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CAPITULO I EL DERECHO INTERNACIONALEN LAS GRANDES CIVILIZACIONES DEL ANTIGUO ORIENTE 1. EGIPTO Y ORIENTE PRÓXIMO. Fue en Mesopotamia donde se concluyó el tratado internacional más antiguo del que tenemos noticia; ocurrió hacia el 3010, en el tránsito del milenio IV al III antes de Cristo, en el límite entre la cronología mítica y la cronología histórica de esta parte del mundo. Es un tratado entre Eannatum, soberano de la ciudad de Lagash, y la ciudad de Umma, cuyo ataque había rechazado. Redactado en lengua sumeria y fijado en una estela descubierta a principios de nuestro siglo, recoge el reconocimiento de la nueva frontera por parte de Umma, sancionado por las divinidades principales del país, a las que el soberano de Umma había prestado juramento; está garantizado además por un tercero, Mesilim, rey de Kish en Akkad, un príncipe que extendió su dominación sobre Sumer y restableció la paz entre las ciudades rivales. El hecho de que sólo fuese Umma quien hubiera invocado a los dioses parece indicar una situación de inferioridad con respecto a Lagash, acaso por haber sido el agresor. 1 Pero el primer tratado que nos ha llegado en sus términos originales fue concluido hacia la mitad del III milenio entre el rey de Ebla —cuyo palacio, junto con sus archivos, no fueron descubiertos hasta las excavaciones de Tell Mardik, entre 1974 y 1977— y, según parece, el soberano de Asiría. Establece las relaciones de amistad y de comercio entre los dos soberanos y fija, en particular, las sanciones que se deben aplicar a los delitos cometidos por sus súbditos respectivos. Puede mencionarse, de igual manera, el tratado de amistad entre el «Gran Rey» de Akkad, Naram-Sin (hacia el siglo XXII a.C.), y el soberano de Elam. Otros acuerdos son probables, tanto más cuanto que alguno de ellos tenía un carácter oral, siendo el juramento que los acompañaba suficiente para, según la mentalidad de la época, garantizar su ejecución. Más tarde, el Oriente mediterráneo y el Asia Menor vieron constituirse cinco grandes reinos o imperios, fundados sobre la conquista pura y simple o sobre la institución del protectorado sujeto a tributo, manteniendo una cierta autonomía de los pueblos sometidos: Babilonia, Egipto, el reino hitita en Asia menor, Mitanni en el noroeste de Mesopotamia, Asina. La guerra estaba presente evidentemente entre estas constelaciones políticas imperialistas; sin embargo, la intensidad de los intercambios de toda especie que las acercaban entre sí permite calificar sus relaciones como un «concierto de imperios», aun cuando éste no abarcase a todos ellos al mismo tiempo (en particular, el reino de Mitanni se debilitó cuando Asiría ascendió); todo ello tuvo lugar entre mediados del siglo XV y alrededor del 1200 a.C., fecha en la que comenzaron los conflictos provocados por la aparición en la región de los denominados «pueblos del mar». Este mundo internacional del Antiguo Oriente mediterráneo es bien conocido hoy día gracias a los descubrimientos realizados en los archivos egipcios de Tell El-Amarna (o elAmarna), así como en los de la capital hitita, emplazada en la actual localización de Bogazkoy, a los que, por lo que concierne a sus soberanos locales, se ha venido a añadir la correspondencia puesta al día a partir de 1920 por las excavaciones arqueológicas de Ugarit (actualmente, RasShamra), al norte de Siria. Los «cinco grandes» antes citados se reconocían como iguales y sus relaciones se basaban en las nociones de equilibrio y de reciprocidad, con esferas de influencia cuyos confines constituían otras tantas zonas de tensión política y militar (así, Palestina y Siria con sus ciudades y sus reyes). La densidad de los lazos que los unían hizo surgir la necesidad de un medio de expresión común en el terreno diplomático y comercial, que fue cubierta tanto por el acadio (babilonio) como por la escritura cuneiforme, que permitió, por otro lado, su utilización respectiva por otras lenguas (como el iranio, más adelante, en el Imperio persa). Los tratados, numerosos, estaban sometidos a las divinidades supremas de las partes, cuya cólera castigaría la infracción. A este respecto, no cabe omitir que la invocación a la divinidad en los tratados internacionales se convertirá en una práctica común hasta comienzos del siglo XIX, estando sujeta a formas variables en la medida en que tuvieran lugar entre partes que profesasen una misma religión o que, por el contrario, se adhiriesen a credos diferentes. Es notable que en los tratados entre iguales son las dos partes las que prestan juramento, en tanto que, en los tratados concluidos entre socios desiguales sea sólo la parte provista de un estatuto inferior quien lo haga. En todo caso, es el juramento lo que convierte al acuerdo en definitivo y obligatorio. Entre los tratados del primer tipo de esta época, el más importante con diferencia es el tratado de paz y de alianza concluido hacia 1279 a.C. entre el faraón Ramsés II y el soberano hitita Hattusi II. Puede decirse que implicaba para aquél una «inversión de las alianzas» con respecto a su política anterior de acercamiento a Babilonia, a la vista de la amenaza de una Asiría en ascenso, y «es el primer documento diplomático de gran política internacional que los archivos 2 humanos hayan conservado para nosotros». Establecía una alianza defensiva, un pacto de noagresión, la garantía mutua de la sucesión al trono, una asistencia mutua contra las acciones de súbditos rebeldes, un régimen de extradición. Como después sería la regla en la Europa dinástica de los siglos XVII y XVIII, un matrimonio entre miembros de las dos familias reales (en este caso, entre el faraón y una hija del monarca hitita) estaba llamado a reforzar los vínculos asumidos. Por desgracia, la guerra no se benefició de una reglamentación que limitase los excesos y las crueldades. Éstas fueron particularmente llamativas en la práctica babilonia y, sobre todo, en la asiría, que conoció, junto a las tan frecuentes y habituales carnicerías, las deportaciones de poblaciones enteras o de sus élites —como fue, en particular, el caso de los hebreos—, el sacrificio o la reducción a la esclavitud de los prisioneros y de sus jefes. Las poblaciones, sin excluir a las mujeres ni a los niños, estaban a la completa merced del vencedor. El comportamiento de los egipcios y de los hititas reveló ser más humano. Tras el desmoronamiento del «concierto de imperios» que siguió a la invasión de los «pueblos del mar», el reino de 11 fuerza se impuso durante varios siglos, desembocando en la hegemonía asiría en el siglo IX a.c. Su declive dio lugar, a finales del siglo vil, a un nuevo equilibrio entre Egipto y los reinos medo, neo-babilónico y lidio; pero su duración fue breve, absorbido, a partir de mediados del siglo VI, por el Imperio persa de los Aqueménidas, que tuvo por fundador a Ciro (muerto en el 529 a.C.). El Imperio de los Aqueménidas (hacia el 550-351 a.C.) aparece, en el contexto del Antiguo Oriente mediterráneo, como un grandioso proyecto de unificación del mundo conocido por entonces, ampliamente respetuoso con las diversidades de los pueblos conquistados. La moderación de su práctica de la guerra rompe con la dureza que ejercieron sus antecesores en la persecución de la conquista universal (como es natural, dentro de la propia escala de su mundo). Su futuro conquistador occidental, Alejandro Magno, asumiría junto con su herencia territorial, el papel de crisol de las civilizaciones del Cercano Oriente y de Grecia. 2. EL MUNDO CHINO En la antigua China, tras la primera unificación del país bajo la dinastía de los Chu (1050246 a.C.) y la época de los «reinos combatientes» que siguió a su desintegración, el rey de Tsin, Chuang-ti (221 a.C.), al restablecer su unidad, proporcionó a China, junto a su denominación histórica, una estructura imperial que, sobreviviendo a todas sus crisis, incluido el estar bajo dinastías extranjeras, ha perdurado hasta 1912. El Emperador, el «Hijo del Cielo», era considerado el señor supremo de la tierra. El Imperio, «Imperio del Centro», pretendía ser universal, rodeado de reinos vasallos más o menos dependientes y de «bárbaros», sometidos en principio al pago de un tributo. La ausencia, hasta los tiempos modernos, de un socio de su tamaño, explica que esta concepción sinocéntrica del mundo internacional se haya mantenido hasta en pleno siglo XIX. Ello explica también la falta de desarrollo, hasta finales del siglo XVII, de un Derecho internacional propiamente dicho en las relaciones exteriores de China, que no se comprometerá convencionalmente al más alto nivel con Estados europeos en cuanto tales más que a partir del tratado de Nerchinsk (1689), que fijó sus fronteras con el Imperio ruso. En todo caso, nunca se subrayará bastante la continuidad excepcional, a la vez cultural y política, que guía a este vasto cuerpo histórico desde su espléndido aislamiento —que no fue, de ninguna manera, total— hasta su choque con el Occidente moderno, y por consiguiente, con su Derecho internacional en el momento de su expansión planetaria. 3 3. EL SUBCONTINENTE INDIO Al contrario que China, la India aparece fragmentada en un mosaico de reinos y de repúblicas aristocráticas independientes, entre los que el espíritu de desconfianza y de lucha, tal como se expresa en el Código o Leyes de Manú —en realidad, un tratado de moral social de fundamento religioso atribuido a Manú—, y, aun más, en el Artha-sástra, tratado de política atribuido a Canakya, apodado Kautilya, «el Tortuoso» o «el Hipócrita», era la regla. Ahí se halla, claramente caracterizada, una teoría del equilibrio y del protectorado, siendo éste un medio para que los débiles encuentren la seguridad. Se puede hablar ya aquí de un derecho de la guerra, que se caracteriza por una notable humanidad. La idea de un poder unificado con vocación universal no se impuso más que excepcionalmente, en lo esencial, bajo la influencia del budismo —imperio Maurya, en particular, con Asoka (circa 274-232 a.C.), imperio Gupta (circa 320-470)—. Tras la expulsión del budismo de la India (a excepción de Ceilán), los impulsos unificadores provendrán del exterior. Los más duraderos darán lugar al imperio musulmán del Gran Mogol (o Moghul) —turco, en realidad— que culmina con Akbar (15561605), y, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el Imperio británico de las Indias. 4. EL CONTEXTO ESPIRITUAL Las instituciones y prácticas descritas estuvieron condicionadas por las grandes comentes de las religiones y de las sabidurías de las civilizaciones respectivas. En el Antiguo Oriente mediterráneo, las religiones particularistas, propias de los diferentes reinos y ciudades, referían las relaciones humanas, pacíficas o belicosas, a las divinidades tutelares de unos y otras, y, de este modo, contribuían a legitimarlas tal cual eran, sin llegar a superarlas desde una perspectiva más amplia. Es en las religiones y en las sabidurías, incluso en las filosofías —en la medida en que este término resulta aplicable aquí—universalistas, que llegó a ser posible elevarse a la idea de una sociedad humana que incluya a todos los hombres y consagrada a una paz justa. Éste es, particularmente, el caso del zoroastrismo iranio, cuyo universalismo moral no dejó de influir en las concepciones políticas de los Aqueménidas. Frente a la posteridad, un papel de primer orden les correspondió a los profetas de Israel, cuya idea de una humanidad fraternal y pacífica se transmitiría al cristianismo. Aun cuando, de hecho, la guerra fuese conducida con la dureza ambiental, el Pentateuco había aportado un espíritu de benevolencia social del que los extranjeros, sin excluir los esclavos y los inmigrantes, eran los beneficiarios expresos. Sobre la base de una sabiduría natural, el pensamiento chino clásico, contemporáneo de la atormentada época de los «reinos combatientes», se caracterizó —mediante el verbo y la pluma de Confucio (circa 551 -479 a.C), Lao-Tse (¿siglos VI-V a.C.?; ¿siglo IV a.C.?), Mo-Tse (o MoTi o Me-Ti, siglos V-IV a.C.), Mencio (o Mong-Tse; circa 372-289 a.C.)—por su pacifismo fundamental, que, partiendo de la sumisión estricta de la política a la moral, llega al esbozo de una doctrina de la guerra justa. Para Mo-ti, en particular, las guerras son bandolerismo a gran escala, en tanto que Mencio reclama severos castigos para los autores de agresiones. Frente a esta corriente de pensamiento dominante, la escuela llamada «de los Legistas» o «de las Leyes», representada principalmente por Han Fei (circa 280-233 a.C.), ve en la guerra, por el contrario, un fenómeno natural y busca los medios de acrecentar el poder del soberano, en vista de las luchas inevitables que le aguardan: una manera de contemplar la política, en general, y la política exterior, en particular, que no deja de tener analogías con la de Maquiavelo, en Occidente. Ya hemos evocado, de paso, el Código o las Leyes de Manú, de inspiración sacerdotal (brahmánica), y el Arthasástra de Kautilya, prototipo indio de un pensamiento secular. A pesar de 4 las diferencias en su enfoque de las reglas de la moral y de la política, ambos coinciden en el interés que demuestran por las relaciones internacionales, estando, por lo que a esta materia se refiere, menos distanciados el uno del otro. Los dos consideran necesario el equilibrio y útil el protectorado, para que los más débiles escapen de la dominación de los más fuertes; ambos subrayan también la importancia de las alianzas, así como la de los embajadores, en tanto que instrumentos de información y de negociación. Pero el pesimismo antropológico más acentuado de Kautilya y la naturaleza de los medios utilizados para alcanzar sus fines, le relacionan con los legistas chinos y hacen de él un Maquiavelo indio. En las antípodas de este mundo abigarrado de reyes y de aristocracias absorbidos por las rivalidades y las luchas, potenciales o actuales, el universalismo religioso del budismo desemboca en un universalismo político pacifista, a cuya cabeza estaría un monarca esclarecido; o, en otros términos, en una comunidad de hombres gobernada por un sabio coronado, que, en cierta forma, recuerda a la civitas máxima concebida por el estoicismo occidental. CAPÍTULO II EL DERECHO INTERNACIONAL EN LA ANTIGÜEDAD GRECORROMANA 1. LA GRECIA DE LAS CIUDADES En sus relaciones con los demás pueblos, los griegos no superaron las concepciones comunes del Antiguo Oriente. Incluso puede decirse que se quedaron a la zaga del universalismo iranio. Una barrera psicológica les separaba de los «bárbaros», es decir, de los «no griegos», de lenguaje ininteligible, y con respecto a los cuales se consideraban de una naturaleza superior. En su Política, Aristóteles había reforzado esta convicción en el plano filosófico, sosteniendo, en consecuencia, el derecho de los griegos a someterlos y a reducirlos a esclavitud. Sin embargo, no conviene exagerar el alcance de esta oposición, que, en la práctica, no estorbó las relaciones en pie de igualdad con el Imperio persa, al este, o con Cartago y Roma, al oeste. Esta actitud de los griegos hacia los que no lo eran, era, por lo demás, el efecto del sentimiento que poseían de pertenecer a una comunidad étnica, lingüística, religiosa y cultural bien diferenciada, que atenuaba, en cierta medida, la atomización política en un mundo de ciudades celosas de su independencia. Esta atomización política dentro del marco de una comunidad de civilización dio lugar a estrechos contactos de toda índole, regidos por un conjunto de reglas, consuetudinarias o convencionales, que, no por establecerse entre entidades políticas autónomas reducidas, poseían un menor carácter de lo que hoy calificamos como internacional. La Polis, el Estado-ciudad, según la expresión corriente, era independiente y, por emplear un término moderno, soberana. Así es como surgió, a partir del siglo IX a.C., un Derecho internacional intrahelénico o panhelénico, fundado sobre prácticas y tradiciones comunes, sancionadas por la religión, y después sobre convenios puestos bajo la advocación de los Dioses respectivos. Estas prácticas, tradiciones y convenios suavizaron poco a poco las durezas y violencias primitivas, encauzando, por lo menos en parte, los conflictos entre ciudades. Instituciones como la hospitalidad, que tejen a través de toda Grecia lazos de amistad y de agradecimiento mutuos entre familias de distintas ciudades, preludian algunas modalidades más regulares en la protección de los extranjeros. Éstos fueron sometidos a la jurisdicción especial del Polemarco, el magistrado encargado de la administración de la guerra, y sus intereses generales fueron puestos bajo la protección de un Próxeno, ciudadano influyente de la ciudad de residencia que designaba la ciudad de origen. Con razón se ha visto en el Próxeno griego el antecedente del 5 cónsul moderno, en su forma de cónsul honorario, de la nacionalidad del Estado receptor. Una ciudad podía conceder evidentemente la ciudadanía a un extranjero, pero también podía extenderla, en bloque, a colectividades, siendo su base jurídica los tratados de isopoliteía y de sympoliteía. Las relaciones diplomáticas eran frecuentes entre las ciudades, y las categorías de los emisarios (embajadores, parlamentarios, etc.) estaban establecidas claramente. Pero faltaban las embajadas permanentes, y lo mismo ocurrirá también en Roma. Un fenómeno propio del Derecho internacional helénico fue el de las ligas de ciudades. Las anfictionías, constituidas para asegurar el acceso pacífico a santuarios célebres, tenían un carácter religioso. La más conocida es la de Delfos, relacionada con el templo de Apolo. Las alianzas políticas (simmaquías) presentan estructuras diversas, que, en todo caso, recuerdan a las confederaciones modernas. En su mayoría estaban situadas bajo la dirección de una ciudad hegemónica: la Liga beocia (alrededor del s. VI a.C.), en torno a Tebas; la Liga del Peloponeso (hacia el 550), dominada por Esparta; la Liga marítima ático-délica o Liga de Délos (478-477), bajo la férula de Atenas; la Liga de Corinto (338), que sirvió a Filipo II de Macedonia como instrumento para imponer desde el exterior su protectorado sobre el conjunto de Grecia. El derecho de la guerra fue muy duro. Todo estaba permitido contra el enemigo. El estado de paz iba asociado a la existencia previa de un pacto, generalmente suscrito por un plazo fijo. Sin embargo, con el tiempo, se establecieron normas destinadas a atenuar el rigor de la guerra, o, al menos, a disciplinarla: así, la exigencia de una declaración formal del estado de guerra, el respeto a los heraldos enemigos, la neutralización de los santuarios y las propiedades de los dioses, incluyendo la protección de los que se refugiasen allí (derecho de asilo), el respeto de los cadáveres y los ritos funerarios que les fueran debidos, etc. Poco a poco, la guerra se humanizó. La idea de que las contiendas entre griegos tenían algo de impías fue abriéndose paso'. Por lo demás, «paces generales», al término de enfrentamientos militares mayores, incluían también a ciudades que no habían tomado parte en las hostilidades. Esta evolución favoreció la conclusión de tratados de arbitraje, que se multiplicaron a partir del siglo III a.C., siendo generalmente el arbitro designado otra ciudad. Pero éstos llegaban tarde, puesto que ya era el momento en que las ciudades griegas perdieron su independencia. «De hecho, mientras han sido libres y poderosas, las ciudades griegas han aceptado difícilmente una limitación de su actividad guerrera y, antes que a todos los procedimientos pacíficos, han preferido el recurso a las armas». En lo que concierne a la doctrina, la contribución del pensamiento griego clásico al ámbito de la vida internacional no es comparable con su aportación a la filosofía del Derecho o al pensamiento político. La apología del derecho del más fuerte, que ciertos sofistas defendieron con relación a la génesis del Derecho en el orden interno de la ciudad, tuvo su equivalente en el terreno de las relaciones recíprocas entre las ciudades con Tucídides (en torno al 460-395 a.C.). Tucídides veía en la guerra un fenómeno natural, cuya ley propia es la sumisión del débil al fuerte. De esta convicción procede, en su Historia de la guerra del Peloponeso, la objetividad con la que analiza las causas de la guerra, convertida en inevitable a partir de que Atenas y Esparta «habían llegado a la cúspide de su poder» (libro 1,1), debiendo chocar fatalmente. El desapego que demuestra en su evocación del diálogo entre los atenienses y los melios, sus reticentes aliados (libro V, 84113), no es menos contundente: «lo sabemos y vosotros lo sabéis tan bien como nosotros, la justicia no se tiene en cuenta dentro del razonamiento de los hombres más que cuando las fuerzas 6 son iguales en una y otra parte; en el caso contrario, los fuertes ejercen su poder y los débiles deben ceder». Platón, por su parte, en el libro V de La República, presenta un programa de humanización de la guerra entre las ciudades griegas. Es notable que las ligas de ciudades no hayan sido objeto de un estudio mayor, como el de las constituciones que Aristóteles había dirigido en su Liceo. Señalemos, sin embargo, que, en el marco de las solemnidades de los juegos olímpicos, el sofista Gorgias (en torno al 483-375 a.C.) lanzó la idea de una federación panhelénica, que Isócrates (436/5-338 a.C.) profundizó, confiando la tarea de constituirla, ya a la desesperada, a Filipo II de Macedonia, que la organizó al precio de la independencia de las ciudades. Debe decirse alguna palabra, al menos, acerca de la piratería. Sin duda, ésta es tan antigua como las propias relaciones marítimas. En la Antigüedad la practicaron todos los pueblos costeros del Mediterráneo. En Grecia, la favorecieron en particular las guerras endémicas entre las ciudades y las condiciones del litoral, tanto el continental como el insular. Vino incluso a ser considerada como un servicio a la ciudad en lucha. No retrocederá sino ante el poder romano. 2. LA ÉPOCA HELENÍSTICA El protectorado de Macedonia sobre las ciudades griegas fue reforzado por su hijo Alejandro (336-323 a.C.), quien, mediante la conquista del imperio de los Aqueménidas, ampliado en Oriente como consecuencia de sus adquisiciones posteriores, alcanzó un grado de universalidad desconocido hasta entonces. A comienzos del período helenístico, su política dio lugar a una helenización de Asia, hasta la India y, a la inversa, a una penetración de elementos culturales orientales en el mundo griego. Una vez pasado el breve período de sus sucesores, los diádocos, con su fachada de unidad, surgieron los tres reinos de Macedonia (Anti-gónidas), Egipto (Lágidas) y Siria (Seléucidas). De ahí resultó un sistema de potencias que recuerda en cierto modo al concierto de imperios que se había establecido en esta misma región un milenio antes. Este sistema se prolongó por el Mediterráneo occidental, incluyendo a Cartago, Siracusa, las ciudades etruscas, las de la Magna Grecia y las de la Italia central. Entre estas últimas destaca Roma, en particular a partir del 265 a.C., con la constitución de la Liga itálica bajo su hegemonía. El comercio marítimo y las rivalidades a que da lugar son la ocasión de estrechas relaciones, tanto belicosas como pacíficas. Entre los abundantes tratados de esta época cabe mencionar aquellos que fueron concluidos entre Roma y Cartago (particularmente en el 306, 241, 226,201 a.C.), que establecen, por ejemplo, zonas de influencia y de monopolio marítimo, o límites de expansión territorial. Este mundo internacional fue de corta duración, víctima de la expansión de Roma, que, a mediados del siglo II a.C., tras la batalla de Pidna (168), eliminó a sus grandes rivales del Oriente mediterráneo y destruyó Cartago en el año 146. Es en la época helenística cuando la filosofía estoica, al afirmar la unidad del género humano, permitió establecer un conjunto de principios ético-jurídicos válidos para todos los hombres, sin distinción de raza, de lengua o de cultura. Según los estoicos, una ley universal, el Logos, rige la vida del cosmos, y todos los hombres participan de ella por su recta razón. Así llegaron los estoicos a la idea cosmopolita de una ciudad común a los hombres y a los dioses, una civitas máxima en cuyo interior desaparecen los vínculos, considerados accidentales, de los individuos con sus comunidades históricas. Esta concepción del orden del mundo, de alcance esencialmente moral, ejercerá una influencia duradera sobre el pensamiento internacional y el pacifismo en el curso de los siglos posteriores. 7 3. ROMA Y EL DERECHO DE GENTES La contribución de Roma al desarrollo histórico del Derecho internacional ofrece una particularidad: se realizó principalmente por medio de instituciones de su Derecho interno. Desde los tiempos más remotos existía en Roma un colegio de sacerdotes, los fetiales, cuyo concurso era necesario para comenzar una guerra, concluir la paz o reclamar la reparación de una injuria inferida a Roma, en la persona o en los bienes de sus ciudadanos. Así nació ius fetiale, de carácter sagrado, aunque su valor acabó siendo más bien formal. De todos modos, la reclamación previa a la obtención de una satisfacción reparadora de un daño sufrido, fue considerado como un requisito de un recurso legítimo a las armas y de la protección de los dioses. Ello implica una noción de «guerra justa» (bellum justum), llamada a desarrollarse con el cristianismo. Si el comienzo y el fin de la guerra estaban regulados, la forma de conducirla, por el contrario, no lo estaba. Los ejemplos de crueldades hacia los vencidos no escasean en la historia de Roma. Éstos, a falta de una capitulación en regla (dedillo), estaban a la merced del vencedor. Con relación al futuro, la creación del ius gentium tuvo una mayor importancia que la del Derecho fecial. El ius gentium vino a rellenar el vacío jurídico existente frente al extranjero, cuando un tratado suscrito con su ciudad no le aseguraba una protección expresa. En ausencia de un tratado de este tipo, el extranjero carecía de todo derecho, no siéndole aplicable el ius civile. El ius gentium, por obra de un pretor de los extranjeros (praetor peregrinus), fue enriqueciéndose a medida que el tráfico con el exterior se hizo más y más complejo y regía las relaciones en las que, al menos una de las partes, no era ciudadano romano. Es sabido que el ius gentium, aun siendo parte del Derecho interno romano, estuvo en el origen del derecho de gentes moderno, llamado más tarde Derecho internacional. El ius gentium, en efecto, se diferenció bien pronto del ius civile por su mayor flexibilidad, surgida del hecho de que el praetor peregrinus — libre, en relación con el riguroso formalismo del ius civile — disponía de un muy amplio margen de libertad para su elaboración, en función de las necesidades de la práctica cotidiana. El carácter mismo de estas necesidades, comunes a los miembros de los pueblos diversos que la actividad comercial ponía en contacto con Roma, y el papel jugado dentro de la actividad del pretor por consideraciones acerca de la «equidad natural», tendían hacia la universalidad de sus reglas. A esta tendencia se añadió la influencia de la filosofía estoica, ampliamente difundida en Roma, y gracias a la cual el ius gentium llegó a constituir una especie de Derecho común para el conjunto de los pueblos, Derecho que, para algunos, se confundía incluso con el Derecho natural, heredado del pensamiento griego. Desde esta óptica, el ius gentium era aquel que, en respuesta a las necesidades comunes de todos los hombres, se practicaba por todos los pueblos o por casi todos: como lo escribe Gayo, «el Derecho establecido por la razón natural entre todos los hombres», o, según Ulpiano, aquel que las «gentes» (en el sentido de naciones) humanas practican. El ius gentium romano se convirtió así en un Derecho privado universal, al que se fueron incorporando más tarde instituciones de Derecho público, en particular, en lo concerniente a la guerra. Cabe reconocer, ciertamente, que las fuentes romanas son imprecisas en cuanto a su definición, que lo confunde a veces con el ius naturale, o ve en él una especie autónoma de Derecho entre el ius naturale y el ius civile. Pero la posteridad supo extraer de él, tal como veremos, la noción moderna de Derecho internacional. Con Roma, se impuso de nuevo la tendencia hacia la dominación mundial. En la concepción de Augusto (27 a.C.-14 d.C), el Imperio hallaba un fundamento ético en cuanto que 8 aseguraba la paz entre los pueblos que formaban parte de él, la pax romana, cuyas alabanzas cantaron Virgilio y Horacio. El Imperio romano reemplazaba el mundo internacional existente alrededor del Mediterráneo por una civitas máxima, que parecía realizar el sueño estoico de una humanidad unificada bajo el gobierno de un sabio coronado. Ello suponía la desaparición de un Derecho «internacional» en el interior del mundo romano. Relaciones internacionales no subsistieron más que en las relaciones con los pueblos o los imperios circundantes. No siempre tuvieron carácter bélico; se desarrolló un intenso comercio, cuyo ámbito rebasaba con mucho las fronteras del Imperio, alcanzando hasta Extremo Oriente6. Lo más notable del proceso que condujera del Estado-ciudad romano hasta el Imperio romano es sin duda la continuidad de lo que podríamos denominar su infraestructura jurídica. Desde muy pronto, en efecto, vemos las relaciones de Roma con los demás pueblos desarrollarse bajo el signo de una desigualdad de principio que no descansa, como en el caso de los griegos frente a los bárbaros, en el sentimiento de una particularidad étnica y lingüística, sino sobre una discriminación estrictamente jurídica. El mundo no-romano es considerado, en bloque, como distinto cualitativamente de Roma desde el punto de vista jurídico, por lo que la personalidad jurídico internacional de las comunidades que lo integran deriva de su reconocimiento por el senado y el pueblo de Roma —senatus populus que romanus—. Los tratados, concluidos en principio por un plazo ilimitado, eran, ante todo, instrumentos de expansión, que preparaban y, en su caso, consagraban la sumisión a Roma, siguiendo una gradación determinada por las relaciones de poder y las consideraciones de prudencia política. Así, mientras que el foedus aequum era un tratado de alianza defensiva con deberes de asistencia mutua, el foedus iniquum imponía a la otra parte obligaciones unilaterales que podían llevar al deber de apoyar a Roma aun en caso de ofensiva de ésta y a reconocer la supremacía, lo que prácticamente privaba a aquélla de personalidad jurídica internacional8. De ahí también el papel del arbitraje en la vida internacional de Roma. Si, en lo que a Roma respecta, el arbitraje se rechazaba de plano, en tanto que incompatible con la majestad del pueblo romano, por el contrario se reivindicaba en sus relaciones con los demás, como una facultad de Roma frente a terceros en discordia. La consecuencia de ello fue un derecho general de intervención de Roma en la política de sus socios, bajo el pretexto de asegurar la paz. En esta vocación de arbiter mundi, realizada por Roma con una habilidad y una tenacidad notables, se encuentra el origen de la justificación del Imperio en nombre de los beneficios de la pax Romana. En el interior, esta paz estaba perturbada principalmente por los piratas, cuya actividad se extendió por el Mediterráneo occidental, poniendo en peligro el tráfico marítimo romano y por consiguiente los aprovisionamientos de trigo y la llegada de los impuestos de las provincias. Esta situación motivó, a raíz de la aprobación de la ley Gabinia (67 a.C.), la «guerra de los piratas», llevada por Pompeyo, que limpió el Mediterráneo en menos de tres años. La paz romana, sin embargo, fue gravemente perturbada, y finalmente destruida en Occidente por el hecho de las «grandes invasiones» germánicas, que, desde una perspectiva más amplia se designan también como «migración de los pueblos» (Vólkerwanderung), habida cuenta de que al desplazamiento de los germanos se añadía el de los eslavos y de otros pueblos, en particular, los hunos, que provenían del Asia Central (siglos IV-v). La división del Imperio, en plena defensiva, a la muerte de Teodosio (395), en Imperio de Occidente (Roma) e Imperio de Oriente (Constantinopla), anuncia la división ulterior, y duradera, de la Cristiandad. 9 El pensamiento romano contribuyó a la reflexión sobre la vida internacional con Cicerón (106-43 a.C.), influido por la filosofía estoica, en su teoría de la ley natural, que prolonga en una teoría del ius gentium. En su De officiis se encuentran consideraciones acerca del carácter irracional del recurso a la fuerza, que lleva a condenar la guerra como medio de resolución de conflictos y, más concretamente, a lamentar la destrucción de Corinto por los romanos. Poco después, Séneca (hacia el 4 a.C.-65 d.C.), remitiéndose con predilección a la noción de género humano (humanum genus), insiste en la dignidad del hombre, en cuyo nombre denuncia la esclavitud como un hecho contra natura. 4. EL IRÁN DE LOS ARSACIDAS Y DE LOS SASANIDAS Durante este tiempo, Irán había visto reconstituirse un imperio bajo los partos Arsácidas (304 a.C.-224 d.C.), al que sucederá el de los Sasánidas (224-651 d.C.), animado de un espíritu de reacción frente al helenismo. Roma, y después Bizancio, tuvieron que contar y coexistir con él. Un tratado de partición de Armenia entre Teodosio y Bahram (o Varham) IV (hacia el 389), los tratados del 532 y, sobre todo, del 562, entre Justiniano I (527-565) y Cosroes I el Grande (531-579), que contenía cláusulas importantes relativas al comercio continental, la libertad de culto de los cristianos dentro del Imperio persa, y un tratamiento severo de los prisioneros, en contraste con el que se practicaba con los refugiados, son los hitos principales de estas relaciones. Debilitado finalmente por sus guerras contra Bizancio, el Imperio de los Sasánidas será conquistado con facilidad por los árabes (637-642). CAPITULO III EL DERECHO INTERNACIONAL EN EL OCCIDENTE CRISTIANO MEDIEVAL 1. LA CRISTIANDAD Y SUS INSTITUCIONES Cuando el caudillo hérulo Odoacro hubo puesto fin formalmente, en el 476, al Imperio romano de Occidente al deponer a Rómulo Augusto, conocido Tor el mote despectivo de Augústulo (Augustulus), los reinos germánicos que - habían acatado la supremacía del Imperio en calidad de aliados (foederati) o como amigos (amicí), se convirtieron de iure en independientes en sus respectivos territorios: los francos, en Galia; los visigodos, en España; los ostrogodos, seguidos de los lombardos, en Italia; los anglos, los jutos y los sajones, en Inglaterra; los vándalos, en el norte de África, etc., erigen reinos más o menos duraderos, asimilando ciertas formas autóctonas. Tras la reconquista de Italia, del norte de África y de una parte de España por Justiniano, y la dominación lombarda sobre la mayor parte de la península italiana, los francos, llamados por el popa Esteban II (752-757) contra éstos, hicieron donación del exarcado de Rávena a «San Pedro», en lugar de devolverlo a Bizancio, quedando así fundado ú Estado Pontificio (756), llamado a perdurar hasta 1870. Pero la idea imperial no tardó en revigorizarse en Occidente, en la corte de Carlomagno (771-814), coronado emperador en Roma por el papa León III (795-816) el día de Navidad del año 800. Esta idea imperial adquiere ahora en Occidente un carácter particular, merced a la cooperación estrecha entre el Emperador y el Papa, sus dos instituciones supremas, que asumen la potestad temporal y la espiritual, respectivamente. Esta primera restauración se malogró como consecuencia de los repartos entre los tres hijos de Ludovico Pío, llamado el Bonachón (814840), sucesor de Carlos. Culminan en la conclusión del Tratado de Verdún (843), que consagra el fin efectivo, no ya del título, sino de la realidad del imperio franco y establece el marco en el cual van a desarrollarse Francia y Alemania en lo sucesivo. Pero el Imperio será restablecido en el 962 por Otón I el Grande, Rey de Germania 36-973), y permanecerá, siempre bajo dinastías 10 alemanas, hasta 1806, ensanchándose hacia el este y el norte gracias a la progresiva evangelización de los pueblos germánicos, eslavos y magiar, de su periferia. Así se consolidó la Cristiandad medieval, desde Escandinavia hasta la Península Ibérica, absorbida por la «reconquista» de los territorios ocupados por el Islam (la Reconquista), y desde las Islas Británicas hasta Rusia, —gran parte de la cual le será sustraída durante varios siglos por la dominación de los mongoles—, un conjunto abigarrado y vivaz, colocado bajo la doble autoridad del Papado y del Imperio. Sería erróneo, sin embargo, ver en la Cristiandad medieval un super-Estado. Ni siquiera en teoría el Emperador ejercía un gobierno directo sobre el conjunto de los cristianos, sino sobre los monarcas y las ciudades libres, que le estaban subordinados en cuanto tales. En la realidad, fuera de Alemania, de Borgoña y de la mayor parte de Italia, la supremacía del Emperador era una preeminencia esencialmente moral (auctoritas), distinta del poder efectivo (potestas), que simbolizaba la unidad del mundo cristiano en lo temporal, no siendo siempre este aspecto, por lo demás, claramente distinto de lo espiritual. El imperium mundi romano se había convertido, en efecto, en el imperium christianum, el sacrum imperium, el Sacro Imperio, cuyo titular tenía como misión principal la de «defensor de la Iglesia», título que no privó al Emperador de inmiscuirse con frecuencia en los asuntos de la Iglesia. Más efectivo fue el poder espiritual del Papa, el cual se extendía a todos los bautizados, independientemente de su sumisión a una u otra jurisdicción temporal. Por tal hecho, el Derecho canónico llegó a ser, en tanto que Derecho supranacional —junto al derecho romano convertido en ius commune— uno de los elementos esenciales de unidad del Occidente cristiano. La Cristiandad medieval fue en realidad una diarquía peculiar, compatible con una amplia autonomía de los cuerpos sociales que la integraban. En una palabra, la República cristiana de la que hablan las fuentes de la época, era un cuerpo social jerarquizado, pero no unitario, una communitas communitatum bajo la dirección más o menos efectiva del Papa y del Emperador. En su seno se desarrolló, del siglo XII al XIV, un derecho de gentes de fundamento religioso, común a la familia de naciones cristianas de Occidente y válido, en principio, asimismo para Bizancio, aunque después del Cisma de Oriente (1054), la Iglesia griega se separase de la Iglesia romana. Entre los rasgos distintivos de este derecho de gentes cristiano medieval, ha de mencionarse en primer lugar el esfuerzo de la Iglesia para atenuar y refrenar las luchas, tan frecuentes como encarnizadas, entre las vigorosas estirpes que ostentaban los nuevos poderes feudales. Ello dio lugar a instituciones como la tregua de Dios y la paz de Dios, que, nacidas en el sur de Francia, se generalizaron a partir del concilio de Clermont (1095) a impulsos del papa Urbano II (1088-1099), promotor de la primera cruzada. En tanto que la tregua de Dios prohibía la utilización de las armas durante ciertos períodos particularmente sagrados —el adviento y la cuaresma, así como, para asegurar la observancia dominical, de sábado a lunes—, la paz de Dios tenía por finalidad poner a resguardo de las hostilidades a los no beligerantes (clérigos, campesinos, comerciantes, peregrinos), así como los bienes, tales como iglesias, molinos, ganado, etc. Las guerras feudales, que calificamos como «privadas», se prohibieron. El ideal caballeresco, mediante su código de honor que imponía ciertas formas y ciertos límites al combate, encauzaba la actividad militar. Por otra parte, los teólogos exigían que la guerra pública entre soberanos respondiese, para ser lícita, a ciertas condiciones. La cuestión de saber si estas condiciones debían observarse igualmente en las guerras contra los infieles o si había, frente a ellos, un derecho incondicional a la guerra, obtuvo, tal como veremos, respuestas diversas. La práctica de represalias contra los extranjeros fue frecuente en el Occidente medieval y 11 allí también, como en el caso de la guerra, por los poderes inferiores o por los particulares (represalias «privadas»). La evolución se realizó en el sentido de condicionar su legitimidad a la autorización de los poderes superiores respectivos. Otro rasgo importante es el recurso frecuente al arbitraje, que se distingue claramente de la amigable composición, debiendo el arbitro atenerse a Derecho, en tanto que el amigable compositor podía fallar según consideraciones de conveniencia o transacción. La estructura de la Cristiandad medieval hacía del Papa una instancia arbitral permanente, a quien la autoridad religiosa y moral permitía, eventualmente, intervenir de oficio entre las partes en litigio. Esta función arbitral alcanzó su punto culminante bajo el pontificado de Inocencio III (1198-1216), quien, por otra parte, sobre la base de la indefinición estricta de los ámbitos temporal y espiritual mencionada antes, frecuente en ambos lados, extendió su papel bastante más allá, persiguiendo la instauración de una teocracia pontificia de la que serían vasallos los reyes. Algunos monarcas — como Kalojan (1197-1207), reconocido como «rey de los búlgaros y de los valaquios» en 1203, o Juan sin Tierra (1199-1216), después de su excomunión en 1213— le encomendaron sus reinos en feudo. Además de su papel de arbitro, el Papa asumía otras atribuciones jurídicointernacionales, como el reconocimiento de nuevos príncipes, el registro de los tratados, etc. En materia de derecho de los tratados ha de advertirse que éstos se refuerzan, según exige la tradición, por juramentos, pero también con prendas (plazas fuertes, joyas, etc.) o rehenes; aunque, en caso de incumplimiento, la norma relativa a estos últimos era retenerlos. En tales ocasiones, dichos señores intervenían como fiadores. Frente al mundo exterior, la República cristiana no es, por lo demás, una unidad cerrada sobre sí misma. Además de sus relaciones, más o menos cordiales, con Bizancio, los reinos y las ciudades del Occidente cristiano mantuvieron contactos frecuentes con el mundo musulmán. Estos contactos fueron principalmente bélicos; de ahí que el Islam haya influido de hecho en el derecho de la guerra. La Reconquista española y las cruzadas, procurando recuperar los territorios conquistados por los musulmanes, son los ejemplos más destacados de este choque secular. Pero las relaciones entre la Cristiandad y el Islam durante la Edad Media, sobre todo cuando el poder musulmán se estabilizó, se extendieron también al comercio, como lo demuestran en particular los numerosos tratados concluidos por las repúblicas marítimas italianas (Venecia, Amalfi, Pisa, Genova) y los reinos de Sicilia y de Aragón con los potentados de Levante y del norte de África. De estas relaciones convencionales y de las costumbres marítimas mediterráneas, recibió el Derecho mercantil internacional un vigoroso impulso. A finales de la Edad Media, sin embargo, la aparición de los turcos osmanlíes u otomanos (hacia el 1300) al frente del mundo musulmán hizo que, de nuevo, prevaleciese la guerra. Sin embargo, sería erróneo equiparar estas relaciones del mundo cristiano con los infieles y las que mantenían entre sí los príncipes y las repúblicas del Occidente cristiano. Si las primeras fueron frecuentes, se debía a que tenían por objeto principal el intercambio de mercancías. Pero pesaban prohibiciones canónicas sobre la venta de artículos que pudieran incrementar el potencial militar de los infieles. La alianza con éstos era considerada impía (impium foedus), sobre todo si iba dirigida contra cristianos. Por otro lado, la esclavitud, excluida con los prisioneros capturados en las guerras entre cristianos, era su suerte, tanto para un bando como para otro, en las guerras entre cristianos y musulmanes. En todo caso, la expansión política y comercial de las potencias marítimas del Occidente cristiano en Bizancio y el Cercano Oriente —en particular, como consecuencia del 12 establecimiento de los reinos francos de Siria (1098-1291), y después del de factorías y barrios en país otomano, en los puertos denominados globalmente hasta el siglo XIX, las «Escalas de Levante»—, constituye uno de los aspectos más importantes de la vida internacional en la Edad Media. El papel dominante y más perdurable le correspondió a Venecia, seguida de Amalfi, Pisa, Genova, Marsella, Barcelona. En todo el Levante mediterráneo se generalizan entonces formas de extraterritorialidad y jurisdicción consular (siendo aquí los cónsules súbditos del país de origen de la respectiva colonia), así como el reconocimiento de la libertad religiosa y la inviolabilidad del domicilio, que son el origen del régimen llamado de las «capitulaciones», denominadas de ese modo a causa de la división en capítulos de los documentos (convenios, pero también frecuentemente decisiones unilaterales de poderes locales). Este régimen no era, al comienzo, exorbitante para las autoridades locales, como llegó a serlo en el siglo XIX a causa de la nueva relación de fuerzas. El Derecho mercantil y marítimo internacional debe finalmente a las diversas talasocracias y a las ciudades comerciales mediterráneas un desarrollo que, remontándose en parte a usos helénicos recogidos en la Lex Rhodia romana, cristalizó en una serie de recopilaciones municipales, en particular, la lavóla Amalfitana, en vigor en el Mediterráneo hasta la segunda mitad del siglo XVI, y el ¿libre del Consolat de Mar, redactado por vez primera en Barcelona en el siglo XIII, pero cuyo valor «es internacional y no solamente catalán» y que «ha sido el instrumento de formación de un Derecho marítimo europeo, casi común». El impacto de la presencia de Venecia, que acabamos de señalar, se debe a su duración, al número y a la ramificación de sus establecimientos, pero también a sus conquistas en el Mediterráneo oriental, y finalmente, a su condición de potencia europea. Venecia estableció por doquier representantes permanentes, obligados a enviar regularmente informaciones relativas a su actividad. Éste fue el origen de los «despachos», los célebres dispacci de los embajadores venecianos, una fuente preciosa de datos acerca de las regiones respectivas. Por lo demás, Venecia había hecho del Adriático un «mar cerrado» (mare clausum), reivindicando para ella el monopolio de la navegación: una pretensión que otras potencias marítimas (Genova, Inglaterra) retomarán en lo relativo a sus espacios marítimos respectivos, y que no retrocederá ante el principio de la libertad de los mares hasta Grocio. Tanto en el oeste y como en el norte de Europa se desarrolló un Derecho marítimo de raíz predominantemente germánica. Uno de sus monumentos literarios más importantes son los Jugements o Roles d'Oleran (fines del siglo XI-primera mitad del XII), que gozaron de gran autoridad hasta el siglo XVII. Cabe mencionar aquí, por otro lado, el Black Book of the Admiralty (siglos XII y XIII), que, por estar en el origen del Derecho marítimo inglés, iba a desempeñar un papel de primer orden en la génesis del Derecho marítimo moderno. En este mismo espacio geográfico, un papel destacado es el que le corresponde a la Hansa germánica (Hansa teutónica) o Liga hanseática, asociación de ciudades que se extiende a lo largo de las costas del mar del Norte y del Báltico y penetra hasta el interior (Torún (Thorn, en alemán) y Cracovia, Breslau [Wroclaw], Magdeburgo, Colonia), entre los siglos XIII y XVII. En realidad, la Hansa no se constituyó formalmente hasta mediados del siglo XIV (1358), presionada por la monarquía danesa. Obtuvo su organización definitiva tras la guerra victoriosa emprendida contra ésta, y el Tratado de Stralsund (20 de mayo de 1370), que le reconocía privilegios considerables (hasta un derecho de control sobre la sucesión en el trono danés). El número de las ciudades miembros —que, en cierto momento, llegó a unas 80— varió según las épocas. Lübeck ocupó la posición dominante. Sin embargo, la Hansa no disponía de una constitución federal propiamente 13 dicha. Las ciudades que la componían conservaban sus instituciones y su gobierno particular. Ni siquiera poseía —a diferencia de la Liga ático-délica de la Grecia antigua— una marina permanente y un tesoro común. Su único órgano de gobierno era una dieta que se reunía en Lübeck, en principio cada tres años, y, de hecho, con gran irregularidad. Sin embargo, las ciudades miembros dieron pruebas de una solidaridad real. Ya fuera del espacio de la Hansa propiamente dicho, cuatro grandes factorías en Londres, Brujas, Bergen y Novgorod, disfrutaban de una especie de estatuto de extraterritorialidad dentro de los países respectivos, que comportaba sus propios consulados de jurisdicción y que se gobernaban según las directrices de la dieta. La Hansa, en tiempos de su apogeo (desde la segunda mitad del siglo XIV hasta el fin del XV), ejerció una influencia política considerable. Ha contribuido en gran medida al desarrollo del Derecho marítimo y del Derecho mercantil internacional (Código de Visby, capital de la isla de Gotlandia, importante plaza comercial afiliada a la Hansa, que, ocupada en 1361 por el rey Valdemar IV de Dinamarca, pasó a Suecia en 1645). 2. LA APORTACIÓN DOCTRINAL DEL OCCIDENTE CRISTIANO El cristianismo ha ejercido un impacto esencial en el desarrollo de un pensamiento más profundo de las relaciones entre los pueblos. Como portador, en sí mismo, del principio de la unidad del género humano, a diferencia del cosmopolitismo de los estoicos, concilió el universalismo con un sentido más positivo y realista de las diversidades históricas (étnicas, lingüísticas, religiosas, culturales) de los pueblos, de las «gentes», en el marco de esta unidad. Por otro lado, la incorporación a la doctrina cristiana de la idea estoica del Derecho natural por San Pablo (Epístola a los Romanos, II, 4) tuvo una influencia decisiva sobre el pensamiento jurídico posterior. Debemos a San Agustín (354-420) la primera síntesis de estos nuevos temas relativos al Derecho de gentes. Así, en su De civitate Del, prefiere al imperio universal —cualesquiera que fuesen los méritos del Imperio romano en la instauración de la paz y de un orden jurídico común— una pluralidad de pueblos conviviendo mutuamente en paz (IV, 5), habida cuenta de que la unidad del fin sobrenatural que cimenta a la Ciudad de Dios no suprime la diversidad de las costumbres, leyes e instituciones de sus miembros. Pero la mayor relevancia del pensamiento de Agustín de Hipona para la historia del Derecho internacional reside en su doctrina de la guerra justa, según la cual la guerra no se justifica más que en la medida en que sea el único medio de reparar un entuerto (injuria), cuyo autor se niegue a reparar. Debe tener una causa justa y emanar de la autoridad suprema, que está obligada, por otra parte, a llevarla a cabo con una recta intención. La necesidad, única causa que la hace legítima, impone al mismo tiempo sus límites. Las consideraciones de San Agustín acerca de esta grave materia están en la base de la doctrina del justum bellum de los teólogos, civilistas y canonistas hasta Grocio. Poco después del autor de La ciudad de Dios, San Isidoro de Sevilla (hacia el 560-636), legó a la posteridad en sus Etimologías una definición notable mente moderna del Derecho de gentes, puesto que éste, claramente diferenciado del Derecho natural y del ius civile, incluye, a sus ojos, «la ocupación de lugares, la edificación, las fortificaciones, las guerras, las cautividades, las servidumbres, la restitución, las alianzas de paz, las treguas, la inviolabilidad de los embajadores y la prohibición de contraer matrimonio con extranjeros», y todos los pueblos (gentes) lo practican (V, 6). San Isidoro es, por lo demás, la otra gran fuente, aunque algo rudimentaria en su expresión, de la doctrina medieval de la guerra justa (XVIII). Citando a Cicerón, exige que sea declarada o notificada y que su causa dependa de la existencia de injurias graves. 14 Entre los canonistas es preciso mencionar, por el papel preeminente que les corresponde, a Graciano (fallecido antes de 1179), benedictino italiano, cuya Concordantia discordantium canonum se difundió rápidamente con el título Decretum magistri Gratiani (que después ha constituido la primera parte del Corpus iuris canonici); San Raimundo de Peñafort (alrededor de 1180-1275), catedrático de la Universidad de Bolonia y general de los dominicos, autor de una recopilación de decretales pontificias y cuya Summa casuum o Summa depoenitentia, comentada por Guillermo de Kermes en la segunda mitad del siglo, fue una autoridad durante toda la Edad Media; Sinibaldo Fieschi (hacia el 1190-1254), que enseñó en Bolonia y fue elegido papa con el nombre de Inocencio IV en 1243; Enrique de Susa (Henricus de Segusia, fallecido en 1271), catedrático en París y cardenal-arzobispo de Ostia, conocido por tal motivo como Hostiensis, autor de una célebre Summa, calificada como áurea por los canonistas. En cuanto a los teólogos, la palma le corresponde a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), que se ocupó de esta materia en la Suma teológica (II, ii, qu.40) y contribuyó de una manera decisiva a convertir a la guerra en tema de escuela, que, en adelante, desarrollarían todos sus grandes comentaristas —Tomás de Vio (Cayetano, 1468-1534), Vitoria, Báñez, entre otros—. A los canonistas y teólogos hay que añadir aquí a los romanistas; en particular, los postglosadores, como Bartolo (Bartolo) de Sassoferrato (1314-1357), catedrático en Pisa y Perusa, en particular, a través de su notable Tractatus represaliarum (1354), y Pedro Baldo (fallecido en 1400), así como Juan de Legnano (Lignano; muerto en 1383), autor de uno de los primeros estudios monográficos del Derecho de la guerra (Tractatus de bello, de représalas et de duello, 1360), abundoso y prolijo. Los dos últimos enseñaron en Bolonia. Algo después, cabe recordar otro estudio monográfico de la guerra, redactado en la lengua materna del autor: L'Arbre des batailles, compuesto en 1384-1385 en la Francia meridional por el benedictino Honorato Bonet (fallecido en 1405), prior de Solonnet, cuyo valor se funda, más allá de los enfoques tradicionales de la guerra justa, en preocupaciones prácticas relacionadas con la conducción de las hostilidades dentro del espíritu humanitario que inspiraba la «paz de Dios». Partiendo del principio agustiniano según el cual una guerra no es justa más que cuando tiene por causa una injuria grave que no haya sido reparada, desarrollado por san Raimundo de Peñafort, dos cuestiones dividían principalmente a los autores: la cuestión de la autoridad competente para recurrir a una guerra justa y la de saber si las condiciones requeridas para la guerra justa eran aplicables a las guerras contra los infieles. La respuesta a la primera cuestión dependía del alcance que se le atribuyese al principio jerárquico de los poderes dentro de la Cristiandad. La estructura feudal de la sociedad reducía el alcance de la distinción entre el Derecho público y el Derecho privado, que el renacimiento del Derecho romano vino a restablecer a partir del siglo XJI. Los primeros autores se referirán tanto a las guerras señoriales («privadas») como a las guerras propiamente dichas, entre los poderes superiores. Los partidarios de la plenitud de la potestad (plenitudopotestatis) del Papa (Enrique de Susa, los «curialistas») convertían el Derecho a la guerra en un monopolio en manos del Papado, en tanto que los teóricos del Imperio (Bartolo, Baldo) se lo atribuían en exclusiva al Emperador. Entre estas dos posiciones había una tercera que reconocía una autoridad suficiente a las comunidades que, de hecho, no tenían ningún superior, los príncipes en general (Inocencio IV, Tomás de Aquino, Juan de Legnano). Por lo que concierne a la guerra contra los infieles, su legitimidad incondicional era evidente para aquellos que, subordinando los principios de Derecho natural a los de Derecho 15 divino positivo, negaban a los infieles toda personalidad jurídica internacional propiamente dicha (Enrique de Susa, los «curialistas»). Los autores que con Santo Tomás distinguían en cambio claramente el ámbito natural y temporal del sobrenatural y espiritual, no admiten ninguna discriminación. Esta concepción, compartida por Inocencio IV y San Raimundo de Peñafort, es la que prevaleció finalmente, desde Cayetano hasta Gentili y Grocio, pasando por los teólogos y juristas españoles de los siglos XVI y XVII. Así, el problema de las relaciones entre la Cristiandad y los infieles se plantea en función de una concepción general de la sociedad humana, que, entre algunos canonistas, desembocaría en la idea de un ius humanae societatis de alcance universal, derecho del que se ha podido afirmar que es como el contrapunto del ius gentium, dado que es el «derecho de las comunicaciones y la circulación humanas», caracterizándose, en cambio, el derecho de gentes por un reparto y una división territorial e institucional4. El artífice principal de tal evolución es el canonista seglar italiano Juan de Andrés (Giovanni d'Andrea, Joannes Andreae, fallecido en 1348), catedrático en Bolonia, que agregó al Derecho natural y al Derecho de gentes el «derecho de la sociedad humana». ¿Les estaría permitido a los cristianos, llegado el caso y desde el momento en que los infieles ejerciesen un poder y una jurisdicción legítimos, aliarse con ellos y apoyarlos en una guerra justa contra otros cristianos? La cuestión de la alianza de los cristianos con los infieles o paganos, es decir, de las relaciones más allá del mantenimiento de intercambios comerciales, aun con las restricciones señaladas antes, estaba, tradicionalmente, de actualidad en el mundo mediterráneo. Iba a desplazarse también, y con una virulencia renovada, hacia el otro extremo de la Cristiandad, en el tránsito de la Edad Media al Renacimiento, con ocasión de las campañas dirigidas por la Orden de los Caballeros Teutónicos contra los paganos de Prusia y de Lituania. Estas campañas provocaron finalmente un conflicto con Polonia, cuyo rey había solicitado al principio el apoyo de la Orden y que acabó por emplear los servicios de los lituanos no convertidos aún. La tensión entre las dos potencias suscitó, del lado polaco, en el transcurso de la polémica que siguió, aportaciones doctrinales cuyo centro fue la Universidad de Cracovia. La contribución de su rector, Pablo Vladimiro (Wlodkowic) de Budzevo (Paulus Vladimiri; en torno a 1370-1435), en particular, su Depotesíatae papae et imperatoris respectu infidelium, tendría una resonancia particular debido a que este tratado fue objeto de debates públicos entre 1415 y l418enel Concilio de Constanza, del que se hará referencia más adelante (Capítulo VI). Invocando a Inocencio IV y a Juan de Andrés, el canonista polaco sostiene la plena legitimidad de los principados paganos y de ahí deduce que no es lícito hacerles la guerra sin una causa justa, como a los cristianos, permitiendo el derecho de la sociedad humana el establecimiento de relaciones normales con ellos a todos los efectos. Con razón ha podido verse en el debate de Constanza la prefiguración del que se producirá un siglo más tarde en España, a raíz del descubrimiento de América, dentro de un contexto infinitamente más amplio e implicando algunos temas nuevos. Sin embargo, es un hecho que esta aceptación de una alianza con infieles contra cristianos no fue comúnmente admitida por todos en adelante. Así es como Juan López de Segovia (14401496) —formado en Derecho civil y canónico en la Universidad de Salamanca, donde enseñó después, así como deán del capítulo de la catedral de su ciudad natal antes de asentarse en Italia, donde murió— acepta en su De confoederatione principum (1490) la alianza con los infieles si ésta va dirigida contra otros infieles, si sirve a la defensa propia o a la de la patria o a la de los infieles injustamente oprimidos (y, lógicamente, también de los cristianos); pero rechaza todo 16 acuerdo de este tipo cuando lleva a combatir a aquellos que profesan la religión de Cristo. CAPITULO IV BIZANCIO Y EL DERECHO INTERNACIONAL La dualidad que se introdujo en el Imperio romano desde su división en un Imperio de Occidente y un Imperio de Oriente resultó decisiva para el destino ulterior de Europa. La separación ente la parte del imperio con preponderancia latina y la parte predominantemente griega se acentuó pronto, en el siglo XI, con ocasión de la secesión de la Iglesia de Oriente («ortodoxa»), en particular, en la Península Balcánica y en Rusia, bajo la dirección espiritual del patriarcado de Constantinopla. El mundo cristiano se dividió entonces entre la «Cristiandad», integrada por los pueblos católicos romanos, reunidos en torno al Papado y al Imperio (romanogermánico) de Occidente, y una comunidad de pueblos ortodoxos bizantinos que giraban alrededor del Imperio (grecorromano) de Oriente. Porque el rasgo más característico del Imperio bizantino frente al Sacro Imperio fue sin duda la estrecha subordinación del poder espiritual al temporal, en la línea del cesar o papismo del Bajo Imperio. Frente a la restauración imperial en Occidente, Bizancio reivindicó siempre su calidad de heredera directa de Roma en el gobierno del mundo', que hacía patente con tenacidad en los documentos diplomáticos. A la tradición romana de un señorío universal respondía en Bizancio el principio por el cual la personalidad jurídica internacional dependía del reconocimiento imperial; lo cual explica la tendencia a ver en los pactos y alianzas relaciones de desigualdad y a presentar las concesiones otorgadas como privilegios imperiales. Pero incluso en la zona de dominación bizantina inmediata, hubo reinos más o menos independientes, Bulgaria y Serbia, en particular. Como en la Cristiandad occidental —veremos que ocurrió así también en el mundo islámico—, surgió una comunidad internacional diferenciada, concebida como una jerarquía de poderes escalonados en torno al Emperador bizantino, calificado como basileus y autokrator. El principio de subordinación al Imperio se manifestaba aquí con mayor fundamento que en Occidente, aunque no sin lucha. Pero es preciso subrayar que, tanto en lo concerniente al Occidente latino como al Oriente griego, la línea divisoria entre sus respectivas relaciones jurídicas internacionales era menos acentuada, considerando la base cristiana y la tradición imperial romana comunes, que la que separaba a estas dos comunidades de los pueblos del Islam. Un rasgo peculiar del Derecho internacional bizantino fue la importancia concedida a la diplomacia. Sin llegar al establecimiento de representaciones permanentes, Bizancio dotó a las embajadas de un aparato fastuoso y de un protocolo puntilloso, minuciosamente descrito en el célebre Libro de ceremonias del emperador Constantino Vil Porfirogéneta. De igual modo fue característica la atribución de títulos bizantinos o de denominaciones de parentesco a los diversos príncipes y potentados. De un lado, esta práctica los incorporaba idealmente como asociados a la administración imperial o a la familia reinante; de otro, se afirmaba la superioridad de principio. Otra manifestación del mismo, en la línea de los foedem iniqua romanos, era la forma de los tratados, documentos imperiales provistos de un sello de oro (crisóbulas). El Derecho de los tratados conoció un desarrollo hecho a la medida de los nuevos medios de negociación y de relaciones exteriores de Bizancio. Éstas fueron particularmente intensas en el terreno comercial, tanto con Rusia y las repúblicas marítimas italianas, como con el Imperio sasánida; y después, tras la conquista árabe, el Islam árabe y turco. Los bizantinos no compartieron en este aspecto las reticencias de los latinos hacia los infieles, con los cuales no 17 dudaron en contraer alianzas, incluso ofensivas. Ya hemos tenido la ocasión de mencionar en el capítulo anterior los tratados más importantes de los que fueron suscritos con la Persia de los Sasánidas, en particular, el del año 562 entre Justiniano I y Cosroes I. Por otra parte, el rigor de la idea imperial no permitía a Bizancio someterse al arbitraje. Por lo que concierne al Derecho de la guerra no se advierte en Bizancio una doctrina de la «guerra justa» comparable a la que se desarrolló en la Cristiandad occidental. Ya en sus comienzos, la gran obra codificadora de Justiniano —que, con el nombre de Corpus iuris civilis (dado, según parece, al conjunto por Denys Godefroi en su edición de 15 83), habría de transmitir a la posteridad lo esencial del Derecho romano— ignora su noción, a pesar del precedente ciceroniano. La teología ulterior, por su parte, célebre por la sutileza de sus distinciones, no abordó este asunto. En la tradición de la Grecia clásica, el Derecho de guerra de Bizancio fue duro, incluso cruel, tal como ya lo hemos indicado a propósito del tratado antedicho, incurriendo así en el mismo contraste con el refinamiento de su civilización. La práctica de cegar a los prisioneros no fue, por desgracia, nada rara. La literatura jurídica de Bizancio no concedió a los problemas del Derecho de gentes una atención comparable, ni de lejos, con las del Occidente cristiano y el Islam. Fueron, sobre todo, los historiadores y los compiladores quienes se ocuparon de ello, desde una perspectiva más bien descriptiva. La figura más destacada es, sin duda, la del emperador Constantino VII Porfirogéneta (913-959), en quien, durante el apogeo del Imperio bizantino, el letrado erudito se impone sobre el estadista. Ya hemos mencionado su libro sobre las ceremonias de la corte (De caerimoniis aulae byzantinae), precioso por la riqueza de datos históricos que contiene. Recordemos igualmente su Tratado de la administración del Imperio (De administrando imperio), que describe los países y los pueblos con los que el Imperio mantuvo relaciones y constituye un manual de política exterior bizantina. Es interesante señalar que el espíritu de Bizancio no murió con la caída final de Constantinopla ante los turcos otomanos en 1453. El Gran Duque de Moscovia, Iván III el Grande (1462-1505), se había desposado en segundas nupcias, en 1472, con la princesa Sofía Paleólogo, sobrina del último emperador bizantino, adoptando ocasionalmente el título de «Zar de toda Rusia». A raíz de la coronación de Iván IV el Terrible (1533-1584) por el metropolita de Moscú como «Zar y autócrata», en 1547, y de la elevación del metropolita de Moscú por el patriarca ecuménico de Constantinopla al rango de «patriarca de Moscú y de toda Rusia», en 1589, fue surgiendo en Rusia una gran potencia ortodoxa a lo largo de los siglos XVI y XVII, en la que ya el monje Piloteo (Teófilo) de Pskov (fallecido en 1547) había visto la sucesora legítima de Bizancio en tanto que «Tercera Roma». Con razón ha subrayado Arnold J. Toynbee la continuidad espiritual que va de la Rusia ortodoxa a la Rusia eslavófila del siglo XIX y a la Rusia marxista del XX y explica su actitud profunda respecto al Occidente, hasta hoy, haciendo de la «santa Rusia» la heredera de Bizancio2. CAPITULO V EL DERECHO INTERNACIONAL EN EL ISLAM MEDIEVAL 1. EL MARCO INSTITUCIONAL Ya hemos aludido a la existencia de una comunidad islámica junto a la cristiana en la Edad Media y lo que en general hemos dicho de las relaciones entre una y otra vale, invirtiendo los términos, para el mundo del Islam. 18 El mundo del Islam se presenta, política y jurídicamente, como un imperio universal teocrático. A su cabeza está el Califa en calidad de «príncipe de los creyentes», que, a diferencia del Emperador cristiano de Occidente, reúne en sí el poder temporal y el espiritual, acercándose así su posición en la práctica a la que de hecho era la del Emperador en Bizancio. La misión principal del Califa consiste en guardar la ley de Dios y hacer que se respete y se difunda en el mundo entero. Es sabido con qué ímpetu y con qué sorprendente rapidez se llevó a cabo esta exigencia, con la erección de un imperio que sustrajo de forma definitiva Asia Menor y el norte de África a la Cristiandad, extendiéndose luego ampliamente por Asia Mayor, desde las estepas centrales hasta la India septentrional e Indonesia, y penetrando hasta el propio corazón de África. El motor esencial de conquistas tan extensas fue el precepto de la «guerra santa» (jihad o yijad) en tanto que deber religioso. Una hostilidad perpetua hacia los infieles no ofrece otra alternativa más que su conversión o su destrucción, con la excepción de los «pueblos del Libro», judíos y cristianos, cuya religión se apoya también, como la musulmana, en la Biblia: si se someten, pueden seguir profesando su fe y gozar de una autonomía cultural y administrativa en concepto de tributarios. Después de los sucesores inmediatos de Mahoma (632-661), de los Omeyas (660750) instalados en Damasco y de los primeros Abasidas (750-833, siguiendo el califato en la dinastía hasta 1258) —en cuyo reino de Bagdad conoció el Islam su máximo esplendor en el ámbito cultural, sin olvidar la secesión, en España, de una rama de los Omeyas, que establecieron un califato independiente en Córdoba (756-1031), y el de los Fatimitas en Egipto (909-1171)— el califato perdió poder a partir del siglo X, hasta quedar reducido a un título religioso. El poder efectivo pasó a manos de jefes no califales (emires, sultanes), pertenecientes a dinastías locales de diversas procedencias (árabes, persas, turcas, kurdas, etc.). Pero el Derecho musulmán no aceptó esta situación más que de facto, y en la teoría continuó apegado al principio de la unidad musulmana. Cualquiera que fuese la efectividad de ésta, una distinción tajante se había establecido entre el sector del Islam (dar al-Islam), sometido al Imperio del Derecho, y el sector de la guerra (dar al-Harb), en principio, al margen de la ley. También para los musulmanes era impío el pacto con los infieles, con la reserva de lo concedido a los «pueblos del Libro». Era inevitable que la realidad impusiera atenuaciones a este dualismo, como las impusiera, a su vez, a los cristianos, en sentido contrario. En el seno mismo del Islam, la unidad teórica no impedía la existencia de relaciones internacionales, constitutivas de un Derecho panislámico que no deja de recordar al de la Cristiandad romana occidental y al de la Cristiandad greco-bizantina. Con el tiempo, la distancia que para cada cultura separaba los dos órdenes (interno y externo) de la vida internacional iría reduciéndose. En el Derecho islámico de la guerra, la declaración era sustituida por la exhortación a la sumisión, institución en la que se ha querido ver el precedente del «requerimiento» que los españoles dirigirían en América a los indígenas, antes de emprender hostilidades. También se ha atribuido a la influencia islámica la aparición entre los cristianos de la idea de «guerra santa» (cruzada) y de las órdenes militares, llamadas aun florecimiento notable, particularmente en España. Los tratados tenían, como consecuencia de tal contexto religioso, una limitación de su validez en el tiempo. 2. LA DOCTRINA En lo que concierne a la doctrina islámica del Derecho de gentes, la estructura teocráticoimperial del Islam explica el hecho de que el problema de las relaciones con los infieles ocupe el lugar central, sobre todo, en tiempos de guerra. 19 En el terreno filosófico, varios grandes pensadores se ocuparon de este fenómeno, pero también de la vida internacional en general, en el marco de sus respectivos sistemas. No debe uno sorprenderse al descubrir la misma influencia neoplatónica guarnecida de aristotelismo que inspira el conjunto de sus obras. El papel principal corresponde aquí a Alfarabí (Abu Nasr al-Farabi; en torno a 875-950), notable por la universalidad de su visión del mundo de los hombres. La sociedad modélica y perfecta, o virtuosa, es, por encima de la ciudad o de la nación particular, la reunión de todos los habitantes de la Tierra. Y, del mismo modo que la ciudad o la nación feliz es aquella en cuyo interior la mutua asistencia de los hombres y de sus diversas asociaciones se ordena en función de las cosas que conducen verdaderamente a la felicidad, la Tierra será una Tierra modelo cuando las ciudades o naciones que la componen se ayuden mutuamente para el mismo fin. De donde se deduce que el universalismo de Alfarabí, sin disolver a las ciudades y a las naciones en la humanidad, las reconoce como a realidades naturales, destinadas a integrarse en un conjunto más amplio, capaz de asegurar, mediante su ayuda mutua constante, el mayor grado de felicidad posible. Cabe mencionar aquí, después de Alfarabí, a Avicena y a Averroes. Ambos conectan, en nuestro ámbito como en otros, con las concepciones de Aristóteles, no siempre favorables desde la perspectiva de las relaciones internacionales. Así, Avicena (Ibn-Sina, 980-1037) admite una superioridad natural de determinados pueblos sobre otros, lo que les otorga un derecho de conquista: la guerra justa es una guerra santa en tanto en cuanto es el instrumento para que la ciudad más perfecta, en posesión de la verdad, corrija a la que se halle en el error. Análoga, aunque menos tajante, es la postura de Averroes (Ibn-Rochd, 1126-1198), para quien el gobierno de los mejores es un postulado ético-jurídico no sólo para los individuos, sino también para los pueblos: la guerra justa cumple, en definitiva, la función de asegurar el predominio de los más aptos. Desde una relación más directa con la práctica, los juristas islámicos elaboraron una doctrina del Derecho de gentes condicionada por la relación de lo jurídico con lo religioso que es propia del Islam. Considerando el nexo esencial existente entre el Derecho y la religión en el Islam, que desconoce, partiendo de este hecho, la dualidad occidental entre civilistas (romanistas) y canonistas, estos juristas son, propiamente hablando, el equivalente musulmán de los canonistas cristianos. Las relaciones de los musulmanes con los que no lo son, dan lugar, en sus exégesis, a un capítulo o a un tratado relativo a la «manera de proceder» (Kitab as-siyar) o a la «guerra santa» (Kitab al-jihadoyihad). Sus preceptos constituyen lo que H. Kruse ha denominado un «Derecho canónico externo»4. Tal expresión se justifica por el hecho de que el «Derecho de gentes» islámico es una parte del Derecho musulmán, como el ius gentium lo era del Derecho romano, y el «Derecho estatal externo», en Hegel y en otros autores positivistas del siglo XIX, lo será del Estado respectivo: es la parte del Derecho musulmán que tiene por objeto las relaciones con los no musulmanes. Sus preceptos son «normas internas, unilaterales, que no se dirigen más que a la comunidad islámica y valen para su comportamiento con el exterior». Cabe considerar como punto de partida de esta literatura jurídica relativa a las relaciones exteriores del Islam la obra Las grandes maneras de proceder, de Mohammed as-Chaibani (o asShaibani, fallecido en el 809), jurista a quien el autor recién citado ha llamado «el Hugo Grocio del Islam»". Esta obra es conocida a través de la reproducción comentada que realizó Abu Bakr Moham-med as-Sarahsi (muerto en el 1090). 20 La doctrina islámica del Derecho de gentes se organiza en torno a tres instituciones capitales: la «concesión» o el «otorgamiento de seguridad», la «incorporación al Islam», el tratado. La «concesión de seguridad» (aman), otorgada a los infieles individual o colectivamente, suspende la «guerra santa» y permite, mientras dura, un comercio jurídico con éstos. La «incorporación al Islam» (dhimma), de la cual pueden beneficiarse los «pueblos del Libro» (judíos y cristianos), es, en cambio, irrevocable; les confiere un estatuto de ciudadanía limitada. El tratado (mouwada 'a), suscrito con los infieles, tiene por base una autorización coránica y la tradición del Profeta, pero no se justifica más que por necesidad o utilidad (si, por ejemplo, la relación de fuerzas es desfavorable); se concluye por un plazo limitado, aunque indeterminado en ocasiones. Estas instituciones, en particular, la última, se sustentan en el precepto de la fidelidad a la palabra dada, válido tanto para los no creyentes como para los creyentes. Añadamos que la «guerra santa» (yihad ojihad) no implicaba necesariamente la guerra efectiva, sino la guerra potencial contra los infieles; en todo caso, el «no reconocimiento» de éstos. 3. ISLAM Y CRISTIANDAD Hemos constatado más arriba (Capítulo III) que, pese a una hostilidad de principio entre el Islam y la Cristiandad, pese a la «guerra santa» y a las «cruzadas», de la que son, en parte, la réplica —en la medida en que intentaban recuperar Tierra Santa, que había pasado a manos del Islam a través de la conquista—, las relaciones entre ambos mundos fueron intensas, en particular, las comerciales, remitiéndonos a lo dicho en este asunto. De ahí nació lo que podemos denominar un Derecho de gentes «intercultural» de la guerra y la paz. Por lo que concierne a la guerra, este derecho era más estricto que el que regía en el interior de los dos mundos, en particular, en lo referido a la reducción a la esclavitud de los prisioneros. Se tomaron disposiciones para rescatar a los cautivos. Ello dio lugar, del lado cristiano, a la creación de órdenes religiosas consagradas a tal fin (Orden de la Santísima Trinidad [Trinitarios], fundada en 1198 por San Juan de Mata y San Félix de Valois; Orden de Nuestra Señora de la Merced ([Mercedarios], fundada por San Pedro Nolasco en 1218 y cuya regla estable ció San Raimundo de Peñafort). Si, de una parte, el espíritu de conquista se encontraba en la raíz misma del Derecho de gentes del Islam, éste se vio mitigado por prácticas caballerescas y humanitarias que recuerdan a las de la antigua India. Se remontaban, en particular, a las instrucciones dadas a sus soldados por el califa Abu Bekr (muerto en el 634), el primer sucesor de Mahoma, que les ordenaba preservar a mujeres, niños y ancianos, no destruir los huertos ni incendiar las casas, y tratar a los prisioneros con mansedumbre. Ni qué decir tiene que las relaciones tan frecuentes, tanto pacíficas como belicosas, entre el Islam y la Cristiandad, dieron lugar a influencias recíprocas entre los dos mundos, tanto en el ámbito del Derecho como en los demás, particularmente, en el arte, las letras, la ciencia, la medicina, el pensamiento. Desde esta perspectiva, las cruzadas significarían para el Occidente cristiano, más receptivo entonces en razón del desfase cultural existente en aquella época, un «descubrimiento» intelectual de primera magnitud. Por lo que aquí nos concierne, no fue escasa su contribución al establecimiento, por todo el Mediterráneo, de un Derecho de gentes que, más allá de la diversidad religiosa, implicaba un orden dentro del cual dieron éstas paso a una creciente autonomía de la política respecto de la ética religiosa, particularmente en Italia (Venecia, Florencia). Lo que muy pronto se denominaría «razón de Estado» estaba ya en marcha antes de tener tal nombre. En su comportamiento exterior, Venecia, en particular, se inspiró cada vez más en un realismo cuya coloración laica hacía caer las barreras de la concepción religiosa 21 imperante hasta entonces. De igual modo, la coexistencia secular de la Cristiandad y del Islam en la España medieval, así como su «alejamiento» del Imperio e incluso del Papado, dieron lugar a una especie de osmosis entre las dos culturas, y, en el Derecho de gentes, a una amplia relativización de las distinciones doctrinales. CAPITULO VI LA GÉNESIS DEL MUNDO INTERESTATAL EUROPEO MODERNO Y EL DERECHO DE GENTES 1. EL MUNDO DE LOS ESTADOS EN EL MOMENTO DE LA PREPONDERANCIA ESPAÑOLA Los siglos XIV y XV estuvieron marcados, en el plano político, por la crisis de la Cristiandad occidental y de sus dos instancias supremas, el Papado y el Imperio, debilitadas por un enfrentamiento pertinaz. El Imperio, víctima de la anarquía durante el «Gran Interregno» (1254-1273), no volvería a encontrar el prestigio que poseyera bajo Otón I el Grande y Federico I Barbarroja. A su vez, el Papado sufrió la prueba del Cisma de Occidente (1348-1417) y, en el propio seno de la Iglesia, debió defender su autoridad ante los concilios, reunidos para salir del atolladero en el que el enfrentamiento de pontífices rivales lo había confinado. Ahora bien, tales concilios adquirieron por un tiempo un carácter nuevo, derivado del hecho de que el Papa perdió en parte el control que había ejercido sobre los precedentes, y de que, considerando la crisis de la Iglesia y sus consecuencias para el conjunto de la sociedad, los príncipes y sus consejeros tuvieron en ellos una presencia notable. Así ocurrió en el Concilio de Constanza (1414-1418), convocado para resolver el cisma con el decidido apoyo del emperador Segismundo (1411-1437), que desempeñaría allí un papel de primer orden. De hecho, el Concilio se había convertido en un auténtico congreso de la Cristiandad occidental, en el que, al lado del Emperador, participaron o fueron representados príncipes y nobles seglares, así como delegaciones de las ciudades'. Hemos visto ya que allí se abordaron problemas de Derecho internacional, como el de la legitimidad de la alianza de Polonia con los paganos lituanos contra los Caballeros Teutónicos. Algo después, el Concilio de Basilea (1431-1437) vio enfrentarse igualmente los argumentos opuestos de los reyes de Castilla y Portugal por el asunto de sus reivindicaciones respectivas sobre las Islas Canarias; y fue también en el transcurso de éste cuando el Papa Eugenio IV (1431-1447) promulgó la bula Dudum cuín adnos (1436), más favorable a las pretensiones castellanas, obteniendo al año siguiente los portugueses, mediante la bula Praedaris tue devotionis, la autorización pontificia para el comercio en África, con la excepción, como era de rigor, de las mercancías que pudieran incrementar el poderío militar de los infieles. En paralelo con la decadencia del Imperio y del Papado cabe registrar el surgimiento y el ascenso de los Estados en el sentido moderno del término, cualificados esencialmente por la soberanía; y no se debe a ningún azar que precisamente entonces la palabra «Estado» se emplease, primero en Italia (lo Stato), para designar aquello que con anterioridad se había venido denominando la «república» (respublica), y el concepto de «soberanía» recibiera su consagración en la terminología jurídica y política de las diversas lenguas vulgares —en trance de acceder, entonces, a la dignidad de vehículos del pensamiento— con un nuevo acento, más cercano a la majestas latina que a la tradicional, igualmente latina, summa potestas. Es la hora de las ciudades y los reinos «que no reconocen superior» (superiorem non recognoscentes), según la expresión de 22 Bartolo, que, sin embargo, no admitía tal realidad más que de hecho, como derogación de la supremacía imperial. La pirámide política bicéfala de la Cristiandad dio lugar a una pluralidad de Estados soberanos, celosos de su independencia; una independencia conquistada tras una afirmación de su poder tanto hacia el interior, frente a los señores feudales, como hacia el exterior, frente al Imperio y el Papado. Desde nuestro punto de vista, conviene recordar que si bien el Estado moderno, al reservarse el monopolio del uso legítimo de la fuerza, aseguró la paz pública dentro del marco de sus fronteras —fronteras que en adelante adquirirán una delimitación lineal fija—, provocó, en sus relaciones con los demás Estados, una intensificación de la guerra, de la que puede decirse que habría de acompañar, como si fuese su sombra, a la sociedad de Estados hasta nuestro siglo. La Reforma, habiendo quebrado la unidad religiosa del Occidente cristiano, reforzó por lo demás el papel del Estado, el cual, desde que ésta se implantó, no le reconoció al Papado ninguna autoridad en lo espiritual, como elemento de cohesión superior común. La progresiva descomposición del orden medieval dio lugar—a la espera de un nuevo orden que no tomará cuerpo más que con la Paz de Westfalia (1648)— a una gran inestabilidad en el mundo internacional, atormentado por guerras interminables y cada vez más crueles, cuyo espectáculo arrancó a los humanistas cristianos, en particular Erasmo (1466/69-1536) y Juan Luis Vives (1493-1540), vibrantes exhortaciones a la paz y la concordia. La doble rivalidad entre Francia y la Casa de Austria —España y el Sacro Romano Imperio, unidos bajo Carlos V (1516/19-1556) y luego aliados— y entre Inglaterra y España, se entrecruzaba con las luchas confesionales entre católicos y protestantes; y ni siquiera la presión turca, en su punto álgido por entonces, en pleno centro de Europa, llegó a imponer una tregua duradera. Nada caracteriza mejor los nuevos tiempos que la alianza, en 1531, del «Rey cristianísimo» Francisco I (1515-1547) con los príncipes protestantes de Alemania, y, en 1535, con Solimán II, apodado «el Magnífico» por los occidentales, contra Carlos V Si hacer causa común con los luteranos, por lo demás rebeldes para con su soberano legítimo, ya parecía susceptible de asombrar e irritar a los partidarios de la religión tradicional, cooperar con el infiel en los momentos en que amenazaba el corazón de la Cristiandad no podía sino escandalizar al conjunto de éstos. Justo es recordar que una complicidad de este género no carecía de precedentes, en particular, como ya lo constatamos en el capítulo anterior, en la práctica de los venecianos en el Cercano Oriente. La novedad residía en el hecho de producirse a plena luz y en el plano más alto, entre dos de las mayores potencias de la época. Atestiguaba, de un modo significativo, la creciente autonomía de la política respecto de la religión y la moral en las relaciones internacionales, que ya hemos tenido ocasión de constatar, y de la cual Nicolás Maquiavelo (Niccoló Machiavelli, 1469-1527) acababa de dar la formulación teórica. En la línea del pragmatismo de los dirigentes venecianos, Maquiavelo (El Príncipe, escrito en 1513, publicado en 1532; Discursos sobre la primera década de Tito Livio, escritos en 1513-1520, publicados en 1531) libera al príncipe o a la república —en una palabra, al Estado— de todo vínculo que limite su interés y erige aquello que vendría a denominarse muy pronto la razón de Estado (ragion di Stato) en suprema regla de la política, que deberá seguirse tanto hacia el interior, frente a los súbditos, como hacia el exterior, frente a los demás príncipes y repúblicas, a los demás Estados, rivales potenciales. Desde esta perspectiva, la guerra se considera de nuevo —igual que en la Antigüedad grecorromana que el humanismo ensalzara— un fenómeno natural, debiendo enjuiciarse desde el punto de vista no de su justicia, sino de su oportunidad y de su conveniencia en función del fin que persigue. Lo mismo ocurre con los tratados, respetados sólo 23 en la medida en que las partes obtengan ventajas. Según este espíritu, un siglo más tarde el cardenal Richelieu no se privará —en contraste con sus acciones en el interior— en su política exterior de asociarse con potencias protestantes contra el Imperio y España. Cabe señalar al respecto, por otra parte, que Carlos V fue el último paladín del Imperio, concebido como cuerpo político de la Cristiandad, que no supone, sin embargo, la desaparición de los reinos particulares en él comprendidos. Su esfuerzo ecuménico resultó finalmente vano frente al vigor de los Estados con vocación nacional. También lo será, a la postre, el afán español de «reconquista espiritual», que sólo en parte logrará sus fines con la «Reforma católica» o Contrarreforma. Desde la perspectiva de las relaciones internacionales y el Derecho de gentes, el período de transición entre la baja Edad Media y el advenimiento del «sistema de Estados europeo» ha sido el de preponderancia española, que va desde la Paz de Cateau-Cambrésis (3 de abril de 1559) hasta las Paces de Westfalia (24 de octubre de 1648) y de los Pirineos (7 de noviembre de 1659). 2. LA CRISTIANDAD FRENTE AL IMPERIO OTOMANO Este período es también el del apogeo del Imperio otomano (en torno al 1300-1920), conocido asimismo como la Sublime Puerta o simplemente la Puerta, cuyo avance en los Balcanes, ya antes de la toma de Constantinopla, sólo se había visto frenado durante medio siglo, como consecuencia de la incursión de Tamerlán (1370-1405) en Asia Menor (batalla de Ankara, 1402). Conquistada la metrópoli bizantina (1453), prosigue la expansión turca, a la vez en el este y en el oeste. Selim I (1512-1520) añadió al título de Sultán el de Califa, que subsistiría hasta 1924, al convertirse la República de Turquía en Estado laico. Solimán II el Magnífico (15201566) ejerce una hegemonía en el Mediterráneo oriental y un protectorado sobre los Estados berberiscos del norte de África; ocupó Hungría (1526) y avanzó hasta Viena (1529), sin llegar a tomarla. En la cúspide de su poderío, el Imperio otomano jugó un papel esencial en la sociedad internacional de los siglos XVI y XVII. Una segunda incursión hasta Viena (1683), más peligrosa que la anterior aunque igualmente carente de éxito, será el preludio de la pérdida de Hungría y del repliegue, ante el empuje de Austria y Rusia, en los Balcanes. 3. EL IMPACTO DE LOS GRANDES DESCUBRIMIENTOS Un hecho capital, tanto para la historia general como para el Derecho internacional, fue la expansión marítima de Portugal y de Castilla. Esta expansión puede considerarse como otro aspecto de la lucha secular entre la Cristiandad y el Islam, dado que perseguía la apertura de una ruta de acceso directo a la India, contorneando la barrera otomana por el sur o evitándola en dirección a occidente. El resultado inesperado fue el descubrimiento de un nuevo mundo (12 de octubre de 1492). Las respectivas «zonas de misión» y, finalmente, de descubrimiento y ocupación, fueron asignadas y delimitadas por diversas bulas del papa Alejandro VI (1492-1503), en 1493, en particular las dos primeras, tituladas íntercaetera, fechadas el 3 y 4 de mayo. A decir verdad, ambas se inscribían en la línea de una práctica tradicional del Papado en relación con la atribución de las terrae incognitae sobre la base de la concepción de la potestad pontificia de los curialistas, ya evocada anteriormente (Capítulo III). Natu raímente, las bulas de Alejandro VI fueron la continuación de aquellas que, desde el comienzo de la expansión portuguesa a lo largo del litoral africano, bajo diversos pontífices, le habían dado su aprobación canónica para la concesión de privilegios de cruzada y la adjudicación de un «monopolio de descubrimiento», en particular, la bula Romanus Pontifex (1455) de Nicolás V (1447-1455), que había consagrado los 24 derechos exclusivos de Portugal en Guinea. Dentro de las bulas mencionadas, la del 4 de mayo trazaba una «línea de demarcación» de polo a polo cien leguas al oeste de las Azores y Cabo Verde. Habiendo desplazado los dos Estados afectados esta línea más hacia el oeste, a 370 leguas, por el Tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494), Brasil, cuando fue descubierto, caería en la zona reservada a Portugal. Por lo demás, el hecho de que el pleito luso-castellano relativo a la posesión de las islas Molucas, en el Pacífico, fuese resuelto un tercio de siglo más tarde (Tratado de Zaragoza, de 22 de abril de 1529) sin la intervención de la Santa Sede, es significativo4. Las demás potencias marítimas no dejaron de rechazar al monopolio de la navegación oceánica y de la ocupación de tierras e islas, recientemente descubiertas o por descubrir, que se arrogaban los Estados ibéricos, fundado finalmente en un título religioso. A Francia y a Inglaterra se sumaron las Provincias Unidas de los Países Bajos, que, tras haber constituido la Unión de Utrecht (23 de enero de 1579), proclamaron la destitución de su «Rey natural» Felipe II (15561598), convertido a sus ojos en tirano (26 de julio de 1581), siendo reconocidos finalmente por España como Estado independiente en el Tratado de Amberes, de tregua por 12 años (9 de abril de 1609), y después en el Tratado de paz de Münster, del 30 de enero de 1648. Los prolongados tratos de las cancillerías giraron, pues, esencialmente en torno a la puesta en cuestión por Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos, del monopolio luso-español de la navegación oceánica, del dominio territorial y del comercio en ultramar. Lo aceptaban en relación con los territorios ocupados de forma efectiva por Portugal y Castilla (prescindiendo de los autóctonos), pero reivindicaban un derecho igual al descubrimiento y la apropiación de los restantes territorios. Esta discrepancia tenía por corolario la libertad de los mares. El resultado final de este estado de cosas fue el reconocimiento del principio de ocupación efectiva como condición de la adquisición legítima de territorios, así como el principio de la libertad de los mares, reconocido de forma expresa por Portugal, de nuevo separado de España, en el Tratado de alianza de La Haya con los Países Bajos del 2 de junio de 1641, y por la propia España, con éstos también, en el Tratado de paz de Münster, de 30 de enero de 16486. 4. LA PRACTICA DE LOS ESTADOS En esta época, las guerras fueron constantes entre las potencias de Europa, y los antagonismos religiosos fundamentales que las caracterizaron, explican en parte su encarnizamiento. En Europa, la guerra terrestre no fue objeto de modestas limitaciones más que en el marco jurídico interno. Las tropas mercenarias consideraban el botín y el rescate un beneficio natural del oficio de las armas, en tanto que el Rey no los reservaba para sí. Las guerras de religión, que no sólo eran guerras civiles, y la guerra de los Treinta Años (1618-1648), figuran entre las más inhumanas de la historia moderna. En el Nuevo Mundo, la heterogeneidad de las culturas y las religiones existentes, así como razones de conciencia provocadas por los escrúpulos de la Corona y la discusión de los teólogos por el asunto de la «guerra justa» contra los indios, dieron lugar al requerimiento, documento indicativo de los «títulos» del Rey de España sobre las Indias (comenzando por la bula de Alejandro VI) y que se leía ante los indígenas, con ayuda de un intérprete, para incitarles a aceptar el dominio español. Su rechazo daba lugar a la apertura de hostilidades, considerada entonces legítima. Inspirado o no en la práctica musulmana, el requerimiento tuvo al parecer por autor al célebre jurista Juan López de Palacios Rubios (hacia 1450-1524). Esta institución, que los indios comprendían por lo demás difícilmente, no parece haber sido convincente a los propios 25 españoles y evolucionaría en el sentido de una «carta-mensaje» a los «reyes y príncipes» locales, invitándoles a una sumisión y conversión voluntarias. Por lo que se refiere a la guerra marítima, la ambigüedad de la situación de ultramar favoreció la práctica del corso, sobre todo en las rutas oceánicas y en el mar de las Antillas. Se distinguía de la piratería por el hecho de que el corsario, provisto de una «patente de corso», actuaba a instancias de su gobierno, no debiendo atacar más que a buques enemigos, correspondiéndole, sin embargo, la mayor parte del beneficio resultante de las capturas. Pero, de hecho, era fácil pasar del estado de corsario al de pirata. En cualquier caso, una ambigüedad subsistió en la práctica, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo. Así, el siglo XVII fue la edad de oro de los bucaneros y los filibusteros, que esquilmaban el Caribe. Aquí, el corso se practicó, en particular, por Marruecos y los Estados berberiscos del norte de África (Argelia, Túnez, Trípoli), donde realizaría sus estragos hasta el siglo XIX, siendo para ellos la captura de buques cristianos una verdadera forma de vida colectiva. La ambigüedad era igualmente la norma en las relaciones entre los Estados berberiscos y el Imperio otomano, la Sublime Puerta. Independientes de hecho, éstos aducían sin embargo su protección. En todo caso, el comercio continuó floreciendo con las Escalas de Levante, y el régimen de capitulaciones alcanzó su madurez. Los primeros Estados en concertar tratados de este género, a raíz de la toma de Constantinopla por los turcos, fueron Genova (1453) y Venecia (1454). Esta última gozó de una situación privilegiada en el Imperio, reemplazada por la de Francia en el siglo siguiente. Hemos hecho mención de la alianza franco-turca de 1535, considerada generalmente como el punto de partida de la nueva situación. G. Zeller, por su parte, remite a 1569 la fecha de las primeras capitulaciones propiamente dichas, entre la Puerta y Francia8. Renovadas en 1581, en 1597 y en 1604, aseguraron a Francia, por la extensión de la jurisdicción consular y la protección de los religiosos latinos de Tierra Santa, una situación excepcional. Después fueron asimismo suscritas capitulaciones, durante el período en cuestión, con Inglaterra (1580,1597), las Provincias Unidas de los Países Bajos (1612), Austria (1615). Otros Estados se incorporarán al sistema a lo largo del período siguiente. La neutralidad, tanto en tierra como en la mar, tenía un estatuto mal definido. Dependía casi siempre de cláusulas convencionales entre los Estados afectados. Por lo demás, las representaciones diplomáticas permanentes fueron cada vez más numerosas, a imitación de Venecia y de la Santa Sede. En vísperas de la Paz de Westfalia, las habían establecido las principales potencias. 5. LA EXPANSIÓN RUSA EN ASIA Paralelamente a la expansión de las potencias marítimas de Europa occidental en ultramar, se produjo una expansión continental de Rusia en Asia, que, como un reflujo tras la dominación de la Horda de Oro mongola, prolongaría el mundo euro-oceánico por un mundo euro-asiático (llegada de colonos rusos al mar de Ochotsk, en el Pacífico septentrional, y fundación de la ciudad del mismo nombre, en 1649). CAPITULO VII LOS FUNDADORES DE LA CIENCIA DEL DERECHO INTERNACIONAL 1. EL IMPACTO DE LOS TIEMPOS Y MUNDOS NUEVOS El desarrollo alcanzado en el Medioevo —singularmente, en la Baja Edad Media 26 cristiana— por las doctrinas de los romanistas (civilistas), canonistas y teólogos acerca del ius gentium, el bellum justum y el ius humánete societatis, nos parece idóneo para considerar más relativa de lo que antaño se creyera la atribución de un papel fundacional, en sentido estricto, a los clásicos españoles del Derecho de gentes, como anteriormente, su atribución a Grocio. Conviene, en todo caso, rehuir posturas tajantes, de las que dichos autores no precisan en absoluto, para afirmar la importancia histórica que, sin duda, les corresponde, y hablar de los «fundadores» de nuestra disciplina en los siglos XVI y XVII. Por lo que concierne a España, en particular, los problemas planteados por el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo, no podían sino provocar el interés más vivo. Partiendo de la discusión de los títulos que podían esgrimirse para justificar su incorporación a la Corona de Castilla, la reflexión teológica y jurídica amplió su perspectiva, desembocando en una teoría de la comunidad internacional y de su orden jurídico, referido tanto a la paz como a la guerra. La situación de Europa también impulsaba ella misma a reconsiderar por doquier los puntos de vista heredados: la ruptura de la Cristiandad y la afirmación cada vez más rotunda de la soberanía de los Estados en ascenso, con su secuela de guerras; todo ello llevaba a los pensadores a interrogarse acerca de los cambios del mundo circundante. 2. 2.1. LOS CLASICOS ESPAÑOLES DEL DERECHO DE GENTES LOS HOMBRES Y LAS OBRAS Los «clásicos españoles del Derecho de gentes» sometieron los problemas de la sociedad internacional a un análisis riguroso y sistemático. Fueron, en su mayor parte, eclesiásticos dedicados a la enseñanza. La mayoría pertenecía a diversas órdenes religiosas. Pueden clasificarse según tres corrientes principales. Dos están asociadas respectivamente a la Orden dominica y a la Compañía de Jesús. En ellos, como entre los miembros de otras órdenes (agustinos, franciscanos, etc.), predomina el punto de vista de la teología moral y el Derecho natural. Constituyen —los jesuitas, en particular— el grueso de lo que se ha venido llamando la «segunda escolástica» o también la neoescolástica del Renacimiento y el Barroco, una escolástica renovada al contacto con el humanismo, y que, desde la Europa mediterránea, se expandió, a la sombra de la Contrarreforma o Reforma católica, a través de Europa central y oriental. La tercera corriente está representada por los juristas (romanistas, canonistas), eclesiásticos o seglares. El indiscutible cabeza de fila es Francisco de Vitoria, del que ya se sabe que nació en Burgos, sin que se haya podido precisar en qué año (la fecha más probable es 1483). Dominico, formado en Burgos y en París —donde residió dieciséis años, en el Colegio de Santiago (Saint Jacques)— enseñó teología en el convento de San Gregorio de Valladolid (1523-1526) y, desde 1526 hasta su muerte, acaecida en 1546, en la Universidad de Salamanca. Debe su renombre en primer lugar a sus relectiones, esas lecciones extraordinarias que todo profesor debía impartir anualmente en las jornadas de festividad académica, en un marco más solemne que el de los cursos ordinarios. Las de Vitoria tuvieron un eco considerable, pero no fueron publicadas hasta después de su muerte, bajo el título Relectiones theologicae, en Lyon, en 1557, sobre la base de los cuadernos de apuntes de sus oyentes. Tres de ellas contienen su doctrina del Derecho público interno y el Derecho de gentes: las lecciones sobre el poder civil (De potestate civili, leída en 1528), sobre los indios recientemente descubiertos (De Indis recenter inventis o De Indis prior o simplemente De Indis, leída en 1539), y sobre el derecho de la guerra (De Indis posterior, más conocida como De iure belli, dictada el mismo año). A esta misma orden pertenecía Domingo de Soto (1494-1560), natural de Segovia, formado en Alcalá y en París (particularmente, bajo el 27 magisterio del joven Vitoria), profesor en Alcalá y en Salamanca. Fue teólogo imperial en el Concilio de Trento y confesor de Carlos V Nos interesa, sobre todo, por su De justitia et iure (Salamanca, 1553; nueva edición, definitiva, 1556-1557). La Compañía de Jesús, recientemente fundada, contribuyó al auge del pensamiento jurídico internacional con Luís de Molina (1535-1600) y Francisco Suárez (1548-1617). Molina, nacido en Cuenca, había realizado una parte de sus estudios en Portugal y enseñó filosofía en la Universidad de Coímbra (1563-1567) y teología en la de Évora (1568-1584). La celebridad que le confirió su intervención en la discusión sobre el libre albedrío y la gracia, hizo olvidar un tanto su tratado De justitia et iure, cuyos tres primeros volúmenes aparecieron en Cuenca entre 1593 y 1600, y los tres últimos, a título póstumo, en Amberes en 1609; una obra que se caracteriza por un sentido muy moderno de lo concreto. Suárez, llamado doctor eximius, natural de Granada, enseñó teología en los colegios de la Compañía en Segovia, Ávila, Valladolid, Roma, Alcalá y Salamanca. En 1597, la Universidad de Coímbra solicitó del rey Felipe (Felipe II de España y I de Portugal, estando entonces reunidas las dos coronas en su persona) su nombramiento para la primera cátedra de teología, que ocuparía hasta su jubilación en 1617. De su obra, considerable y cuyo rigor expositivo le valió una influencia duradera en las universidades de la Europa central, sin excluir a las protestantes, se destaca, en el ámbito que aquí nos corresponde, el gran tratado De legibus ac Deo legislatore (Coímbra, 1612), junto al cual es preciso mencionar también la Defensiofidei catholicae et apostolícete adversus Anglicanae sectae errores (Coimbra, 1613), escrita, a petición del Papa, contra Jacobo I de Inglaterra y su doctrina del Derecho divino de los reyes. El De triplici virtute theologica, fide, spe et caritate (Lyon, Coímbra y París, 1621) nos interesa por la cuestión de los títulos de conquista del Nuevo Mundo y por los del Derecho de la guerra, desarrollados respectivamente en la disputatio XVIII y en la disputatio XIII (De bello) del De caritate. Entre los juristas merece mencionarse aparte Fernando Vázquez de Menchaca (15121569), romanista, nacido en Valladolid, que ocupó durante algún tiempo la cátedra de Instituía en la Universidad de Salamanca; después fue llamado a diversas funciones judiciales y administrativas y enviado por Felipe II al Concilio de Trento. Su obra capital, Controversiarum illustrium aliarumque usu frecuentium libri tres (o, más brevemente, Controversiae illustres, vio la luz en Barcelona en 1563 y fue reeditada seis veces hasta 1599. 2.2. VITORIA. Francisco de Vitoria puso particularmente de relieve que la comunidad internacional está basada en el Derecho natural, al igual que la comunidad política, el Estado (respublica). La legitimidad del poder, en el sentido más general del término (dominium), que incluye tanto el poder civil como la propiedad privada, es pues independiente de un título religioso de cualquier especie. La Iglesia, por el contrario, es de Derecho divino positivo. El poder eclesiástico, en manos del Papa, se ejerce única y directamente sobre los bautizados; no afecta más que de manera indirecta a lo temporal, en la medida en que un bien espiritual sea puesto en cuestión. Es por ello que no puede pretender la lenitudo potestatis reivindicada por los curialistas medievales. La comunidad internacional resulta de la sociabilidad inherente a la naturaleza humana, que se extiende al conjunto del género humano, que F. de Vitoria denomina el orbis, el cual abarca al conjunto de los pueblos, naciones, Estados. Sobre la base de esta concepción fundamental, subraya E de Vitoria el carácter de persona moral del orbis, que, en cierta manera (aliquo modo) forma un solo cuerpo político, una 28 respublica (Depotestate civili, núm. 21). Existe, pues, entre todos los pueblos un derecho natural de sociedad y de comunicación (ius maturalis societatis et communicationis), al que no pueden sustraerse sin un motivo válido. La comunidad internacional es así el resultado de la sociabilidad natural del hombre, de un alcance universal. Su vínculo es el ius gentium, el Derecho de gentes, un Derecho que F. de Vitoria concibe en un doble sentido: de un lado, como derecho universal del género humano, en la tradición romana; del otro, como un derecho de los pueblos en cuanto tales en sus relaciones recíprocas (ius ínter gentes), es decir, según la formulación de Gayo (reproducida en el Capítulo II), en la cual reemplaza homines por gentes: el Derecho de gentes es lo que la razón natural estableció entre todas las «gentes» (gentes) o naciones De Indis, 3.a Parte, 2) —tautología que claramente subraya la novedad, evidentemente deliberada, de la terminología—. En este sentido, F. de Vitoria aportó una primera definición del derecho de gentes como «Derecho entre las gentes», en definitiva, como derecho internacional. F. de Vitoria dedujo de la naturaleza de la comunidad internacional su primacía sobre las comunidades políticas particulares. Su referencia al bonum commune totius orbis es clara, las exigencias del cual deben ceder ante las del bien común de sus miembros. Para F. de Vitoria el Derecho de gentes forma parte del Derecho natural; pero la voluntad humana, expresa o tácita, da lugar, por otro lado, a un Derecho de gentes positivo, teniendo el orbis la potestad de dictar «leyes justas y que convienen a todos» (Depotestate civili, núm. 21). Uno de los aspectos del ius communicationis es el principio de la libertad de los mares, que será desarrollada por Vázquez de Menchaca y, siguiendo sus pasos, por Grocio. La cuestión de la legitimidad de la ocupación del Nuevo Mundo por los españoles y la de los derechos de los indios debían plantearse, desde el momento en que, con anterioridad a la llegada de los españoles, los indígenas eran, a los ojos de F. de Vitoria, señores y propietarios legítimos. Cabe advertir que el título menos controvertido era el ius communicationis, que puede aplicarse coercitivamente desde el momento en que su ejercicio se pone en juego de forma arbitraria. El derecho a predicar el Evangelio, privilegio de los cristianos, no les permite, sin embargo, ejercer violencia sobre la conciencia religiosa de los indios. A lo sumo les autorizará a obligarles a escuchar la predicación, pero E de Vitoria duda sobre este punto. Los demás títulos que aborda lo son de forma condicional, dependiendo su legitimidad de la existencia de situaciones de hecho: derecho de intervención humanitaria (F. de Vitoria piensa en los casos de canibalismo y de sacrificios humanos), libre elección de los indios (que tiene por poco probable), asistencia a los aliados indígenas en una guerra justa, derecho de tutela en el caso de una incapacidad manifiesta de los indios para llevar una vida mínimamente civilizada, incapacidad que autorizaría el establecimiento de un protectorado temporal en espera de que llegase a superarse. En lo que concierne al Derecho de la guerra, F. de Vitoria retoma la doctrina cristiana tradicional del bellum justum y la desarrolla. No cabe fundar en el Evangelio un pacifismo absoluto, ya que Cristo no prohibió el oficio de las armas, pidiendo solamente que se ejerciera con la moderación debida. La guerra se justifica por su necesidad, como único medio de reprimir la injusticia entre los pueblos, actuando entonces los príncipes como delegados del orbis, órganos de la justicia vindicativa o punitiva. E de Vitoria mantiene las tres condiciones clásicas de la guerra justa: causa justa suficiente, autoridad legítima (el Estado en cuanto tal), recta intención. Un error de buena fe en lo atinente a la causa dará lugar a una guerra justa —subjetivamente— 29 para ambos bandos, lo que excluye las sanciones. En nombre del bien común universal, F. de Vitoria considera que, si una guerra justa resulta ser más perjudicial para el conjunto de la Cristiandad o del orbe que el daño sufrido, el príncipe afectado deberá renunciar a recurrir a la misma. Por lo demás, F. de Vitoria borra cualquier discriminación relativa a los no cristianos. Por lo que se refiere a los súbditos, éstos tienen que negar su colaboración cuando la injusticia de la guerra es manifiesta; pero, en la duda, se impone la obediencia al superior legítimo. El pensamiento de F. de Vitoria, tras haber ejercido una poderosa influencia en los siglos XVI y XVII —atestiguada por nueve reediciones de las Relectiones theologicae— conoció luego un largo olvido. Recuperado en la segunda mitad del siglo XIX y a comienzos del XX, en particular, en Bélgica y en los Estados Unidos por E. Nys y J. B. Scott, se ha interpretado por estos autores, entre otros, desde la perspectiva del liberalismo moderno. Esta lectura nos parece que va demasiado lejos. Desde luego, en F. de Vitoria se da un paso en esta dirección, dentro del marco de una teología que le permite «secularizar» la comunidad internacional al situar, en lugar de la Cristiandad de fundamento religioso, el orbis religiosamente neutral, lo que, desde horizontes intelectuales diferentes le ha sido, por otro lado, reprochado. Pero, prescindiendo del hecho de que F. de Vitoria mantiene dentro del orbe a la Cristiandad, en tanto que comunidad fundada en la profesión de la común fe cristiana, con vocación de extenderse hasta los límites del orbe por la predicación, F. de Vitoria, y tras él, la escolástica española de la época, no hizo sino trasladar al terreno del Derecho de gentes la distinción —que ya estableciera santo Tomás de Aquino, como principio básico de su sistema teológico y filosófico— entre los ámbitos de lo natural y de lo sobrenatural, en contraste con su anterior confusión. En cualquier caso, tras el «renacimiento» de F. de Vitoria en nuestra época, su pensamiento vuelve a encontrarse manifiestamente en la doctrina pontificia y conciliar más reciente, y nociones como la de «patrimonio común de la humanidad», tan cara a Naciones Unidas, se vinculan a él de forma implícita. 2.3. DE VITORIA A SUÁREZ Los demás autores españoles de la época comparten en su conjunto los principios de F. de Vitoria o los presuponen. Éste es, en particular, el caso de Domingo Soto, en concreto, en relación con los títulos de la conquista del Nuevo Mundo. Niega, sin embargo, la posibilidad de un sometimiento previo de los indios para obligarles a escuchar la predicación. Por su parte, Luis de Molina no entiende el ius communicationis como un derecho natural, sino positivo, pudiendo los Estados restringirlo si fuese necesario. Vázquez de Menchaca, que distingue el Derecho de gentes natural, primario, del Derecho de gentes secundario, positivo, producido históricamente por la humanidad a partir del ius civile de los diversos pueblos, tiene reservas en cuanto a la doctrina de la guerra justa. Es conocido más especialmente por su defensa del principio de la libertad de los mares, formulado de pasada por F. de Vitoria, y que, por lo demás, iba en contra del monopolio de la navegación oceánica reivindicado por Castilla y Portugal en virtud de la bula ínter caetera. Era natural que el interés por los problemas suscitados por el descubrimiento del Nuevo Mundo fuese sentido en España, aparte ya de en los medios políticos y universitarios, por amplios estratos de la sociedad, afectados directamente en mayor o menor medida. En efecto, se produjo un debate que podríamos calificar de «nacional», asociado esencialmente a los nombres de Bartolomé de Las Casas (hacia 1474-1566) y de Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573). Las Casas, natural de Sevilla, dominico de vocación tardía, fue el primer sacerdote que cantó su primera misa en América. Fue nombrado obispo de Chiapas (México) y «defensor de los indios» 30 y es sabido el celo con el que asumió la tarea que se había asignado. Sus obras, numerosas y reiterativas, están al servicio de una acción infatigable. Expresan un Derecho natural igualitario que acentuaba la communis opinio de los miembros de su orden y una hostilidad frente a toda intervención de los europeos en las Indias en nombre de cualquier pretensión de superioridad moral, lo que, en particular, le lleva a rechazar —al igual que D. Soto— el derecho a obligar a los indios a escuchar la predicación. Frente a él, J. G. de Sepúlveda, nacido en Pozoblanco (actual provincia de Córdoba) y famoso por sus traducciones latinas de Aristóteles (La Política, en particular), renueva la teoría de éste acerca de la desigualdad natural de los hombres y de los pueblos, y justifica por ello el sometimiento de aquellos que, incapaces de gobernarse razonablemente, deben obedecer a los más aptos. 2.4. SUÁREZ La aportación de F. Suárez a la doctrina del Derecho de gentes se dirige en primer lugar a la noción de comunidad internacional, que evoca en un texto, bien conocido por cierto, De legibus (lib. II, cap. 19,9), pero que, por eso mismo, no podemos omitir aquí: «El género humano, aunque dividido en varios pueblos y reinos, siempre tiene alguna unidad no sólo específica, sino también cuasi-política y moral, que indica el precepto natural del mutuo amor y la misericordia, que se extiende a todos, aun a los extraños y de cualquier nación. Por lo cual, aunque cada ciudad perfecta, república o reino, sea en sí comunidad perfecta (communitas perfecta) y compuesta de sus miembros, no obstante cualquiera de ellas es también miembro de algún modo de este universo, en cuanto pertenece al género humano; pues nunca, en efecto, aquellas comunidades son aisladamente de tal modo suficientes para sí que no necesiten de alguna mutua ayuda y sociedad y comunicación (aliquo modo iuvanime et societate ac communicatione), a veces para mejor ser y mejor utilidad, y a veces también por moral necesidad e indigencia, como consta del mismo uso. Por esta razón, pues, necesitan de algún Derecho por el cual sean dirigidas y ordenadas rectamente en este género de comunicación y sociedad (in hoc genere communicationis et societatis)». Al igual que en F. de Vitoria, existe en F. Suárez una subordinación del bien común nacional al bien común universal (bonum commune omnium nationum, bonum commune generis humani). Francisco Suárez dio un paso decisivo en la elaboración del concepto moderno de Derecho de gentes, gracias a una distinción que marca un verdadero giro copernicano en la materia. Existe, afirma, un doble Derecho de gentes: primeramente, «el Derecho que todos los pueblos y todas las naciones deben mantener entre ellos (ínter se)»; en segundo lugar, «el Derecho que cada ciudad o reino observa en su interior (mira se)»; y es notable que es el primero el que, hablando con propiedad, constituye el Derecho de gentes, en tanto que el segundo se denomina Derecho de gentes «por razones de semejanza y de conveniencia» (II, 19, 8). Francisco Suárez destacó con mayor claridad que F. de Vitoria el papel que, junto al Derecho de gentes natural, desempeñaría el Derecho de gentes positivo, que nace de la costumbre y para el que reserva la expresión de ius gentium. Que esta acentuación del papel de la voluntad estatal no conduce necesariamente a un individualismo internacional, se desprende de la posibilidad de una renuncia a la guerra por parte de los Estados. El derecho a la guerra resulta de la ausencia de un superior político a quien el Estado objeto de una injuria pueda dirigirse en demanda de reparación; pero podría establecerse otro procedimiento, como el arbitraje de un tercero. La guerra no es, en efecto, propiamente de Derecho natural, sino de Derecho de gentes, o sea, de Derecho positivo humano; y es, por consiguiente, suprimible mediante el establecimiento de un sistema de solución pacífica de conflictos (II, 19,8; igualmente De bello, secc. 5, núm. 5). 31 En lo que concierne a la conquista del Nuevo Mundo, F. Suárez, que escribe medio siglo después que F. de Vitoria, se extiende menos sobre la cuestión de los títulos invocados. Mitiga, como Luis de Molina, el rigor del ius communicationis, que corresponde al Derecho de gentes en tanto que Derecho positivo. Introduciendo el probabilismo en el Derecho de la guerra, limita el alcance de la guerra justa por ambos lados y considera que, antes de recurrir a las armas, será necesario considerar debidamente la probabilidad de una victoria. 3. LA LITERATURA MILITAR La guerra continuó engrosando monografías, cuyo contenido se hizo más complejo a medida que este fenómeno, bajo la presión de las soberanías en ascenso, lo hizo también. La profesión de sus autores, asesores jurídicos de los ejércitos, las enriquecía con datos extraídos de la práctica. El piamontés Pierino Belli (1502-1575), natural de Alba, asesor jurídico sucesivamente de Carlos V y Felipe II, después del comandante en jefe del ejército imperial en Piamonte y, finalmente, del duque de Saboya, Manuel Filiberto, es el autor de un tratado De re militan et de bello (Venecia, 1563). En lo que atañe al derecho a la guerra, sigue, en conjunto, la doctrina escolástica de la guerra justa. Por lo que se refiere a la conducción de las hostilidades, Belli condena los actos de crueldad cometidos sobre los prisioneros y exige miramientos hacia las poblaciones de los territorios ocupados. Si una de las partes acepta un arbitraje, la otra deberá entretanto abstenerse de combatir. Baltasar de Ayala (1548-1584), nacido en Amberes en el seno de una familia española establecida allí y formado en Lovaina, fue auditor jurídico en el ejército de Felipe II en los Países Bajos. Su De jure et officiis bellicis et disciplina militan salió en Douai en 1582. En B. de Ayala la influencia del concepto de soberanía conduce a una formalización de la guerra justa, desde el momento en que la guerra es una lucha entre soberanos legítimos. Pero el alcance de su doctrina está, en cierta forma, limitado por el hecho de que se refiere esencialmente al conflicto entre Felipe II y las provincias de los Países Bajos fieles a la Reforma. Este conflicto no es, a sus ojos, una guerra propiamente dicha, sino la represión de una rebelión, lo que explica, de otra parte, el rigor de los medios que el autor hispano-flamenco admite para ponerle término, no pudiendo los rebeldes hacer valer derechos de beligerancia legítima. Este enfoque implica asimismo toda una serie de excepciones al principio general de la buena fe, de la que B. de Ayala afirma que, en el curso de una guerra justa, es preciso guardarla frente a los enemigos. Si ésta estuviera en el ánimo de ambos bandos, las reglas de la guerra se aplicarán con independencia de que sea justa. 4. GENTILI Con Alberico Gentili (1552-1608) volvemos a encontrar los elementos de una doctrina del Derecho de gentes que sobrepasa los límites del Derecho de la guerra. También él escribió un De iure belli (Oxford, 1588; edición definitiva, Hannover, 1598). Sin embargo, este tratado fue precedido, tres años antes, por un tratado sobre el Derecho de embajada (De legationibus, Oxford, 1585) que expresa la ampliación de la teoría a un ámbito que el establecimiento progresivo de representaciones diplomáticas permanentes hacía cada vez más actual. Gentili, natural de San Ginesio (Estados Pontificios), doctor en Derecho civil por la Universidad de Perusa, abrazó el protestantismo y abandonó Italia en 1579. Refugiado en Inglaterra, enseñó en la Universidad de Oxford desde 1581 hasta su muerte. Una consulta del gobierno inglés con ocasión de un caso célebre que ponía en cuestión la inmunidad del embajador de España, Bernardino de Mendoza, acusado de haber tomado parte en una conspiración contra la 32 reina Isabel para elevar al trono a María Estuardo, da origen a su monografía sobre las embajadas6. La correspondiente al Derecho de la guerra era el desarrollo de uno de los discursos a los que estaban obligados los profesores con ocasión de la presentación anual de las pruebas de doctorado, habiendo elegido Gentili este asunto en 1588, el año de la Armada, en vista de la preocupación reinante. Durante sus últimos años ejerció asimismo la práctica del Derecho, en particular, como asesor de la embajada de España, con el consentimiento de Jacobo I. Sus informes se publicaron postumamente con el título Hispánica advocatio (1613). Gentili se declara expresamente en contra de los teólogos y reivindica para los juristas la decisión en todo lo que concierne al Derecho, que constituye su ámbito propio. Algunos han visto en él al precursor de una consideración histórica del Derecho de gentes, aunque la mayor parte de sus referencias corresponden a la Antigüedad clásica. La aportación de Gentili a la doctrina del Derecho de gentes consiste más bien en sus investigaciones monográficas antes que en sus fundamentos teóricos. Su concepto de ius gentium, que identifica con el Derecho natural o —lo que puede sorprender— con una parte del «Derecho divino», no es claro (De jure belli, 1. I, cap. 1), y parece concebirlo más como el Derecho universal tradicional que como un Derecho que rija las relaciones entre sociedades políticas diferenciadas. En lo que atañe al derecho diplomático, Gentili es un partidario decidido de la inmunidad de los embajadores, aunque delimitándola con rigor. No se verán exentos de la jurisdicción criminal del país receptor más que si el delito imputado no ha sido consumado (éste era, como hemos visto, el caso del embajador de España incriminado). Quedarán sometidos a ella en materia civil, pero sus bienes muebles no podrán incautarse y su domicilio es inviolable. Gentili resalta el carácter público de la guerra. No acepta como causa de guerra justa el derecho de predicar el Evangelio. Admite con mayor largueza que los escolásticos la posibilidad de una guerra justa por ambos bandos y subraya, en todo caso, que la justicia de la guerra no modifica en nada los derechos de los beligerantes. En cuanto a la conducción de la guerra, deberá realizarse con humanidad, en particular, con respecto a las poblaciones civiles. Gentili consagra el tercer libro de su De iure belli a los tratados de paz. En principio, éstos vinculan a los sucesores y los pueblos de las partes contratantes, y el hecho de haberlos suscrito con el apremio de una derrota, no autoriza a denunciarlos. Todos contienen, a los ojos del internacionalista italo-inglés, la cláusula tácita de ser obligatorios en tanto que las condiciones permanezcan inalteradas, lo que lleva a introducir en el Derecho de gentes una cláusula (rebus sic stantibus) tomada del Derecho canónico. De forma algo insólita, Gentili aplica con rigor a los terceros Estados la doctrina de la guerra justa, obligándoles a ayudar al Estado que hubiera sido objeto de una agresión. Por otro lado, preconiza el arbitraje internacional. La naturaleza de las alegaciones realizadas como abogado de España explica que éstas se refieran principalmente a cuestiones de Derecho marítimo. Afirma, en principio, la libertad de la alta mar, pero —en el sentido de la concepción inglesa entonces dominante— extiende los límites de lo que será el mar territorial hasta las 100 millas. El corso, admitido ampliamente en De iure belli, es juzgado aquí con mayor severidad. La obra de Gentili, como la de F. de Vitoria, cayó a continuación en un largo olvido. Fue rehabilitada en 1874 por T. E. Holland, catedrático de Oxford. En cuanto al juicio global de su obra, compartimos plenamente el de A. Nussbaum: «los escritos de Gentili no suministraban el impulso moral del que dependía el progreso de la magna causa del Derecho de gentes. Gentili 33 carecía de la estatura de un Vitoria, y aún menos de la de un Grocio»; puede considerársele como quien está en el origen de «la escuela de pensamiento secular en Derecho internacional». 5. GROCIO Hugo Grocio (Huigh de Groot, Hugo Grotius; 1583-1645) tiene el mérito de haber sido el primero en ofrecer una exposición de conjunto del Derecho de gentes: el célebre De jure belli acpacis (París, 1625). Su vida tiene algo de novela. Natural de Delft (Holanda meridional) de padre protestante y madre católica, reveló una gran precocidad, que le permitió ingresar en la Universidad de Leyden a la edad de 12 años. Fue nombrado historiógrafo de los Estados Generales (1603), después pensionado de Rotterdam (1613). Militante del grupo religioso de los arminianos, también llamados «remonstrantes», que negaban la doctrina de la predestinación del calvinismo dominante, estuvo entre sus defensores en la controversia religiosa que siguió, y fue lo que le concitó la aversión del estatúder Mauricio de Nassau. Condenado a cadena perpetua en 1618, fue encarcelado en la fortaleza de Loevestein, pero se fugó tres años más tarde, en un cajón de libros, con la ayuda de su mujer, y se estableció en París, donde recibió una pensión de Luis XIII. En 1634 fue nombrado embajador de Suecia. Pero Grocio carecía de las cualidades de un diplomático y, además, no se consagraba excesivamente a su tarea. Fue cesado en 1644. Habiéndose ido a Estocolmo, donde se le recibió con toda consideración, pero sin que se le ofreciera ningún otro cargo, murió oscuramente en el retorno en Rostock, tras haber escapado al naufragio del buque en el que viajaba. Un pastor luterano le asistió en sus últimos momentos. Así desaparecía, en una amarga soledad, quien, joven aún, había sido llamado el «prodigio de Holanda». Grocio se distinguió muy pronto por su cultura humanista. No fue solamente erudito, historiador y jurista, sino también y sobre todo, teólogo. Su De veníate religionis christianae (1622) es un clásico de la literatura religiosa protestante. Le debemos también comentarios del Antiguo y Nuevo Testamento (1642). En prisión redactó, en lengua vulgar, una Introducción al estudio del derecho holandés, publicada en 1631 y que ha servido de base, en particular, a la jurisprudencia de los Estados boers de África del Sur hasta nuestros días. Consagró al problema de las relaciones entre el poder civil y el poder eclesiástico el De imperio summarum potestatum circa sacra, publicado en 1647, aunque redactado antes que el De jure belli acpacis. Es esta última obra la que aseguró su fama a Grocio, y, sin duda, es la principal. Fue precedida sin embargo, ya desde largos años antes, por un tratado sobre el Derecho de presa (De iure predae), terminado en 1606, pero que no vio la luz hasta el siglo XIX, excepto el capítulo relativo a la libertad de los mares, que apareció como opúsculo independiente (Mare liberum) en 1609, de forma anónima. El éxito literario sonrió a Grocio. La razón está sin duda en que fue un representante particularmente brillante de su tiempo, del que supo captar su espíritu. En una Europa embarcada en luchas religiosas y políticas encarnizadas, se hizo el heraldo de la conciliación, de la paz, sobre la base de una confianza optimista en la razón natural. Profesaba un irenismo religioso que no deja de recordar al de Erasmo y que le encaminaba por la vía de la unión de las Iglesias, dentro de la aceptación del pluralismo y la tolerancia. En cuanto al De jure belli acpacis, llegó en su momento oportuno, en una Europa desgarrada por la guerra de los Treinta Años. Al igual que en Gentili, el interés por el Derecho de gentes que da origen a De iure predae se debe también a una consulta, realizada aquí por accionistas menonitas de la Compañía de las Indias orientales, que tenían dudas respecto a la legalidad de la captura, en aguas de Malaca (o 34 Malaka), de un navío portugués, el Santa Catalina —estando Portugal en esos momentos en régimen de unión personal con España—, cuyo cargamento fue puesto en venta como por legítima captura. Históricamente, Grocio es una figura de transición entre los escolásticos y los teóricos del Derecho natural racionalista, llamado «clásico», de los siglos XVII y XVIII. Él mismo reconoce su deuda hacia los magni Hispani, a los que, por lo demás, cita en abundancia. Se apoya también ampliamente en la tradición literaria cristiana, que sus sucesores ignorarían. Pero prepara la laicización ulterior del Derecho natural y, por consiguiente, del Derecho de gentes. El Derecho natural es, para Grocio, lo que la recta razón muestra como conforme a la naturaleza social del hombre, un conjunto de principios absolutos que el propio Dios no podría alterar. De ahí la célebre frase según la cual el Derecho natural existiría incluso en la hipótesis — que, desde luego, él rechaza— de que Dios no existiese, una frase, por lo demás, tomada de escolásticos de la Baja Edad Media que reaccionaban contra el voluntarismo teológico de Occam. Al conocimiento a priori del Derecho natural por el razonamiento se añade, en Grocio, un conocimiento a posteriori mediante la opinión común de los pueblos civilizados, incorporada a sus instituciones y a sus testimonios literarios. Como F. de Vitoria, Grocio es antes que nada —a los ojos de la posteridad— un teórico del Derecho de gentes. La concepción general que proporciona es menos precisa que la de los teólogos españoles. Sin duda, bajo la influencia de Vázquez de Menchaea, no mantiene tan claramente como F. de Vitoria y, sobre todo, F. Suárez, la distinción entre el Derecho de gentes como ius ínter gentes y el ius gentium tradicional. Si en los «Prolegómenos» se trata del Derecho que rige entre la totalidad o la mayoría de los Estados (ínter civitates aut omnes aut plerasque; párr. 17), el libro I (Cap. 1, párr. xiv, 1) lo denomina «civil en sentido lato» (latíuspatens). En cambio, Grocio destaca plenamente una distinción ya establecida por los clásicos españoles: la del Derecho de gentes natural y el Derecho de gentes voluntario (positivo). El Derecho de gentes natural no es más que el propio Derecho natural en tanto que se aplica a las sociedades políticas. La sociabilidad, el appetítus societatis, impulsa a la cooperación entre los pueblos. El género humano recibe de la naturaleza los principios fundamentales del orden que lo gobierna. De estos principios emana el Derecho de gentes voluntario (positivo), definido como «aquél que recibe su fuerza obligatoria de la voluntad de todas las gentes o de muchas de ellas» (ibid); una voluntad que se expresa de forma expresa (tratados) o tácitamente (costumbre). Un principio esencial del Derecho de gentes voluntario es la fidelidad a los compromisos aceptados (pacta sunt servanda). A pesar de su título, la obra de Grocio acerca del Derecho de la guerra y de la paz concede al Derecho de la guerra un lugar mucho más amplio que al de la paz. Grocio incluye a la guerra privada en su concepto de la misma, lo que implicaba un retroceso, en particular, con relación a Gentili9. Sigue de cerca a F. de Vitoria en cuanto a las condiciones de la guerra justa, pero confiere a la doctrina un giro formalista. Aun afirmando que una guerra no puede ser justa más que para un bando, piensa, como B. de Ayala, que si la justicia de la guerra tiene siempre un sentido en el fuero interno, ésta no afecta a la situación jurídica de las personas y de los bienes en la acción bélica; lo que es un paso importante dentro del proceso doctrinal, que, en particular, por la mediación de Vattel, conducirá a una noción no discriminatoria de la guerra, cuya legitimidad dependerá de una legalidad vinculada al respeto de ciertas formalidades entre los beligerantes, en pie de igualdad. Por lo demás, Grocio hace de la buena fe un principio fundamental del Derecho de gentes, que debe mantenerse ante el enemigo en toda circunstancia. 35 Grocio se preocupó más que sus predecesores del Derecho en la conducción de las operaciones militares, de ius in bello. Ha contribuido, por tal hecho, a una humanización del Derecho de la guerra, introduciendo lo que designa como temperamenta en el modo de realizarla. En lo que concierne al Derecho de legación, Grocio consagró el principio de la extraterritorialidad de las embajadas y el de la inviolabilidad de los embajadores, eximidos de la jurisdicción penal del Estado receptor, que puede repatriarlos en caso de grave delito. De acuerdo con su espíritu conciliador, Grocio defendió el principio de arbitraje. No desarrolló una doctrina de derechos y deberes de los neutrales, término ya utilizado en las lenguas vernáculas, en particular por Maquiavelo, Bodino y Botero, y del que formula la idea en latín mediante la expresión medi in bello. Grocio considera a los no beligerantes como a intermediarios entre las partes y como a mediadores en potencia para el restablecimiento de la paz. Considerando las exigencias de la guerra justa, se limita a prohibir a los neutrales el apoyo a la injusticia, así como a autorizar el derecho de paso del beligerante justo y ocupar plazas fuertes en país neutral. En cuanto a los tratados, vinculan también a los sucesores de las partes contratantes. Un aspecto importante de la doctrina greciana del Derecho de gentes es la defensa del principio de la libertad de los mares. Dio ocasión, como veremos, a un debate apasionado, dada la importancia de lo que estaba en juego. La gloria postuma de Grocio ha sido evidente, aunque también variable. Considerado sobre todo como el fundador del Derecho natural y de gentes, identificado con su versión racionalista, su papel se hizo más relativo cuando la «segunda escolástica», preponderantemente española, retornó a primera fila y se hicieron visibles los lazos que la unían al pensador de Delft. Grocio, por otra parte, es menos riguroso en la argumentación que sus predecesores y se conforma demasiadas veces, como ya le reprochara Voltaire, con atrincherarse tras referencias de autoridades, proveídas con abundancia por una erudición que ahoga, con frecuencia, su propio pensamiento. En cuanto a los ejemplos históricos seleccionados para expresar la opinión común, los extrajo, como Gentili, de autores antiguos. Sin embargo, pocos permanecerán insensibles a la fe de Grocio —ferviente dentro de una cierta ingenuidad— en el valor y en el papel del Derecho como elemento de integración de una civilización pluralista, tanto en el plano religioso como en el intelectual, moral y político; de un Derecho —y ésta es una parte esencial de su mensaje— que debe conservarse en el mismo corazón de la guerra. 6. LA POLÉMICA SOBRE LA LIBERTAD DE LOS MARES El Mare liberum (o De mare libero) del joven Grocio es, como indica su título, una defensa de la libertad de los mares, de la que ya hemos observado que es ampliamente tributaria de la que realizara, medio siglo antes, Vázquez de Menchaca, con la diferencia de que, si ésta coincidía en su época con los intereses de los Países Bajos, se oponía a los de España y Portugal, pero también a los de Inglaterra. Es el mérito histórico de Grocio haber planteado, a la luz de la nueva situación, el problema de la libertad de navegación, surgida de la conquista de espacios oceánicos por el hombre. Como F. de Vitoria, Grocio afirma un Derecho natural de comunicación y de sociedad a escala humana. El océano no podía ser reivindicado en exclusiva por un Estado, siendo de uso común. En cuanto a la «donación» pontificia, si la mayoría de los teólogos y juristas españoles habían limitado su alcance, era claro que para Grocio no podía tener un valor como tal, viendo en ella un arbitraje que no vinculaba más que a las partes implicadas. En resumidas cuentas, la alta mar—propiamente hablando, infinita— es cosa común, res communis, no susceptible de ser 36 ocupada. El Mare liberum suscitó réplicas, proviniendo las más célebres de la pluma del mercedario portugués Serafim de Freitas (o Freytas; hacia 1570-1633), catedrático en Valladolid (De justo imperio Lusitanorum asiático, publicado en esta misma ciudad, 163 5), y del jurista y parlamentario inglés John Selden (1584-1654), autor del Mare clausum, escrito en 1618, aunque no vio la luz hasta 1635. Por lo demás, difieren profundamente entre ellas. Sólo el tratado sobre el justo imperio asiático de los portugueses hizo frente al opúsculo grociano en su propio terreno: es una respuesta directa a sus argumentos y, al igual que él, tiene por objeto la navegación oceánica. Incluso admitiendo, con el Desconocido —hemos visto que el Mare liberum era anónimo— que el mar es cosa común, Freitas acepta la posibilidad de una cuasi-ocupación equivalente a un derecho preferencia! y de control en determinadas zonas para determinados Estados. El derecho de comunicación puede ser —y en eso Freitas se aleja de F. de Vitoria y de Grocio, inclinándose por Molina y Suárez— denegado o restringido por los poderes locales. Freitas sostenía el derecho de los portugueses a penetrar en las Indias orientales con objeto de difundir el Evangelio en virtud de la delegación pontificia, haciendo suyo el título fundado en el derecho de obligar a los aborígenes a escuchar la predicación. Introduce, sin embargo, un matiz en su razonamiento, en la medida en que los hindúes disfrutaban de una situación más favorable que los musulmanes, considerando el estado «de guerra perpetua» de estos últimos con los cristianos. A diferencia de Freitas, Selden piensa ante todo en los mares que rodean a las Islas Británicas (el oceanus Britannicus), lo que limita el alcance de su argumentación. Su enfoque del problema no va, por tanto, más allá del que, en siglos anteriores, había dado origen a las pretensiones de ciertas potencias marítimas, como Venecia y Genova, para ejercer un monopolio de la navegación en mares interiores, es decir, en espacios limitados. 7. LOS PRIMEROS PROYECTOS DE «PAZ PERPETUA» Y DE ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL A los ius internacionalistas propiamente dichos, vinieron a añadirse, a partir de la Baja Edad Media, autores diversos que elaboraron proyectos llamados de «paz perpetua» y de organización internacional. En general, propugnan una solución federal o confederal al problema de la paz, tanto en el ámbito europeo como en un plano universal. En cierta medida, sus obras pueden compararse con lo que son las utopías en el terreno social y político. Ya en la Edad Media, el legista francés Pierre Dubois (o Du Bois; hacia 1250-1312) había contemplado en su De recuperatione Terrae Sanctae (1309) una unión de los soberanos cristianos para plantarle cara a los infieles y reconquistar los Santos Lugares. Fundada en una asamblea permanente de sus representantes, disponía de un tribunal de arbitraje con la facultad de imponer sanciones. La suplantación de la supremacía tanto del Emperador como del Papa, perseguida implícitamente por Dubois, fue también en apariencia la intención del proyecto del agente francés Antoine Marini, que adoptó (1461) el Rey de Bohemia Jorge de Podiebrad (Podébrady, 14581471), favorable a los husitas y que fue excomulgado por el papa Pablo II (1466). Al igual que el de Dubois, contempla una asamblea confederal, competente para declarar la guerra y concluir la paz, un tribunal y un ejército formado por contingentes de los Estados miembros, con cargo al presupuesto de la federación. En este proyecto se dan los elementos esenciales de todos los que seguirían después. En la época que nos ocupa, dos aportaciones retienen nuestra atención. La del monje 37 francés Emeric Crucé (circa 1590-1648), Le nouveau Cynée ou discours d État représentant les occasions et moyens d'etablir unepaix genérale et la liberté de comerse par tout le monde (París, 1623), asocia a Turquía y a otras potencias no cristianas a su organización internacional. Prevé un consejo permanente con sede en Venecia, la intensificación de los intercambios comerciales, el establecimiento de un sistema común de pesos y medidas. Le inspira un pacifismo profundo. El «grand dessein» que Maximiliano de Béthune, barón de Rosny, duque de Sully (15601641), ministro del rey Enrique IV, compuso entre 1611 y 1638, tras el asesinato del soberano y que le atribuye, se sitúa de nuevo bajo el signo de la política de poder. Aun afirmando dirigirse contra los turcos, su objeto era la destrucción de la hegemonía de la Casa de Austria y el establecimiento de un equilibrio europeo. La federación prevista debía articularse en grupos regionales y la dirección estar en manos de un Consejo general cuyos miembros serían nombrados exclusivamente por el Papa, por el Emperador y por los reyes de Francia, Inglaterra y España. CAPÍTULO VIII EL DERECHO INTERNACIONAL DE LA PAZ DE WESTFALIA AL CONGRESO DE VIENA 1. LA PAZ WESTFALIA Y SUS CONSECUENCIAS El proceso tic desintegración de la Respublica christiana que condujo al sistema de Estados europeo» o «sistema político de Europa» alcanzó su punto culmine con la Paz de Westfalia (Tratados de Osnabrück y de Münster del 24 de octubre de 1648), que puso fin a la guerra de los Treinta Años, una de las más devastadoras de las que la humanidad tiene memoria. Guerra religiosa en el seno Imperio en sus comienzos, la guerra de los Treinta Años se transformó en una guerra general en la que participó la mayor parte de los Estados europeos, redoblándose la rivalidad confesional entre católicos y protestantes con un relanzamiento de la rivalidad política entre Francia y la Casa de Austria. Ambos tratados, negociados de forma paralela en las dos ciudades westfalianas entre el Emperador y Suecia con sus aliados, y entre el Emperador y Francia 11 ni los suyos, consagran el debilitamiento del Imperio, tanto hacia el interior i unió hacia el exterior. Los más de 300 territorios miembros del Sacro Imperio veían cómo se les reconocía una autonomía que les permitía concertar alianzas con Estados extranjeros a condición de que no se dirigiesen contra el Imperio, lo que les convertía en semi-soberanos. La Francia católica y la Suecia protestante, victoriosas, garantizaban la paz. Por tal razón, la Paz de Westfalia tenía un alcance constitucional para el Imperio; la constitución del Imperio se convertía en un asunto europeo. La Paz de Westfalia confirmó, en el plano internacional, la igualdad confesional entre el catolicismo y el luteranismo, establecida para el Imperio por la paz religiosa de Augsburgo en 1555, y la extendió al calvinismo. No estableció, por tanto, una libertad religiosa plena, manteniendo el principio denominado cujus regio, eius religio, según el cual los súbditos debían adherirse a la religión del príncipe, disponiendo los disidentes del derecho a emigrar. En cualquier caso, las disposiciones religiosas de ambos Tratados provocaron la protesta del papa Inocencio X (1644-1655), el mismo año de su firma (bula Zelo domus Deí). En lo que concierne a las cláusulas territoriales, que consagraban el engrandecimiento de Francia y de Suecia, se recordará que la Paz de Westfalia reconoció formalmente la independencia de la Confederación Helvética y de los Países Bajos con relación al Imperio, 38 independencia que ya existía en los hechos. 2. EL «DERECHO PUBLICO» DE EUROPA La Paz de Westfalia ha sido la base del «Derecho público europeo» (juspubli-cum Europaeum), denominado también, en particular en los países de lengua alemana, «Derecho de gentes europeo» (europáisches Volkerrecht). Fue, en efecto, el punto de partida de toda una serie de tratados posteriores que se referirán a ella o la invocarán, y cuya vertebración ha constituido un verdadero corpus iuris gentium europeo. Un principio de ordenación de este mundo de Estados, desligados de toda tutela imperial o pontificia, fue el principio de equilibrio de fuerzas, la balance of power. También en ello había sido Italia el primer escenario, a escala reducida, de su aplicación. Esta se extendería después a la gran política europea, hasta el reconocimiento expreso del principio como tal en el artículo II del Tratado de paz y amistad entre Gran Bretaña y España, suscrito en Utrecht el 13 de julio de 1713. Pero se trataba de un principio mecánico, que no podía asegurar por sí sólo un orden internacional estable. En un mundo de Estado preponderantemente monárquico, su práctica era ciertamente facilitada por las solidaridades dinásticas. También lo era por un sentimiento de intereses comunes frente a los de las restantes partes del mundo, fundado sobre la realidad de una densa red de relaciones de toda índole entre los Estados de Europa; de ahí que, para designar al conjunto, Vattel recurra a los términos «sistema» y «cuerpo», en tanto que Voltaire habla de una «especie de gran república» . Pero, el auge coetáneo de la «razón de Estado» imponía límites estrictos a su eficacia. La sociedad internacional se concebía sobre el supuesto de un estado de natural enemistad entre los Estados y como producto de vínculos contractuales libremente aceptados por aquellos. La escuela del Derecho natural y de gentes, remitiéndose a Grocio, hará pasar el contractualismo desde la esfera del Derecho político al ámbito del Derecho internacional. De hecho, la puesta en práctica del principio del equilibrio conducirá a una serie ininterrumpida de guerras en el curso de las cuales los gabinetes europeos harán gala de su virtuosismo diplomático, no siendo la «inversión de las alianzas» un fenómeno raro. La preponderancia española, mantenida desde la Paz de Cateau-Cambré-sis (1559), cedió el paso a la de Francia, consagrado en las Paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (7 de noviembre de 1559). En el norte, el predominio de Suecia (Paz de Oliva, 23 de abril [3 de mayo] 1660) cedió ante e] de Rusia (Paz de Nystad, 30 de agosto de 1721), que Pedro el Grande (16941725) incorpora al sistema europeo con rango de gran potencia. La ascensión de Prusia, en particular con Federico II el Grande (1740-1786), la convertirá, a su vez, en gran potencia. De ahí resultará, como consecuencia del retroceso de España, el sistema de cinco grandes potencias que, sacudido vigorosamente por las inclemencias de las guerras de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico, le sobrevivirán hasta la segunda mitad del siglo XIX. Finalmente, las rivalidades coloniales adquieren mayor relieve. El Tratado de París de 10 de febrero de 1763 consagra el peso de Gran Bretaña como nueva gran potencia colonial, en parte a expensas de las posesiones francesas en América (Canadá) y en la India. Aun cuando el sistema de Estados europeo había conocido repúblicas, era fundamentalmente monárquico. De ahí el papel del principio de legitimidad, es decir, por tomar la fórmula de un autor de la época, «la santidad del estado de posesión legítima reconocida como tal», como principio básico del sistema. No cabe, sin embargo, sobrestimarlo. No impidió el reconocimiento de la Commonwealth del «usurpador» Cromwell (1649-1658), ni el de las colonias inglesas de América sublevadas frente a la metrópoli, ni, lo que es más grave, el 39 desmembramiento de Polonia en tres repartos sucesivos (1772, 1793, 1795). En cuanto a la oposición de los monarcas a la Revolución francesa, se deberá ante todo al temor de una ruptura del equilibrio europeo en su favor. En cualquier caso, el principio de legitimidad está en el origen de la importancia creciente del reconocimiento en materias como la admisión o la consolidación de una sucesión en momentos de vicisitudes dinásticas que impliquen un cambio —bastará recordar las «guerras de sucesión» de España (1701 -1714), de Polonia (1733-1738), de Austria (17401748)—. En la práctica internacional, la legitimidad se inclinó oportunamente ante la efectividad de las situaciones establecidas. Lo hizo con tanta mayor facilidad cuanto que la guerra, sometida a ciertas formalidades, era un medio normal de la política, una institución del Derecho de gentes, considerado por lo demás como el instrumento por excelencia de adaptación del Derecho a las cambiantes circunstancias del medio internacional. Es sabido que el papel de la efectividad permanecerá como una constante en el Derecho internacional hasta nuestra época. 3. EL IMPACTO DE LAS REVOLUCIONES AMERICANA Y FRANCESA Y DEL IMPERIO NAPOLEÓNICO La primera alteración del sistema de Estados europeo tuvo lugar a partir de la secesión de las 13 colonias inglesas de América, que, tras haber proclamado su independencia el 4 de julio de 1776 y gozado, durante la guerra que siguió, del apoyo, directo o indirecto, de Francia, España y los Países Bajos, fueron reconocidas como Estado independiente por la metrópoli por el Tratado de París del 3 de septiembre de 1783. Con ella triunfaba el principio del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, llamado, a lo largo del siguiente siglo, a desplazar el principio de legitimidad, como tendremos ocasión de constatar. La Revolución francesa de 1789 —no solamente política, como la americana, sino también social— avanzaba, en lo que concierne al Derecho de gentes, en la misma dirección. De ahí que surgiese la idea de completar la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano con una Declaración del Derecho de gentes; sin embargo, el texto presentado a la Convención por el obispo constitucional de Blois, Henri Grégoire, más conocido como el abate Grégoire (17501831), no fue votado. Inspirado por un moralismo ardiente, algunos de sus principios (renuncia a las guerras de conquista y a los atentados a la libertad de los pueblos; no intervención) fueron proclamados por las asambleas revolucionarias. La Asamblea Nacional aceptó la incorporación de Aviñón a Francia sólo después de un plebiscito favorable, inaugurando con ello un procedimiento de expresión de la voluntad popular que en lo sucesivo ocuparía un lugar propio en el plano internacional tanto como en el interno. Sin embargo, es un hecho que la política exterior de la Revolución degeneró bien pronto en una política de conquistas y anexiones, disimulada más o menos abiertamente con el velo de la liberación de los pueblos oprimidos. Napoleón Bonaparte, convertido sucesivamente en Primer cónsul (1799) y en Emperador de los franceses (1804), continuó esta política, estableciendo una hegemonía sobre Europa, de la que ésta, a fuerza de coaliciones, acabó por liberarse (1815). Volveremos más adelante sobre la influencia de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico en materia de Derecho de gentes. Uno de los efectos más espectaculares de la política de Napoleón, basada no sólo en la dominación directa (anexión), sino también en la indirecta (hegemonía), fue la creación de la Confederación del Rin (1806-1813), bajo su protectorado. La consecuencia fue la abolición del casi milenario Sacro Romano Imperio (1806), el cual en verdad no pasaba, desde la Paz de Westfalia, de ser mera sombra de sí mismo. Su 40 postrer emperador, Francisco II (1792-1806), abdicó, llevando desde entonces (1806-1835) — bajo el nombre de Francisco I— el título de Emperador hereditario de Austria, que había tomado desde 1804. 4. LAS INSTITUCIONES Una característica del Derecho de gentes del sistema europeo de Estados es la generalización de las representaciones diplomáticas permanentes a partir del siglo XVI, según el precedente de la Sede Apostólica y de Venecia. Con ello se intensificó la actividad política internacional. En ésta desempeñó un papel cada vez mayor la idea de soberanía, en principio absoluta, y la del «interés» del monarca, confundido en gran medida con el del Estado. Frente a las normatividades efectivas, obtendrá un papel cada vez más destacado la voluntad de los Estados, en particular, la de las grandes potencias. Hemos visto que a lo largo de los siglos XVII y XVIII éstas alcanzaron la cifra de cinco (Austria, Francia, Gran Bretaña, Rusia, Prusia), cuya acción ha sido determinante. La gran cantidad de sujetos de Derecho de gentes tras la Paz de Westfalia y su diversidad fundamental tuvieron por consecuencia que, aun cuando la soberanía postula la igualdad, las desigualdades de hecho eran demasiado llamativas como para que pudiesen ignorarse en la práctica diplomática y el protocolo, no ya sólo entre grandes potencias y Estados medianos o exiguos, sino entre las propias grandes potencias. Así fueron frecuentes y puntillosas las cuestiones de precedencia entre cortes celosas de su rango. En cuanto a los cónsules, la intervención del Estado en el comercio exterior bajo el régimen del mercantilismo, implicaba naturalmente una intervención estatal más directa en su nombramiento, reservado más bien en el pasado a las grandes corporaciones mercantiles, particularmente en ultramar. Si la práctica del juramento para confirmar los Tratados va desapareciendo a lo largo del siglo XVIII, la invocación a la Divinidad —que proviene, como hemos constatado, de la noche de los tiempos— permanece siempre en vigor. El progreso de la tolerancia en el espíritu de las Luces dio lugar, en una serie de tratados, a cláusulas favorables a la protección de las minorías religiosas. A este propósito, conviene señalar la influencia ejercida por los jóvenes Estados Unidos de América, que avanzaron al máximo en esta materia, en particular, en los Tratados de amistad y de comercio con los Países Bajos (8 de octubre de 1782) y Prusia (10 de septiembre de 1785). La concesión de un derecho de opción, en caso de anexión de un territorio, a los súbditos que prefiriesen emigrar antes que cambiar de Estado, se fue generalizando. Entre los tratados, después de la Paz de Utrecht, los de comercio constituyen cada vez más una clase diferenciada junto a los tratados de paz. El Tratado llamado Methuen —por el nombre del negociador inglés lord John Methuen (hacia 1650-1706), del 27 de octubre de 1703, entre Gran Bretaña y Portugal— desempeñó un papel singular en las relaciones entre ambos países. Establecía que Portugal aceptase la introducción de lanas inglesas —sometidas, sin embargo, a una tasa del 23 por 100— a cambio de reducir los derechos de aduana de los vinos portugueses en Inglaterra, un 1/3 con relación a los vinos franceses. Pese a ser cancelado en 1736, fijó durante más de un siglo una estrecha unión económica y política de ambas partes. Otros Tratados de comercio, particularmente el del 26 de septiembre de 1786 entre Gran Bretaña y Francia, establecían la cláusula de nación más favorecida. Un lunar en la historia, no ya sólo de las relaciones internacionales, sino de la civilización, es la trata de esclavos negros entre África y América. Se había desarrollado 41 progresivamente a partir del siglo XVI para aprovisionar de mano de obra a las plantaciones de América, después que la población indígena, físicamente menos resistente, se hubiese visto diezmada por un trabajo forzoso contrario, en las islas y regiones costeras, a su forma de vida tradicional, y por las enfermedades de los europeos, ante las que no estaba inmunizada. La trata fue practicada sobre todo por los ingleses, los franceses, los portugueses y los holandeses. España, en el marco de la Paz de Utrecht (Asiento —una forma particular de contrato— del 26 de marzo de 1713, confirmado por el artículo 12 del Tratado entre España y Gran Bretaña del 13 de junio), había concedido el monopolio de la trata, durante 30 años, en sus provincias de América a la Compañía Inglesa de las Indias orientales. Inglaterra renunció a él en 1750. Orientada de antemano hacia el Caribe y el Brasil principalmente, la trata se dirigiría asimismo hacia las colonias de plantación del norte, inglesas y francesas. Contraria a la conciencia cristiana y al espíritu de las Luces, la trata —que implicaba, por lo demás, la colaboración de los reyezuelos indígenas de la costa para capturar a los infelices condenados a la servidumbre— engendró desde comienzos del siglo XVIII un movimiento abolicionista, particularmente activo en Francia e Inglaterra; en la primera, entre los «filósofos» —en particular, Condorcet (1743 -1794), autor de Réflexions sur I'esdavage des Négres (Neuchátel, 1781; nueva edición revisada y corregida, París, 1788)— sobre la base de su ideal humanitario; en la segunda, entre los cuáqueros y a impulsos de William Wilberforce (17591833), hombre político y parlamentario, que consagró 40 años de su vida a la lucha, de inspiración religiosa, contra la execrable institución. Del lado católico cabe recordar, en el mismo sentido, la acción asistencial y apostólica de San Pedro Claver —jesuita, natural de Verdú en Cataluña (1581 o 1583-1654)— entre los esclavos negros de Cartagena (en la actual Colombia) a pesar de la oposición de los colonos, desde 1610 hasta su muerte. En el plano teórico, Luis de Molina, de quien nos ocupamos anteriormente, había mantenido una doctrina laxista en este asunto, aceptando la legitimidad de la compra de esclavos en el caso de prisioneros capturados en una guerra justa —hipótesis de escuela que, con toda evidencia, era difícilmente aplicable a las condiciones en las que generalmente los negros africanos eran capturados—. Un autor perteneciente a la misma orden, Diego de Avendaño (1594-1688) —natural de Segovia, aunque su carrera se desenvolvió en el Nuevo Mundo— unió en su monumental Thesaurus Indicus (2 vols., Amberes, 1668) y el no menos imponente Actuarium Indicum que va a continuación (4 vols., Amberes, 1675-1686) al negro con el indio en la defensa de su libertad natural y se opone a considerar justas las guerras por las que eran privados de ella4. Entre tanto, la bulal Immensa del papa Benedicto XIV (1741) apoyó el movimiento. Este período asistió al agravamiento del estatuto de la piratería, considerada como un delito del Derecho de gentes, susceptible de ser perseguido y castigado por cualquier instancia, lo que el poder creciente de las marinas de guerra ya permitía. Desde el punto de vista del Derecho internacional, otro rasgo de la época obedece igualmente a la idea de soberanía en su versión absoluta. Es el declive del arbitraje, reemplazado cada vez más por los «buenos oficios». A falta de toda autoridad superior, ya no simplemente en el plano moral, sino religioso o incluso histórico, los Estados soberanos aceptan cada vez menos someter sus diferencias al juicio de terceros. Son el mismo espíritu y el nuevo sentido del Estado como entidad territorial última los que hicieron que el principio territorial se impusiera sobre el principio personal en la esfera de la legislación y la administración de justicia. Este proceso no impidió que se afirmara el respeto hacia el extranjero. Del mismo modo que, como hemos visto, la aparición de los Estados Unidos en la escena 42 internacional favoreció la protección convencional de las minorías religiosas, también supuso un giro en la situación del arbitraje. El carácter federal de su constitución y el papel desempeñado por su Corte suprema en los conflictos entre el Estado central y los Estados miembros y entre estos últimos, predisponían a los Estados Unidos a favorecer la institución de un procedimiento de solución pacífica de conflictos en el plano internacional. Así, el Tratado de 19 de noviembre de 1794 con Gran Bretaña, que lleva el nombre del antiguo secretario de Estado de Asuntos Exteriores de los Estados Unidos, John Jay (1745-1829), creó una comisión de arbitraje para los litigios concernientes a los daños sufridos por ciudadanos de ambos países por causa de la captura de buques o por otras medidas confiscatorias del gobierno enemigo. Como se ha dicho pertinentemente, «el Tratado Jay era progresivo no sólo porque hacía revivir la idea de arbitraje; avanzaba un paso más, consistente en el establecimiento de un tribunal de arbitraje con continuidad para toda una serie de demandas. Aquí también los Estados Unidos han contribuido al perfeccionamiento del Derecho internacional». El Derecho de la guerra había registrado un endurecimiento, incluso un grave retroceso, a lo largo de la guerra de los Treinta Años. Lo mismo ocurrió bajo Luis XIV con la devastación del Palatinado (1689) por el ejército del Rey Sol. Pero más adelante cabe percibir una tendencia a la humanización de la guerra que se acentúa en el siglo de las Luces y se manifiesta a lo largo de las «guerras de gabinete», concebidas como una partida de ajedrez en manos de una diplomacia que trata de mantener el equilibrio de las potencias sin pretender destruir o debilitar en exceso al enemigo. A ello contribuye eficazmente la idea de la guerra como contienda entre Estados en cuanto tales, lo que implica una distinción clara entre beligerantes y población civil, así como el declinar de la doctrina de la guerra justa, que elimina toda intención punitiva y hace de la guerra una institución regular del Derecho internacional, un duelo entre Estados en pie de igualdad. El Tratado de 1785 entre los Estados Unidos y Prusia, mencionado antes, fue muy lejos en el camino de la protección de los no combatientes. Igualmente se realizaron progresos en lo concerniente al auxilio prestado a los combatientes heridos o prisioneros y a la inviolabilidad de los hospitales militares. Lo que cabría designar como «la edad de oro» de la guerra, terminó bruscamente con la Revolución y el Imperio napoleónico. Fue puesto en cuestión por la idea revolucionaria de la guerra «nacional», conducida por la «nación en armas», con ejércitos de ciudadanos surgidos de la «levée en masse» y combatiendo con la convicción de cumplir una misión liberadora. La primera consecuencia fue una identificación del pueblo con su ejército, inexistente respecto a los ejércitos profesionales del Antiguo Régimen, y le implicaba más directamente con el resultado de las hostilidades. Otra consecuencia fue un endurecimiento de la conducta bélica, así como una menor preocupación por el Derecho. Este proceso continuó bajo el Imperio. El bloqueo inglés del continente y su réplica, el «bloqueo continental», respetaban escasamente el Derecho de gentes, como el bombardeo de Copenhague, en plena paz, por la flota inglesa (1807). El rapto, por orden de Napoleón, del duque de Enghien del territorio neutro del Gran Ducado de Badén, y su ejecución tras un simulacro de juicio (1804), son particularmente significativos al respecto. Un aspecto complementario de esta evolución fue la importancia creciente adjudicada al régimen de neutralidad, principalmente en la guerra marítima. Los Países Bajos habían obtenido una amplia aceptación del principio «navíos libres, mercancías libres», según el cual no era lícito capturar las mercancías enemigas —a excepción del contrabando de guerra— en buques neutrales, mientras sí podía hacerse con las mercancías neutrales en navíos enemigos. En cuanto al contrabando de guerra, éste comprendía en esencia a los bienes destinados directamente a la 43 conducción de las hostilidades. La práctica inglesa, en virtud de la superioridad creciente de la marina real, limitaba en mayor medida los derechos de los neutrales, sobre todo en relación a los transportes de mercancías de las colonias que iban destinadas al enemigo de la metrópoli en buques neutrales que atracasen primero en puertos neutrales. A lo largo de la guerra de los Siete Años, el almirantazgo británico declaró legítima la captura de navíos holandeses que realizaban este tráfico en beneficio de Francia (Regla de 1756). Más adelante desarrolló a este respecto la doctrina de la «travesía continua», que no tenía en cuenta la escala en puerto neutral, sino el itinerario completo de las mercancías. Esta práctica provocó reacciones por parte de los neutrales. La principal fue, desde la guerra franco-británica de 1778-1783, la de Rusia, que hizo una declaración a la que se adhirieron Dinamarca y Suecia, seguidas por los Países Bajos —que poco después tomaron parte en la guerra—, Prusia, Austria, Portugal y el Reino de las Dos Sicilias, proclamando la libertad de navegación de los buques neutrales, reafirmando el principio «navíos libres, mercancías libres» y exigiendo que se precisasen los artículos incluidos en el contrabando, así como que los bloqueos fuesen efectivos. La declaración preveía la protección de los buques mercantes neutrales por navíos de guerra («neutralidad armada»). Los Estados Unidos, aliados de Francia y de los Países Bajos, proclamaron su adhesión a esos principios. Durante la guerra con la Francia napoleónica, una segunda alianza de neutralidad armada (1800-1801) entre Dinamarca y Rusia, a la que se unirían Suecia y Prusia, implicó el ataque a Copenhague por parte de la flota inglesa, que obligaría a Dinamarca a retirarse de ella. Tales reacciones no obtuvieron más que un éxito parcial, pero en el Convenio anglo-ruso de San Petersburgo del 5 (17) de junio de 1801, que enumeró los artículos de contrabando, Gran Bretaña reconoció el principio de efectividad del bloqueo. La neutralidad en la guerra marítima fue objeto, por lo demás, de reglamentaciones internas. Una ley americana de 1794 insistía en los deberes de los neutrales. El corso conoció una era de prosperidad, aunque iba a degenerar en una piratería organizada hasta que desapareció. En lo concerniente a la neutralidad en la guerra terrestre, la cuestión más debatida era el «derecho de paso» de los beligerantes por un territorio neutral. De hecho, su aceptación dependía las más de las veces de la relación de fuerzas. 5. EUROPA Y EL IMPERIO OTOMANO Hemos visto que tras el segundo asedio de Viena (1683) comienza el lento reflujo del poder de la Puerta en Europa central, bajo la presión de Austria, a la que se sumará la de Rusia. Una serie de tratados reflejan las vicisitudes de la «reconquista» de la Europa central, que finalmente se saldó en la Paz de Belgrado entre el Imperio y Turquía (18 de septiembre de 1739) con la recuperación de Hungría y el Banato. Con posterioridad a esta fecha, Rusia se convirtió en el agente más activo, tanto en el frente balcánico como en el de los confines euro-asiáticos. Francia proseguía su política favorable a la Puerta, que le aseguraba una posición privilegiada. Los Tratados de paz incluían ocasionalmente cláusulas relativas al comercio o al estatuto de las personas, que se inscriben en el marco tradicional de las capitulaciones. Así, los Tratados de Passarowitz entre el Imperio y Turquía y entre Venecia y Turquía, del 21 de julio de 1718, garantizaban la libre práctica religiosa de los súbditos cristianos de la Puerta. Un Tratado de comercio y navegación del 27 de julio del mismo año entre el Emperador y Turquía otorgaba a Austria derechos reconocidos en las capitulaciones con otros países. El Tratado de KutchukKainardji entre Rusia y la Puerta del 10 (21) de julio de 1774 reviste una importancia particular. Por lo que hace a Europa oriental, se le ha podido comparar con los Tratados de Westfalia, en 44 tanto que punto de partida de un «sistema» ruso-turco que terminará con el Tratado de París del 30 de marzo de 1856: todos los tratados ulteriores se referirán a él. Rusia veía reconocérsele el derecho de realizar propuestas relativas a la Iglesia ortodoxa, que la Puerta se comprometía a tomar en consideración. Este sistema presenta rasgos particulares, pero evolucionó en el sentido de una aproximación al Derecho público europeo. Los tratados, por ejemplo, considerados al principio por la Puerta como simples treguas, pudieron concluirse después a perpetuidad. Los Estados berberiscos de África del Norte merecen mención aparte. Vasallos en teoría del Imperio otomano, gozaban de una amplia independencia de hecho. Su estatuto internacional se prestaba a discusión, en razón de que la piratería era allí endémica, lo que ponía en cuestión su naturaleza estatal. Frente a Gentili y a otros autores que la negaban por tal motivo, Bynkershoek términos que recuerdan extrañamente a aquellos por los que F. de Vitoria admitiera a las colectividades indígenas del Nuevo Mundo como miembros de pleno derecho de la comunidad internacional— sostiene que los pueblos de Argel, Trípoli, Túnez, Salé, no son piratas, sino Estados organizados que disponen de un territorio fijo sobre el que hay un gobierno establecido y con los cuales, como ocurre en las relaciones con otros pueblos, «unas veces estamos en paz, otras en guerra». Añade que muestran respeto hacia los tratados que concluyen. Reconoce que allí los prisioneros de guerra se ven reducidos a esclavitud, pero considera que se trata de un Derecho de guerra más duro que el europeo6. En cuanto a Marruecos, mantenía relaciones regulares con las potencias cristianas. De hecho, los tratados entre los Estados europeos y todos esos Estados del África septentrional fueron numerosos. Y, cuando los Estados Unidos de América conquistaron su independencia, entre los primeros Tratados suscritos después de 1783, hubo uno con Marruecos el 28 de junio de 1786 —antes, pues, de la adopción de la constitución federal-; seguido de otros, con Argel el 5 de septiembre de 1795, con Trípoli el 4 de noviembre de 1796 y con Túnez en agosto de 1797. Por lo demás, el régimen de las capitulaciones continuaba y aumentaba el número de socios. A los mencionados antes cabe añadir, en la época que aquí consideramos, las capitulaciones obtenidas por Gran Bretaña (septiembre de 1675, renovadas el 5 de enero de 1809), Suecia (10 de enero de 1737), Dinamarca (14 de octubre de 175 6), Prusia (22 de marzo de 1761), España (14 de septiembre de 1782). Austria se benefició de ellas por un sened de la Puerta del 24 de febrero de 1784, aceptado por Austria mediante el Acta del 22 de abril siguiente. Las capitulaciones en favor de Francia del 28 de mayo de 1740, que perduraron hasta la abrogación del propio régimen, fueron las que llegaron más lejos en cuanto al espacio jurídico privilegiado reconocido por la Puerta. Francia tomaba bajo su protección a los súbditos europeos cuyos soberanos careciesen de representación ante el Sultán, teniendo la precedencia su embajador y sus cónsules y viéndose reforzados sus derechos respecto a los Santos Lugares. El Tratado del 10 (21) de junio de 1783 con Rusia consagra la cristalización del sistema. Confiere igualmente a los súbditos rusos amplios privilegios; se reconocían al Zar ciertos derechos de intervención en lo tocante a la religión ortodoxa, que la Puerta debía tener en cuenta. Queda por señalar que el Sultán, dispuesto a recibir embajadores permanentes de las potencias cristianas desde el siglo XVI —sometidos durante largo tiempo a un tratamiento altanero, incluso humillante— tardó en reemplazar sus representaciones temporales —confiadas en general a oficiales de un rango inferior— por embajadas permanentes hasta finales del siglo XVIII. Pretendía con ello hacer valer su superioridad de principio. 6. EL DERECHO PÚBLICO EUROPEO ANTE ASIA 45 La expansión de las potencias marítimas de Europa occidental en ultramar y la de Rusia en Asia septentrional ampliaron en una proporción sin precedentes el horizonte geográfico y cultural del hombre europeo; no alteró por ello el carácter fundamentalmente europeo del sistema de Estados, al menos hasta la independencia de las colonias europeas en el conjunto de América, que, por ciertas particularidades en la situación del Nuevo Mundo, dará lugar a un Derecho «europeo y americano». Por lo que hace al resto, con anterioridad a este período —que comienza formalmente con el reconocimiento de los Estados Unidos como Estado independiente por Gran Bretaña en el Tratado de París de 3 de septiembre de 1783— se impone una distinción entre la expansión marítima hacia América y la expansión continental en Asia del Norte, de una parte, y la expansión marítima hacia Asia meridional y sudoriental, y después, hacia Extremo Oriente, de otra. En América y en Asia continental hubo conquista y asentamiento y los territorios correspondientes fueron incorporados o sometidos más o menos directamente a las metrópolis respectivas. Por el contrario, Asia meridional y oriental, el Asia «marítima» desde la perspectiva de la penetración europea, supo oponerle, a excepción de varias series de islas y zonas costeras, una resistencia eficaz hasta mediados del siglo XIX. Los europeos se encontraron frente a sociedades de antigua cultura que poseían un elevado grado de civilización, con las cuales era preciso entenderse de igual a igual e incluso, en el caso de China, sobre la base de una desigualdad de principio en favor del Celeste Imperio, el «Imperio del Centro». Las relaciones que los europeos anudaron con estas sociedades, por lo demás bien diversas, dieron lugar a un Derecho de gentes que, aunque marginal con relación al del sistema de Estados europeo, es el reflejo de una sociedad natural con intereses solidarios, cuyas exigencias han esquivado en todo momento, por así decirlo, los esquemas oficiales y las discriminaciones formales y expresado ese derecho natural de sociedad y de comunicación interhumana que hemos visto evocado por una serie de teólogos y juristas en la doctrina occidental y el Sudeste asiáticos son ejemplos característicos de este Derecho. Teniendo en cuenta la estricta reciprocidad de sus cláusulas, puede considerarse particularmente representativo el Tratado de comercio del 7 de febrero de 1631 entre los Estados Generales de las Provincias Unidas y Persia. Los Tratados concluidos con este país por Francia en septiembre de 1708 y por Rusia, el 12 de septiembre de 1723, inauguran una serie que se prolongará con otros Estados europeos hasta nuestros días. En lo que concierne a Siam, el Tratado con Francia de 10 de diciembre de 1685 fijó el estatuto de los misioneros franceses en este reino. Numerosos y no menos significativos fueron también los Tratados suscritos con los potentados de la India, dominada en el norte por el imperio del Gran Mogol; en particular, los de los portugueses con los majratas (máhrattí), que habían conservado su civilización hinduista bajo la dominación musulmana y que, una vez recuperada su independencia, formaron en el siglo XVIII una confederación en la costa occidental del subcontinente. El Tratado de Goa/Punem del 4 de mayo/17 de diciembre de 1779 merece una mención muy particular. Es un tratado que puede calificarse de amistad, de ayuda y de navegación, que establecía un arrendamiento del territorio majrata (máhrattí) implicando una cesión de la administración. Fue tenido en cuenta por el Tribunal Internacional de Justicia como elemento de base en el asunto del derecho de paso en territorio indio, que daría lugar a las sentencias del 26 de noviembre de 1957 y del 12 de abril de 1960. En cuanto a la apreciación de la influencia que pudo ejercer sobre el Derecho de gentes europeo esta red preexistente de acuerdos interestatales, y que los europeos encontraron a su llegada bien establecido en esta parte del mundo, C. H. Alexandrowicz cree que puede hablarse 46 de un «Derecho público de Europa y Asia» en tanto que extensión del Derecho público europeo, pero en un sentido restringido, debiendo ser considerado tal derecho «como un acervo de experiencia de la práctica euro-asiática que tuvo un impacto propio en la formación de ciertos principios del Derecho de gentes», y no como «un sistema coherente y operativo (operating)». Con la reserva de afirmar un «Derecho público de Europa y de Asia meridional y sudoriental», más que «de Europa y Asia», compartimos este punto de vista. Es bien sabido que a lo largo del siglo XVIII Francia estableció su Imperio en una parte de la India y que sus asentamientos pasaron al poder de la Compañía inglesa de las Indias por el Tratado de París de 10 de febrero de 1763, yendo después a depender de la Corona británica tras la revuelta de los cipayos (1857). Ceilán (Sri Lanka), ya colonizado por los portugueses a partir de 1505, pasó al poder de los holandeses en 1656, y más tarde, de los ingleses en 1795, siéndoles reconocida la posesión definitiva por el Tratado de Amiens (27 de marzo de 1802). Persia y Siam conservaron su independencia. La situación en Extremo Oriente fue, desde esta perspectiva, bien distinta. En lo que concierne a China—que, bajo la dinastía de los Ming (1368-1644) había sometido a Corea y a Annam y ejercido una hegemonía sobre las zonas circundantes— cabe advertir que los portugueses, establecidos en Macao desde 1514, y los holandeses, en Formosa (T'aiwan o Taiwan) entre 1624 y 16429, no estuvieron en contacto más que con autoridades locales. La dinastía de los Ts'ing o «manchú» (1644-1912) acrecentó aún más el Imperio con la incorporación de Formosa, Mongolia y Turquestán oriental, extendiéndose hasta Birmania, el Tíbet y Nepal. Fue favorable, en sus comienzos, a contactos más amplios con el mundo exterior. Los rusos fueron los primeros europeos que concluyeron un Tratado de Estado a Estado con el Celeste Imperio, realizado implícitamente en pie de igualdad: el Tratado de Nerchinsk (o Nip-chú), de octubre de 1689 puso fin a un conflicto entre ambos Imperios respecto a la cuenca del Amur y fijaba su frontera. Negociado con la participación de jesuítas, establecidos por entonces en la corte china, concedía ciertas facilidades en sus desplazamientos y en su actividad en Pekín a los comerciantes rusos, previendo, por lo demás, la extradición de súbditos que hubieran cometido crímenes en territorio de la otra parte o hubieran abandonado su país sin autorización. El Tratado de Nerchinsk fue confirmado y ampliado el 21 de octubre de 1727 por el de Kyakhta (o Kiachta), que permitía el establecimiento de una misión rusa permanente en China. Perduró como base de las relaciones ruso-chinas hasta los años 1858-1860. A lo largo del siglo XVIII, China se replegó sobre sí misma, poniendo fin a la tolerancia y a la presencia de misioneros cristianos, en particular, los jesuitas, cuya presencia en la corte había sido a la vez intensa y apreciada. El comercio marítimo con las potencias occidentales (Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos, seguidos, en los años ochenta, por los Estados Unidos) se redujo al mínimo en el puerto de Cantón. Es conocida la respuesta negativa dada altivamente en 1793 por el emperador K'ien-long (1736-1796) a la misión enviada por Jorge III (1760-1820) proponiendo que fuese acreditado un representante británico en la corte imperial para favorecer los intercambios entre ambos países: una pretensión semejante era contraria a todos los usos de la dinastía y de la corte celestial y carecía de razón de ser, dada la profunda diferencia existente entre ambas civilizaciones, incluso admitiendo que el eventual representante del peticionario fuera capaz de asimilar los rudimentos de la del Celeste Imperio. La evolución en Japón fue muy semejante. Tras abrirse durante algún tiempo al comercio europeo y a los misioneros cristianos, desde la primera mitad del siglo XVII se produjo una 47 fuerte reacción que prohibió el acceso de los extranjeros al país y borró todo vestigio del siglo de cristiandad que éste había conocido. Sólo los holandeses conservaron una factoría en una isla de la bahía de Nagasaki, en condiciones poco envidiables. La intensificación sin precedentes de las relaciones internacionales tras la Paz de Westfalia dio lugar a un florecimiento de obras diversas sobre el Derecho de gentes. Una serie de autores continuaron escribiendo tratados o estudios más o menos profundos sobre diversos asuntos. Son los que podrían denominarse «segundos clásicos», los últimos entre los fundadores de nuestra disciplina. A ellos se añaden filósofos y representantes de otras materias, que dedicaron parte de su atención a los problemas de la vida internacional. 1. LOS «NEGADORES» DEL DERECHO DE GENTES La fe de Grocio en la existencia de un Derecho de gentes válido tanto en tiempos de guerra como de paz encontró una réplica vigorosa, llamada a tener un eco duradero en la historia del pensamiento jurídico: el escepticismo de Tomás Hobbes (1588-1679) al respecto. Es notable que Hobbes —que no se ocupó del Derecho de gentes, del law of nations, más que de forma marginal, en particular, en su Leviathan (Londres, 1651)— haya sido el primero, con Zouche, tal como veremos, en reservar tal designación a las normas que rigen las relaciones entre Estados. Pero ese Derecho es un puro Derecho natural: el Derecho natural en tanto que aplicado a las relaciones entre Estados. Los Estados viven en estado de naturaleza, sin haber concluido entre ellos un pacto parecido al que dio lugar, entre los individuos, a un estado de sociedad bajo un poder superior común. Ahora bien, para Hobbes, el Derecho natural, propio del estado de naturaleza, no es más que una moral, que ciertamente establece comportamientos que deben observarse, pero que no dispone de la coerción que sólo el Derecho positivo puede asegurar. El estado de naturaleza, rebasado en el plano estatal, constituye una realidad entre los Estados, una realidad que Hobbes parece considerar insuperable. Es decir, no existe un orden jurídico entre los Estados, condenados a una inseguridad radical bajo el imperio de la fuerza. En la línea de Hobbes, Baruch Espinosa (Spinoza, 1632-1677), en su Tractatus theologico-politicus (1670) y su Tractatus politicus, inacabado (publicado a título postumo en 1677), subraya asimismo que, viviendo las sociedades políticas en estado de naturaleza, el derecho de cada una se extiende hasta donde alcanza su fuerza. El principio de autoconservación es el supremo dentro del orden moral, tanto entre las naciones y los pueblos como entre los individuos. A diferencia de éstos, los Estados no han concluido un contrato social que ponga fin a su inseguridad radical mediante la instauración de un poder superior. Los acuerdos que concluyen son el simple reflejo de la relación de fuerzas y pueden liberarse de ellos cuando esa relación se modifica. 2. LOS INTERNACIONALISTAS Después de Grocio, puede agruparse a los internacionalistas en tres grandes corrientes de pensamiento, según que mantengan la síntesis greciana entre el Derecho natural y el Derecho positivo o que se atengan, de forma predominante, a uno u otro. La primera de estas dos últimas corrientes se conoce comúnmente como «naturalista», y la segunda se califica con frecuencia como «positivista». Sin embargo, para aquella, preferimos la denominación de «ius-naturalista»; y en cuanto a la última, debe aplicársele el calificativo en un sentido lato, puesto que, en general, sus representantes no descartan por completo el Derecho natural, como harán los positivistas del siglo XIX, sino que se limitan a minimizar su alcance. En ciertos casos, esta clasificación no es más que aproximativa y ello explica que un autor pueda ser incluido —y lo haya sido— en una u 48 otra corriente indistintamente. Por otro lado, los miembros de las diversas tendencias tienen en común la relegación de la doctrina de la guerra justa a un segundo plano, así como compartir en general una concepción no discriminatoria de la guerra, según la cual ésta se convierte en un duelo entre partes moral y jurídicamente iguales, sometidas a una reglamentación puramente formal. Otro rasgo digno de mención: la mayoría de estos juristas es de confesión protestante. Las tres corrientes señaladas son paralelas. Para hacer coincidir su exposición, en la medida de lo posible, con el orden cronológico, nos parece adecuado comenzar por las doctrinas que, con la reserva indicada, hemos calificado de «positivistas». 2.1. DOCTRINAS DEL DERECHO DE GENTES EN CUANTO DERECHO POSITIVO Los autores en cuestión entroncan en realidad con Gentili. Tres nombres retienen particularmente la atención: los del inglés Richard Zouche, el neerlandés Cornelius van Bynkershoek, y el alemán Johann Jakob (Juan Jacobo) Moser. Richard Zouche (o Zouch; 1590-1660), de una familia de la antigua nobleza, fue (1620) el sucesor de Gentili en Oxford como titular de la cátedra de Derecho civil. Desde 1641 hasta su muerte —salvo un tiempo en que fue apartado del cargo, bajo la Commonwealth de Cromwell— ejerció asimismo la función de juez en la Corte Suprema del Almirantazgo. La obra por la que nos interesa, Juris et judici fecialis, sive iuris ínter gentes, et quaestionum eodem explicatio (Oxford, 1650) puede considerarse, siguiendo a Georges Scelle, el primer manual propiamente dicho de Derecho internacional público. Formaba parte de una serie de manuales del autor destinados principalmente a la enseñanza y a los que servían de introducción sus Elementos de jurisprudencia (Elementa jurisprudentiae, Oxford, 1621). El complejo título de la obra principal de Zouche exige alguna atención. Paradójicamente, si en un primer momento destaca el carácter interestatal del Derecho de gentes, evitando el término tradicional por el que se designaba, se refiere al Derecho fecial, que, como ya vimos (Capítulo II), regía en Roma el paso al estado de guerra tanto como el retorno a la paz, aunque formaba parte del Derecho interno romano. Esta referencia al Derecho fecial subraya aquí el carácter intersocietario del Derecho de gentes en tanto en cuanto ius ínter gentes, un derecho relativo a las relaciones «Ínter diversos Principes, aut Populosa. Zouche convierte así en exclusiva el «Derecho de gentes» en «Derecho entre las gentes». Zouche, que en general invoca como precursores principales a Gentili y a Grocio, concluye el giro terminológico realizado por F. Suárez (de quien, por lo demás, no hace mención). Al exponer las diversas materias, Zouche recurre invariablemente a una distinción, poco clarificadora en realidad, entre el Derecho (ius) y el procedimiento (judicium), que lleva a tratar por separado lo que considera que son reglas bien establecidas o, por el contrario, cuestiones controvertidas. Esta disposición de la materia, por artificial que sea, no impide a Zouche ofrecer un conjunto doctrinal estimable, en un notable espíritu de honradez intelectual. Apoyándose con preferencia en los precedentes, tiene el mérito, al contrario que sus grandes antecesores, de servirse de ellos, tomándolos más de la historia moderna que de la antigua. De igual manera, se recomienda no sólo por abarcar ampliamente el conjunto del Derecho de gentes, sino también por reservarle al Derecho de la paz mayor espacio que al de la guerra. Como ya antes Gentili, Zouche fue consultado por el gobierno inglés con ocasión de un asesinato cometido por el hermano del embajador de Portugal, Pantaleón Sa. Refugiado en la embajada, Sa, alegó su calidad de embajador, haciendo valer la intención de su gobierno de llamar a su hermano al país y de confiarle a él la embajada. Sin embargo, de acuerdo con la 49 opinión de Zouche, no se le reconoció la inmunidad y, juzgado según la ley inglesa, fue condenado a muerte y ejecutado. Zouche expuso su punto de vista en una disertación relativa al juez competente para juzgar aun embajador delincuente (Solutio quaestionis veteris et novae, sive, de legati delinquentisjudice competente dissertatio, Oxford, 1657). El gran jurista que fuera Cornelius van Bynkershoek (1673-1743) se consagró exclusivamente a la práctica del Derecho. Nacido en una familia de comerciantes en Middleburg (Zelanda), estudió en Franeker (Frisia). Tras una actividad como abogado en La Haya, nombrado juez en 1703, fue, desde 1724 hasta su muerte, Presidente de la Corte suprema de apelación para las provincias de Holanda, Zelanda y Frisia occidental, con sede en La Haya. Aparte de una disertación sobre el dominio de los mares (De dominio maris dissertatio) de 1702, sus obras jurídicas de juventud se inclinaron hacia el Derecho privado. No fue sino más tarde cuando se ocupó, de nuevo, del Derecho internacional: primero en su tratado acerca del juez competente para los embajadores (Deforo legatorum singularis, Ley den, 1721), inspirado, como las monografías de Gentili y de Zouche acerca de este mismo asunto, en un caso en el que tuvo que intervenir; después, en su obra principal, relativa a cuestiones de Derecho público (Quaestiones juris publici, Leyden, 1737). Bynkershoek, para quien el Derecho de gentes es un Derecho interestatal, funda generalmente su postura en la costumbre (usus) de las naciones y el Derecho romano, más que en el Derecho natural. Es cierto que invoca también como fuente a la recta ratio, pero es, en principio, cuando la costumbre falla o es incierta, y ésta se remite esencialmente al Derecho romano. Se refiere igualmente a las disposiciones internas de los Estados Generales de las Provincias Unidas y los precedentes se toman con preferencia del pasado reciente. El trasfondo judicial se revela en la lógica de su razonamiento, la lucidez de su enfoque y el vigor de su expresión, no exenta de brusquedad. Una aportación duradera de Bynkershoek a la doctrina del Derecho internacional es su teoría del mar territorial. Su De dominio maris concluye, como el Mare liberum greciano, en la libertad de los océanos, partiendo ante todo de un análisis de los hechos. No pudiendo ser sometido a la posesión de ninguna nación, el océano no es susceptible de apropiación. Pero si el alta mar no pertenece a ningún Estado, el cercano corresponde al Estado litoral en la medida en que lo controle o domine; lo cual, según Bynkershoek, implica una anchura equivalente al alcance del tiro de un cañón costero. Siendo variable, en función de la técnica militar, el alcance en cuestión, también lo será la anchura del mar territorial. Es sabido que a finales del siglo XVIII y todo a lo largo del siglo XIX ésta era, comúnmente, de tres millas. El De foro legatorum se ocupa de la inmunidad de los agentes diplomáticos, y, más generalmente, de los soberanos. El caso que está en el origen de la monografía trataba de la inmunidad de la jurisdicción civil. Al conde de Flohz, ministro del duque de Holstein ante los Estados Generales de las Provincias Unidas, le fue decretado un embargo por la Corte suprema de la provincia de Holanda por el pago de una deuda que había contraído como comerciante. A excepción de los crímenes contra la seguridad del Estado, Bynkershoek admite la inmunidad de la jurisdicción criminal. En cuanto a la inmunidad de la jurisdicción civil, la reduce a los bienes privativos de la persona del embajador, de suerte que pueda ejercer sus funciones sin ellos, y, con mayor razón, si los dedica al comercio. Por lo demás, el embajador, autorizado expresamente por su soberano, puede renunciar a la inmunidad de jurisdicción, así como el soberano territorial, antes de dar su aprobación al ministro extranjero, limitar su derecho a la inmunidad. 50 Bynkershoek dedicó una atención particular a la neutralidad, particularmente, en el mar. Interpreta los decretos del gobierno de las Provincias Unidas en el sentido de la efectividad del bloqueo y de la legitimidad de la captura del buque y del cargamento en caso de intentarse romper el bloqueo. Las obras de Bynkershoek han ejercido una influencia intensa y duradera, en particular, en la jurisprudencia de los tribunales americanos e ingleses. El más consecuente de los positivistas postgrocianos en Derecho de gentes es Juan Jacobo (Johann Jakob) Moser (1701-1775), polígrafo y iuspublicista, de quien ha podido decirse que inicia una teoría de la experiencia pura en Derecho de gentes2. Natural de Stuttgart, fue consejero durante una veintena de años de los Estados de Württemberg y, en otros momentos, entró al servicio de diversos potentados alemanes. Enseñó en varias universidades, en particular, en Tubinga, y fundó una escuela de política y diplomacia. Pietista ferviente y firme en sus convicciones morales, su solidaridad con los Estados de Württemberg, en lucha contra el despotismo del duque, le valió, sexagenario, la prisión en la fortaleza de Hohentwiel, en condiciones extremas, que soportó con una inquebrantable fuerza de espíritu. Sólo fue liberado, al cabo de cinco años, por la insistencia de Federico el Grande. Moser es un autor prolífico. Sus obras, escritas en alemán, tienen esencialmente por objeto el Derecho público del Imperio y sus principados, y el Derecho de gentes. El más considerable es el Ensayo sobre el derecho de gentes europeo más reciente en tiempos de paz y de guerra (Versuch des neuesten europaischen Vólkerrechts in Friedens und Kriegszeiten), cuyos doce volúmenes se escalonaron entre 1777 y 1780. Fue completado por dos series de Contribuciones al Derecho de gentes europeo más reciente en tiempos de paz (5 vols., 1778-1781) y en tiempos de guerra (3 vols., 1779-1781). Moser no intenta averiguar lo que los Estados «deben» hacer, sino lo que «hacen» en realidad. El internacionalista cede la palabra a los soberanos y sus propios escritos: la práctica de los Estados es la única fuente de conocimiento del Derecho de gentes; el jurista extraerá de ahí las normas a posteriori. En definitiva, el papel del jurista, y, por tanto, el del propio Moser, es el de notario, que levanta acta de los documentos presentados. El título de sus grandes tratados da muestra evidente, por lo demás, de que Moser se refiere al Derecho de gentes europeo. No carece de interés, sin embargo, que Moser, cultivador del Derecho público en general y, en primer término, del Derecho público alemán, distinguía claramente el Derecho de gentes como tal de las normas de Derecho interno sobre relaciones internacionales; para designar a las cuales emplea la expresión «Derecho estatal externo» (ausseres Staatsrecht), que preludia a Hegel y a los autores positivistas del siglo siguiente. Una obra de Moser se titula en efecto Derecho estatal exterior alemán (Teutsches auswartiges Staatsrecht, 1772). 2.2. DOCTRINAS DEL DERECHO DE GENTES EN CUANTO DERECHO NATURAL Entre los autores que sólo retuvieron de la concepción grociana del Derecho de gentes su dimensión iusnaturalista, destaca Samuel Pufendorf (1632-1694). Pufendorf era oriundo de Sajonia, hijo de un pastor luterano. Realizó sus estudios en Leipzig y lena. Preceptor de los hijos del ministro de Suecia en Copenhague, fue encarcelado con todos los miembros de esta casa al recomenzar la guerra entre Suecia y Dinamarca, y fue en cautividad, en una situación que no deja de recordar a la de Grocio, donde escribió sus Elementos de jurisprudencia universal (Elementa jurisprudentiae universalis), publicados en La Haya en 51 1660. El libro fue dedicado al príncipe Carlos Luis, duque de Baviera, que creó para él, en Heidelberg, una cátedra de Derecho natural y de gentes, la primera de ese nombre. En 1670, Pufendorf respondió a la llamada del Rey de Suecia para enseñar esta misma materia en la Universidad de Lund, fundada recientemente. Abandonó su función cuando Lund cayó en poder de Dinamarca (1677) y entonces fue nombrado historiógrafo de Suecia y consejero privado de su corte. A partir de 1688 Pufendorf, convertido en barón, se instaló en Berlín a instancias de Federico Guillermo, Gran Elector de Brandeburgo, para ejercer allí el mismo cargo. La obra principal de Pufendorf, De iure naturae et gentium corresponde a su período de docencia en Lund, donde apareció en 1672. El tratado De officio hominis et civis iuxta legem naturalem (Lund, 1673) constituye un resumen. Pufendorf acentuó el proceso de secularización del Derecho natural y de gentes iniciado por Grocio y rompió los lazos que todavía le unían con la tradición escolástica. Como luterano, no ignoraba la existencia de un orden divino revelado para dirigir la conducta humana; sin embargo, lo diferenciaba claramente del orden fundado en la razón, en particular, en lo que concierne a la vida en sociedad. En cuanto al Derecho de gentes, Pufendorf le debe más a Hobbes que a Grocio. A semejanza de Hobbes, concibe el Derecho de gentes como un Derecho interestatal. Sin embargo, éste es de Derecho natural, que emana de la razón. La ausencia de una instancia superior a los Estados da lugar a que los tratados que concluyen o las costumbres que observan no tengan un carácter propiamente normativo: son simples hechos, parecidos a los contratos de Derecho privado, con la diferencia de que estos últimos tienen la garantía de una ley positiva. No cabe, pese a todo, incluir a Pufendorf entre los «negadores del Derecho internacional», como es el caso de Hobbes: el Derecho natural es aquí un orden normativo distinto de la moral en cuanto a la dimensión externa de la conducta humana bajo el signo de la sociabilidad (sociabilitas). En lo que concierne al contenido del Derecho de gentes, Pufendorf sigue, en general, a Grocio. Se opone, no obstante, a la doctrina del holandés, retomada de F. de Vitoria, de un derecho natural de libre comunicación. Por lo demás, se erige en defensor del principio de igualdad de los Estados: un principio heredado implícitamente de Hobbes, al que Pufendorf otorga todo su relieve jurídico. 2.3. LA SÍNTESIS DEL DERECHO DE GENTES NATURAL Y POSITIVO La herencia intelectual de la síntesis greciana entre el Derecho de gentes natural y el Derecho de gentes positivo (voluntario) fue asumida, en primer lugar, por los alemanes Samuel Rachel, Christian Wolff y Jorge Federico (Georg Friedrich) von Martens, así como por el suizo Emmerich de Vattel. Samuel Rachel (1628-1691), originario de Schleswig-Holstein, hijo de un pastor luterano, estudió en las Universidades de Rostock, Lena, Leipzig y en la de Helmstedt, donde llegó a catedrático de filosofía moral (1658). Al fundarse la Universidad de Kiel (1665), ocupó allí la cátedra de Derecho natural y de gentes. A partir de 1678 intervino en la política y la diplomacia, particularmente como embajador del duque Christian Albrecht de Schleswig-Holstein-Gottorp en las negociaciones que condujeron a la Paz de Nimega (1678-1679). Habiendo cultivado diversas disciplinas jurídicas, Rachel pertenece a la nuestra, en cuanto autor de las «disertaciones sobre el Derecho natural y de gentes» (De jure naturae etgentium dissertationes, Kiel, 1676). Rachel refiere el Derecho natural a la voluntad divina, viendo en él el modelo para juzgar el Derecho de gentes, en particular, para evaluar la justicia de las causas de la guerra y determinar 52 la manera de conducirla. Sin embargo, lo distingue claramente del Derecho de gentes, que para él es un derecho interestatal, siendo sus fuentes la costumbre y los tratados. Sobre la base de esta distinción, la doctrina de la guerra justa cae fuera del Derecho de gentes positivo, y depende, propiamente hablando, de la conciencia. Frente a Pufendorf, Rachel sostiene que los tratados o convenios engendran no solamente un derecho subjetivo, sino también un derecho objetivo coercitivo. Incluye en el Derecho de gentes a la cortesía de las naciones, señalando que sus normas no poseen el mismo valor y la misma necesidad que las que dimanan de la costumbre y las convenciones. Christian Wolff (1679-1754), se ocupó también del Derecho de gentes en el marco, no ya solo de la filosofía del Derecho, sino del conjunto de la filosofía, dedicándose a exponerlo sistemáticamente en una imponente serie de tratados, escritos en alemán y latín, en forma de dos series compactas. Natural de Breslau (Wroclaw) en Silesia, entonces provincia austríaca, hijo de un curtidor, se caracterizó desde su edad más temprana por una insaciable sed de conocimientos. Formado en teología, en matemáticas y en Derecho en lena y Leipzig, fue catedrático en Halle (1706), pero, siendo el blanco de la hostilidad de los teólogos pietistas de la Universidad, hubo de renunciar a su cátedra en 1723, que no recuperó, tras un período de docencia en Marburgo, hasta que Federico el Grande accedió al trono, en 1740. Su filosofía se inspira en la de Leibniz, aunque sin embargo carece del soplo creador y las intuiciones geniales del pensador de Leipzig, a las que traspone a esquemas de un racionalismo abstracto. ; En materia de Derecho de gentes, la obra capital de Wolffes la que consagra al «Derecho natural tratado según el método científico», el tus naturae methodo scientificapertractatum (Leipzig, 1740-1748), en 8 volúmenes. El Ius gentium methodo scientificapertractatum (1749) equivale al tomo 9. Wolff ve como fin de la ley natural la promoción de la seguridad y el perfeccionamiento de los individuos y las naciones, así como la ayuda mutua de unos y otras para alcanzarlos. Teórico de los derechos naturales «innatos» (iura connata) al hombre, extiende su validez a los pueblos y naciones, augurando así la teoría llamada de los «derechos fundamentales de los Estados». Los pueblos y las naciones se integran en una comunidad universal que Wolff denomina la civitas máxima, una expresión de acento estoico. La civitas máxima se funda en un consentimiento tácito, un cuasi-pacto; persigue la promoción del bien común de los Estados merced a las normas que, a tal fin, emanan de ella. Wolff distingue también un Derecho de gentes «necesario», propio del estado de naturaleza, de un Derecho de gentes «voluntario», que emana de la civitas máxima, de un modo que recuerda el papel legislativo asignado al orbis por F. de Vitoria. Sin embargo, los elementos «consuetudinario» y «estipulativo» del Derecho de gentes destacan menos que en el teólogo-jurista español, a causa del carácter más abstracto de la construcción wolffiana. En efecto, Wolff extrae las normas del Derecho de gentes de una estricta deducción lógica a partir de principios generales, más que de una elaboración de los hechos de la práctica internacional. Como leibniziano y discípulo de Wolffes como aparece Emmerich (Emer) de Vattel (1714-1767), hijo de un pastor de la Iglesia reformada, en el principado suizo de Neuchátel, entonces en régimen de unión personal con Prusia. Habiendo realizado estudios de humanidades y de filosofía en Basilea, entró en 1746 al servicio del Elector de Sajonia, que era a la vez Rey de Polonia, y al que representó en Berna ante la Confederación Helvética. Su obra principal, Le Droit des gens, ou, Principes de la loi naturelle appliqués á la conduite et aux affaires des nations et des souverains (Londres, 1758), fue escrita, tal como se desprende del título, con la intención de una finalidad práctica. 53 Aun cuando sólo pretendiera presentar las ideas de Wolff de forma clara y comprensible, Le Droit des gens de Vattel es bastante más que una glosa. Aborda numerosas cuestiones que Wolífno había tratado o que sólo había rozado. Aunque escasa en el momento en que fue redactado, denota la experiencia del diplomático y consejero. Vattel carece, no obstante, de una formación jurídica adecuada. Con frecuencia, el razonamiento es superficial y la expresión, grandilocuente. Por su sentido práctico, Vattel abandonó la idea de la civitas máxima, destacando, en contra, el peso de la soberanía en las relaciones entre Estados, que llega a debilitar el fundamento objetivo del Derecho de gentes, siendo los Estados en exclusiva jueces de sus obligaciones. La soberanía iguala a los Estados, lo que da lugar a que la guerra entre Estados soberanos se considere legítima desde el momento en que se respetan las formas, independientemente de la causa. Sensible a la cuestión de la neutralidad, en el contexto de la Confederación Helvética, Vattel la desarrolla, considerándola como el efecto directo de la guerra sobre «aquellos que no toman parte en ella, permaneciendo como amigos comunes de ambas partes». Implica una estricta imparcialidad que no se obtiene tanto por la igualdad de los auxilios, sino por su ausencia, excepto si un tratado anterior preveía un auxilio moderado, o en los casos de derecho de paso inocuo. La obra de Vattel, pese a las críticas de las que ha sido objeto por parte de los internacionalistas a causa de las deficiencias que hemos señalado, conoció un éxito sólo comparable al de Grocio en el Derecho de la guerra y de la paz, particularmente, en la jurisprudencia de los tribunales en Inglaterra y en los Estados Unidos. El secreto de tal difusión, que algunos consideran paradójica, debe buscarse en la naturaleza misma del tratado, del que, en relación a su modelo, se ha dicho con razón que «no se trataba de la obra de un erudito para eruditos, en un latín oscuro, pesadamente escolástico, sino de un libro escrito con elegancia por un hombre de mundo, un diplomático, filósofo y literato, dedicado a los soberanos, los ministros y las gentes de buen tono». Fue, hasta bien entrado el siglo XIX, la obra de cabecera de los diplomáticos, en particular, de los cónsules, y, en los países de habla inglesa, de los jueces. El más reciente de los «clásicos», incluso, de los «fundadores» del Derecho internacional en sentido amplio, Jorge Federico von (de) Martens (1756-1821), ya al término de la época que estamos considerando, parece clausurar, como bien se ha dicho, la era «heroica» de la ciencia del Derecho internacional, que sería reemplazada por la era del profesionalismo5. Natural de Hamburgo, de padres acomodados, Von Martens superó el doctorado en Gotinga, donde fue catedrático (1784), consejero de Estado en el reino de Westfalia (1808-1813) y después consejero privado en el de Hannover, así como diputado en la Dieta de la Confederación Germánica con sede en Francfort. La obra más importante de Derecho de gentes de Von Martens, titulada en primer lugar Primae linéete juris gentium Europaearumpractici (Gotinga, 1785), fue aumentada y se convirtió en Précis du droit des gens moderne de I 'Europefondé sur les traites et I 'usage (Gotinga, 1788), publicada también en alemán siete años más tarde. Le debemos asimismo un Essai concernant les armateurs, les prises et surtout les reprises (1795), en francés y alemán, y, en esta última lengua, «Relatos de casos jurídicos memorables del más reciente Derecho de gentes.» (1800-1802). El Cours diplomatique; ou, Tablean des relations extérieures despuissances de I 'Europe (1801) ofrece, por Estados, un repertorio de tratados y de disposiciones diversas, así como de datos estadísticos Aun cuando Von Martens insiste en la primacía del Derecho positivo, el Derecho natural pervive como una referencia axiológica de éste. El Derecho de gentes, fundado en el Derecho 54 natural, reconoce derechos fundamentales a los Estados y se configura como Derecho de gentes positivo general siempre que esté en condiciones de asegurar su respeto por la fuerza. El Derecho de gentes europeo se extiende a América, pero no incluye a Turquía. Sólo el Derecho natural puede aspirar a la universalidad. El aspecto en el que Von Martens se aproxima más a la corriente positivista parece ser la distinción, introducida por Moser, entre el Derecho de gentes y el Derecho interno referido a las relaciones internacionales, el «Derecho público externo». Sin ser original, la obra de Von Martens se recomienda por su precisión, la solidez de su documentación y la elegancia de su estilo, particularmente, en francés. Ha podido decirse con razón que fue «la mejor exposición sistemática del Derecho internacional de la época de Von Martens y por mucho tiempo»6. Un último aspecto de la aportación de Von Martens al derecho de gentes se encuentra en sus colecciones de tratados. Pero éstos han de situarse en un conjunto, cuya publicación es característica de la época. 2.4. LAS GRANDES COLECCIONES DE TRATADOS INTERNACIONALES La abundancia y la diversidad de los tratados internacionales que se sucedieron en la segunda mitad de los siglos XVII y en el XVIII, así como su importancia creciente para la actividad diplomática, y una doctrina cada vez más atenta a la práctica de los Estados, unidas a la dificultad de acceder a las fuentes convencionales del Derecho de gentes, tuvieron por resultado la elaboración de recopilaciones, referidas no sólo a los países respectivos, sino también y sobre todo al conjunto del mundo interestatal. Serán sólo estos últimos los que se mencionarán aquí. El impulso decisivo lo dio G. W. Leibniz (1646-1716) con su Codex iuris gentium diplomaticus (Hannover, 1693), seguido de un complemento (Mantissa codicis iuris gentium diplomatici, Hannover, 1700). Después se organizaron las imponentes colecciones debidas a dos hugonotes expatriados, que, por sus prolongaciones, llegan hasta nuestros días: los de Jacques Bernard (1658-1718) en 4 volúmenes y de Jean Dumont (Du Mont, 1666-1727) en 8. Sobre todo este último, el Corps universel diplomatique du droit des gens (Ámsterdam / La Haya, 17261731), merece el rendido respeto de la posteridad por el inmenso esfuerzo que representa; de hecho, en términos que suscribimos, es «el producto más completo de la historiografía erudita en el ámbito de la investigación de las fuentes concernientes a las relaciones interestatales», y del que ha podido afirmarse que, de envergadura europea, «ocupará siempre un lugar de primer orden entre los monumentos jurídicos de la tierra». El Corps se enriqueció con aportaciones de Jean Barbeyrac (1674-1744), también hugonote emigrado, y Jean Rousset de Missy (1686-1762), autores de un Supplément au Corps diplomatique du droit des gens en 5 volúmenes (Ámsterdam / La Haya, 1739). Aparte de las reediciones y de los complementos de esta colección, otros la prosiguieron, en particular, la de Jorge Federico von Martens (1756-1821), que volvemos a encontrar aquí al respecto, con su Recueil des traites d 'alliance, de paix, de tréve, de neutralité, de commerce, etc. depuis 1761 (7 vols, Gotinga, 1791-1801), continuada por él mismo y por otros con su nombre, bajo títulos diversos, hasta nuestro siglo. Es significativo que todas estas recopilaciones incluyan no sólo los tratados contraídos por los Estados europeos entre sí, sino también los de otras partes del mundo, incluso con los jefes de tribus y de clanes, lo que implica una concepción universalista que el título de la de Dumont refleja acertadamente. 2.5. LAS MONOGRAFÍAS DE DERECHO MARÍTIMO Al ritmo del papel creciente de la guerra en el mar, la segunda mitad del siglo XVIII vio desarrollarse el estudio del Derecho internacional marítimo de la guerra y de la neutralidad, 55 asociada en concreto a los nombres del jurista y estadista danés Martin Huebner (1723-1795; De la saisie des bátiments neutres, 1 vols., La Haya, 1759), del abate italiano Ferdinando Galiani (1728-1787), conocido asimismo como economista de excepcional lucidez (De tioveri de Principí neutrali verso i Principi guerre reggianti e di questi verso i Principí neutrali, Milán, 1782), y de su compatriota Domenico Alberto Azuni (1749-1827), cuyo Sistema universale dei principí del diritto marittimo dell Europa (2 vols., Florencia, 1795-1796), que fue traducido al francés con adiciones del autor en 1798 y 1805, alcanzó especial resonancia. Se advierte en todos ellos la tendencia a salvaguardar al máximo la libertad de navegación de buques y mercancías neutrales. En cuanto al canonista y ius publicista Giovanni María Lampredi (1732-1793), que enseñó en la Universidad de Pisa, si ocupa aquí un lugar de excepción por su Del commercio dei popoli neutrali in lempo di guerra (2 vols., Florencia, 1788, y Milán, 1831), de idéntica inspiración y que fue traducido a varias lenguas, se había destacado ya entre los autores de amplios sistemas jurídicos con un Jurispublici universalis, sive iuris naturae et gentium theoremata (3 vols., Livor-no, 1776-1778).3. EL COMIENZO DE LA HISTORIOGRAFÍA DEL DERECHO DE GENTES La madurez alcanzada por el Derecho internacional en esta fase de su desarrollo se pone de manifiesto por el hecho de constituirse, a fines del siglo XVIII, su historia como tal. Su punto de partida, la «Literatura del conjunto del derecho de gentes, así natural como positivo» (1785) de D. H. L. von Ompteda (1746-1803), es propiamente una historia del pensamiento jurídico internacional, o sea, del Derecho internacional como ciencia. Su réplica en lo que atañe a las instituciones y los factores políticos surgirá 10 años más tarde. Fue An Enquiry into the Foundation and History of the Law of Nations in Enrope since the Time of the Greeks and Romans to the Age of Grotius (Londres, 1795), por obra de Robert Ward (1765-1845). 4. LOS PROYECTOS DE «PAZ PERPETUA» La angustia de las guerras endémicas, a veces generales, que ensangrentaron a Europa, inspiró proyectos de «paz perpetua» de una creciente envergadura. William Penn (1644-1718), padre espiritual inglés de los cuáqueros americanos, escribió en plena guerra de la Liga de Augsburgo, un «Ensayo sobre la paz presente y futura de Europa» (Essay Towards the Present and Future Peace of Europe, 1693), en el que incluía a Rusia y Turquía. Concilia una elevada inspiración religiosa con el realismo. Penn aplica al ámbito interestatal la doctrina del contrato social, por cuya virtud los soberanos de Europa establecerán una Dieta, Estado o Parlamento, provisto de un poder coercitivo y de una representación ponderada. El más minucioso de los proyectos de paz perpetua de este período es el de Charles Irénée Castel, abate de Saint-Pierre (1658-1743), que acompañó al cardenal de Polignac al Congreso de Utrecht. Su Projet de traite pour rendre la paix perpétuelle entre les souverains chrétiens (1713) fue resumido por el propio autor en su Abrégé du projet de paix perpétuelle (1728). De difícil lectura, la obra de Saint-Pierre conoció una gran difusión merced al comentario que realizó de ella Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) en el Jugementsur la paix perpétuelle que sigue a su Extrait du projet de paix perpétuelle de M.l'abbé de Saint-Pierre (escritos en 1758, el extracto fue publicado en 1768, y el comentario, tras la muerte de Rousseau). La federación prevista, basada en la tolerancia religiosa y de espíritu conservador, tendría por órgano supremo un Senado cuya función esencial era la de regular las diferencias, asistido por un secretariado permanente; sus decisiones se impondrían por medio de un ejército confederal. En esta época clásica de «secretos 56 de Estado», una idea particularmente interesante es el principio de la publicidad en las relaciones internacionales. Rousseau estimaba inviable el proyecto del Abad, por la natural resistencia de los monarcas ante cualquier limitación de su poder. En su opinión, una federación europea sólo podría conseguirse mediante una revolución, siendo la única alternativa deseable contrarrestar el poder de los grandes Estados gracias a federaciones de los pequeños. Un interés particular le corresponde al «proyecto de paz universal y perpetua» (A Planfor a Universal and Perpetual Peace, 1789) de Jeremías (Jeremy) Bentham (1748-1832), uno de los ensayos que constituyen sus Principies of International Law, publicados a título póstumo. Bentham reconoce también el principio de publicidad, que entiende a la vez como supresión de la diplomacia secreta y como exigencia de libertad de prensa e información. Otras ideas fundamentales de su proyecto son la necesidad de una codificación del Derecho internacional, un desarme efectivo, la prohibición de las alianzas ofensivas, la creación de un tribunal de arbitraje, la libertad de comercio, el abandono de las colonias por las potencias que las poseyeran. Pero el proyecto de Bentham se inscribe en una visión de conjunto del Derecho, de la que los Principies of Moráis and Legislation (1780) son su expresión más conocida. Es en esta obra donde Bentham, al analizar el concepto de lava of nations, propone llamarlo, con el éxito que sabemos, international law, lo que consiste en trasladar a una lengua nacional, merced al nuevo adjetivo, el ius ínter gentes de los juristas de escuela de expresión latina". Con el opúsculo kantiano sobre la paz perpetua, Zum ewigen Frieden (1795), culmina esta literatura. Pero Immanuel Kant (1724-1804) no interesa sólo al internacionalista por esta obra, que, por otra parte, supera ampliamente los límites tradicionales del género. Con Kant volvemos a establecer contacto con una consideración global del Derecho, expresada en particular en la parte primera de su Metafísica de las costumbres (1797). Su ideal es la «república universal», mas se trata de un criterio racional que sirve como punto de orientación para la configuración de la realidad. El mismo imperativo que obliga a los individuos a salir del estado de naturaleza para formar la sociedad civil, impone a los Estados, que todavía viven en él, salir para constituir la civitas gentium, regida por el Derecho que Kant denomina «cosmopolítico» (Weltbürgerrecht, ius cosmo- politicum). A falta de tal proceso, el Derecho de gentes será sólo provisional, pues no podrá asegurar un verdadero estado de paz. . CAPITULOX EL DERECHO INTERNACIONAL DEL CONGRESO DE VIENA A LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL 1. EL CONGRESO DE VIENA Y SUS CONSECUENCIAS El Congreso de Viena (1814-1815) difiere del de Westfalia en que los tratados de paz que pusieron fin a las guerras napoleónicas no fueron elaborados por él. La paz quedó restablecida por el Tratado de París del 30 de mayo de 1814, cuyo artículo 32 preveía la reunión de un congreso general de todos los beligerantes con objeto de completar sus disposiciones. Esta iniciativa retomaba un principio establecido en el Tratado de Chaumont (9 de marzo de 1814, aunque fechado el 1 de marzo) según el cual Austria, Gran Bretaña, Prusia y Rusia, aliadas contra Napoleón, se proponían mantener una cooperación continua tras la victoria común, así como emplear sus medios «en un perfecto concierto». El retorno de Napoleón de la isla de Elba dio lugar, tras la batalla de Waterloo, al segundo Tratado de París, de 20 de noviembre de 1815, que 57 modificaba algunas disposiciones del primero cuando el congreso había concluido ya. Si bien el Congreso de Viena —que no fue inaugurado formalmente y que no se reunió en sesión plenaria, sino que trabajó en comités— miraba antes al pasado que al presente, tuvo el mérito de instaurar un estado de cosas relativamente estable en Europa, donde no se produciría ninguna guerra general durante un siglo. Los actores principales fueron Austria, España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Prusia, Rusia y Suecia (enumerados según el orden alfabético, en francés, adoptado entonces). Pero Austria, Gran Bretaña, Prusia, Rusia y Francia desempeñaron, a título de grandes potencias reconocidas como tales, un papel de primer orden que más tarde se afirmará en el Concierto europeo. El Acta final (9 de junio de 1815), seguida de 17 anexos, recuerda a la Paz de Westfalia en cuanto regula los asuntos alemanes en estrecha relación con los europeos. Así, sus artículos 53 a 64 y el anexo IX (Acta del 8 de junio) contienen la constitución de la Confederación Germánica, que, integrada por los 38 Estados alemanes que subsistían, y que, bajo la presidencia de Austria, vino a reemplazar al Sacro Romano Imperio difunto, que no se pretendió restaurar. Resurgió en su interior el dualismo austro-prusiano, que, tras la crisis de 1848-1850, terminaría por hacerlo estallar con carácter definitivo a partir de la guerra de 1866 (Paz de Praga de 23 de agosto). Por otro lado, Polonia, restablecida en parte por Napoleón, sufrió un nuevo reparto del que Rusia, una vez más, fue la principal beneficiaría. La Polonia central («Polonia del Congreso») formó un reino en unión personal con el Imperio ruso, aunque poseía su propia constitución, su gobierno particular y su ejército. Cracovia sobrevivió como ciudad libre y neutral hasta su anexión por Austria (1846). Las antiguas Provincias Unidas de los Países Bajos y las Provincias belgas formaron el Reino de los Países Bajos. Suiza, aumentada en tres cantones, recuperó su independencia, provista de un estatuto de neutralidad que ha sobrevivido a todas las crisis internas e internacionales hasta nuestros días. Por el contrario, las repúblicas de Génova y Venecia no se restablecieron, sino que fueron adjudicadas a Piamonte-Cerdeña y a Austria, respectivamente (aquí, en el seno del reino lombardo-véneto, que vendría a incorporarse al Reino de Italia en 1866). El Acta final desarrolló los gérmenes de un Derecho fluvial internacional, diseminados en algunos tratados anteriores, estableciendo la libre navegación de los ríos que separasen o atravesaran varios Estados (artículos 108-116 y reglamentos complementarios del anexo XVI relativos a la navegación del Rin y la del Neckar, el Main, el Mosela, el Mosa y el Escalda; artículo 14 para los ríos y canales de la antigua Polonia; artículo 96 para el Po). Sin embargo, se trataba de principios que requerirían normas convencionales ulteriores. En la línea de disposiciones del Acta final, el régimen de los ríos internacionales será aplicado sucesivamente por la Convención de Maguncia relativa a la navegación del Rin del 31 de marzo de 1831, revisado por la Convención de Mannheim de 17 de octubre de 1868 y que se ha mantenido en vigor, con enmiendas, hasta nuestros días; el Tratado de Londres de 19 de abril de 1839 relativo al Escalda; el Tratado de paz de París de 30 de marzo de 1856 en lo concerniente al régimen del bajo Danubio, que fue ampliado al conjunto del río por el Acta de navegación del Danubio de 2 de noviembre de 1865. Las necesidades de utilización racional de estas vías de comunicación dieron lugar, con las comisiones fluviales creadas a este fin (Comisión europea del Danubio, 1856; Comisión central del Rin, 1868), a la constitución de las primeras organizaciones internacionales. 58 El Congreso de Viena elaboró igualmente, como una parte de sus acuerdos, una Declaración de las potencias sobre la abolición de la trata de esclavos negros (8 de febrero de 1815), considerándola contraria a los principios de la humanidad y la moral universal». Fue desarrollada además a lo largo de los siglos XIX y XX por una serie de convenios que dieron prueba, por sí mismos, de la tenacidad de la institución y, más aún, de la propia esclavitud: el Tratado de las Cinco Potencias relativo a la trata, de 20 de diciembre de 1841, que establecía un derecho de visita recíproca de los buques sospechosos en alta mar; el Acta general de la Conferencia de Berlín sobre África occidental de 26 de febrero de 1885, referido a este continente; el Acta general de la Conferencia antiesclavista de Bruselas de 2 de julio de 1890, igualmente dedicada a África. El Congreso de Viena aprobó un reglamento relativo a la categoría de los agentes diplomáticos (19 de marzo de 1815), completado por el Protocolo de Aquisgrán de 21 de noviembre de 1818. Se trataba de un primer paso hacia la codificación de una materia regida desde siempre por la sola costumbre internacional. Se clasificó a los agentes diplomáticos en cuatro categorías: los embajadores, legados o nuncios, los enviados, ministros y otros, los ministros residentes (añadidos en 1818), los encargados de negocios permanentes; sólo los embajadores, legados y nuncios poseían un carácter representativo; los miembros de las tres primeras categorías estaban acreditados ante el Jefe de Estado, los de la cuarta, ante el Ministro de Asuntos Exteriores. Este estatuto ha estado en vigor hasta la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas de 18 de abril de 1961, que no ha conservado a los ministros residentes. Es bien sabido que el envío de embajadores, reservado en esta época en exclusiva a las grandes potencias, se ha generalizado a lo largo del siglo XX. 2. EL CONCIERTO EUROPEO Y EL SISTEMA DE CONGRESOS El espíritu del Congreso de Viena estuvo marcado por el principio de legitimidad. Este principio, ilustrado por el retorno de la monarquía en Francia, explica en particular que, vencida finalmente, Francia pudiera conservar sus fronteras de 1792 (apenas modificadas por el segundo Tratado de París, pese al temor provocado entre los aliados por la reacción napoleónica de los Cien Días). Sin embargo, como ya antes de la Revolución francesa, la legitimidad hubo de tener en cuenta las exigencias del equilibrio de las potencias. El Tratado de la Santa Alianza (París, 26 de septiembre de 1815), suscrito personalmente por su inspirador, el zar Alejandro I (1801-1825), el emperador de Austria, Francisco I (1804-1835), y el rey de Prusia, Federico Guillermo III (1797-1840), pretendió erigirlo en pauta general de la política europea, apoyándolo en vagas bases cristianas2. Pese a la singularidad del documento, acogido con una ironía escéptica por los jefes de gobierno establecidos, los restantes jefes de Estado se adhirieron al tratado, a excepción del Rey de Inglaterra y —casi estaríamos tentados de decirlo: paradójicamente— el Papa. Los defensores del principio de legitimidad justificaban un derecho de intervención en su nombre, al servicio de la «restauración» del orden amenazado (es sintomático que este término sirviera para designar la época). En un primer momento, el principio se aplicó efectivamente, como veremos, con esta intención. Pero la actitud reservada, incluso hostil, de Gran Bretaña, le hizo perder eficacia. Más efectiva que la Santa Alianza fue la «cuádruple alianza» sellada según vimos, en Chaumont, y confirmada por el segundo Tratado de París, cuyo artículo 6 contemplaba reuniones periódicas de las potencias para tratar sus intereses comunes y las medidas a adoptar eventualmente. Esta Alianza, convertida en la «quíntuple alianza» a partir de la admisión de 59 Francia en 1 8 1 8 en el Congreso de Aquisgrán, fue la base del «Concierto europeo» (Concert européen, Concert d’Europe) o «Concierto de las potencias» regido por el «directorio de las grandes potencias», la «pentarquía», que puede considerarse, con razón, un primer ensayo de organización interestatal de finalidad general. Este Concierto de los Cinco no se modificarámás que con la unificación política de Italia (1860) y de Alemania (1871), incorporándose a él la primera, y ocupando la segunda el lugar de Prusia. El Concierto europeo constituyó así una especie de gobierno internacional, llevado a cabo por la reunión de frecuentes congresos («sistema de congresos»). Este gobierno, que prefigura el que previeron más tarde para el Consejo y el Consejo de Seguridad, respectivamente, el Pacto de la Sociedad de Naciones y la Carta de Naciones Unidas, presuponía un grado de consenso variable según las cuestiones a resolver, aunque siempre suficiente, para evitar las rupturas. Desde 1818 —fecha del Congreso de Aquisgrán, que inaugura el sistema proyectado en Chaumont y en Viena- hasta 1914, se reunió una veintena de congresos y conferencias de importancia. Al principio, el objetivo que se perseguía fue la oposición a los movimientos liberales y nacionales (así, en particular, el Congreso de Verona, en 1822, decidió la intervención de Francia contra los liberales españoles, en contra del parecer de Gran Bretaña). Sin embargo, esta presión no pudo sostenerse eficazmente, tanto por causa del vigor de tales movimientos, como por la oposición de Gran Bretaña, que se expresó en particular con motivo de la secesión de las colonias españolas de América, en connivencia con los Estados Unidos, contrariamente a las intenciones de Rusia y las potencias centrales. El mensaje del presidente Monroe al Congreso de 2 de diciembre de 1823 proclama, por un lado, que el continente americano no podía ya considerarse tierra de colonización por los Estados europeos; por otro, excluye toda intervención, ya sea de los Estados Unidos y de los Estados europeos en el continente americano, como a la inversa, de los Estados Unidos en Europa. A partir de esta fecha, el derecho de intervención, en la medida en que se reivindique, no entraría en juego más que en función de situaciones concretas y de intereses en liza, terminando por desaparecer ante el principio de no intervención, más acorde con el concepto dominante de soberanía. En el año 1830 se produjeron las primeras rupturas del statu quo territorial de Viena, que sometieron a una dura prueba al sistema de congresos. La primera de ellas no le afectaba directamente, pero reveló la ambigüedad del principio de legitimidad frente a una potencia musulmana como era el Imperio otomano. La guerra de liberación de Grecia, comenzada en 1821 fue finalmente apoyada, en contra del principio de legitimidad, por Rusia, Gran Bretaña y Francia (destrucción de la flota turco-egipcia por la de estos tres países en Navarino, 1827); concluyó (Protocolo de Londres de 3 de febrero de 1830) con el reconocimiento de su independencia. La segunda ruptura, provocada por la secesión de Bélgica, en pleno corazón de la pentarquía, se resolvió por la Conferencia de Londres (1830-1833), que reconoció la separación de Bélgica y los Países Bajos y proclamó la neutralidad permanente del nuevo Estado (Protocolo de Londres de 20 de enero de 1831); pero la crisis sólo fue resuelta definitivamente por los Tratados de Londres de 19 de abril de 1839 entre las cinco grandes potencias y los dos Estados. El sistema de congresos sobrevivió al de la Santa Alianza. A raíz del debilitamiento del Imperio otomano («cuestión de Oriente»), el centro de gravedad de las dificultades a resolver se desplazó hacia la Europa balcánica. Si bien, a la larga, no pudo impedir las guerras, al menos sí las limitó. Éste fue el caso de la denominada guerra de Crimea (1853-1856), que opuso a Turquía, 60 y después a Francia, Gran Bretaña y Cerdeña a Rusia, y el de la guerra ruso-turca de 1877-1878. Los Congresos de París (1856) y de Berlín (1878), que les pusieron fin, figuran entre los más importantes de los tres últimos siglos. El Tratado de París de 30 de marzo de 1856, suscrito por los beligerantes así como por Austria y Prusia, declaró a la Sublime Puerta admitida «a participar de las ventajas del Derecho público y del Concierto europeo» (artículo 7). Se ha discutido el alcance de tal admisión. Considerando las relaciones históricas existentes y los numerosos tratados concluidos —aun bajo un régimen particular, como hemos visto— entre Turquía y las potencias europeas, no se trataba de un reconocimiento propiamente dicho, sino de una incorporación formal plena al sistema jurídico y político europeo en vías —particularmente, por su expansión en Asia a partir de los años 40— de rebasar el horizonte del mundo cristiano y convertirse en universal5. El Tratado de París de 1856 demanda nuestra atención desde otra perspectiva. Ya hemos visto que estableció la libertad de navegación del Danubio y creó una comisión europea encargada de asegurar la navegabilidad del río. Por otra parte, el mar Negro fue neutralizado: abierto a la marina mercante de todos los países, excluía la presencia de navíos de guerra. Rusia, juzgando abusiva esta medida, aprovechó la guerra franco-alemana de 1870-1871 para librarse de tal restricción, lo que entrañó la revisión de las cláusulas en cuestión por el Tratado de Londres de 13 de marzo de 1871, suscrito por todas las grandes potencias, que sin embargo mantenía cerrados los Dardanelos y el Bosforo a los buques de guerra. Disposiciones sobre el estatuto de los principados de Moldavia y de Valaquia, bajo soberanía turca, consagraron el mantenimiento y el desarrollo de sus privilegios garantizados por las potencias, así como prepararon su acceso a una independencia que se obtendría, en la unidad (Rumania), en 1878, después que las dos provincias hubiesen elegido a un mismo gobernador en 1859. En el marco de la conferencia, fue justamente célebre la Declaración sobre el Derecho marítimo de 16 de abril de 1856. Decretaba la abolición del corso. Protegía las mercancías enemigas bajo pabellón neutral y las mercancías neutrales bajo pabellón enemigo (a excepción, tanto en un caso como en el otro, del contrabando de guerra, que, por lo demás, no queda definido ahí). Exigía que el bloqueo fuese efectivo, es decir, mantenido por una fuerza naval suficiente para impedir el acceso al litoral enemigo. La mayoría de las potencias marítimas no signatarias se adhirieron a la Declaración, salvo los Estados Unidos, que, si bien aceptaron en general el resto del documento, consideraron que el corso era necesario para los países carentes de una flota de guerra suficiente. Un éxito a tener en cuenta del Concierto europeo fue el de la Conferencia de Londres sobre Luxemburgo (1867), que, a raíz de la disolución de la Confederación Germánica, de la que era miembro el Gran Ducado, declaró su neutralidad (Tratado de 11 de mayo de 1867). El Congreso de Berlín de 1878 estafen el origen de un profundo remodelamiento del espacio balcánico, donde, bajo la presión de las nacionalidades, ya más o menos autónomas, surgieron nuevos Estados independientes, en el seno del Imperio otomano y como consecuencia de su retroceso. El Tratado de 13 de julio de 1878 es como la primera carta de este mundo de Estados complejo, donde se emparejaban las diversidades de toda especie. Se tomaron disposiciones para impedir, en particular, las discriminaciones, especialmente, las religiosas, que asimismo el Imperio otomano se comprometió a no admitir en su seno. Quiere esto decir que hay aquí un precedente para la elaboración ulterior de un derecho de minorías. Éste congreso marca el 61 punto culminante del sistema de congresos del Concierto europeo. La Conferencia de Berlín sobre África occidental (1884-1885) reunió a 14 Estados europeos y a los Estados Unidos. El Acta general de 26 de febrero de 1885 creó el Estado independiente del Congo, colocado bajo la soberanía del rey de los belgas, Leopoldo II (18351909) y que, a su muerte, se convirtió en la colonia del Congo belga. La libertad de comercio y de navegación quedó asegurada para todos, fuesen signatarios o no del tratado, que, por otro lado, estaba abierto a la adhesión de los demás Estados. En el marco del Acta general, las Actas de navegación del Congo y del Níger establecieron la libertad de navegación sobre ambos ríos; sin embargo, la Comisión internacional creada al efecto no respondió de hecho a lo que hubiera cabido esperar. No es preciso insistir sobre el papel de la conferencia en la abolición de la esclavitud. Daría lugar a la que se reunió en Bruselas cinco años más tarde. En razón de las cuestiones abordadas y de la presencia de los Estados Unidos, nos encontramos ya ante conferencias que desbordan el horizonte europeo. Éste es, en particular, el caso de las Conferencias de Madrid (1880) y de Algeciras (1906) sobre Marruecos (Convención del 3 de julio de 1880 y Acta general de 7 de abril de 1906). Sin embargo, el sistema no resistiría a la división de las seis grandes potencias en dos alianzas contrapuesta (Triple Alianza o Tríplice, Triple Entente). En las tensiones crecientes que engendran el nacionalismo y el imperialismo, en el contexto de una «paz armada» encaminada por la senda que condujo a la primera guerra que pueda ser calificada de mundial, ya doblaban las campanas. 3. EL PRINCIPIO DE LAS NACIONALIDADES Y EL DERECHO INTERNACIONAL Los estadistas de Víena no tuvieron en cuenta las aspiraciones liberales y nacionales de amplios sectores de poblaciones, que despertaron simultánea y contradictoriamente con la recepción del acervo doctrinal de la Revolución francesa y la resistencia ante sus derivaciones prácticas, redoblada por una política expansionista que el Imperio napoleónico no hizo sino exacerbar. Estas aspiraciones se expresaron con una fuerza creciente frente al legitimismo dinástico de la Santa Alianza. Así se afirmó, como principio rector de la vida internacional, el principio de las nacionalidades, reforzado por el romanticismo y su exaltación de las identidades históricas de los pueblos. El atractivo de tales valores fue percibido con una intensidad especial por aquellos que estaban buscando su independencia o una unidad estatal, en particular, en Alemania, en Italia, entre los pueblos eslavos y en los principados rumanos. El principio de las nacionalidades afirma que todo pueblo unido por la lengua y por una civilización común tiene derecho a la independencia y a la unidad política, o, en otros términos, que toda nación —en sentido étnico y cultural— tiene el derecho de constituirse en Estado. Desde la perspectiva jurídica internacional, ha desempeñado un papel revolucionario y ha modificado profundamente el mapa de Europa central y oriental. Hemos constatado la difícil conquista de la independencia por Grecia y Bélgica ya en 1830. A lo largo de la segunda mitad del siglo, el principio de las nacionalidades actuó como factor de integración política en Italia y Alemania, conduciéndolas a su unidad estatal en 1860 (1870, en lo que atañe a la incorporación de Roma) y en 1871, respectivamente. En el caso de Alemania, no obstante, la unidad estatal se produjo, impulsada por Prusia, al precio de la exclusión de Austria, que formaba parte de ella desde cerca de un milenio. Por el contrario, el principio de las nacionalidades actuó como factor desintegrador en el Imperio otomano, en el Imperio de los zares y en la Monarquía austro-húngara (1867-1918). La liberación de las nacionalidades sometidas a la Sublime Puerta fue el resultado de una 62 serie de guerras y compromisos diplomáticos entre 1878 y 1913. Así, el Congreso de Berlín de 1878 erigió a Serbia y Rumania, Estados vasallos, en Estados independientes, confirmó la dudosa independencia de Montenegro e hizo de Bulgaria un nuevo Estado vasallo que accedió a la independencia en 1908. Albania emergió como Estado a partir de la primera guerra balcánica (1912). En este orden de ideas, cabe señalar igualmente la ruptura, realizada por Noruega en 1905, de la unión personal que la vinculaba a Suecia. Por su parte, Austria-Hungría y el Imperio ruso se desmembraron al término de la Primera Guerra Mundial, totalmente, la primera, y de forma parcial, el segundo. Así, en 1918 se separaron Austria y Hungría; los checos y eslovacos fueron reunidos en un solo Estado (Checoslovaquia), en tanto que los croatas y los eslovenos lo fueron con Serbia y Montenegro para formar el Estado de los serbios, croatas y eslovenos, denominado más tarde Yugoslavia. El Imperio de los zares, destruido en su interior por la Revolución de Octubre (1917), contemplará la secesión de sus marcas exteriores. Finlandia se convirtió en un Estado soberano (1917), así como los Países Bálticos —Lituania, Letonia, Estonia— (1918-1919). Polonia será restituida en sus fronteras, aunque las repúblicas soviéticas que sucedieron al Imperio, en particular, Rusia, las impugnaron en el Este. Alemania le cederá el «corredor de Danzig», que separaría el grueso de su territorio de Prusia oriental. 4. DEL DERECHO INTERNACIONAL DEL SISTEMA DE ESTADOS EUROPEO AL DERECHO INTERNACIONAL MUNDIAL Hemos constatado que la expansión colonial de los Estados europeos ensanchó sólo en un aspecto limitado el dominio del Derecho internacional en el espacio. En general, adoptó la forma de una incorporación pasiva de las tierras de ultramar al mundo político y jurídico europeo, sobre la base de un estatuto desigual. Hemos distinguido, a este respecto, el Nuevo Mundo, íntegramente colonizado, del Viejo, donde se había establecido un cierto equilibrio. La evolución ulterior iba también a diferir profundamente, siendo la causa la nueva situación de uno y otro, que se invirtió ampliamente con relación a Europa. 4.1. EL DERECHO INTERNACIONAL EUROPEO Y AMERICANO La primera ampliación propiamente dicha del sistema europeo de Estados y de su Derecho de gentes, tuvo lugar tras un proceso iniciado en el período precedente, con la secesión de 13 de las colonias inglesas de América (1776-1783), seguida de la de Haití (1801-1804), las colonias españolas (1808-1825) y Brasil (1822). Había alumbrado, en el enfrentamiento y la lucha contra las viejas metrópolis (salvo en Brasil), un nuevo mundo político, incluso un sistema de Estados propio del «cuarto continente», utilizando la expresión de un historiador y politólogo coetáneo6. Ya hemos desvelado rasgos de una influencia de este sistema, cuya diversa situación histórica engendraba algunas singularidades. El derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, la legitimidad democrática, el recurso al arbitraje, vinculado al federalismo, la efectividad como criterio del reconocimiento de Estados y gobiernos, el derecho de asilo diplomático, son quizá los más notorios. Sin embargo, la cuestión de la existencia de un Derecho internacional «americano» no ha obtenido una respuesta unánime ni siquiera por parte de los autores del Nuevo Mundo, entre los cuales el chileno Alejandro Álvarez y el brasileño M. A. de Souza Sa Vianna representan, sin duda, las posturas más claras respecto de la afirmación y negación de la especificidad del orden jurídico de su continente. Parece evidente que, en los comienzos, frente a una Europa monárquica y legitimista que 63 intentaba, en la medida de lo posible, restablecer el Antiguo Régimen, y al talante intervencionista de la Santa Alianza, en medio de un clima de profunda desconfianza hacia Europa, las diferencias se acentuaron más que las coincidencias. Cabe añadir, sin duda, el retraso sobrevenido en el reconocimiento de los nuevos Estados: si bien se consiguió el de los Estados Unidos para la Gran Colombia y México en 1822, y el de Gran Bretaña, en 1824, España no comenzó hasta 1835 la serie de reconocimientos, que se escalonaron —a partir del de México— hasta finales de siglo. Sin embargo, la civilización americana era hija de la europea y compartía su tradición cristiana. Por ello la evolución del Derecho internacional en Europa y América atenuó ampliamente las divergencias iniciales. Así, se ha podido hablar de un Derecho internacional europeo y americano en el marco de un Derecho internacional más amplio, en cuyo seno había surgido. América desarrolló un «sistema de congresos» propio. Se inició con el Congreso de Panamá (1826), convocado por Bolívar con la esperanza de constituir una América hispánica federada, aunque se saldó con un fracaso. Los que siguieron —Congresos iberoamericanos de Lima en 1847-1848 y 1864-1865— tuvieron objetivos más reducidos hasta fin de siglo, época en la que se inaugura la serie de conferencias panamericanas que se han ido sucediendo hasta nuestros días. Las tres primeras fueron las de Washington (1889-1890), de México (1901-1902) y de Río de Janeiro (1906). Sin embargo, el panamericanismo, del que surgirá la actual Organización de Estados Americanos, se desarrolló principalmente en el período siguiente. Por lo demás, el hemisferio occidental conoció un proceso similar al que había creado en Europa y en África un régimen internacional para la navegación de algunos cursos de agua, pero de forma diferente. Así, el San Lorenzo fue internacionalizado por una serie de tratados bilaterales entre Gran Bretaña y los Estados Unidos; el curso inferior del Misisipi, los grandes ríos sudamericanos y el estrecho de Magallanes lo fueron por declaraciones unilaterales de los Estados afectados. Un ámbito continuó estando fuertemente determinado por la influencia americana: el arbitraje. En la línea del Tratado Jay de 1794, lo instituyeron toda una serie de convenios; tratados con los nuevos Estados de América del Sur —México, Ecuador, Perú, Venezuela—, pero también con socios europeos, España y Gran Bretaña, en particular. La comisión mixta Estados Unidos-México de 1868 desempeñó un papel de primer orden a este respecto. En las relaciones con Europa, el arbitraje más célebre fue el del caso del Alabama, entre los Estados Unidos y Gran Bretaña: el buque de guerra de este nombre se construyó en Gran Bretaña para los confederados durante la guerra de Secesión (1861-1865); habiendo causado graves daños a la Unión, la reclamación por esta última de una elevada indemnización —en medio de una tensa atmósfera entre ambos Estados, a causa de que Gran Bretaña había reconocido a la Confederación como beligerante— fue satisfecha el 14 de septiembre de 1872 por un tribunal formado, además de por los árbitros designados por las partes, por el Rey de Italia, el Presidente de la Confederación Helvética y el Emperador del Brasil. Por último, el cambio de siglo vio erigirse a los Estados Unidos, tras su victoria sobre España de 1898, en la séptima gran potencia. 4.2. EL DERECHO INTERNACIONAL EN LAS RELACIONES CON ASIA MERIDIONAL Y ORIENTAL Y ÁFRICA Tras el progresivo establecimiento de regímenes coloniales en el Sur y el Sudeste asiáticos a lo largo del siglo XIX, así como el aislamiento en el que se habían recluido China y 64 Japón, se puede hablar de un «nuevo comienzo» en las relaciones con estos dos países a partir de los años 40. Primero con China, desde que, a partir de la guerra denominada del opio, el Tratado de Nankín de 29 de agosto de 1842 con Gran Bretaña, abrió cinco puertos chinos (los «puertos convencionales») a su comercio. Este tratado se completó en 1843, y fue seguido de otros a partir de 1844, en particular, con Estados Unidos (3 de julio) y Francia (24 de octubre). Tuvieron importancia especial los Tratados de Tientsin con Gran Bretaña y Francia, del 26 y 27 de junio de 1858 —impuestos por un cuerpo expedicionario de ambos países que ocupó la ciudad—por los cuales los occidentales obtuvieron la apertura de nuevos puertos, la reorganización del sistema de aduanas marítimas chinas bajo la dirección de un occidental y el derecho a establecer misiones diplomáticas en Pekín. No habiéndolos ratificado el gobierno chino, los franco-británicos ocuparon de nuevo Tientsin y después entraron en Pekín (1860), donde fue incendiado el Palacio de Verano. Los Convenios de Pekín de 24 y 25 de octubre autorizaron el establecimiento de embajadas. Más tarde se amplió el número de beneficiarios. Al año siguiente, China se decidió a crear un servicio propio para llevar las relaciones con los países extranjeros. Japón, tras la guerra chino-japonesa de 1894, concluida con el Tratado de Shimonoseki (17 de abril de 1895), tomó igualmente una parte cada vez más activa en lo que con razón podría denominarse el asalto a la vieja fortaleza del Imperio del Centro. Éste, convertido en república en 1912, no podrá liberarse de los «tratados desiguales» más que hasta la Segunda Guerra Mundial. Para Japón, el «nuevo comienzo» se debió primeramente a la iniciativa de los Estados Unidos de América. Tras una demostración naval de la escuadra americana a las órdenes del comodoro M. C. Perry en 1853, fue firmado el Tratado de Kanagawa al año siguiente, conocido igualmente como el Perry Treaty (31 de marzo de 1854), por el cual Japón abrió dos de sus puertos y estableció relaciones comerciales con los Estados Unidos. Les siguieron Gran Bretaña (14 de octubre de 1854), Rusia (26 enero [7 de febrero] 1855), los Países Bajos (9 noviembre de 1855), Francia (9 de octubre 185 8) y otros Estados. El resultado fue un Derecho internacional que hemos calificado de hegemónico, cuya expresión es el régimen de los «tratados desiguales». Este régimen recuerda al de las capitulaciones en los países musulmanes del Mediterráneo, con la diferencia fundamental, en origen, de no haber sido otorgados o incluso negociados en pie de igualdad, sino impuestos por las potencias occidentales; lo que les confirió ab initio el carácter discriminatorio y abusivo que no se puso de relieve en el Mediterráneo hasta más tarde. Fue sobre todo China quien se resintió más amargamente, dada su tradición imperial y la amplitud de las limitaciones impuestas a su soberanía, pero se aplicó también bajo diversas formas en Persia, Siam y Japón. Cabe mencionar, entre sus elementos más característicos, no solamente el principio de la «puerta abierta» y las «zonas de influencia», sino también la jurisdicción consular, las «concesiones» de barrios, los territorios cedidos en arriendo, etc. La razón alegada fue la incuria o la incapacidad, en todos los órdenes, de las administraciones locales. La adopción por Japón, desde la era Meiji, de técnicas e instituciones políticas y jurídicas occidentales —y, entre éstas, las del Derecho internacional— le permitió liberarse de las restricciones del régimen en cuestión ya a finales de siglo. En 1870 decidió establecer un sistema de representaciones diplomáticas permanentes. La guerra victoriosa contra Rusia (1904-1905), que Japón inició sin previa declaración, marcó su entrada efectiva en la comunidad internacional. El círculo de las grandes potencias, tras la incorporación de Estados Unidos, se extendía en adelante por Asia. Así, los modelos y los principios occidentales se impusieron a escala mundial. Puestos esencialmente al servicio del comercio de los países occidentales, fueron adoptados con mayor 65 facilidad en las partes del mundo que, como Japón, aspiraban a incorporarse al mundo industrializado moderno. En África se generalizó el régimen colonial, atenuado, como en ciertas regiones de Asia, por la existencia de protectorados. Solo dos territorios permanecieron independientes; Liberia, creada por iniciativa de un asociación filantrópica de los Estados Unidos, la. American Colonization Society, que instaló allí a partir de 1822 a antiguos esclavos negros liberados y llevados a África, y que en 1847 se convirtió en Estado independiente, cuya constitución se configuró según el modelo de la de los Estados Unidos; Etiopía, reino milenario que supo resistir frente a Italia en 1896 (batalla de Adua, 1 de marzo; Tratado de Addis-Abeba, 26 de octubre). A diferencia de la colonización europea de los siglos XVI y XVII, la de los XIX y XX se preocupó menos de los títulos que pudieran justificarla que de las condiciones formales de su establecimiento. Su legitimidad provenía de un nivel supuestamente más elevado de civilización o desarrollo. Las condiciones se reducían, en lo esencial, a la ocupación efectiva, al ejercicio efectivo de los atributos de la soberanía. Frente a la colonia, privada de una personalidad jurídica propia el protectorado conservaba, en principio, la autonomía interna y el carácter estatal. Por lo demás, numerosos tratados de cesión se concluyeron con los jefes y los poderes locales. No cabe exagerar su importancia, a excepción de los protectorados con entidades estatales como Marruecos, Túnez, Egipto. Más efectivo resultaba el acuerdo con las potencias rivales, que, en general, precedía y consolidaba las cesiones. En particular, tal fue el caso de Marruecos y Egipto: los acuerdos franco-británicos del 8 de abril de 1904 y el franco-alemán del 4 de noviembre de 1911 dieron paso al Tratado franco-marroquí de Fez de 20 de marzo de 1912. Este reconocimiento de la personalidad jurídica internacional a sociedades no pertenecientes a la civilización occidental, aunque limitada de la forma que hemos visto, implicaba un paso decisivo hacia la universalidad. 5. DESARROLLOS INSTITUCIONALES La revolución industrial y la de las comunicaciones están en el origen de una intensificación creciente de las relaciones humanas en todos los ámbitos, lo que no podía dejar de repercutir en las relaciones internacionales, tanto en las interindividuales como en las interestatales. Ello se tradujo en un incesante crecimiento del Derecho internacional, que afectó a nuevos sectores de la vida social. A lo largo del siglo hemos visto desarrollarse un Derecho fluvial internacional que facilitó la navegación de los cursos de agua que atraviesan o separan diversos países. En cuanto a los cursos de agua artificiales, de los que la Convención de Barcelona de 20 de abril de 1921 dirá que pueden someterse a las mismas normas fluviales que ella misma establece, su régimen se asentó particularmente con la apertura del canal de Suez y el de Panamá. Tanto la Convención de Constantinopla de 29 de octubre de 1888 como el Tratado de 18 de noviembre de 1901 entre los Estados Unidos y Gran Bretaña (Tratado Hay-Pauncefote) establecieron el libre acceso a uno y otro. El Derecho del mar conoció igualmente una amplia reglamentación. La Conferencia marítima internacional de Washington de 1889 fijó normas sobre las señales marítimas, las condiciones de navegabilidad de los buques, el salvamento de náufragos, etc. Tras el naufragio del Titanic (1912), una conferencia reunida en Londres decidió la creación de una patrulla internacional de icebergs (Convención de 20 de enero de 1914). Entre tanto, la Convención de Bruselas de 23 de septiembre de 1910 reglamentó el abordaje y sus consecuencias jurídicas. En lo 66 concerniente a las señales marítimas y los faros, hay que mencionar la Convención de Tánger de 31 de mayo de 1865 sobre el faro del cabo Espartel. La evolución estuvo marcada por la adopción de una política económica basada en el libre cambio por parte de Inglaterra. Este giro en relación con el mercantilismo dominante en la época anterior debía llevar a abandonar la defensa del mare clausum, así como a la adopción del principio de la libertad de los mares. Los estrechos adquirieron, portal razón, una importancia creciente. La costumbre internacional extendía la libertad de navegación a los estrechos que uniesen dos mares libres. Los Dardanelos y el Bosforo estaban sometidos a un régimen especial, que vimos anteriormente. En cuanto al Derecho marítimo de la guerra, fue codificado, en el sentido indicado anteriormente, por la Declaración de París de 16 de abril de 1856. El auge de los ferrocarriles a lo largo del siglo XIX dio lugar a las dos Convenciones de Berna de 15 de mayo de 1886, referidas respectivamente a la anchura de los raíles y a la colocación de precintos en los vagones, con un Protocolo final de 18 de mayo de 1907, así como a la Convención del 4 de octubre de 1890 sobre transportes por vía férrea, acompañada de las Convenciones adicionales de 20 de septiembre de 1891, de 16 de julio de 1895, de 10 de junio de 1898 y de 19 de septiembre de 1906. Una importancia particular reviste el Derecho internacional concerniente a la transmisión de noticias, favorecida por el desarrollo postal, telegráfico y telefónico. Aquí, las necesidades surgidas de la estrecha interdependencia existente entre todos los países, dieron lugar, tras las comisiones fluviales, a nuevas organizaciones internacionales, que son las uniones denominadas administrativas. La de fecha más temprana fue la Unión Geodésica, creada en 1864 y representada por una oficina. Fue seguida, un año más tarde, por la Unión Telegráfica Universal, creada por los 20 Estados europeos signatarios de la Convención telegráfica de París, de 17 de mayo de 1865. Retocada en Viena (1868) y en Roma (1872), la Convención fue reelaborada y ampliada en San Petersburgo por la de 10 de julio de 1875, que seguiría en vigor hasta 1932. Por lo demás, 27 Estados firmaron en Berlín, el 3 de noviembre de 1906, el Tratado constitutivo de la Unión Telegráfica, con oficina en Berna, de donde surgiría, tras las modificaciones introducidas en Londres (1912) y en Washington (1927), la Unión Internacional de Telecomunicaciones, establecida por la Convención universal de telecomunicaciones de Madrid de 1 de diciembre de 1932, suscrita por casi todos los Estados. La Unión Postal Universal fue creada por la Convención de 1 de junio de 1878, en sustitución de la Unión general de correos, nacida cuatro años antes en Berna, por iniciativa del director de correos suizo Heinrich Stephan. Estableció la libertad de tránsito por todo el territorio postal, precisando las posibles restricciones de los Estados así como las medidas a utilizar en caso de infracción. Tiene su oficina asimismo en Berna. A comienzos del siglo siguiente, la Convención radiotelegráfica, fundada en Washington el 25 de noviembre de 1907, tuvo por objeto la estandarización de las longitudes de onda. La protección internacional de la propiedad industrial, intelectual y artística, se aseguró por las uniones creadas por las Convenciones de París, de 20 de marzo de 1883, y de Berna, de 9 de septiembre de 1886, cuyas oficinas tienen su sede igualmente en la capital suiza. El 5 de julio de 1890 fue creada una Unión para la publicación de las tarifas aduaneras, cuya administración se estableció en Bruselas. En esta época se emprendieron esfuerzos particulares en el ámbito del Derecho humanitario. 1863 es, a este respecto, una fecha histórica, pues es la de la creación en Ginebra, por iniciativa del filántropo suizo Henri Dunant (1828-1910), del Comité internacional de auxilio 67 a los heridos, que en 1880 adoptaría el nombre de Comité internacional de la Cruz Roja (del Creciente Rojo en los países del Islam). Se debe al impulso de Dunant la Convención de Ginebra de 22 de agosto de 1864 sobre la mejora de la suerte de los heridos, enfermos y personal sanitario de los ejércitos en campaña (revisada por la Convención de Ginebra de 6 de julio de 1906). La primera conferencia de la Cruz Roja tuvo lugar en París en 1867. Dentro de esta evolución cabe recordar la Declaración de San Petersburgo de 11 de septiembre de 1868, que prohíbe la utilización de proyectiles explosivos de pequeño calibre. En esta línea se sitúan en particular las Conferencias de la Paz de La Haya de 1899y 1907. Convocadas por el zar Nicolás II (1894-1917), posiblemente influido por los movimientos pacifistas y preocupado, en todo caso, por el incremento generalizado de los presupuestos militares, tuvieron por objeto obtener su reducción y codificar los usos y costumbres de la guerra a fin de humanizarlos. El Acta final de la primera Conferencia (29 de junio de 1899) incluía tres convenciones y tres declaraciones, que la acompañaban como anexos susceptibles de firma aparte. Las convenciones tratan, respectivamente, del arreglo pacífico de conflictos, que creó un tribunal permanente de arbitraje; sobre las normas y costumbres de la guerra terrestre, seguido de un anexo; y sobre la adaptación de los principios de la Convención de Ginebra de 22 de agosto de 1864 a la guerra marítima. Las tres declaraciones conciernen a la prohibición de proyectiles con gases asfixiantes o tóxicos, la prohibición de balas que fácilmente en el cuerpo humano (balas dum-dum) y el lanzamiento de proyectiles desde globos (dirigibles). La segunda Conferencia, motivada por la insuficiencia de resultados de la primera, elaboró una codificación más extensa. Aquí también, el Acta final (18 de octubre de 1907) enumera e incluye mediante anexos las convenciones adoptadas, en número de 13, abarcando no solamente el Derecho de la guerra y de la neutralidad, sino también el de la prevención de la guerra; trataban respectivamente del (I) arreglo pacífico de conflictos internacionales, (II) la limitación del uso de la fuerza para la recuperación de deudas contractuales, (III) la apertura de hostilidades, (IV) las normas y costumbres de la guerra terrestre, acompañada de un anexo que comprende un «Reglamento», (V) los derechos y deberes de las potencias y personas neutrales en caso de guerra terrestre, (VI) el régimen de los buques mercantes con ocasión de la apertura de hostilidades, (VII) la transformación de buques mercantes en navíos de guerra, (VIII) la colocación de minas submarinas, (IX) el bombardeo por fuerzas navales en tiempo de guerra, (X) la aplicación a la guerra marítima de los principios de la Convención de Ginebra de 22 de agosto de 1864, (XI) las restricciones al ejercicio del Derecho de captura en la guerra marítima, (XII) el establecimiento de un Tribunal internacional de presas, (XIII) los derechos y deberes de las potencias neutrales en caso de guerra marítima. Le seguía una Declaración sobre el lanzamiento de proyectiles desde globos (dirigibles). No pudiendo resolverse la cuestión del nombramiento de los jueces, no se ratificó la Convención XII. Todos los Estados europeos de la época —incluso Bulgaria, principado tributario del Imperio otomano— tomaron parte en las dos Conferencias, además de cuatro Estados asiáticos (China, Japón, Persia y Siam). En cuanto a los Estados americanos, sólo asistieron a la primera los Estados Unidos y México; por el contrario, 19 de los 21 Estados de entonces acudieron a la segunda. Ello expresa la importancia que la opinión mundial atribuyó finalmente a estas dos Conferencias. No pudieron, pese a todo, obtener una reducción de armamentos, ni tampoco evitar la guerra, siete años más tarde. Su mérito principal habrá consistido en la codificación allí realizada del Derecho de la guerra y de la neutralidad, así como haber hecho progresar la idea del 68 arreglo de controversias internacionales por la vía jurídica, preparando así la creación ulterior del Tribunal permanente de justicia internacional, cuya sede será precisamente La Haya. La Declaración de Londres de 1909, redactada por los signatarios de la XII Convención de La Haya y consagrada totalmente a la guerra marítima, corrió la misma suerte que la Convención y no fue ratificada. CAPITULO XI LA DOCTRINA EN EL SIGLO XIX 1. LA CIENCIA DEL DERECHO INTERNACIONAL El desarrollo de las instituciones internacionales a lo largo del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial explica el florecimiento de la Doctrina, cada vez más autónoma y profesionalizada, en el ámbito de las ciencias jurídicas. La preponderancia del positivismo jurídico a partir de los años 30 suprimirá entre sus defensores el vínculo que le unía al Derecho natural. Sin embargo, la tradición iusnaturalista o consideración filosófica del Derecho internacional no cesó por ello y continuó ejerciendo una influencia que no cabe ignorar. 1.1. LA FILOSOFÍA DEL DERECHO INTERNACIONAL El nuevo impulso más destacado y duradero es el que procede de G. W. F. Hegel (17701831), cuya Filosofía del Derecho (1821) considera al Derecho internacional como un «Derecho estatal externo». Siendo el Estado, en el sistema de Hegel, la más elevada encarnación del Espíritu objetivo, no puede someterse más que a su propia voluntad en tanto que ésta se coordina con la de los demás Estados. De ahí resulta un Derecho internacional frágil, sometido a las veleidades de una voluntad estatal que se concierta con las voluntades rivales y no asume, finalmente, otra responsabilidad que la del juicio de la historia universal. Los autores que se proclaman seguidores del pensador de Stuttgart fueron más lejos, negando, en su mayoría, la naturaleza jurídica del Derecho internacional. Éste es, particularmente, el caso de Adolf Lasson (1837-1917), catedrático de Berlín, en una monografía sobre el principio y el futuro del Derecho internacional (1871) y en su «Sistema de filosofía del Derecho» (System der Rechtsphilosophie, 1882), que ofrece la madurez de su pensamiento. El Estado, encarnación suprema del Espíritu objetivo, no puede someterse a un orden normativo superior a él mismo, ni a vínculos que limiten su actividad soberana. «Los Estados —escribe— no pueden establecer entre ellos una relación de comunidad jurídica; sólo la fuerza decide». Profunda e igualmente perdurable —aunque tardía— sobre el pensamiento jurídico anglosajón, fue la influencia de John Austin (1778-1859), inspirador de la analytical school of jurisprudence. Austin enseñó durante algunos años en la Universidad de Londres, tras un viaje de estudios por Alemania que le puso en contacto con los juristas más renombrados de este país. La obra que publicó en vida, The Province of Jurisprudence Determined (Londres, 1823), fue reeditada más tarde, aumentada gracias a los esfuerzos de su viuda, bajo el título Lectures on Jurisprudence or the Philosophy of Positive Law (Londres, 1869). Ahora bien, Austin, que señala como elemento esencial del Derecho la existencia de un political superior capaz de imponer sus normas, ve en el Derecho internacional no un Derecho sino una positive morality, una moral social efectiva, que se sanciona específicamente por la opinión pública. Buen conocedor del pensamiento jurídico continental, James Lorimer (1818-1890), natural de Abergaldie (Escocia), ocupó la cátedra de Derecho público y de Derecho natural y de 69 gentes en la universidad de Edimburgo. Autor de The Institutes of Law (Edimburgo, 1872) y de The Institutes of the Law of Nations (2 vols., Edimburgo, 1883-1884), considera el Derecho humano como puramente declarativo de un orden efectivo de origen divino (principio de facto), caracterizado por la desigualdad de los hombres, de los pueblos y de las civilizaciones. De ahí proviene su rechazo del principio de igualdad jurídica de los Estados —aun admitiendo su igualdad ante el Derecho— y su limitación del alcance del reconocimiento de Estados no pertenecientes a la civilización occidental. Un gran nombre se sitúa, finalmente, en la línea del Derecho natural de la escolástica católica: el del jesuita italiano Luigi Taparelli d'Azeglio (1793-1862), de Turín, profesor en Palermo, autor del vasto «Ensayo teórico de Derecho natural apoyado en el hecho» (Saggio teorético di diritto naturale appoggiatto sulfatto, 5 vols., Palermo, 1840-1843); ed. definitiva, 1855). Taparelli, retomando la doctrina tradicional de la guerra justa, la encuadra, como sus predecesores de los siglos XVI y XVII, en una doctrina general de la sociedad internacional, que caracteriza como una etnarquía en la medida en que es el producto de las propias leyes naturales y distinta de las confederaciones y alianzas particulares nacidas de la libre voluntad de los Estados. Los Estados integrados en la etnarquía pueden, según las necesidades, aproximar a la monarquía el modo de gobierno del mundo, originalmente poliárquico. 1.2. EL ENFOQUE SISTEMÁTICO DEL DERECHO INTERNACIONAL El abandono del latín, que hemos constatado entre los pensadores precedentes, ocurre igualmente entre los juristas y da lugar a una creciente diversificación nacional y lingüística de la doctrina del Derecho internacional. 1. En lo que concierne a los países de lengua alemana, se suceden una serie de tratados y manuales que se recomiendan por su calidad científica y el rigor metodológico. La transición de una época a otra se refleja en la obra de Johann Ludwig Klüber (1762-1837), Droit des gens moderne de l'Europe (2 vols., Stuttgart, 1819). Se sitúa en la tradición de la síntesis grociana del Derecho natural y del Derecho voluntario. Aunque atento a los hechos, Klüber no pretende hacer abstracción de los principios, que, en un espíritu progresivo, se encargará de confrontar a la singularidad de las situaciones concretas. El manual se apoya en una abundante y sólida documentación. Klüber, tras haber enseñado en Erlan-Heidelberg, ejerció funciones administrativas en Badén y Prusia. Algo después, August Wilhelm Heffter (1796-1880), natural de Sajorna, aportó con «El derecho de gentes europeo de nuestro tiempo a partir de sus bases actuales» (1844), el que sin duda fuera el manual más difundido de la época, en Alemania y fuera de ella, traducido a varias lenguas'. A diferencia de Klüber, de orientación netamente juspublicista, Heffter—que cultivó igualmente el Derecho romano y el procedimiento civil y criminal— abunda en analogías con el Derecho privado. La referencia al Derecho natural no le impide considerar plenamente los datos de la realidad así como los problemas contemporáneos. Tras haber sido magistrado, Heffter enseñó en las Universidades de Bonn, Halle y Berlín. El positivismo se afirmó con August von Bulmerincq (1822-1890), catedrático en Heidelberg, y Franz von Holtzendorff (1829-1889), que enseñó en Berlín, y después en Munich. En «El Derecho de gentes o Derecho internacional. Exposición sistemática» (1884), von Bulmerincq se inspira también en el Derecho privado para la sistematización de la materia (derecho substantivo y derecho adjetivo). Von Holtzendorff, que cultiva también diversas ramas del Derecho y la ciencia política, une a un protestantismo liberal una preocupación social. Dirigió 70 una enciclopedia de la ciencia jurídica para la cual escribió la sección consagrada al «Derecho de gentes europeo» y un gran tratado colectivo del que redactó buena parte3. Puede relacionarse con él a Franz von Liszt (1851-1919), de origen vienes, catedrático en Giessen, Marburgo, Halle y Berlín, maestro igualmente en otras disciplinas jurídicas (en su caso, particularmente, el Derecho criminal). Su «Derecho de gentes: exposición sistemática» (1898) tomó el relevo del de Heffter en cuanto a autoridad y difusión en varias lenguas4. El suizo Johann Gaspar Bluntschli (1808-1881), natural de Zurich y discípulo de Savigny en Berlín, enseñó en su ciudad natal, después en Munich y finalmente en Heidelberg. Profesaba un protestantismo liberal, reformista y universalista, se ilustró sucesivamente en el Derecho privado y en el Derecho constitucional y la ciencia política. Fue tardíamente, en Heidelberg (1861-1881), cuando giró hacia el Derecho internacional. La guerra austro-prusiana de 1866 le impulsó a considerar el Derecho moderno de la guerra de los países civilizados. En lo que nos concierne, su obra principal es una exposición codificada del «Derecho internacional de los países civilizados», que disfrutó de amplia difusión en diversas lenguas. Cabe mencionar igualmente, habida cuenta de su influencia sobre aspectos fundamentales de la disciplina, a Georg Jellinek y Heínrich Triepel. Georg Jellinek (1851-1911), natural de Leipzig, formado en Viena, Heidelberg y Leipzig, fue catedrático de Derecho público en Heidelberg desde 1891 hasta su muerte. Nos interesa aquí por su concepción de la soberanía, la cual, no pudiendo someterse más que a ella misma, recurre a la «autolimitación» para crear, hacia el interior, el Derecho constitucional, y hacia el exterior, el Derecho internacional. Su «Teoría general del Estado» sigue siendo un clásico6. Heinrich Triepel (1868-1946) planteó, ante la amplitud creciente del Derecho internacional, el problema de sus relaciones con el Derecho interno, en su célebre monografía Volkerrecht und Landesrrecht (Leipzig, 1899). Tratando de superar el voluntarismo positivista, creyó poder dotar al Derecho internacional de un fundamento objetivo merced al «acuerdo», la vereinbarung, que, contrariamente al Vertrag, «tratado» o «contrato» (siendo, en alemán, los dos términos equivalentes), es capaz, a sus ojos, de engendrar una «voluntad común» que se impone a la voluntad de las partes. 2. Al contacto de las culturas germánica y románica, el suizo Alphonse-Pierre-Octave Rivier (1835-1898), formado en Suiza y Alemania (donde siguió los cursos de Hefñer), enseñó en Berna, después en la Universidad Libre de Bruselas, ciudad en la que fue asimismo cónsul general de su país. Cultivó también el Derecho romano y dirigió la Revue de droit international et de législation comparée entre 1878 y 1888. En la corriente liberal, insiste en el principio de la libertad individual y la solidaridad de los pueblos. En Bélgica asimismo, Ernest Nys (1851 -1921), más conocido por sus trabajos sobre los orígenes institucionales y doctrinales del Derecho internacional moderno, es el autor de un tratado basado en una rica documentación. 3. Francia participó en el desarrollo del Derecho internacional a partir de los últimos decenios del siglo XIX, tras el impulso recibido de a introduction á l'étude du droit international (París, 1879) de Louis Renault (1843-1918), que enseñó en Dijon y en París, donde fue catedrático de nuestra disciplina desde 1881. Debemos a P. Pradier-Foderé (1827-1904) la obra francesa más considerable, que, no obstante, adolece de una cierta laxitud de expresión, así como una base documental que no está siempre en relación con sus dimensiones. El mismo año (1894) aparecieron en París dos exposiciones de conjunto, destinadas a 71 recibir una acogida inmejorable: el Manuel de droit International public de Henri Bonfils (18361897), decano de la Facultad de Derecho de Toulouse, y el Traite de droit international public de Franz Despagnet (1847-1906). A continuación, la mayor aportación francesa es la de un jurista historiador no docente, Paul Fauchille (1858-1926). Fundador, con A. Pillet, de la Revue genérale de droit international, pronto la dirigiría él solo, desde 1904 hasta la Primera Guerra Mundial y después, con A. de la Pradelle, hasta su muerte. Preparó para el Instituí de Droit International el Manuel des lois de la guerre maritime (Oxford, 1913). Su Traite de droit international public nació de la refundición del manual de Bonfils (a partir de la 2.a edición, en 1898), razón por la cual la incluimos aquí, aunque en su forma definitiva (4 vols., París, 1921 -1926) como obra propia (8.a ed., del manual de Bonfils) corresponda ya a la posguerra. Fauchille abandonó la exposición basada en los conceptos de Derecho privado para adoptar la división de la materia en Derecho de la paz y Derecho de la guerra y de la neutralidad. La obra es equilibrada, con un largo repertorio de referencias, así como abierta a los nuevos problemas. Cabe añadir a estos internacionalistas a León Duguit (1859-1928), jurista y teórico del Estado, catedrático en la Universidad de Burdeos, cuya revisión de métodos y conceptos fundamentales del Derecho público en el sentido de un estricto recurso a la experiencia influyó poderosamente después en la «escuela sociológica» de Derecho internacional, tanto en Francia como fuera de ella. Su obra capital es el Traite de droit constitutionnel (2 vols., París, 1911). 4. En Italia el Derecho internacional fue cultivado por autores que hicieron del principio de la nacionalidad el fundamento de la legitimidad política, tanto en el orden interno como en el internacional. Aplicaron, por otro lado, este principio tanto en Derecho internacional público como privado. El representante principal de esta corriente de pensamiento es Pasquale Stanislao Mancini (1817-1888), político a la vez que profesor. Refugiado en Turín tras haber tenido que abandonar su Compañía natal a raíz de la revolución de 1848-1849, se creó para él una cátedra en la universidad. Su resonante lección inaugural, en 1851, Della nazionalitá come fundamento del diritto delle genti, tuvo el efecto de un manifiesto. Mancini fue uno de los defensores más decididos del Risorgimento, y tras ocuparse Roma, fue nombrado allí catedrático. De acuerdo con su ideario liberal, funda la nación sobre factores no tanto naturales cuanto históricos, de los que ha surgido a lo largo de los siglos una «conciencia de nacionalidad». El Derecho de gentes es el que rige entre las naciones, las cuales tienen derecho a organizarse en Estados independientes; el Estado, creado por la nación, está a su servicio. El internacionalista italiano que mayor audiencia encontró en el período siguiente es Pasquale Fiore (1837-1914), que fue catedrático en varias universidades de su país. De talante abierto, era, como Bluntschli, partidario de la codificación del Derecho internacional, que concebía como la fijación de sus normas con sentido dinámico atento a los necesarios reajustes. Postula el reconocimiento de derechos individuales internacionalmente protegidos. Como Bluntschli, y Phillimore (véase más adelante), es de aquellos que subrayaron la universalidad potencial del Derecho internacional con respecto a los pueblos de civilización no cristiana". 5. Los países de lengua inglesa contribuyeron poderosamente a lo largo del siglo xix al desarrollo de la ciencia jurídica internacional. Sus autores dan pruebas de una preocupación práctica que no excluye necesariamente la presencia de fundamentos filosóficos, así como una flexibilidad doctrinal que, incluso entre los positivistas, atenúa el formalismo. Entre los británicos, cabe mencionar en primer lugar a sir Robert Phillimore (1810-1890), 72 magistrado, cuyos Commentaríes upon International Law (4 vols., Londres, 1854-1861; 3a ed., 1879-1889), que incluyen, por lo demás, el Derecho internacional privado, constituyen, según una opinión autorizada, «la obra inglesa más representativa del siglo». Sheldon Amos (1835-1886) y sir Thomas Erskine Holland (1835-1928) siguen a Austin. Amos, que a la manera de sus colegas alemanes cultivó también otras disciplinas jurídicas y la ciencia política, intenta conciliar la existencia de un Derecho internacional propiamente dicho con el concepto de Derecho como orden de un superior. No entiende, portante, por Derecho internacional más que las normas provistas de una sanción efectiva, proceda ésta de los tribunales estatales o de una fuerza cualquiera, como la guerra13. Se debe a Holland, que enseñó en la Universidad de Oxford, una obra de teoría general del Derecho que tuvo 13 ediciones en vida del autor y que se ha podido considerar la expresión más acabada de la «jurisprudencia analítica»: The Elements of Jurisprudence (Oxford, 1880). El acento que pone sobre la soberanía le lleva a contemplar el Derecho internacional sobre el modelo del Derecho privado, siendo aquí las personas los Estados —de ahí, como en Von Bulmerinc, la distinción entre un derecho «substantivo» y uno «adjetivo»—. Pretende paliar la ausencia de un soberano internacional apelando a la cooperación14. Se ha dicho del tratado de William Edward Hall (1835-1894), A Treatie of International Law (Oxford, 1880), que es probablemente la mejor obra publicada por un escritor inglés durante la segunda mitad del pasado siglol. Formado en Oxford, Hall no fue un docente. Merced a sus numerosos viajes al extranjero, conoció tanto lenguas modernas como doctrinas continentales en un grado poco común. Su positivismo está atemperado por la influencia de la historia y las ciencias sociales. Se interesó igualmente por la neutralidad. Volvemos a las aulas con John Westlake (1828-1913). Formado en Cambridge, ejerció en los tribunales, después fue requerido a la cátedra de la universidad de esta ciudad, que ocuparía durante 20 años. Se consagró primero al Derecho internacional privado. En Derecho internacional público también atenúa el positivismo, desde el momento en que considera a la razón, en tanto que persigue lo justo (ríght), como otra fuente del Derecho, junto a la práctica. Acentuando, frente a la idea de la soberanía, la de la comunidad de los Estados, defiende la personalidad jurídica internacional de los individuos, la codificación del Derecho internacional, la creación de tribunales internacionales. Otros internacionalistas británicos merecen evocarse también, en atención a la audiencia de que han gozado en el tiempo. Es el caso de sir Travers Twiss (1809-1897), Thomas Joseph Lawrence (1849-1920), de marcado positivismo, así como de F. E. Smith, primer lord Birkenhead (1872-1930). Con Lassa Francis Eawrence Oppenheim (1858-1919) se establece un puente, en el espacio cultural, entre el continente y el Reino Unido, y, en el tiempo, entre el período anterior a la Primera Guerra Mundial y el nuestro. Ello se debe a su personalidad y a la índole e influencia de su tratado, que, por la claridad de su redacción y su riqueza informativa, se encuentra entre aquellos que han ejercido mayor influencia en el siglo XX (International Law. A Treatise, 2 vols., Londres, 1905-1906; numerosas reediciones hasta nuestros días). Ha sido traducido a diversas lenguas, en particular, al ruso y al chino. Lassa Oppenheim, de origen alemán, fue catedrático en Friburgo de Brisgovia y en Basilea y un reconocido especialista de Derecho penal. Instalado en Inglaterra en 1895, enseñó Derecho internacional público en las Universidades de Londres y Cambridge. La obra de Oppenheim une la solidez doctrinal nacida de una excelente formación 73 germánica al enfoque pragmático de los juristas insulares del common law. Su inspiración es neta mente positivista. Se atiene al carácter estrictamente interestatal del Derecho internacional. 6. En los Estados Unidos, el período inicial que se abre con la independencia registra en primer lugar el nombre de James Kent (1763-1845), jurista práctico, catedrático en el Columbia College y juez del Estado de Nueva York. Sus célebres Commentaries on American Law (8 vols., Nueva York, 1826-1830)", cuyo tomo I se consagra al Derecho internacional, influyeron profundamente en el desarrollo jurídico de los Estados Unidos a partir del common law inglés. Kent, analizando el Derecho norteamericano, incluye en él al Derecho de gentes en tanto que se deriva de la práctica de los Estados, y concluye que forma parte del common law. Algo después, Henry Wheaton (1785-1848) dio un impulso vigoroso a una floreciente ciencia del Derecho internacional, no sólo en el ámbito doctrinal sino también en el histórico. Natural de Providence (Rhode Island), formado en el Rhode Island College, realizó un viaje de estudios a Francia y ejerció como abogado en la Administración. Luego fue nombrado encargado de negocios y ministro plenipotenciario en Dinamarca y Prusia. Sus Elements of International Law with a Sketch of the History ofthe Science (2 vols., Londres, 1836) alcanzaron una gran difusión, particularmente, en China y Japón, donde fueron traducidos. La práctica diplomática dejó sus huellas en la obra de Wheaton, que somete los principios generales a la prueba de las realidades de la vida internacional. Ahora bien, Wheaton es buen conocedor de esta última, lo que le permite referirse a los países más diversos. Sin embargo, sostiene que la razón es una fuente del Derecho de gentes; abre el acceso al Derecho natural, que identifica con la ley de Dios. Su Histoire des progrés du droit des gens en Europe et en Amérique depuis la Paix de Westphalie jusqu á nos jours (aparecida en Leipzig en 1841 bajo un título diferente, que varió en las ediciones sucesivas) constituye una aportación historiográfica importante. Entre los restantes autores norteamericanos de la época cuya influencia ha sido más duradera, cabe mencionar a Theodore D. Woolsey (1801-1889) y Henry W. Halleck(1816-1872). Conviene recordar, finalmente, la sistematización de la práctica de los Estados Unidos en materia de Derecho internacional por los autores de Digests. En las huellas de Francis Wharton (1820-1889), autor de A Digest ofthe International Law ofthe United States (3 vols., Washington, 1884-1886), John Basset Moore (1860-1947) ocupa un lugar de excepción. Su Digest of International Law (8 vols., Washington, 1906) no es más que una parte del monumental trabajo de codificación que hubo de realizar hasta su muerte este gran espíritu, que compartió la actividad de consejero con la de la negociación, la enseñanza en la Universidad de Columbia y la función judicial. 7. Retornando a Europa, constatamos que España, donde el contacto con sus clásicos del Siglo de Oro se había roto, permaneció relativamente al margen en este aspecto. Se nutrió, sobre todo, de traducciones de manuales y tratados de uso corriente en Europa. Entre las obras del país cabe retener la de Ramón de Dalmau, marqués de Olivart (1861 -1928). 8. En Portugal, la primera mitad del siglo estuvo dominada por la obra del político y diplomático Silvestre Pinheiro Ferreira (1769-1846). Catedrático en la Universidad de Coímbra, hubo de emigrar en 1797. Más tarde, ejerció funciones diplomáticas en París, La Haya y Berlín. Pasó una decena de años en Brasil. Ministro tras la revolución liberal de 1820, el restablecimiento del absolutismo en 1823 le obligó de nuevo a abandonar su país, donde no regresaría hasta 1842. Pinheiro Ferreira es un polígrafo que escribe en varias lenguas, autor de una serie de libros y cursos19 así como de notas a ediciones de Vattel y de G. F. von Martens. Es un partidario 74 decidido de los derechos naturales e inalienables del hombre, que el Estado debe salvaguardar. Es favorable al reconocimiento de los gobiernos de facto, dejando aun lado el principio de legitimidad. Siendo ministro, trató de oponer a la Santa Alianza una alianza defensiva de los Estados de régimen liberal. 9. En Rusia, donde se habían traducido los manuales de Heffter, Bluntschli y Von Liszt, el internacionalista más renombrado del siglo fue Fedor (Federico) Fedorovich de Martens (18451909), de origen báltico. Jurista y diplomático, enseñó en la Universidad de San Petersburgo y tomó parte en numerosas conferencias internacionales, en particular, en las de La Haya de 1899 y 1907. F. de Martens concede a la práctica de los Estados la primacía para fijar el contenido del Derecho internacional. Éste se basa en la noción de «comunidad internacional», cuyo desarrollo está en relación con el grado de consenso común, que, a su vez, depende de los modelos de civilización compartidos. De Martens insiste finalmente en el papel de los intereses sociales y económicos en la vida internacional, así como en su protección jurídica. Con F. de Martens, la doctrina rusa del Derecho de gentes se proyectó hacia el exterior, habiendo sido su tratado traducido en abundancia. 10. Otros países europeos contribuyeron también en esta época al florecimiento de la doctrina del Derecho internacional. Mencionamos particularmente, en Grecia, la obra de Nicolás Juan Saripoulos (1817-1887), aparecida en 1860; en Escandinavia, la del sueco Rikard Kleen (1843-1923), en la línea de Bluntschli y de Fiore («Presentación codificada del Derecho internacional», 3 vols., Estocolmo, 1911-1920); en los Países Bajos, la obra de Jean de Louter (1847-1932), de 1910. 11. Al contrario que sus antiguas metrópolis, los países iberoamericanos —sin duda, a causa de los problemas planteados por la independencia— cultivaron el Derecho de gentes con intensidad y allegaron a su doctrina contribuciones importantes. Al frente de ellos, el lugar de honor le corresponde a Andrés Bello (1781-1865), diplomático, lingüista y publicista, natural de Caracas. Antiguo secretario de la capitanía general de Venezuela y después agente diplomático al servicio de Colombia y Chile, acabó siendo rector, desde 1843 hasta su muerte, de la Universidad de Santiago de Chile. Sus Principios de derecho de gentes (Santiago de Chile, 1832) se sitúan en la vía media de Grocio, buscando la síntesis entre el Derecho natural y el positivo. Otro clásico entre los internacionalistas iberoamericanos es Carlos Calvo (1824-1903). Nacido en Montevideo, diplomático, historiador y publicista, Calvo intervino en el arbitraje del Alabama y en la Conferencia de Berlín. Es un escritor fecundo, autor en particular de un tratado cuya traducción francesa, aumentada, alcanzó una gran difusión, recordando su título completo, por su referencia a la historia, al de Wheaton: Le droit International théorique et pratique, precede d'un exposé historique des progrés de la science du droit des gens (2 vols., París, 1868; 5.ed., 6vols., 1896). Además de otras publicaciones, le debemos una vasta recopilación de tratados y actos diplomáticos relativos a América latina. Se le puede clasificar también entre los «sintéticos», aun cuando predomina el enfoque positivo e histórico. Falta de rigor, la obra de Calvo se ha impuesto por la abundancia de materiales que utiliza. Añadamos que Calvo formuló la doctrina y la cláusula que llevan su nombre. La doctrina excluye toda intervención para recuperar deudas privadas. En virtud de la cláusula, un residente extranjero deberá renunciar a la protección diplomática de su Estado nacional para la ejecución forzosa en materia de deudas privadas y remitirse exclusivamente a los procedimientos locales de recurso. 75 Hay que relacionar la doctrina Calvo y la doctrina Drago, formulada en 1902 por el Ministro argentino de Asuntos Exteriores Luis María Drago (1859-1921) con ocasión del bloqueo de Venezuela decretado por Gran Bretaña, Alemania e Italia para exigir el pago de la deuda externa, que el presidente venezolano había suspendido; doctrina según la cual el Estado soberano debe pagar sus deudas, pero no se le puede obligar por la fuerza. De un alcance más limitado que la doctrina Calvo, la doctrina Drago fue incorporada a la II Convención de la conferencia de La Haya de 1907, bajo reserva de aceptación de un arbitraje previo. Entre las restantes aportaciones de la literatura iberoamericana sobre el Derecho internacional, bastará con señalar la obra del venezolano Rafael Fernando Seijas (1822-1901), que, al igual que los autores anglosajones, dedica una gran parte a la práctica estatal (El derecho internacional hispano-americano, 6 vols., Caracas, 1884-1885). Hemos evocado ya la polémica sobre la existencia de un Derecho internacional específicamente americano, vinculado en particular a los nombres de Alejandro Álvarez (18681960) y M. A. de Souza Sa Vianna (1860-1923). Pero la obra de A. Álvarez, abundante y original, ofrece un interés que desborda esta polémica. Su renombre se sustenta en una teoría general del Derecho internacional de inspiración psicológico-social y política que recuerda a los enfoques de León Duguit. Privilegió la noción de interdependencia frente a la de soberanía y subrayó la necesidad de un «Derecho internacional nuevo» que tuviera en cuenta los cambios sobrevenidos en la sociedad internacional global y para cuyo advenimiento se impondría una codificación dinámica22. 12. La doctrina del Derecho internacional del siglo XIX, habiéndose desarrollado en función de la evolución del Derecho internacional positivo y en el momento en que la revolución industrial de Occidente le aseguraba un predominio tecnológico, económico y militar, y finalmente, la hegemonía mundial, fue menos universalista que la de la época de los fundadores del Derecho de gentes moderno. Una cuestión central era el «ámbito de validez» del Derecho internacional. Hemos visto que éste se extendía en principio sólo a las «naciones civilizadas». Ahora bien, dado que fue Occidente, merced a los nuevos medios de dominación y de comunicación de que disponía, quien unificó efectivamente en una red jurídica única a mundos culturales hasta entonces más o menos aislados unos de otros, las pautas de la civilización aplicadas fueron las de la civilización occidental. De ahí el papel del reconocimiento de Estados, que podía alcanzar diversos grados (teoría de los «tres círculos de Estados» según el nivel de civilización medido con este rasero). Así, enfrentados al reto de la expansión de la sociedad internacional, los internacionalistas del siglo XIX y comienzos del XX, han dado muestra al respecto de una perspectiva variable, que va desde las posiciones restrictivas de Wheaton, Heffter, Westlake, Lorimer y Von Liszt, a las más matizadas de Von Holtzendorff o Despagnet, manifestándose como las más receptivas en sentido universalista las que son obra de Phillimore, Fiore, Bluntschli, Rivier, Bonfils y TraversTwiss. 13. Hemos podido constatar, por lo demás, el interés dedicado al Derecho de la guerra y de la neutralidad, lo que corresponde a la lógica del contexto político-internacional descrito en el capítulo precedente. El siglo XIX vio afirmarse también la consideración histórica del Derecho internacional público. Hemos hecho alusión a las aportaciones de Wheaton y de Nys. Si Wheaton y Nys se adherían respectivamente al sistema surgido de la paz de Westfalia y a sus orígenes, el belga Francois Laurent (1810-1887) y el italiano Augusto Pierantoni (1840-1911) ofrecieron vastos 76 frescos —inacabado el último— que abarcaban la evolución global. 2. PROYECTOS DE ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL Y LITERATURA PACIFISTA Como los ciclos bélicos de épocas anteriores, el de las guerras de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico inspiró también proyectos de organización internacional. El proyecto de Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), De la reorganización de la sociedad europea (De la réorganisation de la société européenne, 1814), escrito en colaboración con A. Thierry, su secretario, ofrece un interés particular. Avanza en el sentido de una integración federal de nuestro continente, cuya constitución tiene como base la aplicación en el ámbito internacional del sistema representativo. Este proyecto preludia los que surgirían más tarde, sobre todo a lo largo del último tercio del siglo XIX. Da fe de los progresos del federalismo en Europa. Un ejemplo claro de esta evolución lo representa Fierre Joseph Proudhon (1809-1865), en particular, en su obra Du principe fédératif. Proudhon se oponía al principio de las nacionalidades, considerando que éstas tienden a cristalizar en Estados unitarios. Una federación permite, en cambio, que nacionalidades diversas vivan en paz en el seno de un mismo Estado. En esta línea, el tema de la unión europea se convirtió en tema de discusión entre los internacionalistas y los politólogos. Lorimer y Bluntschli abordaron el asunto. Lorimer contemplaba la creación de un Estado federal europeo; Bluntschli, una «comunidad de Estados europea» más laxa. En el seno del pacifismo moderno, la acción de William Ladd (1778-1841), en los Estados Unidos, se recomienda por su realismo. Ladd unió las diversas asociaciones pacifistas en una organización nacional, la American Peace Society (1828). Su libro An Essay on a Congress of Nations (Londres, 1840) contemplaba la creación de una sociedad de naciones basada en la separación de poderes, la primacía del poder judicial y la opinión pública. Una forma de promoción de la paz es la de la codificación del Derecho internacional, llamada a precisar mejor sus normas y a desarrollarlas en un sentido universal, y, por lo que hace al Derecho de la guerra, humanitario. Hemos mencionado antes el esfuerzo de Bluntschli, Fiore y A. Álvarez en este punto. Dos nombres deben añadirse aquí a los suyos. Francis Lieber (1798-1872), natural de Berlín, pasó, a causa de experiencias que le marcaron, del nacionalismo al pacifismo en los años veinte. Establecido en los Estados Unidos, escribió, con ocasión de la guerra de Secesión, un código de leyes de la guerra que promulgó el ejército de la Unión (1863). Lieber tenía la vista puesta en la cooperación de los Estados, fundada en la buena vecindad y el respeto del Derecho internacional vigente. David Dudley Field (18051894), de Connecticut, fue un maestro de la abogacía y un reformador en diversas ramas del Derecho. Su Draft Quilines ofan International Code (2 vols., Nueva York, 1872) ha sido autoridad. Reivindicaba, por lo demás, una reducción de armamentos y una prevención de conflictos que concluyese en el recurso a una corte mundial ad hoc, cuyas decisiones fuesen obligatorias. El pacifismo se asocia expresamente al liberalismo en hombres como el austriaco Heinrich Lammasch (1853-1920), catedrático en Linz y Viena, así como político. Lammasch, de fuertes raíces católicas, fue un promotor decidido del arbitraje internacional, del que elaboró una teoría por lo demás clásica25. Representante de Austria-Hungría en las Conferencias de paz de La Haya, contribuyó a la creación del Tribunal permanente de arbitraje. Cercano a él, su 77 compatriota A. H. Fried (1864-1921) denunció la anarquía internacional anterior a 1914, así como el peligro de guerra que comportaba. Fundador y director de la revista Die Friedenswarte («La torre vigía de la paz», 1891), es también autor del «Manual del movimiento por la paz» (Handbuch der Friedensbe-wegung, 1905; 2.a ed., 1911). Recibió el premio Nobel de la Paz en 1911. Es en relación con la segunda Conferencia de la paz de La Haya corno conviene situar a Ruy Barbosa (1849-1923). Nacido en Sao Salvador (Brasil), formado en Sao Paulo, jurista y político, recuerda a Andrés Bello por la diversidad de su actividad intelectual. Conoció el exilio en Londres, París y Buenos Aires (1893-1895). Su personalidad desbordante de energía, así como sus dotes oratorias, se desplegaron particularmente en la conferencia mencionada, donde se erigió en portavoz de las aspiraciones a la igualdad de los países iberoamericanos y en caluroso defensor del arbitraje obligatorio. La figura de Walther Schücking (1875-1935) recuerda a la de Lammasch. Nacido en Münster, Westfalia, formado en Munich, Bonn, Berlín y Gotinga, Schücking fue en Marburgo, Berlín y Kiel un docente, y en el Reichstag, un parlamentario comprometido en su doble condición al servicio de la paz. Se entronca con la tradición del Derecho natural. Autor, en particular, de una densa monografía sobre la organización del mundo (Die Organisation der Welt, Leipzig, 1909), fue el apóstol de una idea realista de la organización de un mundo internacional entonces profundamente dividido. En todo lo precedente, se advierte cómo el ideal de la paz alentaba en algunos espíritus, en vísperas de la crisis dramática de julio-agosto de 1914 y de la guerra que siguió. La «Gran Guerra», como se la llamó primero, que rompió con todas las anteriores por su extensión, su duración, su dureza y su coste en vidas humanas, no previstos, fue lamentada tanto más vivamente, cuanto que, desde esta perspectiva, aparecía como un amargo fracaso, no ya sólo del Derecho internacional, sino de la civilización occidental como tal. CAPITULO XII DE LA PRIMERA A LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 1. LOS TRATADOS DE PAZ DE 1919-1923 Y LA SOCIEDAD DE NACIONES Más que las grandes guerras precedentes, la de 1914 a 1918 desbarató ampliamente, por el alcance de sus resultados, las previsiones de los que la desencadenaron. Hemos visto (Capítulo X) que acabó con el Imperio austro-húngaro y con los restos del otomano. Pero, antes incluso de la caída de éstos, el Imperio de los zares sucumbió ante el impacto de la Revolución de Octubre, una revolución de signo por completo diferente de las precedentes, que ponía en tela de juicio el orden económico y social en su conjunto. La aparición de un sistema comunista en el inmenso espacio imperial ruso será uno de los hechos más preñados en consecuencias también en Derecho internacional. El mapa geográfico y social de Europa y de una parte del mundo —en particular, del Cercano Oriente— quedó trastocado. La Conferencia de la Paz de París (1919-1920) elaboró los tratados que pusieron fin a la guerra con los diferentes adversarios. El primero y más importante fue el de Versalles de 28 de junio de 1919 con Alemania, seguido de los Tratados de Saint-Germain con Austria (10 de septiembre de 1919), de Neuilly con Bulgaria (27 de noviembre de 1919), de Trianon con Hungría (4 de junio de 1920) y de Sévres con Turquía (10 de agosto de 1920). Sin embargo, este último no fue aceptado por el movimiento nacionalista de Mustafá Kemal, y tras las victorias kemalistas sobre los griegos en 1921 -1922, la Turquía republicana obtuvo condiciones mucho más favorables con el Tratado de Lausana (24 de julio de 1923). 78 Desde la perspectiva de la tradición de los congresos y las conferencias reunidos para restablecer la paz, en esta conferencia surgieron importantes diferencias formales y materiales, que no eran de mejor augurio para el porvenir. En la Conferencia de Paz de París, por primera vez la paz sólo .fue negociada entre los vencedores, particularmente., las «principales potencias aliadas y asociadas» (Estados Unidos, Imperio británico representado por el Reino Unido, Francia, Italia y Japón, éste para las cuestiones del Océano Pacífico). El contraste con el Congreso de Viena de 1814-1815 —donde la Francia monárquica, retornada a la legitimidad reconocida, fue invitada y participó de pleno derecho en las discusiones— es revelador. En Versalles, sin embargo, también los delegados alemanes representaban a un nuevo régimen, democráticamente legitimado; su marginación habría de tener consecuencias negativas en la política interior alemana para los partidos de los signatarios, que eran precisamente los más moderados y los más cercanos políticamente a las democracias occidentales. De igual modo, la participación de los Estados Unidos en la persona de su presidente, en razón de su decisivo papel en la guerra, puso claramente de relieve el fin del Concierto europeo como tal. Era la primera vez que un estadista no europeo intervenía, a esta escala, en los asuntos de nuestro continente. Lo que entonces no era más que un reparto con los Estados Unidos del papel dominante de Europa se convertirá, al término de la Segunda Guerra Mundial, en un eclipse. Otra innovación, esta vez del Tratado de Versalles, fue la cláusula del artículo 231, según el cual «los gobiernos aliados y. asociados, declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todas las pérdidas y de todos los daños sufridos por los gobiernos aliados y asociados y sus nacionales como consecuencia de la guerra, que les fue impuesta por la agresión de Alemania y de sus aliados». En relación con esta declaración, que justificaba el pago de reparaciones, el artículo 227 sometía a pública acusación a «Guillermo II de Hohenzollern, ex emperador de Alemania, por ofensa suprema contra la moral internacional y la sagrada autoridad de los tratados», así como preveía su juicio por un tribunal especial compuesto por cinco jueces, nombrados por cada una de las cinco principales potencias aliadas y asociadas, que debía juzgar «por motivos inspirados en los principios más elevados de la política entre las naciones con el propósito de asegurar el respeto de las obligaciones solemnes y de los compromisos internacionales, así como de la moral internacional». Las fórmulas utilizadas se derivan más de un moralismo que de un juridicismo y han sido criticadas por este motivo. La idea de la responsabilidad individual por el recurso a la guerra implicaba retornar, en cierta forma, aun concepto discriminatorio de la guerra, propio de la doctrina de la «guerra justa», aun cuando aquí partiese del criterio formal exclusivo de la ruptura efectiva de la paz. El asunto pasó entonces sin consecuencias, al no dar curso los Países Bajos —donde Guillermo II se había refugiado— a la demanda de extradición del acusado. Las diligencias previstas contra los acusados inferiores, confiados finalmente a tribunales alemanes, fueron poco eficaces. Pero estas disposiciones constituyen un precedente que sería retomado y puesto en práctica en condiciones radicalmente diferentes al término de la Segunda Guerra Mundial (habiendo caído entonces los acusados en manos de sus acusadores). El primer reto asumido por los aliados vencedores tras la firma de los tratados de paz de los alrededores de París, no podía ser otro que poner en marcha un sistema de seguridad colectiva. La creación, en la Ginebra neutral, de la Sociedad de Naciones (SdN) fue la respuesta. La idea de instaurar; mía..organización, de este género provenía del último de los Catorce Puntos que el presidente de los Estados Unidos, Thomas Woodrow Wilson, había presentado en su mensaje al Congreso del 8 de enero de 1918 como programa de negociación y que, en principio —una vez aceptados por todos los beligerantes— debían inspirar la paz futura. Puede atribuírsele, 79 pues, con toda justicia. Tanto más cuanto que se corresponde ampliamente con su concepción personal del orden internacional. Wilson, profesor universitario antes de ser presidente de los Estados Unidos, autor, en particular, de The State (1889)—, consideraba el Derecho internacional, en la línea de Austin, como un conjunto normativo intermedio entre la moral y el derecho, y que no llegaría a serlo más que en el marco de una organización internacional dotada de un poder coercitivo. La naturaleza jurídica de la SdN se parece a la de una confederación muy laxa. Poseía, según opinión dominante, la personalidad jurídica internacional. Sus órganos principales eran la Asamblea, conferencia anual de todos sus miembros, y el Consejo, el número de cuyos miembros varió de ocho a quince, teniendo algunos —las «principales potencias aliadas y asociadas», desde el principio— un puesto permanente. Un tratado colectivo autónomo estableció en La Haya el Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Fueron grandes las esperanzas que se suscitaron en la opinión. Por desgracia, la nueva organización no pudo satisfacerlas. Dos circunstancias le impidieron desempeñar el papel de «garantizar la paz y la seguridad» que le fuera asignado. El hecho de que su pacto constitutivo figurase en los tratados de paz parecía, predestinarla a ser, ante todo, un instrumento al servicio del statu quo.. Por otro lado, la ausencia de los Estados Unidos, cuyo Senado no ratificó el Tratado de Versalles, mermó profundamente su autoridad. La diplomacia trató de reforzar el sistema establecido. El Tratado de Locarno (16 de octubre de 1925), por el que Gran Bretaña e Italia garantizaban las fronteras de Francia y Bélgica con Alemania —y Francia firmaba un tratado de alianza con Checoslovaquia y Polonia— estando todos vinculados por pactos de arbitraje con Alemania, fue el preludio de su ingreso en el Consejo de la SdN, donde ocupó un puesto permanente. Asimismo, por iniciativa del Secretario de Estado norteamericano, Frank B. Kellogg, el Tratado de 27 de agosto de 1928 que lleva su nombre —asociado con frecuencia al de Arístides Briand, Ministro de Asuntos Exteriores francés—puso la guerra fuera de la ley. 57 Estados, entre ellos todas las grandes potencias, se adhirieron a él. Pero la división, que se acentuaría poco después, entre potencias satisfechas (Gran Bretaña, Francia, Estados de la «Pequeña Entente»: Yugoslavia, Rumania y Checoslovaquia) y potencias revisionistas (Alemania, evidentemente, pero también, entre los vencedores, Italia y Japón) acabaron por obstaculizar fuertemente el funcionamiento de la organización ginebrina. Es significativo que las grandes potencias no fueron nunca miembros de ella simultáneamente. Por su estructura y, en particular, por el principio de la unanimidad, la SdN no disponía de los medios de sus fines. Desde esta perspectiva, su denominación inglesa original, League of Nations, era más exacta que la francesa, que indica un grado de integración más elevado. El hecho es que no pudo cumplir la función de instrumento de cambio pacífico de las situaciones internacionales, a peaceful change, entonces en el primer plano de las preocupaciones. Éxitos en la protección de minorías y la organización del plebiscito del Saar (Sarre) (1935) no pudieron compensar el fracaso en cuestiones tan graves como el conflicto chino japonés (a partir de 1931) y la guerra entre Italia y Etiopía (1935-1936). Desde antes del fin de las hostilidades en el frente occidental se inició el establecimiento de regímenes políticos cuya naturaleza les convertía en hostiles por definición hacia el estado de cosas creado por los Tratados de 1919-1920. El advenimiento del bolchevismo en Rusia (1917), del fascismo en Italia (1922) y del nacionalsocialismo en Alemania (1933), que compartían la concepción totalitaria del Estado y un virulento antiliberalismo, abrió un foso difícil de rellenar frente a las democracias occidentales. La crisis económica que castigó a Europa a partir de 1931 80 haría el resto. La idea de la revolución mundial propugnada por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS, fundada el 30 de diciembre de 1922) suponía un estado de hostilidad permanente con el mundo capitalista, que sólo conveniencias del momento podrían atenuar. Mientras el resto del mundo no adoptase el socialismo marxista en su versión bolchevique, no cabrían entre la URSS y los Estados «burgueses» capitalistas otro derecho que el que un internacionalista soviético de primera hora, E. A. Korovin, caracterizó como un «Derecho internacional del período de la transición», fundado en compromisos precisos, claramente formulados. Pero justamente el oportunismo político y el retraso de la revolución mundial por llegar, siempre diferida, produjeron el viraje de la URSS desde su aislamiento inicial hacia su ingreso en la SdN como miembro permanente del Consejo, y finalmente, hacia el Pacto de no agresión germano-soviético (23 de agosto de 1939), que precipitó la invasión de Polonia por la Alemania hitleriana y desencadenó así la Segunda Guerra Mundial. El fascismo italiano, por su parte, tratando de ensanchar su «lugar bajo el sol», había de tropezar finalmente con el apego de las democracias occidentales al statu quo. Cabe recordar, no obstante, que Mussolini mantuvo en lo esencial la unidad de acción con Francia y el Reino Unido tras la denuncia de las cláusulas militares del Tratado de Versalles por Alemania; pero el «frente de Stresa» de abril de 193 5 ya quedó roto en octubre del mismo año por la agresión italiana contra Etiopía, y la política de «sanciones» de las democracias occidentales y de la SdN empujó a Mussolini al lado de Hitler. En cuanto al nacionalsocialismo alemán, cuya llegada al poder se vio facilitada por la pasividad general, constituyó un asunto constante de inquietud, en particular, por sus reivindicaciones territoriales. Apoyado en el principio racial, obtuvo éxitos espectaculares como el Anschluss de Austria (15 de marzo de 1938)4 y la incorporación a Alemania de la región de los Sudetes, en Checoslovaquia—sancionado este por el Acuerdo de las cuatro potencias (Ale manía, Italia, Francia, Reino Unido) de Munich del 30 de septiembre de 1938—. Sin embargo, fueron más allá del criterio étnico y nacional a partir de la ocupación (15 de marzo de 1939) de Bohemia y Moravia, convertidas en «protectorado», y en el asunto del corredor de Danzig (Gdansk), en vísperas de la guerra. Así como en Viena el principio de legitimidad fue limitado en su aplicación por las exigencias del equilibrio, en París el principio de las nacionalidades, caro al presidente Wilson (puntos 9, 10, 12 y 13 de su mensaje del 8 de enero de 1918; punto 4 de las proposiciones complementarias del 12 de febrero de 1918) conoció alteraciones por razones políticas (así, el Tirol meridional fue atribuido a Italia a fin de asegurar la frontera del Brennero; los kurdos, para los que el tratado de Sévres preveía un Kurdistán autónomo, se vieron privados de él por el de Lausana). En todo caso, los nuevos Estados, o aquellos cuyo territorio se había acrecentado, incluían minorías. La preocupación por la protección de estas minorías es uno de los rasgos del Derecho internacional de Versalles. Los tratados de paz incluían cláusulas que la imponían. Aparte de éstos, se firmaron tratados específicos sobre este punto, tal como el que las principales potencias aliadas y asociadas concluyeron con Polonia el 28 de junio de 1919. Sin embargo, la protección de minorías fue a menudo fuente de tensiones, en particular, en los casos de minorías con apoyo de un Estado vecino, y ello tanto más cuanto que éste fuese poderoso. El papel desempeñado por las cuestiones de minorías en la génesis de las dos guerras mundiales logró que, tras la segunda, se pusiera el acento en la protección de los derechos humanos. Una protección que, como condición previa a escala universal, implicará, con todo, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. 81 Siendo facultativa la jurisdicción del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, se realizaron esfuerzos orientados a convertirla en obligatoria. El Acta general de Ginebra de 26 de septiembre de 1926 fue un ensayo de regular la solución pacífica de conflictos (conciliación, arreglo judicial, arreglo arbitral) en el sentido de un recurso necesario a una u otra forma de solución. Nunca fue aplicada. Se recordará que la Sociedad de Naciones, que perdió su razón de ser al desencadenarse la Segunda Guerra Mundial, tuvo, no obstante, el arranque de expulsar a la URSS en diciembre de 1939, tras su ataque a Finlandia. 2. LA EVOLUCIÓN INSTITUCIONAL La primera posguerra vio el principio de lo que en adelante se denominará la descolonización. Comenzó en el seno del Imperio británico con la creación de los dominios, que constituirían lo que a partir del Tratado anglo-irlandés de 6 de diciembre de 1921 —que reconocía la existencia de un nuevo dominio, el Estado libre de Irlanda— se llamará oficialmente la Commonwealth. Tras el Estatuto de Westminster de 1931, la British Commonwealth of Nations se distinguió del Imperio británico como el conjunto, en su interior, de territorios provistos de un gobierno plenamente independiente. En 1931, estos territorios eran el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la Unión Sudafricana, el Estado libre de Irlanda y Terranova. Otros se añadirían a partir de 1947 (Unión India y Pakistán) y 1948 (Ceilán/Sri Lanka), en tanto que Irlanda (1949) y la Unión Sudafricana (1961) la abandonaron. Por lo que hace al resto del mundo colonial o los protectorados, la independencia le fue reconocida a Afganistán (1919) y a Egipto (1922). Una institución particular de la SdN fue el régimen de mandatos aplicado a las colonias de los Estados vencidos, particularmente, a los territorios del Cercano Oriente que hubiesen pertenecido al Imperio otomano (artículo 22 del Pacto). Institución ambigua, que reemplazaba la anexión clásica, a la que se oponía en principio el presidente Wilson, y que adoptó la forma de un «mandato» de la SdN, tenida por autoridad suprema, ejerciendo los «mandatarios» su función en nombre de la Sociedad y estando obligados a enviar al Consejo un informe anual concerniente a los territorios a su cargo. A plazo, la independencia estaba prevista, según la situación de los territorios respectivos. Se hacía mención especial de las «comunidades que pertenecieron en otro tiempo al Imperio otomano» y de su vocación de independencia. Podía ésta serles reconocida de manera provisional «a condición de que los consejos y la ayuda de un mandatario guiasen su administración hasta el momento en que fuesen capaces de conducirse solas». De hecho, únicamente Irak vio reconocida su independencia (1930). Transjordania —que después se convertiría en Jordania— gozó a partir de 1928 de una autonomía muy amplia, pero el mandato no quedó abolido formalmente hasta 1946. El resto, así como las otras colonias y territorios de otros lugares —África, en particular— debieron aguardar asimismo a la Segunda Guerra Mundial. A la larga, el régimen de mandatos no hizo sino favorecer el deseo de independencia de las colonias y territorios de los propios mandatarios. Un aspecto en el que la SdN ejerció una actividad efectiva es el que se refiere a las medidas humanitarias. Una de las más notables consistió en dotar a los refugiados de una documentación que con frecuencia no tenían posibilidad de adquirir. Bajo la inspiración del explorador, naturalista y político noruego Fridtjof Nansen (1861 -1930), fundador de una organización de ayuda a los refugiados rusos que huían de la revolución y que obtuvo para ellos la creación, bajo los auspicios de la SdN, de un «pasaporte Nansen» (1922), este pasaporte comenzó a distribuirse a refugiados de otros países (1924)5. Por lo demás, la Sociedad recabó 82 para sí y estimuló los esfuerzos del período precedente en este terreno. La Convención de Ginebra de 25 de septiembre de 1926 reinició la interminable lucha contra la esclavitud, demandando a los Estados la prestación de ayuda mutua para su represión. Otras formas de esclavitud, como la trata de blancas y de niños (habiendo dado lugar la primera a la Convención de París de 4 de mayo de 1910) fueron igualmente perseguidas por la Convención de Ginebra de 30 de septiembre de 1921. La preocupación humanitaria se asoció con la de asistencia judicial en materia penal, destinada a reforzarla por vía de la efectividad. Así, las publicaciones obscenas, castigadas por la Convención de París de 4 de mayo de 1910, vieron prohibirse su difusión por la de Ginebra de 12 de septiembre de 1923. El tráfico de estupefacientes, ya condenado en La Haya en 1912, lo fue de nuevo por la Convención de Ginebra de 19 de febrero de 1925, que completaría la del 13 de julio de 1931. Basten aquí estos ejemplos para caracterizar la tendencia. Cabe subrayar también la continuidad en los esfuerzos de humanización de la guerra del período precedente. Mencionemos el Protocolo de Ginebra de 17 de junio de 1925 relativo a la prohibición de la guerra química y bacteriológica. El año 1929 fue importante, habida cuenta de la enmienda de la Convención de la Cruz Roja y de las Convenciones de Ginebra de 27 de julio de 1929 relativas a la mejora de la suerte de los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña y de los prisioneros de guerra. La enmienda se dirigía a utilizar la aviación como medio de transporte sanitario. La Convención sobre los prisioneros proporcionaba a los Estados neutrales encargados de ello los medios para cumplir su tarea. Prohibía asimismo las represalias sobre prisioneros. La conclusión, poco antes de la nueva guerra, del Protocolo de Londres sobre la guerra submarina de 6 de noviembre de 1936, quedaría sin efecto. El intenso movimiento de organización de la sociedad internacional mediante el rodeo del recurso a los tratados multilaterales prosiguió entre las dos contiendas. Los progresos de la aviación durante el primer conflicto condujeron a la conclusión de la Convención de París sobre la navegación aérea del 13 de octubre de 1919, renovada por los Protocolos del 15 de julio y del 11 de diciembre de 1929. Creó la Comisión internacional de la navegación aérea como organismo subordinado a la SdN y provisto de amplias competencias. En la línea tradicional del Derecho fluvial internacional, registremos el Estatuto de navegación del Danubio (Estatuto definitivo del Danubio) de 25 de julio de 1921 y el Estatuto del Elba de 22 de febrero de 1922, así como la Convención de Barcelona de 20 de abril de 1921 que establecía el estatuto del régimen de las vías navegables de interés internacional; en la de la navegación marítima, las Convenciones de Ginebra de 9 de diciembre de 1923 sobre el régimen internacional de los puertos marítimos; en la de las comunicaciones terrestres, la Convención general de Ginebra de 9 de diciembre de 1923 sobre el régimen general de los ferrocarriles, las Convenciones de Ginebra de 28 y 30 de marzo de 1931 sobre la circulación por carretera. En materia de telecomunicaciones, la Convención universal de las telecomunicaciones (Madrid, 1 de diciembre de 1932) creó la Unión Universal de Telecomunicaciones. En lo que concierne a la asistencia judicial civil, anotemos la serie de tratados bilaterales que completan la Convención sobre procedimiento civil de 17 de julio de 1905 y la Convención de Ginebra sobre ejecución de sentencias arbitrales extranjeras, de 26 de septiembre de 1927. En cuanto a la asistencia judicial penal cabe citar la Convención de Ginebra de 29 de abril de 1929 para la represión de la falsificación de moneda y la Convención para la prevención y el castigo del terrorismo, de 16 de noviembre de 1937. Estos documentos son la prueba de la interdependencia cada día más estrecha de los Estados, en contraste con sus tensiones, cada vez más peligrosas en aquel momento histórico. Es decepcionante constatar, por el contrario, que la primera —y única— Conferencia de 83 La Haya, reunida (1930) bajo los auspicios de la SdN, para la codificación progresiva del Derecho internacional de la paz (mar territorial, nacionalidad, responsabilidad de los Estados), no obtuviese resultados. ¿Acaso no sería éste un «signo de los tiempos»? En este proceso acelerado de organización de la sociedad internacional, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) desempeñó un papel capital y nuevo. Creada en 1919 en el marco de la SdN y del Tratado de Versalles, disfrutó de amplia autonomía. Pudo así sobrevivir a la organización ginebrina y convertirse en 1945 en un organismo especializado de Naciones Unidas. Su novedad reside en el hecho de que su conferencia general está compuesta no solamente por representantes gubernamentales, sino también por los de la patronal y de los trabajadores, y que sus acuerdos son válidos tras haber sido adoptados por la Asamblea General con una mayoría de dos tercios; por lo demás, no los firman más que el presidente de la Asamblea General y el secretario general de la organización. Dejando a un lado la ratificación, que permanece, la primera fase de elaboración normativa presenta así el carácter de una función legislativa parcial. De hecho, los convenios y declaraciones de la OIT han constituido desde entonces un verdadero corpus de Derecho internacional del trabajo. América Latina continuó propugnando el arbitraje, pero los textos puestos a su disposición, como el Tratado Gondra, por el apellido del ministro paraguayo que tomó la iniciativa (1923), o el Tratado general interamericano de arbitraje (1929), no tuvieron mayor efectividad que sus homólogos europeos. En cuanto al Tratado interamericano de no-agresión y mediación, de 10 de octubre de 1933, llamado también Tratado Saavedra Lamas, por el nombre del ministro argentino que lo inspiró, fue una réplica del Pacto Briand-Kellogg. Saavedra Lamas intervino de manera decisiva en la conferencia que puso fin en 1936 a la guerra entre Solivia y Paraguay, denominada del Chaco o Gran Chaco (1932-1935), y recibió el premio Nobel de la Paz. Cabe registrar una aportación norteamericana en esta materia: la doctrina Stimson, por el apellido del Secretario de Estado que la propuso, el 7 de enero de 1932, con ocasión del conflicto chino-japonés, según la cual los Estados Unidos no reconocerían situaciones, tratados o convenciones producidos por medios contrarios al Pacto de la SdN y al Tratado de París (BriandKellogg). Fue recogida, de forma general, por el Tratado Saavedra Lamas. CAPITULO XIII LA DOCTRINA EN LOS AÑOS VEINTE Y TREINTA Los grandes cambios acontecidos en la sociedad internacional tras la Primera Guerra Mundial no podían quedar sin reflejo en la doctrina. El papel de ésta, por otro lado, se vio realzado por el hecho de que el artículo 38, párrafo Ib del Estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, incluya entre las fuentes a aplicar, «la doctrina de los publicistas más cualificados de las diversas naciones, como medio auxiliar de determinación de las reglas de Derecho». Es cierto que esta disposición no hacía sino codificar la costumbre, pero la referencia expresa, en el estatuto del primer tribunal de justicia internacional, al papel histórico que, en efecto, correspondía a la doctrina, tenía su importancia. 1. 1.1. LOS INTERNACIONALISTAS LA DOCTRINA OCCIDENTAL El nuevo hecho en la ciencia jurídica internacional tras la Primera Guerra Mundial es una mayor diversidad de corrientes. El positivismo perdió su anterior posición preponderante. El 84 Derecho natural conoció uno de esos retornos que jalonan su historia más que bimilenaria; se abrió paso una aproximación sociológica, así como una doctrina jurídica que se calificó como «pura». Voces que negaban al Derecho internacional su naturaleza jurídica continuaron haciéndose oír. 1. Tras Hobbes, Espinosa y Austin, entre muchos otros, el proceso entablado al Derecho internacional público fue, en particular, obra de juristas suecos vinculados a la escuela filosófica de Upsala, fundada por Axel Hágerstóm (1868-1939) y que se caracteriza por un objetivismo antifenomenalista y antimetafísico. Para Anders Vilhelm Lundstedt(1882-1955), catedrático en Lundy después en Upsala, toda realidad jurídica supone un aparato coercitivo verificable empíricamente en el tiempo y en el espacio, que reacciona contra ciertas acciones contrarias al interés general. Semejante aparato no existe en la esfera internacional. Ahora bien, en este plano tanto como en el estatal, es el Derecho, es decir, el aparato coercitivo funcionando de forma objetiva, regular y verificable empíricamente, lo que crea la comunidad y no la comunidad quien crea al Derecho. La Sociedad de Naciones hubiera podido ser un punto de partida para el establecimiento de una comunidad internacional; no lo fue, según Lundstedt, porque en lugar de servir al interés general de la humanidad se convirtió en instrumento de los intereses generales de los Estados vencedores. En cuanto a lo que se denomina pomposamente «ciencia del derecho internacional», ésta maneja ficciones, cuando no encubre hipócritamente objetivos nacionales egoístas'. Volvemos a encontrar lo esencial de este pensamiento en el discípulo de Lundstedt, Karl Olivecrona (1897-1980), de la Universidad de Lund. Lo que, según Olivecrona, define el orden jurídico es el monopolio y la reglamentación del uso de la fuerza sobre un territorio dado, monopolio y reglamentación de los que se carece frente a los Estados. Cabe hablar ciertamente de un Derecho internacional en el sentido de un conjunto de normas referidas a las relaciones interestatales, que provienen de la tradición, de la costumbre o de tratados y que tienen, por lo demás, una importancia práctica evidente. Pero no pueden aspirar al rango de normas jurídicas, porque son incapaces de motivar eficazmente la conducta de aquéllos que, en cada Estado, ostentan el poder. En tal situación, no queda otra alternativa que el establecimiento de una organización superior a los Estados y capaz de monopolizar el uso de la fuerza, a expensas de la actual soberanía absoluta de los Este dos. El jurista húngaro Félix Somló ( 1873-1920), catedrático en Budapest, se aproxima a Austin en su análisis del Derecho internacional público3. A los ojos de este positivista que acabó como neokantiano, el Derecho es el conjunto de «normas de un poder supremo, permanente y extenso, comúnmente obedecido». Se sigue de ello que las normas del autodenominado Derecho internacional no poseen ese rango: son relativamente poco numerosas, se observan de forma sumamente irregular y son expresión de un poder inestable, constituido en el fondo por el concierto de las grandes potencias. Preguntándose acerca de la naturaleza de tales normas, Somló afirma que se asemejan a la cortesía internacional, la comitas gentium, o también a las normas denominadas convencionales (Somló interpreta en este sentido la positive morality de Austin). Sin embargo, prefiere finalmente considerarlas como normas aparte, sui generis, «normas internacionales o supranacionales». De análisis como el de Félix Somló a una concepción del Derecho internacional como un derecho imperfecto o en formación, no había más que un paso, que se dio desde puntos de partida diversos, por autores no menos diferentes. Para Walter Burckhardt (1871-1939), natural de 85 Basilea que enseñó en Berna, y que puso fin trágicamente a su vida al estallar la Segunda Guerra Mundial, el Derecho internacional no puede ser un derecho perfecto. Carece, en efecto, de: a) positividad, dado que sólo es positivo el derecho establecido por una autoridad competente, que está ausente en el plano internacional; b) coercitividad, desde el momento en que ésta presupone también una autoridad competente; c) unidad sistemática de sus normas. Burckhardt distingue el problema de la naturaleza jurídica del Derecho internacional del de su validez. La existencia de un Derecho entre los Estados es un postulado de la razón; pero no se trata de un Derecho positivo, porque no se apoya sobre una organización; es un derecho subjetivo y convencional. Sir Hersch Lauterpacht (1897-1960), jurista inglés de origen polaco, retoma la idea de la imperfección del Derecho internacional en su libro The Function of Law in the International Community (Oxford, 1933) y el curso que impartió cuatro años después en La Haya sobre las «normas generales del derecho de la paz». Nacido en Zolkiew en Galitzia, formado en las Universidades de Lwow y Viena, después en la London School of Economics y catedrático en Cambridge (1938-1955), su elaboración, lúcida y precisa, se distingue por la preocupación de extraer el mejor partido científico y práctico de la constatación de tal imperfección. Ciertamente cabe defender, escribe Lauterpacht, la naturaleza jurídica del Derecho internacional recurriendo a la analogía con el Derecho de las sociedades primitivas, en particular, por el papel que allí desempeña la autodefensa; pero esta comparación no es adecuada para cualificar al Derecho de gentes en su pretensión de regir las relaciones de esas sociedades altamente evolucionadas que son los Estados modernos. «La naturaleza jurídica del Derecho internacional no puede justificarse más que obligándola a entrar en el marco de la concepción general del Derecho, basada en la experiencia jurídica de los Estados modernos, que constituyen la comunidad internacional, así como a condición de admitir que es un Derecho imperfecto en vías de transformarse en Derecho evolucionado, similar al que existe en el interior del Estado». 2. La doctrina positivista, predominante en el período anterior, había tratado de basar el Derecho internacional en la voluntad del Estado, recurriendo a fórmulas como el «Derecho estatal externo» (debida a Hegel), la autolimitación del Estado (G. Jellinek) o la Vereinbarung (H. Triepel). La debilidad de tales construcciones para asegurar al Derecho internacional una validez objetiva inspiró, en el ámbito del propio positivismo, las tentativas de superación del voluntarismo puro. La de más empeño fue sin duda la de Dionisio Anzilotti (1867-1950), autor de un Corso di diritto internazionale. Aunque el tomo I es de 1912, reeditado, ejerció una gran influencia a lo largo de la posguerra. Anzilotti funda el Derecho internacional sobre el principio pacta sunt servanda, concebido no como un resultado de la costumbre, sino como un principio a priori, un valor absoluto, un axioma no susceptible de ser demostrado jurídicamente, pero que sirve de criterio formal para diferenciar las normas jurídicas de todas las demás, dándoles un sentido. Al decir esto, Anzilotti había trascendido el positivismo. Aun cuando en sus comienzos tuviera una afinidad con el positivismo por su cuidado en no atenerse más que al Derecho positivo, la vía seguida por Hans Kelsen (1881-1973) fue muy diferente. Nacido en Praga, Kelsen se formó en Viena, Heidelberg y Berlín y enseñó en Viena, antes y después de la caída de la Doble Monarquía. Le fue encomendado el proyecto de constitución de la República de Austria. Desde 1929 hasta 1940 enseñó sucesivamente en Colonia (1929-193 3), de donde fue apartado con la llegada del nacionalsocialismo, en Ginebra (1933-1936), en Praga (1936-1938), en las horas dramáticas de la crisis de los Sudetes y de la ocupación alemana. Kelsen optó entonces por la emigración a los Estados Unidos, donde, tras una estancia de tres años en el Law College de Harvard, se convirtió en profesor de la 86 Universidad de California, en Berkeley (1943-1973). Su obra, muy abundante, encuentra su formulación global en la «teoría pura del Derecho» (Reine Rechtslehré) de 1934, que revisará concienzudamente a lo largo de decenios. Para Kelsen la validez de una norma jurídica no depende de una voluntad, sino de otra norma jurídica de la que se deriva. El orden jurídico se concibe, en efecto, como una pirámide escalonada, en la que cada norma recibe su validez de la norma superior. En la cúspide de la pirámide se sitúa la «norma fundamental» (Grundnorní), que condiciona la unidad del sistema. Pero la norma fundamental no puede formar parte del sistema de normas jurídicas, puesto que constituye precisamente su presupuesto: es una norma hipotética una hipótesis científica destinada a garantizar la unidad del orden jurídico. No ocurre de otra forma en las normas internacionales. La cuestión se plantea entonces en saber si la norma fundamental debe situarse en el Derecho interno o en el internacional, es decir, si el monismo jurídico debe ser con predominio del Derecho interno o del Derecho internacional. Al comienzo, Kelsen sostuvo que no era posible preferir a una u otra por razones jurídicas y que sólo una decisión de índole política o ideológica podía determinarlo. Más tarde, en cambio, sostuvo que había que considerar el orden jurídico internacional superior al orden jurídico interno por razones estrictamente jurídicas. Finalmente retornó, en las últimas formulaciones de su Doctrina, a su primer punto de vista. Habiendo admitido la primacía del Derecho internacional, el principio pacta sunt servanda ocupará el vértice de la pirámide normativa. Por otra parte, Kelsen, al analizar el concepto dominante de Derecho internacional público, señala que lo que le distingue del Derecho interno de los Estados no es tanto el sujeto de sus normas como el modo de su elaboración: el primero nace de la colaboración de dos o varios Estados, y el segundo, de la acción de un solo Estado. El Derecho internacional puede regir directamente el comportamiento de los individuos, si bien confía en general esta tarea al orden jurídico estatal. La amplitud de la reglamentación jurídica internacional depende en definitiva de su desarrollo respecto al Derecho interno. 3. En Francia, la posición de Georges Scelle (1884-1961) es conscientemente antipositivista. Scelle aplica al Derecho internacional la doctrina jurídica de León Duguit y cabe calificarla de «Derecho natural biológico». Según Duguit y Scelle, el Derecho se basa en el hecho de la solidaridad, que supone una coerción natural biológica que los individuos están obligados a aceptar so pena de poner en peligro la cohesión social. La conciencia de esta necesidad convierte en imperativos las conductas que impone. El Derecho surge entonces como un imperativo social, que traduce una necesidad emanada de la solidaridad natural, a la que luego se suman consideraciones de justicia y de moral. Pero la «traducción» de las exigencias de la solidaridad natural por las normas jurídicas positivas podrá ser más o menos adecuada. Cabe asociar a la escuela sociológica francesa de Duguit y Scelle al jurista neerlandés Hugo Krabbe (1857-1936), que había formulado tesis próximas a las de Duguit en una obra sobre la idea moderna del Estado en 1919, así como al jurista y político griego Nicolás Politis (18721942). Este grupo de autores se distingue también, a semejanza de Kelsen, por la nueva definición del Derecho internacional, fundada en el criterio, no de los sujetos que rige (los Estados y otros grupos sociales diferenciados), sino en el proceso de elaboración de sus normas, según que sea particular de cada Estado o que implique a varios de ellos a través de la costumbre internacional y los tratados; lo que permite reconocer la personalidad jurídica de los individuos. 87 Tal como lo ha expresado Scelle en particular, el Derecho internacional puede, en principio, regir directamente la conducta de los particulares. El Estado es, ciertamente, la sociedad más integrada, pero, en definitiva, no es más que una sociedad entre otras, y teje relaciones humanas, individuales o intergrupales (estas últimas, estatales o no) por encima de sus fronteras, constituyendo sociedades internacionales parciales que culminan en una sociedad global o ecuménica, cuya regulación normativa es precisamente el Derecho internacional. Y, por tal razón, Scelle considera más adecuado para designarlo el término «Derecho de gentes», a condición de no tomar la palabra «gentes» en el sentido etimológico latino, que implica la idea de colectividad, sino en el sentido vulgar y corriente de los individuos, considerados aisladamente en cuanto tales, y colectivamente, como miembros de sociedades políticas o Estados. 4. La renovación de las doctrinas del Derecho natural en Derecho internacional se sitúa en el marco del «renacimiento del Derecho natural» que se produjo en la filosofía del Derecho a finales del siglo XIX y a comienzos del XX. Incluso fuera del Derecho natural, otras filosofías articuladas sobre los valores, contribuyeron a la crisis del positivismo, incorporando al análisis de la realidad elementos que permitieran someterla ajuicies de valor intrínsecos. El núcleo de la doctrina del Derecho natural en Derecho internacional es, sin duda, la corriente que se entronca con el Derecho natural escolástico y trata de adaptarlo a los nuevos problemas. Un esfuerzo sistemático en este sentido lo debemos al jesuita francés Yves de La Briére (1877-1941). De espíritu abierto, moralista e historiador, fue sensible en particular al impacto de las instituciones de pacificación y cooperación entre los pueblos. Por ello, siguiendo las huellas de Taparelli, aproximó la tradición católica de la guerra justa a los problemas de la organización internacional8. Una expresión interesante del Derecho natural fue la teoría de la institución, desarrollada a partir de 1896 por Maurice Hauriou (1856-1929), catedrático en Toulouse desde 1833 hasta su muerte, y Georges Renard (1876-1943), quien la orientó en el sentido del tomismo. En este vía, Joseph T. Délos (1891-1974), dominico —que invoca expresamente a F. de Vitoria como precursor— elaboró una concepción de la sociedad internacional como una nueva institución, superior a las instituciones particulares, de la que la «ley del grupo» es el Derecho internacional, en cuyo seno el bien común del todo trasciende al de sus miembros. En un orden de ideas cercano, aunque de origen diferente, Santi Romano (1875-1947), catedrático en Roma, ve en la sociedad internacional una institución compleja, una institución de instituciones, cuya base está formada por principios implícitos en su propia naturaleza, que dan lugar a un Derecho internacional general sin el cual no sería posible el Derecho internacional particular. Si Santi Romano confronta estos principios a los del Derecho natural, es simplemente porque identifica, como se hace con tanta frecuencia, el Derecho natural con su versión racionalista y abstracta de los siglos XVII y XVIII. El caso de Erich Kaufmann (1880-1972) es, a este respecto, digno de mención. Tras haber procurado, en una monografía clásica, una visión impresionante del Derecho internacional como un derecho de coordinación cercano al «Derecho estatal externo» de Hegel, que concluye en una apología de la guerra victoriosa como ideal social, Kaufmann, en un curso de la Academia de Derecho internacional de La Haya", se alineó en las teorías de la institución. Sin embargo, siendo el Estado la institución cardinal en Derecho internacional, no aplica el concepto de institución en el plano internacional. De ahí una ambigüedad en su concepción. Porque si, de una parte, subraya que el Estado, por su naturaleza institucional, se mueve en un mundo de valores objetivos que 88 limitan su voluntad, por otra, es él, como institución suprema, el que asume las funciones esenciales. Habida cuenta de la ausencia, no solamente de un legislador internacional, sino incluso de modelos de justicia distributiva y de órganos ejecutivos internacionales provistos de medios propios, comúnmente admitidos, la guerra victoriosa será en la práctica el instrumento de realización de tal justicia (pudiendo satisfacerse la justicia conmutativa, por su parte, por la vía convencional o jurisprudencial). Entre los representantes del Derecho natural de inspiración cristiana en el período de entreguerras, un primer puesto les corresponde a Louis Le Fur y a Alfred Verdross. Louis Erasme Le Fur (1870-1943), que enseñó durante largo tiempo en París, incluye en la noción de Derecho el criterio material de la racionalidad. En último análisis, el Derecho no es más que la razón aplicada a ordenar las relaciones sociales. El Derecho es la norma externa de la vida social y su fin, el bien común del grupo que está llamado a regir. El Derecho positivo es el medio por el cual el Estado, que es en sí mismo un medio respecto al individuo, debe realizar el bien común. Como los clásicos, Le Fur tiende a reducir el contenido del Derecho natural. Su primera norma básica es la obligación de respetar los compromisos libremente asumidos. Evidentemente, se trata de contratos honestados, adoptados de conformidad con la moral, sin lo cual no serían obligatorios, existiendo incluso en ciertos casos el deber de no observarlos. La segunda regla es la obligación de reparar cualquier daño causado injustamente. Podría añadírseles una tercera, más formal según Le Fur, a saber, el respeto de la autoridad, puesto que no es posible sociedad alguna que carezca de ella. Sobre esta base, Le Fur viene a considerar el Derecho natural como un criterio subsidiario del Derecho positivo, cuyas lagunas debe rellenar, a la vez que como un criterio de aplicación del Derecho existente. Para Alfred Vedross (1890-1980), miembro eminente de la «escuela de Viena» de Derecho público, el Derecho natural ha sido un punto de llegada al término de una trayectoria intelectual tanto más sugestiva cuanto que en ella se revela, en la esfera individual, un reflejo del movimiento de las ideas filosóficas y jurídicas de nuestra época. Verdross comenzó su carrera de publicista en 1914, dentro del espíritu del positivismo y el dualismo. Sin embargo, abandonó pronto esta posición para adoptar un monismo con primacía del Derecho internacional. Dos hechos le impulsaron en esta dirección: la permanencia de las obligaciones internacionales del Estado incluso en el caso de un cambio revolucionario de su constitución, y la dificultad de fundamentar de forma satisfactoria el derecho consuetudinario. Existe efectivamente una norma al menos —constata—, que escapa a la voluntad del Estado: la regla pacta sunt servanda. La discusión de los problemas así planteados le orientó cada vez en mayor medida hacia un punto de vista objetivista. La regla pacta sunt servanda pertenece a la esfera de los valores absolutos. Si, de un lado, es una norma jurídica en tanto que ha sido incorporada a las fuentes positivas, también es una regla ética, es decir, un valor evidente o que se deduce lógicamente de una norma absoluta, por ejemplo, de la norma suum cuique. Verdross se remite entonces a una filosofía de los valores que concilia el carácter absoluto de los valores con la relatividad de su aprehensión por el hombre; razón por la cual el Derecho positivo expresará estos valores de forma más o menos perfecta: el Derecho positivo es en verdad un valor relativo, que ciertamente varía con el desarrollo de la civilización, pero que se funda, no obstante, sobre el valor absoluto de la idea de justicia. Desde esta postura hasta la doctrina del Derecho natural no había más que un paso, que Verdross dio en su manual de Derecho internacional público, publicado dos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial y cuyo impacto doctrinal se haría sentir, con ocasión de varias reediciones, en la segunda posguerra n. 89 Otros autores se sitúan en idéntica perspectiva general; así, Hildebrando Accioly (18881962), catedrático en la Universidad Católica de Sao Paulo, muy cercano a Le Fur y Verdross, con los que comparte la concepción históricamente abierta del Derecho natural, heredada de la misma corriente de pensamiento; Gabriele Salvioli (1891-1979), catedrático en Florencia, quien subraya decididamente, frente al positivismo, que el Derecho internacional no es sólo el Derecho positivo en el sentido de ser el único que debe respetarse, sino que también dispone de normas internacionales calificadas como no positivas, es decir, no estatales, que se imponen a los Estados; Giorgio Balladore Pallieri (1905-1980), cuyo nombre quedará vinculado a la Universidad Católica de Milán y que ve en los principios de la civilización cristiana un postulado inicial. Bajo el signo del Derecho natural racionalista de la época de las Luces destacan Hans Wehberg (1885-1962), natural de Dusseldorf, catedrático en Ginebra, director de la revista Die Friedenswarte desde 1924 hasta su fallecimiento, así como comentarista del Pacto de la Sociedad de Naciones, y sir Hersch Lauterpacht (1897-1960), a quien encontramos anteriormente, defensor de la protección internacional de los derechos del hombre. De igual modo, la concepción del Derecho natural inspirada por la ética protestante, representada con un elevado sentido de las cosas por James L. Brierly (1881- 1955), merece una mención particular. En estrecha relación con los clásicos españoles del Derecho de gentes, cuyo «renacimiento» es uno de los signos propios de este período de la historia de nuestra disciplina, tres nombres, entre otros, reclaman nuestra atención: los de Yves de La Briére, reseñado con anterioridad; James Brown Scott (18661943), de origen canadiense, y Camilo Barcia Trelles (1888-1977), catedrático en la Universidad de Santiago de Compostela. J. B. Scott, aparte de sus publicaciones sobre los clásicos españoles, ejerció una intensa actividad al frente de la Fundación Carnegie, al servicio del Derecho internacional, en particular, por la edición de la colección «Classics of International Law», por no hablar de otras instancias marcadas por su personalidad. Barcia Trelles, que, por lo demás, cultivó el Derecho internacional en estrecho contacto con la ciencia política, consagró diversos cursos y estudios monográficos a los clásicos españoles. 1.2. EA DOCTRINA SOVIÉTICA En lo que concierne a la doctrina soviética de Derecho internacional, el período de entreguerras representa su etapa de formación, dentro de un contexto político cambiante y aún indeciso sobre la vía a seguir. Centrada al principio en la idea de la rápida desaparición del Estado y el advenimiento de la revolución mundial, consideraba al Derecho internacional, según hemos constatado, como un simple derecho «de transición» y «de compromiso» entre el mundo soviético del futuro y un mundo capitalista con los días contados. Formulada esta concepción por E. A. Korovin (1892-1964) en 1924, como ya dijimos antes, el mismo autor volvió a ella en su libro «El derecho internacional moderno» en 1929, aunque bajo un aspecto más matizado, así como E. B. Pashukanis (1891-1937), brillante autor de un manual de Derecho internacional público que vio la luz justo en el momento (1935) en que se fraguaba la política de acercamiento entre la URSS y las potencias occidentales, consagrada por el ingreso de la Unión en la Sociedad de Naciones. Así fue acusado de «nihilismo jurídico». Desaparecido durante las purgas estalinistas, sería rehabilitado bajo Jruschovlí. Desde el comienzo, se reveló más difícil de aplicar al Derecho internacional que al interno la doctrina marxista-leninista, según la cual el Derecho está determinado económica y socialmente, y el Estado es un instrumento de dominación de clase. Según las vicisitudes de la política exterior soviética, la doctrina acentuó o atenuó la admisión de un auténtico Derecho 90 internacional general entre la URSS y el mundo capitalista. Justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en la conferencia de teóricos del Derecho y del Estado reunida en 1938, se lanzó la fórmula «conflicto y colaboración» para caracterizar la realidad internacional. Se admitió la existencia de un Derecho internacional general que, aunque posee un núcleo «progresista» debido al impacto de la presencia del nuevo Estado socialista, rige también las relaciones de este Estado con el resto. Así, A. I. Vichinsky (1883-1954) definió el Derecho internacional como «el conjunto de normas que rigen las relaciones entre los Estados en el proceso de su lucha y su cooperación (y que expresan la voluntad de las clases gobernantes de esos Estados), cuya aplicación se realiza por el poder coercitivo de los Estados, individual o colectivamente». Esta definición serviría de referencia a cuantas siguieron, con las modificaciones que el contexto político interior y exterior impusieran. 2. LITERATURA RELATIVA A LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL Y LA PAZ Con J. B. Scott —así como, también, con H. Wehberg— hemos llegado al límite, por lo demás impreciso, de la doctrina del Derecho internacional y la literatura consagrada a la organización internacional, asociada más particularmente a la idea de la paz. Desde esta perspectiva, el período de entreguerras gravita bajo el signo de la idea paneuropea del conde Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972). Nacido en Tokio, hijo de un diplomático austríaco y de una japonesa, formado en Viena, Coudenhove-Kalergi, consciente de la situación real de Europa en el mundo tras la Primera Guerra Mundial, fue un defensor ferviente de la unión europea, cuyo proyecto expuso en su libro Paneuropa de 1923. Concebía la Europa unida como un Estado federal con dos cámaras. Fundó además un movimiento bajo este mismo nombre, que ejercería una influencia sobre las élites políticas y económicas, sin penetrar ampliamente, sin embargo, en la opinión pública. Inspiró una propuesta del Ministro francés de Asuntos Exteriores, Arístides Briand, en la tribuna de la Sociedad de Naciones, en 1929, en favor de la creación de una especie de «vínculo federal» entre los pueblos europeos. Al año siguiente, un memorándum del gobierno francés a los interesados formalizaría la propuesta. Pero ni el momento ni las mentes estaban maduros. La idea paneuropea sobrevivirá a la Segunda Guerra Mundial y participará, con los restantes movimientos surgidos después, en las primeras realizaciones de la integración europea de la segunda posguerra EPILOGO DE LA HISTORIA A LA ACTUALIDAD Hemos llegado al término de un vuelo algo apresurado por cinco milenios, a la búsqueda de normas mediante las cuales las sociedades políticas más diversas han intentado establecer un mínimo de orden en sus relaciones. Estas relaciones han sido demasiadas veces choques sangrientos por el dominio o la supervivencia, incluso, por un dominio que entendieron que era la condición de supervivencia en un mundo donde han vivido «a la intemperie», expuestas a todas las inclemencias de un universo humano atravesado por comentes en perpetuo movimiento, generadoras de inseguridad y, por tanto, de angustia, sin un techo protector bajo el cual guarecerse. Al término, dijimos. Sin embargo, medio siglo nos separa de esa Segunda Guerra Mundial que superó en pérdidas humanas, destrucción y horrores cuanto los tiempos pasados conocieron. Y la historia que hemos intentado hacer revivir en sus grandes líneas continuó —y continúa— a un ritmo que los progresos tecnológicos, factores de un mayor dinamismo social, han acelerado hasta el punto de desafiar la humana capacidad de previsión y adaptación. Ahora bien, este flujo 91 continuo de vida colectiva, de una intensidad tan difícil de captar, nos concierne más directamente, en tanto que forma parte, en mayor o menor medida según los casos, de nuestro propio pasado. La distancia respecto al objeto, propia del discurso histórico, le cede aquí el lugar a la proximidad de lo vivido o de lo que ha sido percibido como actualidad. En lo que concierne a la Segunda Guerra Mundial, se constata que la constelación de fuerzas en acción, por lo que se refiere a Europa y a América, fue esencialmente la misma que en la Primera: Francia y Gran Bretaña, por un lado, la Rusia zarista —más tarde Unión Soviética— por otro, frente a una Europa central dirigida por Alemania, siendo la novedad el ataque, por parte de Japón, a los Estados Unidos en el Pacífico. Una vez más, los Estados Unidos se vieron mezclados en la guerra en una segunda fase del conflicto. La complejidad de posiciones de los beligerantes en el Oeste, en el Este y en el Pacífico —en el fondo, tres teatros de operaciones relativamente autónomos— así como la profunda divergencia de los objetivos de guerra de occidentales y soviéticos, explican la situación desconcertante al final de la guerra, terminada por la rendición incondicional de Alemania (8 de mayo de 1945) y de Japón (2 de septiembre). Entre estas dos fechas, el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Hiroshima (6 de agosto) inauguró una nueva era en la historia de la humanidad. Sólo hubo unanimidad en la exigencia de rendición incondicional y en la represión de los crímenes de guerra de los vencidos por parte de las potencias occidentales y la URSS. La puesta en marcha de una represión de esta índole, cuyo principal instrumento fueron los Tribunales internacionales de Nuremberg y Tokio para los «grandes criminales», favoreció el establecimiento de un nuevo Derecho penal mundial, cuya base fue el Estatuto del Tribunal de Nuremberg (Acuerdo interaliado de Londres de 8 de agosto de 1945). Retomaba la decisión de los aliados de 1919 respecto a Guillermo II, y, también del mismo modo, suponía en cierta forma el retorno a un concepto discriminatorio de la guerra en el sentido de la doctrina de la «guerra justa». Desde esta perspectiva de futuro, también se suscitaron esperanzas. Es sabido que se formularon reservas —con independencia de la realidad de los crímenes imputados— respecto al carácter unilateral del procedimiento. De hecho, tras los juicios de Nuremberg (30 de septiembre de 1945) y de Tokio (12 de noviembre de 1948), la persecución de crímenes de guerra, de crímenes contra la paz o de crímenes contra la humanidad —y, por desgracia, no faltaron— no obtuvo, en el seno de Naciones Unidas, el desarrollo normativo previsto. Cuanto más se consideran las dos guerras generales de este siglo y las dos posguerras, mayor es la conciencia del nexo que las unió así como del hecho de que ambas pertenecen a un mismo ciclo histórico. La primera posguerra vio iniciarse la crisis del Derecho internacional —tal como se había desarrollado hasta entonces, y que suele calificarse de «clásico»— que prosiguió a un ritmo más acelerado después de 1945, Ocurrió lo mismo con la descolonización, que se había iniciado en el seno del Imperio británico con el establecimiento de dominios, después, con el régimen de mandatos de la Sociedad de Naciones, y se amplió bajo la égida de Naciones Unidas. La marcha del proceso de organización de la sociedad de Estados siguió la misma línea. Y otro tanto puede decirse de la promoción internacional de los derechos del hombre. La Primera Guerra Mundial quebrantó la situación de Europa en el mundo, pero fue la Segunda la que alteró en profundidad los equilibrios existentes. De hecho, este conjunto cronológico puede contemplarse como una unidad histórica. La creación de la Organización de Naciones Unidas (ONU; UNO, con las siglas inglesas), en 1945, que reemplazó a la Sociedad de Naciones, es un nuevo ensayo de organización mundial. Constituida antes del fin de las hostilidades, los autores de su Carta sobreestimaron la posibilidad 92 de colaboración de las grandes potencias en la posguerra; lo que explica el papel preponderante que se les atribuyó en el Consejo de Seguridad, más llamativo si se compara con el de la Sociedad de Naciones. Ostentaron no sólo un puesto permanente, sino que también fue requerida la unanimidad entre ellas para las decisiones, excepto las atinentes a cuestiones de procedimiento (el sedicente derecho de veto). El Tribunal Internacional de Justicia tomó el puesto del antiguo Tribunal Permanente de Justicia Internacional, así corno su sede en La Haya, si bien como un órgano de la organización (capítulo XIV de la Carta). El sistema de grandes potencias se alteró profundamente a raíz de la Segunda Guerra Mundial, a causa del eclipse de Alemania, Italia y Japón, del reforzamiento de la Unión Soviética y del ascenso de China. Entre los propios vencedores, se estableció un desequilibrio en favor de las «superpotencias» (Estados Unidos y la URSS), siendo el hecho más novedoso el creciente papel de China. Uno de los resultados más importantes de la Segunda Guerra Mundial fue la implantación de los regímenes comunistas, no solamente en las «democracias populares» de la Europa oriental y balcánica, sino también en otros continentes, China en particular, convertida en «República Popular» el 1 de octubre de 1949. La consecuencia fue la «guerra fría» y la división de Europa en dos bloques bajo la hegemonía respectiva de los Estados Unidos y de la Unión Soviética; dos bloques articulados militarmente sobre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN; NATO, en sus siglas inglesas), creada en Washington el 4 de abril de 1949, y el Pacto de Varsovia de 4 de mayo de 1955 (precedido de una red de tratados bilaterales de alianza y ayuda mutua entre la URSS y las democracias populares). En el corazón de Europa, la división de Alemania —en cuyo territorio se establecieron dos Estados en 1949, la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana, incorporadas respectivamente al bloque occidental y al bloque comunista— era el símbolo de la nueva situación. La necesidad de convivir en un mundo que la tecnología había reducido, así como las tensiones internas en el interior del bloque comunista, llevaron después de la «guerra fría» a la «coexistencia pacífica», que no pudo —y, que, por lo demás, tampoco lo pretendió— impedir los conflictos armados locales. Las motivaciones, nacionales a la vez que económico-sociales de la división, plantearon problemas internacionales de difícil solución (reconocimiento de Estados, de gobiernos, de beligerantes; estatuto de guerrillas, refugiados; sucesión de Estados, etc.). Todo ello, sin considerar la situación de los Estados divididos tras el conflicto (Alemania, Corea, Vietnam). La situación creada tendió a difuminar de nuevo, como en la Edad Media y en la época de las guerras de religión, la línea que separa el lado «internacional» y el «interno» de la vida de los pueblos, así como la guerra propiamente dicha de la guerra civil o de «liberación» (que, vista desde otra óptica, se convierte en guerra «revolucionaria», o incluso «subversiva»). La creciente internacionalización de los conflictos llevó de nuevo a primera línea el problema de la intervención. Otra consecuencia importante de la Segunda Guerra Mundial fue la aceleración del fenómeno descolonizador. Se inició en los territorios bajo mandato del Próximo Oriente, cuyos intentos sólo fueron satisfechos en el caso de Irak. Líbano y Siria vieron reconocer su independencia en 1943, Transjordania—que ya gozaba de muy amplia autonomía— en 1946. Palestina fue dividida. El Estado de Israel se estableció en la parte occidental (1949) el lado oriental pasó al poder de Transjordania, convertida en Jordania, La descolonización se intensificó a lo largo de los años siguientes. En el ámbito de Naciones Unidas, la apoyaron la Unión Soviética y los Estados Unidos. Éstos otorgaron la 93 independencia a las Islas Filipinas en 1947. Las Naciones Unidas, por su parte, merced a la proporción creciente de nuevos Estados independientes surgidos de la descolonización, se convirtieron en su instrumento más eficaz. El fundamento jurídico fue el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, proclamado por la Carta (artículos 1/2 y 55). Cabe distinguir una primera fase (1947-1951), que concernió sobre todo a Filipinas, la India, Pakistán, Ceilán (Sri Lanka), Indonesia y Libia. Los países que habían constituido la Indochina francesa, es decir, Camboya, Laos y Vietnam, habiendo accedido a la independencia en 1954, el proceso entró en una segunda fase a partir de 1955-1956 (Marruecos, Túnez, Sudán), fase que incluye en particular al África subsahariana, donde el año 1960 vio nacer 17 nuevos Estados, de ellos 16 en ese continente. La Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General del 4 de diciembre de 1960 proporcionó al movimiento su marco jurídico. Un aspecto nada desdeñable de la descolonización fue su contribución al notable aumento del número de Estados y, en consecuencia, de miembros de Naciones Unidas tras su creación. De 50 miembros originarios —a los que habría que añadir los Estados europeos que sólo fueron admitidos por razones políticas entre 1945 y 1955— se pasó a 179 en 1992, lo que significa que esta cifra se ha más que triplicado. La desintegración de la Unión Soviética dio lugar en 1992 a 12 nuevos miembros —dos repúblicas de la Unión, Ucrania y Bielorrusia, ya figuraban en calidad de miembros originarios— y Rusia tomó el lugar de la Unión en el Consejo de Seguridad. Ni que decir tiene que este incremento implica una diversidad y un pluralismo que convierten a la sociedad internacional actual en aún más heterogénea. Al vasto proceso de reestructuración de la sociedad internacional que acabamos de constatar cabe asociarle un elemento nuevo: la creciente diferencia del grado de desarrollo económico y social de los diversos países. La clasificación de éstos en países desarrollados, semidesarrollados y en vías de desarrollo es hoy, sin duda, la más significativa, habida cuenta de su distribución geográfica desigual y de la influencia de la situación particular de los Estados a este respecto sobre su política exterior. Esta diversidad económica y social se entrecruza con la diversidad cultural e ideológica. La actitud de los «nuevos Estados» —que se reagruparon bajo la denominación común y poco precisa de «Tercer Mundo»— frente al Derecho internacional se ha visto afectada. Era natural que el conjunto de países semidesarrollados o en vías de desarrollo compartiese un cierto número de aspiraciones comunes, que se expresaron en una serie de conferencias, de la más importante fue la de Bandung (18-24 de abril de 1955). Convocada por iniciativa de Birmania, Ceilán, India, Indonesia y Pakistán, reunió a 23 Estados de Asia—entre ellos, Japón, y de forma bastante paradójica, Turquía, miembro de la OTAN desde 1950— así como a cinco Estados de África. Preparó la acción anticolonialista de los países afro-asiáticos en Naciones Unidas. La Declaración final desarrolla el preámbulo del tratado chino-indio de 29 de abril de 1954 relativo al Tíbet, así como sus «cinco puntos», a saber: 1.°) respeto recíproco de la integridad territorial y de la soberanía de cada uno; 2.°) no agresión recíproca; 3.°) no injerencia recíproca en los asuntos internos de uno y otro; 4.°) igualdad y provecho mutuos; 5.°) coexistencia pacífica. Si bien cabe constatar que los cuatro primeros principios son principios generales del Derecho internacional preexistente, no debe ignorarse tampoco que estaban lejos de haber sido aplicados (sobre todo el cuarto), precisamente en las relaciones con los países afroasiáticos (como los restantes respecto a los países latinoamericanos). Otro principio de la declaración va más lejos: la prohibición de concluir pactos de seguridad colectiva destinados a servir a los intereses particulares de una gran potencia (punto 6.a). 94 Este principio expresaba una voluntad a los dos bloques contrapuestos, que no excluía en absoluto una preferencia ideológica por el Oeste o por el Este. Se trataba de un neutralismo que coincidía con el de algunos Estados de Europa y de América Latina, como pudo constatarse a lo largo de las conferencias de países no-alineados que se sucedieron tras la que tuvo lugar en Belgrado (4-6 de septiembre de 1961). Es evidente que, a este respecto, la conmoción de la escena internacional sobrevenida en estos últimos años ha modificado totalmente la situación. En el ámbito de la sociedad internacional universal, era inevitable que afinidades de cultura, homogeneidades de desarrollo o comunidades de intereses, con frecuencia, sobre bases de vecindad, hayan tratado de concretarse bajo formas jurídicas particulares. De hecho, el universalismo no ha supuesto un obstáculo para el regionalismo internacional, admitido expresamente por la Carta (Capítulo VIII), como ya lo fuera antes por el Pacto de la Sociedad de Naciones. Su ejemplo clásico es el panamericanismo. Hemos visto que en su forma actual se remonta a la primera Conferencia interamericana de Washington (1889-1890). Desembocó, finalmente, tras la Segunda Guerra Mundial, en la Organización de Estados Americanos (Carta de Bogotá de 30 de abril de 1948, modificada por el Protocolo de Buenos Aires de 27 de febrero de 1967). Una tendencia análoga hacia el regionalismo se puso de manifiesto, con una estructura institucional más laxa, en el mundo árabe (Liga Árabe, creada por el Tratado de El Cairo de 22 de marzo de 1945) y en África (Organización de la Unidad Africana, Tratado de Addis-Abeba de 25 de mayo de 1963). Los acuerdos regionales presentan una importancia particular en lo concerniente a Europa, donde se impulsó la integración en su más alto grado. La estimuló la precaria situación de Europa al término de la Segunda Guerra Mundial. Sus mayores realizaciones fueron el Consejo de Europa (Estatuto de Londres de 5 de mayo de 1959) y las Comunidades europeas (Comunidad Europea del Carbón y del Acero, Tratado de París de 18 de abril de 1951; Comunidad Económica Europea y Comunidad Europea de la Energía Atómica o Euratom, Tratados de Roma de 25 de marzo de 1957), que van más allá de las organizaciones clásicas y presentan un carácter supranacional, disponiendo de órganos comunes y de amplias competencias propias, así como de la vocación de convertirse en Unión Europea, como está previsto en el Tratado de Maastricht de 7 de febrero de 1992. Entre sus rasgos distintivos, cabe destacar en especial la representación ponderada en su Parlamento común y el voto ponderado en su Consejo (de ministros). Un nuevo capítulo —prometedor— del Derecho internacional de la segunda post-guerra de este siglo es la asunción, con carácter general, de la protección de los derechos humanos. Hemos registrado ya, a partir de 1919, el papel de la Organización Internacional del Trabajo, que gozaba de cierta autonomía -en el marco de la Sociedad de Naciones. Es sabido que ha proseguido su tarea como organismo especializado de las Naciones Unidas. Pero los excesos criminales cometidos durante la Segunda Guerra Mundial impulsaron a los autores de la Carta de las Naciones Unidas a proclamar (preámbulo, párrafo 2; artículos 1/3, 55c, 56) su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, así como entre naciones grandes y pequeñas, y su voluntad de hacerla respetar. Sobre esta base, la Asamblea General aprobó sucesivamente la Declaración Universal de Derechos Humanos (París, 10 de diciembre de 1948), así como los Pactos internacionales relativos a los derechos económicos, sociales y culturales, y a los derechos civiles y políticos, acompañados éstos de un Protocolo facultativo (Nueva York, 16 de diciembre de 1966). Respecto a los derechos particulares, diversos textos los completan, en particular, la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio de 9 de diciembre de 1948. 95 Convenciones regionales regulan asimismo la materia, en Europa, en América, en África. Bastará con recordar que, en el ámbito del Consejo de Europa, la Convención de Roma de 4 de noviembre de 1950 relativa a la salvaguardia de los derechos humanos y las libertades fundamentales asegura una protección jurisdiccional a través de la Comisión y el Tribunal que ella misma instituye. Cabe mencionar también la Carta social europea de Turín de 18 de octubre de 1961. En América, el Pacto de San José de Costa Rica de 22 de noviembre de 1969 se inspiró, por lo que hace al mecanismo de aplicación, en la Convención de Roma. Nótese que la Carta africana (junio de 1981) se refiere a los derechos del hombre y de los pueblos. El discurso histórico no puede dejar de constatar que en esta materia, siendo los textos abundantes, la distancia entre el Derecho y su realización es, por desgracia, muy grande. Esta última es concebida, por otro lado, de forma diferente según las tradiciones culturales respectivas y la amplitud que concedan a la dimensión individual de la persona en el seno de la colectividad, frente al dominio de ésta. En una materia vinculada de forma menos directa con el primer período de entreguerras y que, en cambio, renace con los esfuerzos de la segunda mitad del siglo XIX y el primer decenio del XX, la codificación del Derecho internacional público, cabe afirmar que registró, desde 1945, hitos importantes. Aquí también las Naciones Unidas constituyeron el marco adecuado, habiendo encomendado el artículo 13/1 la de la Carta a la Asamblea General la promoción de estudios, así como realizar recomendaciones a fin de «favorecer el desarrollo progresivo del Derecho internacional y su codificación». La Comisión de Derecho Internacional, creada a tal fin, desempeñó un papel de primer orden, en .particular, por sus proyectos de convenios sujetos a discusión y aprobación por parte de conferencias de Naciones Unidas consagradas a las diferentes ramas del Derecho internacional. Bastará recordar aquí las Convenciones de Ginebra de 1958 y de Montego Bay (Jamaica) de 1982 sobre el Derecho del mar, las de Viena sobre el Derecho de las relaciones diplomáticas (1961), el Derecho délas relaciones consulares (1963), el Derecho de los tratados (1969). Hemos aludido varias veces en las páginas precedentes a los acontecimientos de los últimos años, así como a su alcance. Parece razonable contemplar el año 1989, pasados dos siglos desde la Revolución francesa, como el de la revolución de la Europa central y oriental en su conjunto, cuyo símbolo fue la apertura —o, si se prefiere, la caída— del Muro de Berlín, al atardecer del 9 de noviembre, como el asalto a la Bastilla lo fue respecto de la que conmovió a Francia en 1789. En calidad de tal, por sus repercusiones a escala mundial, parece expresar el fin de una época, inaugurada en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Esta revolución, que, como es sabido, tuvo su origen inmediato en el proceso de renovación de las estructuras políticas y sociales de la Unión Soviética, notoriamente esclerotizadas, emprendido por Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión, en 1985, desembocó en la desintegración de ésta el 21 de diciembre de 1991, la independencia de las repúblicas que la componían, y la constitución de una Comunidad de Estados independientes, de vínculos muy laxos, del tipo de los de una federación de Derecho internacional. Antes, la «nueva política» de Gorbachov —a la búsqueda de acuerdos de desarme con los Estados Unidos así como de ayuda económica occidental, habida cuenta de la descomposición de los regímenes comunistas en los diversos países y particularmente en la República Democrática Alemana— permitió la reunificación de Alemania anticipándose a todos los plazos previstos. Aceptada por Gorbachov el 16 de julio de 1990 a lo largo de su reunión histórica, en Piatigorsk, con el canciller H. Kohl, fue proclamada el 3 de octubre siguiente. Asimismo, la libertad de 96 maniobra recuperada por los Estados que formaban los márgenes del imperio soviético y que evolucionaban hacia el régimen de democracia parlamentaria de corte occidental, hizo posible la disolución del Pacto de Varsovia (26 de junio de 1991), lo que significaba el fin de uno de los dos bloques cuyo enfrentamiento marcara la segunda posguerra; enfrentamiento distendido tras la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, reunida paradójicamente a iniciativa de la URSS y sus aliados a fin de consolidar el statu quo territorial, pero que, como sucede tantas veces en la historia, llegó finalmente más lejos, incluso en contra de la intención inicial de sus promotores (el Acta final fue firmada en Helsinki el 1 de agosto de 1975, estableciendo una plataforma para un modus vivendi de las dos Europas). Si añadimos a semejante conmoción, en cierta forma telúrica, el desarrollo creciente de Japón en Asia y su peso en la economía mundial, no podemos sino concluir que el orden internacional concebido en Yalta ha perecido. En el mundo que irrumpe, a la búsqueda de nuevos equilibrios, antagonismos nacionales (Europa oriental y balcánica, Asia central), políticoreligiosos (mundo musulmán), económicos y sociales (Norte y Sur a escala global) interpelarán al Derecho internacional y lo enfrentarán a tareas difíciles, así como la violación, demasiado extendida, incluso escandalosa, de los derechos de las personas y las minorías. En definitiva, la situación en la que se encuentra el Derecho internacional parece estar marcada por una crisis de adaptación del Derecho internacional calificado como clásico, nacido en un medio internacional homogéneo, a una sociedad universal heterogénea, con desequilibrios notorios y enfrentada a problemas nuevos o presentando nuevos aspectos. La expresión «nuevo orden internacional» revela, por la frecuencia de su empleo, la tendencia —o, al menos, la expectativa— general, particularmente en relación con el ámbito económico. En todo caso, los nuevos Estados participan cada vez más en la elaboración del Derecho internacional en todos los terrenos. Pero adaptarse a situaciones sociales cambiantes es la suerte que debe correr todo orden jurídico en el espacio y en el tiempo. El problema no es ya exclusivo del Derecho internacional público de nuestra época. Habida cuenta de las dimensiones de la sociedad que regula —una sociedad, desde ahora, mundial— es solamente más llamativo y complejo que el que afecta a los órdenes jurídicos particulares. En esta tarea de ajustar la norma a la realidad social, los internacionalistas prosiguieron la labor de sus predecesores. El florecimiento adquirido por el Derecho internacional público en nuestra época ha dado lugar a una expansión sin precedentes de estudios y exposiciones generales y monográficas en el ámbito creciente que le es propio y que con frecuencia lleva a una especialización más profunda. Ciertos autores que encontramos en el Capítulo XIII continuaron estando más o menos presentes, a través de sus obras, en la elaboración de la doctrina de este período. En particular, éste es el caso de J. L. Brierly, A. Álvarez, sir H. Lauterpacht, G. Scelle, H. Wehberg, H. Accioly, H. Kelsen, G. Balladore Pallieri, C. Barcia Trelles, A. Verdross. No podían permanecer insensibles ante los nuevos problemas planteados por los cambios acaecidos en la sociedad internacional, en particular, ante aquéllos que afectaban a las perspectivas del Derecho internacional y las organizaciones internacionales. Kelsen, en particular, retomó la exposición de su doctrina del Derecho internacional y comentó la Carta de las Naciones Unidas. Verdross, por su parte, llevó a término la evolución doctrinal que, tanto en filosofía del Derecho como en Derecho internacional, fijaría su pensamiento en la línea de los clásicos españoles del Derecho de gentes. Su Vólkerrecht, en sus sucesivas ediciones revisadas y aumentadas, tomó el relevo de los de Heffter y Von Liszt en los países de lengua alemana3. Él también incorporó la teoría de la 97 «comunidad internacional organizada» al sistema de Derecho internacional general. En la línea del normativismo kelseniano, el suizo Paul Guggenheim (1899-1977), que enseñó en Ginebra, ve en la norma fundamental hipotética en la que se sustenta el Derecho internacional la «norma constitutiva de Derecho consuetudinario internacional», sobre la base de la cual la norma pacta sunt servanda puede luego fundar el Derecho internacional convencional. Como en épocas precedentes, lo que podríamos calificar de «pesimismo jurídico internacional» se hizo oír de nuevo, fortalecido sin duda por los desengaños que continuaron sometiendo a duras pruebas a las esperanzas puestas en el desarrollo de las organizaciones internacionales. Esta vez, la respuesta más contundente provino del «neorrealismo» americano, representado en el plano doctrinal particularmente por Hans J. Morgenthau, emigrado de la Alemania nazi a los Estados Unidos. Morgenthau (1904-1980), que, desde la enseñanza del Derecho internacional pasó a la de las relaciones internacionales en Chicago, es sin duda el más radical en este sentido. Viendo en el poder el eje alrededor del cual gira la vida internacional, no pretende imponerle límites por el «Derecho internacional», cuyo alcance es insignificante, y se remite al compromiso diplomático, a la acommodation trough diplomacy. Evidentemente, no cabe negar la necesidad de referirse al impacto del poder estatal —en particular, del de las grandes potencias— en la vida internacional. Pero de ahí a identificar el Derecho internacional y la política internacional caracterizada como política de fuerza, hay un paso que la mayoría de los autores no han dado. Éste es el caso, entre otros, del belga Charles de Visscher (1884-1973), catedrático en Lovaina, y de los americanos Quincy Wright (1890-1970) y Wolfgang Friedmann (1907-1972)6. En Francia, Michel Virally (1922-1989), que enseñó en Estrasburgo, Ginebra y París, puede relacionarse con ellos. Se trata de una tendencia que no deja de tener afinidades con la de Georges Scelle, pero que resulta más tradicional en sus conclusiones. Esta corriente de pensamiento se empareja finalmente con un positivismo moderado, menos dogmático que el del siglo XIX; un positivismo que se ha calificado de «pragmático», en la medida en que desconfía de las «teorías generales» y se atiene al examen sistemático y a la presentación ordenada del contenido de las diversas fuentes del Derecho 8. Puede contarse entre sus representantes a Claude-Albert Colliard (1913-1990), catedrático en Grenoble y París. Culmina en la obra monumental de Charles Rousseau (1902-1993), quien durante largos años enseñó en París y dirigió la Revue genérale de Droit international public. Está muy extendido, en particular, en el mundo anglosajón, donde se inscribe en una tendencia intelectual bien enraizada. Una relación con el pensamiento de Scelle puede hallarse en Philip Jessup (1897-1986), que ejerció la docencia durante más de treinta años, particularmente en la Universidad de Columbia. Autor de A Modern Law of Nations (1948) así como de Transnational Law (1956), Jessup encuadra, en esta última obra, el Derecho internacional en el concepto, más amplio, de «Derecho transnacional». Éste abarca el conjunto del Derecho que rige las acciones o los acontecimientos que trascienden las fronteras nacionales; lo que da lugar a que las situaciones transnacionales puedan implicar a individuos, corporaciones, Estados, organizaciones de Estados u otros grupos, y no solamente a los Estados. La doctrina del Derecho natural a lo largo de los últimos decenios prosiguió su camino, representada por juristas eminentes, en particular, Kotaro Tanaka (1890-1974) en Japón, y Paul Reuter (1901 -1990), catedrático en Nancy, Poitiers, Aix-en-Provence y París, en Francia. Cabe incluir aquí también, en Italia—por su proximidad a la teoría de la institución— la obra de 98 Rolando Quadri (1907-1976), catedrático en Napóles, quien se inscribe explícitamente en la línea de «los padres de nuestra ciencia» —un F. de Vitoria, un Gentili, un Grocio—. En España, Antonio de Luna (1901-1967), cuya enseñanza en la Universidad de Madrid ejerció una influencia decisiva en una serie de discípulos directos o indirectos, Adolfo Miaja de la Muela (1908-1981), catedrático en Valencia, y Mariano Aguilar Navarro (1916-1992), que enseñó en Sevilla y Madrid, se encuentran, asimismo, en relación directa con la tradición de los maestros del Siglo de Oro. Con la expansión de la sociedad internacional por todos los continentes, todos allegaron ahora su voz a la formación de la doctrina. Entre los recién llegados desaparecidos mencionaremos al vietnamita Nguyen Quoc Dinh (1916-1976), que fue catedrático en París, así como al nigeriano Tuslim O. Elias (1911-1991). El primero, en la línea de Scelle, es el autor de uno de los manuales más completos y ricos en lengua francesa''. Elias, que fue magistrado nacional e internacional, se acerca al pragmatismo anglosajón y se vincula a un enfoque del Derecho internacional en su relación con el surgimiento del África independiente. Como ya sucediera en el pasado, debe prestarse atención a las obras que abarcan ámbitos del Derecho internacional que representan un interés particular en cada época; aquí, singularmente, las aportaciones de Gilbert Gidel (1880-1958) al Derecho marítimo, de lord McNair (1885-1975) al Derecho de los tratados, de M. Virally y P. Reuter a las organizaciones internacionales, de G. Balladore-Pallieri y Charles Rousseau al Derecho de la guerra. Con mayor motivo no debemos omitir —en una exposición histórica del Derecho internacional público— las investigaciones mayores que le conciernen y que han contribuido poderosamente a su elaboración. Aun perteneciendo personalmente a la época anterior, cabe reseñar aquí al noruego Christian L. Lange (1869-1938), puesto que la historia clásica del internacionalismo —de la que publicó el primer volumen en 1919— se continuó gracias a la colaboración de A. Schou, habiendo aparecido el tercer y último volumen en 1963. Tras él, cabe recordar al neerlandés J. Ter Meulen (1884-1962), que describió la historia de la idea de organización internacional; el suizo Ernst Reibstein (1901-1966), un investigador privado llegado tardíamente al Derecho internacional, así como el alemán Georg Stadtmüller (1909-1985), catedrático en Munich, por sus obras de conjunto y sus estudios monográficos. La historiografía del Derecho internacional perdió, en la persona de Jan Hendrik Willem Verzijl (1888-1987), catedrático en Utrecht, Amsterdam y Leyden, al autor de una serie monumental de estudios sobre el Derecho internacional considerado en una perspectiva histórica. En cuanto al polaco Ludwik Ehrlich (1889-1968), su obra como historiador de nuestra disciplina completa la que, en el plano sistemático, se condensó en un manual cuyas reediciones, en un contexto político poco favorable, atestiguaron su independencia de espíritu. En cuanto a la doctrina soviética del Derecho internacional, un observador autorizado y sereno señaló como una de sus constantes —a través de las vacilaciones y los cambios de rumbo— un realismo sensible a la relación de fuerzas. Cabría añadir, en consecuencia, un pragmatismo acentuado, en función de situaciones políticas cambiantes. Prevalece en ella, finalmente, el mantenimiento de ciertas posturas del positivismo más clásico, como el voluntarismo, el principio de la soberanía absoluta y el de un estricto interestatalismo. Estas posiciones estáticas fueron a la par con otras de naturaleza dinámica, como el principio de la coexistencia pacífica entendida como un principio jurídico y— en contradicción con el principio de la soberanía absoluta que comprende el de la no-intervención—, el principio de la «soberanía limitada» en las relaciones mutuas de los Estados socialistas, que, en nombre del «inter- 99 nacionalismo proletario» tenía por objetivo preservar los «logros del socialismo» y legitimaba, por esta razón, la intervención armada a causa del «desviacionismo». Tras la represión de la «primavera de Praga» de agosto de 1968, este principio se introdujo en el Tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua entre la URSS y Checoslovaquia del 6 de mayo de 1970. Pero este principio no fue compartido —ni interpretado, en cualquier caso, de la misma forma— por las diversas democracias populares, singularmente, Yugoslavia y Rumania, China Popular y Albania. La doctrina soviética de esta última época se refleja de un modo particular en el manual de Derecho internacional público dirigido por E. A. Korovin (1892-1964), cuyos comienzos vimos antes. La figura capital fue Grigory I. Tunkin (1906-1994). Su considerable obra disfrutó de amplia difusión en Occidente. En China popular se tradujeron diversas obras del ruso, siendo comunes en lo esencial las posturas hasta la ruptura ideológica de los años sesenta. La definición del Derecho internacional de Vychinski (supra, Capítulo XIII) fue comúnmente admitida, añadiéndosele también la referencia a la coexistencia pacífica, que China, por lo demás, invocaba, según vimos, ya desde 1954 en un tratado con la Unión India. Después, destacó la oposición a la versión soviética de este principio, así como el internacionalismo proletario. También en el ámbito de la doctrina, la caída del sistema internacional soviético marca el fin de una época. En cualquier caso, la obra a realizar en lo que hemos calificado en otro lugar como mutación de la sociedad internacional no deja de recordar a la de los «padres fundadores» de nuestra disciplina. En todo caso, la historia está lejos de haber concluido. 100