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La enseñanza, el estudio y el aprendizaje filosóficos en los textos
de los filósofos: breve antología y algunas conclusiones.
http://cablemodem.fibertel.com.ar/sdisegni/tex-%20filosofos.htm
Guillermo A. Obiols,
Alejandro A. Cerletti
Alejandro Ranovsky
La cuestión de la enseñanza, el estudio y el aprendizaje de tipo filosófico ha
sido tratada a veces incidentalmente, a veces con cierto detenimiento, por muchos
filósofos desde la antigüedad hasta nuestros días, es decir, mucho antes de que se
constituyeran las llamadas "ciencias de la educación" o aún la conformación de la
didáctica, en la época de Comenio.
Resulta interesante conocer estos textos de filósofos clásicos y
contemporáneos, que realizan consideraciones pedagógicas en torno a la Filosofía
desde ópticas tan diversas como lo son sus perspectivas filosóficas. En muchos
casos, a través de estas consideraciones se plantean cuestiones fundamentales
para cualquier enseñanza filosófica.
En las páginas que siguen hemos seleccionado algunos fragmentos que giran
alrededor de dos cuestiones centrales: la primera se refiere a las complejas
relaciones que existen entre el ejercicio o la práctica filosófica, y la enseñanza de la
filosofía; la segunda alude al aprendizaje de la filosofía, abordado desde un doble
punto de vista (que es común contraponer): el "aprender filosofía" y el "aprender a
filosofar". Acentuando el contraste, suele también derivarse de esta dualidad que al
primero se lo interprete como el aprendizaje de ciertas temáticas o "contenidos"
filosóficos, mientras que al segundo se lo considere el aprendizaje de un método, o
incluso un conjunto de técnicas o habilidades cognitivas.
La relación entre la filosofía, la actividad del filósofo y la enseñanza de la
filosofía es bastante conflictiva, o al menos ambivalente; puede oscilar entre el amor
y el odio. ¿Debe el filósofo enseñar filosofía? Si el filósofo enseña, ¿enseñará su
propia filosofía? ¿Puede, o debe, el profesor de filosofía, filosofar? ¿Puede no
filosofar? Estos son algunos de los interrogantes que plantean los textos que
transcribimos y comentamos a continuación.
En el siglo XII Abelardo, quien ha sido considerado un gran profesor,
confesaba:
La intolerable pobreza fue lo que en esta ocasión me impulsó al régimen
escolar. Arar la tierra no podía y mendigar me avergonzaba. Así que, incapaz de
trabajar con las manos, me sentí impulsado a servirme de mi lengua, volviendo al
oficio que conocía. (1)
En el XIX Schopenhauer, que desde sus aulas vacías envidiaba los cursos
repletos de Hegel, desarrolla con bastante claridad, y según su personal inventario
histórico, la oposición entre el filósofo y el profesor de filosofía:
...desde siempre, muy pocos han sido los filósofos que fueran también profesores de
filosofía y, proporcionalmente, todavía menos los profesores de filosofía que fueran
también filósofos. Podríamos decir, en consecuencia, que, al igual que los cuerpos
idioeléctricos no son conductores de la electricidad, los filósofos no son profesores
de filosofía. En verdad, para el que piensa por sí mismo esta tarea le estorba casi
más que cualquier otra. Pues la cátedra de filosofía es en cierto modo un
confesionario público, donde uno hace su profesión de fe coram populo. Además, en
orden a la adquisición auténtica de una comprensión fundamental y profunda, es
decir, en orden a llegar a ser de verdad sabio, casi no hay nada que sea más
contraproducente que la obligación perpetua de parecer sabio, ese alardear de
supuestos conocimientos ante unos alumnos ávidos de aprender, ese tener-a-mano
respuestas para todas las preguntas imaginables.
Lo peor de todo, sin embargo, es que a un hombre que se encuentre en esta
situación, a cada pensamiento que surja en él, le asaltará la preocupación de si se
ajusta en efecto a los intereses de su superior. Lo cual paraliza su pensar en tal
medida que hasta los mismos pensamientos no osarán surgir más. Porque le es
indispensable a la verdad la atmósfera de libertad. Sobre la exceptio quae firmat
regulam de que Kant haya sido profesor, ya aduje antes lo necesario, y sólo añado
aquí que la filosofía de Kant habría sido más grandiosa, más enérgica, pura y bella,
si él no hubiese ejercido el profesorado. No obstante, de un modo muy sabio, Kant
hizo todo lo posible para separar al filósofo del profesor, puesto que jamás expuso
en clase su propia doctrina. (2)
El humor Abelardo-Schopenhauer ante la enseñanza de la filosofía
encuentra en el siglo XX, en el francés Etienne Gilson, otro representante:
Para un verdadero gran filósofo, la enseñanza es una molestia o, por lo
menos, un mal menor. Un puesto de profesor es, entre todas las ocupaciones,
aquella que le permite ganarse la vida con el menor daño posible para una auténtica
vida filosófica. Mientras enseña quizás no esté filosofando, pero por lo menos está
hablando de filosofía. Esta distracción lo aleja lo menos posible de la filosofía.
Una cosa es, por ejemplo, especular sobre las relaciones entre el ser y el
devenir, y otra muy diferente es preparar veinte alumnos para el examen final del
curso. Cuando Bergson enseñaba filosofía en el primer curso de la universidad, al
mismo tiempo estaba escribiendo su celebrado Ensayo sobre los datos inmediatos
de la conciencia. Pero, si hubiera intentado enseñarles a sus alumnos lo que
entonces le interesaba personalmente, todos habrían fracasado en los exámenes y,
aunque fuera un gran filósofo, probablemente habría perdido el empleo. (3)
Es importante remarcar los aspectos fundamentales de la tensión que se
visualiza, a partir de estos autores, entre la actividad del filósofo, la filosofía y la
posibilidad de su enseñanza.
En primer lugar, se pueden señalar tres expresiones que se encuentran en
los textos de Abelardo, Schopenhauer y Gilson, respectivamente: "...servirme de mi
lengua..."; "...tener-a-mano respuestas..."; "...por lo menos está hablando de
filosofía". Parece que en todos los casos, enseñar significa fundamentalmente
pronunciar palabras ante un auditorio. Esta es una vieja concepción de la
enseñanza; Kant afirma (Cf. Sobre el saber filosófico. Madrid, Adán, 1953, pág. 53)
que Pitágoras dividía a sus alumnos entre los que en las clases debían permanecer
callados, escuchando las explicaciones y aquellos a los que, además, se les permitía
formular preguntas.
Por otra parte, encontramos, en los tres casos, alusiones al contexto de la
enseñanza. Abelardo se refiere al "régimen escolar"; Schopenhauer a la
preocupación por ajustarse "a los intereses de su superior"; Gilson destaca,
crudamente, que el filósofo, en función de profesor es, ante todo, un empleado cuya
eficacia y estabilidad laboral dependen de un buen rendimiento de sus alumnos en
un examen y no de su brillo teorético. Esta vez, la nota común que determina el
desprecio del filósofo por la enseñanza de la filosofía se deriva de imaginarla
condicionada por la institución escolar. La dificultad no proviene en este caso de un
límite interno, a saber, de un estrecho concepto de enseñanza, sino de los límites
objetivos a que está sometida la actividad docente, en general, en el sistema de la
educación formal; y el espíritu expansivo de la filosofía sería, desde esta
perspectiva, refractario a sujetarse a un plan mayor, sus necesidades creativas y
totalizadoras encontrarían una constricción censora insalvable en el marco limitado
de una asignatura. Esta visión del contexto de enseñanza forzaría la siguiente
opción de hierro: el salario o la libertad.
Finalmente, y atravesando los aspectos anteriores, es posible reconocer en
estos filósofos una posición drástica frente a la enseñanza de la filosofía: se trata de
un mal menor, una molestia, una distracción de la actividad propiamente filosófica,
que sirve simplemente como un recurso, más o menos tolerable, de subsistencia.
Parecería quedar en pie una aparente contradicción entre la actividad filosófica
propiamente dicha y la tarea docente, que es también una forma de separar
tajantemente la labor del que "piensa" (el filósofo investigador) frente a la del que
"reproduce" lo que "otros" piensan (el profesor de filosofía).
Esta forma de interpretar la relación filosofía/enseñanza no es, por cierto, la
única. Ya desde Sócrates una larga tradición enfatiza en la estrecha ligazón entre la
filosofía y la enseñanza. La filosofía ha sido vista, por muchos, como una forma
eminente de pedagogía. Este sentido se le ha dado al "diálogo socrático"; además,
la idea misma de "escuela filosófica" supone la enseñanza, y resulta también natural
establecer la relación "maestro-discípulo" entre Sócrates y Platón, y entre éste y
Aristóteles. Pitágoras, Platón y Aristóteles, entre otros, fueron fundadores de
escuelas filosóficas y de instituciones específicamente destinadas a la enseñanza de
la filosofía. Por otra parte, desde el establecimiento de las universidades, en la baja
edad media, la filosofía fue cultivada fundamentalmente en ellas y los más grandes
filósofos (i.e.: los propios Abelardo, Schopenhauer y Gilson, como ha quedado claro;
los aludidos Kant, Hegel y Bergson, y tantos otros) la enseñaron desde las cátedras
universitarias.
Los planteos que tienden a señalar una estrecha relación entre filosofía y
enseñanza suelen considerar a la enseñanza filosófica como formación de
discípulos y a la labor de enseñanza como una instancia del filosofar. Así, en
Sócrates, Platón o Aristóteles está ausente la idea de trasmitir contenidos ajenos, al
menos como tales. A diferencia de lo que Schopenhauer dice que hacía Kant o lo
que Gilson le atribuía a Bergson, Hegel, entre otros grandes filósofos, desde la
cátedra universitaria enseñaba filosofía haciendo filosofía. No debe olvidarse que,
entre otras, las Lecciones sobre la historia de la filosofía, o la Filosofía de la historia
universal tienen como origen las notas preparadas por el autor para sus clases.
Quiere decir que la contradicción aparente entre la actividad filosófica y su
enseñanza comienza a diluirse ni bien tanto el concepto de enseñanza como el
concepto de escuela se amplían para contener algo más que la trasmisión de
determinada información en el marco de una materia, incluyendo aspectos
formativos y fines de mayor trascendencia.
Acerca de la posibilidad de asociar filosofía y enseñanza se pronuncia
afirmativamente el profesor Luis Noussan-Lettry (4), aún considerando un marco
institucional como la universidad actual. Analizando el caso concreto de la
universidad alemana, indica que allí el profesor es siempre un investigador que
sencillamente es profesor del departamento de filosofía de una universidad, no de
una asignatura o materia determinada. De hecho, su labor no es enseñar una
materia, ni la tarea de los alumnos consiste en aprender una materia, no hay
exámenes en los que se controle la cantidad de información que posee un alumno.
Lo que hay son seminarios graduados en los que el alumno debe ir aprendiendo a
desarrollar una tarea, desde el protocolo de las reuniones, pasando por reseñas,
comentarios y monografías hasta la redacción de una tesis. La labor del profesor es
mostrar -enseñar- su tarea filosófica, para iniciar a sus alumnos en la misma.
El español José Gaos presenta acabadamente lo que podría llamarse un
modelo de aprendizaje filosófico formativo:
...participar en el trabajo, en cualquier trabajo, es trabajar por su parte, y para
trabajar por su parte, en cualquier trabajo, es lo normal tener que aprender a
trabajar, y a trabajar, en cualquier trabajo, no se aprende más que poniéndose a
trabajar bajo la dirección de quien ya sepa hacerlo, lo que implica: trabajar en
aquello mismo en que trabaja aquel bajo cuya dirección se va a aprender a trabajar;
ver cómo trabaja éste, tratar de imitarlo, ser corregido por él, ir trabajando cada vez
mejor, más personalmente, más originalmente, hasta poder prescindir del maestro, e
incluso renegar de él, rectificándolo, superándolo, en suma, innovando. No hay otro
camino o método. Y no lo hay, porque aprender a trabajar es adquirir unos hábitos, y
los hábitos no se adquieren por pura información teórica, sino tan solo por
ejercitación práctica: por el ejercicio o la repetición 'sin prisa y sin pausa'. Esto es
aplicable a cualquier trabajo. Incluso al intelectual. Incluso al que pretende
tradicionalmente ser el más intelectual del intelectual: al filosófico. (5)
Tal vez sea en esta dirección de la enseñanza, a saber, la que muestra la
realización de una tarea, y que ayuda a trasmitir una práctica, donde vislumbremos
una opción que permita superar el aparente antagonismo entre hacer y enseñar
filosofía, entre asumirse como filósofo o como profesor. Esta conclusión provisoria
nos sumerge en un nuevo estrato de discusión: la relación actividad filosóficafilosofía- enseñanza se decide en el concepto mismo de filosofía. Con ello, el pasaje
por las consideraciones acerca del sentido de la tarea docente en filosofía, al llegar
hasta la pregunta de qué constituye el núcleo formativo de la disciplina nos ha
conducido a volcar el peso de la atención sobre la cuestión del aprendizaje. En la
clarificación de este desplazamiento reside cualquier posibilidad de justificar el
impulso pedagógico, desde una mirada filosófica.
II
En torno de esta segunda cuestión, vinculada con el sentido del aprendizaje
filosófico en la consideración de los filósofos, recogemos el juicio de Descartes, en la
tercera de las Reglas para la Dirección del Espíritu:
...jamás llegaremos a ser filósofos, aunque hayamos leído todos los razonamientos
de Platón y Aristóteles, si no podemos dar un juicio sólido acerca de las cuestiones
propuestas, pues, en tal caso, parecería que hemos aprendido historias pero no
ciencia. (6)
En estas palabras se destaca la oposición entre los términos "ciencia" e
"historias". Si sólo aprendemos a repetir o glosar los razonamientos de Platón y de
Aristóteles habremos aprendido "historias"; si nosotros mismos somos capaces de
formular un juicio sólido o fundamentado sobre lo que se nos propone habremos
aprendido "ciencia". El término "historias" lleva una carga despectiva: equivalente a
"cuentos". La "Regla III", precisamente, recomienda la excluyente confianza en la
propia intuición clara y evidente o en lo que uno mismo pueda deducir con certeza,
por lo que resulta insuficiente la enseñanza de supuestas verdades.
Descartes está delineando nítidamente las que creemos son tendencias ideales
que polarizan el debate sobre el significado de aprender filosofía. Aprender filosofía
puede ser entonces, para Descartes, un descalificado aprender -de otros- historias
filosóficas, o aprender ciencia, es decir, un método por el cual uno mismo pueda
llegar a la verdad. Quedarían entonces planteadas, de manera esquemática, dos
orientaciones básicas: por un lado, el aprendizaje filosófico se asociaría a una
supuesta aprehensión, más o menos pasiva, de ciertos saberes, temáticas o
"contenidos" (aprender "filosofía"); por otro lado, se lo asimilaría a la adquisición de
algunas herramientas metodológicas, que permitan orientar la propia búsqueda
(aprender "a filosofar"). Esta última modalidad supondrá, a lo largo de la historia de
la filosofía, el cultivo de distintos métodos o habilidades cognitivas, desde la intuición
y la deducción en el propio Descartes hasta la fenomenología o el análisis filosófico.
En principio, una forma de presentar, históricamente modelizadas, estas
tendencias ideales que hoy mismo tironean la decisión docente en filosofía,
desafiando a la síntesis con dispar fortuna, es forzar su oposición postulando
ejemplares célebres de cada postura: Kant y Hegel.
Kant ha ubicado el problema en la doctrina trascendental del método. Allí, en
la "Arquitectónica de la razón pura" se ha pronunciado de manera aparentemente
directa y definitiva:
Solamente puede aprenderse a filosofar, o sea a ejercitar el talento de la razón
en la observancia de sus principios universales en ciertos intentos existentes, pero
reservándose siempre el derecho de la razón a investigar esos principios en sus
propias fuentes y confirmarlos o rechazarlos. (7)
Y en su obra ya mencionada, Sobre el saber filosófico, se expresa con mayor
amplitud y detalle:
En general, no puede llamarse filósofo nadie que no sepa filosofar. Pero sólo
se puede aprender a filosofar por ejercicio y por el uso propio de la razón.
¿Cómo se debería poder aprender también filosofía? Cada pensador filosófico
edifica su propia obra, por así decirlo, sobre las ruinas de otra; pero nunca se ha
realizado una que fuese duradera en todas sus partes. Por eso no se puede en
absoluto aprender filosofía, porque no la ha habido aún. Pero aun supuesto que
hubiera una efectivamente existente, no podría, sin embargo, el que la aprendiese
decir de sí que era un filósofo; pues su conocimiento de ella nunca dejaría de ser
sólo subjetivo-histórico."
En la matemática suceden las cosas de otro modo. Esta ciencia sí se puede
aprender, en cierta medida; pues las demostraciones son aquí tan evidentes que
todos pueden convencerse de ellas; también puede, gracias a su evidencia, ser
tenida en algún modo como una doctrina cierta y duradera.
El que quiere aprender a filosofar, por el contrario, sólo puede considerar
todos los sistemas de filosofía como historia del uso de la razón y como objetos para
el ejercicio de su talento filosófico.
El verdadero filósofo tiene que hacer, pues, como pensador propio, un uso
libre y personal de su razón, no servilmente imitador. Pero tampoco un uso
dialéctico, esto es, tal que sólo se proponga dar a los conocimientos una apariencia
de verdad y sabiduría. Esa es la labor de los meros sofistas; pero totalmente
incompatible con la dignidad del filósofo, como conocedor y maestro de la sabiduría.
(8)
Para Kant, la filosofía es la idea de una ciencia posible que en ninguna parte
se da en concreto, por lo tanto, no se puede aprender filosofía pues, se pregunta
"¿dónde está ella, quién la posee y en qué puede reconocerse?" (9). Es decir, no se
pueden aprender (en forma subjetivamente racional) verdades filosóficas como sí se
pueden aprender, según Kant, verdades matemáticas. En cambio, es posible
aprender a filosofar o sea a pensar por cuenta propia sobre los "intentos existentes"
(las filosofías) y a revisar los mismos principios.
A partir de la posición kantiana, así esquemáticamente expuesta, se extrae
que el acento debería ponerse especialmente en los aspectos formales, en el cómo
del ejercicio del pensamiento. Es consecuente con esta interpretación la línea que
privilegia el aspecto metodológico como el aporte diferenciador específico de la
filosofía, que tiende a asociarla principalmente a la lógica y, en cuanto al
aprendizaje, a cifrarlo en la adquisición y dominio, por parte de los alumnos, de
ciertas técnicas o habilidades por encima del qué, esto es, las temáticas o los
contenidos.
Hegel, en un informe acerca de la exposición de la filosofía en los Gimnasios
parece querer rebatir directamente los párrafos kantianos citados. Dice en el
apartado concerniente a "Método":
En general se distingue un sistema filosófico con sus ciencias particulares y
el filosofar mismo. Según la obsesión moderna, especialmente de la Pedagogía, no
se ha de instruir tanto en el contenido de la filosofía, cuanto se ha de procurar
aprender a filosofar sin contenido; esto significa más o menos: se debe viajar y
siempre viajar, sin llegar a conocer las ciudades, los ríos, los países, los hombres,
etc.
Por lo pronto, cuando se llega a conocer una ciudad y se pasa después a un
río, a otra ciudad, etc., se aprende, en todo caso, con tal motivo a viajar, y no sólo se
aprende sino que se viaja realmente. Así, cuando se conoce el contenido de la
filosofía, no sólo se aprende a filosofar, sino que ya se filosofa realmente. Asimismo
el fin de aprender a viajar constituiría él mismo en conocer aquellas ciudades, etc.; el
contenido.
(...) El modo triste de proceder, meramente formal, este buscar y divagar
perennes, carentes de contenido, el razonar o especular asistemáticos tienen como
consecuencia la vaciedad de contenido, la vaciedad intelectual de las mentes, el que
ellas nada puedan.
(...) El modo de proceder para familiarizarse con una filosofía plena de
contenido no es otro que el aprendizaje. La filosofía debe ser enseñada y aprendida,
en la misma medida en que lo es cualquier otra ciencia. (10)
Para Hegel no tendría mayor sentido, ni sería posible, ejercitar meramente
algunas habilidades intelectuales, en forma independiente de una aplicación
temática, de un contenido filosófico. Enseñar y aprender filosofía (intentos históricos
de sistemas de filosofía) no sólo son posibles sino que constituyen, tal como él los
concibe, el trayecto privilegiado para el acercamiento a la filosofía y al pensar
sistemático.
Un repaso del prólogo a la Fenomenología del Espíritu nos permitirá poner
de relieve la relación que nos interesa: cómo para Hegel la rectificación de un error
filosófico (crítica al formalismo) corrige lo que considera un exceso pedagógico,
cierta idealización del joven que en nombre del estímulo a pensar por sí mismo se
conforma con que sólo adquiera la capacidad de la argumentación correcta a la vez
que lo anima a la liviandad de querer obviar, con un arrebato de "genialidad", con
sus ocurrencias, "el largo camino de la cultura".
Cuando se ocupa de "Lo que se requiere para el estudio filosófico" (11) opone al
"razonar", que "es la libertad acerca del contenido, la vanidad en torno a él", lo
necesario para el "estudio de la ciencia", que es "asumir el esfuerzo del concepto".
Quiere decir que el comportamiento razonador no alcanza el rango de filosófico
(especulativo), pues se halla vacío de contenidos tales y desemboca en la simple
propuesta de una charla consistente cuando "no es difícil darse cuenta de que la
manera de exponer un principio, aducir fundamentos en pro de él y refutar también
por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede
aparecer la verdad."
Contra los errores complementarios del formalismo razonador y la
improvisación ingeniosa reunidos en la entusiasta propuesta al alumno de "pensar
por sí mismo" leída, a veces, en el "aprender a filosofar" kantiano, Hegel es
contundente:
...es especialmente necesario que la filosofía se convierta en una actividad
seria. Para todas las ciencias, artes, aptitudes y oficios vale la convicción de que su
posesión requiere múltiples esfuerzos de aprendizaje y de práctica. En cambio, en lo
que se refiere a la filosofía parece imperar el prejuicio de que, si para poder hacer
zapatos no basta con tener ojos y dedos y con disponer de cuero y herramientas, en
cambio, cualquiera puede filosofar directamente y formular juicios acerca de la
filosofía, porque posee en su razón natural la pauta necesaria para ello, como si en
su pie no poseyese también la pauta natural del zapato. Tal parece como si se
hiciese descansar la posesión de la filosofía sobre la carencia de conocimientos y de
estudio, considerándose que aquélla termina donde comienzan éstos. Se la reputa
frecuentemente como un saber formal y vacío de contenido y no se ve que lo que en
cualquier conocimiento y ciencia es verdad aun en cuanto al contenido, sólo puede
ser acreedor a este nombre cuando es engendrado por la filosofía; y que las otras
ciencias, por mucho que intenten razonar sin la filosofía, sin ésta no pueden llegar a
poseer en sí mismas vida, espíritu ni verdad.
La decisión en favor de una enseñanza formativa nos ha llevado a
preocuparnos por el sujeto del aprendizaje y a entrar en la cuestión infinita de la
definición de la filosofía, para saber qué pueda ella ofrecerle. Este movimiento
intelectual, traducido en términos didácticos ha supuesto la explicitación de
objetivos; pero deliberadamente, la forma de exposición, arrancando de la opción
fijada por Descartes en la Regla III, nos llevó a ejemplificar sus extremos con el
recurso a sendas autoridades, en modo tal que sus respectivas posturas,
esquemáticamente reseñadas, aparecieran contrapuestas.
Así hemos llegado a poder establecer las disposiciones que a nuestro
entender dominan el panorama actual de la enseñanza y el aprendizaje de la
filosofía. El reconocimiemto de esta situación nos estimula a intentar una
reelaboración crítica de la cuestión y ensayar la posibilidad de su superación. Del
planteo primario parece desprenderse la siguiente conclusión: los objetivos
cognoscitivos de la enseñanza de la filosofía aparecen reñidos con los objetivos
procedimentales. La enseñanza sufre de esta manera la disputa académica entre
conceptos de filosofía rivales y los profesores, alineados en una u otra corriente,
parten a la mitad el sueño de la formación integral del alumno. De las habilidades
intelectuales se ocuparían los docentes que encaran la filosofía desde una fuerte
presencia de la lógica, la teoría de la argumentación o el análisis practicado en
diversas claves. De informar a los alumnos acerca del contenido intelectual de la
tradición filosófica se ocuparán, por su lado, quienes sostienen que la filosofía está
en su historia o en ciertos saberes consagrados. La consecuencia directa de no
haberse logrado desarrollar una enseñanza filosófica más integral, es haber pasado
por alto, o delegado en los especialistas en educación, el problema filosófico de la
enseñanza de la filosofía, por considerárselo un problema no filosófico, o subalterno,
o lo suficientemente simple como para ser pospuesto indefinidamente. La práctica
docente ciega, o acrítica, terminará, entonces, guiando la actividad de gran parte de
los profesores de filosofía.
Precisamente por no hallarse desarrollado un concepto filosófico de la
enseñanza de la filosofía, suelen adaptarse modelos de enseñanza ajenos a la
filosofía, inadecuados por unilaterales: los que se inclinan por cultivar habilidades
intelectuales se apoyan en la enseñanza de la matemática o los diversos tipos de
análisis lingüísticos. Aquellos que se inclinan por los contenidos filosóficos y la
historia de la filosofía, piden prestada su mirada a la historia y tratan a las ideas
como otros tantos acontecimientos que, desprovistos de conexión lógica, se
presentan al alumno como una sarta de ocurrencias de seres anacrónicos y
extravagantes.
Un filósofo norteamericano contemporáneo de orientación analítica, Israel
Scheffler nos ayuda, con este párrafo de El lenguaje de la educación a pasar en
limpio la situación planteada:
...existe una ambigüedad en la noción de "estudio filosófico". (...) Esta noción puede
indicar, por una parte, la investigación de problemas filosóficos o el uso de métodos
filosóficos; o, por otra, hacer referencia al estudio histórico de las conclusiones a que
han llegado las investigaciones de problemas de filosofía o los usuarios de los
métodos de ésta. (12)
En sus versiones estereotipadas ambos costados de la ambigüedad
significan en términos de clase, o bien: a) un énfasis en la actividad del alumno en la
forma de ejercitación de procedimientos lógicos, o en la forma de un entrenamiento
para la discusión de ciertas cuestiones. Suele caracterizarse esta práctica como
"filosófica", en la medida en que su "forma" es la argumentación correcta a favor o
en contra de cualquier tesis, y a esta actitud, aunque verse sobre temas triviales y
particulares, se la llama "pensamiento crítico". En esto se pueden incluir temas que
han ocupado tradicionalmente a los filósofos (por ejemplo: la justicia, el bien, el
alma), aunque en la ignorancia de las tesis que han sido sostenidas en el pasado, "el
filosofar" supuestamente espontáneo de los alumnos, puede derivar en conversación
trivial y particular de tales temas profundos. O bien, b) una exposición del profesor
sin interrupciones a fin de "llegar a dar" todo el programa, que contiene la
información mínima para llenar la cabeza del alumnado, lo suficiente como para que
pueda pensar en un futuro que casi nunca llega.
Las dos orientaciones señaladas pueden reconocer, a modo ilustrativo, dos
antecedentes que las expresarían bastante gráficamente. La primera, en la dirección
del Tractatus Logico- Philosophicus, de Wittgenstein, apunta a la filosofía como una
actividad de elucidación o de esclarecimiento de las proposiciones:
4.11 La totalidad de las proposiciones verdaderas es la ciencia natural total
(o la totalidad de las ciencias naturales).
4.111 La filosofía no es una de las ciencias naturales. (La palabra `filosofía'
debe significar algo que esté sobre o bajo, pero no junto a las ciencias naturales.)
4.112
El objeto de la filosofía es la aclaración lógica del pensamiento.
Filosofía no es una teoría, sino una actividad.
Una obra filosófica consiste esencialmente en elucidaciones.
El resultado de la filosofía no son `proposiciones filosóficas', sino el
esclarecerse de las proposiciones.
La filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos
que de otro modo serían, por así decirlo, opacos y confusos. (13)
Por su parte, los historicistas, acuden al propio Hegel. Los contenidos que
éste reclama para dar seriedad a la filosofía habría que buscarlos, parece, en la
historia de las ideas filosóficas:
...podemos afirmar que la sucesión de los sistemas de la filosofía en la historia es la
misma que la sucesión de las diversas fases en la derivación lógica de las
determinaciones conceptuales de la idea. (...)
...de lo dicho se desprende que el estudio de la historia de la filosofía es el estudio
de la filosofía misma y no podía ser de otro modo. (14)
El prejuicio del filósofo ante la enseñanza ha retornado para estropear la
intención de formular objetivos mirando al alumno. El privilegio de la disputa
académica por el concepto de filosofía entorpece la claridad filosófica para integrar
sintéticamente en la práctica docente todas las potestades formativas de la
disciplina. Con los anteojos de la polémica el destinatario del esfuerzo aparece,
según la variante, o como un ordenador o como un recipiente.
El ya citado I. Scheffler ensaya una síntesis difícil de alcanzar:
Una parte importante -y ciertamente necesaria- de todo filosofar consiste en
el estudio íntimo de los escritos de los pensadores que nos precedieron. Es la
actitud operativa asumida frente a esos trabajos la que sirve para distinguir nuestro
intento, de los estudios sobre la historia de las ideas. (15)
El nexo entre ambos tipos de estudio es la actitud operativa, es decir, la
consideración de lo histórico en función del tratamiento de un problema filosófico, el
examinar los escritos de los filósofos como una herramienta de trabajo y no como un
fin en sí mismo.
Esperamos haber mostrado hasta aquí que la tensión entre el sustantivo
"filosofía" y el verbo "filosofar" es constante, y que ambos constituyen las dos caras
inescindibles e indispensables para que el aprendizaje de contenidos o habilidades
pueda considerarse "filosófico". A partir de ahora nos ocuparemos de diagnosticar
las causas del extravío academicista, intentaremos mostrar cómo se requieren
imprescindiblemente la actividad filosófica y su producto, evaluaremos la oferta de la
didáctica para el profesor de filosofía o si el rescate de la tradición de las "escuelas
filosóficas" nos aporta una propuesta mejor, desde la propia filosofía, para superar
las aporías que afronta "la filosofía en la escuela".
III
A fin de ingresar conceptualmente en la parte conclusiva de este artículo
repasaremos sintéticamente lo expuesto hasta aquí.
En la primera parte hemos presentado consideraciones de los filósofos
acerca del valor de la enseñanza de la filosofía como actividad del filósofo en función
de su desempeño como tal. A este respecto, recogimos básicamente dos
tendencias: una de subestimación de la actividad docente y otra que incluye el rol
pedagógico como un aspecto del desarrollo de la actividad filosófica,
intrínsecamente formativa. En este apartado habíamos arrancado enfatizando el
costado de la enseñanza, es decir, el punto de vista del profesor y sus motivaciones.
Resultó sin embargo que al contrapesar la consideración estrictamente personal que
coloca a la docencia como solución de segunda para el filósofo investigador con el
aporte de las escuelas filosóficas griegas, se fue desplazando el acento y la atención
hacia el polo destinatario del esfuerzo educativo. La filosofía vista como pedagogía
integral carga al filósofo con una responsabilidad misional (Sócrates) o política
(Platón), exigencias frente a las cuales debe pasar en limpio su papel con miras a
las necesidades del discípulo.
En la segunda parte el énfasis recayó, por lo tanto, más bien en el costado
del aprendizaje. Pero la preocupación por la formación de los estudiantes debía
previamente cumplir un requisito que nos detuvo, como corresponde, en el centro de
la discusión filosófica: la filosofía vista en función de sus aspectos formativos e
informativos tiene a propósito que aclarar qué es. Entonces nuestra clasificación de
los textos los distribuyó en dos: los que privilegiaban la visión de la filosofía como un
producto a transmitir y los que la consideraban más bien como la actividad pasible
de ser descompuesta en un conjunto de habilidades que constituyen el filosofar.
-AEl asunto de la enseñanza de la filosofía requiere fundamentalmente dos
cosas: 1. que la filosofía se aclare a sí misma su concepto, un concepto de
enseñanza y pase en limpio ella su oferta pedagógica en método y en contenido; y
2. que para hacerlo los filósofos con ancho espíritu depongan susceptibilidades de
escuela y encuentren el suelo común en el que se despliega la variada escena de su
infinito debate.
A continuación, reflexionaremos sobre el asunto sin abandonar esos dos
encuadres.
Que los filósofos renieguen de la enseñanza, que los filósofos disputen si
enseñar filosofía es enseñar un contenido o una actividad, que la enseñanza de la
filosofía tenga lugar en instituciones regidas por objetivos políticos eventualmente
reñidos con los del filósofo son todas cuestiones dependientes de un contexto de
discusión muy particular que dejan de plantearse no bien procuramos alejarnos de él
para enfocarlo en perspectiva histórica. Para hacerlo debemos dejar de considerar
como un dato natural la escolarización, primaria, secunda- ria y hasta universitaria,
debemos readquirir el concepto de filosofía como asombro, como amor general a la
sabiduría, liberándola del chaleco del programa de la asignatura, volver a preguntar
por el valor del conocimiento y sobre los fines profundos que guían al hombre en
general a aprender.
En este contexto ampliado ya no es necesario definir cuál es la oferta
instrumental del saber filosófico para coadyuvar curricularmente a un perfil de
egresado que viene asignado como meta institucional desde no se sabe qué relación
de fuerzas dentro de la división social del trabajo. No acepta la filosofía responder en
qué ha de ser útil determinado contenido de su historia o determinada habilidad
inmanente a su forma de conceptualización para hacer funcional al alumno según
mandatos sociales. Al revés, es la filosofía el fiscal que acusa a las instituciones
educativas de no considerar al hombre siempre exclusivamente como fin, y el juez
que, determinando el ideal de plenitud humana, se da sus instrumentos educativos
para realizarlo masivamente.
-BLa filosofía, con ancho espíritu, piensa su didáctica.
El filósofo depone las armas de la polémica para acordar en vistas al
aspirante. Para hacer lugar a los invitados, despeja el comedor del debate de
escuelas, del interés de adoctrinar en una teoría filosófica determinada, incluso de
los manuales que hacen inventario, eclécticamente, del espinel histórico de
posturas; también evita catalogar una serie de problemas constantes, para evitar la
abstracción o el conformarse con el esqueleto de las cuestiones. Así, el panorama
queda despejado de disputas maniqueas arrastradas desde el seno de otras ramas
académicas. Por ejemplo: se sustrae de la rencilla de cuño didáctico que suele
oponer contenidos y objetivos. La didáctica se ve atrapada en la disyunción de estas
categorías de distinto valor; hoy resalta la importancia de dar peso específico a la
materia enseñada, contabiliza los kilates insustituibles de cada disciplina; mañana
descubre que prefigurar los logros a conseguir en el producto final de la enseñanza
hace indiferentes los medios con que se consigan. La filosofía, en la perspectiva de
asignatura, oscilando en esta discusión inatingente puede perderse en el falso par
filosofía versus filosofar. Hoy, exhibiendo todos sus tesoros teóricos y procurando
perpetuar la memoria de su acervo, es contenido; mañana, abstrayendo su modo de
encarar las cuestiones o la estructura lógica de los problemas y facilitando la
ejercitación de esta herramienta en el alumno para su posterior uso en las más
diversas áreas y con los más diversos signos, es actividad.
Fuera de estas opciones prestadas, la filosofía, ante el problema de su
enseñanza, asume el origen del filosofar en cada caso. No se pronuncia entre
contenidos u objetivos; ni entre contenidos cognoscitivos o contenidos
procedimentales. No elige entre los textos filosóficos como historia o el análisis de
los razonamientos como en lógica y ciencia. Su centro de preocupación, definido
ampliamente, no es el patrimonio intelectual sino la actitud intelectual del alumno.
Aunque a fuerza de amparar adoctrinamientos o purgas sangrientas la palabra
"moral" se halla hoy muy desprestigiada, y aunque la auténtica filosofía se
caracterice justamente por no arribar nunca a una doctrina positiva en ese campo,
habría que decir que el interés pedagógico de la filosofía se encuentra en la
formación "moral" de los estudiantes. Utilizamos ese término, "moral", en forma
congruente con nuestro intento de rescate del legado histórico de las escuelas
filosóficas griegas, pues el esfuerzo por utilizar un sentido muy abarcador de filosofía
nos devuelve también hasta allí. No lo utilizamos teniendo en vista una moral
predeterminada, sino para señalar el espacio al que la filosofía apuntará su aporte,
el terreno de la formación, cuya integralidad abarca las disposiciones vitales y no se
restringe a un dominio informativo.
En las escuelas filosóficas antiguas, recordemos, no se enseñaba filosofía
como un contenido disciplinar puesto a prueba útil. Se enseñaba a procurar la sofía,
es decir el ideal de una vida filosófica. El filosofar, entonces, también para nosotros,
consiste en tender a ese ideal, en poseer una actitud filosófica. De este "vivir bien"
se trata; no de un código de costumbres que ha de ser impuesto a los otros,
considerados pecadores. Sino de una actitud consistente en examinar crítica y
permanentemente esos códigos.
La enseñanza de la filosofía es la enseñanza de una actitud. Es cierto que
se enseña a filosofar y nunca un sistema acabado. Pero el filosofar no puede
reducirse al entrenamiento en recorrer las estructuras lógicas de la razón, ni es sólo
análisis del discurso, el filosofar es la actitud filosófica que puesta en contacto en
particular en el contexto de enseñanza con el origen del filosofar en el asombro
pretende hacer del otro un filósofo. El filosofar es también la actitud que convertida
en actividad sostenida en el tiempo deriva en cristalizaciones teóricas originales
acerca de las grandes preguntas y permite la comprensión de las teorías antiguas
vivificándolas.
Parecería insólito tender seriamente a convertir en filósofo a cada alumno. Pero
sólo si consideramos a la filosofía como una actividad extraordinaria o una
especialidad terciaria. El planteo anterior pende de que logremos un retrato
satisfactorio de qué debería entenderse por vida filosófica.
Para averiguar cuánto queda de filosofía en aquello que puede pretenderse
de todo alumno y de todo hombre previo a la potabilización institucional que deja
filtrar sólo aquéllos contenidos y habilidades considerados conducentes a la
satisfacción de fines educativos exógenos a la reflexión filosófica, es necesario
caracterizar sin dogmatismo las cualidades del hacer filosófico según ciertas
constantes y particularidades que la práctica efectiva de la filosofía ha ido fijando
históricamente.
Allí se la encuentra como búsqueda del saber profundo, crítico, integrador,
autorreflexivo, de lo incondicionado, de los supuestos, dialéctico. La vida que
merece el adjetivo de filosófica en concordancia con los caracteres muy generales
de una postura ante el saber como la descripta es la que combina autorreflexión,
autoexamen, tendencia a la síntesis en perspectiva, análisis de las causas,
ponderación valorativa e inconformismo ante los fenómenos, capacidad de diálogo,
apertura al misterio.
La amplitud buscada en la definición de lo propio del saber filosófico y de la
actitud correspondiente nos permite incluir en el rol docente en filosofía sólo a los
filósofos, es decir, a quienes, si bien informados con un bagaje disciplinar específico
o entrenados en el uso de ciertas técnicas pedagógicas, sostienen como distintivo su
propia reflexión filosófica viva, pues, en tanto actitud, solamente se reproduce de
gajo. Y en el alumnado, con la pretensión de hacer de ellos filósofos, a todo
individuo que no lo sea por lo menos en ese amplio sentido.
De este modo la filosofía, desde la materia pensante del docente filósofo,
que muestra el pensamiento filosófico vivo y en acción para la interpretación y
transformación del mundo, incorpora a los alumnos a este diálogo. La historia de la
filosofía se hace presente por boca del filósofo, no como materia de estudio, sino
como la variedad de interlocutores necesaria para que se hallen representadas las
posturas posibles. El acceso a la historia se hace parte de la filosofía y no de la
historia o la filología sólo cuando un filósofo la interpela. Es decir, cuando el asombro
legítimo ante las incógnitas existenciales reconduce la obra de los filósofos del
pasado a su propio origen en el asombro, volviéndolos contemporáneos.
Ahondemos un poco más técnicamente en la definición de la actitud
filosófica. La apercepción, como conciencia del propio yo, es el fundamento de todo
pensar reflexivo. Su medio es la distancia entre el yo que piensa y el yo
contemplado, la cual a su vez es condición de posibilidad de toda actitud crítica. La
contemplación de sí mismo, en términos sencillos la vida interior, inaugura la actitud
teórica pero permite el examen de los propios actos, y por lo tanto también tiene
relevancia práctica. Este ir al encuentro del propio pensamiento, encimarse al sí
mismo de la actitud natural, es el elemento de lo que se llama asombro filosófico,
pues a partir de ese desdoblamiento de la mirada todas las cosas se desfondan, los
fenómenos adquieren por su parte también un doblez, un detrás, un más allá
inquietante.
Esta atmósfera es la vida filosófica; es la que un docente de filosofía debe
respirar necesariamente, pues de lo que se trata el enseñar filosofía es justamente
de incorporar a sus alumnos a esa vida, de hacer filósofos en este sentido lato. Sólo
un filósofo puede lograr superar los problemas que surgen para la transmisión de la
filosofía como asignatura desde una perspectiva didáctica. Que si se centra en la
historia de la disciplina es un memorista; que si se centra en los objetivos es un
mero técnico en pedagogía y su clase es abstracta, que si accede al nivel de los
alumnos vulgariza el saber específico. Decir que es necesario un filósofo es definir al
filósofo como aquél que en su reflexión efectiva es capaz de superar tales aporías.
Definimos al filósofo docente como aquél que opera la traducción al presente de las
voces del pasado sin pérdida de perspectiva histórica; que opera la traducción al
nivel de comprensión de la problematicidad del interlocutor sin pérdida de
profundidad; el éxito de la alquimia de esta doble traducción es la actualización
vivencial de la tarea filosófica en el aula; es, en resumen, el filosofar mismo en
curso, el curso que permite la contemporaneidad y coetaneidad de quienes hacen
filosofía y van plasmando el corpus filosófico mismo.
Hemos propuesto invertir el sentido del recorrido que seguía nuestro
pensamiento, porque partir de supuestos acerca de la sociedad, sus metas, de la
política educativa, la ingeniería pedagógica y las curricula embretaba a la filosofía en
dilemas que le impedían dar una solución conciliadora a los problemas que plantea
su enseñanza. En este sentido inverso, habiendo la filosofía caracterizado su hacer
y fijado los objetivos de la educación en el ideal de vida filosófica compatible en su
generalidad con la realización de todo hombre le llega el momento de encuadrar en
este plan la reflexión didáctica como el instrumento de su práctica.
Así han vuelto sobre sus pies las cosas. No puede una herramienta científica
polémica, como es la didáctica en cuanto capítulo de la ciencia social, deudora de
supuestos epistemológicos que no le compete analizar, venir a fijar las pautas para
interrogar a la filosofía sobre su utilidad en cuanto oferta de contenidos u objetivos
para unos dados fines sociales como si la enseñanza de esta disciplina encargada
justamente de analizar la validez de esos supuestos y la pertinencia de esos fines
fuera un capítulo más de la ciencia de la enseñanza, una didáctica especial como la
de la geografía o la gimnasia. Sino que por el contrario la filosofía, ejerciendo su
competencia como metalenguaje, se autoaclara su definición, demarca el campo del
conocimiento científico en general y en cuanto al problema de la enseñanza incurre
filosóficamente en una reflexión que es uno de sus capítulos prácticos. La
enseñanza de la filosofía no se piensa dentro de una didáctica específica. En
cambio, la filosofía, al tematizar la enseñanza, crea la pedagogía como una de las
ramas de su especificidad práctica.
Nos resta, entonces, desarrollar mínimamente la orientación de un pensar
didáctico filosófico consecuente con este nuevo marco epistemológico.
Desde el punto de vista de la didáctica el docente es un profesional de la
enseñanza. Alguien que, al dominio de un campo de saber añade el dominio de un
arsenal de técnicas pedagógicas o conocimientos atinentes al hecho de la relación
con no iniciados en su campo de saber. Desde el punto de vista de la didáctica
especial el docente es quien articula las técnicas y conocimientos de las ciencias de
la educación con el saber de su campo disciplinar, produciendo la adaptación que
requieren las técnicas pensadas en abstracto al considerar las peculiaridades de su
objeto de estudio.
Pero en filosofía nos hemos encontrado con un pensar que pone en tela de
juicio la misma pretensión de verdad de los saberes disciplinares, la legitimidad del
intento de aprehender al hombre en el formato de un saber objetivo, que examina
críticamente los fines culturales a los que se dirige globalmente el proceso
educativo. Y hemos llamado docente en filosofía al filósofo capaz de propagar con
éxito esta mirada. Por lo tanto no podremos hacer recaer su título de profesor en el
manejo evaluable de ciertos mecanismos de transmisión que sirven para la
modalidad del saber acumulable, aunque adaptados, sino en la calidad de la
comunicación que le permita hacer ostensible y deseable la orientación en la vida
que él mismo profesa.
La didáctica filosóficamente pensada es entonces, la necesaria reflexión
previa -en principio del filósofo- ante la tarea de la enseñanza.
La reflexión didáctica de índole filosófica, por lo tanto, ha de consistir en lo
siguiente: en el combate al prejuicio de que el saber habilita para enseñar.
La ciencia pedagógica ha llamado la atención sobre la diferencia entre
teorías de la enseñanza y teorías del aprendizaje. Y ha ligado convenientemente
ambos procesos supeditando el de enseñanza al logro del aprendizaje. Gracias a
este énfasis hoy ya resulta obvio, al menos, que exponer un saber de cualquier
manera, con indiferencia por el receptor, no es enseñar cabalmente. Y que el
aprendizaje memorístico no es el aprendizaje cabal. Pero a la ciencia pedagógica
hay que advertirle que esta incomunicación no se debe a la falta de provisión de un
saber de técnicas pedagógicas. Esa incomunicación se debe a la indiferencia, que
se soluciona con preocupación didáctica. Esta preocupación es la reflexión que
remite cualquier saber a las incógnitas existenciales de cuyas inquietudes parte.
Este común origen del conocimiento desarma todo edificio epistémico en la vida
interna de sus agujeros y sus preguntas y su desolvido lanza a cualquier conspicuo
poseedor de ciencia por elaborada que sea, a su juventud, lo que le permite el
abrazo con su auditorio ingenuo, y hasta la admiración por él cuando el vigor y la
pureza audaz de su interrogación descabellada.
La reflexión didáctica, por lo que queda dicho, contribuye a la constitución
misma de un docente en cuanto tal. Pero agreguemos: un docente sólo es
responsable si reflexiona filosóficamente sobre su teoría y práctica.
La didáctica es filosófica cuando, en general, denuncia cualquier imposición
de un saber como verdadero. Porque es la filosofía la encargada de advertir
permanentemente que todo saber científico es hipotético. Esta advertencia es
insistente, insidiosa, omnipresente, porque es inherente al estudio y a la
investigación que todo paso y experiencia se adicione en la forma de la acumulación
y vaya acompañado de la creencia, la convicción, la sensación de saber, de dominar
y consecuentemente, de poder. La fisura de esa certeza es la misión histórica de la
filosofía, indispensable doquier y en todo tiempo debido a que el mal uso del
conocimiento, contra la naturaleza, contra el propio hombre, y el rasgo
específicamente dañino del avasallamiento dogmático, dependen justamente de este
olvido de la condición provisoria, falsable, de todo saber elaborado mediante un
intelecto finito.
Este sentido filosófico de la didáctica es aplicable a cualquier área de saber
específico. Hemos dicho que la batalla principal de la pedagogía ha sido enjuiciar el
supuesto de que exponer un saber implique estar enseñando. Cómo ha intentado
remediar este aval automático que la posesión de una ciencia otorgaba al mero
entendido para desempeñarse como profesor? Lo ha hecho, ya lo insinuamos,
procurando descifrar en abstracto qué es enseñar, qué es aprender, desarrollando
una serie de técnicas de transmisión de dominios de saber y aptitudes, y
consiguiendo en mayor o menor medida adecuarse al formato científico para que,
con el prestigio suficiente, esos entendidos, ahora pares, se convencieran de sus
necesidades a la hora de enseñar y se avinieran a informarse de tales teorías y de
tales técnicas educativas.
Este inobjetable logro de la pedagogía es sin duda insuficiente. Consiste en
agregar un saber acumulado por ella al saber acumulado por los investigadores en
cada una de sus áreas. Sin embargo, como hemos venido diciendo, el punto clave
de la reflexión didáctica entendida filosóficamente, es atacar precisamente esa idea
de acumulación con que se concibe el conocimiento, ilusión epistemológica en que
incurren las ciencias viejas y también las nuevas, incluidas las sociales y entre ellas,
la pedagogía científica.
Dos espejismos debe desbaratar con la reflexión, el científico ante la
enseñanza: su convicción sobre lo que sabe de su disciplina y su convicción
inconciente de que sabe enseñar, que no es otra cosa que ésta la creencia
escondida tras el prejuicio de que no es indispensable saber enseñar. Desde el
punto de vista genético, ambas convicciones, falsos saberes, ilusiones
epistemológicas, surgen juntas, simbióticas, durante la educación del científico.
Aprende su disciplina de sus profesores y aprende a ser profesor como sus
profesores de sus profesores y de su disciplina.
La reconducción de los saberes a su origen en el asombro exigible a los
aspirantes a la docencia implica desarmar todo el proceso de la gestación del saber,
poniendo en tela de juicio las condiciones de adquisición, en orden a entrecomillar
las tesis aprendidas haciendo la doble crítica que reduce, por un lado, las
proposiciones a hipótesis, y por el otro, casi con el mismo gesto, descubre el criterio
de autoridad como fuente de las certezas.
La reflexión didáctica, entonces, es el trabajo de ascesis psicológica por el
cual el docto purga sus certezas al deconstruir su propio proceso de formación y de
interiorización paradigmática de su saber especializado. Esta es la única garantía de
que como docente habrá de localizarse -tal como lo ha reclamado tradicionalmente
la pedagogía- en un plano de atención suficiente al nivel de comprensión de sus
alumnos, cumpliendo así el requisito mínimo para lograr una comunicación auténtica
y una relación personal mutuamente interesada que soporte su mensaje teórico.
Pero además, -y, filosóficamente hablando, lo más importante-, esta reflexión es lo
único que hace posible la constitución de un agente crítico en la fábrica de los
saberes. La mediación filosófica como reflexión sobre el proceso de construcción y
las condiciones de adquisición y reproducción de los saberes autorizados transforma
al docente en el portador responsable de un conjunto de hipótesis, en lugar del
eslabón histórico inconciente en que se convierte cualquier detentador orondo de su
saber.
El profesor de filosofía realiza esta misma reflexión de manera especial
respecto de las tesis y textos filosóficos que intervinieron en su formación
académica. Pero es, ante todo, filósofo, y por lo tanto, como ejemplar vivo de la
actitud filosófica, advierte sobre el error de la petulancia epistémica del saber
empírico y va de suyo que hace profesión de ignorancia sobre los arcanos que son
de su incumbencia.
-C-
Conclusión 1, corolario y recapitulación de esta sección.
Demostramos que sólo una didáctica filosófica garantiza la formación de un
docente responsable.
Que en lugar de responder la filosofía a las preguntas de una didáctica
especial ante el problema de su enseñanza, debe la filosofía hacer una reflexión
didáctica para dictar normas de profilaxis a los campos de producción-reproducción
de saberes de prestigio ambiguamente serviles. Con estos requisitos, casi estamos
diciendo que el científico sólo se convierte en docente si asume ante su saber una
actitud filosófica.
Intentamos demostrar que sólo un filósofo puede enseñar filosofía/a filosofar.
Alineamos argumentos que excluyen la posibilidad de que un profesional de la crítica
filosófica, un académico mero estudioso de los textos, o un profesional de las
técnicas pedagógicas abstractamente consideradas puedan efectuar la conversión
del alumno a la actitud filosófica.
También, aceptada la definición generosa de filosofía, que procura identificarse
con la idea de plenitud humana, resultaría que toda auténtica clase de un docente
responsable, también de un filósofo, es filosófica porque actualiza el asombro al
procurar pisar suelo común entre la juventud del adulto y la juventud de los
aprendices.
Conclusión 2, honesta, triste.
De la conclusión 1, sin embargo, no se sigue que el filósofo deba enseñar
filosofía por una exigencia del propio desarrollo de la filosofía.
En este sentido, cabría consignar que argumentos a favor de esta tesis,
como el de que lo propio del desarrollo del concepto filosófico es el diálogo, que no
hay filosofía fuera del diálogo y que la relación pedagógica es el átomo de la
comunidad dialogante, ofrecen flancos débiles para quien quiera rebatirlos. Puede
decirse, por ejemplo, que el diálogo no requiere el desnivel entre el filósofo y el
aspirante sino que se trata de una construcción conjunta del concepto en el debate
entre pares filósofos. Y tratar de fundamentar la necesidad de la concurrencia de
ingenuos al diálogo parece requerir una teoría ad hoc tramposamente artificiosa.
La obligación de enseñar filosóficamente filosofía o de iniciar a otros en el
arte y rigor del filosofar puede también recurrir a la deontología tradicional del
filósofo, tempranamente acuñada por Sócrates y Platón. La misión divina de
despertar a la ciudad del sueño del falso conocimiento consignada en la Apología o
el apostolado político del iluminado por el Bien y el conocimiento de las cosas
verdaderas, representado por el pesado retorno a la caverna del sabio feliz que ha
quedado recetado en el libro VII de la República son los lugares comunes de la
apelación que puede hacerse al filósofo de gabinete para que se prodigue en horas
de cátedra. Sin embargo, de concebirse la investigación de la verdad como una
cuestión de estudio especializado en cenáculos o a solas, la convocatoria a
ventilarla sonará siempre vacía no mediando la creencia vinculante en el oráculo o
en la rica escatología platónica o alguna otra religiosa o laica.
Pero veamos qué puede establecerse sobre la necesidad de enseñar para
el filósofo, a partir de la demostración de que es necesario un filósofo para enseñar
filosofía, sin echar mano de una teoría que muestre en la enseñanza un motor para
el filósofo ni de dictámenes o exhortaciones de la deontología tradicional.
Si para enseñar filosofía ha de concurrir un filósofo, cada filósofo que no
concurre a enseñar, deja una vacante que nadie podrá suplir. Por lo tanto, de este
acto por omisión, se extrae la afirmación implícita del siguiente juicio como mínimo a
saber, que la filosofía puede no ser enseñada; en el fondo de este juicio están otros
juicios más reconocidos: que la filosofía no puede enseñarse, que constituye una
inclinación natural del carácter, que es fruto del ocio, que es ociosa en su producto,
pues no es vital para todos; en suma, que la filosofía es cosa de pocos.
Extrayendo estos corolarios no hemos prescripto por el absurdo la obligación del
filósofo de enseñar, pero sí hemos endosado con las cargas correspondientes,
explicitando sus supuestos, a la actitud del "investigador" que hace asco a la
docencia. Y lo llamamos "investigador" y no filósofo pues la explicitación de tal
actitud implica ya un recorte en el concepto de filosofía que implica caracterizarla
como un saber de entendidos, específico, sin una cualidad reveladora necesaria
para la vida de todos, atinente sólo al intelecto y liberado de mandatos éticos
específicos para sus detentadores, en una palabra, dicho recorte configura la
llamada filosofía profesional, producto reciente cuyos profesores sólo pueden ser
llamados filósofos a condición de que se acuerde seguir considerando filosofía a la
actividad resultante de esa restricción.
Una vez más la cuestión remite al concepto de filosofía. Y en el terreno de
esta definición parece reinar una libertad tan generosa que permite a cada cual
defender la propia y justificar con ello todas sus demás elecciones vitales. Ante ello,
sólo cabe recordar con Fichte que la clase de filosofía que se tiene depende de qué
clase de hombre se es. Luego, confiar en los espejos.
Notas
(1) Abelardo, Pedro. Historia de mis desventuras. Trad. de José M. Cigüela, Bs.
As., Centro Editor de América Latina, 1967, pág. 72.
(2) Schopenhauer, Arthur. Sobre la Filosofía de Universidad. Madrid, Tecnos,
1991, pág. 46 y ss.
(3) Gilson, Etienne. "Historia de la filosofía y educación filosófica" en El amor a la
sabiduría. Bs. As., Ed. Otium, 1979, págs. 13 a 36.
(4) Noussan-Lettry, Luis. Cuestiones de enseñanza y de investigación en filosofía.
Mendoza, UN de Cuyo, 1973, págs. 63 y ss.
(5) Gaos, José. La filosofía en la universidad. Fac. de Filosofía y Letras, UNAM,
Nro. 8, México, 1956, pág. 42 y ss.
(6) Descartes, René. Reglas para la dirección del espíritu. Regla III. (en Descartes,
R. Obras escogidas, trad. de E. de Olaso y T. Zwanck, Bs. As., Charcas, 1980, pág.
41).
(7) Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. "Metodología trascendental", Sección
Tercera, trad. de J. R. Armengol, Bs. As., Losada, 1973, Tomo II, pág. 401.
(8) Kant, I. Sobre el saber filosófico. Cap. III. Trad. de J. Marías. Madrid, Adán,
1943, págs. 38 a 48.
(9) Kant, I. Crítica de la razón pura. Ed. cit., pág. 401.
(10)
Hegel, G.W.F. Escritos Pedagógicos. Trad. e Introducción de A. Ginzo.
Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1991, pág. 139 y ss.
(11)
Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Prólogo, IV: "Lo que se
requiere para el estudio filosófico". Trad. W.Roces, México, Fondo de Cultura
Económica, 1966, págs. 39 a 48.
(12)
Scheffler, Israel. El lenguaje de la educación. "Introducción". Bs. As., El
Ateneo, 1970, pág. XXI.
(13)
Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico-Philosophicus. "Prólogo" y
proposiciones 4.112 y 6.53. Trad. de E. Tierno Galván, Madrid, Alianza, 1973, págs.
85 y 203.
(14)
Hegel, G.W.F. Lecciones sobre la historia de la filosofía. "Introducción a la
historia de la filosofía". Trad. de W. Roces, México, F.C.E., 1955, págs. 33 a 34 y 52
a 53.
(15)
Scheffler, I. Op. Cit., pág. XXII.