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CICLO DE CHARLAS 2017
TERCERA CHARLA
LA BELLEZA DE CONTEMPLAR, AMAR Y SEGUIR A CRISTO
APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA
LA AVENTURA DE LA CUARESMA
LA PALABRA DEL HOMBRE: OH DIOS, CREA EN MÍ UN CORAZÓN PURO
Comenzamos la primera charla con la palabra de la Cuaresma que nos decía: No
sólo de pan vive el hombre. Seguimos la semana escuchando la palabra de Dios
que nos llamaba a Volver a Él de todo corazón. Y hoy oiremos la voz del hombre
que para responder a su llamada y volver a Él exclama: Oh Dios, crea en mi un
corazón puro.
Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Son palabras del salmo 50. Todo el salmo es
la oración de un pecador arrepentido que confiesa su culpa, suplica el perdón y
obtiene la gracia de un corazón nuevo. Si bien se lo utiliza mucho en la liturgia
penitencial, es ante todo un salmo pascual. Es un salmo pascual que canta el
itinerario del hombre que va de la vida del pecado a la vida de la gracia. Se lo
suele dividir en dos partes. En la primera, versículos 3-11, prevalece el tema del
pecado y de la confesión. En la segunda, versículos 12-21, el tema de la gracia, el
paso de la vida vieja a la nueva.
En la primera parte, si bien predomina el pecado, lo más importante es la
misericordia de Dios. El salmo comienza con la misericordia. Hay pecado, pero lo
primero es la misericordia: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa
compasión borra mi culpa. El recuerdo de la bondad de Dios lleva al salmista a la
recapacitación, a la toma de conciencia y al pedido de perdón. El recuerdo del
amor de Dios lo hace volver, como en la parábola del hijo pródigo que leímos
hoy en la misa: cuando el hijo comienza a pensar en la abundancia del amor del
Padre decide volver. El hijo recapacita, entra dentro de sí; él que estaba fuera
comienza a mirar hacia adentro, y en su interior descubre al Padre y en él toda
su bondad. “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia!” Decir
“pan” es decir todo; el pan es lo que el hombre necesita para vivir, lo que
sostiene la vida. Lo mismo sucede en el salmo. El salmista comienza pensando en
la misericordia y en la bondad infinitas de Dios. Es la misericordia que
encontramos bellamente narrada en la primera lectura de hoy tomada del
profeta Miqueas: “¿Qué Dios hay como tú, que quite la culpa y pase por alto la
rebeldía de tu pueblo? Él no mantiene su ira por siempre porque se complace en el
amor. Volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestras culpas. Tú
arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miq 7,14 ss).
Desde la primera estrofa ya aparece en el salmo el misterio de la alianza,
expresada en la clásica fórmula “Yo-Tú”. Por parte de Dios: la misericordia, la
bondad, la compasión: tu bondad, tu inmensa compasión. Por parte del hombre:
la culpa, el delito, el pecado: mi culpa, mi delito, mi pecado. El salmista utiliza
tres vocablos hebreos para definir el pecado. El primer vocablo significa
literalmente “no dar en el blanco”. El blanco, el centro, la meta es Dios.
Pecamos porque sacamos a Dios del centro, no dirigimos la flecha de nuestra
vida hacia él; corremos a Dios y en su lugar nos ponemos a nosotros. Nosotros
pasamos a ocupar el blanco, el centro y así nuestra toda nuestra vida se pierde,
erra el camino, no da en el blanco. El segundo vocablo evoca la curva. El pecado
pasa a ser una desviación tortuosa del camino recto, una deformación del bien,
ya no se distingue el bien del mal. Por eso la conversión será precisamente
enderezar el camino, volver por el camino inverso, retomar el camino recto. Y el
tercer vocablo expresa la rebelión del súbdito contra su soberano. El hombre se
revela y le da las espaldas a su Creador, al Dueño de su vida.
El salmista, reconoce estos tres estados del pecado y se lo entrega a Dios para
que lo borre. Abre su miseria al único Médico capaz de curarla. Le dice su pecado
a Dios y al decirlo se lo entrega, lo pone en sus manos para que lo limpie, lo
borre, lo destruya. Son muy significativos los verbos que utiliza: borrar, lavar,
limpiar; verbos todos conjugados por Dios: él es quien borra, lava y limpia el
pecado. Sólo él puede hacerlo. Ya en Isaías nos decía en una de las lecturas de
estos días de cuaresma: “Aunque tus pecados fueran como la grana quedarán
blancos como la nieve. Aunque fueran rojos como el carmesí quedarán blancos
como la lana” (Is 1,18).
Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo
pequé. En la misma confesión está la salvación en la oración de mañana, tercer
domingo de cuaresma, rezaremos: Dios lleno de misericordia y fuente de todo
bien, acepta benigno el reconocimiento de nuestra pequeñez para que, aunque
oprimidos por el peso de nuestra conciencia seamos reconfortados por tu
misericordia. El mal, cuando no lo confesamos, nos oprime. La confesión nos
libera, nos saca el peso y nos permite ponernos en pie, levantarnos. Esto sólo
puede hacerlo Dios. Nosotros no podemos quitarnos el pecado. Es él el que vino
a quitar el pecado del mundo. Nosotros sólo tenemos que arrepentirnos,
confesarlos y colocarlos en sus manos para que Él los arroje al fondo del mar, los
haga desaparecer.
Dice: “Contra ti, contra ti solo pequé”. Pues uno no peca contra algo sino contra
Alguien. La existencia del hombre se desarrolla siempre bajo la mirada de Dios.
Aunque nosotros no lo miremos, caminemos con la cabeza gacha, a ras de tierra
y no elevemos la mirada hacia el cielo, Dios no deja de mirarnos, de seguirnos.
Dios siempre está. Es el misterio de la alianza. Siempre volvemos a lo mismo. Es
que la alianza atraviesa toda nuestra vida. Es una alianza de amor sellada con la
sangre de Cristo. Le costamos al Padre la sangre de Cristo. Para comprender la
dimensión de la alianza debemos trasladarnos a los sacrificios del AT. En el AT
los pactos se sellaban con la sangre de los sacrificios de animales. Era un
símbolo de una realidad mucho más profunda. La Biblia nos narran muchos
sacrificios. Hay uno en Gn 15,5-12.17-18 donde relata el pacto entre Dios y
Abraham. Muestra cómo se celebraban los pactos en pueblos que no conocían
aún la escritura. Este pacto de Gn 15 era el que más garantizaba la fidelidad y la
firmeza. Se dividía en dos mitades el animal y el contratante pasaba por entre los
pedazos del animal partido. Quería expresar que si uno de los dos no cumplía el
pacto iba a correr la suerte del animal. Si fuera infiel sería despedazado como
este animal. Al final del relato, el texto dice que “puesto ya el sol, surgió en medio
de densas tinieblas un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó entre
aquellos animales partidos. Aquél día firmó Dios una alianza con Abraham”. Nos
dice con esto que el que pasa entre los animales es Dios, representado en el
humo y el fuego. Esto significa que Dios está dispuesto a entregar su vida por
esta alianza; que compromete su vida. ¿Cómo podría Dios sufrir, morir, vincular
su suerte a la alianza con los hombres? El Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha
cargado sobre sí la maldición del juramento roto por los hombres. El hombre
rompió el pacto, pero el Padre ha hecho correr la suerte del animal a su Hijo en
vez del hombre. El Papa Benedicto nos dice que “el hombre es tan importante
para Dios que es digno de su pasión. Dios ofrece el precio de su fidelidad en el Hijo
que hace donación de su vida, acepta ser dividido en partes, ser llevado a la muerte
como aquellos animales, para pagar la infidelidad del hombre. Dios se toma al
hombre en serio”.
Al pecado hay que mirarlo siempre desde este misterio de alianza. Es una
alianza de amor que costó la sangre de Cristo. El dolor del pecado nace de la
toma de conciencia de esta alianza de amor; de caer en la cuenta que hemos
herido a Aquél que nos amó tanto que dio la vida por nosotros; de darnos cuenta
que hemos dicho que no a Aquél que siempre dijo Sí y aún nos sigue salvando.
El pecado debemos pensarlo siempre dentro de este misterio de alianza. Sólo así
podemos comprender su gravedad y rechazarlo para siempre.
El próximo martes leeremos en el profeta Daniel una confesión similar a la de
este salmo 50; confesión realizada en este marco de alianza. Es una confesión y
como tal una oración. Dice así: “Señor, no nos abandones para siempre, no anules
tu alianza, no apartes tu misericordia de nosotros, por amor a Abraham, tu
amigo… Señor, hemos llegado a ser más pequeños que todas las naciones y hoy
somos humillados a causa de nuestros pecados… Que nuestro corazón contrito y
nuestro espíritu humillado nos hagan aceptables como los holocaustos de carneros
y toros. Que así sea hoy nuestro sacrificio delante de ti y que nosotros te sigamos
plenamente, porque no quedan confundidos los que confían en ti. Y ahora te
seguimos de todo corazón y buscamos tu rostro. No nos cubras de vergüenza, sino
trátanos según tu bondad y la abundancia de tu misericordia” (Dan 3,25 ss).
Después de confesar el pecado, el salmista comienza a entrar a la vida de la
gracia. En la misma confesión renace la esperanza de salir, de pasar a la vida
nueva de la gracia. En la confesión ya comienza a salir. Dice el pecado, lo mira de
frente, pero no se detiene en él, no se queda pegado a su pecado. Una vez que lo
reconoce y lo dice comienza a mirar hacia delante. El pecado quedó atrás. Una
vez dicho, confesado, quedó en el pasado, ya fue. Cuando se refiere al pecado
utiliza el tiempo pasado: “pequé contra ti”, “en la culpa nací”, “pecador me
concibió mi madre”, “cometí la maldad que aborreces”. Y una vez confesado
comienza a hablar en presente o en futuro: “rocíame con el hisopo y quedaré
limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados. Borra en mí toda culpa (v/9-11).
Hasta llega a pedir un corazón nuevo: Crea en mi un corazón puro, renuévame
por dentro. Pedir un corazón nuevo es como pedir una vida nueva, una nueva
oportunidad. El corazón es lo que sostiene la vida. Si se nos para el corazón
dejamos de vivir. Le pide un corazón nuevo para vivir la alianza. Le pide un
corazón puro. En latín dice cor mundum, que significa limpio, sano, purificado.
Es la misma palabra que utiliza Jesús en la bienaventuranza: Felices los que
tienen el corazón puro (mundo) porque verán a Dios.
En la Biblia el corazón puro siempre está ligado a la visión de Dios. El salmista le
pide un corazón puro, nuevo, limpio para verlo, para vivir en su presencia. Por
eso dice: Crea, oh Dios, un corazón puro, no me arrojes lejos de tu rostro. Le
suplica que no lo aparte de su mirada, que no deje de mirarlo, no salir nunca de
su presencia. Porque sabe que si Dios dejara de mirarlo, el hombre moriría. Es lo
que le dice Caín a Dios después de haber pecado. Dios le había dicho: “Andarás
vagabundo y errante en la tierra” y él le responde: “Mi culpa es demasiada grande
para soportarla. Es decir que hoy me echas de la tierra y he de esconderme de tu
presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra” (Gn 4,12-14).
Bíblicamente, el hombre de corazón puro es el bueno. Por eso dice en otro
salmo: “Los buenos verán mi rostro”. Este versículo es el final del salmo 10 que
habla de la mirada de Dios sobre el hombre: “El Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres. El Señor examina a
inocentes y culpables”.
El salmista es consciente de que el pecado es como una mancha que lo ensucia a
los ojos de Dios, una mancha que él no puede borrar por sí mismo. Por eso lo
insistente de la súplica: “Por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava mi
delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo, lávame. Aparta de mi pecado tu
vista, borra en mí toda culpa”. Esta purificación, este perdón es como un nuevo
nacimiento, un nacer de nuevo. Sólo a Dios se le puede pedir que cree un
corazón. A nadie en el mundo podríamos pedirle semejante cosa. El único que
puede hacer un corazón nuevo es Dios. Sólo él conoce el corazón del hombre. Ya
lo decía en los primeros capítulos del Génesis, después del diluvio: “Nunca más
volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón
humano son malas desde su niñez” (Gn 8,21). Dios es el único que puede cambiar
el corazón del hombre. Ya lo había prometido en los profetas. En Jeremías 24,6
dice: “Pondré la vista en ellos para su bien… Les daré un corazón para conocerme,
pues yo soy Dios, y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios; volverán a mí con todo
su corazón”. Y en Ezequiel 36: “Los rociaré con agua pura y quedarán purificados,
de todas sus impurezas y basuras los purificaré. Les daré un corazón nuevo,
infundiré en ustedes un espíritu nuevo, quitaré de su carne el corazón de piedra y
les daré un corazón de carne”.
¿Cuándo nos dará un corazón de carne? Ya nos lo dio en Jesús. Esta promesa nos
la cumplió en el Hijo. El corazón de carne ya nos lo dio en Cristo. A nosotros nos
toca adquirir el corazón del Hijo para cambiar el corazón de piedra por el de
carne. Tener el corazón del Hijo es tener sus mismos sentimientos. En la medida
en que adquiramos los sentimientos de Cristo iremos cambiando el corazón de
piedra. Por eso San Pablo nos dice: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo”. Y
¿cuáles son los sentimientos de Cristo? La mansedumbre, la humildad:
“Aprendan de mi que soy manso y humilde de corazón”.
Pero nosotros solos no podemos tener el corazón de Cristo. Por eso pedimos en
el salmo el Espíritu Santo. El Espíritu viene a nosotros en ayuda de nuestra
debilidad; se derrama en nuestros corazones de piedra para llenarnos del amor
de Cristo. Pablo dirá: “el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el
Espíritu Santo que les ha sido dado”. Para eso nos envía su Espíritu, para que
cambien nuestro corazón de piedra por el corazón de Cristo. El mismo Espíritu
que resucitó a Jesús puede transformar nuestros corazones de piedra en
corazones de carne.
El Papa Francisco comentando este salmo dice:
«¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis
faltas!¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!» Es un
llamado a Dios, el único que puede liberar del pecado. En esta oración se
manifiesta la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la cual tenemos
verdaderamente necesidad en nuestra vida es aquella de ser perdonados,
liberados del mal y de sus consecuencias de muerte. Lamentablemente, la vida
nos hace experimentar muchas veces estas situaciones; y sobre todo en ellas
debemos confiar en la misericordia. Dios es más grande de nuestro pecado. No
olvidemos esto: Dios es más grande de nuestro pecado. Su amor es un océano en
el cual podemos sumergirnos sin miedo de ser superados: perdonar para Dios
significa darnos la certeza que Él no nos abandona jamás. El salmista confía en la
bondad de Dios, sabe que el perdón divino es sumamente eficaz, porque crea lo
que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo borra; pero lo borra
desde la raíz no como hacen en la tintorería cuando llevamos un vestido y
borran la mancha. ¡No! Dios borra nuestro pecado desde la raíz, ¡todo! Por eso el
penitente se hace puro, toda mancha es eliminada y él ahora es más blanco que
la nieve incontaminada. Todos nosotros somos pecadores. Nosotros pecadores,
con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas, rebosantes de espíritu y llenos de
alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un
nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos
recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más.
Si tú caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te
ayudará a levantarte. Esta es la dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos
da el perdón de Dios es aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque
Él ha creado al hombre y a la mujer para estar en pie.
Dice el Salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de
mi espíritu. […] Yo enseñaré tu camino a los impíos y los pecadores volverán a
ti» (vv. 12.15).
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello de lo cual todos
tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que
todo pecador perdonado es llamado a compartir con cada hermano y hermana
que encuentra. Todos aquellos que el Señor nos ha puesto a nuestro alrededor,
los familiares, los amigos, los compañeros, los parroquianos… todos son, como
nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es bello ser perdonados, pero
también tú, si quieres ser perdonado, perdona también tú. ¡Perdona! Que nos
conceda el Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos
de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida. (Papa Francisco).
De este salmo se desprende una bellísima lección. Debemos acercarnos a Dios,
abrirle totalmente nuestro corazón y dejar que él nos diga nuestro pecado,
nuestro mal. Que él nos lo muestre, nosotros lo confesemos arrepentidos y se lo
entreguemos para que lo borre, lo lave y nos haga nuevas creaturas. Este salmo
se le atribuye a David. Se cree que lo rezó cuando reconoció el pecado de
adulterio y de homicidio que había cometido cuando mandó matar a Urías, el
hitita, para quedarse con su mujer. Pero el que le hace ver su pecado es Dios.
Después de su pecado, Dios le envía al profeta Natán que le cuenta una parábola
de un hombre rico que había robado la única oveja que tenía un pobre para dar
de comer a una visita, no queriendo sacrificar sus ovejas. Al final del relato,
David se indigna por el proceder del rico y exclama: ¡Ese hombre merece la
muerte. Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no
haber tenido compasión. Y el profeta Natán le responde: ¡Ese hombre eres tú! Y
David dijo: He pecado contra Dios. Y Natán le responde: También Dios perdona
tu pecado; no morirás. El relato está narrado en el capítulo 12 del segundo libro
de Samuel. Se ve claro cómo David dejó que Dios le dijera su pecado, su mal. Y
esto le permitió el arrepentimiento y el pedido de perdón.
Lo mismo vemos en el episodio de la mujer samaritana que leímos en este tercer
domingo de cuaresma, narrado en el capítulo 4 del evangelio de san Juan. San
Máximo de Turín comentando este evangelio dice que Jesús, que es la Fuente, hizo
brotar ríos de misericordia y purifica a la mujer. Y la mujer que había llegado
meretriz al pozo de Samaría, retorna casta desde la fuente de Cristo. Reconociendo
sus pecados por revelación del Señor, confiesa a Cristo, anuncia al Salvador. La que
había llegado pecadora, vuelve anunciadora. Regresa santificada a su casa. Una
vez purificada en la fuente del Salvador, no recuerda los vicios de sus faltas. La
mujer deja que Cristo le diga su verdad. Fíjense que dice: “Vengan a ver a un
hombre que me ha dicho todo lo que hice”. Dejó que Jesús le dijera todo lo que
había dicho. ¡Qué bueno sería que en este tiempo de cuaresma dejáramos que el
Señor nos dijera todo lo que hacemos! Dejar que el Señor, a través de su Palabra,
nos ilumine por dentro y nos haga ver la verdad de nuestra vida. Y viéndola,
volvamos a él con esa verdad, la depositemos en sus manos para que la
transforme, la cure o la borre, y nos salve. Dejemos que el Señor nos diga todo lo
que hacemos. Cada vez que el Señor nos muestra con su luz lo que hacemos,
cómo vivimos, nos da la oportunidad de corregirnos y cambiar, de reconocer,
confesar, perdonar. Y el evangelio de la samaritana termina con las palabras de
sus conciudadanos que habían creído en Jesús por las palabras de la mujer que
atestiguaba: Me ha dicho todo lo que he hecho, que le decían: Ya no creemos por
tus palabras. Nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente
el Salvador del mundo.