compositor a cuya música se recurre de manera póstuma (François Truffaut a
Maurice Jubert para, entre otros, L’homme qui amait les femmes [Amante fácil] en
1977, Martin Scorsese a Bernard Herrmann para Cape Fear [Cabo de miedo] en 1991).
Más sorprendente es la cita muy subrayada de la música de Le Mépris [El desprecio]
(Jean Luc Godard, 1963) en Casino, también de Scorsese (1995). La extensa partitura
de George Delarue, retomada aquí en una orquestación original, provoca en el
espectador el sentimiento muy perturbador de una superposición de imágenes o más
bien de una estratificación próxima a la de Histoire(s) du cinéma de Godard. La imagen
del Mediterráneo mítico viene después de las del desierto de Nevada, los rostros de
Camille y Paul (Brigitte Bardot - Michel Piccoli) se sobreimprimen –cual una
transparencia –con las de Ginger y Sam (Sharon Stone - Robert De Niro): Scorsese
confía en la música para dar a ver toda la potencia del cine.
Modalidades de aparición
En la mayor parte de los films, la música solo interviene intermitentemente, y el
cineasta debe “poner en escena” sus puntuales intervenciones. Jubert, lo vimos, elige
tomar un ruido o un gesto como pulsación rítmica inicial y vuelve así imperceptible el
momento en el que los instrumentos se imponen poco a poco sobre la imagen. En gran
número de films, los procedimientos son mucho menos sutiles: un portazo, la entrada de
un personaje, un cambio de plano o de secuencia, acontecimientos que le permiten a la
música una aparición discreta que se incrementará en un lento crescendo. En una
famosa secuencia de Shadow of a Doubt [La sombra de una duda] (Alfred Hitchcock,
1943), la mano del tío Charlie, que coloca un anillo en la de su sobrina, parece actuar
suavemente sobre un imaginario potenciómetro.
La ofrenda del anillo en Shadow of a Doubt: cuando la música “profundiza” la
imagen.
En la medida en que la aparición de la orquesta pasa desapercibida, Hitchcock puede
hacer jugar su presencia con mucha sutileza: el momento preciso en el que el tío desliza
el anillo sobre el dedo es acompañado por un descenso de las cuerdas graves, lo que le
da una tonalidad muy inquietante a un gesto que parece fuerte para expresar un
sentimiento amoroso. Si, en la percepción de ese gesto, el espectador no tiene
consciencia de la influencia de esas pocas notas es porque la música estaba ya allí, en la
sombra, y porque aquél estaba habituado a su presencia. Esta utilización de una música
discreta, que, sin cesar, pasa del primer al segundo plano según la importancia que el
director desea darle, es una de las herencias del clasicismo hollywodense.
Otros cineastas adoptan una posición contraria a este borramiento de la música y
afirman, por el contrario, brutalmente, su presencia. Los coros sagrados de
Matthäuspassion [La Pasión según San Mateo] de Juan Sebastián Bach sobre las
imágenes de las cabañas romanas de Accatone (Pier Paolo Pasolini, 1969) o esos
mismos coros en la primera secuencia de Casino caricaturizan repentinamente a esas
imágenes prosaicas con nuevos espacios y nuevas temporalidades que alcanzan al
espectador. Hacer surgir en la mitad de una secuencia y con alto volumen una música
totalmente inesperada es una manera de imponer una escucha atenta, incluso en el caso
de que esa escucha sea muy efímera, tal como se produce cuando se da una repentina
disonancia. El cine de Godard está construido en gran medida a partir de una práctica
virtuosa de estos violentos “golpes teatrales” sonoros, como esa maraña de voces,
ruidos y extractos de cuartetos de Beethoven que constituyen los primeros planos de
Prémon Carmen [Nombre: Carmen].
Música y montaje
Estas modalidades de aparición son indisociables de la cuestión del montaje. En
el cine clásico, la música, asociando en un mismo movimiento varios lugares y (o)
varias acciones, afirma una continuidad que ya está puesta en juego en el montaje de las
imágenes: participa entones con cierta “transparencia” de un montaje en el que los
raccords son pocos perceptibles. Pero esta primera impresión de continuidad,
especialmente evidente en la música sinfónica, es contestada por la discontinuidad de la
composición: la aparición de una melodía, de un timbre inusitado o de una repentina
disonancia es tan azarosa que hace de la música un “continnuun discontinuo” del mismo
modo que el montaje de imágenes. Estos micro-acontecimientos de la escritura musical,
pueden estar sincronizados o no con un raccord, un gesto de un personaje, incluso una
palabra del diálogo.
En una secuencia aparentemente anodina de Proces Paradine [El proceso
Paradine/ Agonía de amor] (Hitchcock 1947) Keane, Anthony (Gregory Peck),
abogado de la hermosa señora Paradine (Alida Valli), de la que está perdidamente
enamorado, decide visitar incognito2 la casa de su cliente, acusada de asesinar a su rico
esposo. Sale del lugar donde se hospeda con el posadero que lo lleva en su carreta.
2
N.T. “Incognito” en el original.
Sin sorpresa, una música muy rítmica hace su entrada sobre un fundido
encadenado para marcar en un sincronismo aproximativo el trote del caballo. Los dos
primeros planos del fundido encadenado son de transición, planos amplios en los que se
ve la ubicación del vehículo en la naturaleza (1) (2). Aquí la música no tiene otra
función que la de marcar la continuidad del trayecto. A los dos planos generales les
sucede un plano próximo sobre los dos personajes, sentados uno al lado del otro (3).
Mientras la música tiende a borrar el primer raccord, acentúa, por el contrario, el
cambio de escala. La composición, repentinamente, se hace mucho más amplia, con una
presencia marcada de las cuerdas. Keane interroga discretamente a su compañero sobre
la muchacha. Entonces, con el violín comienza una bella melodía que señala el estado
de exaltación interior del héroe, cuyo rostro se mantiene muy inexpresivo. El tema de la
pasión parece destinado a un desarrollo muy lírico, pero una palabra viene a interrumpir
ese bello arranque: en el momento en que el posadero pronuncia “André”, nombre del
palafrenero de la muchacha, el tema interrumpe bruscamente su movimiento ascendente
para dar lugar a un cromatismo descendente muy sombrío. El repentino cambio del
clima musical cuando se pronuncia “André” devela la oscura relación existente entre la
señora Paradine y su palafrenero, aun antes de la aparición de éste en la pantalla, lo que
lo convierte incluso en un obstáculo para la expansión de la pasión de Keane.
Articulación rítmica con el trote del caballo, participación en la fluidez de los
primeros planos, acentuación del raccord entre los planos 2 y 3, expresión del estado
interior de Keane, sincronización muy precisa y muy significante con “André”, ese
inicio de secuencia permite comprender la complejidad del montaje musical.
La imagen se hace música: Nouvelle Vague (Jean-Luc Godard, 1990).
Montaje sobre un gesto o un ruido, sobre la opacidad de un rostro, sobre una
palabra del diálogo: esta partitura de Franz Waxman es una verdadera “lectura” musical
de la secuencia. Una simbiosis tal puede existir igualmente cuando el montajista trabaja
a partir de una música preexistente: la secuencia de tortura de Reservoirs dogs [Perros
de la calle] está “coreografiada” y montada sobre Stuck in the Middle with You
[Estacada en el medio contigo], fragmento pop de Steelers Wheel, la de la “felicidad
ideal3” de Lost Highway [Carretera perdida] (Lynch, 1997) sobre Insensatez, bossa
nova de Antonio Carlos Jobim, para no hablar del cine de animación y de los films
cantados y bailados que han gozado de un regreso relevante en el cine contemporáneo4.
Los cineastas que se toman muchas libertades en relación con la idea clásica de
“transparencia” del montaje son también los más audaces en lo que se refiere a la
3
Se trata de la secuencia en la que se ve a Pete Dayton sobre la reposera, secuencia que abre la segunda
parte del film.
4
En géneros muy diferentes: Dancer in the dark [Bailarina en la oscuridad] (von Trier, 2000), Huit
femmes [Ocho mujeres] (Ozon, 2001), Chicago (Marshall, 2002), Un homme, un vrai (Larrieu, 2003).
utilización de la música. Si el montaje voz/ruidos/música de Citizen Kane [El
ciudadano] (Orson Welles, 1941), tanto por su complejidad rítmica como por la
diversidad de sus fuentes musicales5, puede ser calificado fácilmente de “composición
sonora”, la extensión del principio del falso raccord a la totalidad de la banda sonora y a
la música en particular, ya sea que ésta haya sido compuesta para el film (A bout de
soufflé [Sin aliento], Pierrot le fou [Pierrot, el loco]) o no, le cupo sin duda a Jean Luc
Godard: nos acordamos de las reacciones de indignación de algunos musicólogos ante
el docoupage de los cuartetos de Beethoven en Prénom Carmen (1983). Esto no le
impidió al cineasta ir aun más lejos en sus siguientes films hasta alcanzar hoy muy
hábiles collages en los que voces, ruidos y extractos musicales diversos participan en
una misma composición que puede pretender el estatuto de obra autónoma, como lo
testimonia la difusión en C. D. de Nouvelle Vague (ECM Records, Munich, 1990).
Si Godard privilegia la ruptura y el falso raccord, Martin Scorsese trabaja sobre
el fundido encadenado y tiende a hacer de sus films un movimiento único que arrebate
al espectador del primero al último minuto. Una pulsación musical en la que cada
fragmento parece encastrado en el precedente responde a la sucesión incesante de los
movimientos de cámara y de los efectos de montaje, provocando una impresión de
tejido que acentúa más el sentimiento de continuidad ininterrumpida. Los medios
empleados son muy diferentes, pero Godard y Scorsese tienen la misma ambición:
inventar un cine de pura sensación, un cine en el que, como para la música, solo cuenta
el placer de los sentidos.
Del foso a la pantalla
Sea en los films clásicos de Hollywood, sea en los entramados complejos
de Godard y Scorsese, entre la música de foso y la música de pantalla puede darse un
juego muy hábil6. Esta separación es muy teórica y la frontera entre los dos lugares de la
música es muy permeable. Si la canción que se oye en un restaurant acompaña el
principio de una historia de amor (música de pantalla), ella puede devenir, según el uso
que el director haga de ella, una importante música de foso. La melodía perturbada por
disonancias o por un arranque que se torna cada vez menos atractivo, realzará, por
ejemplo, la lenta erosión de la relación amorosa. La música puede incluso cambiar de
estatuto en el curso de una misma secuencia: en Mauvais sang [Mala sangre] (Léos
Carax, 1986), Anne (Juliette Binoche) pide a Alex (Denis Lavant) que ponga música.
No pudiendo elegir, éste da tres veces vuelta el dial de la radio. Después de la
finalización de una canción premonitoria de Serge Reggiani (“la amaba, la maté…”), el
locutor anuncia L’amour moderne [El amor moderno] de David Bowie. El principio de
la melodía parece desencadenar un vivo dolor en Alex, que sale a la calle y se pone a
correr agarrándose el abdomen. El nivel sonoro no tiene en cuenta la distancia entre
Alex y la fuente del sonido: la canción de Bowie devino música de foso, se
“subjetivizó” en el curso de la secuencia para llevar una vez más los tormentos del
héroe y se convirtió en pretexto para una coreografía.
5
Ver Jean-Pierre Berthomé y François Thomas, Citizen Kane, Paris, Flammarion, 1992, capítulo
“Música”, pp.187-227.
6
Michel Chion, La musique au cinéma, Paris, Fayard, 1995, p. 189. (Hay traducción al castellano: La
música en el cine, Barcelona, Paidós Comunicación, 1997) Otras terminologías, todas ellas también
satisfactorias, se utilizan: “música diegética” o “música de fuente” para “música de pantalla”, “música no
dietética” o “música fílmica”, “música de foso”.
La coreografía de Denis Lavant sobre la música de David Bowie en Mauvais sang.
Godard, una vez más él, pone en escena en varias retomas, y no exentas de
humor, ese juego entre el foso y la pantalla: el cuarteto de cuerdas de Prénom Carmen
se interpreta en el hall del hotel donde va a realizarse el rapto de un industrial mientras
que en Week end (1967) un interminable travelling circular en un patio de una granja
hace aparecer de repente al músico que, desde el inicio del plano, interpreta un concierto
de Mozart en un piano de cola. Además de esos casos extraños que enturbian la
percepción del espectador, la música de pantalla y la música de foso tienen los mismos
poderes de “irrigación” del plano, de la secuencia o del film entero: la primera permite
no obstante asociar más “físicamente” una música a un personaje7, a un lugar o a una
situación.
Valor agregado
Si existe un cliché que acompaña a todos los discursos sobre la música fílmica,
ese es el de la pretendida “redundancia”: la música estaría allí para repetir a su manera
las emociones contenidas en las imágenes, con, a guisa de inapelable ejemplo, los
violines que acompañan una escena de amor. Sin embargo, incluso esta asociación
arquetípica ni siquiera resiste un análisis muy sucinto. Dejando de lado el hecho de que,
según las modalidades de su presencia a lo largo del film, el tema o la orquestación
pueden adquirir muchas significaciones, la simple utilización de las cuerdas modifica la
percepción del espectador que tiende entonces a darle una dimensión “romántica” a un
simple encuentro. Se trata ya de “valor agregado”, según la terminología de Michel
Chion que da de aquél una bella definición: “efecto en virtud del cual un aporte de
información, de emoción, de atmósfera, basado en un elemento sonoro, es
espontáneamente proyectado por el espectador (el audio espectador, en realidad) sobre
lo que se ve, como si emanara de ello naturalmente”8. El espectador enriquece su visión
con una cualidad contenida en realidad en la música o, para ser más preciso, surgida del
encuentro entre esa música y las imágenes, sin tener consciencia de que la ausencia de
la música o la puesta en juego de una música diferente modificaría su lectura o su
comprensión de las mismas imágenes. Gracias a la música, el espectador “cree ver lo
7
La llegada del walkman hizo de esta asociación música/personaje el símbolo del aislamiento, de la vida
interior o del rechazo de comunicar.
8
La musique au cinéma, Paris, Fayard, 1995, P. 205.
que oye”, otra manera de considerar la música como uno de los componentes de ese
“todo” que es el film.
La totalidad de los ejemplos citados en estas páginas es susceptible de ser
interpretada desde el punto de vista de la música como valor agregado a la imagen. Esta
cuestión del valor agregado engloba, desde ya, una gran diversidad de relaciones entre
la música y el film. Expresión de terror del joven John Mohune en la primera secuencia
de Moonfleet [Los contrabandistas de Moonfleet] (Lang, 1955), efecto de
contaminación entre el muy decadente Kit’ Kat club y la llegada triunfal de un joven
inglés en el Berlín de los años treinta en Cabaret (Bob Fosse, 1972), música subjetiva
que toma a su cargo la crisis de violencia “inicial” de Sailor en Wild at Heart [Corazón
salvaje] (Lynch, 1990), música con reminiscencias de canción infantil que acompaña la
búsqueda de la infancia perdida del héroe de Kikujiro no natsu [El verano de Kikujiro]
(Takeshi Kitano, 1999), negro spiritual cantado por Odetta sobre Kindermord in
Betlehem [La Masacre de los inocentes] en Il Vangelo secondo Matteo [El evangelio
según San Mateo] (Pasolini, 1964): tantos momentos en los que la ambición de los
cineastas es, según una de las Notes sur le cinématographe9 de Robert Bresson,
“duplicar el poder expresivo de la imagen con la mirada de un sonido y
recíprocamente”.
Nicolas Cage en Wild at Heart, film –rock de David Lynch.
Tiempo
Esta reciprocidad entre música e imágenes coincide con un dato esencial: el
tratamiento del tiempo. No se trata aquí de que el compositor signifique una época10
sino de inventar otras temporalidades “dramatúrgicas”. La música vuelve sensible el
transcurso del tiempo, permite “viajar” en él, y juega un papel importante en numerosos
films construidos sobre idas y vueltas entre presente y pasado. Max (Richard Conte), el
héroe de House of Strangers [Odio entre hermanos] (Joseph L. Mankiewicz, 1949),
regresa a la casa familiar luego de una temporada en prisión, se acuerda de su padre
9
N. de la T. Hay traducción castellana: Notas sobre el cinematógrafo, 3º Edición, Ardora Ediciones,
Madrid, 1997.
10
Las elecciones son entonces numerosas: retoma de obras preexistentes, hacer un pastiche estilístico,
escribir “a la manera de”, o incluso, cuando es necesario, “inventar” una música antigua de la que no
permanecen huellas.
muerto, Gino, (Edgard G. Robinson). Pone sobre un fonógrafo un disco de ópera
italiana (1), y, desde el inicio del Largo al factotum de Figaro en Il barbiere di Siviglia
[El barbero de Sevilla], la cámara comienza un travelling hacia atrás, luego gira
lentamente noventa grados para mostrar una escalera (2). Después de algunas marchas,
dos fundidos encadenados simultáneos señalan el cambio temporal (3): el día reemplazó
a la noche y la voz del padre, que prolonga el aria, sustituyó a la del fonógrafo. El
travelling hacia adelante llega hasta el baño, en el que se encuentra Gino, vivo, en su
The House of Strangers: la música para remontar el tiempo.
bañera (4). La utilización de la música con el fin de remontar el tiempo11 o para hacer
revivir un pensamiento en el momento del pasado es un cliché de la música fílmica. En
Love affair [Algo para recordar] (Leo Mc Carey, 1938) basta una discreta evocación en
música de foso del Plaisir d’amour, la canción que Terry (Irene Dunne) entonó luego de
la visita de Michael (Charles Boyer) a su abuela, para hacer resurgir ese momento de
alegría y hacer tan evidente como conmovedor el descubrimiento de la muerte de la
anciana.
Las partituras construidas a partir de leitmotive12 permiten generalizar estas
superposiciones de capas de tiempo. Personajes, situaciones o lugares ya evocados en el
transcurso del film pueden así, gracias al tema o al simple motivo de algunas notas que
están asociadas, afirmar su presencia “subterránea” en una secuencia. En The Night of
the Hunter [La noche del cazador] (Charles Laughton, 1955) por ejemplo, los leitmotive
constituyen una verdadera “lectura musical” del film y juegan así un papel determinante
en la percepción del espectador. Temporalidades múltiples son convocadas allí sin cesar
por la música: tiempo del recuerdo, tiempo de la ficción, tiempo del sueño y de la
11
El aria de El barbero de Sevilla permite que surjan aquí dos temporalidades: el tiempo de la memoria
de Max, pero también el tiempo más “mítico”, el de los orígenes sobre la tierra italiana de esta familia de
inmigrantes.
12
N. de la T: en alemán en el original
pesadilla, tiempo del miedo o tiempo del viaje interior13. La música produce imágenes
del tiempo, figura la experiencia humana del tiempo, ese tiempo vivido que escapa a la
linealidad del tiempo universal. La escritura musical, por sus desarrollos, sus
movimientos, sus propias figuras de composición, sus puntuaciones, sus cadencias, sus
expansiones, sus figuras rítmicas, estructura el tiempo: aceleración y ralentización,
demora y estatismo son las figuras más convencionales aplicadas a la música fílmica.
Pero la música ayuda también al cine a inventar un tiempo que no es ni exterior,
ni del orden de lo imaginario: un tiempo “fuera del tiempo” puso magistralmente en
escena Alain Resnais en L’anné dernière à Marienbad [El año pasado en
Marienbad](1961). Joseph Losey alcanzó una maestría semejante en Accident
[Accidente] (1966).Además del famoso partido de tenis, en el que se hace sentir al
espectador el transcurso del tiempo, los encuentros de Stephen (Dirk Bogarde) y
Francesca (Delphine Seyrig) ilustran perfectamente ese tiempo inventado.
El tiempo detenido: Nanni Moretti en Palombella Rossa.
Encuentro en la casa de la joven para el aperitivo, cena en el restaurant, luego la escena
de la cama, “después” del amor”: Losey pone en escena este encuentro como tres etapas
sucesivas de una estrategia de conquista, pero una conquista cuyo desenlace no trae
aparejada ninguna duda porque ya sucedió en el pasado. La extraña música para saxofón
y dos arpas de John Denkworth, en gran parte atonal, contribuye a hacer de esta
secuencia un paréntesis temporal, una sucesión de imágenes-tiempo, un “cristal” en el
que se mezclan pasado, presente e imposible futuro. Existe en la música atonal una
pérdida de localizaciones, una ausencia de dirección temporal perceptible, dirección que
funda el discurso musical tonal: “El oyente no tiene más la posibilidad de anticipar
sobre el desarrollo de la forma y no tiene intuición de los períodos de tensión y de
distensión”14 (9). Esto explica la impresión de misterio, de tiempo suspendido que se
desprende de los encuentros, entre esta música y el cine. Pero esos momentos de
vacilación, esos momentos “fuera del tiempo” pueden también surgir de una simple
canción de Bruce Springsteen en Palombella rosa, o de Sleep de Marianne Faithfull, en
Ver Jean-Pierre Berthomé, “Deux voix dans la nuit: la musique de la Nuit di Chasser”, Positif, número
389-390, julio-agosto, 1993, pp. 148-153.
14
Michel Inverty, “Continuité et discontinuité”, en Jean-Jacques Nattiez (dir.), Musiques: une
encyclopédie pour le XXI siècle, Actes Sud/ Cité de la Musique, 2003, p.637.
13
Roberto Succo (Cedric Kahn, 2001), canción retomada con idéntica agudeza por Patrice
Chéreau para Mon Frère [Su hermano] (2003).
Espacios
La música tiene sus propios códigos para modelar el espacio y los cineastas se
han servido mucho de esto para “da a ver” extensiones inmensas: las grandes
composiciones orquestales son indisociables de los westerns o de los grandes films de
aventura (Lawrence of Arabia [Lawrence de Arabia] David Lean, 1962). El espacio
sonoro no tiene fronteras definidas, contrariamente a la imagen, limitada por los bordes
del cuadro. La música permite desbordar ese cuadro, prolongar el espacio en todas sus
dimensiones. Despliega toda su potencia cuando ayuda a la imagen a revelar otros
espacios y otras temporalidades, dando así a los cineastas potencialidades que algunos
de ellos no dejaron de explorar.
Lawrence of Arabia: música sinfónica, música de los grandes espacios.
El pequeño Edmund vaga entre las ruinas de Berlín al final de Germania anno
zero [Alemania año cero] (1947). Rossellini filma su rostro en la sombra, un travelling
hacia atrás (1) en el que la luz del sol baña repentinamente el plano, un órgano de iglesia
viene a romper el pesado silencio. La cámara gira alrededor de Edmund y se detiene a
tres cuartos de su espalda, en contra picado. El niño mira hacia el campanario de la
iglesia (2). Inserto centrado en un organista (3). Regreso en plano amplio a Edmund en
la calle, su cuerpo entero en la luz. Mientras otros caminantes se hallan detenidos,
mirando hacia el cielo, Edmund vuelve lentamente a quedar en la sombra. La cámara lo
abandona para hacer una panorámica hasta el campanario. Rossellini retoma entonces el
travelling hacia atrás sobre el rostro de Edmund que, después de adquirir una apariencia
vacilante, camina nuevamente hacia el inmueble desde el que se lanzará unos instantes
más tarde. La música abre aquí el espacio mucho más allá del fuera de campo. Esas
pocas notas de música sagrada bastan para inventar un espacio imaginario, un espacio
casi milagroso que parece surgir de las ruinas de la guerra. Edmund levanta la cabeza,
toma consciencia de ese espacio, de ese otro lugar posible, otro lugar que no puede
llegar más que a la muerte. Y si se interna en la sombra, siempre acompañado del
órgano, es para salvarse lanzándose al vacío.
El pequeño Edmund en las ruinas de Germania anno zero: de la sombra a la luz.