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HISTORIA MODERNA
UNIVERSAL
TEMARIO
Segundo parcial
Javier Díez Llamazares
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMARIO – SEGUNDO PARCIAL
Temario – Segundo parcial
IV. El siglo de “Hierro”
19. Las relaciones internacionales. De la generación pacifista a la guerra de los Treinta Años
[19.0. Introducción a las relaciones internacionales en el siglo XVII. La Europa del año 1600]
19.1. La paz por agotamiento. El pacifismo tenso de comienzos del siglo XVII
19.2. La guerra de los Treinta Años: causas y participantes
19.3. La guerra de los Treinta Años: fases y desarrollo
19.4. Las transformaciones militares
19.5. Las consecuencias de la guerra
19.6. La paz de Westfalia
20. La crisis de la Monarquía Hispánica y el siglo de Luis XIV
20.1. Las revueltas de 1640 en la monarquía de Felipe IV
20.2. El enfrentamiento hispano – francés y la pérdida de Portugal
20.3. La hegemonía de Luis XIV
20.4. Suecia y el Báltico
20.5. El retroceso de Turquía
20.6. La guerra de Sucesión española
21. El auge del absolutismo. La Francia del siglo XVII
21.1. Concepto y realidad del absolutismo
21.2. El pensamiento político absolutista
21.3. Las teorías antiabsolutistas. Los orígenes del derecho internacional
21.4. Enrique IV y Luis XIII. La obra de Richelieu
21.5. Mazarino y la Fronda (1648 – 1652)
21.6. El gobierno personal de Luis XIV
22. Las revoluciones inglesas
22.1. El acceso al trono de Jacobo I
22.2. Las tendencias absolutistas de los primeros Estuardo y sus conflictos con el Parlamento
22.3. La revolución de 1640 y la guerra civil. El fin de la Monarquía
22.4. La República y el protectorado de Cromwell (1649 – 1658)
22.5. La Restauración de los Estuardo (1660 – 1688)
22.6. La Revolución Gloriosa de 1688
23. Otros países europeos
23.1. El Portugal restaurado y los estados italianos
23.2. Las Provincias Unidas
23.3. El mundo Báltico y la hegemonía de Suecia
23.4. Polonia
23.5. La Rusia de los primeros Romanov
23.6. Austria y el Brande[m]burgo de los Hohenzollern
24. Los estados de Asia
24.1. La decadencia del imperio turco y de la Persia safávida
24.2. La continuación de la India del Gran Mogol
24.3. La China de los Manchúes y los Qing
24.4. El Japón de los Tokugawa
24.5. La presencia europea en Asia
24.6. África en los siglos XVI y XVII
V. El siglo XVIII. Los indicios de una nueva Era
25. Hacia una nueva demografía
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMARIO – SEGUNDO PARCIAL
25.1. ¿El comienzo de un nuevo régimen demográfico? Matizaciones regionales
25.2. Cifras de una población en aumento
25.3. El mundo urbano
25.4. Factores demográficos y causas del crecimiento
25.5. Consecuencias del incremento de la población
25.6. Las migraciones
26. Las transformaciones económicas en una fase de expansión
26.1. Las nuevas doctrinas económicas
26.2. Las nuevas leyes y la construcción de infraestructuras
26.3. Agricultura y ganadería
26.4. Las manufacturas continentales
26.5. El comercio europeo y los metales preciosos
26.6. Las finanzas
27. Los comienzos de la revolución industrial inglesa
27.1. Las bases materiales, sociales y políticas
27.2. El papel de los inventos
27.3. La industria textil
27.4. La metalurgia
27.5. Las consecuencias de la industrialización
27.6. Otros modelos europeos de crecimiento industrial
28. La sociedad. Consolidación de nuevas figuras
[28.0. Introducción a la sociedad del siglo XVIII]
28.1. Los privilegiados: nobleza y clero
28.2. Burguesía y tipos de burgueses
28.3. El campesinado
28.4. Los trabajadores de las ciudades
28.5. Pobreza y marginación
28.6. Tensiones y conflictos sociales
29. La cultura de la Ilustración
29.1. La Ilustración: concepto y características
29.2. Límites geográficos y cronológicos
29.3. Alcance social y difusión de la ideología ilustrada
29.4. La Ilustración en Inglaterra y Francia
29.5. Alemania y otros países
29.6. Ciencia y cultura en el siglo XVIII
30. Los problemas religiosos del siglo XVIII
[30.0. La religiosidad popular en el Setecientos]
30.1. El deísmo y la crítica de la religión revelada
30.2. Ilustración e Iglesia Católica
30.3. La Ilustración y el mundo protestante. El metodismo
30.4. La Masonería
30.5. Tensiones regalistas; expulsiones y supresión de la Compañía de Jesús
30.6. Los comienzos de la descristianización. Ateísmo e irreligión
VI. El siglo XVIII. Hacia la crisis del Antiguo Régimen
31. Las relaciones internacionales. Colonialismo y conflictos dinásticos
31.1. El sistema de Utrecht y la aplicación de la teoría del “equilibrio”
31.2. Las transformaciones militares y navales[. El nuevo papel de la diplomacia]
31.3. Las guerras de Sucesión de Polonia y Austria
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMARIO – SEGUNDO PARCIAL
31.4. Las guerras de los Siete Años (1756 – 1763) y de la independencia de los Estados Unidos
(1775 – 1783)
31.5. Conflictos en Oriente. Guerras ruso – turcas, conflictos en el Báltico y Repartos de
Polonia
31.6. La situación internacional a comienzos de la Revolución Francesa
32. El parlamentarismo inglés. La independencia de los Estados Unidos
32.1. La consolidación de la revolución política (1688 – 1714)
32.2. El auge de la opinión pública
32.3. La dinastía Hannover y el desarrollo del parlamentarismo
32.4. La época de Walpole (1721 – 1742)
32.5. Los gobiernos de los Pitt
32.6. La independencia de los Estados Unidos
33. La Francia del siglo XVIII, del clasicismo a la crisis
33.1. Bases sociales y económicas
33.2. La Regencia (1715 – 1723)
33.3. El reinado personal de Luis XV (1723 – 1774)
33.4. Problemas religiosos y parlamentarios
33.5. El planteamiento de la crisis del Antiguo Régimen
33.6. El reinado de Luis XVI
34. Otros estados europeos
34.1. La decadencia de las Provincias Unidas
34.2. El retroceso de Suecia. De la monarquía tutelada (1720 – 1771) al absolutismo de Gustavo
III
34.3. Dinamarca y Polonia
34.4. El Imperio. La emergencia de Prusia
34.5. Austria antes de María Teresa
34.6. Pedro I (1682 – 1725) y el imperio ruso en la primera mitad del siglo XVIII
35. La Europa del Despotismo, o Absolutismo ilustrado
35.1. Concepto y características
35.2. Federico II de Prusia (174[0] – 1786)
35.3. María Teresa y José II de Austria
35.4. Catalina II de Rusia (1762 – 1796)
35.5. El caso español
35.6. Otras realidades del Despotismo Ilustrado. Portugal e Italia
36. El mundo extraeuropeo
36.1. Expediciones científicas y descubrimientos
36.2. Los europeos fuera de Europa
36.3. Las Indias españolas y el Brasil portugués. Conflictos de límites hispano – lusos
36.4. Turquía, Persia y la India tras el fin de los safávidas y la desintegración del poder mogol
36.5. China y Japón. Otros poderes asiáticos
36.6. África
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
Tema 19: Las relaciones internacionales. De la generación
pacifista a la guerra de los Treinta Años
0.0. Sumario
[19.0. Introducción a las relaciones internacionales en el siglo XVII. La Europa del año 1600]
19.1. La paz por agotamiento. El pacifismo tenso de comienzos del siglo XVII
19.2. La guerra de los Treinta Años: causas y participantes
19.3. La guerra de los Treinta Años: fases y desarrollo
19.4. Las transformaciones militares
19.5. Las consecuencias de la guerra
19.6. La paz de Westfalia
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 395 – 404 (Lebrun),
447 – 450 (Lebrun) y 471 – 473 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 373 – 389 (B.
García) y 390 – 397 (B. García).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 411 – 420 (Canet).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 445 – 447 (Lebrun) y
451 – 467 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, capítulo 16 (B.
García); p. 389 – 390 (B. García).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 420 – 432 (Canet).
19.0. Introducción a las relaciones internacionales en el siglo XVII. La Europa del
año 1600
(RIBOT, 411 – 415)
[LAS RELACIONES INTERNACIONALES EN EL S. XVII]
1. Hacia una nueva definición del sistema internacional
Durante el s. XVII el sistema internacional experimentó importantes transformaciones que
afectaron, básicamente, a tres aspectos: las posiciones en el liderazgo hegemónico, el número
de entidades políticas implicadas en las contiendas internacionales y los principios
condicionantes de las relaciones entre los estados. Todos estos cambios fueron asentándose
mediante procesos no exentos de tensiones que acentuaron, en su momento, la belicosidad de la
centuria y dificultan, hoy, la definición del carácter del sistema internacional vigente en el
Seiscientos. En este sentido, frente al s. XVI, marcado por el despliegue de unas potencias
hegemónicas, y frente al s. XVIII, caracterizado por la consolidación de un sistema de
equilibrio entre las grandes potencias, el XVII aparece como una etapa de “transición” en la
que entran en colisión las dos tendencias señaladas. Ambas fórmulas (preponderancia
hegemónica – equilibrio entre potencias) estuvieron vigentes en el período 1598 – 1700, aunque
la mayor parte de la centuria discurrió bajo el sistema de una Europa jerarquizada y sometida
a liderazgos hegemónicos. A mediados de siglo el Congreso de Westfalia (1648) permitió la
implantación de un equilibrio que, aunque efímero, resultó una experiencia decisiva en la
configuración de la política internacional del XVIII.
Sin ninguna duda, la búsqueda de un sistema de relación más equilibrado, más en pie de
igualdad, entre los estados europeos parece ser la tónica dominante en las relaciones
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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internacionales del XVII. Objetivo nada fácil no sólo porque implicaba el derrumbamiento de la
hegemonía española, aún vigorosa, sino también porque –como demostró la evolución de
Francia bajo Luis XIV— al vencedor de tal empresa le resultaría difícil vencer la tentación de
sustentar un nuevo liderazgo. En cualquier caso, en el XVII toma carta de naturaleza la idea de
equilibrio como principio rector del sistema internacional. La primera mitad de siglo, por la
multiplicación e intensificación de las crisis internacionales, propició una profunda renovación
de Europa. La ruptura, creada por la ambición política de los estados y acentuada por la
Reforma de las Iglesias, arraigó de tal manera que hizo surgir un sistema auténticamente
“europeo” en el que coexistían estados católicos y protestantes. Al mismo tiempo, las
pretensiones de los Habsburgo a una monarquía universal quedaban arruinadas. Muy
lentamente, a lo largo de la centuria la guerra fue perdiendo su carácter de “juego de príncipes”
y, junto a la política egoísta de cada estado, empezó a esbozarse un sistema general y europeo.
En él el derecho de intervención –hasta entonces más o menos legitimado en nombre de la
solidaridad religiosa— fue sustituido por el dogma de la “garantía” que toma forma en los
tratados de Westfalia.
La pulsación de los resortes que debían hacer efectivo el equilibrio interestatal en la Europa
del XVII correspondió al monarca francés Enrique IV. Su meta de reconstrucción interna de
Francia a fines del XVI pasaba por la necesidad de obtener una pacificación internacional
basada en el equilibrio entre potencias. En ese objetivo resultaba esencial frenar el progreso de
España, máxime cuando ésta se sacudió el fermento de inestabilidad interna que representaba la
minoría morisca con su expulsión en 1609; la cuestión de los Países Bajos pasó entonces a
primer plano y Enrique IV supo no sólo neutralizarla, sino también hacer entrar a las
“provincias rebeldes” al rey de España en el cuadro de estados soberanos, suscribiendo con la
república una alianza defensiva. Las restantes líneas maestras de la estrategia francesa pasaban
por el mantenimiento de la alianza con los príncipes protestantes del Sacro Imperio para
contener a la Casa de Austria y garantizar el equilibrio entre los príncipes y el Emperador; por la
alianza con los cantones helvéticos, las ligas grisonas y Saboya para mantener a raya el poder
español en Italia; y por los tratados suscritos con Inglaterra, quien –junto con las Provincias
Unidas— debía facilitar a Francia el freno de la hegemonía hispánica en los mares.
La muerte de Enrique IV en 1610 representó un duro golpe para el triunfo del principio de
equilibrio entre los estados. No obstante, la Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648) resucitó
la oportunidad de consolidar el sistema. Los tratados de Westfalia se convirtieron en piedra
angular para la construcción europea durante un siglo y medio. Por primera vez se estableció
una auténtica organización de naciones, aunque en ella estuvo ausente Inglaterra, ocupada en
problemas internos. Más aún, el desenlace de la Guerra de los Treinta Años situó a las
Provincias Unidas como fiel de la balanza en el sistema de equilibrio entre los estados
europeos y los resultados del Congreso de Westfalia auspiciaron una auténtica “revolución
diplomática” que convirtió a los antiguos enemigos (España – Provincias Unidas) en nuevos y
eficaces aliados. El objetivo en la nueva situación era contener el poder de Francia para
garantizar no sólo el principio de equilibrio sino también la propia seguridad.
El sistema volvió a derrumbarse en la segunda mitad de la centuria. Luis XIV fue el artífice
del impulso transformador que, finalmente, produjo resultados no deseados por el “Rey Sol”.
En 1661 Europa disfrutaba de un feliz reposo tras medio siglo de agitación política, religiosa y
militar; resultó ser una simple tregua para la génesis de antagonismos motivados por ambiciones
fundamentalmente territoriales. En el curso de los mismos la hegemonía francesa se instalará
en Europa; su despliegue fue paralelo al de Suecia, que pugnaba en el norte por la hegemonía
báltica, y al de Turquía que en el este rivalizaba con los Habsburgo de Viena en el ámbito
balcánico – danubiano. Pero por un azar singular esta misma época coincide con una fase de
grandes mutaciones en el centro del continente; se trata del período en el que los Habsburgo
austríacos encontraron hacia el este la vocación frustrada en 1526. Al simultanear la resistencia
a Luis XIV y la expansión oriental a costa del Imperio Otomano, Austria adquirió un singular
prestigio que le permitirá desempeñar un papel fundamental en política internacional
hasta la entrada en escena del reino de Prusia. Mientras tanto, la revolución que excluyó a
Jacobo II del trono inglés y entronizó a Guillermo [III] de Orange produjo, también,
resultados fecundos en Europa y el mundo. El Estatúder – rey, al dinamizar las coaliciones
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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contra el imperialismo francés, otorgó a Inglaterra un papel decisivo como árbitro del sistema
internacional a fines de la centuria.
La oposición a los hegemonismos habsburgués y borbónico durante la primera y segunda
mitad del siglo, respectivamente, produjo –además de los ya mencionados cambios en el
liderazgo político y de las modificaciones en los principios rectores de las relaciones exteriores
(“equilibrio”, “europeo” y “laico”)— un incremento del espacio geográfico del sistema
internacional y del número de entidades políticas implicadas en los conflictos.
La connivencia de la Polonia de los Vasa con el eje Madrid – Viena y la política exterior
hostil a Suecia, Rusia y Turquía desarrollada por Segismundo III (1587 – 1632) implicaron,
en diferente medida, a esos espacios en el curso de la Guerra de los Treinta Años y episodios
posteriores. La rivalidad sueco – polaca trataba de dirimir el predominio báltico y la
restauración de los Vasa católicos en Suecia; la oposición polaco – rusa nació con el intento
Vasa de intervenir en los asuntos internos moscovitas durante el período de las “turbaciones”, a
comienzos del XVII; finalmente, la oposición a Turquía, materializada en las actuaciones
polacas sobre los principados de Transilvania, Moldavia y Valaquia –vasallos del sultán—
otorgó a Hungría un puesto en el mapa de la gran historia.
Asimismo, el imperialismo sueco en el ámbito báltico contribuyó, con sus reiteradas
devastaciones y requisiciones sobre Brande[m]burgo – Prusia, al surgimiento de un estado
fuerte llamado a desempeñar un importante papel en el juego internacional. En suma, al finalizar
la centuria la política exterior no se dirime únicamente entre las potencias occidentales; se
ha abierto un frente oriental con un peso específico en la balanza de equilibrio. Estados
nuevos (Provincias Unidas, Prusia) o hasta entonces ausentes (Rusia) participan en el concierto
internacional; toda Europa articular sistemas de alianzas en los que el factor religioso no
constituye, ya, un obstáculo: las relaciones internacionales se han secularizado de manera
definitiva. También han crecido en complejidad y por ello la fórmula de la coalición se ha
instaurado de forma definitiva en los esquemas de las alianzas. Con un precedente claro en la
coalición de Greenwich (1596), suscrita por Francia, Inglaterra y Provincias Unidas contra
Felipe II, el sistema se dinamizó de nuevo durante la Guerra de los Treinta Años y ratificó su
permanencia como aglutinador de las oposiciones contra el imperialismo de Luis XIV. Esta
tendencia, junto con el recurso a congresos, reuniones y conversaciones, evitando el choque
armado y primando la vía diplomática en la resolución de los conflictos, están en la base de
la toma de conciencia de la “realidad europea” que cobra un notable empuje en el s. XVII.
Descendiendo al nivel concreto de los acontecimientos, el s. XVII presenta dos grandes
etapas, separadas por una breve fase intermedia. La primera mitad de la centuria está marcada
por la pervivencia de la hegemonía española; apoyada por el Imperio y Polonia conforma la
que se ha dado en llamar “diagonal de la Contrarreforma”. La segunda etapa corresponde a la
hegemonía francesa durante el reinado de Luis XIV; al coincidir con el predominio sueco en
el Báltico y el otomano en el ámbito balcánico – danubiano configura un “triángulo
hegemónico”. El período intermedio entre estas dos etapas corresponde al efímero intento de
equilibrio europeo propugnado en Westfalia.
La centuria se inaugura con la denominada “primera generación pacifista del Barroco”,
calificativo otorgado por la serie de conflictos a que pone término. El estallido de la Guerra de
los Treinta Años en 1618 enterró este espíritu iniciando una generación decididamente belicista.
Las paces de Westfalia (1648) y Oliva (1659) ratificaron el retroceso de la hegemonía española
que fue heredada por Francia, en el continente, y por Provincias Unidas e Inglaterra en el mar.
En el norte, los acuerdos de Copenhague – Oliva situaron a Suecia como estado dominante.
La segunda mitad del Seiscientos, y más concretamente desde los años sesenta, es testigo del
ascenso de Francia bajo la dirección de Luis XIV (1661 – 1715). Los primeros 25 años de su
reinado se saldaron con un balance favorable para Francia (Guerra de Devolución, Guerra de
Holanda y política de las “reuniones”), aunque los aliados franceses comenzaron a perder
posiciones ya en el último cuarto del s. XVII: derrota sueca en Fehrbellin frente a Prusia y
derrota otomana en Kahlenberg frente a la Polonia de Juan [III] Sobieski. El retroceso general
del “triángulo hegemónico” se consumará a partir de 1689 con la formación de una gran
coalición: la Liga de Augsburgo, que asestó un duro golpe al imperialismo francés. La paz de
Ryswick (1697) y la de Karlowitz (1699) –consecuente a la derrota turca en Zentha frente a
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Eugenio de Saboya— ratifica la tendencia descendente que hallará su desenlace definitivo en
acuerdos de paz firmados en las primeras décadas del XVIII.
(BENNASSAR, 395 – 404)
[LA EUROPA DEL AÑO 1600]
1. Europa: la fragmentación política
[…]
Las dos grandes potencias
a) Francia, salida apenas de la larga crisis de las guerras de religión, se recupera
rápidamente gracias a la política hábil y activa de Enrique IV. Es el país más poblado
de Europa y uno de los más ricos. Paralelamente a la reconstrucción material, Enrique
IV se esfuerza, no sin dificultad, en restablecer la paz religiosa concediendo a los
protestantes un estatuto de tolerancia (edicto de Nantes, 1598) y en restaurar la
autoridad real frente al clero, a los grandes y a los parlamentarios […] [.]
[…]
En el exterior, el rey fuerza a los españoles a firmar la paz (Tratado de Vervins,
1598) y fortalece las fronteras del Este, haciendo que el duque de Saboya le ceda
Bresse, Bugey y el país de Gex (Tratado de Lyon, 1601). Una diplomacia vigilante y
un núcleo de ejército permanente le permiten desempeñar un papel destacado en
Europa.
Sin embargo, algunos de estos resultados están demasiado vinculados al prestigio
personal de Enrique IV. Además, a pesar de sus esfuerzos subsisten las amenazas, tanto
en el interior del reino como en sus fronteras. La hereditariedad de los oficios,
consagrada por le edicto de 1604, que instituía la “Paulette”, aumenta la independencia
de los funcionarios […]. Los miembros de la alta nobleza […] sólo se someten en
apariencia y bajo coacción; fieles a determinadas tradiciones feudales y apoyándose en
amplias clientelas de gentilhombres y plebeyos, están dispuestos a aprovechar las
menores debilidades de la autoridad real. Los protestantes siguen a la defensiva y
pretenden sacar partido de todas las ventajas políticas y militares que les otorga el
edicto de Nantes, para organizarse de forma cada vez más fuerte e independiente.
Finalmente, lo gravoso de los impuestos y los ataques lanzados contra algunas
franquicias provinciales o municipales suscitan el descontento e incluso provocan
esporádicos levantamientos populares. La prematura desaparición de Enrique IV
amenaza con dar libre curso a todas estas fuerzas centrífugas.
A las amenazas internas se añade el problema de la inseguridad de las fronteras. En el
Norte y en el Nordeste, el reino se ve especialmente amenazado frente a los Países
Bajos y el Franco Condado español; ningún obstáculo natural protege al país de una
eventual invasión […]. A pesar de la ocupación de hecho de los Tres Obispados (Metz,
Toul y Verdún), por la Lorena, tierra del Imperio, la seguridad está en función, sobre
todo, del humor del duque lorenés, demasiado dispuesto a aliarse con los enemigos de
Francia, tanto en el interior como en el exterior. Al sudeste, a partir de 1601, Lyon está
mejor protegida que antes; sin embargo, la caprichosa política del duque de Saboya, que
domina los pasos alpinos desde el lago de Ginebra a Niza, constituye una preocupación
constante. Finalmente, en el Sur, la llanura del Rosellón, en la vertiente francesa de los
Pirineos, es tierra española y, por tanto, la frontera es particularmente vulnerable por ese
lado. Esta inseguridad relativa es tanto más grave si se considera que todavía subsiste la
amenaza que la Casa de Austria hace pesar sobre el reino, a pesar de su división en dos
ramas distintas[: la de Madrid, rama mayor; y la de Viena, rama menor] […].
b) A la muerte de Felipe II, a quien sucede su hijo Felipe III (1598), el poder territorial de
los Habsburgo de Madrid sigue siendo considerable. El rey de España, dueño de toda
la península Ibérica desde la anexión de Portugal en 1580, domina al mismo tiempo la
cuenca occidental del Mediterráneo gracias a sus posesiones insulares […] e italianas
[…], sin contar con algunas plazas en la costa de África […]. De la herencia borgoñona
conserva el Franco Condado y la parte meridional de los Países Bajos […]. Finalmente,
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posee fuera de Europa un inmenso imperio colonial de origen al mismo tiempo español
[…] y portugués […].
Para defender estas enormes posesiones, España dispone de una importante potencia
militar: el ejército, con la famosa infantería de los “tercios”, y la flota, reconstruida
tras el desastre de la Armada [“Invencible”], están considerados como los primeros de
Europa, a pesar de algunos fracasos, principalmente en las Provincias Unidas. Por lo
demás, Felipe II dotó a la monarquía de una sólida estructura administrativa;
Madrid se convirtió en la capital política y muy pronto en la residencia habitual de la
corte. La civilización española […] conoce su “Siglo de Oro” y sirve de modelo a
una parte de Europa. Tal poder y tal esplendor se ponen al servicio de la fe católica allí
donde ésta se ve amenazada.
Sin embargo, tras esa brillante fachada, la monarquía española se ve aquejada de
graves flaquezas: ausencia de unidad y de cohesión, que se traduce en sentimientos
separatistas no sólo en las posesiones exteriores […], sino también en el interior de la
península […]; insuficiencia demográfica, que la emigración a las colonias agrava
todavía más; dificultades monetarias y financieras, a pesar de la plata del Nuevo
Mundo; decadencia de la actividad económica. La revuelta de los Países Bajos y el
implícito reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas (tregua de los
Doce Años) dan prueba de las dificultades que se presentan al rey de España
Los Habsburgo de Viena obtienen su poder de sus dominios personales, de los reinos
electivos de Bohemia y de Hungría [–de la cual sólo ocupan la llamada Hungría real,
mientras que el resto está en poder de los turcos (esto supone que se conviertan en los
centinelas de la Europa cristiana frente al peligro musulmán)—] y de la dignidad
imperial [–desde 1437, el emperador es elegido entre miembros de esta Casa; aunque es
una dignidad que les proporciona más prestigio que poder real—] […].
Así, la situación en Europa de los Habsburgo de Viena es muy especial. Evidentemente,
sus Estados patrimoniales y sus dos reinos constituyen aproximadamente un conjunto
de un solo poseedor, casi tan grande y poblado como el reino de Francia, pero sin su
riqueza y cohesión […]. Como emperador goza de un gran prestigio, pero la
decadencia de las instituciones imperiales, la creciente importancia de algunos
Estados alemanes (Brandenburgo, Sajonia, Baviera) y las dificultades del estatuto
religioso tienden a reducir su poder real en el Imperio. Las querellas de sucesión que
marcan el fin del reinado del emperador Rodolfo II (1576 – 1612) y que enfrentan a
éste con sus hermanos (principalmente Matías) y con su primo Fernando, duque de
Estiria, complican aún más el problema.
A pesar de las dificultades austríacas y de los primeros signos de decadencia de la
potencia española, la estrecha unión que existe entre Viena y Madrid (a pesar de
cierta relajación a comienzos del reinado de Felipe III) continúa haciendo temible a la
Casa de Austria: frecuentes matrimonios unen a las dos ramas de la familia y los
contactos permiten una política europea común, principalmente para la defensa del
catolicismo. Además, algunos dominios españoles y austríacos son limítrofes en ciertos
puntos […] o vecinos […], y las rutas militares españolas atraviesan, más allá del
Milanesado y de los Alpes, las tierras austríacas o alemanas.
Los Estados secundarios
[…]
a) Suiza e Italia sólo son expresiones geográficas que designan países todavía muy
fragmentados políticamente. El conjunto suizo comprende esencialmente una
confederación de trece cantones, de los cuales unos son católicos (Lucerna, Friburgo)
y los otros protestantes (Zurich, Basilea, Berna). Aunque teóricamente siguen formando
parte del Sacro Imperio (hasta 1648), los Cantones son de hecho Estados
independientes: cada uno tiene sus leyes, sus magistrados y su moneda, quedando
reducida la organización federal a una Dieta sin permanencia ni periodicidad. El
obispado de Basilea, las repúblicas de Ginebra, de Mulhouse y de Valais y las Ligas
grises o grisonas (de las que depende la Valtelina, o alto valle del Adda) mantienen
estrechas relaciones con los Cantones suizos, de quienes son aliados. Para los Cantones,
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b)
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la situación geográfica de Suiza, que domina los principales pasos alpinos entre el
Milanesado español y el Imperio, es fuente de ventajas y, a la vez, de inconvenientes;
tratan de escapar a estos invocando una neutralidad de hecho: en 1602 renuevan con
Francia la “paz perpetua” de 1515 y en 1611 concluyen una “unión perpetua” con la
Casa de Austria. Por lo demás, continúan proporcionando a toda Europa
mercenarios aguerridos y apreciados.
Aunque el emperador tenga todavía algunos derechos, completamente teóricos, en el
Norte de la península, lo que predomina en Italia es la influencia del rey de España.
No sólo es dueño de Sicilia, de Nápoles y de Milán, sino que impone su tutela, más o
menos abiertamente, a la mayor parte de los demás Estados italianos […]. Solamente
dos Estados consiguen mantener más o menos su independencia: Venecia y Saboya. La
república de Venecia, cuyas posesiones territoriales siguen siendo considerables […],
mira principalmente al Adriático y al Mediterráneo oriental. El duque de Saboya,
cuyas tierras están a caballo entre las dos vertientes de los Alpes […], trata de
aprovechar esa importante situación estratégica: orientándose unas veces hacia París y
otras hacia Madrid, está dispuesto a vender ventajosamente su alianza. Italia,
fragmentada políticamente, posible presa de una eventual lucha entre las grandes
potencias y despojada de su antigua supremacía económica por los Estados
atlánticos, sigue siendo, a pesar de todo, “la madre de las letras y las artes” y
conserva en toda Europa un enorme prestigio, que aumenta en los países católicos por
el hecho de que Roma sea sede del papado.
En el Norte del continente, Inglaterra, las Provincias Unidas, Dinamarca y Suecia
forman un grupo aparte dentro de los Estados secundarios: cada uno de ellos sólo
cuenta con unos millones de habitantes, son protestantes y sus actividades se
orientan hacia el mar. En Inglaterra, la muerte de Isabel I pone fin a la dinastía de los
Tudor. Lo mismo que su padre, Enrique VIII, Isabel reinó como soberana absoluta,
aunque respetando en apariencia las libertades inglesas y los derechos del Parlamento.
Además, consolidó la fundación del anglicanismo y fomentó la expansión económica y
marítima de Inglaterra, que, a pesar de su escasa población, se encuentra en pleno auge
a comienzos del s. XVII. Finalmente, bajo su reinado se enriquece la literatura inglesa
por la prestigiosa obra de Shakespeare […]. Sin embargo, la agitación de Irlanda, tanto
más deseosa de independencia en cuanto que ha permanecido fiel al catolicismo, es una
amenaza para el futuro. Al no tener la reina heredero directo se convierte en rey de
Inglaterra Jacobo VI Estuardo, rey de Escocia, hijo de María [I] Estuardo y
descendiente de Enrique VII Tudor, en 1603, con el nombre de Jacobo I. Sin embargo,
los dos reinos no se unen: cada uno de ellos conserva su gobierno y su Parlamento,
bajo la autoridad de un soberano único.
La república de las Provincias Unidas agrupa las siete provincias del norte de los
Países Bajos que constituyeron en 1579 la Unión de Utrecht para luchar contra la
dominación española. En 1609 obliga a España a firmar una tregua de doce años que, de
hecho, consagra su independencia […] [.]
[…]
Sin embargo, la organización política del nuevo Estado sigue siendo precaria. Frente a
las siete provincias, cada una de las cuales conserva su soberanía y sus instituciones
particulares, el poder central es débil: lo representan los Estados Generales y el
Consejo de Estado, en el que se reúnen los diputados de las provincias y cuyas
decisiones más importantes deben tomarse por unanimidad. Además, el impulso
económico y el gran comercio marítimo benefician esencialmente a dos provincias,
Zelanda y, sobre todo, Holanda, donde el poder es detentado por una rica oligarquía
burguesa, mientras que en las otras provincias, de predominio rural, la nobleza necesita
el apoyo de la clase campesina y soporta mal la preponderancia de la burguesía
holandesa. A pesar de estos graves problemas, al explotar al máximo el cierre del puerto
de Amberes y su victoria sobre España, las Provincias Unidas se encuentran hacia 1609
en situación de convertirse en la primera potencia comercial y financiera de Europa.
Javier Díez Llamazares
6
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
c)
TEMA 19
Los países escandinavos se dividen entre los dos reinos luteranos de Dinamarca y
Suecia. Dinamarca comprende no sólo la península (Jutland y Slesvig) y las islas
danesas, sino también Islandia, Noruega, Escania (extremo meridional de Suecia), las
islas Bornholm y Gotland y, en el Imperio, el ducado de Holstein. De este modo, el rey
de Dinamarca, Cristián IV (1588 – 1648), domina los estrechos entre el mar del
Norte y el Báltico, y, gracias a los derechos percibidos sobre el Sund […] y en la
entrada del Elba, obtiene sus principales ingresos. Pero esa situación privilegiada, que
hace de Copenhague uno de los grandes puertos del norte de Europa, suscita muchas
envidias, especialmente por parte de los holandeses y de las ciudades de la Hansa.
Además, en tanto duque de Holstein, el rey de Dinamarca es príncipe del Imperio y se
interesa muy de cerca por todo lo que ocurre en el norte de Alemania. Suecia, que
comprende también Finlandia y Estonia, se liberó de la dominación danesa, en 1523,
con Gustavo [I] Vasa. País pobre, pero poseedor de importantes minas de hierro y
de cobre, muy bien explotadas, se vuelve, al otro lado del Báltico, hacia el continente.
Pero tiene que contar con Dinamarca (que no ha abandonado toda esperanza de
revancha), con Polonia (cuyo rey Segismundo III es un Vasa, desposeído de la corona
sueca por el partido luterano en beneficio de su tío) y, finalmente, con Rusia. En una
ocasión, el rey Carlos IX (1604 – 1611) se encuentra en guerra con sus tres vecinos a la
vez. A su muerte deja la corona a su hijo Gustavo [II] Adolfo [(1611 – 1632)], joven
de 17 años.
Polonia experimentó el período más glorioso de su historia en el s. XVI y también a
principios del XVII. Es un Estado inmenso, con fronteras indeterminadas por el Sur y
por el Este. El Estado polaco comprende, además de la Gran y Pequeña Polonia, el gran
ducado de Lituania (después de la Unión de Lublin de 1569), Livonia, Curlandia y la
mayor parte de Ucrania (con Kiev). Ampliamente abierta a Europa occidental,
penetrada por las grandes corrientes del Humanismo, del Renacimiento y de la
Reforma, exportando por el Vístula y por Dantzig sus maderas y sus granos, Polonia
conoce una indiscutible prosperidad. Pero su debilidad procede de las instituciones
políticas, que mezclan monarquía y república […]. En efecto, si bien Polonia tiene un
rey […], tal rey es elegido por la nobleza, en la que una minoría de grandes señores
terratenientes, los palatinos o magnates, domina a una pequeña nobleza rural,
numerosa y turbulenta: la szlachta. Antes de ser coronado, el nuevo rey debe
reconocer, y a veces aumentar, los privilegios de esta nobleza, contribuyendo a
reducir su propia autoridad. La realidad del poder pertenece a la Dieta y a las asambleas
de cada provincia, las dietinas[,] […] formadas por representantes de la nobleza, que
intentan sustituir la norma de la mayoría por la de la unanimidad (el liberum veto),
aunque dicha práctica corre el riesgo de condenar a las asambleas a la anarquía y a la
impotencia. De este modo, la nobleza polaca no sólo hace ilusorio el poder del rey,
sino que se muestra incapaz de organizar sólidamente un gobierno aristocrático.
Rusia, o Moscovia, se extiende sobre toda la llanura rusa, desde el mar Blanco hasta el
mar Caspio, y desde las fronteras de Polonia hasta los comienzos de Siberia […]. Es un
Estado esencialmente continental, sin salida al mar Báltico ni al mar Negro, y que se
comunica muy difícilmente con el resto de Europa por el puerto de Arkangelsk. En
1584, con la muerte de Iván IV el Terrible […], empieza para Rusia la “época de los
disturbios”, largo período de desgracias y anarquía (1584 – 1613). El poder supremo
pasa de mano en mano. En 1598, Boris Godunov, regente con el hijo de Iván IV, es
proclamado zar por el pueblo; establece en Moscú un patriarcado independiente del de
Constantinopla y llama a artistas y técnicos de Occidente. Pero en 1601 una espantosa
hambruna acompañada de epidemias se extiende sobre Rusia; la miseria provoca
múltiples levantamientos. Suecia y Polonia aprovechan esta trágica situación para
invadir el país inmediatamente después de la muerte de Boris (1605). En 1610 una
guarnición polaca llega a instalarse en el Kremlin, de donde no es arrojada hasta 1612
[…]. Unas semanas más tarde, en enero de 1613, una gran asamblea de representantes
de toda Rusia proclama zar a un joven noble de quince años, Miguel [I o III]
Romanoff.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
El Imperio otomano y la amenaza turca
a) Al sudeste del continente, el Imperio otomano penetra como una punta de lanza en la
Europa cristiana y la amenaza directamente […]. En efecto, además de sus posesiones
asiáticas […] y africanas […], los turcos ocupan en Europa toda la península de los
Balcanes, la mayor parte de Hungría, las provincias vasallas de Transilvania, de
Moldavia y de Valaquia, así como Crimea y el litoral del mar Negro hasta Kouban. Por
lo demás, se muestran muy liberales respecto a los pueblos cristianos (en su mayoría
ortodoxos), a los que permiten conservar su lengua, su religión y, a veces, incluso la
mayor parte de su organización interna; se contentan con ocupar militarmente los
puntos importantes y, sobre todo, con obtener capitaciones y otros impuestos.
Pero, tras ese enorme poder territorial, aparecen ya síntomas evidentes de decadencia.
El ejército, que en los dos siglos anteriores constituyó la base de la grandeza otomana,
pierde valor poco a poco; la flota se recupera difícilmente de las pérdidas sufridas en
Lepanto (1571). La organización interna del Imperio se deteriora. Los sultanes, con
frecuencia muy jóvenes, viven encerrados en su palacio de Constantinopla (Estambul),
dejando el ejercicio del poder en manos de los grandes visires; pero estos tienen que
contar con las intrigas del serrallo y los caprichos de los sultanes. Los gobernadores de
provincias (beys, bajás) sólo procuran enriquecerse o hacerse cada vez más
independientes. En todos los planos de la administración, la malversación y la anarquía
se convierten en norma.
b) Aunque debilitado, el poderío otomano sigue siendo temible. En el continente, el
emperador es el más directamente amenazado y en consecuencia aparece como el jefe
natural contra “el infiel” (si bien es verdad que los turcos se ven apartados con
frecuencia de sus esfuerzos en Europa central por la guerra, casi continua, contra sus
vecinos persas). En el Mediterráneo occidental, a pesar de la vigilancia de los caballeros
de Malta, los piratas berberiscos hacen reinar una constante inseguridad a través de
incursiones, raptos y saqueos […] [.]
[…]
Así pues, el peligro musulmán, en sus diversas formas, sigue siendo una realidad
para la Europa cristiana de comienzos del s. XVII.
19.1. La paz por agotamiento. El pacifismo tenso de comienzos del siglo XVII
(RIBOT, 415 – 420)
2. La generación pacifista: de la neutralidad armada al conflicto generalizado
Las décadas iniciales del s. XVII, calificadas historiográficamente como “primera
generación pacifista del Barroco”, fueron en realidad una etapa de neutralidad armada para
Occidente y tiempos de agitación en el este y norte de Europa. Desde el punto de vista
cronológico, el XVII comenzó inmerso en una serie de problemas planteados a finales de la
centuria anterior. Por lo que atañe a Europa occidental, la alta política gira en torno a la
formación de la Coalición de Greenwich (1596) contra el poderío hispánico. Su ruptura
mediante paces concertadas por cada uno de los coaligados y España marcó el inicio del período
sin guerras abiertas, que ha dado nombre a esta etapa. Felipe II firmó la paz de Vervins con
Francia (1598); con la renuncia española al trono galo, Enrique IV abandonó la coalición.
Inglaterra siguió el mismo camino en 1604, al firmarse el tratado de Londres entre Jacobo I
Estuardo y Felipe III. El último coaligado, las Provincias Unidas, suscribió una tregua de doce
años con España en 1609.
Tal situación, y sobre todo la desaparición de Enrique IV –impulsor de la ofensiva
antiespañola a fines del XVI— dio nuevas fuerzas a la Monarquía Hispánica, garantizando la
supervivencia de su hegemonía durante una generación. Así, en la década posterior a 1610 se
impuso una “Pax Hispanica” pero de carácter relativo, puesto que sólo tiene sentido si se la
compara con la situación de los años noventa del XVI o con los posteriores a 1620. La calma en
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
el norte hizo gravitar el interés político hacia el Mediterráneo e Italia. Efectivamente, España
conoce un “interludio mediterráneo” al orientar hacia el sur su política exterior, retomando una
dirección abandonada por Felipe II en 1570 – 1580. En conexión con la expulsión de los
moriscos (1609 – 1614) se encuentran las expediciones para suprimir la influencia otomana
en el norte de África e islas del Mediterráneo central; las operaciones anfibias contra las
costas berberiscas y Malta (1611), Túnez (1612) y Marruecos (1614) se saldaron con notable
éxito. Al aprovechar las dificultades del Imperio Otomano, ocupado en una guerra contra los
persas en su frontera oriental y perturbado por graves crisis internas, la Monarquía Hispánica
fortificó los nexos comerciales y de comunicación en la cuenca del Mediterráneo
occidental. Este hecho adquirió una singular importancia de cara a los futuros acontecimientos.
Por su parte, las potencias vecinas de España o relacionadas de alguna manera con ella se
mantenían en una actitud vigilante. Enrique IV, incluso después de Vervins, no podía olvidar
que España mantenía ejércitos en la península italiana y en los Países Bajos del sur, unidos
mediante una red de pasillos militares (el “camino español”) por los que podían desplazarse
hombres, munición y dinero desde Milán a Bruselas y viceversa. En caso de estallar una guerra
con los Habsburgo, la seguridad de Francia dependía de la ruptura de esa red de comunicaciones
a su paso por territorios aliados de España: Saboya y Lorena. Ese interés estratégico motivó la
intervención francesa en la sucesión al marquesado de Saluzzo (1600 – 1601), enclave alpino
rodeado por las tierras del duque de Saboya. Por la paz de Lyon (1601) Francia se anexionó los
territorios de Bresse, Bugey y Gex, pertenecientes a Saboya, mientras que ésta conservó una
estrecha franja, el valle de Chezery, que permitía el paso de tropas y dinero español de
Lombardía al Franco Condado. En esta ocasión la movilización francesa quedó frustrada por el
asesinato de Enrique IV; la etapa de la regencia (1610 – 1614) propició un acercamiento a
España, ratificado con el doble matrimonio del futuro Felipe IV con Isabel de Borbón,
hermana de Luis XIII, y de la infanta Ana de Austria con el monarca francés (tratado secreto
de Madrid, 1612).
La política exterior holandesa se mantuvo extraordinariamente activa en el período que nos
ocupa. Por un lado desarrolló una continua obstrucción del tráfico ultramarino hispano –
portugués. Por otro, su diplomacia trabó alianzas con todos los enemigos potenciales de
España. Mediante tratados con el jerife de Marruecos (1608), con el sultán otomano (1611) y
con Argel se convirtieron en los más importantes aliados de los gobernantes islámicos en
oposición a las potencias ibéricas. Sus acuerdos con el Palatinado (1604), Brande[m]burgo
(1605), la Unión Protestante alemana (1613), Suecia (1614) y las ciudades hanseáticas (1616), y
el intercambio de embajadores con Francia e Inglaterra (1609) y con Venecia (1615)
prolongaban el enfrentamiento hispano – holandés, tras cesar la guerra abierta, allí donde se
produjera una crisis internacional. En la lógica de tales alineamientos se inscribe la participación
de las Provincias Unidas en la segunda crisis por la sucesión de Cleveris – Jülich (1614) y la
intervención en asuntos italianos: sucesión de Mantua – Monferrato (1612) y guerra de los
uskoks (1615). En este último caso, los conflictos mencionados ponían en riesgo un importante
enclave español, el ducado de Milán, que se convirtió en el punto de mayor peligro en el
período 1614 – 1618.
Milán estaba situado entre dos potencias de importancia secundaria (Venecia y Saboya), tras
las que se perfilaban las Provincias Unidas, Francia y los estados protestantes de Renania. La
postura antiespañola adoptada por Saboya tras la firma del tratado de Buzzolo con Francia en
1610, se manifestó al estallar el problema de la sucesión mantuana. Reclamada por Saboya en
contra de la opinión de España –que defendía la reversión del feudo imperial a los Habsburgo—
la sucesión de Mantua dio lugar a una breve guerra que finalizó con la paz de Asti (1615).
Aunque se restauró el status quo ante bellum, Saboya había desafiado el poder español y había
sobrevivido.
Simultáneamente estallaron las hostilidades entre Venecia y el archiduque Fernando de
Estiria a causa de los daños infligidos al comercio veneciano por los uskoks, refugiados
cristianos de origen balcánico bajo la protección de los Habsburgo. El alineamiento de Saboya,
Holanda e Inglaterra en favor de Venecia y contra Fernando de Estiria, apoyado por España tras
la invasión veneciana de la Austria Interior, a punto estuvo de hacer estallar un conflicto
general. La paz de Wiener Neustad (1618) lo evitó; pero a raíz de estos acontecimientos, en el
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
Adriático y en la frontera alpina se había consolidado una línea de cooperación entre las dos
ramas de la Casa de Austria, de profundas consecuencias en el futuro. Ese logro, fraguado en las
cancillerías de Praga y Viena, así como los alcanzados en Londres, París o Venecia, fueron la
obra de políticos como Oñate, Zúñiga, Gondomar, Cárdenas y Bedmar. Las negociaciones en
que intervinieron desde sus respectivas embajadas cambiaron sustancialmente el equilibrio
político europeo a favor de España.
La confrontación últimamente señalada marcó también la emergencia de tensiones en el este
de Europa, donde estalló la guerra austro – turca en 1593. En principio ni el emperador
Rodolfo II ni el sultán otomano deseaban reanudar las hostilidades, y el tratado de 1547 fue
renovado en 1590 para preservar la paz en Hungría. La frontera austro – turca, que oscilaba en
torno a ciudades fortificadas, era fácil de violar; suministraba un medio de vida a los uskoks [o
uscoques] y fue el desencadenante del conflicto en los Balcanes. La ofensiva antiturca lanzada
por Rodolfo II con apoyo del Papado y los principados semiautónomos de Moldavia, Valaquia y
Transilvania fue contestada por Mehmet III (1595 – 1603), con un avance sobre Hungría que se
saldó con la victoria otomana en Mezo (1596). Tres años después, la ruptura de la alianza entre
los principados balcánicos provocó una reacción en cadena en la Europa sudoriental que implicó
a Polonia en las veleidades de estas demarcaciones. El resultado final fue un nuevo
sometimiento de los principados al poder otomano y la instalación en ellos de gobernantes
favorables a Estambul desde comienzos del XVII. Esta confrontación debilitó, no obstante, las
posiciones de Turquía frente a Persia que logró reconquistar la región del Cáucaso (1603 –
1605) y hacer retroceder la frontera otomana hasta Anatolia.
Mientras tanto en el Imperio la guerra turca abrió la crisis entre Rodolfo II y sus súbditos.
Los protestantes instrumentalizaron las necesidades económicas del Emperador en la
coyuntura bélica para consolidar sus posiciones políticas y religiosas. El fracaso calvinista en
este intento fue paralelo al incremento de la fuerza de los príncipes católicos. Estos pasaron
a controlar las instituciones imperiales, pudieron defender constitucionalmente sus intereses y
provocaron, de rechazo, la emergencia de un extraconstitucionalismo protestante de notables
consecuencias. La primera manifestación de estas tensiones fue la formación de dos alianzas
confesionales dentro del Imperio. Integraban la Unión Evangélica (1608) 9 príncipes y 17
ciudades imperiales, dirigidos por el elector palatino, Federico V, y comandados militarmente
por Cristián de Anhalt. La Liga Católica se constituyó en 1609, auspiciada por Maximiliano
[I] de Baviera y bajo el mando militar del barón de Tilly. Felipe III se erigió en su protector,
en tanto que Inglaterra sellaba su alianza con la Unión en 1612 y Holanda lo hacía en 1613. En
estos dos últimos casos los pactos se reforzaban con lazos familiares, dado que Federico V del
Palatinado, sobrino de Mauricio de Nassau, pasó a ser yerno de Jacobo I en 1613.
En el norte de Europa los problemas internos de la casa Vasa y la geopolítica de su
imperio se erigieron en factores de inestabilidad internacional. Cuando Segismundo [III] Vasa,
elegido rey de Polonia en 1587, accedió al trono sueco (1592) quedó constituido un formidable
imperio que se extendía desde el Ártico hasta el mar Negro. La deposición de Segismundo III y
el acceso de su tío Carlos IX convirtió a los dos estados en rivales en la lucha por las tierras
bálticas de la orden teutónica, disputadas desde hacía más de medio siglo entre Polonia, Rusia y
Suecia. A comienzos del XVII la guerra de Livonia se resolvió a favor de Polonia; resucitada
en los años veinte, la cuestión se zanjaría de manera positiva para Suecia. Antes de llegar a ello,
Suecia tuvo que dirimir sus diferencias con Dinamarca.
El constante bloqueo de Riga, en el Báltico, a consecuencia de las campañas suecas en
Livonia, y la competencia entablada por los suecos con los colonos y funcionarios daneses en
la margen ártica de Escandinavia, motivaron la declaración de guerra de Cristián IV a Suecia
en 1611. Al coincidir con la muerte de Carlos IX, correspondió a Axel Oxenstierna afrontar la
coyuntura durante la minoría del heredero sueco, Gustavo [II] Adolfo. La paz de Knared
(1613) obligó a Suecia a abandonar, de momento, sus pretensiones en el Báltico y Laponia,
mientras que la amenaza persistente de Segismundo [III] Vasa –que pretendía recuperar el trono
sueco desde Polonia— propició su acercamiento a las Provincias Unidas (1614), la Unión
Evangélica (1615) y Dinamarca (1619). El vacío de poder creado en Moscovia por la extinción
de la dinastía Rurik y hasta el ascenso de los Romanov añadió un nuevo motivo en las
tensiones sueco – polacas.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
A medida que la centuria cumplía su segunda década el escenario se iba completando para la
inauguración del conflicto generalizado. En especial, la crecida tensión política podía
desembocar en guerra abierta en cuatro zonas: Países Bajos, donde la tregua hispano –
holandesa expiraba en 1621; el Imperio, por la presencia de dos ligas confesionales y el
enfrentamiento entre los estados protestantes y el Emperador católico; en el Báltico la división
religiosa, reforzada por rivalidades dinásticas, enfrentaba a Suecia y Polonia; finalmente, la
rivalidad entre Francia y los Habsburgo convertía zonas estratégicas (Lorena, Saboya, cantones
suizos y ducados independientes del norte de Italia) en focos potenciales de conflicto.
(FLORISTÁN, 373 – 379)
1. La “Pax Hispanica”, 1598 – 1618
1.1. La Europa de los pacificadores: la balanza de las potencias
Las guerras libradas durante los últimos veinte años del reinado de Felipe II habían
generado un importante desgaste militar, humano y financiero. Sus consecuencias no sólo
afectaban a la Monarquía Hispánica, sino también a las demás potencias beligerantes, que
deseaban abrir un período de restauración y estabilidad, bien alcanzando acuerdos de paz
satisfactorios y duraderos o firmando treguas largas que permitiesen aliviar el esfuerzo bélico
continuado sin necesidad de hacer importantes concesiones para reemprender después las
hostilidades en una situación más ventajosa. Estas guerras septentrionales simultáneas con
Francia, Inglaterra y las Provincias Rebeldes de los Países Bajos propiciaron una corriente de
opinión contraria cada vez más influyente en España a raíz de la crisis de subsistencia y
epidemias que afectó a la península Ibérica a fines del s. XVI, pues parecían conflictos
alejados de sus prioridades defensivas que eran costeados, en gran parte, con los recursos
fiscales castellanos. El propósito fundamental que debía guiar la política exterior del joven
Felipe III era la conservación y defensa de la Monarquía procurando retrasar con una activa
política de pacificación y quietud el vertiginoso envejecimiento (entiéndase decadencia) al que
ésta se hallaba abocada.
[…]
La complejidad de la situación internacional y el estado de las finanzas reales imponían la
selección de un orden de prioridades, pese a la simultaneidad y urgencia de los conflictos
heredados. Por ello, se trató de diseñar una política exterior que actuase en todos ellos, aunque
procurando emplear los medios más convenientes para alcanzar una pronta solución mediante
una pragmática política de efectos […]. Esta balanza de las potencias, a la que se refieren los
contemporáneos, era el principal objetivo de la diplomacia vaticana[, que había contribuido
decisivamente a los acuerdos hispano – franceses de la Paz de Vervins (1598)].
La corona española concentró su iniciativa en empresas concretas y sucesivas. Fomentó
formas de hostigamiento más rentables y menos costosas sobre la estructura económica de
sus enemigos […].
Cuando no se lograba acometer una empresa militar en un determinado frente se
procuraba emplear estos efectivos en otras acciones de prestigio alternativas, el coste que
implicaba su mantenimiento era demasiado elevado para desperdiciarlo en tareas meramente
defensivas […].
[…]
1.2. Desafíos a la quietud de Italia y crisis de la política de paz (1601 – 1617)
[…]
Entre 1605 y 1607, la hegemonía española en Italia tuvo que hacer frente al conflicto
jurisdiccional declarado entre el papa Paulo V y la república de Venecia. La alianza recién
acordada por ésta con Francia y los cantones protestantes suizos de grisones podía representar
una de las más serias amenazas para este “orden español” de la Península teniendo en cuenta el
todavía considerable potencial de la armada veneciana […]. La resolución de este conflicto se
saldó con un nuevo éxito para la diplomacia francesa, que vino a reforzar la imagen de
pacificador que quería ofrecer Enrique IV […]. En realidad, el evitar un enfrentamiento bélico
directo no impedía que durante este período de las paces la práctica política mantuviese una
auténtica “guerra fría” entre ambas potencias, pues las conspiraciones y los planes de
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
desestabilización estaban a la orden del día, y se libraba una enconada contienda diplomática en
todos los frentes.
Lerma y otros consejeros influyentes insistían en la necesidad de “medir las fuerzas”,
aproximando los objetivos de la acción exterior con la capacidad de sus recursos
presupuestarios, para hacer posible una recuperación mayor en el contexto favorable que había
propiciado el decidido esfuerzo de pacificación invertido en el decenio precedente. Esta
conciencia de debilidad financiera contribuyó a impulsar diversas medidas de desempeño de las
rentas reales y de reforma de los gastos militares, mientras se desarrollaba una política exterior
que, inspirada en el modelo carolino de la quietud de Italia, procuraba mejorar la seguridad
de las posesiones de la Monarquía y conservar su posición hegemónica afianzando los
últimos acuerdos alcanzados con Inglaterra y las Provincias Unidas […].
La diplomacia española logró evitar una implicación más directa en la radicalización
política y religiosa que agitaba el Sacro Imperio sin descuidar la colaboración dinástica
con los Habsburgo austríacos, al menos hasta la firma del Pacto de Praga negociado por el
conde de Oñate en 1617, que acabaría comprometiendo a la Monarquía en favor de estos
intereses […].
[…]
Como vemos, en esta nueva Pax Hispanica, la política exterior de Felipe III incorporará a
los principios tradicionales de la defensa de la fe católica, la lucha contra el infiel, la
correspondencia dinástica o la quietud de Italia, otros tales como la paz con el Septentrión,
la amistad con Francia y la guarda del Estrecho. De esta forma, el monarca español y su
valido podían revestirse del prestigio que brindaba la conservación de la paz, pues ésta
representaba, sin duda, la máxima aspiración de todo hombre de estado cristiano. El valido
ganaba protagonismo y empleaba con mayor eficacia sus recursos políticos y cortesanos,
convirtiendo su política de quietud en un elemento fundamental para la conservación de su
privanza.
El deterioro de esta estrategia estuvo marcado por la oposición de los sectores partidarios de
una política de reputación que se sentían defraudados por la tibieza [mantenida en varias
actuaciones a nivel europeo, como la sucesión de Monferrato o las concesiones a los rebeldes
holandeses] […].
[…]
La política de pacificación y quietud promovida por el valido concluyó prácticamente con su
salida del poder. Su objetivo era frenar el acelerado desgaste de la Monarquía con una
desastrosa participación en conflictos simultáneos de gran envergadura […].
19.2. La guerra de los Treinta Años: causas y participantes
(FLORISTÁN, 379 – 383)
2. La Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648)
2.1. La guerra de las guerras: una interpretación más global
La historia de la política internacional ha concedido un protagonismo determinante a la
denominada Guerra de los Treinta Años, aun cuando este término, acuñado por Samuel
Pufendorf en su obra De statu Imperii Germanici (1667), haga especial hincapié en una
periodización centrada en el conflicto bélico que asoló el Sacro Imperio entre 1618 y 1648. El
revisionismo histórico desarrollado principalmente a partir de la década de 1970 nos ofrece una
interpretación más amplia y variada de una compleja serie de conflictos armados que
sobrepasaron los límites del ámbito constitucional y confesional del Imperio. Como señalan
Pagés, Steinberg o Polisensky, entre otros, puede hablarse más bien de una gran guerra
europea con repercusiones y escenarios que se extienden a los demás continentes.
A partir de 1616 se aprecia de nuevo un acelerado rearme militar, político e ideológico en
la mayoría de los gobiernos europeos. Los partidarios de la paz van siendo sustituidos por
hombres más ambiciosos y temerarios que apuestan por el uso de la fuerza y por una defensa a
ultranza de la reputación. Todos los conflictos que estallaron de manera simultánea o
consecutiva en este período se hallaban estrechamente concatenados y aunaban múltiples
intereses políticos, dinásticos, ideológicos, confesionales y económicos, por eso para su
Javier Díez Llamazares
12
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
conclusión fue necesario articular un nuevo sistema de conferencias de paz que
desembocaría en la firma de los tratados de Westfalia en Münster y Osnabrück, y que daría
lugar a un nuevo ordenamiento del mapa europeo.
La visión unitaria tradicional de la Guerra de los Treinta Años ha interpretado este conflicto
como una de las últimas contiendas confesionales europeas librada entre el protestantismo
internacional y la Contrarreforma católica. Es indudable que la religión contribuyó a justificar
ideológicamente las alianzas de los bandos contendientes y marcó incluso la separación de las
dos sedes donde se negociaron las paces, pero en general el factor confesional se convirtió en
un instrumento al servicio de la propaganda política para movilizar las conciencias populares
y levantar grandes masas de ejército en un esfuerzo continuado de varias décadas. La guerra
vino a respaldar las iniciativas de aquellos príncipes que querían fomentar la aplicación de
la reforma tridentina y extirpar los cultos protestantes de sus dominios, pero también avivó
la colaboración entre los regímenes calvinistas y luteranos formando nuevas coaliciones
internacionales. Aún así, constantemente encontramos en estas alianzas confesionales intereses
políticos superiores que vienen determinados por otros conflictos: dinásticos y sucesorios,
como el de los Vasa entre Polonia y Suecia; por rivalidades hegemónicas, como las de
Dinamarca, Suecia y Moscovia por el Báltico, o la de los monarcas franceses y la Casa de
Austria[;] y por intereses económicos y estratégicos, como los que se libraban por el dominio de
los mercados del mar del Norte, del Mediterráneo y de los espacios coloniales extraeuropeos.
Fueron, precisamente, estos nuevos ámbitos geográficos los que cambiaron la propia dimensión
de tales conflictos para alcanzar una escala hasta entonces jamás vista. Las doctrinas
mercantilistas contribuyeron a favorecer también la beligerancia optando por la expansión
territorial, el monopolio de los mercados y el hostigamiento económico; para ello se
establecieron embargos, bloqueos fluviales y navales, imposiciones arancelarias, actividades
corsarias, contrabando de moneda y mercancías, y controles sobre la producción y distribución
de materias primas estratégicas.
La propia inestabilidad de algunos estados que servían de frontera entre las grandes
potencias y resultaban esenciales para el equilibrio político continental [(p.ej. el Palatinado,
los cantones suizos o Saboya)] […] trabaron más profundamente unos conflictos con otros. A
todo ello debemos añadir la reanudación de la guerra de independencia de las Provincias
Unidas, y el grave conflicto constitucional del Sacro Imperio provocado por la renovada
alianza dinástica de las dos ramas de la Casa de Austria y por una confrontación civil entre los
príncipes de la Liga Católica y los líderes de la Unión Protestante, que acabó con las endebles
bases de la paz confesional de Augsburgo (1555).
Este período de beligerancia debe considerarse, además, teniendo en cuenta los
compromisos hegemónicos de la Monarquía Hispánica, que articulaba la conservación de sus
vastos dominios sobre el control de determinadas rutas estratégicas [(p.ej. el “Camino
Español” entre la Lombardía y Flandes, los pasos alpinos de la Valtellina o el camino del
galeón de Manila)] […]. La “correspondencia” (cooperación) dinástica entre las dos ramas
de la Casa de Austria, propugnada por el ideario político de Carlos V, quedó militarmente
reforzada por el articulado del pacto de Praga (1617), que suponía una renuncia formal de
Felipe III a la sucesión directa al título imperial en beneficio de Matías [I] y Fernando II, a
cambio de la cesión de Alsacia y de la investidura de una serie de estratégicos territorios
italianos. Esta renovada alianza, que se materializó poco después en la intervención española en
la guerra de Bohemia, parecía brindar a los Habsburgo la posibilidad de imponer una Pax
Austriaca en la Cristiandad occidental.
Frente a este mesianismo dinástico de la Casa de Austria, la guerra conocerá también el
desarrollo de una política expansionista de la monarquía sueca facilitada por la
introducción de importantes innovaciones tácticas en la organización, movilidad y
adiestramiento de sus ejércitos, y en la administración y gestión de los recursos fiscales
procedentes de los nuevos territorios ocupados. Su intervención relegó a Dinamarca y a
Polonia a un papel muy secundario en la política europea, y convirtió a Suecia en una de las
nuevas potencias claves para el equilibrio continental.
En las guerras de estos treinta años se aprecian asimismo las tensiones sociopolíticas
generadas por la implantación del absolutismo regio y por la soberanía de los estados y de
Javier Díez Llamazares
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los derechos jurisdiccionales. Estas tensiones resultan particularmente notorias en el seno de la
compleja estructura constitucional del Sacro Imperio, pero también en los estallidos
revolucionarios que tendrán lugar en Francia y en la Monarquía Hispánica durante la década de
1640, y explicarán el papel desempeñado por Gran Bretaña a raíz de las guerras civiles.
2.2. La división confesional del Sacro Imperio: una frágil paz armada (1606 – 1617)
Durante el último cuarto del s. XVI, la expansión del protestantismo en el Sacro Imperio
y en los territorios patrimoniales de los Habsburgo, que no estaban incluidos en el acuerdo
de la paz confesional de 1555, pero también en Moravia, Lusacia, Bohemia y Hungría, motivó
una actitud más intransigente por parte del emperador Rodolfo II y de la católica dinastía
Wittelsbach de Baviera. Las medidas dictadas contra el culto protestante, que era apoyado
por una gran parte de las elites sociales de estos territorios, provocaron numerosas revueltas
de mayor o menor entidad en la primera década del s. XVII. En 1606 – 1607, la revuelta de la
ciudad imperial de Donauwörth, donde se respetaba la convivencia de los cultos católico y
luterano, estuvo a punto de producir una abierta ruptura en el Sacro Imperio, porque el duque
de Baviera reprimió por la fuerza la actitud desafiante de los luteranos y se apropió de esta
ciudad, adscrita al círculo de Suabia. Esta intervención y el fracaso de la Dieta de Ratisbona
(1608) provocó el alineamiento de importantes príncipes luteranos junto al elector Federico V
del Palatinado, en lo que se llamaría la Unión Protestante (o Evangélica). Por esta liga, que
tendría una validez de diez años, sus firmantes se comprometían a prestarse ayuda mutua en
caso de agresión.
La intención de recurrir al uso de las armas, con el apoyo de Enrique IV y de la república de
las Provincias Unidas, en el conflicto sucesorio de los principados renanos de Cleves, Jülich,
Berg, Ravensberg y Mark, en 1609 – 1610, convenció a los príncipes eclesiásticos limítrofes
de que era necesario formar una Liga Católica para hacer frente a una nueva guerra confesional
en el Sacro Imperio. Por el tratado de Munich (1609), se constituyó esta alianza defensiva
liderada por el duque de Baviera, con la participación del archiduque Leopoldo, los tres
príncipes electores eclesiásticos (arzobispos de Tréveris, Maguncia y Colonia) y los mayores
obispados alemanes. Este reforzamiento también propició nuevos ingresos en la Unión
Protestante, incluyendo un buen número de ciudades libres del Imperio. El asesinato de Enrique
IV propició un acuerdo matrimonial entre una hija de Jacobo I y el elector del Palatinado
(1611), y la firma de una alianza defensiva entre Gran Bretaña y la Unión Protestante (1612). El
soberano inglés dejó la presidencia a su yerno y apoyó diplomáticamente otras alianzas con las
Provincias Unidas (1613) y con Cristián IV de Dinamarca.
A este contexto de graves tensiones, que amenazaba con el estallido de una gran
conflagración, habría que añadir la disputa por la sucesión al trono imperial y el reparto de
los dominios de los Habsburgo, que enfrentó abiertamente a Rodolfo [II] con algunos de sus
parientes más allegados, mientras se libraba una gravosa contienda en Hungría contra los
húngaros, transilvanos y otomanos. Después de la pérdida de Gran (1605), el Emperador se vio
obligado a firmar en 1606 la Paz de Viena, que otorgaba a los húngaros una amplia libertad de
culto, y la Paz de Zsitva Torok, que ponía fin a la denominada Gran Guerra Turca (1593 –
1606). En 1608, Matías era reconocido como soberano de Hungría, Moravia y Austria, y dejaba
a Rodolfo [II] solamente el dominio directo sobre Bohemia, Silesia y Lusacia. Esta crisis y la
propia enajenación mental del emperador favorecieron el otorgamiento de importantes
concesiones políticas y religiosas a los protestantes en los dominios patrimoniales de los
Habsburgo y en Bohemia, en donde la llamada “Carta de Majestad” (1609) garantizaba una
autonomía especial que sería confirmada por Matías [I] en 1611.
La confrontación política y religiosa que padecía el Sacro Imperio había obstaculizado, en
gran parte, el funcionamiento de sus instituciones comunes. La Dieta Imperial (Reichstag),
que estaba compuesta por la Cámara de los príncipes electores, la Cámara de los príncipes
del Imperio y la Cámara de las ciudades imperiales, se convocaba por iniciativa del
emperador con el consentimiento de los seis electores restantes (Consejo Electoral), pero sus
procedimientos eran muy lentos y prácticamente llegaron a paralizarse a partir de 1603 debido
al bloqueo casi sistemático de sus votaciones. No volvió a funcionar al completo hasta después
de acabada la Guerra de los Treinta Años. Para comprender el difícil equilibrio político y
confesional que vivía el Sacro Imperio en estas décadas, debemos recordar que la Cámara de
Javier Díez Llamazares
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los Príncipes Electores, integrada por tres príncipes eclesiásticos católicos, tres príncipes
protestantes y el rey de Bohemia, quien detentaba el título imperial, era la encargada de designar
al emperador y contaba con amplia iniciativa legislativa. La Cámara de los príncipes del
Imperio aglutinaba a un centenar de delegados con voto y representaba intereses muy
divergentes, aunque solía inclinarse a favor del bando católico. Por último, la Cámara de las
ciudades imperiales, compuesta por las 51 ciudades libres del Sacro Imperio, representaba a una
clara mayoría protestante, y si bien sus recursos financieros y humanos eran muy importantes,
su autoridad legislativa era, en cambio, bastante limitada. La burocracia judicial del Imperio,
que encabezaba la Corte de Justicia de la Cámara Imperial (Reichskammergericht), también
era tremendamente lenta. Para paliar sus retrasos el emperador solía recurrir a la corte de
apelación del Consejo Áulico (Reichshofrat), pero los protestantes se negaban a reconocer este
claro reforzamiento de la jurisdicción católica y de la propia dignidad imperial frente a las
instituciones comunes y plurales del Imperio.
[…]
(BENNASSAR, 447, 450)
Características de la guerra de los Treinta Años
Iniciada de este modo, la crisis europea debe su extrema complejidad a diferentes rasgos
específicos: la sucesiva intervención de las partes beligerantes, el entrelazamiento de los
móviles, la evolución de los ejércitos a lo largo del conflicto, las interferencias de la acción
militar y de la diplomacia y la importancia de los problemas financieros.
a) En su origen, es una guerra alemana, cuya causa profunda reside en las ambiciones de
Fernando II, dirigidas, a largo plazo, a la eliminación del protestantismo y a la
transformación de sus posesiones y del Imperio en un gran Estado centralizado y
católico. Todos los príncipes alemanes se sienten amenazados y, entre ellos,
doblemente, los príncipes protestantes. A partir de 1621, la expiración de la tregua de
los Doce Años y la reanudación de la guerra entre España y las Provincias Unidas
induce a la corte de Madrid a intervenir cada vez más en el conflicto alemán, aunque no
sea más que por razones estratégicas (ruta terrestre de los Países Bajos). Pero, por
encima de estas razones, las ambiciones del primer ministro español Olivares, ya que
su fin es la dominación política y económica de Europa, desde el Mar Báltico al
Mediterráneo, por la muy católica Casa de Austria. Los soberanos del norte, Dinamarca
y después Suecia son los primeros en intervenir en el exterior en una guerra que de ese
modo se hace cada vez más europea: príncipes luteranos que quieren defender a sus
hermanos en la fe; reyes ambiciosos (y competidores) que quieren alejar la amenaza que
para la Europa del norte representan las ambiciones de los Habsburgo. En cuanto a la
Francia de Richelieu, y luego de Mazarino, imposibilitada primero para intervenir
directamente en el conflicto a causa de sus dificultades internas, pronto se le presenta la
oportunidad de reanudar la lucha contra la Casa de Austria comenzada en el siglo
anterior. Los dos ministros sucesivos no tratan esencialmente de dar pretendidos límites
naturales al reino, sino de mejorar la seguridad de la frontera francesa, de detener
los “progresos de España” y de no “permitir que (los príncipes) de la Casa de Austria
sean dueños absolutos de Alemania” (Richelieu). Para ello, tanto los cardenales de la
Santa Iglesia como los primeros ministros de su Muy Cristiana Majestad se ven
obligados a aliarse con todos los adversarios protestantes de los Habsburgo. Finalmente,
las ambiciones personales de algunos jefes militares, principalmente Wallenstein y
Bernardo de Sajonia – Weimar, contribuyen a complicar aún más los datos del
problema.
[…]
d) Sin embargo, en ningún momento del largo conflicto el ruido de las armas tapa por
completo la voz de los diplomáticos. Las interferencias de la acción militar y de las
maniobras diplomáticas son uno de los rasgos característicos de la Guerra de los
Treinta Años […]. La acción diplomática se sitúa en dos planos a la vez. Primero, en el
interior de cada campo. Francia desempeña en este terreno un papel capital y difícil:
unir contra un enemigo común a potencias que, por lo demás, tienen intereses políticos,
Javier Díez Llamazares
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económicos o religiosos diferentes, e incluso, a veces, opuestos. El aliado se puede
volver peligroso [(p.ej. Gustavo II Adolfo con respecto a Francia o la misma Francia con
respecto a las Provincias Unidas)] […]. Al mismo tiempo, Francia intenta utilizar todas
las dificultades internas del adversario, aliándose, por ejemplo, a los portugueses, a los
catalanes, y a los napolitanos cuando se rebelan contra España[, al igual que ésta hace lo
mismo con respecto a Francia] […]. En otro aspecto, es decir, en cuanto a la
intervención de los diferentes mediadores, se empieza a hablar de paz entre los dos
bandos a partir de 1636[, con algunos intentos hasta que en 1644 comiencen las
negociaciones que darán lugar a los tratados de paz de Westfalia] […].
e) En realidad, el cansancio de los adversarios tiene un papel determinante en el fin del
conflicto. Las incidencias financieras de éste son de tal calibre que necesitan por parte
de los beligerantes una verdadera movilización de todos sus recursos, y dar
prioridad absoluta a la guerra […].
En todas partes, el esfuerzo se traduce en una agravación de la carga fiscal y un
refuerzo del aparato del Estado. Los gobernantes, por medio de gacetas, panfletos y
libelos intentan explicar las razones de tales sacrificios; en la mayoría de los casos, tales
explicaciones tienden a exaltar los sentimientos nacionalistas. A fin de cuenta, si Francia
consigue alzarse con la victoria de 1659, lo debe esencialmente al hecho de que su
pueblo, más numeroso y más rico que cualquier otro de Europa, pudo sostener más
tiempo, aunque no sin protestas, el enorme esfuerzo que le habían impuesto.
19.3. La guerra de los Treinta Años: fases y desarrollo
(FLORISTÁN, 383 – 387, 388 – 389, 390 – 395)
2.3. La ofensiva católica: hacia una “Pax Austriaca” (1618 – 1628)
El reino de Bohemia constituía una pieza clave para la estabilidad y seguridad del liderazgo
de la Casa de Austria en el Sacro Imperio, para la supremacía del bando católico y para la
seguridad de la frontera con el Imperio otomano. El titular de la corona bohemia contaba con
importantes recursos financieros, mucho mayores que los que proporcionaba el reino de
Hungría y los estados patrimoniales de los Habsburgo; también, por su condición de príncipe
elector del Imperio, podía decantar las votaciones de la Cámara Imperial en el inestable
equilibrio confesional de Europa Central. Felipe III renunció a la sucesión de Bohemia y
Hungría para evitar volver a una reagrupación de la herencia carolina, que implicaría un
compromiso demasiado arriesgado para el monarca español, y favoreció la elección del
archiduque Fernando para estas dos coronas y para el título de Rey de Romanos entre 1617 y
1618. Sin embargo, este candidato distaba mucho del carácter conciliador de sus predecesores[,
pues era un ferviente partidario de la Contrarreforma y del absolutismo en sus dominios] […].
Fernando impuso en Bohemia la censura sobre los escritos de los protestantes, ordenó el
cierre de sus iglesias y declaró su voluntad de suprimir la Carta de Majestad. Para reforzar su
posición, concedió nuevos privilegios a un reducido grupo de la nobleza terrateniente, que
apoyaría su política y acabaría controlando las tres cuartas partes de las tierras señoriales. La
oposición, integrada por la pequeña nobleza, la alta burguesía y los nobles exiliados, convocó en
Praga en 1618 una asamblea protestante y elevó un memorial al rey siguiendo lo estipulado en
la propia Carta de Majestad. Los regentes católicos de la corona, Martinic y Slavata, y su
secretario de memoriales fueron arrojados por las ventanas del palacio Hradschin en el conocido
acto de protesta de la “defenestración de Praga” […].
De inmediato se formó una confederación de todos los territorios de la corona bohemia, que
sobre los principios acordados en la Carta de Majestad se comprometía a garantizar la
tolerancia religiosa, exceptuando sólo a los jesuitas. Para su gobierno, se constituyó un
directorio y, para su defensa, un ejército comandado por Matthias von Thurn[: revuelta que
encontró eco en la Alta y Baja Austria, y un apoyo militar del príncipe Bethlen Gabor de
Transilvania] […]. Aun cuando desde 1617 Baltasar de Zúñiga ya abogaba por la necesidad
de intervenir en Bohemia para garantizar la estabilidad política y confesional de la corona, la
imposibilidad de proceder a un rápido desarme en Italia y el interés de Felipe III por acometer la
jornada contra Argel retrasaron el envío de tropas y fondos a este conflicto. A lo largo de 1618,
Javier Díez Llamazares
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prosiguió el avance de las fuerzas rebeldes, que contaban con tropas saboyanas y venecianas
dirigidas por el mercenario Ernest von Mansfeld. Al año siguiente, el bando imperial católico
ya disponía de contingentes bávaros y de las tropas llegadas de Flandes, a las que se sumarían
otros refuerzos españoles llegados de Italia y las compañías imperiales que habían luchado
contra venecianos y uscoques.
La muerte del emperador Matías [I] en 1619 precipitó los acontecimientos. La derrota
sufrida en Záblatí, al sur de Bohemia, dividió a las fuerzas rebeldes en dos, y les obligó a
levantar su asedio sobre Viena. Los Estados Generales de Bohemia depusieron formalmente
a Fernando y eligieron al elector calvinista del Palatinado, quien encabezaba sin liderazgo
una debilitada Unión Protestante y carecía de relaciones con Bohemia. Esta decisión desafiaba
directamente la autoridad del nuevo emperador Fernando II y comprometía los intereses
españoles en el Rin. La mayoría de los príncipes del Imperio no estaban dispuestos a
apoyar a quienes consideraban sólo como unos rebeldes, y los intereses confesionales se
vieron de nuevo supeditados a la política, advirtiéndose enseguida una división entre luteranos
y calvinistas.
Ante la nueva pujanza católica, el príncipe transilvano se apoderó de la Hungría de los
Habsburgo, volvió a asediar Viena y estableció nuevas alianzas con otomanos, venecianos y
holandeses. Sin embargo, la irrupción de un gran ejército polaco en la Alta Hungría le obligó a
levantar el asedio y a regresar apresuradamente a este frente, que daría lugar a una nueva guerra
entre polacos y otomanos en el Danubio (1619 – 1621) y a la neutralización de Transilvania en
la guerra de Bohemia. Durante este segundo asedio, Felipe III tomó la determinación[, con el
objetivo de resolver pronto la crisis de manera que pudiese atender en mejores condiciones la
inminente ruptura de la tregua que estaba vigente con las Provincias Unidas,] de ocupar el
Palatinado renano con un ejército mandando personalmente por Ambrosio Spínola y apoyar
financiera y militarmente al ejército de la Liga Católica en Bohemia […]. Los electores
católicos se comprometieron por la llamada “garantía de Mühlhausen” (1620) a no procurar
por la fuerza la recuperación de las tierras secularizadas y el emperador Fernando II ofreció
Lusacia al elector luterano Juan Jorge de Sajonia a cambio de su apoyo militar contra la
confederación rebelde.
La diplomacia francesa negoció un alto el fuego (tratado de Ulm, 1620) entre los ejércitos
de la Unión Protestante y de la Liga Católica […]. Mientras los sajones ocupaban Lusacia, el
ejército católico invadió arrolladoramente el reino y derrotó a los rebeldes, cerca de Praga, en la
decisiva y breve batalla de la Montaña Blanca (1620). Estos rotundos éxitos provocarían una
reacción totalmente contraria, aunando a quienes se oponían a un excesivo poderío del
Emperador, del bando católico y de los Habsburgo.
[…] [L]a derrota de los rebeldes dio paso a la implantación de un absolutismo
patrimonialista y católico en los territorios de la corona de Bohemia. Se establecieron comités
para la confiscación de tierras de exiliados y rebeldes, que llegaron a representar la mitad de las
propiedades. Los principales beneficiarios fueron diversas familias católicas, comandantes
mercenarios, oficiales españoles y el ambicioso terrateniente Albrecht von Wallenstein, que se
convertiría en general en jefe del ejército imperial. Los pillajes, las expropiaciones, las
confiscaciones y los abusos de las tropas produjeron una fuerte inflación y saturaron el mercado
de propiedades, desarticulando asimismo la administración territorial y el sistema de
contribución hasta 1623. A esta expropiación de los dominios de las elites urbanas y rurales
protestantes, se añadió una política de erradicación del calvinismo y el luteranismo. Las
clases populares se alzaron repetidas veces contra esta recatolización y contra el fuerte
incremento de la presión fiscal. En 1627 se promulgó una nueva “Forma de Gobierno” para
Bohemia que convertía su corona en hereditaria para la dinastía de los Habsburgo y restringía
los poderes de los Estados Generales. Este régimen absolutista se implantó también en
Moravia y en los estados patrimoniales de los Austrias, pero se respetó una mayor tolerancia
hacia los luteranos de Silesia por su proximidad con los dominios sajones, y por albergar a un
gran número de refugiados bohemios y austríacos […]. Esta inestabilidad política y militar que
vivía el Sacro Imperio se agravó con la inflación galopante y la especulación descontrolada
que provocaron las manipulaciones monetarias: es el período que se conoce como los Años de
recortes y excesos (Kipper und Wipperjahre).
Javier Díez Llamazares
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Los intentos de negociación amparados por Jacobo I para devolver el Palatinado a su yerno
resultaron vanos. Federico V fue declarado proscrito del Imperio en 1621 y sus dominios en el
Bajo Palatinado fueron completamente ocupados en 1622. El Emperador le privó de la dignidad
electoral y se la concedió a Maximiliano [I] de Baviera, pero sin respetar el procedimiento
constitucional […]. La reapertura de este frente holandés se veía apoyada por una nueva
ofensiva de Gabor contra Bohemia y del duque de Brunswick sobre la Baja Sajonia. La derrota
de éste en Stadtlohn (1623) forzó una nueva retirada del transilvano y debilitó la resistencia de
los príncipes protestantes.
Tras la humillación sufrida por el frustrado casamiento español del príncipe Carlos, Jacobo
I se mostró partidario de organizar la recuperación del Palatinado. Por el tratado de
Compiègne (1624), los holandeses se comprometieron a proseguir la guerra en los Países Bajos
percibiendo un grueso subsidio francés, al tiempo que se reforzaba la llamada Liga de Lyon
entre Francia, Saboya y Venecia en apoyo de los cantones suizos protestantes para obstaculizar
el sistema de comunicaciones militares de la Monarquía Hispánica […].
Las derrotas protestantes en Alemania y la progresiva expansión sueca en el Báltico oriental
favorecieron una mayor implicación de Cristián IV de Dinamarca – Noruega. En calidad de
duque de Holstein, el soberano danés tenía asiento en las dietas imperiales y un papel
determinante en el círculo de la Baja Sajonia, y desde 1624 se había convertido además en
administrador de los obispados secularizados de Bremen, Verden, Osnabrück y Halberstadt, que
eran claves para el control político y fiscal del Bajo Elba y del Wesser. Aliado con los
holandeses, Inglaterra y diversas ciudades de la Hansa, pero sin recibir el apoyo financiero y
militar que esperaba, reclutó un ejército, cuyo coste superaba con creces sus propios recursos
personales. Pese a la abierta oposición del Consejo de Estado danés (Rigsrad), decidió atacar
en 1625 al ejército de la Liga Católica para defender la posición de los protestantes de la Baja
Sajonia.
En 1625 falleció Jacobo I de Inglaterra y el estatúder holandés Mauricio de Nassau
también moriría durante el asedio español de Breda […]. Un factor determinante para la
consecución de estas victorias[, que, como el levantamiento del sitio saboyano de Génova o la
recuperación de Bahía por la armada española, convertirían aquel año en un verdadero Annus
mirabilis para la Monarquía Hispánica, la causa católica y la dinastía de los Austrias,] fue el
repliegue francés emprendido por el cardenal Richelieu entre finales de 1624 y mediados de
1626 [a causa de la falta de apoyo naval anglo – holandés contra la revuelta del hugonote duque
de Soubise] […], que se tradujo también en un abandono a su suerte del duque de Saboya y de
la Valtellina (tratado hispano – francés de Monzón, 1626) […].
En 1626, el ejército protestante de Mansfeld, que protegía el flanco oriental de las Provincias
Unidas, se encaminó desde el Elba hacia Silesia para reunirse con las fuerzas transilvanas y
combatir con el nuevo ejército imperial levantado por Wallenstein, mientras Cristián IV de
Dinamarca lanzaba sus fuerzas contra el ejército de la Liga Católica. Este enfrentamiento tuvo
lugar en la batalla de Lutter (1626), que supuso una severa derrota para los daneses […]. La
suerte de Mansfeld en su marcha por Silesia también se vio perjudicada por la aplastante derrota
otomana frente a los persas en Bagdad, que obligó a Gabor a negociar la paz de Bratislava a
principios de 1627. El ejército imperial de Wallenstein pudo entonces ocupar Mecklemburgo,
Pomerania y Jutlandia. Cuando el emperador le otorgó el título de “general del Mar Océano y
el Báltico”, Cristián IV y el soberano sueco Gustavo [II] Adolfo […], que se había mantenido
ocupado en su enfrentamiento con los polacos, aunaron sus fuerzas para defender Straldsund
hasta que Dinamarca cedió a la presión de Wallenstein y firmó unilateralmente la Paz de
Lübeck (1629).
La victoria del bando católico e imperial parecía completa en Alemania, pero no pudo
hacerse extensiva a un dominio del Báltico que hubiera sido determinante para asegurar sus
fronteras. Los daneses tuvieron que asumir un elevado coste por esta aventura militar de su
soberano, pero no tardaron en recuperarse merced a la fuerte demanda de productos agrícolas
y ganaderos que se requería para abastecer las contiendas en Alemania hasta la invasión sueca
de 1643. La pérdida más notable fue la cesión de su hegemonía sobre el tráfico y las costas
del Báltico que favoreció claramente a holandeses, suecos y rusos.
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El conflicto sucesorio que provocó la muerte del duque de Mantua Vicente II en diciembre
de 1627 entre el descendiente más directo, el duque de Nevers, que apoyaba la corona francesa,
y un pariente de una rama menor, el príncipe César Gonzaga de Molfetta, que contaba con el
respaldo de las dos ramas de la Casa de Austria, comprometía el equilibrio del sistema
español en el Italia, dada la estratégica situación de este ducado y del marquesado de
Monferrato. Felipe IV ordenó al gobernador de Milán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que
invadiese Monferrato y sitiase la plaza de Casale, rechazando la toma de posesión de Nevers. La
costosa prolongación de este asedio y la captura de la Flota de Nueva España en manos de los
holandeses en la bahía de Matanzas (1628) debilitaron sustancialmente las posibilidades de
acción de los ejércitos de la Monarquía en Flandes y en el norte de Italia. Una vez firmada la
paz con Inglaterra, Luis XIII dirigió sus tropas a Italia. La resolución de la guerra de Mantua se
logró gracias a la intervención de un grueso del ejército imperial y al giro político planteado por
la Paz de Ratisbona en el Sacro Imperio (1630). Con la firma de los tratados de Cherasco
(1631) se reconocía la posesión del ducado de Mantua para Nevers, con algunas
compensaciones para Saboya y la ocupación de la fortaleza de Pinerolo por los franceses. Este
conflicto supuso un profundo desgaste para el dominio español en Italia, y dejó el norte de
la península asolado por la guerra, el hambre y las epidemias.
2.4. La guerra de independencia de las Provincias Unidas (1621 – 1648)
La llamada Guerra de los Ochenta Años (1568 – 1648) por la historiografía neerlandesa, en
la que se libraba el proceso de independencia de una porción de las Diecisiete Provincias de los
Países Bajos, era determinante para la conservación, no sólo de un patrimonio muy significativo
de los monarcas españoles de la Casa de Austria, sino también para la propia estructura
económica, política y estratégica de la Monarquía Hispánica en conjunto. Las rutas de
abastecimiento de productos de lujo (textiles, tapices, instrumentos científicos, libros,
grabados y pinturas…), de grano del Báltico y de materiales esenciales para la construcción
naval o para el armamento, en condiciones más ventajosas, pasaban necesariamente por el
control de los Países Bajos, que ofrecían también un acceso privilegiado a un importante
mercado de consumidores urbanos. Las redes financieras y los negocios de reexportación que
se hallaban articulados allí eran vitales para los intereses generales de la Monarquía, pues
aseguraban su capacidad operativa frente a la creciente expansión de las potencias
mercantiles septentrionales. Además, la gigantesca maquinaria de guerra desarrollada por el
Ejército de Flandes proporcionaba un eficaz instrumento de presión en el complejo tablero
de la política europea. Su proximidad a las zonas neurálgicas de los principales rivales de la
Monarquía se combinaba con un intrincado sistema de plazas fuertes, reforzado con el
desarrollo de una armada de corso que causaría estragos sobre el comercio y las pesquerías del
mar del Norte hasta la caída de Dunquerque en 1658.
[…]
A lo largo de la tregua (1609 – 1621) se emprendieron varias negociaciones para alcanzar un
acuerdo de paz definitivo con las Provincias Unidas. Pero la expansión neerlandesa en el
tráfico mediterráneo, el contrabando de moneda de cobre con la península Ibérica, el
bloqueo permanente de los accesos marítimos de Amberes, su apoyo técnico y militar a la
piratería berberisca y a la armada veneciana y la progresiva penetración de la Compañía
de las Indias Orientales (VOC, fundada en 1602) en las rutas y mercados coloniales
portugueses en África y Asia, acabaron minando estas iniciativas, tomadas en secreto por el
gobierno de los archiduques o por la corte madrileña.
Durante la tregua, la República Holandesa conoció graves enfrentamientos entre
arminianos[, con el gran pensionario de Holanda Oldenbarnevelt[…] al frente, que eran
partidarios de la paz para potenciar la expansión mercantil y colonial,] y gomaristas [, con el
respaldo de la casa de Orange – Nassau, que eran partidarios de reanudar las hostilidades,] en
torno a cuestiones doctrinales y al derecho de que los magistrados civiles mediasen en las
discusiones clericales […]. El estatúder, con apoyo de los Estados Generales […] depuró del
gobierno de las ciudades a los arminianos […]. La diplomacia española facilitó esta represión,
confiando en poder alcanzar un acuerdo con la facción vencedora, para mantener vigente la
tregua mientras se preparaba para la intervención en la guerra de Bohemia.
Javier Díez Llamazares
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En esta fase de la guerra, reemprendida en la campaña de 1622, se multiplican las medidas
de presión económica sobre el adversario. Así, a los embargos y confiscaciones de
mercancías y navíos, se añaden los bloqueos, el corso y el contrabando […].
Para organizar el aprovisionamiento de sal, los holandeses habían establecido un sistema de
explotación de las salinas de Araya, en Venezuela, que fue desmantelado por la armada
española en 1605. Con la reanudación del conflicto, se creó la Compañía de las Indias
Occidentales (WIC, fundada en 1621) para desarrollar la expansión colonial neerlandesa en el
Caribe, Brasil y Guinea, hostigando a las flotas de la plata, restableciendo el suministro de sal
que resultaba esencial para las prósperas pesquerías del mar del Norte, e introduciéndose en el
lucrativo comercio de esclavos africanos a América […].
[…]
En los Países Bajos, la guerra vivió una primera etapa marcada por la ofensiva del Ejército
de Flandes, cuyos principales episodios deben contemplarse en estrecha relación con los
conflictos de Alemania y Bohemia […]. El excesivo número de guarniciones españolas en
Brabante, el noroeste de Alemania y en los ríos Mosa, Rin y Ems imposibilitaba a los
españoles disponer de un grueso ejército de campaña. Esto permitió a los holandeses iniciar
en 1626 una fase de recuperación que se materializará en la conquista de Grol y Oldenzaal, y
que, merced a los recursos extraordinarios obtenidos de la captura de la flota de Nueva España,
culminará en 1629 con la toma de la plaza fuerte más importante de Brabante, ‘s –
Hertogenbosch (Bois – le – Duc), y la de Wessel, que abría las comunicaciones fluviales con
los ejércitos protestantes alemanes y suecos. A este notable avance se sumará la ocupación
holandesa de otros enclaves estratégicos esenciales […]. Estas victorias del estatúder Federico
Enrique de Nassau aislaron las guarniciones católicas del bajo Rin y se completaron al año
siguiente con la recuperación de la plaza solariega de la dinastía Orange, Breda, después de un
gigantesco despliegue militar […].
La recuperación de Breda permitió a los holandeses ejercer una mayor presión sobre otras
plazas de Brabante, que se vio facilitada por el respeto al culto de la mayoría católica de esta
provincia. Uno de los acontecimientos bélicos más determinantes para el conflicto se libró
frente a las costas inglesas del Canal de la Mancha, pues la llamada batalla de las Dunas (21 –
22 de octubre de 1639) no sólo mermó considerablemente las fuerzas navales españolas en
esta lucha por el dominio del mar contra franceses y holandeses, sino que también redujo las
posibilidades de asistencia militar y financiera directa a los Países Bajos meridionales […].
Estos avances, que dejaban en una situación muy vulnerable a Amberes y a Bruselas,
propiciaron la apertura de negociaciones en 1646. Las fuerzas del ejército de Flandes habían
tenido que enfrentarse simultáneamente a franceses y holandeses desde 1635, y habían
concentrado sus esfuerzos en la defensa de la frontera occidental de los Países Bajos.
2.5. La invasión sueca y la crisis del bando imperial (1628 – 1634)
El emperador Fernando II promulgó el Edicto de Restitución (1629), que imponía el
restablecimiento de todas las tierras eclesiásticas secularizadas desde 1552 y ampliaba la
Reserva Eclesiástica de 1555, sin respetar la convivencia confesional existente en muchas
ciudades imperiales. Estas medidas suscitaron pronto el rechazo de numerosos príncipes
alemanes, como Juan Jorge de Sajonia, y del propio Wallenstein, que detentaba ya el título
ducal de Mecklemburgo. En la reunión de los príncipes electores celebrada en Regensburgo en
1630 se acordó la destitución de Wallenstein, cuyo gigantesco ejército de más de 130.000
hombres quedaría al mando de Tilly. La bancarrota de Jan de Witte, principal financiero de
esta empresa militar, y el severo recorte presupuestario que motivó el licenciamiento del 70 por
ciento de estas tropas limitaron su capacidad operativa, como quedó de manifiesto en el costoso
asedio de la ciudad de Magdeburgo (1630 – 1631). La amenaza sueca en 1630 – 1631 en
Pomerania propició la formación de un nuevo ejército y la rehabilitación de Wallenstein hasta
su derrota de 1632.
La Paz de Ratisbona entre el Emperador y Luis XIII (1630) retiró a los franceses de la
lucha en el Sacro Imperio y determinó la suerte de la guerra de Mantua, pero también
provocó el recelo en la colaboración militar y política entre las dos ramas de la Casa de
Austria. La diplomacia francesa intervino en 1629 para lograr una tregua de seis años entre
suecos y polacos en Altmark, que aseguraba el dominio sueco del Báltico oriental desde
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Carelia y Riga hasta Danzig. Gustavo [II] Adolfo […] contaba con una sólida industria de
cobre y hierro para abastecer el armamento de un ejército nacional que tenía garantizado su
reclutamiento y que se hallaba reforzado por un gran contingente de mercenarios. Sus
compañías estaban adiestradas siguiendo las flexibles técnicas de combate desarrolladas por los
holandeses en la década de 1590 y contaban con el efectivo apoyo táctico de artillería ligera de
campaña. Los suecos desembarcaron en Alemania por Peenemünde en julio de 1630 y a lo
largo de un año y medio multiplicaron sus efectivos con nuevos mercenarios hasta alcanzar los
130.000 hombres. Gustavo [II] Adolfo […] estableció para su financiación un sistema de
contribuciones de guerra sobre el este de Prusia y las demás tierras que iba ocupando en el
norte de Alemania, e incrementó los derechos aduaneros procedentes de los puertos del
Báltico a costa de los comerciantes holandeses e ingleses que traficaban a gran escala en la
región. Por el tratado de Bärwalde (1631), Luis XIII se comprometió a enviarle un elevado
subsidio anual para mantener un ejército sueco asentado permanentemente en Alemania.
Los príncipes protestantes alemanes liderados por Juan Jorge de Sajonia y Jorge Guillermo
de Brandemburgo acordaron por el llamado Manifiesto de Leipzig (1631) establecer una
alianza defensiva que garantizase la integridad constitucional del Sacro Imperio frente a las
fuerzas del Emperador y a los invasores suecos en una difícil posición neutral. El saqueo de
Frankfurt – am – Oder por estos, la destrucción de Magdeburgo por el bando católico y su
penetración en Sajonia provocaron una recelosa alianza de los príncipes protestantes con
Gustavo [II] Adolfo.
En la batalla de Breitenfeld (1631), las tropas sajonas dejaron solos a los suecos, que
pudieron derrotar finalmente a Tilly […]. Esta victoria acabó con las aspiraciones imperiales
sobre el Báltico y dejó al descubierto la mayor parte del centro de Alemania. Los suecos
ocuparon amplias zonas del oeste exigiendo rescates, préstamos y dinero por protección a
ciudades imperiales […]. Gustavo [II] Adolfo consideraba que la guerra debía costearse a sí
misma […]. Esta supremacía militar sueca que siguió alimentando la oposición de los príncipes
protestantes alemanes estaba muy alejada de los intereses defensivos suecos y dependía a la
larga de una incierta victoria total sobre las fuerzas imperiales y católicas. La batalla de Lützen
(1632), en la que murió el propio Gustavo [II] Adolfo, acabó con los grandes proyectos suecos.
Cuando estalló la guerra de Smolensko entre Polonia y Rusia (1632 – 1634), el Consejo de
Regencia sueco presidido por el canciller Oxenstierna acordó replegar el grueso de sus
tropas desde el sur de Alemania hacia Prusia y Pomerania para garantizar el control de estas
posesiones del norte, pero dejando importantes guarniciones en enclaves estratégicos […].
Aseguraron su influencia en los círculos de Franconia, Suabia y Renania, estableciendo con
sus principados protestantes la llamada Liga de Heilbronn (1633). El ejército de la Liga trató
de ocupar el sudoeste de Alemania y Bohemia tras el asesinato de Wallenstein, pero no pudo
evitar que las fuerzas imperiales restableciesen el contacto entre Baviera y las tierras de los
Habsburgo, para asediar después Nördlingen y reforzar su posición con la llegada del ejército
español que mandaba el Cardenal Infante camino de Flandes. La batalla de Nördlingen (1634)
entre las tropas protestantes y las fuerzas católicas, supuso el comienzo de una fase más
destructiva y compleja de la guerra, con maniobras militares más extensas y resultados más
indecisos.
La recuperación española sobre el Rin propició el alcance de un acuerdo, la Paz de Praga
(1635) entre Juan Jorge de Sajonia y el Emperador. El conflicto confesional quedó supeditado
a una realidad política más pragmática que, siguiendo los presupuestos ya planteados por
Olivares, consideraba que era imprescindible entenderse con los enemigos interiores para
expulsar a los suecos y franceses del Sacro Imperio. El Edicto de Restitución quedó
suspendido durante cuarenta años, se estipuló la devolución de las tierras eclesiásticas a quienes
las poseían antes de 1627, se denegó el voto en la dieta imperial a los administradores
protestantes, se aceptó la retención del título electoral para Maximiliano [I] de Baviera junto con
la mayor parte de las tierras ocupadas en el Palatinado, y se prohibió el mantenimiento de
ejércitos privados. Al acuerdo se sumaron la mayoría de los príncipes del norte de Alemania, y
fue respetado por los grupos luteranos del sur y por las principales ciudades imperiales.
2.6. La guerra hispano – francesa: hacia una guerra total (1635 – 1659)
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En mayo de 1635, Francia declaró formalmente la guerra a la Monarquía Hispánica,
aduciendo proteger a su aliado el elector de Tréveris, que había sido apresado por las tropas
españolas, y para hacer frente a la supuesta pretensión española de invadir Francia apoyando las
aspiraciones al trono de Gastón de Orléans. Su declaración vino precedida por una amplia red
de alianzas ofensivas orquestadas contra los Habsburgo, que incluían acuerdos con los ducados
de Saboya y Parma, con la recuperada Liga de Heilbronn –a la que se sumarían también los
suecos—, y con las Provincias Unidas. La guerra total que se recrudecerá en todos los frentes
acabaría sumiendo a los contendientes en profundas crisis políticas y económicas.
El Ejército de Flandes tuvo que volver a operar simultáneamente en dos frentes, y si bien la
campaña de 1636 se saldó con una profunda penetración en Francia que llegó hasta las
inmediaciones de París, fue respondida en 1637 con la ocupación francesa del ducado de
Luxemburgo y del Franco Condado, mientras Federico Enrique de Nassau recuperaba la plaza
de Breda y las Compañías de las Indias Orientales […] y Occidentales […] proseguían sus
conquistas en Brasil, el Caribe, Guinea, la India y el sureste asiático. Su victoria sobre las
fuerzas imperiales en Rheinfleden y la toma de Breisach (1638) permitió a los franceses
controlar Alsacia y el curso del Rin, al tiempo que sus ejércitos irrumpían en España sitiando
Fuenterrabía y Salses. A la determinante derrota de la armada española ante las fuerzas navales
holandesas en la batalla de las Dunas (1639), se añadirían en 1640 las sublevaciones de
Portugal y Cataluña –que sería invadida al año siguiente—, y la caída de Arrás junto con la
mayor parte de Artois.
Los suecos que se hallaban al borde de una desastrosa bancarrota ocasionada por las
aventuras militares de Gustavo [II] Adolfo, optaron por renunciar a Livonia y Prusia oriental
para firmar la Paz de Stumsdorf (1635) evitando así un nuevo conflicto con Polonia. Su
recuperación militar se pondrá de manifiesto en las rotundas victorias de Wittstock (1636) en
Brandemburgo y Chemnitz (1639) contra austríacos y sajones. Tras la segunda batalla de
Breitenfeld (1642), las tropas suecas tomaron Leipzig y prosiguieron su avance por Alemania,
Bohemia y Moravia, pero el estallido de una nueva guerra con Dinamarca (1643 – 1645) les
obligó a regresar. Una vez ocupados los obispados secularizados de Verden y Bremen, los
suecos se apoderaron del ducado de Holstein y completaron en 1644 la conquista de Jutlandia.
La derrota naval danesa de Femmern dejó las islas por primera vez a merced de una invasión y
forzó la negociación de la Paz de Brömsebro (1645). Este tratado constituye un hito para la
historia política danesa, pues la cesión de las islas de Ösel y Gotland a los suecos, y de otras
provincias noruegas estratégicas, convirtió a Dinamarca en un país cuya propia
independencia sólo podía asegurarse con el apoyo de otras potencias. También acabó con el
papel mediador de Cristián IV en las negociaciones de paz con el Sacro Imperio
emprendidas por su iniciativa en Osnabrück en 1642.
El emperador Fernando III (desde 1637 [y hasta 1657]) tuvo que hacer frente a una nueva
invasión de Hungría por parte del príncipe transilvano Jorge Rákóczy, y perdió gran parte de
su ejército en el repliegue de las fuerzas que había enviado en socorro de los daneses. Operando
conjuntamente con los franceses del mariscal Turena, las tropas suecas mandadas por
Wrangel llegaron a amenazar Viena (1646), asolaron Baviera (1647 – 1648) y lanzaron un
terrible ataque contra Praga cuando estaban a punto de firmarse las paces de Westfalia (1648).
Pese a la victoria francesa de Rocroi (1643), las operaciones de su ejército en el sur de
Alemania y en la margen oriental del Rin cosecharon importantes derrotas en su enfrentamiento
con las fuerzas de los Habsburgo y los bávaros […] hasta la llegada del arrollador avance sueco
en las campañas de 1645 – 1648. Éste se saldó con las masivas victorias de Allerheim y
Jánkov (1645). Las ofensivas francesas en Italia […] resultaron en general infructuosas. […]
[Asimismo, se vieron obligados a levantar el sitio de algunas plazas y abandonar otras que
habían conquistado debido] a la convulsión interior creada en Francia por el estallido de las
Frondas (1648 – 1653).
Durante esta última fase de la guerra en el Sacro Imperio, se multiplicaron los brotes de
epidemias y la escasez de cosechas. Los alojamientos de ejércitos de unas proporciones
hasta entonces desconocidas hicieron inviable cualquier sistema racional de suministros, y
sus desplazamientos a grandes distancias esquilmaron y asolaron atrozmente las tierras por
donde pasaban. Resulta muy difícil establecer un cálculo siquiera aproximado de las pérdidas
Javier Díez Llamazares
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globales de población por estos conflictos entre muertos, mutilados y exiliados, pero no cabe
duda de que su incidencia final fue muy elevada y de que tuvieron consecuencias económicas
a largo plazo. No obstante, se aprecia en muchas ciudades una capacidad de recuperación muy
rápida […], y de hecho, la inmigración de los exiliados aportó un nuevo dinamismo productivo
en las regiones de acogida. El tamaño de los ejércitos y su mayor potencia artillera les confirió
una enorme capacidad destructiva que iba dirigida no sólo contra objetivos militares, sino
también cada vez más contra la población civil.
Después de negociar las paces de Westfalia, que ponían fin a la Guerra de Flandes, la
Monarquía Hispánica pudo concentrarse en la recuperación de Cataluña y lanzar una fuerte
contraofensiva en varios frentes, que convertiría 1652 en un segundo Annus mirabilis.
Barcelona se rindió tras la batalla de Montjuïc y, en Italia, las fuerzas españolas tomaron
Casale en el Piamonte y recuperaron las estratégicas plazas de Porto Longone y Piombino en las
islas de la Toscana para mejorar sus comunicaciones entre Nápoles y Milán. En Flandes fracasó
un intento de recuperar Arrás, pero los nuevos éxitos sobre los franceses y sus aliados en Rocroi
(1654), Pavía (1655) y Valenciennes (1656) forzaron la negociación de un acuerdo de paz que
no se convertiría en definitivo hasta que las tropas inglesas de Cromwell no desequilibraran de
nuevo la balanza a favor de Francia. En 1654 los ingleses declararon la guerra contra la
Monarquía Hispánica y se apoderaron de la isla de Jamaica. La captura de las flotas de Indias
en 1657 y 1658, la victoria anglo – francesa en la batalla de las Dunas (1658), y la toma de
Dunquerque, Menin e Ypres por el mariscal Turena obligaron a la Monarquía a negociar los
términos de la Paz de los Pirineos (1659).
19.4. Las transformaciones militares
(FLORISTÁN, 387 – 389)
[…]
La Guerra de Flandes se había convertido en la escuela de armas de toda Europa. A ella
acudían soldados de fortuna y militares de carrera para aprender al vivo las últimas
técnicas de asedio, las innovaciones introducidas en los sistemas defensivos de fortificación,
que recurrían a un mejor aprovechamiento de las peculiares condiciones de estas tierras, la
combinación de recursos para el combate (artillería de campaña y de asedio, caballería
auxiliar, infantería de choque y de asalto, flotillas fluviales), el adiestramiento más exigente
de la tropa, o la estrategia conjunta que implicaba el uso de ejércitos de campaña y plazas
fortificadas, y rápidas maniobras facilitadas por su intrincada red de ríos y canales. Muchas
de estas innovaciones eran fruto de la modernización de conceptos tácticos acuñados en la
lectura de las historias clásicas grecorromanas, como sucediera con la construcción de líneas
de circunvalación y contravalación en los asedios tomadas del relato de los Comentarios de
Julio César sobre la Guerra de las Galias. Se editaron muchos tratados y discursos didácticos
para facilitar la difusión de estas nuevas formas de hacer la guerra y para mejorar la instrucción
y disciplina de los soldados y de sus mandos. Durante esta última fase de la guerra, la edición de
sueltas, relaciones, folletos y grabados también desempeñó un activo papel en la difusión de los
acontecimientos, brindando relatos patrióticos e imágenes victoriosas que contribuyeron
notablemente a animar su participación y su esfuerzo.
[…]
[…] Aunque siguen produciéndose expulsiones por motivos confesionales, la contienda se
libra especialmente en los asedios y, en parte, se racionaliza y tecnifica. El éxito de cada
contienda depende de las posibilidades de acción del ejército en campaña, de la capacidad
de resistencia de las guarniciones asediadas y de los socorros que puedan asistirlas. La
mayoría de las plazas son rendidas con un intenso fuego artillero y, una vez garantizado el
doble cierre exterior de sus fortificaciones, los asedios no suelen prolongarse mucho tiempo.
Algunas ciudades recurren, como sucederá en Alemania, al “sistema de protección”, pagando
una suma regular al enemigo para evitar el ataque.
[…]
(BENNASSAR, 447 – 450)
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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[…]
b) La propia duración del conflicto (prolongado de 1648 a 1659) y la intervención de
Gustavo [II] Adolfo de Suecia explican la evolución que experimentan los ejércitos. Al
principio, los siguen formando mercenarios, y están dotados de un armamento
mediocre. Cuando un príncipe quiere emprender una guerra, se dirige a un jefe militar,
verdadero empresario que se compromete a proporcionarle un número determinado de
hombres y que en seguida se dedica a contratar reclutas, cosa relativamente fácil si el
jefe ha recibido del príncipe el dinero necesario: el problema del reclutamiento es
sobre todo financiero, pues los hombres no faltan, especialmente en Alemania, Suiza e
Italia, donde existen mercados de soldados. En unas semanas, los regimientos
(generalmente de 1.000 a 1.500 hombres cada uno) se ponen en marcha. Al azar del
reclutamiento se codean con ellos los elementos más diversos: individuos de todos los
países, de todas las lenguas, de todas las religiones, que no luchan por una causa, sino
por oficio y afán de lucro. El único vínculo que existe entre estos hombres es el jefe que
los recluta y bajo cuyas órdenes se baten; su suerte está unida a la de éste. Por eso, los
jefes desempeñan un papel de primer plano en el conflicto, ya sean simples
aventureros como Mansfeld o Brunswick, o grandes capitanes como Wallenstein o
Sajonia – Weimar. El mantenimiento de las tropas de mercenarios plantea a sus jefes
y, por encima de ellos, a los príncipes que los emplean, un problema financiero mayor
que el de la leva. Para resolverlo, Wallenstein se dirige al banquero Hans de Witte que,
gracias a su crédito en todas las grandes plazas de negocios, consigue avituallar más o
menos al ejército imperial entre 1626 y 1630. Pero lo más frecuente es que los jefes no
puedan pagar regularmente la soldada de sus tropas, ni satisfacer las necesidades de
éstas en cereales, carne y follaje. En tales condiciones, los hombres se resarcen a costa
de los países que atraviesan, sean o no enemigos: el pillaje, acompañado a menudo de
los peores horrores, se convierte en norma, y no sólo beneficia a los propios soldados,
sino a las caravanas que los siguen: vendedores, desertores, mujeres y niños […] [.]
[…]
El armamento de estos mercenarios hace pocos progresos desde el s. XVI. La
artillería casi siempre se deja de lado, porque las culebrinas, los morteros y los
obuses son piezas muy pesadas, cuyo alcance y cadencia son muy reducidos. La
caballería se compone de coraceros pesadamente armados y de elementos más
sumariamente equipados y más móviles (carabineros, dragones, húsares). En cuanto a
los soldados de infantería, sus armas ofensivas siguen siendo muy imperfectas: los
dos tercios aproximadamente de una compañía van provistos de pica, larga lanza de
madera de cinco o seis metros, terminada en una punta de hierro; los demás, de
mosquete, que sustituye al antiguo arcabuz, pero que es un aparato muy pesado, de
corto alcance y carga tan complicada que se necesitan cinco minutos para disparar un
tiro. El deseo de los jefes de no arriesgar a la ligera el capital que representan sus
tropas explica que la estrategia sea siempre una estrategia de “accesorios”: se asedian
largamente las plazas importantes, se implanta una autoridad metódica en el país
ocupado, se observan y siguen de lejos los movimientos del ejército enemigo, se cuenta
con su fatiga o con sus dificultades de avituallamiento, pero, en la medida de lo posible,
se evita la gran batalla de destrucción. Si por casualidad los adversarios están de
acuerdo en enfrentarse en campo abierto, el encuentro se desarrolla según métodos
anticuados, que excluyen movilidad o maniobras hábiles: las dos infanterías,
dispuestas en cuadros de fondo y los mosqueteros, que se repliegan tras los piqueros a
cada descarga, intentan abrir brecha en los cuadros enemigos.
c) En 1631, la intervención de Gustavo [II] Adolfo y la llegada del ejército sueco a los
campos de batalla de Alemania, modifican profundamente las condiciones de la guerra.
Desde luego, el rey de Suecia utiliza los servicio[s] de mercenarios y jefes extranjeros,
como Sajonia – Weimar, pero el núcleo de su ejército es un ejército nacional: los
caballeros, de origen noble, son suecos, igual que los soldados de infantería, campesinos
obligados, a razón de uno sobre diez, a un servicio de veinte años. Así, constituyen una
tropa homogénea animada por un mismo ideal, formado de espíritu patriótico y de
Javier Díez Llamazares
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fervor luterano. Al pagarse el sueldo con bastante regularidad, el rey puede exigir una
relativa disciplina, lo que no excluye requisas e incluso saqueos. Además, al aprovechar
la experiencia adquirida en las guerras contra sus vecinos y la superioridad de la
industria metalúrgica sueca, modernizada por el flamenco Luis de Geer, Gustavo [II]
Adolfo incrementa considerablemente la potencia de tiro y la movilidad de su
ejército: mosqueteros más numerosos en relación con los piqueros, provistos de un
mosquete más manejable y de tiro más rápido gracias a la utilización del cartucho;
piezas de artillería de cobre, luego de hierro, numerosas, ligeras, móviles y eficaces;
coraceros más ligeros por llevar sólo media coraza, armados con una espada y dos
pistolas de rueda. A este notable instrumento de guerra, el “león del norte” asigna como
objetivo la destrucción del ejército enemigo: sus maniobras consisten en obligar al
adversario a presentar batalla y, una vez en el campo, abatirle por la potencia de
fuego; para eso, sustituye los cuadros en fondo y los escuadrones apretados por la
formación en filas cortas, tanto en infantería como en caballería. Nace un nuevo arte
de la guerra, cuyas lecciones serán puestas en práctica por los alumnos, directos o
indirectos de Gustavo [II] Adolfo: Sajonia – Weimar, Mercy, Turena, Condé.
[…]
19.5. Las consecuencias de la guerra
(BENNASSAR, 471 – 473)
Europa hacia 1660
Esta vez, la obra de Westfalia está verdaderamente completa y consolidada: la paz general
queda establecida. Como escribirá Luis XIV en sus Memorias a propósito de la situación de
Europa en 1661: “La calma reina en todas partes”. Pero Europa sale herida y transformada
de cuarenta años de guerra.
a) Despoblamiento y destrucción, tal es el triste balance de los países directamente
afectados por el paso de los guerreros. En este aspecto, Alemania es la gran víctima
del cataclismo. Las ciudades alemanas pierden, por término medio, casi un tercio de su
población; los campos, casi el 40 por 100. Sin embargo, estas cifras encubren las
considerables diferencias entre las diversas regiones: junto a provincias casi indemnes
(Austria, noroeste de Alemania) o relativamente poco afectadas (Bohemia y Moravia),
Brandemburgo, el obispado de Magdeburgo, Baviera y Franconia pierden la mitad de sus
habitantes; Pomerania, Mecklemburgo, Wurtemberg, el Palatinado y el valle del Rhin,
casi los dos tercios; Alsacia, Lorena, Champaña y Borgoña resultan terriblemente
afectadas también. Evidentemente, los desmanes de los ejércitos no son la única causa de
esto: determinados años, hambres y epidemias dan su contribución de víctimas; pero
una y otras son casi siempre consecuencias directas o indirectas del conflicto. El
considerable incremento de la mortalidad y el descenso de los matrimonios y la
natalidad explican la caída de la población en algunas regiones. A estas causas hay que
añadir la emigración masiva de individuos que huyen ante los ejércitos o que son
expulsados de su país por motivos religiosos.
La destrucción acompaña a la despoblación: las provincias alemanas más despobladas
son también las más arrasadas. Los campos sufren mucho más que las ciudades, que la
mayoría de las veces se han salvado al abrigo de sus murallas, a menos que las hayan
tomado por asalto. Pueblos enteros quedan abandonados; las tierras se convierten en
baldíos, el monte y los bosques ganan terreno, y los lobos circulan en manada por los
campos devastados y desiertos […] [.]
[…]
b) A los estragos materiales se añade la profunda conmoción moral de la población
alemana. Las atrocidades del interminable conflicto, el exceso de sufrimientos, el diario
espectáculo de la muerte, hacen que muchos sobrevivientes pongan todos los valores
en tela de juicio, lo que se traduce principalmente en una ola de inmoralidad,
denunciada por los predicadores, y en la práctica de la brujería. El arte se hace eco del
desmoronamiento espiritual.
Javier Díez Llamazares
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c) Políticamente, la Europa de 1660 no es exactamente la de 1600. La Casa de Austria
ya no representa un peligro para la paz europea y parece efectivamente asegurada su
división en dos ramas. Los Habsburgo de Viena se ven obligados a aceptar el
debilitamiento de la institución imperial y la casi independencia de los príncipes del
Imperio; también es verdad que, al mismo tiempo, su posición se encuentra reforzada
en sus Estados patrimoniales y en Bohemia, cuyo estatuto de reino hereditario y
germanizado no se revisó en 1648. Desligada de Alemania, se orienta hacia la
constitución de un gran Estado dinástico con eje en el Danubio y capaz de extenderse
hacia el Este a expensas de los turcos. España, debilitada militar y económicamente,
mutilada de los Países Bajos del Norte, así como de Artois, del Rosellón y, pronto, de
Portugal, deja de contar entre las potencias de primer orden. Inglaterra sale de su
aislamiento; las Provincias Unidas independientes y engrandecidas; Suecia, que
domina el Báltico. Estas son grandes potencias a quienes su vocación marítima
convierte en competidoras. Pero el hecho esencial es la situación preponderante
adquirida por Francia. El reino que el moribundo Mazarino entrega al joven Luis XIV
(1661) no sólo es más grande y está mejor protegido gracias a la adquisición de Artois,
Alsacia y Rosellón, sino que dispone de partidarios pertenecientes a casi todos los países
europeos, desde Suecia a los Estados del norte de Italia y desde la Inglaterra de Carlos
II Estuardo a los príncipes de la Liga del Rhin. El joven Luis XIV puede considerarse
justamente como el árbitro del continente […]. El prestigio intelectual, artístico y moral
de Francia no cesa de aumentar. Empieza la era de la preponderancia francesa en
Europa.
19.6. La paz de Westfalia
(FLORISTÁN, 395 – 397)
2.7. Nuevas paces para Europa: Westfalia, los Pirineos y el Norte (1648 – 1661)
Los dos tratados de Westfalia (octubre de 1648) alcanzados en Münster por los estados
católicos, y en Osnabrück por los suecos y los príncipes protestantes sentaron las bases del
futuro sistema europeo de estados. Como quedó demostrado en la propia negociación de las
paces entre 1643 y 1648, la resolución de los conflictos internacionales se realizaría a través
de un mecanismo de conferencias multilaterales basado en los nuevos principios de
soberanía, igualdad y equilibrio entre las potencias. Los múltiples tratados bilaterales que se
derivaron de estos dos acuerdos generales cambiaron para siempre la estructura del Sacro
Imperio y su organización política y religiosa, suprimiendo el tradicional ascendiente político,
jurídico y espiritual del papado y del emperador.
La derrota de los Habsburgo acabó con la política centralizadora introducida en el
Imperio y con sus intentos de reunificar Alemania bajo un mismo credo. El poder soberano
de los príncipes tanto en asuntos religiosos como a la hora de mantener relaciones con otros
estados, pactar alianzas o firmar acuerdos quedaría especialmente reforzado, en perjuicio de
la competencia de las dietas imperiales, pero no podrían utilizarse en contra del emperador.
El número de los electores pasaba de siete a ocho, pues se restituía el título electoral al
príncipe del Palatinado y se mantenía el otorgado al duque de Baviera. Aun así, los
Habsburgo recuperaron todas sus posesiones, a excepción de Lusacia (bajo dominio sajón) y
de otras posesiones en Alsacia y el Alto Rin, y reforzaron su autoridad en sus dominios
patrimoniales, reconociéndose implícitamente el absolutismo confesional que habían impuesto.
El Edicto de Restitución y la Paz de Praga quedaron sin efecto, y la Reserva Eclesiástica
se aplicó sobre las tierras de señoríos eclesiásticos católicos y protestantes, dejando que los
administradores de estos principados tuviesen representación propia en la Dieta Imperial. Los
calvinistas fueron reconocidos como reformados pertenecientes a la Confesión Protestante de
Augsburgo, pero se excluyó cualquier mención a otras minorías religiosas (anabaptistas,
unitarios, hermanos bohemios y moravos). Varios artículos del tratado de Münster aspiraban a
restablecer el libre comercio en el Sacro Imperio y especialmente en el curso del Rin,
favoreciendo el control sueco de las desembocaduras de los principales ríos alemanes (Oder,
Elba, Weser), pero en la práctica estas disposiciones sólo tendrían una aplicación lenta y parcial.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
La independencia de la República de las Provincias Unidas y de la Confederación
Helvética, formalmente incluidas en la redacción de los tratados, implicaba que, a partir de
entonces, todo cambio en los límites fronterizos europeos y coloniales requeriría un
reconocimiento internacional.
En su calidad de potencias vencedoras, Francia y Suecia no sólo exigieron una serie de
compensaciones económicas y territoriales, sino también un papel más activo en los asuntos
del Sacro Imperio, al que pertenecían ahora como miembros de pleno derecho. Se erigieron,
además, como garantes de las libertades germánicas y de lo estipulado en estos tratados,
frente a cualquier agresión por parte del emperador y de otras potencias. Francia reforzaba su
presencia en Alemania al reconocérsele una absoluta soberanía sobre los obispados de Metz,
Toul y Verdún, así como otros territorios en Alsacia. Y se aseguraba también la neutralidad del
emperador en la guerra que mantenía con la Monarquía Hispánica. Suecia se convertía en la
principal potencia en el Báltico, con la concesión de una elevada compensación económica de 5
millones de táleros imperiales pagados en efectivo, y la posesión de la parte occidental de
Pomerania, incluida la estratégica provincia de Stettin en la desembocadura del Oder, las islas
de Rugen, Usedom y Wollin, y los arzobispados de Verden y Bremen. Su único rival en el norte
de Alemania sería el elector de Brandemburgo, que además de conseguir mantener el control
sobre la Pomerania oriental, se veía compensando con los estados de Magdeburgo, Halberstadt
y Minden, que le permitían comunicar sus territorios patrimoniales con los ducados renanos de
Cleves y Mark. En la parte meridional del Imperio, el ducado de Baviera se erigía en el único
rival de los Habsburgo austríacos al mantener su título electoral y la anexión del Alto
Palatinado. Se volvía a restaurar en sus dominios a aquellos príncipes que habían sido
excluidos durante la Paz de Praga: el duque de Wurttemberg, el landgrave de Hesse –
Cassel y el margrave de Baden – Durlach. De esta forma se ponía fin al enfrentamiento entre
los príncipes protestantes y el emperador.
La secularización de la política internacional que se afirma en los tratados de Westfalia y
la relativa estabilidad que se produjo entre las potencias firmantes ofrecían las condiciones
necesarias para el desarrollo de un derecho público europeo con un sistema dual, que seguía
dominado por los principios de soberanía y el voluntarismo de los estados, pero que reconocía
también la existencia de una sociedad internacional autónoma dotada de poder legislativo.
Entre los tratados bilaterales acordados por las diversas potencias congregadas en Münster,
cabría destacar el firmado el 30 de enero de 1648 entre la Monarquía Hispánica y las Provincias
Unidas. Por él quedaba estipulado el reconocimiento de las siete provincias septentrionales
de los Países Bajos como estados libres, independientes y soberanos; se renunciaba a toda
pretensión sobre los territorios ocupados por los holandeses durante el conflicto, los
llamados estados de la Generalidad y Ultramosa; y se mantenían cerradas las bocas del
Escalda y otros canales para entorpecer la recuperación económica de Amberes. Seguía sin
asegurarse la libertad de culto público para los católicos en los Países Bajos, y se admitían
los derechos neerlandeses sobre las colonias ocupadas a la corona de Portugal en Asia, África
y Brasil hasta 1641. Por primera vez y de forma explícita, la Monarquía Hispánica
renunciaba a su teórico exclusivismo en el continente americano al reconocer a las
Provincias Unidas el derecho a navegar y comerciar en aquellas tierras que no estuvieran bajo
control español.
La paz se hacía efectiva no sólo en los territorios europeos, sino que se extendía también a
las áreas coloniales mediante un reparto de zonas de influencia y estableciendo los límites y
derechos de ambas potencias. Un reparto del mundo que explica el mutuo deseo de estabilidad
y la coincidencia de unos intereses compartidos frente a toda futura injerencia francesa o
británica. Los negociadores españoles evitaron que las Provincias Unidas obtuvieran derecho
a extraer sal de la Punta de Araya (Venezuela) o que participasen en la trata de esclavos en
los dominios americanos. En las Indias Orientales, la Monarquía se comprometía a no ampliar
sus posesiones, conservando íntegramente los asentamientos existentes en Filipinas.
Con el propósito de facilitar el comercio hispano – neerlandés y de evitar las continuas
confiscaciones y apresamientos de navíos neerlandeses, se dictó un artículo adicional (1648)
que sería ampliado con el tratado de navegación y comercio (1650). El tratado de Münster
logró no sólo neutralizar los problemas que hasta entonces se habían interpuesto en las
Javier Díez Llamazares
27
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 19
relaciones hispano – neerlandesas, sino que creó las bases para un progresivo acercamiento
entre ambas potencias avivado por sus mutuos intereses económicos y por la beligerancia de la
Francia de Luis XIV.
La Paz de los Pirineos (1659), que debe este nombre a la nueva delimitación de la frontera
hispano – francesa, reconoció para Francia la posesión de los condados catalanes del
Rosellón, Conflent y la Cerdaña, pero también las provincias de Artois, Hainaut y
Luxemburgo en los Países Bajos, junto con una serie de estratégicas plazas flamencas, pero
dejando Dunquerque bajo dominio inglés. A cambio, los franceses no prestarían asistencia a
los rebeldes portugueses y rehabilitarían al príncipe de Condé, que se había aliado al bando
español. Pese a esas significativas pérdidas territoriales ultrapirenaicas, Cataluña experimentó
un nuevo dinamismo facilitado por la libertad de comercio establecida con el tratado. Como
sucediera en 1615, el acuerdo quedó garantizado por el matrimonio entre Luis XIV y María
Teresa de Austria, y el solemne acto de las entregas tuvo lugar en las Islas de los Faisanes,
sobre el Bidasoa.
Pocos años después de la firma de las paces de Westfalia, se reanudaron los conflictos en la
Europa báltica. Así, en 1654 Carlos [X] Gustavo […] [(1654 – 1660)] de Suecia invade
Dinamarca[, tras la invasión danesa del ducado de Holstein – Gottorp por parte de Federico
III (1648 – 1670)], cierra los pasos del Sund y fuerza a los daneses a entregar Escania,
Halland y Blekinge por la Paz de Röskilde (1658). Al mismo tiempo, sus ejércitos ocupan
gran parte del norte de Polonia y se apoderan de Varsovia (1656). El rey polaco Juan [II]
Casimiro [V] [(1648 – 1668)] tiene que hacer frente a la expansión rusa que se anexiona
Smolensko y Vilna (1654), pero consigue agrupar una fuerte coalición contra los invasores de la
que forman parte las Provincias Unidas, Brandemburgo y el emperador Leopoldo I [(1658 –
1705)]. Sus victorias en 1659 y las mediaciones diplomáticas francesas fuerzan la firma de los
tratados de la Oliva y Copenhague en 1660, y de Kardis en 1661, que se engloban bajo la
rúbrica de “primera paz del Norte”. El balance es desastroso para Dinamarca, pues perderá su
control exclusivo sobre los derechos arancelarios del Sund, compartidos ahora con los suecos, y
quedará relegada a un papel muy secundario en el Báltico. Suecia obtendrá también la Livonia
interior, y Brandemburgo, la Prusia oriental[, que ya se había desvinculado de sus lazos feudales
con Polonia a raíz del tratado de Königsberg (1656) impuesto por el monarca sueco], mientras
los rusos conservarán sus conquistas sobre Ucrania oriental y sobre los antiguos territorios de la
Orden teutónica.
Javier Díez Llamazares
28
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
Tema 20: La crisis de la Monarquía Hispánica y el siglo de
Luis XIV
0.0. Sumario
20.1. Las revueltas de 1640 en la monarquía de Felipe IV
20.2. El enfrentamiento hispano – francés y la pérdida de Portugal
20.3. La hegemonía de Luis XIV
20.4. Suecia y el Báltico
20.5. El retroceso de Turquía
20.6. La guerra de Sucesión española
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 467 – 471 (Lebrun),
536 – 538 (Lebrun), 563 – 565 (Lebrun) y 615 – 622 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 368 – 370
(Felipo) y 468 – 487 (Ribot).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 436 – 437 (Canet).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, capítulo 21 (Lebrun); p.
622 – 635 (Lebrun) y 673 – 687 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, capítulo 20
(Ribot); p. 440 – 442 (S. Ayán).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 432 – 436 (Canet) y
438 – 439 (Canet).
20.1. Las revueltas de 1640 en la monarquía de Felipe IV
(FLORISTÁN, 368 – 370)
4.3. Las sublevaciones de 1640
Para la Monarquía española la década de 1640 constituyó un período de revueltas que la
condujeron a una situación verdaderamente crítica. Pese a sus caracteres diferentes las
sublevaciones de Cataluña, Portugal, Andalucía, Aragón, Nápoles o Sicilia amenazaron con
descomponerla irreparablemente.
Cataluña se convirtió, desde la declaración de guerra a España por Francia en 1635, en un
importante centro estratégico. Pese a ello, la negativa a reclutar tropas y reunir subsidios
expresada en las Cortes de 1626 persistió durante los años siguientes. Para evitar este problema,
cuando se plantearon las operaciones militares de 1639, Olivares y sus consejeros eligieron
deliberadamente Cataluña como frente desde donde combatir a Francia para forzarla a
contribuir en el esfuerzo bélico. De hecho, a raíz de la campaña de Salces, Cataluña se vio
obligada a reclutar tropas y además un ejército real de 9.000 hombres pasó el invierno en el
Principado como preparación para la campaña de primavera de 1640. El alojamiento del
ejército vulneraba las Constituciones catalanas. Además, en febrero de 1640 Olivares ordenó
firmes medidas para el abastecimiento y el pago de las tropas y para nuevos reclutamientos. Por
su negativa a colaborar fueron encarcelados un miembro de la Diputación y dos del Consejo
Municipal de Barcelona. A principios de mayo los campesinos de las regiones occidentales de
Gerona y la Selva atacaron a los tercios y se desató la violencia. A fines de mes las fuerzas
campesinas se infiltraron en Barcelona. Allí se les unieron los segadores, trabajadores
temporeros, que pronto tuvieron a la ciudad a su merced y mataron al virrey, marqués de Santa
Coloma, en el puerto de Barcelona cuando embarcaba para huir (Corpus de la Sang). El vacío
político y la revuelta popular indujeron a la Generalitat a convocar una Junta de Braços que,
Javier Díez Llamazares
1
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
bajo la dirección del diputado eclesiástico Pau Clarís, transformó el levantamiento en un
movimiento político contra el gobierno de la Monarquía. Pero, ante la radicalización de
posturas, los dirigentes de la rebelión fueron incapaces de gobernar Cataluña
independientemente, y por iniciativa de Pau Clarís y Francesc Tamarit solicitaron la
protección francesa, colocándose bajo el gobierno de Luis XIII el 23 de enero de 1641. Desde
entonces Cataluña se convirtió en un teatro de operaciones francesas. Las quejas de los
catalanes se volvieron ahora contra Francia. Ello ofreció a Felipe IV la oportunidad de hacer un
esfuerzo supremo por recuperar el Principado. A mediados de 1651 el ejército español, guiado
por don Juan José de Austria, asedió Barcelona. Los franceses fueron incapaces de
proporcionar ayuda a la ciudad, que se rindió el 13 de octubre de 1652, aceptando la soberanía
de Felipe IV y a don Juan como virrey, a cambio de una amnistía general y de la promesa
del rey de observar las constituciones.
Al igual que Cataluña, Portugal planteaba a la Corona un problema fiscal al no
proporcionar unos ingresos regulares a la hacienda. Pero, además de dinero, Olivares
deseaba tropas de Portugal para acabar con la rebelión catalana. La nobleza portuguesa se
negó a servir fuera de su país y en otoño de 1640 algunos de sus miembros empezaron a tramar
la revuelta, depositando su confianza en don Juan de Braganza, que podía alegar derechos
dinásticos al trono portugués y se había convertido en un símbolo de la unidad nacional.
Apremiado por un grupo de nobles destacados, y contando con el apoyo de los influyentes
jesuitas y de las clases populares, el 1 de diciembre de 1640 fue proclamado rey con el nombre
de Juan IV de Portugal. Después de unos años de enfrentamientos, en 1668 la viuda de Felipe
IV tuvo que reconocer la independencia de Portugal. En Andalucía una conspiración
nobiliaria protagonizada por dos miembros de la familia Guzmán pretendió proclamar rey
al duque de Medinasidonia siguiendo un plan concebido por el marqués de Ayamonte.
Descubierta ésta, Medinasidonia fue confinado en Castilla la Vieja y ejecutado en 1648.
También el reino de Aragón atravesó momentos difíciles durante la década. En 1641 se
destituyó al virrey, duque de Nochera, por su simpatía a la rebelión catalana. En 1643 la
permanencia de un ejército provocó la matanza de los soldados valones en Zaragoza. En 1648
fue desarticulada la conspiración del duque de Híjar, un aristócrata gallego que había
heredado un título aragonés y pretendía proclamarse rey de Aragón. La conspiración fue
descubierta y el duque de Híjar condenado a prisión perpetua en el castillo de León. El reino de
Valencia vivió durante los años 1646 – 1648 una situación calificada por Molas de
“prerrevolucionaria”, por la confluencia del esfuerzo de la guerra, la incidencia del
bandolerismo y la lucha de las facciones oligárquicas de la capital. Pero en este caso la hábil
actuación del virrey, conde de Oropesa, consiguió desactivar una situación conflictiva en la
que abundaron las incitaciones a la rebelión siguiendo el ejemplo de Nápoles y Sicilia. En
Navarra en 1648 el capitán Miguel de Itúrbide, caballero de Santiago, enarboló la bandera
del legitimismo de los Albret, duques de Bearne, para una intentona separatista que no tuvo
seguidores ni éxito.
Fuera de España los movimientos insurreccionales más amplios tuvieron como escenario
Palermo y Nápoles. La revuelta de Palermo se inició en mayo de 1647 como un motín de
subsistencias, que derivó hacia reivindicaciones sociales y políticas contra los privilegios
nobiliarios y el gobierno municipal. La habilidad del virrey, marqués de los Vélez, permitió el
control de la situación el mismo año, si bien no quedó definitivamente zanjada hasta la
promulgación de una amnistía general en 1648. También la revuelta de Nápoles de 1647
adquirió un carácter social en su primera fase, dirigida por el líder popular Massaniello. El
asesinato de éste abrió paso a un movimiento independentista que llegó a proclamar una
república napolitana con ayuda francesa. Sin embargo, las tropas españolas guiadas por don
Juan José de Austria consiguieron sofocar la revuelta en 1648.
20.2. El enfrentamiento hispano – francés y la pérdida de Portugal
(BENNASSAR, 467 – 470, 536 – 538)
La guerra franco – española y el Tratado de los Pirineos
Javier Díez Llamazares
2
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
a)
b)
TEMA 20
Las revueltas de la Fronda y la sublevación de París y de una parte de Francia contra
Mazarino benefician ampliamente a España, permitiéndole continuar la lucha a pesar
de su aislamiento y cansancio. No sólo no pueden los ejércitos franceses emprender
ninguna acción importante, sino que Felipe IV encuentra aliados entre los facciosos,
en la propia Francia: Turena combate contra las tropas reales en Rethel, en 1650
Condé, el vencedor de Rocroi y de Lens, firma un tratado con España y asedia Rocroi
al frente de tropas españolas (1653).
Sin embargo, desde 1652 y el fin de la Fronda, Mazarino, consciente de que la decisión
será principalmente de orden diplomático para obligar a España a la paz, intenta agravar
aún más su aislamiento e incluso crearle nuevos enemigos. La vuelta de Inglaterra a la
escena europea, después del largo eclipse de las agitaciones interiores y la guerra civil
(1625 – 1650) constituye a este respecto el acontecimiento más importante de la década
de 1650. Vencedor de sus rivales holandeses después de una guerra corta pero difícil
(1652 – 1654), Cro[…]mwell piensa sacar partido del conflicto franco – español, para
aliarse con el mejor postor. Piensa primero en el rey de España, con la esperanza de
someter a Francia, favorable a los Estuardo y rival comercial; pero las condiciones
ofrecidas por Felipe IV (cesión de Calais, a conquistar) le parecen insuficientes y,
después de largos regateos, se decide a firmar, en 1655, un tratado de amistad con
Francia a cambio de la cesión de Dunkerque y diversas ventajas comerciales.
Inglaterra, que había firmado el año anterior un acuerdo con Portugal, rompe con
España. En 1655 una flota inglesa se apodera de Jamaica, en las Antillas españolas.
Al mismo tiempo, Mazarino interviene en los conflictos del Norte para impedir un
debilitamiento de su aliado sueco frente a Polonia y Dinamarca […]. Sobre todo,
procura con todas sus fuerzas mantener al Imperio en una estricta neutralidad. Le
ayudan a ello el cansancio de la mayoría de los príncipes alemanes y la iniciativa del
arzobispo – elector de Maguncia, que organiza una Liga del Rhin a la que se adhieren
los tres electores eclesiásticos, algunos príncipes de la Alemania renana, el rey de
Suecia en tanto duque de Bremen y Verden, y el rey de Francia. El 15 de agosto de
1658, los miembros de la Liga acuerdan una alianza defensiva de tres años para la
salvaguardia de los tratados de Westfalia.
El 23 de marzo de 1657, el acuerdo franco – inglés de 1655 se convierte en una
alianza ofensiva según la cual Inglaterra se compromete a proporcionar a Francia la
ayuda de su flota y de un regimiento de 6.000 hombres. Unas semanas más tarde, un
ejército anglo – francés mandado por Turena penetra en Flandes y pone sitio a
Dunkerque, apoyado por la escuadra inglesa. Un ejército español, al mando de Condé y
de don Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV, intenta romper el cerco de la plaza,
pero es derrotado por Turena el 14 de julio de 1658 (batalla de las Dunas). Dunkerque,
que capitula unos días después, se devuelve a los ingleses, una vez que Luis XIV hace
su entrada en ella. En las semanas siguientes, Dixmude, Gravelinas e Ypres caen en
manos de los franceses. Vencida, España tiene que decidirse a pactar.
De hecho, en julio de 1656, en Madrid, se habían iniciado negociaciones entre el
francés Hugo de Lionne y el ministro español don Luis de Haro, pero no vuelven a
reanudarse en serio hasta después de la batalla de las Dunas, en Lyon. Mazarino, que
sueña con atribuir eventualmente a Luis XIV derechos de sucesión al trono de España,
propone el matrimonio del rey con la infanta María Teresa. Ante las reticencias de
Felipe IV, Mazarino viaja con la corte a Lyon y aparenta entablar conversaciones con
vistas al matrimonio del rey con una princesa de Saboya, haciendo saber a los españoles
que, en esas condiciones, Francia se mostraría mucho más exigente en el capítulo de las
concesiones territoriales (noviembre de 1658). La “comedia de Lyon” tiene éxito:
sobre las bases propuestas por Mazarino, Felipe IV acepta reanudar las negociaciones
interrumpidas. Sin embargo, éstas, que se celebran en París (febrero – junio de 1659), y
luego en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa, son largas y difíciles: además del
problema del matrimonio, el caso Condé da lugar a agrias discusiones, pues el rey de
España cifra su pundonor en no abandonar al rebelde a las justas represalias de Luis
XIV. Finalmente, tras una serie de conferencias entre Mazarino y Luis de Haro, se firma
Javier Díez Llamazares
3
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
el Tratado de los Pirineos el 7 de noviembre de 1659. España cede a Francia el
Rosellón, Artois (menos Aire y Saint – Omer) y una serie de plazas fuertes desde
Flandes a Luxemburgo (Gravelinas, Le Quesnoy, Landrecies, Avesnes, Philippeville,
Marienbourg, Montmédy, Thionville). El duque de Lorena, Carlos IV [(1624 – 1634
y 1661 – 1675)], recupera su ducado, pero cede a Francia el Clermontois, Stenay y
Dun, y otorga a las tropas francesas un derecho de paso para llegar a Alsacia. Condé,
que acepta escribir a Luis XIV una carta de sumisión en la que se remite a la
indulgencia real, es perdonado y recupera sus títulos y sus bienes. El contrato de
matrimonio, firmado ese mismo día, prevé la renuncia de la infanta a sus derechos a
la Corona de España, abonando el pago de una dote de 500.000 escudos de oro[.]
[…]
El tratado es severamente juzgado por algunos franceses (como Saint – Evremond),
que reprochan a Mazarino el haber sacrificado la adquisición de los Países Bajos a
la quimera de la sucesión española; no por ello deja de consolidar la primacía francesa
en Europa después de Westfalia.
[…]
El Portugal español y su posterior independencia
a) Desde 1580, el rey de España también es rey de Portugal, realizando así la unidad de
la península. Ciertamente, Felipe II y, en menor medida, Felipe III, respetan el
carácter de unión personal de las dos Coronas, dejando a sus súbditos sus propias
leyes y administración. Sin embargo, los portugueses soportan mal la pérdida de su
independencia, más aún cuando, gracias a la guerra contra España, los holandeses se
apoderan de gran parte de sus colonias […]. Además, convertido Olivares en primer
ministro, quiere extender a Portugal su política centralizadora en beneficio de
Castilla; prepara la fusión administrativa de los dos reinos, especialmente la
absorción de las cortes portuguesas por las cortes castellanas, y distribuye los altos
cargos del reino entre nobles españoles. La toma de Recife (1630) y de una parte del
litoral brasileño por los holandeses impacientan a los portugueses, que reprochan a los
españoles no haberlas defendido suficientemente. En 1635 – 1637 la implantación y
rigurosa recaudación de una tasa del 5 por 100 sobre todos los bienes territoriales
aumenta el descontento, dirigido menos contra la virreina Margarita de Saboya que
contra su odiado ministro, Vasconcelos, impuesto por Olivares. Para calmar los ánimos,
éste nombra gobernador militar al duque Juan de Braganza, descendiente de la
antigua dinastía real portuguesa. Pero, instigado por su mujer, la ambiciosa Luisa de
Guzmán, Braganza se alía con la oposición nacional fomentada bajo cuerda por
Richelieu. El 1 de diciembre de 1640 estalla una insurrección en Lisboa: la guardia
castellana es atacada, Vasconcelos muerto y Margarita conducida a la frontera; el 28 de
enero de 1641 el duque de Braganza, apoyado por el clero y una gran parte de la
nobleza, es proclamado rey de Portugal bajo el nombre de Juan IV [(1641 – 1656)].
En junio, el nuevo rey se alía con los adversarios de España, Francia y Holanda
(mediante una tregua de doce años en las Indias orientales y en Brasil), y al año
siguiente con Inglaterra. Madrid se niega a reconocer los hechos consumados y
empieza una guerra de veintisiete años al margen del gran conflicto franco – español.
Por lo demás, la lucha es llevada blandamente por ambos bandos. Tras rechazar un
ejército enviado por Felipe IV, los portugueses, ayudados por Francia, invaden Galicia
(1641). En 1644 derrotan a los españoles en Montijo y luego en Elvas, en 1659. Al
mismo tiempo, Juan IV consigue reprimir los complots fomentados por España en el
interior del reino. La paz de los Pirineos (1659) priva de momento a Portugal de la
ayuda financiera de Francia; pero en 1661, Luis XIV, que intenta por todos los medios
debilitar a España, decide ayudar de nuevo a Lisboa bajo la cobertura del aliado
inglés[.]
[…]
Es así como, gracias al apoyo de las tropas francesas de Schomberg, los portugueses
rechazan dos intentos de invasión de los españoles, la primera vez en Ameyxial en 1663
Javier Díez Llamazares
4
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
TEMA 20
y la segunda en Villa – Viçosa el 17 de junio de 1665. Esta última y decisiva victoria
obliga a los españoles a reconocer la independencia portuguesa a cambio de Ceuta
por el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de febrero de 1668.
A Juan IV, gran artífice de la independencia, sucede en 1656 su hijo Alfonso VI (1656
– 1683); pero éste es un enfermo y un desequilibrado, y en 1667 es depuesto y relegado
a las Azores. Así pues, su hermano Pedro se convierte en regente, y después en rey a la
muerte de Alfonso [VI] en 1683, bajo el nombre de Pedro II (1683 – 1706). Enérgico y
autoritario, se esfuerza en realizar una política nacional y en gobernar como
monarca absoluto su reino portugués y lo que quedaba del imperio colonial, es decir,
Brasil y algunas posesiones en África y en el océano Índico; en 1684 un arancel
aduanero protege a Portugal contra las mercancías extranjeras; el descubrimiento de
minas de oro en Brasil hacia 1690 asegura al rey ingresos regulares y le permite no
convocar más a las cortes a partir de 1697. La literatura muy hispanizante todavía con
Manuel de Melo (1611 – 1667), recobra su originalidad al dejar paso a la influencia
francesa.
Fiel durante mucho tiempo a la doble alianza con Inglaterra y Francia, Pedro II opta
por la alianza inglesa a comienzos de la guerra de Sucesión española. El tratado
comercial negociado por lord Methuen se firma el 27 de diciembre de 1703: los
ingleses obtienen, a cambio de la apertura del mercado británico a los vinos
portugueses, la anulación a su favor del arancel de 1684, el derecho a tener
almacenes en Lisboa y a comerciar libremente con Brasil; así, Portugal y el inmenso
mercado brasileño dan paso a los paños y otros productos manufacturados ingleses. El
Tratado de Methuen sella para mucho tiempo el destino del pequeño reino atlántico,
cuya recuperada soberanía no logra esconder una estrecha dependencia económica e
incluso política respecto a Gran Bretaña.
20.3. La hegemonía de Luis XIV
(FLORISTÁN, 468 – 478)
2. El imperialismo de Luis XIV
En 1661, a raíz de la muerte del cardenal Mazarino, Luis XIV, quien contaba apenas con
23 años, inició su largo reinado personal, que habría de convertirle en la personificación más
acabada del absolutismo monárquico. En el ámbito internacional, sus ambiciones le llevaron a
un expansionismo agresivo, que acabaría concitando en su contra a la mayoría de los
soberanos europeos. Ciertamente, disponía del estado más rico y poblado de Europa –a
mediados de los años sesenta alojaba casi un tercio de los habitantes del continente— pero la
capacidad para movilizar sus recursos se debió a la política absolutista y centralizadora. La
hegemonía de Francia tuvo como contrapartida, sobre todo en las últimas décadas, el
empobrecimiento de muchos sectores sociales y zonas geográficas del país.
Los historiadores se han preguntado repetidamente por los móviles que determinaron la
política exterior de Luis XIV. Se ha aludido así a la necesidad de reforzar la defensa
continental de Francia por medio de la consecución de sus fronteras naturales en el nordeste y
el este –al comienzo de su reinado, en 1662, compró Dunkerque a los ingleses y negoció la
sucesión de Lorena— o a las aspiraciones del rey sobre los territorios del decadente imperio
español. Sin embargo, la motivación más sólida parece ser su ansia de gloria, una obsesión
plenamente coherente con su mentalidad absolutista y el ideal clásico que domina la cultura
francesa durante aquellos años. Convencido de la preeminencia de la corona francesa, miembro
de una familia de reciente acceso al trono y obsesionado con el recuerdo de la precariedad del
poder real en sus años jóvenes, durante la Fronda, Luis XIV defendió el origen divino de su
poder absoluto y desarrolló todo un programa de autoglorificación. La corte, el ritual y las
ceremonias, las edificaciones, la escultura y la pintura, la propaganda, todo contribuiría a su
exaltación, lo mismo que el éxito en la creación de un aparato de poder centralizado y eficaz, y
en el designio de elevar a Francia al primer lugar en el concierto de las naciones y convertirse en
el dominador de Europa. Los triunfos bélicos eran esenciales, por lo que no era extraño verle
entrar en las ciudades conquistadas a la cabeza de sus ejércitos. Su lema: Nec pluribus impar
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
manifestaba su disposición a no reconocer como igual a ningún otro soberano[, como lo
demuestran varios incidentes que acabarían con el reconocimiento de otros príncipes de esta
precedencia del monarca francés (p.ej. Carlos II de España, o el papa Alejandro VII en
1661)] […].
El poderío internacional de Francia, que culmina en el reinado de Luis XIV, se asienta sobre
la política de reforzamiento del poder real emprendida por Enrique IV y proseguida por los
cardenales Richelieu y Mazarino, y cuenta con toda una serie de eficaces colaboradores del rey,
entre los que destacan[: Michel Le Tellier y su hijo el marqués de Louvois, organizadores del
ejército; el constructor de fortificaciones, Vauban; el superintendente general de finanzas y
artífice de la poderosa marina de guerra, Colbert; y un amplio grupo de generales (p.ej. Condé,
Turenne, Schomberg, el duque de Luxembourg, el duque de Berwick, el duque de
Vendôme, el duque de Villars o Maximiliano II Manuel de Baviera) y algún que otro
destacado almirante de la marina real (p.ej. Abraham Duquesne o el conde de Tourville)]
[…].
La acción internacional de Luis XIV fue, ante todo, un resultado de la buena organización
burocrática, de la eficacia administrativa del aparato estatal. El ejército fue su efecto más
llamativo, pues el predominio militar francés no se basó apenas en innovaciones tácticas o
armamentísticas, terreno éste en que la modificación más importante –desde los primeros años
del s. XVIII— fue la sustitución del mosquete y la pica por el fusil, completado por la
bayoneta de cubo puesta a punto por Vauban en 1687. Francia elevó el número de hombres
bajo sus armas a cifras nunca conocidas hasta entonces, perfeccionando de forma considerable
la organización militar, el reclutamiento, la estructuración de los mandos y las diversas
unidades, la disciplina, o la atención a los soldados. El ejército de Luis XIV se constituyó así en
un modelo a imitar, que inspiraría en la centuria siguiente las realizaciones de Prusia y Rusia.
Pero no sería justo olvidar el importante papel de los diplomáticos y la red de informadores
y espías distribuida por las cortes europeas[: un buen ejemplo es la hábil actuación del
embajador marqués de Harcourt en la consecución de la herencia de la corona española a
favor de un nieto de Luis XIV] […].
Todas estas valoraciones no deben llevarnos, sin embargo, a desfigurar la realidad. La
política exterior francesa tuvo éxitos, pero también fracasos, y el balance final presenta
claroscuros, con el agravante de que la hegemonía internacional de Francia resultó efímera, pues
no sobrevivió a Luis XIV. El éxito en la contención de su política se debió, en buena medida, a
la creación de sucesivas coaliciones internacionales en su contra, tarea ésta en la que la
diplomacia española jugó un importante papel. El hecho de que en ellas figurasen enemigos
tradicionales –como España, Holanda, Inglaterra o el Imperio— y se juntaran soberanos
católicos con protestantes es un índice de la secularización y los principios “estatalistas” que
comenzaban a dominar la escena internacional. También entre los adversarios de Luis XIV hubo
políticos destacados, especialmente Guillermo III de Orange, estatúder de Holanda y, desde
1688, rey de Inglaterra; no faltaron asimismo los generales prestigiosos, como el italiano al
servicio de Leopoldo I, Raimondo Montecuccoli; el francés Eugenio de Saboya, quien había
entrado al servicio del emperador en 1683, destacando en las guerras contra los turcos, y
posteriormente, en la guerra de Sucesión; y el inglés duque de Marlborough. En la lucha
contra los turcos brillaron también, en el bando austríaco, el duque Carlos V de Lorena, el
elector Maximiliano [II] Manuel de Baviera y el margrave Luis de Baden. Los holandeses,
por último, tuvieron almirantes como Cornelis Tromp y, sobre todo, Miguel Adrián de
Ruyter (1607 – 1676), quien fue, seguramente, el mayor genio naval del s. XVII.
3. Las primeras guerras (1667 – 1678)
Pese a las transformaciones que se estaban produciendo en las relaciones internacionales,
subsistían muchos de los elementos tradicionales, y entre ellos, el decisivo papel político de los
matrimonios de estado. La boda de Luis XIV con la infanta española María Teresa, hija
mayor de Felipe IV, que inició simbólicamente una nueva era de amistad franco – española tras
la paz de los Pirineos, habría de ser uno de los hechos más decisivos del reinado, puesto que
reforzaba las aspiraciones del monarca francés sobre territorios de la monarquía hispana. Luis
XIV estaba convencido de que la gloria de Francia sólo podía edificarse en oposición a los
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Habsburgo madrileños […]. A pesar de la amistad oficial, Luis XIV apoyó a los rebeldes
portugueses frente a España. En 1663, el general al servicio de Francia, Schomberg, venció a
don Juan José de Austria en Ameixal, y dos años después, a las tropas mandadas por el
marqués de Caracena en la decisiva batalla de Villaviciosa. En febrero de 1668, mientras los
ejércitos de Luis XIV invadían el Franco Condado, España reconocería, por el tratado de
Lisboa, la independencia de Portugal.
Tras la muerte de Felipe IV (1665), basándose en un uso del derecho privado de Bra[b]ante,
que establecía la primacía de los hijos del primer matrimonio –aunque fueran mujeres— sobre
los del segundo, hizo que sus juristas defendieran los derechos de su esposa sobre una serie
de territorios de la vieja herencia borgoñona de los reyes de España: el Franco Condado,
Luxemburgo, Henao y Cambrai. Con el pretexto de la “Devolución” de los mismos, que
habría de dar nombre a la guerra (1667 – 1668) [(“Guerra de Devolución”)], su ejército ocupó,
en un auténtico paseo militar, amplias zonas de los Países Bajos así como la totalidad del Franco
Condado.
El soberano francés esperaba que sus gestiones diplomáticas le garantizasen la
aquiescencia, o al menos la neutralidad, de los países no implicados directamente. Para ello,
en 1662, había firmado una alianza con las Provincias Unidas y, al año siguiente, renovó la
confederación del Rin, una coalición contra los Habsburgo procedente de la época de
Mazarino. Confiaba también en su amistad con Suecia o en sus buenas relaciones con Inglaterra,
a pesar de su apoyo a las Provincias Unidas en la guerra angloholandesa (1665 – 1667). No
obstante, el riesgo que la agresión francesa supuso para la paz y para la incipiente idea de
equilibrio hizo que las dos potencias atlánticas, Inglaterra y las Provincias Unidas, concluyeran
la guerra en que estaban inmersas y, en unión de Suecia, constituyeran la Triple Alianza de La
Haya. La mediación de los coaligados llevó al tratado de Aquisgrán (Aix la Chapelle) (1668),
en la que, a cambio de la restitución del Franco Condado, España aceptó ceder a Francia una
nueva franja territorial en los Países Bajos, que incluía doce ciudades [como Lille, Douai o
Charleroi]. Al igual que en todas las anexiones territoriales del reinado, Vauban procedió a
fortificar férreamente las nuevas posesiones de Luis XIV, que suponían una avance de la
frontera francesa e incrementaban la seguridad de su reino.
La riqueza de las Provincias Unidas –que eran el primer país comercial de Europa— y la
concurrencia que tal situación propiciaba en los planteamientos mercantilistas de Colbert,
así como las ambiciones territoriales del soberano francés, su desprecio hacia la pequeña
república “de mercaderes” o el protagonismo que ésta tuviera en la formación de la Triple
Alianza, llevaron a Luis XIV a la idea de atacar a los neerlandeses, que rompía con una
tradición de alianza franco – holandesa desde tiempos de Enrique IV. Previamente, realizó una
detallada preparación diplomática, cuyos hitos fundamentales fueron una serie de tratados con
Inglaterra, Suecia y determinados príncipes alemanes. El pacto secreto de Dover (1 de junio de
1670) no sólo acordaba una pensión anual de tres millones de libras para el soberano inglés,
sino que comprometía a ambos países a auxiliarse mutuamente en el caso de una futura guerra
con las Provincias Unidas. Luis XIV pudo deshacer así la Triple Alianza, y en especial, la
frágil y coyuntural coalición anglo – holandesa –no olvidemos que eran fuertes competidores en
el comercio marítimo y se habían enfrentado recientemente en dos guerras (1652 – 1654, 1665 –
1667)— al tiempo que evitaba que Suecia, su tradicional aliada, volviera a unirse a sus
enemigos. Los acuerdos con el arzobispo – elector de Colonia, que era, al tiempo, príncipe –
obispo de Lieja, le garantizaban su complicidad para atacar desde dicho obispado el territorio
neerlandés. El peligro que pudiera significar Austria parecía, en buena medida, neutralizado por
el reciente acercamiento entre Luis XIV y Leopoldo I, con motivo del primer tratado secreto
de reparto de la Monarquía española firmado en Viena en febrero de 1668; un nuevo tratado,
empero, el 1 de noviembre de 1671, estableció el compromiso de neutralidad del Emperador.
En una rápida campaña, a comienzos del verano de 1672, los ejércitos franceses, mandados
por Condé y Turenne, con el rey a la cabeza, invadieron las Provincias Unidas llegando hasta
Utrecht. La dolorosa percepción de su fragilidad defensiva provocó en Ámsterdam una
reacción violenta contra el régimen republicano y la entrega del poder al estatúder
Guillermo [III] de Orange, que lideraba los intereses centralistas y monárquicos frente a la
república federal del patriciado urbano […]. Sólo la ruptura de los diques que defendían del mar
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buena parte del territorio de los Países Bajos logró frenar la invasión, imposibilitando el avance
del ejército francés por las provincias de Utrecht y Güeldres. Su único progreso posterior fue la
toma de Maastricht.
La agresión a Holanda provocó una serie de reacciones que dieron lugar, entre 1673 y 1674,
a la formación de la Gran Alianza de La Haya, segunda de las coaliciones antifrancesas de la
época de Luis XIV, de la que formaban parte, junto a las Provincias Unidas, España, Austria, el
duque de Lorena, el elector de Brandemburgo y un buen número de príncipes alemanes. Sólo
quedaban fuera Baviera y Hannover, pues el elector de Colonia, que vio su territorio invadido
por el ejército imperial, se pasó al bando aliado; en cuanto a Inglaterra, el malestar de la
oposición por su intervención en la guerra obligó a Carlos II, en febrero de 1674, a firmar la
paz con los neerlandeses.
La guerra abandonó, en buena medida, su escenario inicial, desarrollándose especialmente en
los Países Bajos españoles –que fueron atacados por Francia ya en 1673—[,] la zona del Rin y
Cataluña; pero se extendió también a otros ámbitos, como el mar del Norte y el Canal de la
Mancha, el Mediterráneo [(frente abierto por Luis XIV, al aprovechar la rebelión de la ciudad
de siciliana de Mesina en 1674, con el que pretendía obtener grandes beneficios en Italia por el
descontento con el gobierno de la Monarquía Hispánica en este territorio)], las Antillas o la ruta
de las Indias Orientales. Las contiendas europeas, como habría de ser habitual en el futuro,
comenzaban a afectar a los espacios coloniales.
[…]
La prolongación de la guerra y la ausencia de resultados tangibles fueron debilitando la
posición de Francia, así como el estado de sus finanzas. El malestar interior desembocó en
una serie de revueltas en Bretaña, Guyena, Rennes y Burdeos. En junio de 1675, su aliada
Suecia, que trataba de amenazar a Austria por el norte, fue derrotada en Pomerania (batalla de
Fehrbellin) por el elector de Brandemburgo, quien conquistó dicho territorio. La derrota
provocó el retroceso sueco hasta el final de la guerra, apenas paliado por la alianza que
formalizó en 1677 con la Polonia de J[…]an Sobieski [(Juan III Sobieski)]. Inglaterra
mantenía su neutralidad, pero su opinión pública se mostraba cada vez más preocupada por la
prepotencia francesa. En noviembre de 1677, María, hija del duque de York y sobrina del
soberano inglés, contrajo matrimonio con Guillermo III de Orange. Meses después, en julio de
1678, el acercamiento anglo – holandés se plasmó en una alianza militar contra Luis XIV, quien
aceptó las propuestas para la conclusión de la guerra que venían haciéndosele desde tiempo
atrás.
Las paces de Nimega (1678 – 1679) supusieron un gran triunfo para Holanda, que recuperó
la totalidad de su territorio y logró la abolición de las tarifas proteccionistas francesas de
1667. Pero, sobre todo, beneficiaron a Francia, a costa esencialmente de España, que perdió el
Franco Condado y catorce plazas fronterizas de los Países Bajos, recibiendo, a cambio, algunas
ciudades del interior de estos [(p.ej. Courtrai o Charleroi)] […], que se hallaban en manos
francesas desde la reciente paz de Aquisgrán. Luis XIV proseguía el logro de sus objetivos
territoriales en la frontera nororiental de Francia, incorporando lo que aún no poseía del Artois
[…], parte de Flandes […], el Cambresis […], y parte del Henao […]. Con ello, incrementaba
sus territorios y racionalizaba las fronteras con los Países Bajos españoles. Además, Francia
incorporó Fribourg en Brisgau, que cambió a Austria por Philipsburg, y se anexionó, de hecho,
el territorio de Lorena, en perjuicio de su duque Carlos V [(1675 – 1690)].
4. El cenit de la hegemonía francesa. Las reuniones (1680 – 1684)
Los años que transcurren entre Nimega y la tregua de Ratisbona marcan el punto culminante
del predominio de Luis XIV [(p.ej. el otorgamiento del sobrenombre de “el Grande” por sus
cortesanos o la erección de una estatua del monarca en la nueva plaza de las Victorias edificada
por la municipalidad de París)]. En el ámbito internacional el monarca francés logró el
mantenimiento, en el Báltico, de una situación favorable a Carlos XI de Suecia [(1660 –
1697)], en virtud de las paces de Saint – Germain – en – Laye y Fontainebleau. Hasta
entrados los años ochenta tiene lugar la primera fase del largo reinado, un período fecundo,
dominado por las iniciativas centralizadoras de la maquinaria estatal y la guía económica
de Juan Bautista Colbert, que se benefició de una coyuntura, en general, favorable. A partir de
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entonces se inicia, sin embargo, una segunda y última fase, en la que fueron más frecuentes los
inviernos largos y fríos, las malas cosechas y el hambre. El incremento del esfuerzo bélico
hizo crecer la presión fiscal y el malestar de los franceses, que ya no vieron culminados con
los éxitos precedentes los empeños exteriores de su soberano.
La conveniencia de perfeccionar el trazado de las fronteras, en muchos casos confuso, así
como el afán de gloria del soberano francés, le llevaron a aplicar, desde 1679, un ambicioso
plan de ocupación territorial, amparado por el prestigio y el temor que despertaban sus
ejércitos, y basado en las imprecisiones de la paz de Nimega, que concedía a Francia una serie
de territorios con sus “dependencias”. La llamada política de las “reuniones” […] consistía en
reivindicar jurídicamente, a través de las Cámaras de Reunión, y ocupar después, todos los
territorios que, en algún momento, hubieran formado parte, o dependido, de cualquier
circunscripción de las que pertenecían a Francia. Lo localización en los archivos de
documentos que justificaran la vinculación de algún enclave, provincia o territorio,
desencadenaba un procedimiento que llevaba a la ocupación del mismo por las tropas francesas,
sin previa declaración de guerra. Naturalmente, se trataba de una absoluta arbitrariedad de Luis
XIV, avalada por sus juristas, con la finalidad de anexionarse la orilla izquierda del Rin, en
perjuicio de posesiones españolas y territorios alemanes.
Por dicho método, las tropas de Luis XIV ocuparon diversas zonas de los Países Bajos y
Luxemburgo, así como una serie de plazas antaño vinculadas a los tres obispados loreneses de
Metz, Toul y Verdún, el condado de Montbéliard (que dependiera, tiempo atrás, del Franco
Condado), el Sarre, en Alsacia […], o el ducado de Deux – Ponts (Zweibrücken), cuya
sucesión le había sido prometida al rey de Suecia. Pero la anexión más simbólica fue la de la
ciudad libre de Estrasburgo […]. Con la vista puesta en el ducado de Milán, logró también que
el duque de Mantua le cediera la fortaleza de Casale, en el Montferrato (1681), punta de lanza
para futuras acciones en la zona. La reacción del resto de Europa ante tales desmanes, mezcla de
indignación y temor ante el expansionismo francés, hizo que se formara una coalición
defensiva, integrada por las Provincias Unidas, Suecia, el emperador y España (1682). Al año
siguiente, sin embargo, ante la invasión de los Países Bajos, sólo España declaró la guerra a
Francia (1 de diciembre de 1683).
Durante los meses posteriores, España sufrió los ataque[s] de los ejércitos franceses en los
Países Bajos, Luxemburgo –que fue conquistado por Schomberg— y Cataluña […]. Ninguno de
los aliados de España intervino. Las Provincias Unidas habían firmado una tregua, y el
emperador estaba empeñado en la lucha contra los turcos, que habían atacado Viena en 1683. La
permisividad ante Luis XIV y el deseo de evitar una guerra llevaron a la tregua de
Ratisbona (15 de agosto de 1684), la cual, si bien difería durante veinte años la solución de las
cuestiones planteadas, reconocía a Francia la libre posesión de los territorios incorporados
en virtud de las reuniones. La tregua fue el momento más alto en la trayectoria política de Luis
XIV, antes de su posterior retroceso […].
5. Europa contra Luis XIV. La guerra de los Nueve Años (1688 – 1697)
La convicción de los gobernantes europeos de que era necesario oponer un frente sólido a la
agresiva política gala se había ido consolidando en los años anteriores. No obstante, hubo tres
hechos principales que determinaron el “giro” antifrancés de la segunda mitad de los años
ochenta. El primero fue el triunfo del Emperador frente a los turcos que le cercaban, que
inició el retroceso otomano y el avance de Austria hacia el sur, al tiempo que dejaba a Leopoldo
I las manos libres para intervenir más activamente en la política europea. El segundo, la
decidida política de Luis XIV frente a los protestantes franceses, que le llevó, en 1685, a
anular el edicto de Nantes (1598), con la consiguiente expulsión de más de 200.000 hugonotes;
la intolerancia religiosa del rey […] provocó una indignación generalizada en los países
protestantes, encabezados por las Provincias Unidas, lugar de acogida de muchos de los
hugonotes emigrados. Suecia y Brandemburgo, cercanos en muchos momentos a la política
francesa, se alejaron también por dicha causa. El tercer hecho decisivo fue la segunda
revolución inglesa, que expulsó del trono, en 1688, al católico Jacobo II, inclinado hacia el
absolutismo, colocando en su lugar a su hija María [II] y a su yerno holandés, Guillermo III
de Orange. La presencia en el trono inglés de uno de sus mayores enemigos no sólo alejaba de
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manos de Luis XIV la baza inglesa, que con cierta facilidad había jugado en los conflictos
anteriores, aprovechando la debilidad y las necesidades financieras de Carlos II, sino que
propiciaba la colaboración antifrancesa de las dos potencias marítimas. Por primera vez, parecía
constituirse un sólido bloque en contra de Luis XIV, en el que figuraban también España y el
Imperio, en un momento en el que el mundo germánico, que se sentía directamente atacado
por la política francesa, estaba recuperando buena parte de las energías perdidas[, incluida
su población, que ya igualaba a la de Francia,] en la Guerra de los Treinta Años […]. En 1686
se constituyó la Liga de Augsburgo, que agrupaba al emperador y una serie de príncipes
alemanes (los electores de Baviera, Sajonia y el Palatinado) junto con España y Suecia, que
tenían tierras en el Imperio. Más adelante, se unirían a la coalición Brandemburgo y otros
estados alemanes, Inglaterra, las Provincias Unidas y el papa, quien, a pesar de la expulsión de
los protestantes, se hallaba enfrentado con Francia por la pugna en torno a las regalías
galicanas (los derechos del rey sobre la iglesia francesa); por último, en 1689, se sumaría
Saboya, el territorio italiano más vinculado tradicionalmente a la política francesa, cuyo
soberano, el duque Víctor Amadeo II, había estado sometido hasta entonces a la tutela de
Francia. El conjunto de pactos entre los diversos participantes del bloque antifrancés son la
base de la Gran Alianza […].
La ocasión para la guerra la proporcionaron dos incidentes. De una parte, la sucesión del
obispo – elector de Colonia, en la que el papa confirmó al candidato imperial frente al de Luis
XIV. De otra, y sobre todo, la sucesión del Palatinado, donde el soberano francés defendía los
derechos de su cuñada, Isabel Carlota, duquesa de Orleans y hermana del fallecido elector, el
protestante Karl von Simmern, frente al sucesor Felipe de Neoburgo (1685), católico y suegro
del emperador Leopoldo I. Luego de un manifiesto en el que explicaba sus razones –que fue
contestado por Leibnitz— los ejércitos de Luis XIV invadieron las posesiones papales de
Aviñón y el condado Venesino, buena parte del obispado de Colonia, y el Palatinado; este
último fue saqueado y muchas de sus ciudades […] destruidas (1688 – 1689), provocando la
indignación de la mayoría de los príncipes alemanes.
La guerra, que ha sido denominada de formas diversas según los historiadores y los países:
de los Nueve Años, de la Liga de Augsburgo, de la Gran Alianza, o de Orange, fue una
prolongada lucha de desgaste, que se desarrolló en varios escenarios: el Palatinado, los Países
Bajos españoles, el norte de Italia, Cataluña, Irlanda, además de la guerra marítima y la lucha
anglofrancesa en el continente americano y en la India. En el curso del conflicto, Francia
padeció serias dificultades financieras, económicas y humanas. El malestar de las capas
más bajas de la población llegó al máximo con ocasión del hambre de 1693 – 1694, tras una
serie de malas cosechas.
[…]
En 1696, y a cambio de la restitución íntegra de sus territorios, que habían sufrido desde
1690 los ataques franceses, el tornadizo Víctor Amadeo II de Saboya se unió a Francia […].
El agotamiento de los contendientes empujaba hacia la paz. En Inglaterra, la opción
pacifista defendida por el partido tory, de los grandes propietarios terratenientes, se basaba
también en una aguda crisis financiera, que llevó a la creación del Banco de Inglaterra, en
1694. Pero la conclusión del conflicto se veía propiciada asimismo por las paces parciales […]
y por la perspectiva de la sucesión española. En virtud del tratado de Ryswick (1697), Luis
XIV, que había mantenido su apoyo a los Estuardo, hubo de reconocer como rey de Inglaterra
a Guillermo III. Desde el punto de vista territorial se restableció el orden de Nimega, por lo
que Francia se vio obligada a devolver todas las anexiones hechas con la política de reuniones, a
excepción de Estrasburgo, así como las conquistas realizadas en el curso de la guerra. El duque
de Lorena recuperó su territorio, menos las ciudades de Longwy y Sarrelouis, que
permanecieron en manos de Francia, lo mismo que los obispados de Metz, Toul y Verdún que
incorporara ya en Westfalia. Las Provincias Unidas no sólo obtuvieron condiciones favorables
de comercio con Francia, sino también el derecho a establecer guarniciones en una serie de
ciudades de los Países Bajos españoles, con lo que lograban crear una franja defensiva
(barrera) frente a Francia. Saboya, por su parte, recibió la fortaleza de Piñerolo, que había
permanecido en manos francesas desde 1631, así como la más reciente posesión gala de Casale,
con lo que Francia perdía sus posesiones en Italia. En conjunto, la paz resultó favorable a
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España, la cual recuperó Luxemburgo y los territorios y plazas conquistados después de
Nimega. Se ha dicho tradicionalmente que el rey francés, ante la inminencia de la desaparición
de Carlos II, quería propiciarse, con su generosidad, a la opinión pública española. En
cualquier caso, Ryswick suponía un primer retroceso en la trayectoria triunfal de Luis XIV y un
importante triunfo de la coalición general contra su política.
(BENNASSAR, 615 – 622)
1. Política exterior de Luis XIV: los fines y los medios
[…]
Los fines: “Nec pluribus impar”
a) Sería inútil tratar de buscar en la política de Luis XIV una unidad más profunda que
el deseo de gloria […]. Lo mismo que Richelieu y Mazarino antes que él, el rey es un
oportunista que sabe sacar partido de las circunstancias. Intenta, en diversas ocasiones,
reforzar las fronteras estratégicas de Francia, principalmente en el nordeste, pero no
puede decirse que siguiera en este terreno una política deliberada de anexiones hasta los
Alpes y el Rhin. Aunque quiso aparecer como defensor del catolicismo en Europa,
contra los turcos […] o a favor de los reyes Estuardo, se negó a acudir en auxilio de la
Cristiandad amenazada por los otomanos en 1683, y no dudó en declarar la guerra a los
católicos Habsburgo, e incluso al mismo Papa. Si a partir de 1661, concedió mayor
importancia a una eventual sucesión de España (Felipe IV deja el trono en 1665 a
una niño de cuatro años, de muy mala salud, Carlos II), esta importante preocupación
no explica por sí sola las relaciones de Luis XIV con Europa en los veinticinco primeros
años de su reinado personal […]. Por otra parte, el rey Carlos II sobrevive, se casa
pronto (1679), y, por eso, la cuestión de la sucesión se aplaza.
b) […] De hecho, el único factor de unidad de ella [(POLÍTICA EXTERIOR)] es el amor
del rey por la gloria. Convertido en el amo en cuanto a los tratados de 1648 – 1659
aseguran la preponderancia francesa en Europa, se considera el monarca más poderoso
de la tierra (Nec pluribus impar) y quiere aprovechar todas las ocasiones para
afirmar su poder y, llegado el caso, aumentarlo […].
Por eso es por lo que, mucho más claramente aún que en el caso de los asuntos del
interior, quiere seguir desde muy cerca, personalmente, todo lo que concierne a los
asuntos exteriores: interesan demasiado a su gloria como para que pueda encomendar a
cualquiera la tarea de juzgar y decidir […].
Los medios: la diplomacia
a) […]
Efectivamente, el rey está al corriente de la situación en Europa gracias a un personal
diplomático de primer orden que dirige el secretario de Estado “para Extranjeros”
[…].
[…]
Aunque no existe carrera diplomática en el sentido propiamente dicho del término,
algunos personajes, procedentes de los medios más diversos (nobleza, ejército, clero)
parecen diplomáticos de oficio (ministros residentes o enviados) bajo la autoridad del
secretario de Estado. El rey utiliza también los servicios de “pensionados”, súbditos
extranjeros que trabajan para Francia por medio del pago de pensiones y sirven de
agentes de información o de intermediarios […].
b) Sin embargo, a pesar de esta red de informadores oficiales u oficiosos, Luis XIV se
hace una idea incompleta de Europa y cada vez menos de acuerdo con la realidad a
medida que transcurre su reinado. Como conoce muy bien las Cortes y Casas
Soberanas, ve Europa como un areópago de príncipes más o menos poderosos entre los
cuales conviene hacerse, a base de dinero, el mayor número posible de clientes. Pero
ignora con demasiada frecuencia a los pueblos y minimiza la importancia de la
mentalidad colectiva y de las grandes corrientes de opinión[: algo, sin embargo, común
a los soberanos y hombres de Estado de su tiempo] […]. Ciego de orgullo y de ansias de
gloria, Luis XIV desconocerá con demasiada frecuencia la fuerza del adversario y se
remitirá con demasiada presunción a la fortuna de las armas […].
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Los medios: el ejército y la marina
a) Gran instrumento de su gloria, el ejército es objeto de toda la predilección del rey.
Durante toda su vida se complacerá en pasar revista a las tropas durante los grandes
desfiles […]. Hasta 1692 aparece en varias ocasiones a la cabeza de sus ejércitos,
transformando los asedios en escogidos espectáculos ofrecidos a sus cortesanos y a sus
amantes. Pero por encima de este gusto algo vano, el rey tiene un conocimiento
profundo de los asuntos militares. Su maestro en la materia es Turena […], quien,
hasta su muerte en 1675, será el consejero más escuchado por el rey. Además, éste tiene
la suerte de poder apoyarse en los dos titulares del departamento de la Guerra que serán
los grandes artífices de la reorganización del ejército, Michel Le Tellier y su hijo
Louvois […]. En los despachos del ministerio de la Guerra y en los ejércitos saben
rodearse de colaboradores celosos y competentes. El resultado de estos esfuerzos
conjugados es un ejército monárquico más numeroso, más disciplinado y mejor
equipado.
b) […] Luis XIV, señor de un reino mejor provisto de hombres y de dinero que cualquier
otro Estado, aumenta rápidamente estos efectivos y mantiene un ejército permanente
cada vez más numeroso [(p.ej. de 72.000 soldados en 1667 se pasa a 200.000 en 1680)]
[…]. El reclutamiento de tan considerables fuerzas se asegura mediante el sistema
tradicional de enganche: cada capitán recluta su propia compañía a través de
sargentos – reclutadores, que se esfuerzan por obtener los compromisos necesarios por
todos los medios, desde regalos y falsas promesas hasta violencia y enrolamientos
forzosos[; no obstante, y a pesar de la laxitud de las autoridades con muchos de estos
abusos, se persigue especialmente el abuso de los hombres de paja, falsos soldados que
ayudan a incrementar el salario global a obtener del Estado] […]. Por otra parte, el rey
sigue recurriendo a los mercenarios […]. Sin embargo, a partir de 1674 se abandona
la costumbre de reclutar a todo el mundo de la nobleza, cuya utilidad y valor eran
muy mediocres, puesto que servían como oficiales los mejores nobles.
c) Se impone al numeroso ejército una disciplina tan estricta como es posible. Como la
causa de los saqueos y merodeos es, con mucha frecuencia, la falta de pago o de
avituallamiento regular, una norma de 1670 ordena que exactamente cada diez días los
capitanes entreguen los haberes […]; al mismo tiempo, se toman medidas para el
mantenimiento de las tropas [(p.ej. creación de lugares de acampada y de almacenes,
construcción de hospitales, generalización del uniforme, etc.)] […]. También es cierto
que muchos problemas se resuelven de modo imperfecto [(p.ej. el servicio de sanidad o
el alojamiento de las tropas)] […]. Sin embargo, las medidas tomadas permiten exigir
mejor aspecto a los soldados (en tiempos de paz) y justifican las penas, generalmente
muy duras […], de las que son objeto los infractores.
Lo que se manifiesta como tarea más difícil es exigir a los oficiales estricta obediencia
a la voluntad del rey. Como los oficios de coronel y capitán pueden comprarse, sus
titulares, nobles propietarios del cargo y a veces sin competencia alguna, se consideran
los únicos dueños de su unidad y con frecuencia se comportan a su antojo […]. Para
reprimir estos abusos, Louvois castiga con severidad el absentismo, impone
obediencia a todos y exige a los futuros oficiales que pasen primero por compañías
de cadetes donde reciban una formación apropiada. Además, sin suprimir la venalidad
de los cargos de capitán y de coronel, crea grados no vendibles para los oficiales
pobres[: comandante y teniente coronel, y general de brigada]. Finalmente, se crea
un servicio de inspección con inspectores generales y comisarios de guerras.
También se reorganiza el alto mando. Mariscales de campo, tenientes generales y
mariscales de Francia sólo reciben órdenes del rey y de su secretario de Estado. A fin
de evitar discusiones entre jefes de la misma graduación, Louvois establece en 1675 la
orden de Escalafón donde se inscriben los oficiales por orden de antigüedad; el más
antiguo ocupa la graduación más elevada y toma el mando automáticamente. Como no
basa el ascenso en el favor o en el nacimiento, sino en la antigüedad e, incidentalmente,
en la selección por el valor, iba a revelarse como una reforma profunda y duradera.
Javier Díez Llamazares
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d)
e)
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Este ejército, más numeroso y disciplinado, se reorganiza además en lo referente a su
composición y armamento, teniendo en cuenta los adelantos del arte militar. Los
regimientos de la Casa del Rey […] siguen constituyendo un cuerpo seleccionado cuya
organización es autónoma. La caballería es el arma noble por excelencia, pero pierde
poco a poco su importancia en el campo de batalla[: aumento de la caballería ligera
dotada de sable y a veces de carabina; o refuerzos con regimientos de dragones,
compuestos de infantes montados que podían luchar a pie] […].
La infantería representa más de dos tercios de los efectivos. Está dotada del mosquete y
de la pica; sin embargo, empiezan a aparecer armas nuevas [(p.ej. el fusil de piedra,
que simplifica el tiro, la bayoneta o las granadas)] […].
En cuanto a la artillería, Louvois trata de organizarla de manera autónoma creando
progresivamente compañías de cañoneros y de bombardeos, mientras que, hasta
entonces, los cañones del rey los llevaban caballeros e infantes. Igualmente, Louvois
juzga necesario agrupar en un cuerpo particular a los oficiales de infantería que
servían como ingenieros[: organización del cuerpo de ingenieros a partir de 1671,
dirigido por el comisario general de fortificaciones, Vauban (n. 1633 – † 1707)] […].
Finalmente, Luis XIV tiene la suerte de tener al frente de sus ejércitos, hasta 1676, a los
dos hombres de guerra más importantes de su tiempo, Condé y Turena […].
El interés del rey por la marina no iguala al que tiene por el ejército. Mazarino, que
dejó en el abandono la flota reconstruida por Richelieu, no supo despertar el interés del
joven rey por los problemas del mar. Sin embargo, Luis XIV […] tiene el mérito de
apoyar a Colbert y a su hijo Seignelay […] en sus esfuerzos por dotar al reino de una
marina digna de él[, pasando de 24 buques en 1661 a 250 en 1683] […]. Para reclutar
las tripulaciones de la flota del Atlántico, Colbert decide renunciar a la “urgencia”
(que consistía, en casos de necesidad, en embarcar de grado o por la fuerza a todos los
marinos disponibles en los puertos) y establecer el sistema de inscripción marítima[,
organizado definitivamente por el edicto de 1673]: a cambio de algunas
compensaciones, todos los hombres de las jurisdicciones costeras, pescadores y
marineros, distribuidos en tres o cuatro categorías, según sus cargas familiares, tenían
que servir un año de cada tres en las naves del rey […].
[…]
Lamentablemente, la aplicación del edicto de 1673 es decepcionante, y de cuando en
cuando se hará necesario recurrir a la “urgencia”. En cuanto a las galeras del
Mediterráneo, sus tripulaciones las forman esclavos turcos o condenados […] que
viven encadenados en sus bancos en condiciones inhumanas[; en este sentido, Colbert
recomienda a los tribunales que aumenten las penas a galeras más que las condenas a
muerte para hacer frente a la necesidad de más hombres] […].
A los oficiales, indispensables para el mando de las tripulaciones, se les exige la misma
obediencia y la misma competencia que a sus camaradas del ejército de tierra. En este
sentido, Colbert crea compañías de guardiamarinas, verdaderas escuelas navales.
Además, junto a los oficiales combatientes, todos nobles y muy impregnados de sentido
de la responsabilidad, establece una administración civil de intendentes y de
comisarios de marina. Finalmente, se ocupa de poner en condiciones los tres puertos
de Brest, Rochefort […] y Toulon, cuyos astilleros construyen las naves y cuyas
dársenas, bien protegidas, sirven de puertos de amarre a las dos flotas de Poniente y de
Levante […].
20.4. Suecia y el Báltico
(FLORISTÁN, 483 – 485)
9. El retroceso de Suecia en el Báltico
En el norte de Europa, las décadas posteriores a los tratados de Copenhague – Oliva
(1660) vieron la confirmación de la decadencia de Polonia y el retroceso de la hegemonía sueca.
Tales tratados reconocieron a Suecia una parte de las conquistas que había obtenido dos años
antes, frente a Dinamarca, en la paz de Roskilde, que completaban su dominio sobre el extremo
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
sur del actual territorio sueco: Escania, Halland y Blekinga. Obtuvo también Livonia, y logró
que Polonia renunciara al dominio del Báltico y a la Prusia ducal, con lo que una parte
importante de las costas meridionales de dicho mar pasó a poder de Suecia y Prusia. La
decadencia polaca se completó años más tarde, en 1667, cuando, en el tratado de Andrusovo,
hubo de ceder a Rusia todos los territorios que poseía al este del río Dniéper, incluidas las
ciudades de Kiev y Smolensko.
En la guerra de Holanda (1672 – 1678), Suecia, habitual aliada de Francia, se enfrentó al
naciente poder de Federico Guillermo [I] de Brandemburgo, sufriendo en Pomerania la
derrota de Fehrbellin (1675), que abrió un período difícil para ella ante los victoriosos
ataques, por tierra y mar, no sólo del Gran Elector Federico Guillermo I, sino de las Provincias
Unidas y Dinamarca. Únicamente la ayuda de Francia impidió la derrota de su aliada que, en
virtud de los tratados de Saint – Germain y Fontainebleau (1679), logró la restitución de los
territorios perdidos y el mantenimiento, al menos formalmente, de su soberanía en el Báltico.
Coincidiendo con la guerra de Sucesión al trono de España tuvo lugar la llamada Gran
Guerra del Norte, que fue el resultado de la nueva relación de fuerzas existente en la zona. El
objetivo, como resultaba lógico, eran las amplias posesiones en manos de Suecia. Todo
comenzó cuando el nuevo rey de Polonia, Augusto de Sajonia (Augusto II, 1697 – 1733),
formó una coalición con Rusia y Dinamarca. A comienzos de 1700, el ejército danés invadió
Gottorp, cuyo territorio reclamaba frente a Federico de Holstein, cuñado del rey sueco; las
tropas de Augusto II atacaron Riga y los rusos Narva. Entonces tuvo lugar una extraordinaria
demostración de fuerza por parte del joven rey Carlos XII de Suecia (1682 – 1718), brillante
general, aunque poco realista. Marchando sobre Copenhague, obligó a Federico IV [(1699 –
1730)] a separarse de la coalición y reconocer la independencia del ducado de Holstein –
Gottorp. Meses después, su ejército derrotó a Pedro I de Rusia [(1672 – 1725)] en Narva. En
1701, levantó el asedio de Riga y se apoderó de Curlandia. A mediados de 1702, sacando
partido de las desavenencias entre el rey y la nobleza polaca, invadió Polonia, conquistó
Varsovia y derrotó a Augusto II en Klissow, lo que le permitiría, en los años siguientes, dominar
Polonia, hasta el punto de que destituyó a su rey y nombró en su lugar a Estanislao [I]
Leszczynski (1704). Más tarde invadió Sajonia y forzó a Augusto II a renunciar a la corona
polaca y separarse de la coalición (1706). Carlos XII parecía el árbitro de Europa y el propio
Luis XIV le propuso que atacara a Austria.
La intervención personal de Ma[r]lborough, quien se entrevistó con el monarca, y una serie
de concesiones del nuevo emperador, José I [(1705 – 1711)], hicieron que Carlos XII
desatendiera las demandas del soberano francés y atacara a Rusia. En realidad, el único enemigo
que le quedaba a Suecia en aquel momento era Pedro I, el cual, tras la derrota de Narva, había
reconstruido su ejército. Obsesionado por la búsqueda de una salida al Báltico, el zar se había
apoderado, entre 1701 y 1705, de Ingria, Carelia, Estonia y Livonia, fundando, en el extremo
oriental del golfo de Finlandia, la ciudad portuaria de San Petersburgo (1703). Nuevamente,
Carlos XII lanzó un gran ataque, pero en lugar de acudir hacia el norte, a Curlandia, para
auxiliar a su ejército sitiado en Riga, concibió la idea descabellada de atacar Moscú. Su
expedición, iniciada a finales de 1707, fue un fracaso; los rusos asolaron las zonas por las que
pasaban sus tropas, lo que obligó al rey a dirigirse hacia el sur, buscando el auxilio de los
cosacos de Ucrania. El hambre y el frío del invierno de 1708 – 1709 desgastaron sus fuerzas,
que fueron severamente derrotadas por los rusos ante los muros de Poltava (julio de 1709).
La derrota activó la coalición antisueca de Rusia, Polonia y Dinamarca. Augusto II
recuperó Polonia, los daneses invadieron Escania y los rusos tomaron Riga, Reval y
Viborg (1710), que facilitaban su acceso al Báltico. La Pomerania sueca fue invadida por los
coaligados, que en 1713 recibieron la adhesión de Prusia, y en 1715, la del rey de Inglaterra y
elector de Hannover, Jorge I [(1698 – 1727)]. La conquista de Stettin, junto al Oder, por Prusia
(1713) amenazó la presencia de Suecia en el norte de Alemania, por lo que Carlos XII, quien se
había fugado de la prisión turca de Demotika (1714), acudió a defender Stralsund. A finales de
1715, sin embargo, dicha localidad cayó, junto con la isla sueca de Rügen, en manos de sus
enemigos. Defendiéndose a la desesperada, el monarca sueco invadió Noruega, donde moriría
en 1718.
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Suecia hubo de firmar la paz con Hannover, Prusia y Dinamarca, en los tratados de
Estocolmo (1719 – 1720), por los que cedió a Dinamarca el Schleswig, a Prusia buena parte de
la Pomerania occidental, con Stettin, y a Hannover los territorios de los obispados de Brem[en]
y Verden. En el norte de Alemania, únicamente logró conservar Stralsund, Wismar y la isla de
Rügen. En 1721 firmó la paz de Nystadt, con Rusia, la cual, si bien hubo de devolver a su
enemiga la Finlandia meridional, recibió Ingria, Estonia, Livonia, las islas Dago y Oesel, y una
parte de Carelia, con Viborg, lo que consolidaba su presencia marítima.
Al igual que en Occidente, las paces de Estocolmo – Nystadt, que repartieron el imperio
sueco, sancionaron en el Báltico una situación de equilibrio, si bien aparecían dos poderes
emergentes que habrían de tener gran importancia en el futuro: Prusia y Rusia.
(RIBOT, 436 – 437)
B. Suecia y el Báltico
Entre Westfalia y Oliva, Suecia ratificó su ascenso como potencia dominante en el
ámbito báltico. Había participado en la Guerra de los Treinta Años en el frente vencedor; su
posición como aliada de Luis XIV resultaría fundamental para el sostén de su predominio en la
segunda mitad de la centuria, aunque sus relaciones fueron de todo punto tortuosas.
La Suecia de Carlos XI (1660 – 1697) se veía afectada por diversos factores de
inestabilidad. El dominio total del Báltico y Escandinavia no se había efectuado y el
“imperio sueco” carecía de ligazón territorial; el peligro de irrupción rusa en el Báltico
acechaba; varios estados alemanes, en especial Brande[m]burgo, esperaban poder arrebatar
a Suecia sus provincias alemanas; los planes daneses de revancha persistían; y, finalmente,
los intereses comerciales de las potencias occidentales en el Báltico, sobre todo los
holandeses se conciliaban mal con el exclusivismo sueco en el área. En tal situación, la política
exterior sueca se orientó, en principio, hacia el mantenimiento del equilibrio del poder
europeo, sobre la base de pactar acuerdos con los estados occidentales para evitar nuevos
conflictos en el área, aislar a Dinamarca –que por su parte ensayaba aproximaciones a Francia,
Inglaterra y, sobre todo, a las Provincias Unidas— y evitar, en cambio, el aislamiento turco.
De ahí su acercamiento a Inglaterra en 1665 y su mediación en el tratado anglo – holandés de
Breda en 1667, como también el trasiego de alianzas hasta 1672. Los factores que finalmente la
hicieron decidirse por Francia incluían los triunfos de Luis XIV en Alemania, el abandono
inglés de la Triple Alianza y el temor de un acercamiento franco – danés. El tratado franco
– sueco de 1672, por el que Suecia tuvo que atacar Brande[m]burgo, aliado de [las] Provincias
Unidas en la guerra de Holanda, le acarrearía la derrota de Fehrbellin (1675). Mientras tanto
Dinamarca se unió en alianza con el frente antifrancés cuya ofensiva arrebató de manos suecas
los territorios de Holstein – Gottorp, Pomerania, Bremen, Verden y Wismar. Pese a esos
reveses, la diplomacia de Luis XIV consiguió para Suecia una paz (tratado del Sund, 1679)
con apenas pérdidas territoriales.
Las condiciones en que se formalizó el acuerdo –sin contar con los suecos y vulnerando Luis
XIV su compromiso de no pactar con las Provincias Unidas separadamente de Suecia— fueron
la razón del provisional acercamiento a Dinamarca y de la normalización de relaciones con
Holanda. Con esta última firmó Suecia el tratado de La Haya (1681), que comportaba la unión
de esfuerzos para mantener las estipulaciones de Westfalia y Nimega, un compromiso de mutua
defensa y un acuerdo comercial netamente favorable para Holanda. Para contrarrestar los
efectos de la alianza sueco – holandesa, Luis XIV negoció con los enemigos potenciales de
Suecia (Brande[m]burgo y Dinamarca), inclinando finalmente a Carlos XI a entrar en la Liga de
Augsburgo en 1686. El paso posterior de Brande[m]burgo al campo antifrancés dejó aislada a
Dinamarca y desató en ella una política exterior agresiva sobre el norte de Alemania,
coincidente con el ataque de Luis XIV al Palatinado. La unión dinástica anglo – holandesa de
1689 y el robustecimiento de las fuerzas antifrancesas tuvieron importantes consecuencias
para Escandinavia. La disminución de la rivalidad comercial entre Inglaterra y Holanda
descartó un elemento de enfrentamiento explotado hasta entonces por los estados nórdicos. La
evolución de la Guerra de los Nueve Años permitió a Suecia desarrollar una mediación que
parecía confirmar su papel de gran potencia. Pero, inmersa en las complicidades e intereses de
los estados occidentales, Suecia había descuidado el peligro que amenazaba desde el Báltico
Javier Díez Llamazares
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oriental: el enfrentamiento con Rusia que se dirimiría en la Gran Guerra del Norte, ya en la
siguiente centuria.
(BENNASSAR, 470 – 471)
La guerra en Europa septentrional y la “paz del Norte”
a) Convertido en rey de Suecia en 1654 por la abdicación de su prima Cristina [I (1632 –
1654)], Carlos X Gustavo [(1654 – 1660)], a quien no bastan las ventajas obtenidas en
la paz de Osnabrück, quiere reanudar los grandes proyectos de Gustavo [II] Adolfo
sin poseer su sentido político ni su genio militar. Polonia, enzarzada nuevamente con
Rusia, parece entonces una presa fácil. En 1655, Carlos X Gustavo invade el Estado
polaco – lituano y propone a Federico Guillermo [I], elector de Brande[m]burgo y
vasallo de Polonia en tanto que duque de Prusia, un reparto de las tierras polacas;
Federico Guillermo [I], favorable al proyecto en un principio (1656), se retracta y se
reconcilia con Polonia (Tratado de Wehlau, septiembre de 1657) gracias a los buenos
oficios del emperador Fernando III [(1637 – 1657)], que le concede la plena
independencia del ducado de Prusia. Pero, más que la defección de Brande[m]burgo y
la resistencia polaca, es el ataque de Dinamarca a Suecia lo que obliga a Carlos X
Gustavo a abandonar Polonia. Una serie de victorias contra las tropas danesas, que
habían atacado a la vez el ducado de Bremen y el territorio sueco por Noruega, permite
al rey de Suecia imponer a Dinamarca el Tratado de Röskilde (27 de febrero de 1658),
que confirma las cesiones del Tratado de Brömsebro (1645), es decir, las islas de
Gotland y de Osel, y añade a ellas la punta meridional de la península escandinava
(Halland, Escania, Blekingia) y el puerto noruego de Trondheim. No contento con esto,
Carlos X Gustavo rompe la paz poco después y ataca Copenhague en agosto de 1659;
pero la capital danesa se salva gracias a la llegada de socorros enviados por Holanda,
que teme una total soberanía de Suecia en los mares del Norte y en los estrechos.
Mientras tanto, el elector de Brande[m]burgo, aliado de Polonia y del nuevo
emperador, Leopoldo I [(1658 – 1705)], a cuya elección había contribuido (1657),
invade Holstein, ocupado por las tropas suecas (1659). Pero en París, Mazarino,
liberado de la preocupación española por el Tratado de los Pirineos, sigue de cerca los
acontecimientos. Teme que la coalición formada contra Suecia no consiga derrotarla y
acabe, a fin de cuentas, con poner en entredicho el estatuto de Westfalia; por eso, de
acuerdo con Inglaterra y con Holanda, propone su mediación a los distintos
beligerantes.
b) La “paz del Norte” está constituida por varios textos firmados entre 1660 y 1661: por
el Tratado de Oliva, firmado cerca de Dantzig el 3 de mayo de 1660, Polonia cede a
Suecia la Livonia interior, y al elector de Brande[m]burgo, la plena soberanía de Prusia;
unas semanas más tarde, por el Tratado de Copenhague (4 de junio de 1660),
Dinamarca confirma la cesión a Suecia de Escania y de las regiones vecinas, pero
recupera Trondh[ei]m; finalmente, por el Tratado de Kardis (1 de julio de 1661),
Rusia reconoce la pérdida de Ingria y Carelia, suecas desde 1617.
Así, gracias a la mediación de Francia, Suecia se configura como la gran potencia del
norte de Europa.
20.5. El retroceso de Turquía
(FLORISTÁN, 485 – 487)
10. Austria frente al Imperio turco
En el sureste de Europa, la época de Luis XIV contempló un doble y complementario
proceso, por el que los Habsburgo avanzaron en la creación de un potente estado sobre el
Danubio y los Balcanes, en la medida en que se iniciaba el retroceso de las posesiones
otomanas en el continente. Leopoldo I [(1658 – 1705)] obtuvo éxitos decisivos en la lucha por
terminar con la independencia de Hungría, lo que motivó sus frecuentes enfrentamientos con los
turcos.
Javier Díez Llamazares
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A partir de la mayoría de edad del sultán Mohamet IV [(1648 – 1687)], en 1656, el imperio
otomano logró recuperarse un tanto de su prolongada decadencia, gracias a la ocupación
sucesiva del cargo de gran visir por los miembros de una dinastía de origen albanés: los
Köprülü. El segundo de ellos, Ahmed (1661 – 1676), quien fue seguramente el mejor estadista
de la familia, trató de consolidar el poder en los Balcanes y el Mediterráneo. En 1664 logró la
soberanía otomana sobre Transilvania; cuatro años después, consiguió que sus tropas rindieran
Candía, en Creta, tras la dilatada y heroica resistencia de la plaza durante un cuarto de siglo. Al
norte del Mar Negro, aprovechándose de la crisis de Polonia, los turcos se apoderaron de
Podolia y la Ucrania polaca (tratado de Bugacz, 1672). Más ambicioso, aunque menos realista,
su yerno y sucesor, Kará Mustafá (Mustafá el Negro) (1676 – 1683) trató de reeditar el ideal
de Solimán [I] el Magnífico de someter a la cristiandad. Aprovechándose de las sempiternas
querellas de la nobleza húngara con el emperador –frecuentemente estimuladas por Luis XIV—
envió un potentísimo ejército que puso sitio a Viena, en 1683, obligando a huir a Leopoldo I.
El papa Inocencio XI [(1676 – 1689)] envió una cuantiosa ayuda económica, pero de todos
los príncipes europeos, el único que acudió en ayuda del Emperador fue J[…]an Sobieski
[(Juan III Sobieski)], rey de Polonia (1673 – 1697) y brillante general, que trataba de unir a la
nobleza polaca bajo el ideal de la cruzada antiturca. Al mando de un ejército integrado por
polacos, austríacos y contingentes bá[v]aros, sajones y de otros países, obtuvo la decisiva
victoria de la colina de Kahlemberg, al norte de la ciudad, el 12 de septiembre de 1683, que
supuso la desbandada del ejército sitiador y la condena a muerte del visir. El desastre animó a
Austria, Polonia y Venecia, las cuales, con los auspicios del Papado, constituyeron una Liga
Santa (1684), a la que se uniría dos años después Rusia. Polonia logró recuperar los
territorios perdidos en 1672; los venecianos conquistaron Dalmacia, el Peloponeso, Corinto
y Atenas […]; Austria, por último, inició la conquista de Hungría: Buda (1686), Transilvania
(1690), e inició la marcha hacia el sur por los Balcanes, donde tomó Belgrado (1688) y Nish,
avanzando por el Danubio hasta la ciudad de Viddin, en Bulgaria. En la dieta de Presburgo
(1687), los húngaros renunciaron al derecho de rebeldía que poseían desde la Bula de Oro de
1222, y aceptaron la sucesión de los Habsburgo al trono de San Esteban […].
Luis XIV mantuvo habitualmente una política de buena relación con los turcos, que, entre
otras razones, suponían una constante amenaza para su enemigo el Emperador. Su condición de
príncipe católico, no obstante, le había llevado, en 1664, a colaborar con 6.000 hombres en la
victoria del ejército austríaco que detuvo a los turcos en la batalla de San Gotardo, en los
límites del estado de los Habsburgo. En 1683, por el contrario, optó por continuar sus relaciones
amistosas con la Gran Puerta, que no lo fueron tanto con los poderes berberiscos del norte de
África. Conflictos por el rescate de los cautivos y competencias mercantiles en el Mediterráneo
le llevaron, en los años ochenta, a bombardear repetidamente Argel y Trípoli.
Con ocasión de la guerra de los Nueve Años, un nuevo miembro de la familia Köprülü,
Mustafá Zadé, consiguió recuperar efímeramente (1689 – 1691) el Peloponeso y el valle del
Morava (Nish y Belgrado). Sin embargo, tras la pérdida de Azov, en Crimea, frente a Pedro I
de Rusia (1696), y la importante victoria de Eugenio de Saboya en la batalla de Zentha
(1697), los turcos negociaron la paz de Karlowitz (1699), por la que cedían a Austria la
totalidad de Hungría, con Transilvania, a excepción del banato de Tamesvar; a Venecia:
Dalmacia y el Peloponeso; a Polonia: Podolia y la Ucrania Occidental; y a Rusia: Azov. Dicha
paz supuso el comienzo del retroceso turco en Europa y la confirmación de la vocación
imperial de Austria en los Balcanes y el sureste europeo.
Años más tarde, tras la victoria de Pedro I el Grande sobre los suecos en Poltava (1709), la
expansión de un cierto paneslavismo propició la intervención del zar en dicha zona, aliado a los
príncipes de Moldavia y Valaquia, con la intención de expulsar a los otomanos. Sin embargo,
su derrota en el río Prut (1711) le obligó, incluso, a devolver Azov a los turcos. El sultán
entregó entonces los principados autónomos de Moldavia y Valaquia a griegos del barrio
ortodoxo de Fanar, en Estambul, que en adelante serían conocidos como los “príncipes
fanariotas”. El posterior contraataque de los turcos a la posesión veneciana de Morea (1715)
propició el apoyo de los ejércitos austríacos de Eugenio de Saboya a la república italiana. Tras
una serie de victorias, conquistó nuevamente Belgrado (1717), forzando a Estambul a firmar la
paz de Passarowitz (1718), en la que los turcos, si bien recuperaron la península de Morea,
Javier Díez Llamazares
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hubieron de aceptar un retroceso mayor que el de 1699, que ratificaba su decadencia. Austria, la
gran beneficiada, recibía Tamesvar, que completaba su dominio sobre Hungría, así como parte
de Bosnia, Belgrado, el norte de Servia y la pequeña Valaquia.
[…]
(BENNASSAR, 563 – 565)
[…]
El Imperio otomano
Por sus orígenes, civilización y extensión territorial, el Imperio otomano es más asiático y
africano que europeo: nacido en las estepas del Turkestán, hacia 1600 se extiende desde los
confines argelino – marroquíes hasta Mesopotamia, y desde la llanura húngara a Arabia.
Durante el s. XVII su historia es la de una decadencia que, iniciada en 1600, no deja de
agravarse en la primera mitad del siglo, se detiene un momento entre 1656 y 1676, y pronto se
acelera irremediablemente.
a) El sultán Ahmed I (1604 – 1617), enzarzado en una nueva guerra contra los persas y
con una serie de revueltas interiores (Anatolia, Siria, Líbano) nombra gran visir al viejo
bajá Murad. Éste, gracias a su diplomacia y habilidad, consigue restablecer
parcialmente la situación: aplasta la rebelión de los sirios y de los drusos en el Líbano y,
en 1618, firma la paz con Persia (Turquía renuncia a la región de Tabriz conquistada en
el s. XVI). Por la parte de la Europa cristiana, la paz de Sitvatorok, firmada con el
emperador en 1606, se mantendrá durante cincuenta años, mientras el Habsburgo está
ocupado en la guerra de los Treinta Años y los turcos son incapaces de aprovecharse de
la situación. A Ahmed I le sucede su hermano Mustafá [I (1617 – 1618 y 1622 –
1623)], depuesto pronto por un hijo de Ahmed [I], Osmán, que se hace proclamar sultán
en 1618. Osmán II (1618 – 1622) es un hombre enérgico, consciente de la necesidad de
reformas profundas; pero cuando quiere reorganizar el cuerpo de jenízaros
imponiéndoles la vuelta a la estricta disciplina de antaño, provoca su rebelión y su
propia caída: es hecho prisionero y después estrangulado en mayo de 1622, siendo
Mustafá [I] restaurado en el trono. Esta revolución de palacio es el primer ejemplo,
pero no el último, de la deposición y ejecución de un sultán por los jenízaros. Estos
toman conciencia de su poder y en adelante querrán imponer su voluntad cada vez que
lo permita la debilidad del sultán o de los grandes visires.
Al morir Mustafá [I] al año siguiente, le sucede un hermano de Osmán [II], Murad IV
(1623 – 1640); en 1623 sólo tiene doce años, y durante los primeros nueve años del
reinado la sultana madre es quien dirige realmente los asuntos públicos. La minoría de
edad agrava la anarquía: los grandes visires no tienen autoridad, las tropas amenazan
con rebelarse, se reanuda la guerra civil en Anatolia y los persas vuelven a las
hostilidades, invaden Mesopotamia y entran en Bagdad en 1623. En 1632, Murad [IV]
decide hacerse cargo del gobierno; lucha con despiadada energía contra la anarquía
interior, reprimiendo todas las rebeliones, imponiendo su voluntad a los jenízaros y
poniendo orden en la hacienda pública; en el exterior derrota a los persas y reconquista
Tabriz y Bagdad. Pero muere en febrero de 1640 y su sucesor, Ibrahim I [(1640 –
1648)], es un loco cruel y libertino que, en ocho años de reinado, pone en entredicho
toda la obra realizada por Murad [IV] antes de ser asesinado el 8 de agosto de 1648; le
sustituye un niño de siete años, Mohammed IV [(1648 – 1687)]. El desorden llega a
su punto culminante: la madre y la abuela del sultán se disputan el poder; los grandes
visires se suceden sin tener tiempo de actuar (se cuentan nueve en cuatro años); el
cuerpo de los jenízaros está en plena descomposición: los hombres ya no se reclutan
entre los niños cristianos, se casan y residen donde quieren e incluso venden sus cargos
a artesanos o tenderos atraídos por los privilegios ligados a ellos; en Estambul, los
gremios se sublevan en varias ocasiones; varios gobernadores de provincia se
consideran prácticamente independientes; la venalidad de los cargos se convierte en
normal; Anatolia se rebela de nuevo; se abandona el asedio de Candia, defendida por
los venecianos (1645 – 1649). Es entonces cuando la intervención de dos grandes
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b)
c)
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visires enérgicos va a frenar la anarquía durante algún tiempo y a realizar una
recuperación espectacular pero efímera.
En septiembre de 1656, Mohammed IV nombra visir a un simple bajá albanés de
setenta y cinco años, Mohammed Keuprulu (o Keuprili), que pone como condición
para su aceptación la posibilidad de actuar con completa libertad. Haciendo reinar un
terror despiadado (que le valdrá el nombre de Cruel), en cinco años consigue
restablecer el orden y hacer que la Puerta Sublime sea de nuevo temible para sus
vecinos. A su muerte, en 1661, su hijo Ahmed Keuprulu, llamado el Político, le
sucede como gran visir y durante quince años (1661 – 1676) prosigue la obra paterna,
pero con más humanidad y miramientos. Inaccesibles uno y otro a la corrupción,
reorganizaron los jenízaros y los espahíes, obligan a obedecer a los beys y bajás,
restableciendo el orden en Anatolia. Keuprulu II, sabio educado y tolerante, trata bien
a los cristianos e impulsa las letras y las artes. Al mismo tiempo, Turquía recupera su
combatividad: en 1661, Keuprulu II penetra en Transilvania y luego invade la Hungría
real con 120.000 hombres; el 1 de agosto de 1664 es derrotado en San Gotardo, a
orillas del Raab, por el ejército austríaco mandado por Montecuccoli y reforzado con
efectivos extranjeros, principalmente franceses; pero sus adversarios no puede explotar
su victoria y el 10 de agosto de 1664 se ven obligados a firmar el Tratado de Vasvar,
establecido por veinte años, que confirma la autonomía de Transilvania bajo señorío
turco. El 27 de septiembre de 1669, después de un largo asedio, Keuprulu II se apodera
de Candia, defendida por el dux Contarini y un contingente francés; Venecia tiene que
firmar la paz y ceder Creta a los turcos. En 1672 y 1676, dos guerras victoriosas contra
Polonia permiten a Turquía adueñarse de Podolia y de una parte de Ucrania.
Pero esta recuperación inesperada es de corta duración. En 1676 el yerno de
Keuprulu II, Kara Mustafá, se convierte en gran visir, pero es excéntrico, avaro y
ladrón, siendo ejecutado en 1689. El acceso al gran visirato de un tercer Keuprulu,
Mustafá, llamado el Virtuoso, es mucho más breve (1689 – 1691). Valiente, inteligente
e íntegro, muere demasiado pronto para poder detener la decadencia. Los sucesores de
Mohammed IV [–Süleyman II (1687 – 1691), Ahmed II (1691 – 1695) y Mustafá II
(1695 – 1703)—], depuesto por los jenízaros en 1687, son sultanes incapaces; la
descomposición interna continúa y se acelera; el propio Islam pierde su esplendor
hasta tal punto que, en la segunda mitad de siglo, los griegos empiezan a acceder a la
jerarquía administrativa sin convertirse a la religión musulmana. Mucho más grave es el
comienzo del repliegue en Europa central. En 1682, queriendo aprovecharse de las
dificultades del emperador en la Hungría real, los turcos deciden reanudar la ofensiva
y, bajo la dirección de Kara Mustafá, ponen sitio a Viena en julio de 1683. Mientras las
ciudad resiste heroicamente, un ejército austríaco, reforzado por las tropas polacas de
Juan [III] Sobieski, aplasta a los otomanos en la batalla de Kahlenberg el 12 de
septiembre y les obliga a retirarse desordenadamente hacia Belgrado. La derrota turca
tiene una enorme repercusión en toda la Europa cristiana. Al año siguiente, a
instigación del Papa, se organiza contra los turcos una Liga Santa que agrupa al
emperador, a Venecia, a Polonia y, un poco más tarde, a Rusia. Mientras los turcos
atacan Crimea y los venecianos Morea y el Ática […], los Imperiales, mandados por
Eugenio de Saboya, consuman la conquista de Hungría (toma de Buda en 1686) y
entran en Belgrado (1688). La guerra de la Liga de Augsburgo, que distrae al emperador
de los asuntos orientales, permite a los turcos reconquistar Belgrado (1690) y expulsar a
los venecianos de Morea, pero el 11 de septiembre de 1697 el príncipe Eugenio aniquila
un ejército turco en Zenta, Hungría; el año anterior, Pedro [I] el Grande [(1682 –
1725)] se había apoderado del puerto de Azov. En esas condiciones, los turcos aceptan
la mediación de Inglaterra y de las Provincias Unidas, y el 26 de enero de 1699 firman
el Tratado de Carlovitz: entregan a Austria Transilvania y Hungría (menos el banato
de Temesvar); a Venecia, Morea y una parte de la costa dálmata; a Rusia, Azov, y
devuelven a Polonia Podolia y Ucrania. El retroceso otomano en Europa acaba de
empezar. Es el signo más evidente de una irremediable decadencia.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
20.6. La guerra de Sucesión española
(FLORISTÁN, 478 – 483)
6. La sucesión de Carlos II
A medida que transcurría su reinado, iba a ser evidente que el débil y enfermizo Carlos II
[(1665 – 1700)] difícilmente sería capaz de engendrar un heredero. Cuando se produjera su
muerte –algo que podía sobrevenir en cualquier momento— la inmensa monarquía de los
Habsburgo españoles habría de pasar a alguno de los soberanos o príncipes europeos
vinculados familiarmente al rey español, a través de los matrimonios de las hijas y hermanas
de Felipe IV. De esta forma, la sucesión podría recaer, bien en un príncipe de la casa de
Habsburgo austríaca, bien en un miembro de la casa francesa de Borbón.
El emperador Leopoldo I [(1658 – 1705)] era hijo de Fernando III [(1637 – 1657)] y de la
infanta María, hermana de Felipe IV. Era por tanto, primo carnal de Carlos II, lo que le
otorgaba evidentes derechos de cara a una sucesión indirecta, por vía femenina. Además, en
1666, Leopoldo [I] se había casado con la única hermana de Carlos II, la infanta Margarita,
que constituía la línea más cercana de cara a la sucesión; la temprana muerte de la emperatriz
Margarita, dejando tan sólo una hija, la archiduquesa María Antonia, abría para el futuro una
segunda posibilidad sucesoria en la línea Habsburgo, en el caso de que esta última tuviera
herederos varones.
Luis XIV [(1643 – 1715)] era también nieto de Felipe III. El parentesco con los Habsburgo
españoles quedaba reforzado, además, en sus descendientes, en virtud de su matrimonio con la
infanta María Teresa, hija mayor de Felipe IV y hermanastra de Carlos II. La diplomacia
francesa pretendía que la renuncia de ésta a una posible sucesión española, realizada en 1660, en
ocasión de su boda, y ratificada en el testamento de Felipe IV, quedaba sin efecto al no haberse
satisfecho, por parte de España, la dote estipulada en las capitulaciones matrimoniales.
Tanto en uno como en otro caso, la sucesión de Carlos II amenazaba con alterar
gravemente el statu quo europeo y mundial, al tratarse de la más extensa de las monarquías de
la época, poseedora de múltiples territorios. Tal peligro, junto a la ausencia de un único e
indiscutible candidato, llevó a las principales potencias a concluir varios acuerdos de reparto
en el caso de que Carlos II muriese sin descendencia.
El primer tratado secreto tuvo lugar a poco de iniciado el reinado, cuando Carlos II era un
niño de siete años. Fue convenido entre Luis XIV y Leopoldo I en plena guerra de la
Devolución, y firmado en Viena, el 19 de enero de 1668. De acuerdo con sus cláusulas, el
emperador obtendría la península Ibérica (a excepción del reino de Navarra y de la plaza
catalana de Rosas), las islas Baleares y Canarias, las Indias orientales y occidentales, Milán, los
presidios de Toscana y Cerdeña. Francia, por su parte, recibiría Navarra, Rosas, Flandes, el
Franco Condado, Nápoles, Sicilia, las plazas norteafricanas y Filipinas.
Austria se mantuvo neutral en la Guerra de la Devolución y puso a disposición de los
contendientes la ciudad de Aquisgrán, en la que se concluyeron las paces; pocos años más tarde,
sin embargo, Leopoldo I se unió al bloque antifrancés en ocasión de la guerra de Holanda. El
tratado franco – austríaco de reparto pasaba así a ser letra muerta ante las desavenencias
provocadas por el expansionismo de Luis XIV.
A finales de la década de los ochenta, al constituirse la Gran Alianza de mayo de 1689, el
Emperador buscó el apoyo secreto de Inglaterra y Holanda en sus reivindicaciones sobre la
totalidad de la herencia española. Por aquellos meses, el segundo matrimonio de Carlos II, con
la alemana Mariana de Neoburgo, auguraba el incremento de la influencia austríaca en la corte
de Madrid.
El 28 de octubre de 1692 surgió una tercera y más cercana opción sucesoria cuando la
archiduquesa María Antonia, sobrina de Carlos II que se había casado con el elector
Maximiliano [II] Manuel de Baviera [(1679 – 1706 y 1714 – 1726)] en 1685, dio a luz, en
Viena, a José Fernando Maximiliano de Baviera [(†1699)]. La candidatura del príncipe
bávaro contó pronto con numerosas simpatías en España. La más importante, la de su bisabuela
Mariana de Austria. El 13 de septiembre de 1696, en el curso de una enfermedad en la que
llegó a administrársele el viático, Carlos II, tras consulta del Consejo de Estado, otorgó un
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
primer testamento en el que nombraba heredero a José Fernando de Baviera, en perfecto
acuerdo con las prioridades sucesorias establecidas en el testamento de Felipe IV.
En el otoño de 1698 todo dio un giro imprevisto como consecuencia de la firma de un
segundo tratado de reparto de la monarquía española, acordado entre Luis XIV y las
potencias marítimas (Inglaterra y Holanda), que venía gestándose desde meses atrás. El tratado,
suscrito en La Haya el 11 de octubre, adjudicaba la península Ibérica (a excepción de
Guipúzcoa), las Indias y los Países Bajos al príncipe de Baviera; Nápoles, Sicilia, los presidios
de Toscana y la provincia de Guipúzcoa al Delfín; y el ducado de Milán al archiduque Carlos.
Un artículo secreto complementario, fruto al parecer de la intercesión de Guillermo [III] de
Orange, nombraba a Maximiliano [II] Manuel tutor de su hijo durante su minoría de edad,
y heredero universal de todos sus reinos y coronas, en el caso de que José Fernando muriera
antes que él, sin descendencia.
El tratado de reparto produjo en España la natural indignación. Partidarios de una u otra
candidatura, todos los cortesanos tenían clara conciencia de que la monarquía debía
transmitirse indivisa. Si Leopoldo I, el gran perjudicado, hubiera tenido la habilidad de
defender para su hijo la totalidad de la herencia, oponiéndose radicalmente a cualquier reparto,
la solución austríaca habría ganado un buen número de partidarios. Pero la reacción de Carlos II
fue más rápida que la del Emperador. El 11 de noviembre, influido probablemente por el conde
de Oropesa, el rey firmaba un segundo testamento, renovación del de 1696, en el que
nombraba heredero universal de todos sus reinos y dominios al príncipe José Fernando de
Baviera; en caso de que éste hubiera muerto sin sucesión legítima, al emperador Leopoldo [I]
y sus descendientes; y en tercer lugar, a la línea sucesoria de la infanta Catalina Micaela,
hija de Felipe II y duquesa de Saboya. El testamento especificaba que la línea sucesoria
preferente era la de la emperatriz Margarita, hermana de Carlos II, a la que seguía la de la
emperatriz María, declarando excluidas de la herencia, en virtud de sendas renuncias, las
líneas de la reina Ana de Francia, tía de Carlos II, y la de su hermanastra María Teresa.
Todo parecía resuelto, al menos por parte de España, cuando el príncipe José Fernando de
Baviera murió, en Bruselas, víctima de una varicela, a comienzos de febrero de 1699. Pese a que
el testamento de noviembre de 1698 asignaba la herencia, en segunda instancia, al Emperador y
sus sucesores, la muerte del príncipe bávaro reabrió en la corte madrileña la pugna por la
sucesión de Carlos II, centrada ahora tan sólo en los candidatos austríaco y francés.
Luis XIV y Guillermo III actualizaron el tratado de La Haya en un nuevo acuerdo, que
fue firmado el 11 de junio. El archiduque heredaría toda la Monarquía, salvo Guipúzcoa,
Nápoles, Sicilia, las plazas de Toscana y el Milanesado, que serían para el Delfín, si bien este
último ducado podría ser canjeado por la Lorena o algún otro territorio. El texto definitivo de lo
que fue el tercer tratado de reparto se firmó el 25 de marzo de 1700, una vez aceptado por el
parlamento inglés y los estados generales de Holanda. El 18 de mayo, los enviados de Luis XIV
entregaron oficialmente el tratado al emperador, quien disponía de un plazo para adherirse; en
caso de que no lo hiciera, la parte del archiduque le sería adjudicada a un tercer príncipe.
En España, mientras tanto, la opción austríaca perdía partidarios. La causa de ello estaba,
no sólo en la habilidad del embajador francés, marqués de Harcourt, sino también en
elementos como la fobia que despertaban los alemanes del grupo de la reina, la indecisión
del Emperador ante el tercer tratado de reparto (que rehusó demasiado tarde, a mediados de
agosto de 1700) o el temor ante la amenaza militar francesa. El detonante de la solución final
fue dicho tratado de reparto. Ya en 1699, Carlos II había protestado enérgicamente ante los
príncipes europeos por las negociaciones para la desmembración de su Monarquía. Tras
consultar con algunos de sus consejeros, el rey pidió la opinión del Consejo de Estado que,
reunido a comienzos de junio de 1700, la expresó mayoritariamente en favor de un testamento
en que se instituyera como heredero universal a un nieto de Luis XIV, preferiblemente el hijo
segundo o tercero del Delfín, alejados, por tanto, de la posibilidad de heredar la corona francesa.
Consultado también el papa Inocencio XII [(1691 – 1700)], ratificó la opinión mayoritaria del
Consejo de Estado como medio más seguro de garantizar el mantenimiento de la unidad e
integridad de la Monarquía, objetivo principal del rey y sus consejeros. Otras opiniones
solicitadas por el monarca concordaron asimismo con la del consejo de Estado.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
Luis XIV, sin embargo, sorprendido, incrédulo y temeroso de una unión de los príncipes
europeos contra él, no aceptó la oferta de Carlos II en favor de su nieto, por considerarla
contraria al tratado de reparto, para el que intentaba lograr, entre las cortes europeas, el mayor
número de adhesiones posible. Tal vez por ello, hasta el domingo 3 de octubre, hallándose ya
gravemente enfermo, Carlos II no otorgó su tercer y definitivo testamento, declarando sucesor
de todos sus reinos y dominios al duque de Anjou, hijo segundo del Delfín; en el caso de que
muriera antes que él, la sucesión pasaría a su hermano menor, el duque de Berry; en tercer
lugar, al archiduque Carlos de Habsburgo y, tras éste, al duque de Saboya.
7. La guerra de Sucesión española
A la muerte de Carlos II, la mayor parte de las potencias europeas, con excepción del
Imperio, reconocieron como heredero a Felipe V [(1700 – 1724 y 1724 – 1746)]. Sin embargo,
Luis XIV, quien influía descaradamente en su nieto, no tardó en obtener beneficios de la nueva
situación. Así, el soberano francés proclamó los derechos de Felipe al trono francés y se
apresuró a enviar tropas a los Países Bajos españoles, de donde expulsó a las guarniciones
neerlandesas establecidas en virtud de la paz de Ryswick. Asimismo, mandó flotas y
comerciantes franceses a los puntos estratégicos del comercio hispano con las Indias y logró
la concesión a una compañía francesa del monopolio del tráfico de esclavos. Su prepotencia
alertó a Inglaterra y las Provincias Unidas, que decidieron apoyar la candidatura al trono
español del archiduque Carlos, para lo cual constituyeron en La Haya la Gran Alianza
(1701). La respuesta de Luis XIV fue reconocer como rey de Inglaterra al pretendiente
Estuardo, Jacobo III [(n. 1688 – †1766)], quien acababa de heredar los derechos de su padre [el
ex – rey Jacobo II, depuesto en 1688], lo que provocó una oleada de belicismo entre los whigs
ingleses, que dirigían el gobierno. En 1702, la Gran Alianza declaró la guerra a los Borbones.
El conflicto afectó a buena parte de Europa, dividiendo el continente en dos bandos
antagónicos. De una parte, los aliados, a quienes se unieron Dinamarca, Prusia, la mayoría de
los príncipes alemanes, y a partir de 1703, Saboya y Portugal, vinculado este último, en
adelante, a Inglaterra, por el tratado de Methuen. De otra, Francia y España, a los que
apoyaron únicamente los electores de Baviera y Colonia. El 12 de septiembre de 1703, en
Viena, los aliados proclamaron rey de España al archiduque, con el nombre de Carlos III. La
guerra fue el resultado de la última coalición europea frente al expansionismo de Luis
XIV, pero no tuvo solamente una dimensión internacional, sino que afectó también a España, en
la que se produjo una auténtica guerra civil, no sólo por las divergencias territoriales, sino
también por las distintas actitudes dentro de una misma zona. Más aún, cada uno de ambos
conflictos se resolvió de forma distinta. Mientras la guerra continental favoreció los intereses
de los aliados, en España, el triunfo correspondió al bando borbónico.
La guerra se desarrolló en los Países Bajos, el Rin y el norte de Italia. A España apenas le
afectó hasta 1705. En una primera fase, el conflicto resultó favorable al bando borbónico, que
se apoderó del Milanesado. Sin embargo, la reacción de los aliados se produjo en 1704, en que
los ejércitos de Luis XIV y Baviera, que pretendían conquistar Viena, fueron severamente
derrotados en Blenhein por el duque de Ma[r]lborough y Eugenio de Saboya; Baviera fue
ocupada por los aliados y los franceses hubieron de abandonar la orilla derecha del Rin. En los
años siguientes, diversas victorias aliadas, como las de Ramillies (1706) y Oudenarde (1708),
obligaron a las tropas de los Borbones a retirarse hacia Francia, perdiendo no sólo los Países
Bajos españoles, sino una serie de localidades incorporadas años atrás por Luis XIV, como
Lille, que constituía uno de los puntos clave en la línea defensiva construida por Vauban. El
príncipe Eugenio de Saboya derrotó a los franceses en Turín (1706), debilitando decisivamente
la presencia militar francesa en Italia y obligándoles a defender su propio territorio.
En España, los ingleses se apoderaron del peñón de Gibraltar (1704) y de la isla de
Menorca (1708). Además, la posibilidad de utilizar Portugal y la sublevación austracista de
los territorios de la corona de Aragón (1705 – 1706) pusieron en graves dificultades al
gobierno de Felipe V. El único hecho favorable al bando borbónico fue la victoria del duque de
Berwick en Almansa (1707), que le permitió reconquistar buena parte del reino de Valencia,
mientras que los aliados ocupaban casi toda la Italia española: Milán (1706), Nápoles (1707) y
Cerdeña (1708).
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
En 1708 – 1709, la situación de las tropas de Luis XIV llegó al límite tras la rendición de
Tournai y Mons. Aquel invierno, muy frío y posterior a una mala cosecha, vio extenderse la
carestía y el hambre. Tras la derrota de Malplaquet (11 de septiembre de 1709) y las
posteriores conquistas aliadas, el soberano francés, con su territorio invadido por el ejército
procedente de los Países Bajos, y con el país exhausto, estuvo a punto de abandonar a Felipe V
a su suerte en las conversaciones de paz de Gertruydenberg (1710); sólo lo impidió la presión
excesiva de los aliados, quienes le exigieron que contribuyera a expulsar a su nieto del trono, a
lo cual se negó, viéndose forzado a continuar la lucha.
La situación cambió, no obstante, en los años siguientes, no tanto por circunstancias bélicas
cuanto por acontecimientos ajenos a la guerra, como la llegada al poder en Inglaterra, de los
tories (1710), que, cansados de la guerra y los daños a sus intereses mercantiles, se inclinaban al
pacifismo; más importante fue, sin embargo, la muerte del emperador José I [(1705 – 1711)],
en 1711, que convirtió al archiduque en el nuevo emperador, Carlos VI [(1711 – 1740)]. La
solución austríaca dejaba así de convenir al equilibrio europeo para convertirse en una
amenaza, que hubiera podido reeditar el imperio de Carlos V. Ello, junto al cansancio
generalizado de los contendientes, el incendio de Río de Janeiro por los corsarios franceses
(1711), o episodios bélicos como el triunfo de Villars sobre Eugenio de Saboya en Denain
(1712), aceleró las conversaciones de paz. La guerra en España, además, se había decantado a
favor de Felipe V, gracias sobre todo al apoyo de los castellanos. Las victorias de Vendôme en
Brihuega y Villaviciosa (diciembre de 1710) le permitirían continuar la reconquista de la
corona de Aragón. El 11 de septiembre de 1714, el general francés duque de Berwick –hijo
ilegítimo de Jacobo II de Inglaterra— tomó Barcelona, y al año siguiente, la conquista de
Mallorca puso fin a la resistencia austracista.
8. El orden de Utrecht
La derrota del bando borbónico en la guerra europea supuso la desmembración de la
monarquía transmitida por Carlos II a Felipe V. El objetivo principal del último de los
Austrias españoles, que le había llevado a entregar la corona al nieto de su mayor enemigo,
quedaba así incumplido. En adelante. España se reduciría básicamente al territorio actual,
aunque conservó su inmenso imperio ultramarino. Las paces concluidas entre los diversos
países, en Utrecht (1713) y Rastadt (1714), suponen la reorganización de Europa a partir del
reparto de los despojos de la extinta Monarquía en España. Pero las paces marcaban también la
derrota final de Luis XIV y el fin de la hegemonía francesa. Si en Westfalia había aparecido
la idea del equilibrio entre naciones, Utrecht – Rastadt consagró el equilibrio como el principio
rector de las relaciones internacionales. Su base era la idea de la balanza de poderes en el
continente, cuyos dos platillos serían respectivamente Francia y Austria, y el fiel Inglaterra, el
garante exterior desde su aislamiento insular y su cada vez más evidente dominio de los mares.
Las paces incluían buen número de acuerdos, de carácter político, territorial y comercial.
Entre los primeros, destaca el reconocimiento de Felipe de Borbón como rey de España, que
aceptaron todos los firmantes a excepción del emperador, quien seguía autotitulándose como
Carlos III. Previamente, el soberano español hubo de renunciar a sus derechos sucesorios a
la corona de Francia. Por su parte, Luis XIV, quien apenas salió perjudicado por los acuerdos,
se vio obligado a interrumpir su apoyo a los Estuardo pretendientes al trono inglés. Dos
soberanos europeos fueron reconocidos como reyes: el elector de Brandemburgo, que ya en
1701 había obtenido del emperador el título de rey de Prusia, y el duque de Saboya, quien
recibió de España el reino de Sicilia. Asimismo, se creó un nuevo electorado imperial:
Hannover, vinculado a Inglaterra por el Acta de Establecimiento (1701) que adjudicaba a los
duques la sucesión del trono inglés, como habría de hacerse efectivo en 1714, cuando el duque
– elector Jorge Luis [(1698 – 1727)] se convirtió en Jorge I de la Gran Bretaña [(1714 –
1727)].
Las cláusulas territoriales afectaron, en su gran mayoría, a los dominios europeos que hasta
entonces dependían de España. Casi todos ellos pasaron a Austria, que recibió los Países
Bajos, Luxemburgo, el ducado de Milán, los presidios de Toscana, el reino de Nápoles y el de
Cerdeña (que cambiaría a Saboya, en 1720, por Sicilia). Al duque de Saboya pasaron algunos
territorios de la Lomellina y la Valsesia, que pertenecían a la Lombardía española. Francia, a
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 20
pesar de su retroceso internacional, logró mantener las principales adquisiciones del largo
reinado de Luis XIV, si bien tuvo que abandonar algunas de las localidades más avanzadas
conseguidas los años anteriores en los Países Bajos: Furnes, Ypres, Menin, Tournai y
Poperinghe. Asimismo, se vio obligada a demoler las fortificaciones de Dunkerque, frente a
la costa inglesa, y hubo de ceder a Inglaterra una serie de posesiones coloniales, como
Acadia y Terranova, importantes por las pesquerías, la bahía de Hudson (pieles), o la isla de
S. Cristóbal en las Antillas. A cambio, incorporó definitivamente el ducado de Orange,
posesión situada en su interior que, tras haber ocupado en dos ocasiones, se había visto obligada
a devolver en Nimega y Ryswick. Las Provincias Unidas recibieron el derecho a situar
guarniciones, de carácter eminentemente defensivo, en una zona de los Países Bajos
fronteriza con Francia, la llamada “barrera”, que abarcaba las plazas de Tournai, Menin,
Ypres, Furnes, Mons, Charleroi, Gante y Namur. Prusia, por su parte pasó a dominar el
Güeldres español y el principado de Neuchâtel, en Suiza.
Resulta curioso que el botín de Inglaterra en Europa se redujera a Gibraltar y Menorca; sin
embargo, el interés prioritario de la recién constituida Gran Bretaña estaba en el ámbito
marítimo y mercantil. Por ello, las llamadas cláusulas comerciales le abrían unas enormes
posibilidades en las Indias españolas. Aparte del título de “nación más privilegiada” en el
comercio colonial hispano, que antes poseía Francia, recibió el derecho de “asiento” y el navío
de “permiso”. El primero le permitía, inicialmente durante treinta años, el monopolio del
comercio de negros, con una escala en el Río de la Plata, mientras que, por el segundo, tenía
derecho a enviar, una vez al año, un navío de 500 toneladas a las Indias españolas. La realidad
superaría con creces ambas concesiones, que supusieron la primera quiebra legal del monopolio
hispano sobre el comercio de Indias. Inglaterra se consolidaba como la gran potencia mercantil
del futuro, apoyada además en las grandes ventajas que el reciente tratado de Methuen le
otorgaba en el ámbito colonial portugués.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
Tema 21: El auge del absolutismo. La Francia del siglo XVII
0.0. Sumario
21.1. Concepto y realidad del absolutismo
21.2. El pensamiento político absolutista
21.3. Las teorías antiabsolutistas. Los orígenes del derecho internacional
21.4. Enrique IV y Luis XIII. La obra de Richelieu
21.5. Mazarino y la Fronda (1648 – 1652)
21.6. El gobierno personal de Luis XIV
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 485 – 486 (Lebrun),
589 – 591 (Lebrun), [594] 595 – 596 (Lebrun), 597 (Lebrun), 661 – 673 (Lebrun) y 712 – 713
(Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 122 – 124
(Antón – Simón), 209 – 210 (Benítez), 315 – 316 (Villas), 352 – 361 (Felipo) y 423 – 435 (S.
Ayán).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 355 – 358 (Mas) y
371 – 375 (S. Ayán).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, capítulos 16 (Lebrun),
20 (Lebrun), 21 (Lebrun) y 23 (Lebrun); p. 475 – 478 (Lebrun), 479 – 485 (Lebrun), 486 – 494
(Lebrun), 589 (Lebrun), 591 – 595 (Lebrun), 596 – 597 (Lebrun), 597 – 613 (Lebrun) y 673
(Lebrun).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 381 – 391 (S.
Ayán).
21.1. Concepto y realidad del absolutismo
(RIBOT, 371 – 375)
1. El absolutismo monárquico y su significado
A. El concepto teórico de absolutismo y sus límites
La utilización del término “absoluto” en lo relativo a la acepción del Poder, significó en los
años finales del s. XVI y durante el XVII, que el monarca gozaba de superioridad respecto a
las normas y al derecho creado por cualquier poder humano, incluyendo el que el propio
soberano hubiera podido consolidar en algún momento.
El rey que se denominaba absoluto ya no era el superior feudal, sino el titular de un
poder supremo que procedía de Dios y que ejercía de modo directo e inmediato sobre todos
sus súbditos.
Esto no significaba que el poder del príncipe y la acción que de él derivaba careciera de
norma, sino que todos los actos positivos de legislación, administración y jurisdicción se
apoyaban en su última instancia de poder.
Esta definición de poder absoluto no era incompatible con la existencia de unos límites
también teóricos. De hecho los necesitaba para su propia definición pues una vez marcados se
podía saber en qué espacio ejercía su plena autoridad. Estos límites fueron invocados total o
parcialmente por teóricos del absolutismo como Hobbes (1588 – 1678) o por el propio Juan de
Mariana (1536 – 1624). Entre los más repetidos se encontraban el derecho privado y la
propiedad; la representación corporativa y el papel de las asambleas; y, por último, el
concepto de leyes fundamentales.
Con respecto al primer límite, se defendía que era necesario mantener rigurosamente lo
particular y lo privado para definir con claridad y en toda su amplitud la zona en que el monarca
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
podía reivindicar plenamente su condición de soberano. La salvaguardia de la esfera de la
propiedad exigía que no se entrara en ella por vía de impuestos de forma ilegal. Así pues en
materia de tributos el monarca debía contar en principio con el acuerdo del gobernado.
Otra de esas limitaciones teóricas al absolutismo se encontraba en la participación de
cuerpos considerados orgánicamente como miembros del reino y que, en representación de
éste, tenían su parte en el gobierno. Las asambleas – cortes – parlamentos, eran los órganos
que podían asegurar la contención del poder absoluto del monarca en el Estado.
Se ha venido señalando tradicionalmente que en la época de vigencia del absolutismo, la
mayor parte de las asambleas quedaron reducidas a cuerpos consultivos, perdiendo la mayoría
su carácter deliberante, y aunque se siguieron reuniendo, tan sólo conservaron funciones de
asentimiento y reconocimiento. Lo cierto fue que la mayoría ejercieron, en numerosas
ocasiones, severas críticas a las directrices de los gobiernos absolutos y, por esta razón, los
soberanos procuraron reunirlas tan sólo cuando, por necesidades económicas, su convocatoria se
hacía ineludible.
Con respecto al tercer límite apuntado, fue precisamente en el marco de la monarquía
absoluta en el que se desarrolló la doctrina de las leyes fundamentales. Sólo en aquel régimen
en que se daba un poder que podía situarse sobre las leyes humanas y positivas, existía la
necesidad de apelar a unos principios fundadores del orden que no se podían tocar y de los
que emanaba la capacidad de hacer, dispensar o abrogar las leyes ordinarias.
La modificación o desconocimiento de estas leyes por el rey, como diría el padre Mariana
en De Rege (1599), llevaba consigo la transformación de éste en tirano y, por tanto, existía un
legítimo derecho de resistencia del reino contra él. Estas leyes venían a recoger las cláusulas
del contrato de sujeción entre rey y república, y Mariana incluía entre ellas las leyes sobre la
religión, sobre la sucesión al trono, sobre la imposición de tributos y aquellas que, por
costumbre, se hubieran reservado a la participación de la comunidad.
Sin embargo en la monarquía de Luis XIV, de Felipe IV o de Carlos I de Inglaterra, por
poner sólo tres ejemplos significativos, estos principios limitativos se incumplieron en varias
ocasiones. No fueron un freno objetivo y positivamente exigible, aunque tuvieron siempre la
fuerza estimable de un mito.
Actuaron como una instancia de contención mítica e indeterminable, y en algunos casos,
efectiva, y en ese sentido no sólo fueron compatibles con la doctrina absolutista, sino que
representaron un elemento constitutivo de ella.
B. Características de la práctica del absolutismo monárquico
Por supuesto, las monarquías del s. XVII no se construyeron en ninguna parte conforme
al modelo teórico esquemáticamente descrito más arriba, ni siquiera en la Francia de Luis XIV.
Por eso, si hablamos de monarquía absoluta, aplicando el término a un lugar y a un momento
concretos, hemos de entender por tal una forma de Estado que “tiende abierta y eficazmente, en
mayor o menor medida, y nunca plenamente” a absolutizar el poder.
En la segunda mitad del s. XVI y sobre todo durante el XVII, la concepción de “poder
absoluto” fue instalándose en el aparato de las distintas monarquías. Éstas extendieron su mano
progresivamente sobre los distintos grupos sociales con la pretensión de reconstruirlos y
dominarlos.
En este sentido hay que señalar, en primer lugar, que el absolutismo monárquico llevado a
la práctica no eliminó la capa de relaciones señoriales existentes, ya que el régimen señorial
sobrevivió en su período de vigencia, pero procuró absorber esta pluralidad de jurisdicciones,
privilegios, derechos tributarios, etc.[,] superponiéndose e imponiéndose a ellos. La nobleza
aceptó ese papel del rey a cambio de que éste mantuviera y fortaleciera ciertos derechos
señoriales.
Otro aspecto destacable en la génesis del absolutismo monárquico real fue el hecho de que,
sobre todo durante el s. XVII, se produjeron revueltas y revoluciones en las que todos los
grupos sociales participaron.
Contra ese absolutismo que se pretendía divinizado, se producirá en Inglaterra la primera
revolución de eficacia definitiva. En Francia se conocerán una serie de movimientos
subversivos, unos aristocráticos y otros con carácter de revuelta popular, tales como la Fronda,
a mediados de siglo. La monarquía de los Austrias también se vio conmovida por
Javier Díez Llamazares
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levantamientos en los que se mezclaba frecuentemente la protesta popular con el descontento de
las clases dirigentes de diversos territorios. La fatídica década de los cuarenta, con revueltas en
Cataluña, Portugal, Nápoles o Sicilia fue el momento culminante de la crisis.
Por último hay que hacer referencia a las grandes líneas del complejo institucional que
tradicionalmente han definido la práctica política del absolutismo monárquico: la existencia de
un ejército y una burocracia permanentes y crecientes, la puesta en práctica de un sistema
nacional de impuestos, la creación y perfeccionamiento de un derecho codificado y el
desarrollo de una diplomacia nacional. A ellas hay que añadir también, como una
característica consustancial, el fenómeno del “valimiento” o del “ministeriado”.
En efecto, empezando por este último punto, la mayoría de los soberanos de este tiempo
estuvieron a la cabeza de un gobierno que diversificó y complicó sus funciones. Por ello
necesitaron depositar su confianza en un ministro particular que dirigiera sus acciones de
gobierno, las coordinara y supervisara. Apareció así la figura del “privado”, basada en el
vínculo personal del monarca con su primer confidente, y cuya presencia se verifica igualmente
en Inglaterra, Francia, España o Suecia, por poner diversos ejemplos.
Con respecto a la necesidad de un “ejército permanente”, la persistencia casi continuada de
conflictos armados en Europa fue una de las notas características de todo el clima del
absolutismo. Esto era así porque, todavía en este período, la posesión de más tierra era el modo
de que disponía un príncipe para demostrar su fuerza. Por ello, los estados absolutistas eran
máquinas construidas especialmente para el campo de batalla, y destinaban entre el 80 y el 90 %
de sus rentas a gastos militares y al perfeccionamiento y crecimiento de sus ejércitos.
Por lo que se refiere al desarrollo de la “burocracia civil permanente”, ésta se nos presenta,
en la práctica del absolutismo monárquico, con tintes paradójicos. Por un lado, el desarrollo de
la función pública representaba una transición hacia la administración legal racional. Estos
funcionarios desempeñaron sus empleos en virtud de una relación económico – profesional y
contaron además con una situación estatutaria dictada por el soberano. No obstante, los cargos
burocráticos eran tratados por el rey como una propiedad vendible y ahí se encuentra
precisamente la paradoja. La llamada “venalidad” en los oficios públicos cubría varios
objetivos. Por un lado, el rey pretendía procurarse ingresos para desarrollar sus proyectos
políticos y bélicos por medios extraordinarios, sin acudir a la convocatoria de los parlamentos
o asambleas. Pero además, la venta de cargos cumplía una función política, pues al convertir la
adquisición de oficios dentro de la administración en una transacción mercantil y al dotarla de
derechos hereditarios, bloqueaba la formación dentro del Estado de los sistemas clientelares
que giraban alrededor de la alta aristocracia. De este modo el rey se procuró una clientela
propia que dependía de contribuciones en metálico y no de las conexiones y el prestigio de un
gran noble. Los hombres de negocios que avanzaron préstamos al rey, arrendaron impuestos y
acapararon cargos en el s. XVII, eran mucho menos peligrosos para la monarquía absoluta que
las dinastías provinciales del s. XVI.
Con respecto a la gestación del “sistema nacional de impuestos” y a su crecimiento en
volumen y tipos, el desarrollo de la fiscalidad obedeció también a la necesidad de hacer
frente a los gastos bélicos crecientes. Como veremos, prácticamente todas las monarquías
absolutas multiplicaron los impuestos tanto directos como indirectos a lo largo de este período.
En cuanto a la implantación del “derecho codificado”, era ésta una tendencia que, como en
el caso de casi todas las características citadas, se venía gestando desde el Renacimiento, aunque
fuera ahora cuando encontró una concreción mayor. La adopción de la jurisprudencia
romana sirvió para que los gobiernos monárquicos incrementaran el poder central. Así, dos
máximas del derecho romano: la de que la voluntad del príncipe tenía carácter de ley y la de
que los príncipes estaban libres de las obligaciones legales anteriores, se convirtieron en
ideales constitucionales de las monarquías renacentistas primero, y de las absolutas después.
Al mismo tiempo, estas monarquías se asentaron en un cualificado estrato de legistas que
llenaron las filas de sus maquinarias administrativas en proceso de expansión.
Por último, la “diplomacia nacional” fue otra de las innovaciones que, aunque iniciada en
el Renacimiento, alcanzó un desarrollo sin precedentes en esta época. En la Europa medieval las
embajadas solían ser simples viajes de salutación –esporádicos y no retribuidos— que podían
ser enviadas tanto por un vasallo de un territorio a otro subvasallo o entre un príncipe y un
Javier Díez Llamazares
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soberano. A partir del Renacimiento se produjo un sistema formalizado de intercambio
interestatal, con el establecimiento institucional de las cancillerías recíprocamente asentadas
en el extranjero y con comunicaciones e informes diplomáticos secretos. Con todo, estos
instrumentos de la diplomacia, desarrollados e incrementados durante el período de vigencia del
absolutismo monárquico, no debemos tomarlos como indicios de un moderno Estado nacional
en el sentido contemporáneo, ya que en esta época, la última instancia de legitimidad era la
dinastía y no el territorio. El estado se concebía como patrimonio del monarca y, por tanto, el
título de su propiedad podía adquirirse por una unión de personas, es decir, mediante un
matrimonio. Precisamente el matrimonio fue […] el mecanismo supremo de la diplomacia y el
símbolo del fin de la guerra.
21.2. El pensamiento político absolutista
(FLORISTÁN, 315 – 316)
3.2. Las bases del orden político
Por lo que respecta a la teoría política, los fundamentos comúnmente admitidos para el
gobierno de los ciudadanos eran la utilidad general y el derecho individual, unos argumentos
que tanto valían para promover el absolutismo como para combatirlo. En este tema, mucho más
que en la especulación filosófica, las experiencias políticas de los autores son clave para
entender los diversos planteamientos.
Hay que distinguir entre los políticos pragmáticos, los que primero tomaban las
determinaciones y después las justificaban intelectualmente (los casos de Jacobo I y de
Richelieu) y los tratadistas, quienes aunque no ostentasen puestos de relevancia, también
vivieron muy directamente la lucha de las facciones y partidos. La idea básica es que el hombre
era libre en la situación inicial (lo que se denominaba su “estado de naturaleza”), pero que
se hallaba sometido a graves peligros, debido a múltiples y diversas causas que cada autor solía
enfatizar en su argumentación. Esa libertad, primigenia y peligrosa, debía someterse a una
autoridad (el “estado de sociedad”) que le procuraba la protección necesaria para el
mantenimiento de los bienes esenciales como eran la vida y la propiedad.
En la defensa de la opción absolutista destacó Jacques Bossuet, clérigo católico, escritor,
orador insigne y preceptor del Delfín de Francia para quien redactó el Discurso sobre la
Historia Universal (1681), en el cual defendió una Historia y una filosofía providencialistas.
Participó en las disputas regalistas entre Luis XIV y el papa, mostrándose favorable a la tesis de
una mayor independencia del clero francés con respecto a Roma.
Otra figura proabsolutista fue Thomas Hobbes, filósofo y tratadista político inglés, tutor del
conde de Devonshire e interlocutor de Galileo, Descartes y Gassendi, quien sostuvo teorías
mecanicistas y naturalistas que causaron cierta alarma en círculos políticos y eclesiásticos
británicos. Más tarde intervino en la polémica entre el monarca y el Parlamento con el tratado
Elementos del derecho natural y político, defendiendo la Regia prerrogativa, por lo que tuvo
que exiliarse en París. Su obra más conocida es el Leviatán o la esencia, forma y poder de una
comunidad eclesiástica y civil, aparecido en 1651, donde justifica sus ideas acerca de la
soberanía.
Su radical pesimismo acerca del ser humano (homo hominis lupus) presenta el “estado de
naturaleza” como una situación caótica de lucha total de todos contra todos, con la supremacía
puntual y efímera del más fuerte. Por ello el ciudadano debía entregar su libertad a un
Estado (el Leviatán) al que se sometía para siempre, sin poder pedir cuentas al soberano de
cómo ejercía su autoridad, aunque fuese manifiestamente injusto. Por el conjunto de su obra se
le considera como el promotor de la Sociología científica al aplicar al comportamiento de los
seres humanos los mismos principios clásicos que operaban en el mundo material.
Frente al absolutismo aparecieron las teorías Iusnaturalistas, siendo Hugo Grocio una de
sus figuras principales, jurista, estadista, traductor, matemático y poeta, que sentó las bases del
derecho internacional en su estudio Mare Liberum (1609), donde se opuso al dominio del mar
por parte de cualquier potencia, porque tal actuación era contraria a la Ley Natural y al Derecho
de Gentes. En otro tratado, De iure belli ac pacis (1625), afirmó que la guerra sólo era contraria
a la Ley Natural cuando la fuerza se dirigía contra los principios de la sociedad, pero que se
Javier Díez Llamazares
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convertía en un recurso válido para defenderse de una nación o una persona que intentase
usurpar los derechos de otro. Por lo tanto, sería una guerra justa la que se declarase con el fin de
alcanzar o de restablecer los fines naturales de la humanidad que estarían siempre orientados a
la consecución de la paz.
Otra corriente antiabsolutista fue el Liberalismo, cuyo tratadista más señero fue John
Locke, el filósofo empirista que triunfó con la Gloriosa Revolución, y que en sus Tratados
sobre el Gobierno Civil (1690) se oponía tanto a la Monarquía de Derecho Divino como al
pesimismo de su compatriota Hobbes. Para Locke, la soberanía no residía en el Estado sino
en el pueblo y aquél no es un poder supremo y respetable si no se dedicaba a salvaguardar los
Derechos civiles, que identificaba con la “Ley natural”.
Recordando viejas concepciones tiranicidas sostuvo el derecho y el deber del pueblo a la
rebelión armada contra su rey por causas justas; insistió en el control de los gobiernos, a
los que exigía una especialización funcional que prefiguraba la posterior división de poderes de
Montesquieu; insistió en la separación entre la Religión y el Estado, una cuestión quizás aún
más espinosa en el Reino Unido donde el rey era cabeza de la Iglesia, al tiempo que afirmaba
que los hombres nacían naturalmente buenos, independientes e iguales y que era la tiranía
del mal gobierno la causa de todas las diferencias sociales que lo degradaban.
(RIBOT, 355 – 358)
B. El pensamiento político
El desarrollo del Estado durante el s. XVII –con las profundas crisis que llevó aparejadas—
produjo igualmente un conjunto de aportaciones absolutamente fundamentales por lo que atañe
a su fundamentación teórica y por su trascendencia posterior en el pensamiento político. Teorías
tales como la del contrato, el derecho natural, o el individualismo como base de toda la
argumentación teórica nacen o adquieren en este siglo su formulación moderna.
Como no podía ser de otro modo, el centro de las especulaciones teóricas lo constituye el
Estado absolutista, tanto si le son favorables como si no. Existe, evidentemente, todo un
conjunto de obras y autores que vienen a justificar directamente la práctica absolutista, sobre
todo en el Continente. En líneas generales, la línea dominante –que se prolongará hasta el siglo
siguiente—, tiende a la sustitución/desvirtuación de las antiguas teorías de corte pactista o
populista por las de una monarquía de derecho divino, donde el rey únicamente es
responsable de sus actos ante Dios y en las que es sistemáticamente anatematizada toda
posibilidad tendente al regicidio o el tiranicidio. En el caso español, se acentúa la
preocupación práctica ético – pedagógica (v. gr. con la literatura emblemática y la de
“empresas”), sobre todo en lo que se refiere a la educación del príncipe y al tópico de la
prudencia; o hallamos doctrinas como las tacitistas, herencia erasmiana a medio camino entre
un maquiavelismo encubierto y el neoestoicismo filosófico contemporáneo. Sin embargo, el
máximo exponente en esta dirección lo hallamos en el caso francés, y en concreto en La
Politique tirée des propres paroles de l’Ecriture Sainte, del obispo Bossuet (1627 – 1704), una
de las mayores figuras de la Corte de Luis XIV y preceptor del Delfín. Bossuet sustituyó el
Derecho Divino en Deber Divino, donde el rey –amén de identificarse con el Estado—
confundía su propia naturaleza con la divina, constituyendo la sola razón el único límite teórico
de sus actos. Nótese que si, formalmente, nos hallamos ante conceptos teocráticos, su finalidad
y resultado práctico no es precisamente el reforzamiento del poder eclesiástico, sino al
contrario, la magnificación de la instancia estatal, o lo que es lo mismo, permitir al mundo
secular determinar sus propias leyes.
En el mismo sentido secularizador, es preciso referirse también a otras corrientes que poseen
carta de naturaleza propia, y en concreto al derecho internacional o de gentes, y al
iusnaturalismo, cuyos máximos representantes son, respectivamente, el holandés Hugo Grocio
y el alemán Samuel Pufendorf. En el caso de Grocio (1583 – 1645), de quien ya hemos
indicado su filiación arminiana, desarrolla la primera teoría completa del derecho
internacional (Mare liberum, 1608; De iure belli ac pacis, 1625), basada esencialmente en el
derecho natural y guiada por un claro fin inmediato: amparar jurídicamente la expansión
mundial holandesa frente a sus oponentes, tanto ibéricos como ingleses. Grocio identifica lo
natural con lo racional, liberando a esto último –sin implicar despreocupación religiosa— de
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toda implicación teológica. De esta forma, Grocio tiende a fundar la teoría del derecho como
una pura ciencia racional deductiva, y afirma que el derecho basado en la naturaleza humana (la
razón): “existe aunque se admitiese lo que no se puede admitir sin delito: que Dios no existe o
que no se cuida de los asuntos humanos”. Esta corriente del derecho natural halla su máxima
expresión con Pufendorf (1632 – 1694), autor de De jure naturae et gentium (1672), en un
sentido justificador del absolutismo poco usual y propio de la Alemania posterior a Westfalia.
Desde este punto de vista, el iusnaturalismo ofrece una faz, ya práctica, ya neutra, capaz de
justificar regímenes políticos diversos.
Junto a estas aportaciones, la singularidad del caso inglés resulta excepcional, dada la propia
evolución política del país. En primer lugar, nos encontramos con la figura de Thomas Hobbes
(1588 – 1679), exiliado en Francia entre 1640 y 1651 por ser partidario de los Estuardo. Su
pensamiento antropológico y político (Leviatán, 1651), dentro de unas coordenadas
axiomáticas y deterministas, representa una justificación extrema del absolutismo que, a decir
verdad, no gustó ni al futuro Carlos II. Pero los contenidos intelectuales puestos en esta obra
exceden con mucho esta dimensión. La base de la construcción hobbiana no es otro que el
individuo, cuya existencia se guía por dos postulados de la naturaleza humana: el apetito
natural y el principio de autoconservación. Ese individualismo absoluto se conjuga, además,
con una antropología pesimista (homo homini lupus), lo que le hace concebir un “estado de
naturaleza” original en el que todos se hallaban en guerra contra todos. Si, en cambio, la
sociedad ofrece orden y seguridad, ello se debe a la celebración de un “contrato” (la idea tiene
antiguas raíces), irreversible, que es el origen de la vida civilizada. A partir de aquí, se produce
la solución absolutista: ese contrato tiene la forma de delegación de los derechos individuales
(los derechos naturales, por tanto) en una persona soberana, origen a su vez del “Leviatán”,
nombre bíblico con el que Hobbes designa al Estado.
John Locke [(1632 – 1704)] ofrece el contrapunto –como ideólogo del sistema que se
inaugura con la Revolución Gloriosa— a las conclusiones de Hobbes, y constituye la piedra de
toque del liberalismo anglosajón. Ante todo, hemos de recordar que su pensamiento político
(expresado en sus dos tratados Del Gobierno civil) forma un todo con el filosófico, y que corre
parejo al triunfo de la ciencia newtoniana. También parte de los conceptos de individualismo y
estado de naturaleza que define –de forma no pesimista— como de perfecta libertad e
igualdad, de paz y armonía. Sin embargo, la existencia de violaciones a esa armonía lleva
igualmente a la constitución de un pacto, en el que se origina la sociedad civil, donde domina
la mayoría. La sociedad civil es, pues, la depositaria de un conjunto de derechos, y la misión
del Estado será la de garantizarlos. Aquí aparece inmediatamente la verdadera naturaleza de la
construcción lockiana y el sentido de su liberalismo. Así, el derecho de libertad se encuentra
sumamente ligado al de propiedad, hasta el punto de que ésta determina una desigualdad
política: la libertad y la política, la sociedad civil, se constituyen realmente en la esfera de los
propietarios. Y en ella el Estado no puede intervenir más que garantizando la seguridad de su
disfrute. Por eso en Locke la soberanía reside en la sociedad civil, y los poderes del Estado
deben ser limitados mediante garantías constitucionales. De ahí la doctrina de separación de
poderes, aún poco precisa, pero que más tarde desarrollaría plenamente Montesquieu.
Por último, no podemos dejar de mencionar los movimientos radicales que florecieron al
calor de la Revolución de 1640 (estudiados por Ch. Hill), y notablemente a Levellers y Diggers,
estandartes de una revolución social fracasada en la Inglaterra de la época. Muchas de las ideas
puestas en juego por estos movimientos (donde los levellers ocupan el extremo menos radical)
tienen un sorprendente aire de anticipación: igualdad de todos los hombres por el simple hecho
de serlo, laicismo político, sufragio universal, propiedad común de la tierra, reparto equitativo
de los bienes según las necesidades…
21.3. Las teorías antiabsolutistas. Los orígenes del derecho internacional
(FLORISTÁN, 122 – 124)
4.2. El derecho internacional
Las corrientes más vanguardistas del pensamiento político del s. XVI, es decir, las que
formulaban los autores de la escuela española de la segunda escolástica, se oponían a la
Javier Díez Llamazares
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jurisdicción universal del emperador y negaban al Papado cualquier tipo de poder temporal
sobre los príncipes cristianos. La única prerrogativa que autores como Francisco de Vitoria o
el jesuita italiano Roberto Belarmino atribuían al Sumo Pontífice sobre la soberanía de los
reyes era la de un “poder indirecto”, es decir sólo era justificable su injerencia cuando los fines
espirituales estaban amenazados.
El dominico Francisco de Vitoria (1483 – 1546) es el teórico más precoz del mundo
dividido. Los diferentes estados, para Vitoria, formaban parte de una corporación internacional
de dimensiones planetarias, que integraba igualmente a los soberanos cristianos y a los paganos.
Esta sociedad internacional estaba orientada hacia el bien común según el derecho de gentes que
poseían todos los estados. El ius gentium, al estar supeditado a la ley natural, sólo podía dar
lugar a una relación provechosa entre los pueblos. Este principio natural se plasmaba a su vez en
derecho positivo y, lógicamente, en leyes justas para todo el orbe. A partir de aquí se abría la
posibilidad de establecer los principios del derecho internacional
Uno de los supuestos más interesantes que comenta Vitoria es el ius communicationis, es
decir, el derecho que tienen las personas a transitar de un lugar a otro y a relacionarse
libremente entre sí. Aparejado a este derecho se hallan otros más concretos como el derecho al
comercio o el derecho a la emigración. Este planteamiento tan optimista, sin embargo,
articulado, en buena medida, en torno a la problemática sobre la legítima ocupación española de
las Indias, adoptó diferentes posiciones después de la partición de las posesiones de Carlos V
entre su hijo Felipe II y su hermano Fernando I (1556) y el empuje espiritual de la
Contrarreforma que impulsó el Concilio de Trento (1545 – 1563).
La escuela jesuítica elaboró una propuesta más pragmática ante la realidad de los nuevos
estados. Luis de Molina (1535 – 1600) y Francisco Suárez (1548 – 1617), aunque siguen
muchos aspectos de las teorías de Vitoria, sitúan el derecho de gentes dentro del derecho
positivo consuetudinario, con lo cual prevalece la soberanía de cada estado sobre el ius gentium.
El derecho internacional que vincula a los estados no supone una iniciativa “necesaria” ni
implica un compromiso inmutable, aunque sí es conveniente para el bien común universal. Las
relaciones internacionales, por tanto, son anárquicas y se estimulan por los intereses particulares
de los estados.
Desde una óptica calvinista, el holandés Hugo Grocio (1583 – 1645) llegó a conclusiones
parecidas. Siguiendo a Vitoria y a Suárez, halló en el marco normativo que generaban los
tratados suscritos entre los estados un principio de “ley internacional” que podía colaborar en
el mantenimiento de la paz. Era una respuesta práctica al consustancial enfrentamiento que
animaba a las monarquías absolutas y un medio de regular las apetencias coloniales que
perseguían las grandes potencias europeas. El conflicto colonial es un ejemplo de lo que, ante el
fracaso de las negociaciones, podía terminar en “guerra justa”. Si España y Portugal
fundamentan su monopolio sobre los mares basándose en diferentes bulas pontificias, otros
países –como Holanda— justificaban la libertad de los mares amparándose en el ius
communicationis.
La práctica del derecho internacional se fortaleció a partir de los conflictos. Por ello, la
Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, supuso la
consagración del derecho internacional moderno. Allí se reconoció la existencia de un cuerpo
de estados involucrados en un proceso de paz que se sitúan por encima de los acuerdos o
desacuerdos particulares. Fue una solución laica que, además, reconoció el derecho de los
príncipes y las ciudades del Sacro Imperio a desarrollar compromisos diplomáticos de manera
independiente al emperador y supuso, finalmente, el reconocimiento de una serie de estados
pequeños, los cuales confiaron su seguridad al nuevo orden internacional.
(BENNASSAR, 712 – 713)
La crítica de la monarquía absoluta
La crisis de la conciencia en Europa no se limita a la cuestión religiosa; también conduce a la
crítica de las ideas políticas y, principalmente, de la monarquía absoluta.
a) John Locke saca las enseñanzas de la revolución inglesa de 1688 – 1689, que sustituyó
de hecho el derecho divino de los reyes por el derecho de la nación, y formula una
teoría del gobierno civil […]. En el Ensayo sobre el verdadero origen, alcance y fin del
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b)
TEMA 21
gobierno civil (1690), Locke demuestra que, en estado natural, los hombres, son libres
e iguales entre ellos y se rigen por la razón, pero que la necesidad les obliga a
constituirse en sociedad; ésta, que no puede resultar más que de un contrato libre, debe
respetar los derechos naturales del hombre: la vida, la libertad y la propiedad […]
[.]
[…]
Además, preconiza la separación de los poderes legislativo y ejecutivo, la separación
de la Iglesia del Estado y la libertad de conciencia y de culto. Las ideas políticas de
Locke, basadas en el ejemplo inglés, muy pronto tienen considerable repercusión.
Asimismo, la crítica de la monarquía absoluta, en otro contexto diferente, es obra de
ciertos círculos franceses. Aunque La Bruyère (1645 – 1696) se contenta en sus
Caracteres (1688) con criticar ásperamente a la sociedad de su época, dominada por el
poder del dinero y, mucho más tímidamente, algunos aspectos del absolutismo, aunque
Boisguillebert y Vauban no reclaman reformas políticas, sino una profunda reforma
social que establecería la igualdad de todos ante el impuesto, algunos grandes señores
agrupados en los años 1690 – 1712 alrededor del duque de Borgoña […] y Fénelon […]
[s]ueñan con una monarquía donde la aristocracia recobraría sus antiguas prerrogativas:
el poder del rey se vería moderado por Estados generales y provinciales, donde los
nobles tendrían la mayoría, votarían los impuestos y controlarían los asuntos; Consejos
formados por nobles ayudarían al rey en el ejercicio del gobierno; se aboliría la
venalidad de los cargos y los intendentes quedarían suprimidos; la economía,
cuidadosamente dirigida por el Estado, sería esencialmente agrícola. Este programa
retrógrado, en germen en el Telémaco de Fénelon (1699) y cuidadosamente expuesto en
las Tablas de Craulnes (plan de reformas redactado en noviembre de 1711 por
Chevreuse y Fénelon para presentarlo al duque de Borgoña, nuevo delfín), inspirará
algunas realizaciones efímeras de la Regencia (la polisinodia) y alimentará, hasta el fin
del Antiguo Régimen, toda una corriente de oposición monárquica a la monarquía
absoluta.
21.4. Enrique IV y Luis XIII. La obra de Richelieu
(FLORISTÁN, 209 – 210, 352 – 357)
2.5. El reinado de Enrique IV (1589 – 1610)
Enrique de Borbón estaba dotado de una gran habilidad política, pero sus reiterados
cambios de religión –había abjurados dos veces del catolicismo— creaban mucha desconfianza
sobre sus intenciones futuras. Carecía además de dinero y se enfrentaba al poder de la Liga,
dirigida ahora por el superviviente de los Guisa, Carlos, duque de Mayenne. Actuó con suma
prudencia y en su declaración inicial, sin renunciar a su fe calvinista, prometió defender la fe
católica y la independencia de la Iglesia francesa frente a la injerencia de Roma. Trataba con
ello de atraerse a los católicos moderados.
La Liga padecía, por su parte, múltiples debilidades internas que acabarían por
desintegrarla. Entre ellas destacan su dependencia del apoyo español –como se puso de
manifiesto cuando el ejército de Flandes, al mando de Farnesio, acudió en su favor y levantó el
sitio de París— y su falta de respeto a la legitimidad monárquica, especialmente a la muerte
del cardenal de Borbón en mayo de 1590. La defensa de Felipe II de la candidatura al trono de
su hija Isabel Clara Eugenia, sobrina de Enrique III, despertó el orgullo nacional y chocó
con la oposición de los Estados Generales y del Parlamento de París de 1593. Pero la
principal era su creciente división interna al acrecentarse el radicalismo del sector urbano que
alejó a las clases medias de la Liga y las aproximó al Rey. Enrique aprovechó la oportunidad
para abjurar del calvinismo (junio 1593); antes que Roma le diera la absolución (1595), la
Iglesia francesa permitió su coronación en Chartres y, tras su entrada en París, la Sorbona le
reconoció como rey legítimo de Francia. La guerra abierta contra Felipe II (1595 – 1598)
contribuyó a reforzar el apoyo nacional al nuevo monarca, pero fue aprovechado por los
hugonotes para presionar a favor de sus exigencias hasta el punto de amenazar con una nueva
guerra civil.
Javier Díez Llamazares
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TEMA 21
Por ello, en 1598, Enrique IV buscó la paz, tanto con España como con los hugonotes. Lo
primero se logró en Vervins; lo segundo con el Edicto de Nantes. Suponía, en definitiva, el
triunfo del ideario de los políticos y el establecimiento de un marco de tolerancia para los
calvinistas, aun reconociendo el catolicismo como la religión principal y restableciendo su culto
en toda Francia. Por su parte, los calvinistas veían reconocida la libertad de conciencia y
autorizado el culto público en una serie de localidades; se les concedía también el
mantenimiento de plazas de seguridad con guarniciones propias. Se les garantizaba la
admisión a los cargos públicos y a las universidades, y protección legal. No obstante, era el
reconocimiento de una posición de inferioridad frente al auge del catolicismo, y no satisfizo a
los radicales de ambas confesiones. Sin ser una solución definitiva a las tensiones religiosas, se
pretendía que pudieran “vivir pacíficamente juntos como hermanos, amigos y conciudadanos”
(art. II).
Además de restaurar la paz, Enrique IV restauró la autoridad monárquica y la
economía francesa. Francia contaba de nuevo con un monarca fuerte que reorganizó el
gobierno central, sustituyendo a los grandes nobles por hombres de su confianza provenientes
de la nobleza de toga; los gobernadores provinciales vieron limitados sus poderes por la
presencia de comisarios extraordinarios que anticipan a los futuros intendentes. Los Estados
Generales no volvieron a ser convocados, y los estados provinciales y los parlamentos
fueron sometidos por el poder central. No obstante, el poder de estas instituciones y de los
nobles se mantuvo e incluso se reforzó por la política de venta y la transmisión hereditaria de
los oficios, aceptada en 1604 a cambio de una tasa anual conocida como la Paulette. La vuelta a
la paz favoreció la recuperación de la agricultura después de la aguda crisis de finales del s.
XVI; la política mercantilista del gobierno estimuló las manufacturas y el comercio, al tiempo
que se ponía orden en la circulación monetaria y se saneaba la hacienda estatal, tareas en
las que destacó el ministro Sully. Sin embargo, las tensiones subsistían y la política belicosa de
Enrique IV en contra de los Habsburgo y en favor de los protestantes alemanes provocó el
malestar de los católicos más intransigentes. Uno de ellos, Ravaillac, asesinaba al Rey el 14 de
mayo de 1610 en una calle de París. Dejaba como heredero a un niño de nueve años, Luis XIII,
bajo la tutela de María de Médicis, su segunda esposa.
[…]
1. Los primeros años del reinado de Luis XIII (1610 – 1624)
A la muerte de Enrique IV, su hijo y heredero Luis XIII [(1610 – 1643)] apenas contaba con
nueve años de edad. El Parlamento de París encargó la regencia a su madre María de Médicis,
quien gobernó en calidad de tal hasta 1614, fecha de la mayoría legal del rey, y como presidente
del Consejo hasta 1617. Aunque en principio mantuvo en sus cargos a los principales
colaboradores de Enrique IV, los Barbons, pronto se dejó influir por los miembros de la corte
más cercanos a ella, en particular el ambicioso Concini, quien protagonizó una rápida
ascensión. Bajo su influencia, y movida por el deseo de restaurar la paz en el reino, la regente
trató de relajar la tensión con España mediante una política de aproximación, que se tradujo
en el compromiso matrimonial de Luis XIII e Isabel de Francia con los hijos de Felipe III,
la infanta Ana y el futuro Felipe IV.
El acercamiento a España no tardó en provocar el recelo de los grandes señores
protestantes, quienes a pesar de la confirmación del edicto de Nantes decidieron celebrar en
Saumur una asamblea general presidida por Duplessis Mornay (1611) en la que se tomó el
acuerdo de organizarse militarmente bajo el mando de Enrique de Rohan. Simultáneamente,
los grandes, celosos del poder de Concini, comenzaron a agitarse y reclamaron abiertamente
la concesión de cargos y pensiones. Aunque María de Médicis consiguió calmarlos
momentáneamente otorgándoles considerables pensiones que vaciaron el Tesoro real, la
situación exigió la convocatoria de Estados Generales en 1614. Pero su reunión no sirvió más
que para poner de relieve la profunda división y los diferentes intereses que movían a los
tres órdenes. El tercer estado, formado en su mayoría por funcionarios regios, se opuso a la
introducción de los cánones del Concilio de Trento propuesta por el clero, reclamó la
supresión de las pensiones concedidas a los nobles y la disminución del impuesto sobre los
pecheros, e hizo fracasar la unión de los órdenes contra la monarquía planteada por la
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nobleza. Ésta, por su parte, solicitó la supresión de la paulette, considerada un procedimiento
indigno de promoción social, y de la venalidad de los oficios. Así, cuando en marzo de 1615 se
separaron los Estados no se había llegado a acuerdo alguno.
Tras su disolución, María de Médicis decidió celebrar las bodas españolas. Por su parte,
Concini alcanzó entonces su máxima cota de poder y se rodeó de fieles colaboradores, entre los
que se encontraba Richelieu, que participó en un nuevo levantamiento de los nobles. En estas
circunstancias Luis XIII, alentado por [Charles Albert de] Luynes, decidió asumir el poder,
intervino en el asesinato de Concini en abril de 1617, desterró a su madre a Blois y retiró el
favor a Richelieu. Pero la privanza de Luynes no tardó en resultar tan impopular como la de
Concini. Además, en febrero de 1619, María de Médicis consiguió escapar de Blois y entrar en
contacto con un sector de grandes que en junio de 1620 aceptaron apoyarla en un levantamiento
armado contra su hijo[: la conocida como “guerra de la madre y el hijo”]. La intervención de
Richelieu posibilitó la firma de la paz entre ambos en agosto del mismo año.
Todavía quedaba pendiente el problema protestante. El conflicto estalló cuando entre
septiembre y octubre de 1620 Luis XIII anexionó el Bearn a Francia y restableció el
catolicismo en esta comarca, se aproximó a los Habsburgo y atacó sin éxito las plazas
protestantes. Éstas respondieron con una serie de alzamientos militares que afectaron entre
1621 y 1622 al medio Garona y al alto Languedoc. Ello obligó al rey a negociar con los
protestantes y renovar el Edicto de Nantes mediante la firma del Tratado de Montpellier en
octubre de 1622. Se trataba de una prueba de debilidad favorecida por la ausencia de una
dirección firme en los asuntos del reino. Consciente de ello, Luis XIII llamó a su lado a María
de Médicis y, a instancias de ésta, a Richelieu, en calidad de Jefe del Consejo Real desde abril
de 1624. Aunque con ello no se puede dar por concluido el período de vacilaciones, la fuerte
personalidad de Richelieu imprimiría un nuevo estilo a la forma de gobernar.
2. Luis XIII y Richelieu (1624 – 1643)
Pese a las muchas leyendas a que han dado lugar las relaciones entre el rey y el nuevo
ministro, los historiadores parecen convenir en que, tras las reticencias iniciales, Luis XIII acabó
por reconocer la capacidad política de Richelieu y otorgarle su confianza, en parte porque los
puntos de vista de ambos acabaron por coincidir. De hecho, se considera que el elemento básico
de la nueva situación fue la estrecha colaboración entre el monarca y su valido. Dos objetivos
prioritarios conformaron su programa de gobierno. En el interior, fortalecer el Estado
eliminando todas las resistencias; en el exterior, conseguir una posición hegemónica, que
exigía imponerse a los Habsburgo. Sin embargo, no existía al respecto un plan cuidadosamente
establecido. Por el contrario, Richelieu se revelará como un destacado oportunista que supo
plegarse a las circunstancias.
Así, hasta 1630 su principal preocupación se centrará en el problema hugonote. Desde 1625
se reanudaron las hostilidades promovidas por los Rohan, dominados en Poitou, y que
culminaron con la guerra de La Rochelle (1627 – 1628), que durante dos años acaparó su
actividad. No sólo se trataba de acabar con la rebelión protestante sino de asegurar a Francia
el dominio de todos sus puertos y proteger y desarrollar su comercio marítimo, propósito
que Inglaterra trató de impedir. En junio de 1627 el duque de Buckingham desembarcó en la
isla de Ré y poco después los rocheleses se sublevaron contra el rey arrastrados por Soubise. A
pesar de una resistencia tenaz, en noviembre de 1628 la hambrienta Rochella tuvo que capitular.
Se anularon todos los privilegios de la ciudad, y se restableció el culto católico, aunque se
mantuvo el reformado. La toma de Privas y una corta campaña de Cevenas consumó el éxito de
la empresa obligando a los protestantes a aceptar las condiciones del rey. Por el Edicto de
Gracia de Alés (junio de 1629) el rey garantizaba la aplicación del Edicto de Nantes en lo
que se refiere a la conservación de las ventajas religiosas, civiles y jurídicas, pero revocó los
privilegios políticos (asambleas) y militares (plazas de seguridad).
Pero el Edicto de Alés y la política antihabsburguesa de Richelieu agravaron el conflicto
latente entre dos sectores de enfoques contrapuestos respecto al modo de orientar la política del
reino. El partido devoto –representado por María de Médicis, la reina Ana, Gastón de
Orleans, el cardenal Bérulle y el ministro de justicia Michel Marillac— propuganaba
acabar con el protestantismo y revocar el edicto de Nantes en el interior, apoyar a la casa
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de Austria en el exterior y favorecer la reforma interna en el ámbito fiscal y judicial. Por su
parte el partido de los buenos franceses, sobre el que se apoyó Richelieu, abogaba por la
necesidad de separar los intereses políticos y religiosos y de enfrentarse a los Austrias,
aunque ello postergara las reformas en el interior.
Ante la disyuntiva, Luis XIII se mostró indeciso en un primer momento pero la incidencia
del hambre y de la peste en 1630 desencadenó la gran tormenta que desde hacía ya meses se
venía gestando contra Richelieu. María de Médicis pretendía la destitución del cardenal pero en
la Journée des Dupes (1630) Luis XIII renovó su confianza en él. Confirmado en el poder,
Richelieu subordinó toda la política interior a las exigencias de la lucha contra los
Habsburgo en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Impuso un gobierno de guerra
que exigió la centralización administrativa, el desarrollo de los medios de lucha y el control de
la opinión.
Así, con el propósito de garantizar en todo el reino la autoridad del rey, mantuvo las
instituciones existentes pero situó en ellas a sus partidarios y las sometió a modificaciones
tendentes a la centralización. El Consejo de los Negocios, formado por un pequeño número
de consejeros (ministros de Estado), tomó las principales decisiones. El Consejo del Rey
continuó su especialización en Consejo de Estado y de Hacienda, Consejo Privado o de las
Partes. Los cuatro secretarios de estado siguieron ocupándose cada uno de la cuarta parte del
reino, pero hacia 1615 comenzaron a especializarse. Uno de ellos se convirtió en secretario de
Guerra y otro en secretario de Asuntos Exteriores. Al mismo tiempo, Richelieu redujo el
papel de los estados regionales, que en su mayoría no volvieron a ser convocados, pero se vio
obligado a mantener los Estados de Borgoña, Provenza, Bretaña, Delfinado y Languedoc. Por
otra parte, vigiló o trasladó a los gobernadores de provincias y aseguró sus funciones por
medio de lugartenientes generales.
Sin embargo, el rey no podía contar con los funcionarios regios, muy apegados al sistema
tradicional, para aplicar las medidas más impopulares. Por ello, desde 1635 recurrió cada vez
más a los comisarios del Consejo del rey, elegidos entre los relatores, que se establecieron
permanentemente en cada provincia con el título de intendentes, personajes a los que se dio un
mandato de competencia variable según los casos, generalmente justicia, financias y policía y en
ocasiones ejército. En realidad, los intendentes se subordinaron a los funcionarios regios de
Hacienda y acabaron constituyendo la pieza clave en el aparato de gobierno de la monarquía.
Pero la guerra contra los Habsburgo exigía también una costosa puesta a punto del ejército
y de la marina. Para mejorar la situación del primero, se enviaron intendentes a los ejércitos
para asegurar el avituallamiento y el sueldo de las tropas y para garantizar la obediencia de los
oficiales nobles, se aumentaron los efectivos y se aceleró la fabricación de armamento. Con
el mismo objetivo se dotó a la marina de una mejor administración, de mandos eficaces y de
puertos equipados, capaces de albergar a las flotas. Todo ello condujo a un rápido aumento de
las necesidades financieras de una Francia en guerra. El tesoro real fue sometido a una gran
presión que repercutió inmediatamente en el incremento de la fiscalidad, con el aumento
sustancial de todo tipo de impuestos, el establecimiento de otros nuevos y la supresión de las
exenciones de algunas ciudades y corporaciones. El impuesto más importante, la talla (taille),
duplicó su importe en 1635. Pero además de la talla el pueblo pagaba otros impuestos, la
mayoría destinados al ejército: el taillon para la caballería pesada y provisiones para las tropas
regulares en la frontera española, en guarniciones, cuarteles de invierno, etcétera. A estas
exacciones había que añadir diversas ayudas (aides) y regalías que se imponían sobre un
número cada vez mayor de artículos de primera necesidad. Asimismo, los soldados tenían
derecho a alojamiento y comida en casas particulares y todos los años las milicias
suministraban al ejército una tropa provista de uniformes, equipos y armas pagada por los
municipios. Además, este aumento de retribuciones recayó sobre los franceses en un momento
en que su capacidad económica había disminuido por la confluencia de la recesión del s. XVII y
de las mortalités (conjunción de calamidades provocada por las malas cosechas, epidemias,
plagas, alta tasa de mortalidad).
En otro orden, Richelieu canalizó la opinión pública manteniendo a su alrededor un
gabinete de propaganda en el que libelistas la preparaban ante sus decisiones. En 1632 recogió
la idea de Théophraste Renaudot de una publicación semanal, la Gazeta, que presentaba las
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noticias de manera favorable. Asimismo se rodeó de escritores y propuso a los hombres de
letras reunirse bajo su protección. Nació así la Academia que, compuesta de cuarenta miembros
elegidos por cooptación, se convirtió en un eficaz instrumento en manos del cardenal.
2.1. Oposiciones y resistencias
Este régimen de guerra impuesto por Richelieu no tardó en suscitar vivas resistencias entre
diferentes sectores. La oposición partió de los grandes y de la Corte. Resultan incesantes las
intrigas promovidas por los miembros de la familia real –en particular por María de Médicis y
Gastón de Orleans, madre y hermano del rey respectivamente— que no dudaron en buscar
apoyo entre los enemigos de Francia. Si bien no cabe negar que muchas de estas conspiraciones
estuvieron guiadas por intereses egoístas. Mousnier les atribuye cierta base constitucional.
Aunque el reino de Francia no tenía una constitución escrita sí existía una consuetudinaria,
recogida en edictos reales registrados en los parlamentos y de determinados hábitos y
costumbres, que conformaban las denominadas Leyes Fundamentales del Reino. Los
príncipes consideraban que éstas habían sido violadas por el rey y que sus conspiraciones
eran legítimas porque suponían un intento de restablecer la Constitución consuetudinaria.
El descontento se hizo también perceptible entre algunos miembros del clero. Richelieu,
como cardenal, vio con satisfacción los progresos de la reforma católica pero, como galicano,
desconfiaba de los ultramontanos y, como primer ministro, desaprobaba las polémicas
religiosas que podían producir disturbios. Por lo demás, obligó a las Asambleas del clero a
entregar al rey donativos, hecho que provocó en 1641 la reacción de varios prelados,
desterrados por defender la inmunidad de los bienes de la Iglesia. También los parlamentos
mostraron su disconformidad ante la pretensión del rey y su ministro de reducir sus derechos
de registro y de rechazo de los edictos reales, por medio de suspensiones del Consejo, del
desplazamiento de intendentes a provincias y, sobre todo, de la promulgación del edicto de
1641 que regulaba los derechos y deberes de los parlamentos.
Por su parte, las capas populares, agobiadas por la miseria y el incremento de la presión
fiscal, recurrieron a las revueltas para expresar su descontento. Frecuentes antes de 1630, se
multiplicaron después de esta fecha, apoyadas a menudo por burgueses, señores y nobles
togados, adquiriendo un carácter endémico tras una gran peste y dos malas cosechas que
provocaron el hambre y la carestía de víveres[: así, entre 1635 y 1645, encontramos
levantamientos como el de los Croquants en el Loira y Garona, dirigidos por el oscuro
gentilhombre La Mothe – la – Forêt, o la revuelta de los Nu – pieds en Normandía] […].
Los mismos acontecimientos se reproducen en todas partes: grupos armados dirigen su furia
contra los comisarios, agentes y arrendadores de impuestos, a los que maltratan y a veces dan
muerte. La consigna es frecuentemente ¡Viva el rey sin la gabela! A menudo se produce la
conjunción del descontento de campesinos, ciudadanos y funcionarios. Pero normalmente el
ejército puede restablecer el orden rápidamente.
Aunque estos múltiples movimientos no llegaron a amenazar seriamente al gobierno por
carecer de cohesión y de un verdadero programa, constituyen una manifestación evidente
de la profunda resistencia hacia la obra de Richelieu. Por ello, su muerte, acaecida el 4 de
diciembre de 1642, fue acogida con muestras de alivio. Sin embargo, Luis XIII se mantuvo fiel
a su política. Ya moribundo, el monarca instituyó un Consejo de regencia integrado por la
reina Ana, Gastón de Orleans, el príncipe Condé, Mazarino, el canciller Seguier y dos
ministros de Estado. Su fallecimiento el 14 de mayo de 1643 puso fin a su reinado. Cinco días
más tarde, la victoria de Rocroi aportó a la política de Richelieu un reconocimiento póstumo,
pero la guerra continuaba y el país estaba agotado.
(BENNASSAR, 478 – 479)
Richelieu hasta la “gran tormenta”, 1624 – 1630
a) La estrecha colaboración del rey y su ministro es la base del régimen así instituido.
Luis XIII, que tiene veintidós años en 1624, es un personaje complejo.
Indudablemente, una salud mediocre, principalmente unos nervios frágiles, una infancia
y una adolescencia privadas de afecto explican en parte su carácter tímido, sombrío e
incluso simulador, pero también las amistades apasionadas y platónicas que le
unieron, entre otros, a Luynes, a Mlle. de La Fayette, a Cinq – Mars. Católico
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ferviente, siente un temor enfermizo al pecado, y lleva una vida austera, incluso
ascética. Consciente de sus derechos y deberes como soberano, es también consciente
de sus propios límites: aunque le gustan la guerra, la vida de campamento y las largas
cabalgadas a través de las provincias de su reino (que conoce muy bien), no le agrada en
cambio, la política, y su educación le ha preparado mal para ella. Por eso, tras estimar el
valor irremplazable de Richelieu, sabrá vencer sus reticencias hacia él [y] otorgarle […]
toda su confianza hasta el final, a pesar de las tormentas.
Confianza que está ampliamente justificada. Armand du Plessis de Richelieu, nacido
en 1585 en una familia de rancia nobleza poitevina, no profesa las órdenes por
vocación, sino para conservar en la familia el obispado de Luçon; toda su vida será un
sacerdote sin tacha. Es tanto más que un hombre de gabinete, un hombre de acción que
recuerda su preparación para la carrera de armas. Por otra parte, es un gentilhombre
orgulloso y fastuoso, que llevará un tren de vida principesco, haciendo beneficiarios a
amigos y parientes de la enorme fortuna que amasa, según la costumbre de la época,
desde su llegada al poder. Ese ambicioso ha hecho todo por lograr el poder y tiene
todas las cualidades para ejercerlo: posee a la vez una inteligencia superior, un agudo
sentido de lo “posible”, una voluntad inflexible y una asombrosa capacidad de trabajo (a
pesar de su mala salud). Y desea poner estas excepcionales cualidades al servicio del
rey y del Estado[.]
[…]
[…]
21.5. Mazarino y la Fronda (1648 – 1652)
(FLORISTÁN, 357 – 361)
2.2. La minoría de Luis XIV, Mazarino y la Fronda (1643 – 1661)
A la muerte de Luis XIII, la corona recayó en Luis XIV [(1643 – 1715)], que apenas contaba
con cuatro años de edad . El 18 de mayo de 1643 Ana de Austria consiguió del Parlamento la
anulación del testamento de aquél con el fin de prescindir del Consejo de Regencia. Con ello,
implícitamente, devolvió una función política al Parlamento.
Por lo demás, la continuidad quedó asegurada en cuanto al personal del gobierno. La
reina Ana depositó su confianza como primer ministro en Mazarino, heredero del pensamiento
de Richelieu y más interesado por la política exterior frente a los acontecimientos internos del
reino. La dirección de la justicia fue asumida por el canciller Seguier casi sin interrupción entre
1633 y 1672. De las finanzas se encargó Particelli d’Emeri, hábil técnico, partidario del
maquiavelismo político. Pero la prosecución de la guerra exterior y el desastre financiero
constituyeron una pesada herencia para Mazarino, que, además, apenas incorporado al poder
tuvo que afrontar la primera conspiración nobiliaria, la Cábala de los Importantes (septiembre
de 1643), protagonizada por la camarilla de la reina que intentó conseguir sin éxito su
destitución, reportando a sus autores detenciones y exilios.
De poco sirvieron los intentos conciliadores del ministro. Los diferentes descontentos se
agravaron ante las medidas financieras de Mazarino y del superintendente Particelli, quienes
para reducir el déficit recurrieron a la multiplicación de préstamos forzosos, la reducción de
intereses (que arruinó a numerosos burgueses), la venta de cargos (que redujo el prestigio de
los procuradores), el aumento de los impuestos existentes, la creación de otros nuevos
perjudiciales para la burguesía parisina (edicto de Toisé de 1644 que imponía multas a los
propietarios de casas construidas cerca de la muralla); la tasa de los acomodados (1644) y la
subida de los derechos de entrada en la ciudad (1644), que afectaron directamente a los
parisienses, con gran indignación del Parlamento. En abril de 1648 el anuncio de la retención
de salarios, realizada en detrimento de los consejeros de los tribunales soberanos, provocó la ira
de las gentes de toga e hizo que el gobierno perdiera el escaso respaldo que aún le quedaba.
Tales medidas contribuyeron a incrementar el descontento general cuya manifestación
violenta se plasmaría en la Fronda, movimiento definido con notoria fortuna por Lebrún como
[“]la expresión desordenada pero temible de una crisis profunda del Estado, de la sociedad y
de la economía[”].
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2.3. La Fronda (1648 – 1653)
El conjunto de contradictorios movimientos que conforman la Fronda ha sido objeto de
interpretaciones diversas. Los historiadores ha visto en ella una gran revolución (Bossuet,
Voltaire), un alzamiento provocado por la ambición de algunos señores (Montesquieu), un
movimiento burgués constitucional (Saint – Aulaire), un levantamiento popular (Capafigne),
un obstáculo reaccionario a la política exterior de Francia (Chéruel), una tentativa de
revolución burguesa (Normand), una lucha contra la autoridad real (Lavisse), un
movimiento histórico reaccionario (Madelin), una tentativa de revolución burguesa en sus
comienzos, en cuya base se situaban los levantamientos populares (Porshnev), etc. En todo
caso, más preciso que hablar de la Fronda es referirse a las Frondas, puesto que en su
desarrollo pueden distinguirse varios movimientos diferentes.
Su primera etapa suele denominarse Fronda parlamentaria (1648 – 1649). Surgió como
reacción a la disposición de Mazarino (30 de abril de 1648) de que los tribunales soberanos –
Cámara de Cuentas, Tribunal de Apelación y Gran Consejo—, salvo los Parlamentos,
compensaran con la cesión de cuatro años de sueldo la renovación de la paulette (privilegio
concedido por la Corona en 1604 por nueve años, que permitía a los que ocupaban cargos
hacerlos hereditarios mediante el pago de una prima anual). Ultrajados por esta propuesta y por
la amenaza de la regente de retirar el privilegio, los tres tribunales supremos de París, con los
que se solidarizaron los parlamentos parisienses, resolvieron actuar asociados en defensa de sus
intereses, uniéndose en una asamblea especial en la Cámara de San Luis. El Decreto de Unión
del Parlamento de 13 de mayo de 1648, proclamando la unión de los cuatro tribunales
supremos de París, ha sido considerado por diversos historiadores (Doolin, Moote, Bonney),
como el punto de partida de la Fronda.
Pese a la prohibición de la regente, la Cámara de San Luis permaneció reunida durante
cuatro semanas (30 junio – 8 julio) y redactó una carta en 27 capítulos que suponían una extensa
reforma fiscal y política, que pretendía colocar la Monarquía bajo el control de los
procuradores. Siguiendo los consejos de Mazarino, la regente pareció ceder. Una declaración
real de 31 de julio ratificó la mayoría de los 27 artículos. Pero unas semanas más tarde, la
noticia de la victoria de Condé en Lens (20 de agosto) fue aprovechada por la regente para dar
un golpe de fuerza que terminara con la resistencia del Parlamento. El 26 de agosto fueron
detenidos dos de los más representativos jueces de París, entre ellos el respetado Broussel.
Lejos del efecto esperado, la detención provocó la insurrección de París, acompañada del
levantamiento de barricadas, principalmente en torno al Palacio Real, residencia de la reina. Ello
obligó a la Corte a trasladarse a Rueil, a donde poco después llegaron Condé y sus tropas. La
regente y el ministro habían decidido finalmente rendirse a los tribunales supremos, a la
espera de tener una posición que permitiera eliminar a los súbditos rebeldes de la Monarquía.
Una declaración real, que fue aprobada y registrada por el Parlamento en octubre de 1648, dio
efecto a las concesiones obtenidas en los meses de lucha. La declaración aceptaba todo el
programa de la Cámara de San Luis. Entre las reformas se incluían: la supresión de los
intendentes; la reducción de la talla y de los impuestos indirectos; el restablecimiento de los
salarios de los oficiales; la prohibición de nuevos edictos fiscales; abolición de los cargos
recientemente creados y la provisión de que ningún miembro de los tribunales supremos u
otra persona fuera encarcelada por orden real durante más de un día sin un proceso legal
apropiado.
Asimismo, el Parlamento de París, mediante su derecho de revisión judicial, afirmó su
autoridad para controlar y restringir las decisiones de la Corona en nombre de la ley, erigiéndose
en un árbitro constitucional independiente entre el rey y los súbditos. Ello suponía un desafío a
los principios de la Monarquía absoluta. Aunque la Cámara de San Luis no se enfrentó en
términos políticos a la soberanía real absoluta, su insistencia en la eliminación de los
intendentes, en la libertad de debate en cuanto a la aprobación de los edictos reales, y en la
prevención del arresto arbitrario dejaban entrever que su objetivo era desmantelar el
absolutismo.
Sin embargo, el acuerdo de octubre de 1648 fue una simple tregua. La regente no pretendía
mantener su pacto con el Parlamento. Aunque regresó a París, después de algunas disputas se
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retiró a Saint – Germain en enero de 1649. Desde allí ordenó el exilio del Parlamento por su
comportamiento rebelde. Ante su rechazo, tropas reales mandadas por el príncipe de Condé
pusieron sitio a París para reducirle a la obediencia. Los jueces organizaron la defensa de la
capital, dirigiendo la recaudación y el reclutamiento y supervisando una coalición de las
autoridades públicas de la ciudad. Fueron apoyados por el pueblo, en rebeldía por agravios
políticos, fiscales y económicos y contra el primer ministro.
Durante las diez semanas de asedio de París, el ejército real intentó que la ciudad llegara a la
sumisión por inanición mediante el corte de suministros. Pero es importante señalar que durante
este período surgieron disensiones entre los partidarios de la Fronda. Los parlamentarios se
asustaron, no sólo del egoísmo de los grandes señores y del deseo de algunos de ellos de
recurrir a España, sino también de la agitación de los ambientes populares. Por ello, después de
algunas escaramuzas decidieron pactar con la regente. Por la paz de Rueil (1649) fueron
confirmadas las reformas de 1648, se garantizó a todos la amnistía y Mazarino
permaneció como primer ministro. Se trataba de una victoria limitada para el Parlamento y sus
objetivos, que dejó una situación inestable en la que se mantuvo el descontento contra el
gobierno de Mazarino.
La paz de Rueil fue sólo un respiro. Los grandes frondistas no se mostraron satisfechos con
el acuerdo y mantuvieron su disconformidad hacia el régimen de la regencia. A lo largo de
1649 la actitud de Condé volvió a animar el movimiento y provocó la segunda Fronda o
Fronda de los Príncipes (enero – diciembre 1650). Aprovechando sus victorias Condé
pretendió reemplazar a Mazarino. Pero ante sus insaciables ambiciones, en enero de 1650
Ana de Austria y su ministro decidieron encarcelarle junto a su hermano y a su cuñado, el
príncipe de Conti y el duque de Longueville. Este golpe precipitó una nueva crisis y la
reanudación de la guerra civil. La familia, los amigos y los aliados de Condé apelaron al
Parlamento de París para que lograra la liberación de los tres príncipes, incitara la revuelta en
las provincias y solicitara la intervención española. Los grandes de la primera Fronda se
unieron con los partidarios de Condé contra Mazarino. La posición de este último llegó a
hacerse insostenible de forma que, en febrero de 1651, ordenó la liberación de los príncipes y
abandonó Francia. Después de esto, Condé pensó que dominaría la política, pero ello resultaba
inaceptable para Ana de Austria, quien para fortalecer la posición real, en septiembre declaró la
mayoría de edad de Luis XIV, finalizando así la regencia.
Por su parte, los frondistas se mostraron incapaces de entenderse y justo cuando se
proclamaba la mayoría de edad del rey Condé abandonó la capital. Su marcha desencadenó la
última fase de la Fronda, la llamada Fronda de Condé (septiembre 1651 – agosto 1653). En
realidad no se trataba de un frente unido sino de una suma de descontentos contra
Mazarino, que tomaron por bandera el nombre del príncipe.
La guerra civil de 1651 – 1652 enfrentó a los ejércitos reales y a los de Condé y sus aliados
en escaramuzas dispersas por las provincias. A finales de 1651, la reina madre y el rey
abandonaron París. Mazarino se unió a ellos meses más tarde. El principal objetivo de la reina y
del ministro era entrar de nuevo en la capital triunfantes. A pesar de algunos éxitos, la posición
de los príncipes frondistas se fue deteriorando gradualmente. Fueron desplazados desde sus
plazas fuertes en el sur y en el oeste, excepto los de la ciudad insurgente de Burdeos. En las
provincias centrales la lucha se volvió contra ellos y Normandía fue neutralizada. Hacia la
primavera de 1652 la guerra civil se circunscribió a la región de los alrededores de París. En
abril, Condé abandonó su ejército y se aproximó a la capital con la esperanza de ganarla para su
causa. En julio entró en París y consiguió su control temporal. Pero esta insurrección careció
de organización, ideología y base social distintiva. Después de julio, la Fronda fue decayendo
rápidamente. En agosto el rey ordenó el traslado del Parlamento de París a Pontoise. Muchos
jueces obedecieron y formaron un cuerpo rival. Los demás tribunales suspendieron sus sesiones.
Como acto de conciliación, el rey cesó a Mazarino. Ello hizo desaparecer el último obstáculo
para la paz. El 13 de octubre de 1652 Condé huyó a los Países Bajos españoles y el 21 de
octubre Luis XIV y Ana de Austria entraron en una derrotada París. Casi cuatro meses más
tarde, en febrero de 1653, llamaron a Mazarino, quien reasumió su cargo de primer ministro de
la Corona.
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Con el fracaso de la Fronda, sus reformas fueron eliminadas rápidamente. El 22 de
octubre de 1652, al día siguiente de la entrada del rey en la capital, una declaración real
prohibía al Parlamento de París interferir en los asuntos de Estado y en materia
financiera. Además, la legislación real o la indiferencia acabaron anulando las reformas de
1648, los intendentes fueron reinstaurados en las provincias, el Parlamento ya no podía
jugar un papel político o intentar controlar la Corona, y el cardenal Mazarino continuó
siendo primer ministro hasta 1661. Por ello puede afirmarse que la Fronda fue un fracaso.
Como causas del mismo se han aducido: la carencia de unidad por cuanto los oficiales de toga
mantenían demasiadas rivalidades como para sostener una larga lucha común, el Parlamento de
París rechazó aliarse con los parlamentos provinciales y los jueces manifestaron idéntica actitud
con los grandes y los príncipes, por lo que la Monarquía nunca tuvo que luchar con un frente
único; la debilidad de liderazgo al carecer de estrategas y hombres de estado sobresalientes; y
la insuficiencia e indecisión ideológica, incapaz de ofrecer una alternativa al absolutismo.
2.4. Fin del gobierno de Mazarino (1653 – 1661)
Tras la Fronda, la sensación que prevaleció en Francia fue la de cansancio. Aunque algunos
nobles dieron por descontada una victoria de Condé y de los españoles, que de nuevo pondría
todo en tela de juicio, la mayoría del país aceptó la reacción absolutista que siguió a la vuelta
de Mazarino. Seguro de la confianza de la reina madre y de la gratitud del rey, apoyándose en
un importante equipo de colaboradores, envió de nuevo intendentes a las provincias, vigiló a la
nobleza y prohibió al Parlamento de París intervenir en los asuntos de Estado, particularmente
en materia fiscal. De esta manera el fracaso de las ambiciones nobiliarias y parlamentarias
desembocó en el fortalecimiento del absolutismo monárquico. En el ámbito financiero, para
hacer frente a las necesidades de la guerra con España continuó recurriendo a los expedientes
tradicionales, ignorando la miseria de las masas populares al tiempo que personalmente
amasaba una inmensa fortuna.
Más poderoso que nunca, la firma de la paz con España (Tratado de los Pirineos, 1659),
el perdón de Condé y la boda de Luis XIV con la infanta María Teresa (1660) constituyeron
el broche final de la asombrosa carrera de Mazarino, que falleció meses después de la entrada
triunfal de la pareja real en París (1661).
(BENNASSAR, 485 – 486)
2. Mazarino y la Fronda
[…]
Ana de Austria y Mazarino, 1643 – 1648
a) […] En realidad, Ana [de Austria], de poca inteligencia y sin educación política, al
mismo tiempo que autoritaria y obstinada, decide elegir como primer ministro al
cardenal Mazarino. Giulio Mazarini, nacido en 1602 en los Abruzzos, de familia
romana, pasa en 1639 del servicio del papa al servicio del rey de Francia. Se granjeó el
favor de la reina, que se interesa en él con un afecto que no se desmentirá y que quizá
sellase un matrimonio secreto; en cualquier caso, a su lado sería dueño de Francia, con
mucha mayor seguridad, a pesar de sus exilios, de lo que jamás fue Richelieu junto a
Luis XIII. Aparentemente, este segundo cardenal – ministro se parece muy poco al
primero:
[…]
Dúctil, insinuante, hipócrita, utiliza la dulzura y la intriga donde su predecesor había
dado pruebas de una firmeza inflexible; además, esa actitud es con frecuencia una
necesidad para ese extranjero que conoce mal la realidad francesa. Sin embargo, tiene
en común con Richelieu una inteligencia superior, la obstinación, la capacidad de
trabajo y el sentido de la grandeza del Estado, pero también una ambición mucho
más escandalosa todavía y un fastuoso sentido del mecenazgo.
[…]
21.6. El gobierno personal de Luis XIV
Javier Díez Llamazares
16
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
(FLORISTÁN, 423 – 435)
1. La Francia de Luis XIV
Con la muerte del Cardenal Mazarino en marzo de 1661 comenzó el gobierno personal de
Luis XIV. Reinó durante setenta y dos años, más que cualquier otro gobernante europeo
moderno, y durante cincuenta y cuatro controló personalmente el gobierno de Francia. Ha sido
considerado el máximo exponente del absolutismo práctico y su poder e influencia ha llevado a
los especialistas a designar la segunda mitad del s. XVII como “la era de Luis XIV”.
[…]
1.1. La personalidad de Luis XIV
[…] [E]l conocimiento somero de las creencias, deseos y aun las características físicas de
Luis XIV son relevantes, ya que tuvieron una influencia directa sobre la política oficial. La
Francia de la segunda mitad del s. XVII era hasta tal punto una monarquía personal, que estas
cuestiones no pueden relegarse a un plano anecdótico.
Luis XIV nació el 5 de septiembre de 1638 y fue el primogénito de Luis XIII y de Ana de
Austria. Su alumbramiento tras veinte años sin descendencia se consideró un regalo de Dios,
como lo indicaba su primer sobrenombre “le Dieudonné”. Los historiadores discrepan sobre si
poseía o no una inteligencia especial y unos principios políticos firmes. En todo caso, debió
necesitar un genio más práctico que académico para acometer su intensa labor de gobierno, y
aunque sus adversarios le acusaron de ambición ilimitada y de falta de escrúpulos a la hora de
alcanzar su gloria personal, debemos tener en cuenta que el prestigio de los estados en el s.
XVII estaba tan íntimamente ligado a la reputación ad nomine de los gobernantes, que, según la
visión de Luis XIV, la grandeur de Francia y la gloire del rey debían discurrir por el mismo
camino.
En lo que todos los estudiosos se muestran unánimes es en su considerable fortaleza física.
Sobrevivió a varias enfermedades graves, entre ellas la viruela, y en público procuró mostrarse
siempre enérgico y vital a pesar de sufrir algunos males crónicos muy molestos.
Influyeron en su formación decisivamente Mazarino y Ana de Austria. Al primero se
debe la educación política que recibió desde niño, incluyendo su presencia en algunos consejos
desde 1650, cuando sólo contaba doce años; de su madre heredó el sentido de la majestad tan
propia de los Habsburgo y el gusto por la etiqueta española. Un acontecimiento político de
gran trascendencia durante su infancia, los disturbios de la Fronda, marcaron para siempre la
prioridad en su estilo de gobierno: eliminar el “desorden” e impedir la desintegración
territorial y social garantizando la seguridad interior y exterior.
El camino para lograrlo pasaba por construir una infraestructura estatal sólida
dependiente de la Corona, reducir o en su caso eliminar todas las autoridades intermedias
autónomas y semiautónomas, incrementar la capacidad contributiva de los súbditos
erigiendo un aparato fiscal y administrativo modernizado, y fortalecer el ejército permanente.
1.2. Los inicios de su reinado personal
Pocas horas después de la muerte de Mazarino, Luis XIV dejó claro que a partir de
entonces gobernaría sin primer ministro. No era un mal momento para tomar tan
trascendental decisión. Las tensiones internacionales habían remitido tras los tratados de paz de
1648 – 1659, la oposición había sido acallada al finalizar la Fronda y el fortalecimiento
institucional del Estado estaba en franca progresión por la obra precedente de Richelieu y
Mazarino[.]
[…]
Esta posición no significaba, sin embargo, que renunciara a sus consejeros. De hecho,
mantuvo en su puesto a los principales colaboradores de Mazarino con excepción de Fouquet.
Este último, desde el cargo de superintendente de finanzas, parecía estar destinado en
principio a suceder al Cardenal. Con sus inmensos palacios de Vaux – le Vicomte y Belle – Île,
emuló la trayectoria de engrandecimiento del italiano. Pero en septiembre de 1661, por orden de
Luis XIV, fue arrestado y destituido bajo la acusación de corrupción y malversación de caudales
públicos siendo finalmente condenado a cadena perpetua. Era el simbólico comienzo de un
nuevo estilo de gobierno.
1.3. Desarrollo y fortaleza administrativa
Javier Díez Llamazares
17
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
Consejos y ministros. La necesidad de mayor efectividad y eficiencia en el gobierno aceleró
la formación de un aparato administrativo estatal dependiente exclusivamente del Monarca. El
antiguo Consejo del Rey se había dividido durante 1661 en varios especializados:
- El Consejo Superior o Conseil d’en Haut, que era el verdadero consejo de gobierno en
el que se examinaban los asuntos más importantes de la política interior y exterior.
- El Consejo de Despachos o Conseil de Dépêches, que reunía a los secretarios de
Estado y en el que se leían los despachos recibidos de las provincias y se elaboraban las
respuestas.
- El Consejo de Hacienda o Conseil de Finances, creado en 1661 en sustitución de la
Superintendencia de Hacienda abolida tras la caída de Fouquet. Incluía en su seno a
los intendentes y, a partir de 1665, al inspector general de Finanzas, que era su
cabeza. Desde este organismo se planificaban los asuntos financieros y económicos de
la monarquía.
- Por último, el Consejo de Estado o Conseil Privée, que se diferenciaba de los
anteriores por ser mucho más numeroso, prácticamente una asamblea, y que reunía a
secretarios de Estado, ministros de Estado y magistrados profesionales. Acumulaba
principalmente competencias judiciales pues constituía la jurisdicción suprema en
materia civil y administrativa. Estaba presidido por el canciller. Era éste el jefe de la
magistratura y teóricamente el segundo personaje del reino en dignidad tras el rey por
ser el depositario de los sellos reales. Sin embargo, con Luis XIV los titulares del puesto
desempeñaron un papel poco relevante en el gobierno y el disfrute del cargo significó,
sobre todo, la recompensa honorífica final tras una destacada carrera en la
administración.
Ninguno de los colaboradores del rey situados en la cima del orden burocrático procedía
de la familia real, el alto clero o la rancia nobleza. Casi todos ellos se habían ennoblecido
recientemente y debían su posición y su fortuna al monarca[.]
[…]
El núcleo de gobierno estaba representado por los cuatro secretarios de Estado, ocupados
respectivamente de Asuntos Exteriores, Marina, Guerra y Casa Real, más el inspector general
de Finanzas. Dos o tres familias de administradores leales coparon estos puestos, siendo los
más destacados los Colbert, los Le Tellier y los Phélypeaux. Los dos colaboradores más
destacados de la primera mitad del reinado fueron Jean – Baptiste Colbert (1619 – 1683) y
François – Michel [L]e Tellier, Marqués de Louvois (1641 – 1691). El primero pertenecía a
una familia de importantes comerciantes de Reims que comenzó su carrera administrativa en
1640. Desde su intendencia de Hacienda, desenmascaró las prácticas de Fouquet y durante más
de veinte años se dedicó en cuerpo y alma al servicio del rey y del estado. Asumió
prácticamente toda la administración del reino salvo los asuntos militares y exteriores, y
consiguió encumbrar a su familia a las más altas cotas sociales y económicas de Francia.
Por su parte, el Marqués de Louvois pertenecía a una familia de funcionarios del Estado –
noblesse de robe— y a partir de 1662 se convirtió en el verdadero jefe del departamento de
Guerra, sucediendo a su padre que había sido nombrado Canciller. Su personalidad contribuyó a
dar a la política francesa un carácter agresivo y dominante a partir de 1679. La rivalidad entre
ambos ministros era evidente, y ese juego controlado por Luis XIV se mantuvo a lo largo de sus
respectivos períodos de influencia.
Los intendentes. Para conseguir implantar las decisiones del rey y sus ministros en las
provincias, la administración central debía contar con funcionarios eficientes que las hicieran
cumplir. Esta tarea fue encomendada a los intendentes que, aunque habían cumplido tareas
importantes en los gobiernos de Richelieu y sobre todo de Mazarino, con Luis XIV y Colbert
fueron destacados en todas y cada una de las provincias con carácter permanente. La obra quedó
completada en 1689 cuando Bretaña, la provincia más celosa de sus leyes tradicionales, contó
con su intendente. Estos funcionarios se convirtieron en los grandes instrumentos del
fortalecimiento de la autoridad monárquica.
Sus competencias se resumen en el título completo de su oficio: intendentes de justicia,
policía y finanzas. Debían velar por la administración de justicia en su provincia, podían
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
presidir cualquier tribunal en su demarcación e incluso podían juzgar casos por sí mismos. Otra
de sus tareas primordiales consistía en el mantenimiento de la ley y el orden. Tenían potestad
para reprimir cualquier actividad subversiva y debían mantener bajo especial vigilancia a la
población influyente –nobleza, clero y funcionarios— para que no se produjera ningún conato
de resistencia a la autoridad real. Como contrapartida, debían ocuparse de solucionar los
problemas de abastecimiento de la provincia y los de vigilancia de ciudades y pueblos. Por
último asumieron también amplias responsabilidades fiscales. Ayudados por un cierto número
de subalternos (subdélégés) nombrados directamente por el propio intendente supervisaron y
distribuyeron la recaudación de impuestos.
1.4. El control de las instituciones políticas preexistentes
Esta monarquía con pretensiones fuertemente centralizadoras se superpuso a la estructura
social y a las instituciones políticas ya existentes privándolas de gran parte del poder, pero
no las destruyó. Los Estados Generales no volvieron a convocarse, aunque no fueron
abolidos. Entre las décadas de 1660 y 1670, los parlements, los gobernadores de provincia, los
gobiernos municipales y los estados provinciales experimentaron la merma gradual de su poder
efectivo, sin embargo, tampoco desaparecieron.
Los parlements o “cortes soberanas” integradas por magistrados que poseían su oficio en
propiedad, actuaban como los tribunales supremos de apelación en sus respectivas provincias.
Llevaban a cabo también otras tareas legales y administrativas. Su función más importante
consistía en que ningún edicto real tenía fuerza de ley en esas regiones hasta que no fuese
registrado por el correspondiente parlement. Si durante la Fronda estos organismos –en
especial el de París, que cubría bajo su jurisdicción un tercio de Francia— se utilizaron de forma
eficaz para bloquear la política real, a partir de una serie de edictos emitidos entre 1667 y 1673,
Luis XIV obligó a los parlements, bajo estrecha vigilancia de los intendentes, a publicar y
registrar sus ordenanzas y declaraciones tan pronto como las recibían; sólo después de
hacerlo podían presentar sus protestas si es que tenían alguna. Por tanto, no los privó
oficialmente de su derecho de réplica, pero despojó ésta, en el caso de producirse, de cualquier
significación real.
Los gobernadores de provincias siguieron siendo los príncipes de la sangre y los grandes
nobles pero, tal y como se había demostrado en la Fronda, el disfrute de cierto grado de
autonomía en las provincias podía dirigirse contra la autoridad real. Por esta razón, Luis XIV no
volvió a nombrar gobernadores vitalicios. Los cargos se otorgaban por un plazo de tres años
renovables sólo si el comportamiento de sus titulares resultaba satisfactorio. Además, estos
gobernadores permanecieron la mayor parte del tiempo en la corte, “domesticados” primero
en el Louvre y, a partir de 1682, en Versalles. Sólo permaneciendo al lado del rey podían gozar
de una oportunidad para que se les otorgara algún cargo o pensión. Mientras, los intendentes
[…] asumieron progresivamente varias de sus antiguas funciones. Tampoco en este caso el
rey eliminó la antigua institución, la convirtió en un título lucrativo y honorífico inofensivo para
su propia autoridad.
Respecto a los gobiernos municipales, el desarrollo del poder de los intendentes aumentó la
interferencia del gobierno central en los asuntos locales. Con el pretexto de poner en orden los
asuntos económicos de los municipios, con frecuencia endeudados, el intendente se convirtió
en el árbitro de la administración municipal. También, durante los sucesos de la Fronda
muchas ciudades se habían constituido en núcleos de agitación, por ello las oligarquías
urbanas se vieron privadas del derecho de elegir a sus magistrados municipales, siendo
nombrados estos en lo sucesivo por el rey, y en muchos casos adquiridos los oficios por
compra con el beneplácito de la corona. En las ciudades fronterizas con fortificaciones y
guarniciones militares, los cargos municipales se sometieron a una estricta rotación.
Por último, los estados provinciales siguieron existiendo en algunas regiones conocidas
como los pays d’états. La diferencia más importante entre estos y los llamados pays d’élections
era que en los primeros, los impuestos –llamados en este caso don gratuit— sólo podían
recaudarse con el consentimiento de los “estados”, que eran asambleas a las que se enviaban
representantes de la nobleza, el clero y el estado llano, mientras que en los segundos el rey no
consultaba con ningún organismo para imponer sus derechos fiscales. En general, la cantidad
de impuestos que tenían que pagar los pays d’états era proporcionalmente menor que en el resto
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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de las provincias. No obstante, durante el reinado de Luis XIV los estados provinciales se
vieron privados de auténtico poder. Sus diputados fueron intimidados o sometidos con
sobornos. No pudieron presentar sus quejas antes de votar el don gratuit y el importe de los
impuestos dejó de ajustarse en una auténtica negociación y fue establecido directamente por el
rey, siendo votado inmediatamente[.]
[…]
1.5. El control religioso
La concepción absolutista del poder puesta en práctica por Luis XIV le hacía contemplar los
asuntos religiosos como factores de comportamiento autónomo o semiautónomo que podían
obstaculizar el pleno despliegue de la autoridad real. Adoptó como divisa de su quehacer en
estas materias el lema de un autor popular de principios del s. XVI que resumía claramente su
intención: Un Dios, una fe, una ley, un rey. Sus problemas en este terreno fueron
fundamentalmente tres: la pugna por el fortalecimiento de una iglesia nacional, la cuestión
jansenista y el conflicto con la minoría protestante hugonote.
1.5.1. La afirmación del galicanismo
Las relaciones entre la Corona francesa, la Iglesia católica y el papa fueron a veces
extremadamente dificultosas. Los conflictos se originaban a la hora de establecer límites entre
las respectivas autoridades del monarca y del pontífice. Luis XIV contaba con un instrumento
de gran eficacia para conjurar las interferencias papales en los asuntos de la iglesia de Francia,
que eran las llamadas libertades galicanas. Su origen databa de la Alta Edad Media y permitían
a la iglesia francesa gozar de cierta independencia frente a la autoridad papal. En 1516 el rey
Francisco I y el papa León X llegaron a un acuerdo respecto a estas libertades en el
Concordato de Bolonia. Se reconocía en este documento que los obispos de algunas diócesis
podían ser nombrados por el rey siempre que después el papa les concediera la investidura
espiritual. Este hecho aseguraba al monarca un alto clero obediente en el que poder apoyarse
incluso frente a Roma. Los disidentes de estas teorías fueron, sobre todo, los jesuitas y las
órdenes mendicantes, que asociaban el galicanismo al absolutismo monárquico y por el
contrario defendían que el papa era la fuente de toda autoridad dentro de la Iglesia.
El principal conflicto derivado de estas tensiones fue la orden unilateral de Luis XIV,
materializada por sugerencia de Colbert en 1673, de extender a todo el territorio francés el
llamado derecho de Regalía contemplado en el acuerdo de 1516. Consistía esta prerrogativa en
que el rey podía recibir y administrar los ingresos de ciertas diócesis francesas a la muerte
del obispo hasta que su sucesor prestara juramento de fidelidad al monarca. A partir del
nuevo edicto real, Luis XIV afirmaba que “El derecho de regalía nos pertenece de manera
universal en todos los arzobispados y obispados de nuestro reino (…)”, por lo que numerosas
diócesis del sur francés se vieron afectadas por esta medida. Si el juramento no se realizaba en
el plazo de dos meses, los beneficios disponibles en aquellas diócesis pasarían a ser objeto de
control real.
Aunque Luis XIV carecía de justificación legal para tomar esta decisión, la mayoría de los
obispos cumplieron con los requerimientos. Pero hubo dos que expresaron su malestar en forma
de protestas ante el Papado, razón por la cual Inocencio XI [(1676 – 1689)] intervino en
defensa de los prelados a través de tres breves muy severos dirigidos a Luis XIV. En 1681, tras
la muerte de uno de los obispos disidentes, se inició por parte del rey y del clero francés las
diligencias para cubrir la vacante, pero Inocencio XI declaró ilegítima la nominación y amenazó
con la excomunión a quienes la aceptaran. La mayoría del clero francés, azuzado por el rey,
protestó por lo que se consideraba una intromisión en las libertades de la Iglesia Galicana y
pidieron a Luis XIV que convocara una Asamblea General del Clero. En ella, después de las
presiones ejercidas por el rey a través del presidente de la asamblea –el obispo Bossuet—, se
aprobaron en marzo de 1682 cuatro propuestas conocidas como Artículos Galicanos. En ellos
se afirmaba:
Que los reyes no están sujetos por orden divina a ninguna autoridad eclesiástica
respecto a los asuntos terrenales […]
Se insistía en la superioridad de los concilios frente a los papas y se abundaba en el peso de
las libertades tradicionales de la iglesia francesa. Este texto, de discutible valor jurídico ya
que la Asamblea no tenía las competencias de un concilio, se impuso obligatoriamente en la
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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enseñanza de escuelas y seminarios de toda Francia. El papa anuló las decisiones de la
Asamblea y negó la investidura canónica a todos los nuevos obispos nombrados por el rey, lo
que condujo a una situación de bloqueo tal que en 1688 treinta y cinco diócesis francesas
estaban vacantes. Ese mismo año Inocenci[o] XI excomulgó al embajador francés en Roma por
abusar de su inmunidad diplomática. El rey se incautó entonces de la ciudad papal de Avignon,
en octubre de 1688, y se llegó a barajar la posibilidad de que la iglesia francesa se separara de
Roma. No obstante, las dificultades exteriores obligaron a Luis XIV a buscar la neutralidad del
papa en los conflictos internacionales y, finalmente, la muerte de Inocencio XI, en octubre de
1689, propició la solución a un contencioso que había conmocionado la política internacional de
Francia durante tres décadas. El acuerdo llegó en 1693, cuando Inocencio XII [(1691 – 1700)]
reconoció a los obispos tras firmar estos una retractación. Luis XIV retiró por su parte el
edicto que requería que los Cuatro Artículos Galicanos se enseñaran oficialmente.
1.5.2. La cuestión jansenista
El jansenismo fue un movimiento de renovación nacido en el seno de la Iglesia a partir de
una obra escrita por Cornelius Jansen, obispo de Ypres (1585 – 1638), y titulada Augustinus.
Muy influenciada por los escritos de San Agustín, defendía que los seres humanos eran
incapaces de alcanzar su salvación sin la gracia de Dios, siendo ésta concedida a muy pocas
personas. Abogaba, además, por una disciplina eclesiástica estricta y una moral rigurosa.
Con tales argumentos, los jansenistas se acercaban “peligrosamente” a las tesis de Calvino. Sin
embargo, muchos encontraron atractivos los principios que preconizaba. El filósofo y
matemático Blaise Pascal y el autor teatral Jean Racine fueron jansenistas. Encontró ecos
favorables también en ciertos círculos parlamentarios y episcopales, y alrededor del convento
de Port – Royal des Champs, cerca de Versalles, creció una próspera comunidad que abrazaba
estos principios. Frente a todos ellos los jesuitas pensaban que el jansenismo negaba la
responsabilidad y la libertad de los individuos.
A lo largo de su reinado, Luis XIV se mantuvo siempre hostil hacia los jansenistas.
Respaldado por sus confesores jesuitas, los consideraba peligrosos para la Iglesia y el Estado.
En 1653, durante el ministeriado de Mazarino y atendiendo a una petición de los teólogos de la
Sorbona, el papa Inocencio X [(1644 – 1655)] había emitido una bula en la que se declaraba
que el Augustinus contenía cinco proposiciones heréticas. Tres años después, una Asamblea
General del clero francés definió un formulario contra las tesis jansenistas que, sin embargo, fue
rechazado por varios miembros del episcopado y por las monjas de Port – Royal. Finalmente, en
abril de 1661 se ordenó que todo el clero francés firmara el formulario y que las monjas de
Port – Royal abandonaran el convento. En 1668 se llegó a un acuerdo conocido como Paz de
la Iglesia, en el que el clero jansenista y el papado aceptaban una situación de compromiso. A
lo largo de las décadas de 1670 y 1680 el problema quedó relegado a un segundo plano, pues los
conflictos de Luis XIV con el Papado por el asunto de la Regalía y el de los hugonotes, que más
tarde analizaremos, copaban casi toda su atención. No obstante una vez alcanzada la paz con
Inocencio XII en 1693, el conflicto volvió a recrudecerse. Ni las bulas papales de condena ni las
persecuciones efectuadas a comienzos del s. XVIII terminaron con un foco de oposición al rey
que podía convertirse en una fuerza política importante.
1.5.3. La revocación del Edicto de Nantes
La unidad confesional era para los monarcas absolutos, y en especial para Luis XIV, un
requisito necesario para el fortalecimiento del Estado. Este principio convertía al edicto de
Nantes (1598) y al edicto de Alés (1629), que garantizaban la armonía política y religiosa entre
católicos y protestantes, en un compromiso necesariamente provisional. La minoría hugonote, a
comienzos del reinado personal de Luis XIV, ascendía a poco más de millón y medio de
personas de todos los estratos sociales, repartidas entre París y las regiones de Poitou,
Normandía, Aunis, el Delfinado y el Languedoc. Hasta 1679 el rey aceptó la situación heredada
esperando, quizás, una conversión gradual, pero en los primeros años de la década de 1680 se
hicieron esfuerzos premeditados para suprimir el culto protestante en privado y excluir a los
protestantes de ciertas profesiones. Se ha discutido mucho las razones del rey para abandonar su
tolerancia inicial en estos momentos. Entre las esgrimidas se suele señalar la evolución de su
piedad personal, la influencia de su secreta esposa, Mme. de Maintenon, ferviente católica,
pero sobre todo el deseo de demostrar al papa, tras los importantes enfrentamientos
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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mantenidos con él, y a los países que adoptaron la Reforma, con los que estaba en guerra, que
la fe del monarca era tan sólida como para expulsar a los protestantes de Francia y así
fortalecer la imagen de Rey Cristianísimo, que quedó inmortalizada en el anverso de las
medallas conmemorativas acuñadas tras la revocación.
La última fase de la ofensiva se produjo a partir de 1680, cuando se añadieron toda una serie
de decretos al Edicto de Nantes que lo vaciaron paulatinamente de contenido. A esa presión
legal se sumó pronto la militar. Utilizando un procedimiento tradicional que consistía en
imponer el alojamiento de los soldados a los malos contribuyentes y a los súbditos rebeldes, el
intendente de Poitiers, Marillac, decidió en 1681 alojar los regimientos de “dragones” en las
casas de los hugonotes más ricos e influyentes. Apoyada por Louvois, la iniciativa se extendió a
las regiones del sur. Ciudades y pueblos abjuraron en bloque ante el temor de que los
“dragones” entraran en sus casas. A pesar de ello todavía quedaron numerosos protestantes en el
reino y, finalmente, en octubre de 1685, Luis XIV revocó completamente el edicto de Nantes
con la emisión de otro, el de Fontainebleau. Los templos hugonotes debían ser destruidos, los
pastores expulsados del reino. El resto de fieles debían convertirse al catolicismo y se les
prohibía emigrar. A pesar de ello el éxodo de los hugonotes tras la conversión forzosa se cifra
en un cuarto de millón de personas, que encontraron refugio en Inglaterra, Suiza y Holanda.
Muchos de los “nuevos católicos” que permanecieron en Francia se convirtieron en
“resistentes”, a veces pasivos y también activos, como lo demuestra la guerra de los
camisards protagonizada por antiguos calvinistas residentes en las zonas rurales de Cévennes a
comienzos del s. XVIII.
De cara al exterior, el Edicto de Fontainebleau suscitó en los países protestantes un gran
rechazo[.]
[…]
1.6. El control económico
Resulta obvio iniciar este apartado aclarando que el concepto de “planificación
económica”, es decir la proyección de una política de prioridades coherentes para todo el
sistema económico, no existe en un período en el que, inmersos en sociedades básicamente
agrícolas, una mala cosecha suponía hambre y miseria generalizadas. No obstante, las
monarquías absolutas y particularmente la de Luis XIV extrajeron de la doctrina absolutista
legitimidad para toda clase de actuaciones, incluidas las que afectaban a ciertas cuestiones de
naturaleza económica.
El problema básico a resolver era la financiación suficiente de la propia monarquía en
todas sus facetas, y a este primordial objetivo se orientó la “política económica” desarrollada
durante el reinado. Ésta estuvo en manos de Colbert hasta su muerte (1683). Las reformas
fiscales, la reglamentación manufacturera y el fomento comercial inspirados en teorías
mercantilistas fueron sus principales objetivos.
1.6.1. La fiscalidad
Una parte del problema de la financiación de la monarquía quedaba solucionado
teóricamente con la creación de una administración fiscal estatal que mejoraba la recaudación
tributaria y en la que los intendentes eran la pieza clave. No obstante, era necesario adoptar
otras medidas que contuvieran el gasto y aumentaran los ingresos. Colbert consiguió poner
cierto orden en el erario y asegurar un presupuesto equilibrado entre 1660 y 1672, gracias a
la baja intensidad de las acciones bélicas y a un conjunto de medidas encaminadas a reducir
gastos, eliminando cargos obsoletos, algunas pensiones y revisando a la baja los intereses de
préstamos, cuyo pago suponía anualmente un tercio de las rentas del Estado.
El aumento de los ingresos se propició a partir de los impuestos indirectos: principalmente
gabela de la sal y derechos de aduanas sobre la circulación de las mercancías. Los
impuestos directos, las tallas, que habían sufrido un brutal aumento en tiempos de Richelieu y
Mazarino y que recaían exclusivamente en los campesinos, representaban en 1661 el 55 % del
presupuesto, mientras que en años sucesivos supusieron entre un 31 y un 41 % del total.
De 1661 a 1671 las rentas se duplicaron. Desde 1662 los ingresos exceden a los gastos y esto
ocurrió todos los años hasta 1672, excepto en 1668. No obstante, con la guerra de Holanda
comenzaron las dificultades financieras, que en adelante no cesarán. Los gastos son cada vez
más fuertes y están ocasionados por la política agresiva del rey en Europa, la construcción de
Javier Díez Llamazares
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Versalles y el mantenimiento de la corte. Luis XIV aumentó los pagos al contado haciendo
ilusorios los presupuestos diseñados por Colbert. La presión fiscal aumentó y el recurso a los
“medios extraordinarios” tales como ventas de cargos, préstamos de particulares,
enajenaciones de patrimonio real y, finalmente, el recurso al “Arrendamiento General” para la
recaudación de impuestos a partir de 1680, se generalizaron.
1.6.2. Mercantilismo y colbertismo
La teoría y la práctica de la política económica absolutista han hallado una designación
general bajo el concepto de mercantilismo, denominación acuñada con cierto desdén por los
fisiócratas. El objetivo de las prácticas mercantilistas era crear un país próspero que
asegurara la grandeza del rey. Sus teóricos recomendaban el fomento del comercio mediante
ayudas estatales, la transformación de las materias primas en el propio país, la exportación
de los productos acabados y la protección del propio espacio productivo mediante derechos
de aduanas y otras restricciones a la importación. Éste fue el sustrato de toda la política de
Colbert, que no “descubrió” la doctrina pero la impuso con esfuerzo sistemático y relativo
éxito.
Pretendió aumentar las exportaciones –sobre todo de productos elaborados valiosos— y
disminuir las importaciones a fin de disponer de una reserva mayor de dinero y metales nobles,
siempre escasos y que se suponía existían en una cantidad prácticamente constante. Según esta
concepción, el enriquecimiento del estado sólo podía lograrse a costa de otro y, por tanto, la
guerra “económica” se erigía en uno de los pilares fundamentales de la estrategia
colbertista. El desarrollo comercial y la protección y fomento de las manufacturas
nacionales fueron los otros puntales del proyecto económico de Colbert.
En materia comercial era básico aumentar el comercio exterior, tanto en volumen como en
valor, y hacerlo con barcos franceses, ya que a mediados del s. XVII la flota holandesa
monopolizaba los intercambios internacionales con Francia. Por esta razón se otorgaron primas
a los armadores para fomentar la construcción naval y se crearon compañías comerciales
dotadas de monopolios de explotación. En 1664 Colbert fundó la Compañía de las Indias
Orientales, a la que se otorgó la exclusividad del comercio francés con Oriente. De acuerdo con
parámetros similares se crearon otras compañías para comerciar con América y África, con el
Levante y Norte de Europa. Con todo, pese al ejemplo dado por el rey y los príncipes de la
sangre, que facilitaron parte del capital, la clase media decidió no arriesgar su dinero en lo que
calificaban de “aventuras especulativas”. Ante semejante fracaso, el comercio con las Indias
quedó libre de monopolio con la condición de que los comerciantes utilizaran los barcos de la
compañía y sus factorías cuando realizaran sus intercambios. Respecto al comercio interior, se
procuraron mejoras en infraestructuras viarias, fluviales y terrestres.
La protección de las manufacturas francesas se consideró una prioridad que quedó
cubierta entre 1664 y 1667 por una reglamentación aduanera tan dura que, en la práctica,
suponía la prohibición de productos ingleses y holandeses. Al mismo tiempo se propició la
mejora de la calidad en las producciones nacionales estableciendo, a través del Consejo de
Comercio, unos reglamentos que fijaran los detalles técnicos de la fabricación y que incluían,
además, castigos para los transgresores. Por último se fundaron manufacturas privilegiadas
que disfrutaban de trato fiscal y financiero especial y cuya propiedad podía ser particular o
estatal, como la famosa fábrica de tapices de Gobelinos.
A partir de estos planes, que en muchos casos no pasaron de la teoría, a veces se han
magnificado los logros del colbertismo. En primer lugar, hay que señalar que Colbert era ante
todo un experto en administración, no un economista, y por ello muchas de sus iniciativas
orientadas a reglamentar y controlar la producción no propiciaban la modernización de la
producción sino su estancamiento, pues apuntalaban estructuras económicas
antiguorregimentales. El propio rey, que apoyó la gestión del ministro cuando le fue posible,
desbarató los presupuestos de Colbert cuando las urgencias de la guerra lo demandaban. Al fin y
al cabo la riqueza del reino era un medio para conseguir su grandeza, no un objetivo en sí
mismo. La capacidad de intervención que Colbert demandaba para sus proyectos a menudo se
frenó también por la propia realidad social y administrativa que le tocó vivir. Los sectores
implicados en la modernización no aceptaron con agrado las reformas, y los nuevos
funcionarios chocaron con las antiguas estructuras corporativas en muchas ocasiones sin
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
conseguir imponer sus criterios. Tampoco logró hacer del país un mercado interior único con
aduanas exteriores comunes. Por último, debe señalarse que, a pesar de que la Francia del s.
XVII seguía dependiendo fuertemente de la producción agrícola –casi un 70 % de la población
vivía y trabajaba en el campo—, Colbert apenas dedicó atención a esta faceta de la economía,
quizás porque la intervención desde el gobierno apenas ofrecía margen de maniobra.
No obstante se obtuvieron algunos resultados, modestos si los comparamos con los planes de
inicio. Pese al fracaso de las compañías comerciales privilegiadas y a la forzosa retirada de los
aranceles tras la paz de Nimega, consiguió aumentar el alcance la industria francesa y la
calidad de sus productos. Mejoró las comunicaciones interiores –un ejemplo lo constituye el
famoso Canal des deux Mers que unía el Atlántico con el Mediterráneo y que se concluyó dos
años antes de su muerte— y la marina mercante prácticamente duplicó su tonelaje en dos
décadas. A pesar de que se produjeron grandes retrocesos económicos tras la desaparición de
Colbert (1683) –el déficit hacendístico creció rápidamente y, a la muerte de Luis XIV,
Francia se encontraba sumida de nuevo en el colapso financiero—, los proyectos del más
importante colaborador de Luis XIV sirvieron a la posteridad ya que muchos de ellos se
consumaron en el s. XVIII.
1.7. La reforma militar
El casi continuo estado de guerra en Europa fue para muchos soberanos la excusa para
perpetuar un ejército permanentemente en armas, que al mismo tiempo se constituía en
instrumento de poder dispuesto a intervenir en política exterior e interior. Instrumento para la
gloria del rey, el ejército francés fue además modernizado a fondo. Desde la adopción de
nuevas técnicas bélicas hasta la instauración sistemática de organismos para el suministro de
soldadas, aprovisionamientos, armamento especializado (industria de St. Étienne) y
uniformización de los soldados. El maestro de Luis XIV en materia militar fue Turenne,
nombrado mariscal – general –título de nuevo cuño que le ponía a la cabeza de toda la
maquinaria militar—, en 1660. Michel[…] Le Tellier y su hijo Louvois, los dos sucesivos
secretarios de estado para la Guerra, fueron los dos grandes apoyos con los que contó Turenne
en la tarea de reorganizar el ejército. Partiendo de algunas ideas de la “Era Richelieu”, y
azuzados por una serie casi ininterrumpida de conflictos armados, consiguieron alcanzar a
comienzos de la Guerra de Sucesión española cerca de 400.000 hombres en armas, casi diez
veces más que el número de tropas existentes en 1660. Junto al aumento de personal, se
fortaleció la disciplina a través de la elaboración de un número creciente de ordenanzas
militares, por la introducción intencionada de funcionarios de la administración civil, que
ejercían labores de vigilancia para que el ejército no se convirtiera en un factor potencial de
perturbaciones internas, y por una formación sistemática de la oficialidad educada en escuelas
de cadetes. Con todo ello puede entenderse que más de la mitad de los presupuestos anuales de
la monarquía se destinasen al ejército.
Pero el rasgo más destacable de toda la reforma fue el sometimiento sin condiciones de los
jefes militares a la autoridad de la corona, sin autonomía y libre de toda influencia no
monárquica. La dirección de la guerra pasó a ser controlada por el gabinete y se privó
progresivamente a los oficiales de las decisiones de campaña. La reforma del ejército fue uno
de los ejemplos más evidentes del carácter innovador del reinado de Luis XIV.
1.8. Política y cultura de Corte: Versalles
Luis XIV no inventó la Corte. El agrupamiento de nobles, magistrados, pretendientes y
pleiteantes o sirvientes en torno a la persona del rey era una constante en las monarquías
europeas desde el s. XV. Lo novedoso en el caso de la que nos ocupa fue la función política
que comenzó a cumplir, destinada en último extremo a fortalecer la autoridad real. La Corte
debía proporcionar un marco espléndido y brillante al rey y a su familia, no sólo para
satisfacer la vanidad real, sino para dar expresión y fuerza a determinadas expectativas y
pretensiones. Cada faceta de la rutina diaria de Luis XIV se realizaba ante la atenta mirada de
los cortesanos que daban “culto” a su persona. Desde que se levantaba (el lever) hasta que se
acostaba (el coucher), todo era una ceremonia pública, y los “espectadores” adquirían
prestigio exteriorizando su posición en la sociedad cortesana cada vez que intervenían como
“público” en cada una de ellas.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 21
Las representaciones teatrales, fiestas y bailes en los que el rey participaba personalmente
encarnando personajes que emanaban gloria y poder –Marte, Apolo, Alejandro Magno, etc.—
no tenían sólo como objetivo fundamental entretener a la corte, sino adoctrinarla con símbolos
e imágenes continuas que publicitaban la grandeza del monarca. En el mismo sentido deben
interpretarse la restauración y ampliación de los palacios reales incluyendo el Louvre en París y
Fontainebleau en el Loire, y sobre todo la magnífica construcción de Versalles.
Luis XIII había construido un pabellón de caza relativamente modesto en este paraje durante
la década de 1630. Desde 1671 su hijo decidió transformarlo en un lugar adecuado para el “Rey
Sol”. Su construcción en pleno campo mostró al resto del mundo que los reyes franceses, tras
los disturbios de la Fronda, no temían residir fuera de los muros de la capital. Versalles ayudó
a confirmar la recuperación de la autoridad monárquica y allí se trasladó la Corte en 1682. Los
gastos de construcción y mantenimiento supusieron, entre 1671 y 1683, un promedio del 11 %
del presupuesto anual. El complejo de instalaciones para óperas, invernaderos, palacios de
placer, etc., reflejaban de algún modo el estado de su poder político.
La Corte sirvió también, como señalamos en otro lugar, para atraer al entorno inmediato
del rey, a la nobleza tanto de espada como de toga. Su presencia continuada ante el monarca
era el único modo de que obtuvieran honores y prestigio. La llamada domesticación de la
nobleza se consuma por este sistema articulando una sociedad cortesana que sólo pudo
engendrarse y concebirse –como afirmaba Norbert Elias— en la especial constelación del
absolutismo.
En cualquier caso, la corte del Rey Sol y el modelo de gobierno francés influyeron como
modelo y ejemplo para amplias zonas del continente. De aquella fascinación no escaparon ni
los modos de vestir ni ciertas costumbres. El francés pasó a ser, desde el último tercio del siglo,
una lengua universal en la que se comunicaban las elites europeas. El modo francés de
representar la soberanía en un sentido amplio, fue el más admirado por los estados vecinos. La
arquitectura, la escultura, la pintura, los diversos géneros literarios, la música, las inscripciones,
los medallones, o el más modesto grabado que recogía algún suceso del gobierno de Luis XIV,
por nimio que fuera, no sólo reflejaban una autorepresentación del absolutismo sino que eran
elementos constitutivos de una política cultural sistemática, que ponía a la misma altura la
realidad del predominio cultural y la hegemonía política. En las manifestaciones artísticas, el
clasicismo francés impuso sus reglas fijas y sus principios de ordenación. Desde la
arquitectura de Le Brun y Blondel hasta las obras teatrales de Molière, Racine y Corneille, el
ideal del “estilo Luis XIV” dejó su huella.
(BENNASSAR, 589 – 591, [594] 595 – 596, 597, 661 – 673)
[LA PRIMERA PARTE DEL GOBIERNO PERSONAL DE LUIS XIV (1661 – 1685)]
1. El rey y el fortalecimiento de la autoridad
[…]
El rey y la corte
[…]
b) El rey, que es guapo y rebosa majestad sin ser alto, tiene una salud y vitalidad a toda
prueba. Tiene tiempo para sus placeres y para el ejercicio exacto de su oficio de rey.
Esta aplicación al trabajo se ve facilitada por el placer que experimenta al realizarlo[.]
[…]
Trabajador y puntual, el rey posee asimismo un asombroso dominio de sí mismo,
unido a su sentido de la majestad real y la inclinación hacia el secreto y el disimulo.
No tiene una inteligencia superior, pero está dotado de un sólido sentido común que,
cuando no le ciega el orgullo le dicta las soluciones más apropiadas. En efecto, el
orgullo es su pasión dominante, constituye su propia naturaleza. A decir verdad,
cuando adopta el sol por emblema y Nec pluribus impar por divisa, no hace sino poner
en práctica las lecciones que le han inculcado desde la infancia y que oirá durante toda
su vida. Para los teóricos del absolutismo, desde el jurista Cardin Le Bret (Tratado de
la soberanía del rey, 1632) hasta el pastor Elie Merlat o al obispo Bossuet (Política
sacada de las Sagradas Escrituras, 1677), el rey es el representante de Dios y sólo a
Javier Díez Llamazares
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c)
TEMA 21
él debe rendir cuentas. Es la encarnación misma del Estado, posee todos los poderes
y debe ser obedecido por todos no sólo bajo pena de lesa majestad, sino de sacrilegio.
Es principio de toda justicia: sin duda, delega sus poderes en diversos tribunales, pero
siempre puede ejercer directamente ese derecho por medio de avocaciones a su Consejo,
Comisiones extraordinarias, edictos de gracia y órdenes de prisión. E[s] principio de
toda legislación; es la ley viviente, según el antiguo adagio Rex, Lex; legisla por medio
de ordenanzas, edictos, declaraciones o decretos del Consejo. Es, finalmente,
principio de toda autoridad administrativa; delega una parte de esa autoridad en
agentes, oficiales o comisarios, que teóricamente permanecen bajo su inspección;
recauda impuestos por su única voluntad, y es el único juez de los gastos. El único
límite reconocido oficialmente al absolutismo del rey reside en el respeto que debe a
las “leyes fundamentales” del reino (principalmente, la llamada ley sálica y el
carácter inalienable del patrimonio real) y a los privilegios y franquicias de ciertas
corporaciones y provincias.
Educado en tales principios, profundamente imbuido de la dignidad real y de los
derechos y deberes que ésta implica, Luis XIV se considera verdaderamente como el
“lugarteniente de Dios en la tierra”. Esta convicción inspira todos sus gestos, incluso
los más cotidianos, y su persona se convierte en un verdadero culto que se ejerce en el
marco de la corte [, que sigue siendo itinerante hasta 1682] […].
Cualquier que sea el lugar donde se encuentre la corte, su vida se rige según una
etiqueta parcialmente adoptada de España. La familia real ocupa el primer rango
después del rey. De los seis hijos que éste tendrá de la reina María Teresa,
personalidad sin relieve, sólo uno sobrevivirá, Luis, nacido en 1661 y llamado el Gran
Delfín o Monseñor. El hermano del rey, Felipe de Orleans, Monsieur, nacido en
1640, se casa en 1661 con Enriqueta de Inglaterra y, después de la súbita muerte de
ésta, en 1670, con la princesa palatina, que será la madre del duque de Chartres; el rey
aparta a su hermano de todo cargo y le deja a sus dudosos placeres. Los príncipes de
sangre también son apartados del poder […]. Las amantes del rey ocupan un lugar
importante en la corte, pero no desempeñan papel político alguno […]. El conjunto de
los cortesanos se reparte los múltiples cargos y servicios de la corte, fuentes de
honor y de beneficios. Así, se convierten en ministros del culto monárquico,
participando en un complicado ceremonial en los grandes momentos de la jornada del
rey (especialmente el levantarse y el acostarse), pasando la mayor parte del tiempo en
fiestas (comedias, bailes), en intrigas mezquinas, e incluso en juegos más sombríos […].
Al reducirles a ese papel, Luis XIV pretende al mismo tiempo realzar su propio
prestigio y prevenir la repetición de disturbios como los de la Fronda; asimismo,
reserva celosamente sus favores a aquéllos de sus nobles que, aparte de su presencia
en el ejército, aparecen regularmente en la corte o, mejor aún, hacen de ella su
residencia ordinaria.
[…]
El restablecimiento del orden
[…]
b) La reforma de la legislación se deriva también de la aplicación de la “máxima del
orden”. El rey y Colbert, lamentando la diversidad de prácticas jurídicas al uso
(derecho romano en el sur, costumbres variadas en el norte), intentan establecer cierta
unidad en la legislación. En este sentido en septiembre de 1665 crean un Consejo de
Justicia que, incluyendo consejeros de Estado y parlamentarios, redacta seis grandes
códigos. La Ordenanza civil de Saint – Germain o Código Luis (1667), la
Ordenanza de aguas y bosques (1669), la Ordenaza criminal (1670), la Ordenanza
comercial o Código mercantil (1673), la Ordenanza marítima (1681) y la
Ordenanza colonial o Código negro (1685) intentan, cada una en su terreno, fijar los
principios de una reorganización metódica y uniforme. En realidad, habrá una distancia
muy amplia entre esos textos y su aplicación; en especial, las imperfecciones de la
Javier Díez Llamazares
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c)
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TEMA 21
justicia seguirán siendo evidentes: multiplicidad de jurisdicciones, lentitud y costas de
los procesos y crueldad del procedimiento criminal.
El mantenimiento del orden público es, evidentemente, exigencia fundamental a ojos
del rey […]. En caso de rebelión abierta se hace indispensable el envío de tropas reales,
pero en tiempos normales la vigilancia de los intendentes basta para prevenir el
desorden y, llegado el caso, para reprimirlo.
[…]
Las múltiples atribuciones de los intendentes contribuyen a sofocar poco a poco la
actividad real de los demás poderes locales, y, si las comunidades aldeanas siguen
vivas en su modesto papel, es porque sirven de intermediarios entre el intendente y
el pechero: la asamblea general de los principales jefes de familia (el “general de la
parroquia”, como [se] le llama en algunas regiones) se reúne el domingo después de la
misa, bajo la presidencia del representante del señor (o, en forma más sencilla, de un
síndico elegido y del párroco), para ocuparse, sobre todo, de la gestión de los bienes
comunales y de la distribución de la talla. Es el último eslabón de la cadena que ata a
cada súbdito con el rey y le obliga a obedecer y pagar.
[…]
[LA SEGUNDA PARTE DEL GOBIERNO PERSONAL DE LUIS XIV (1685 – 1715)]
1. Dificultades interiores: crisis financiera y económica
[…]
El rey y la corte de Versalles
a) Luis XIV tiene cuarenta y cuatro años en 1682. Ya no es el joven y brillante caballero
de los años 1660; es un hombre entorpecido por la edad, pero que conserva una
intimidante majestad y una asombrosa vitalidad. A partir de 1680 empieza a
preocuparse y a pensar en su salvación: tras la muerte de María Teresa, se casa en
secreto con Mme. de Maintenon (1683) […]. Una vez esposa del rey, que apreció la
dignidad de su vida, sus cualidades y sentido común, desempeña en adelante un papel
político discreto, pero no desdeñable: contribuye a la caída de algunos ministros y
trata de orientar a Luis XIV hacia una política pacifista y devota. Su influencia, que
refuerza la de los confesores jesuitas La Chaise y Le Tellier, es principalmente notable
en el ambiente que trata de hacer reinar en la corte.
[…] Las fiestas, siempre suntuosas (salvo en los sombríos años de 1706 – 1714), ya no
tienen el carácter de fantasía y licenciosidad que poseían al principio del reinado, y con
mucha frecuencia son tristes y aburridas. Los cortesanos, cada vez más numerosos, que
se amontonan en el castillo en increíbles condiciones de incomodidad, se vuelven
devotos, a imitación del rey, o, al menos, fingen serlo.
La familia real vive doblegada bajo la autoridad de su señor. El Gran Delfín,
Monseñor, “ahogado en la grasa y la apatía […] sin vicios ni virtudes” (Saint –
Simon), tiene tres hijos, educados por Fénélon: el duque de Borgoña (nacido en 1682),
el duque de Anjou (nacido en 1683) y el duque de Berry (nacido en 1684). Monsieur
muere en 1701, y su hijo, el duque de Chartres se convierte en duque de Orléans;
libertino y “jactancioso de sus vicios”, pero culto e inteligente, se ve apartado por el
rey, bajo la influencia de Mme. de Maintenon. El Gran Condé muere en 1686. Los
bastardos del rey figuran en la corte, principalmente los dos hijos “legitimados” de
Mme. de Montespan, el duque de Maine (el preferido del rey, que le casa con una
nieta del Gran Condé) y el conde de Toulouse.
En 1697, la llegada a Versalles de la joven María Adelaida de Saboya, que se casa con
el duque de Borgoña, contribuye a alegrar un poco al viejo rey y a la corte. Pero, en
1711 – 1714, los sucesivos lutos afectarán a la familia real [: muertes del Gran
Delfín, de los duques de Borgoña y del hijo mayor de estos, el duque de Bretaña] […].
El heredero del trono es, entonces, un niño de cinco años, último hijo del duque de
Borgoña, el segundo duque de Anjou, futuro Luis XV […]. Luis XIV, en medio de
estos lutos familiares, lo mismo que en las grandes adversidades interiores y exteriores
que los habían precedido, da pruebas de una gran dignidad y de un valor rayano en la
Javier Díez Llamazares
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indiferencia. Por lo demás, su carácter se endurece con un orgullo sin límites y un
egoísmo feroz[.]
[…]
Para huir de las exigencias de la vida de Versalles, el rey va de cuando en cuando a
Marly con un pequeño número de cortesanos escogidos […].
b) Al mismo tiempo que residencia permanente de la corte, Versalles se convierte en sede
del gobierno […]. Por otra parte, el rey gobierna cada vez más en solitario, dejando
la ejecución de las decisiones a un puñado de secretarios. Estos se instalan en el “ala de
los ministros” y dirigen oficinas especializadas y dotadas de un importante personal de
secretaría.
Esta burocratización de la administración también puede observarse en provincias. El
intendente, presente ahora en todas partes […] y que a menudo permanece durante
largos años en el mismo puesto, está al frente de numerosos servicios, dirigidos en
algunos casos por un subdelegado general; tiene a sus órdenes a subdelegados,
oficiales retribuidos (edicto de 1704) y colocados al frente de una circunscripción
territorial: la subdelegación, correspondiente a una elección o a una bailía[.]
[…]
Crisis financiera
La situación financiera legada por Colbert a sus sucesores se encuentra terriblemente
agravada en la última parte del reinado […].
a) El primer remedio del déficit sería, evidentemente, mejorar el rendimiento del
impuesto. Pero las consecuencias de nuevos aumentos fiscales […] son en gran medida
ilusorias: el pueblo, exprimido, no puede dar más y se acumulan los retrasos en los
pagos. La solución reside en mejorar la distribución de los impuestos existentes o en
reestructurar del todo el régimen fiscal. Los grandes censos y encuestas parciales o
generales […] tienden a preparar la mejora de la distribución en función de la población
y de la riqueza de cada uno. Por su parte, los reformadores –como Boisguilbert en su
Détail de la France (1699) y en su Factum (1707), Vauban en 1694 y más tarde en su
Projet d’une dîme royal (1707)— denuncian la inoperancia de un régimen fiscal
basado en la desigualdad, la exención y el despotismo, y proponen la creación de un
impuesto indirecto y universal que sustituya a la talla.
[…]
En total, capitación [–impuesto creado en 1695 que pretendía ser un impuesto general
pagados por todos lo franceses (salvo los indigentes) y dividido en 22 clases según el
rango social y no en función de los ingresos—] y décimo [–impuesto creado en 1710
que recaía sobre todas las rentas, divididas en tres categorías (rentas de bienes raíces
industriales, sueldos y pensiones) y equivalente a una 1/10 parte de éstas—],
establecidos para el tiempo que durase la guerra, sobreviven, en la práctica, al
restablecimiento de la paz; lejos de sustituir a la talla, se añaden a ésta y se recaudan al
mismo tiempo; aunque igualitarios y universales en principio, no lo son absolutamente
en la realidad a causa de la exenciones y los abonos; finalmente, su producto es inferior
a lo que se había gastado de antemano. La causa profunda del fracaso reside en el hecho
de que la igualdad fiscal es incompatible con un régimen social fundado en la
desigualdad.
b) […]
Los cambios de moneda y el desarrollo del crédito se emplean igualmente para
conseguir recursos y paliar la escasez monetaria, cada vez más grave en Francia y en
Europa. […] [A] partir de 1687, luises [de oro] y escudos [de plata] son objeto de
constantes manipulaciones tanto en el sentido del alza como de la baja, según el
interés del momento[.]
[…]
Se juega también con la refundición del dinero y la emisión de piezas que contienen
menos metal por el mismo valor. Finalmente, se obliga a los poseedores de vajillas de
oro y plata a llevarlas a las Casas de la Moneda […] a partir de 1689.
Javier Díez Llamazares
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Las tentativas para impulsar el crédito consisten, primero, en dar valor de moneda a
los billetes de comercio y, a partir de 1701, emitir billetes de moneda, simples recibos
de dinero depositados en las Casas de la Moneda, reembolsables a corto plazo y
produciendo intereses […].
Pero tales tentativas [(el intento de fundar un Banco Real por Desmaretz, los
desempeños del banquero de la corte Samuel Bernard o la creación de la Caja
Legendre)] no constituyen la gran Banca del Estado soñada por Boisguilbert.
Efectivamente, la monarquía, con el agua al cuello, depende cada vez más de los
financieros, que le permiten hacer frente a los gastos más urgentes y que aprovechan la
situación para hacer […] fortunas escandalosas en medio de la miseria general.
c) Impuestos y recursos extraordinarios no logran impedir la aceleración del déficit […].
El Estado está al borde la bancarrota.
Crisis de la economía francesa
a) Las dificultades económicas, apreciables ya desde 1672, se agravan en la última parte
del reinado. Esta agravación se explica primero por el estado de guerra que tiene
efectos nefastos no sólo sobre las finanzas, sino también sobre la actividad económica:
el cerco de Francia y la supremacía naval de Inglaterra después de La Hougue
(1692) suprimen la economía francesa de una gran parte del mercado europeo y
amenazan sus relaciones con las colonias y con el resto del mundo; la actividad
manufacturera sufre la disminución de las exportaciones (que se suma a la del consumo
interior, debido al empobrecimiento). Además, la política financiera [(dedicación de
buena parte de la recaudación fiscal a los gastos militares o los constantes cambios
monetarios)] tiene repercusiones sobre la actividad general[: la paralización de las
transacciones] […]. Finalmente, el éxodo de numerosos manufactureros y
negociantes hugonotes tras la revocación del edicto de Nantes causa un grave
perjuicio a algunas regiones de gran actividad [(p.ej. el Languedoc, Rouen, Lyon,
Tours o Sedán)] […].
A estas causas inmediatas se suma el peso de la coyuntura: prosigue la baja de los
precios, de las rentas y de los salarios, con la depresión general que provoca[,
situándose esta segunda parte del reinado dentro de la gran fase de depresión de los
años 1650 – 1730] […].
Mucho más graves son las repetidas crisis cíclicas, típicas de la economía de antiguo
régimen, pero particularmente frecuentes entre 1692 y 1713. Todos los contemporáneos
observan la “irregularidad de las estaciones” durante esos años trágicos: primaveras y
veranos “podridos” o inviernos excesivamente rigurosos que ponen en peligro o incluso
aniquilan las cosechas, ocasionando hambre y una subida brutal de los precios de los
cereales, con todas sus consecuencias económicas y demográficas; a esto se añaden los
efectos mortales de las epidemias […].
Todas estas causas unidas explican la decadencia de la economía francesa: decadencia
industrial, siendo las industrias más afectadas las de lujo, principalmente la sedería
[…], los encajes […] y las tapicerías; decadencia comercial, que se traduce en la
caída de las exportaciones de productos alimentarios y manufactureros a Inglaterra, a
Holanda y a la mayoría de los países europeos.
b) En sus diversos aspectos, la crisis económica provoca una miseria general que
contrasta con la opulencia de los financieros. A los clérigos, nobles y burgueses
propietarios les cuesta cada vez más trabajo conseguir cobrar cánones cada vez más
devaluados. Los rentistas, manufactureros y comerciantes son víctimas de las
disminuciones de rentas, de las manipulaciones monetarias y del marasmo general. Pero
las más afectadas son las clases populares y urbanas: se ven agobiadas por los
impuestos, diezmadas por las crisis, a menudo sin pan, sin vestido, sin trabajo. La
desesperación a la que se ven abocados se traduce en levantamientos numerosos y
violentos […]. El número de vagabundos y mendigos aumenta tanto que en 1698
representa una décima parte de la población[.]
[…]
Javier Díez Llamazares
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c)
TEMA 21
Sin embargo, existen algunas luces en este sombrío cuadro […]. En primer lugar, la
economía de Antiguo Régimen tiene una gran plasticidad, que le permite superar
con bastante rapidez las crisis cíclicas, incluso las más graves […]. Además, algunos
sectores de la economía y algunas regiones experimentan una auténtica
prosperidad [(p.ej. los marinos de los puertos atlánticos que, aprovechando la
recuperación de la paz, inician a partir de 1697 un próspero comercio con la América
hispana)], incluso en los momentos más negros del período […]. En 1700 se
reorganiza el Consejo de comercio, que estaba prácticamente inactivo: los
representantes de los grandes puertos atlánticos desempeñan en él un importante papel y
llaman la atención del rey y sus ministros no sólo sobre los inconvenientes del
dirigismo colbertista, sino también sobre los beneficios inmediatos (plata en lingotes o
dinero en metálico) que se podían esperar del comercio con la América española. Estas
reservas comerciales influyeron, sin duda, en la decisión de Luis XIV de aceptar el
testamento de Carlos II. En todo caso, la subida de Felipe V al trono de Madrid se
traduce en seguida en la apertura de las colonias españolas al comercio francés y en la
concesión a la Compañía de Guinea del privilegio del “asiento”, es decir, de la trata
de negros. Ciertamente, la guerra, que se reanuda en 1702 (en gran parte por razones
económicas precisamente), limita los beneficios que los comerciantes franceses
hubieran podido obtener de dichas ventajas […].
Pero las cláusulas de los tratados de 1713 cierran la América española a los
negociantes franceses y asestan a estos un golpe franco, mal compensado por el
contrabando en las colonias ibéricas y el comercio con las Antillas […].
2. Dificultades interiores: los asuntos religiosos
Los asuntos religiosos reservan también muchos disgustos al viejo rey, convertido en devoto
ultramontano: renace la querella jansenista y el protestantismo consigue sobrevivir bajo el
nuevo régimen de intolerancia legal.
Ultramontanismo y quietismo
a) […] Además, la reconciliación de 1693 [con el Papa] traduce la evolución de Luis XIV:
bajo la influencia de Mme. de Maintenon y de sus confesores jesuitas, el rey, convertido
en devoto, quiere aproximarse a Roma, que le hace falta para luchar contra las
diversas disidencias religiosas.
b) Es el caso, principalmente, del asunto del quietismo. Una dama de la corte, Mme. de
Guyon, introduce en Francia algunas ideas del místico español Molinos (1628 – 1696),
según las cuales es necesario conceder mucha menos importancia a las prácticas y a
las obras que a la contemplación del “puro amor” de Dios. Conquistan a Fénélon,
preceptor del duque de Borgoña; a las duquesas de Chevreuse y de Beauvillier y a la
propia Mme. de Maintenon; pero algunos obispos se alarman y, a petición del propio
Fénélon, se reúne en Issy, en 1695, una Comisión de censura presidida por Bossuet
[…], y condena el “quietismo” de Mme. de Guyon. [Si bien la controversia renacerá
entre 1697 y 1699, a raíz del nombramiento de Fénélon como arzobispo de Cambrai, la
misma se apagará tras el sometimiento de Fénélon a consecuencia de la censura de 23
proposiciones por el Papa en 1699] […].
El segundo jansenismo
a) No ocurre lo mismo con el jansenismo. Efectivamente […], la paz de la Iglesia no
resolvió nada y, desde 1669, los jansenistas no renegaron de sus posiciones
dogmáticas y morales […]. Tras la muerte de Arnauld (1694) y de Nicole (1695), el
oratoniano Quesnel representa el papel de jefe del “partido”. […] Quesnel recoge lo
esencial de las ideas de Jansenius y de Arnauld sobre la gracia, pero defiende
también algunas tesis galicanas y las ideas democráticas de Richer sobre el papel de
los sacerdotes al lado de los obispos. Así, este segundo jansenismo o quesnelismo
difiere profundamente del primero y con razón aparece a ojos de los teólogos romanos,
de los jesuitas y de muchos obispos franceses como un conjunto confuso y temible de
agustinismo, de galicanismo y de richerismo, capaz de poner en entredicho no sólo el
dogma católico, sino la primacía del Papa y toda la constitución jerárquica de la Iglesia.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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En cambio, el éxito de este segundo jansenismo en los medios parlamentarios se explica
en parte por sus tendencias galicanas y, en el seno del bajo clero, por sus tendencias
richeristas […].
b) […] Luis XIV, preocupado por las ideas “republicanas” de algunos jansenistas, y fiel a
su nueva política ultramontana, pide al Papa Clemente XI [(1700 – 1721)] una condena
formal del silencio respetuoso, lo que obtiene en 1705 por la bula Vineam Domini […]
[.]
[…]
c) Los jansenistas, lejos de desistir, aprovechan la emoción provocada por la destrucción
de Port – Royal […]. Para terminar, Luis XIV, impulsado por el padre Le Tellier,
decide dirigirse de nuevo al Papa Clemente XI. Éste, después de muchas dudas,
promulga, el 8 de septiembre de 1713, la bula Unigenitus, que condena 101
proposiciones extraídas de las Reflexiones morales del padre Quesnel[.]
[…]
De hecho, la bula levanta inmediatamente una viva oposición en Francia[: negativa
temporal del Parlamento de París a registrar el documento y división entre el
episcopado] […].
La cuestión protestante
a) […] Muy pronto […] ocurrió que la revocación del edicto de Nantes, lejos de realizar la
unidad de la fe, acusando oficialmente la extirpación efectiva de la herejía, planteó
bruscamente una cuestión protestante: no sólo se produjo un éxodo global de los
hugonotes, sino que dentro del reino también quedaron muchos y obstinados, a pesar de
la ficción que consistía en designarlos con la expresión de “nuevos conversos” […] [.]
[…]
En 1698, después de una larga consulta de los obispos y de los intendentes, Luis XIV
firma el 13 de diciembre una declaración en la que recuerda todo el rigor de los
principios, pero recomienda evitar cualquier imposición en su aplicación a “los de la
religión pretendidamente reformada” (cuya existencia en el reino así se reconoce
implícitamente).
b) Efectivamente, esta moderación del régimen de intolerancia legal instituido por el
edicto de Fontainebleau no resuelve el problema ni detiene la violencia[, como pone
de manifiesto la revuelta de Los Cevenas o guerra de los camisards (1702 – 1705)]
[…].
c) La resistencia de los Camisards, lejos de ablandar a Luis XIV, le confirma en su
política de intolerancia: la ordenanza de marzo de 1715 sobre los relapsos agrava el
artículo 10 del edicto de Fontainebleau, al decidir que en adelante se consideraría
globalmente como católicos a todos los antiguos reformados que permanecieron en
Francia después de 1685. Sin embargo, aunque el éxodo y las persecuciones debilitaron
considerablemente al protestantismo francés a partir de esa fecha, no lo habían
aniquilado […]. La Iglesia calvinista de Francia renace después del fracaso de la
política de unidad religiosa intentada por el rey.
[…]
Javier Díez Llamazares
31
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 22
Tema 22: Las revoluciones inglesas
0.0. Sumario
22.1. El acceso al trono de Jacobo I
22.2. Las tendencias absolutistas de los primeros Estuardo y sus conflictos con el Parlamento
22.3. La revolución de 1640 y la guerra civil. El fin de la Monarquía
22.4. La República y el protectorado de Cromwell (1649 – 1658)
22.5. La Restauración de los Estuardo (1660 – 1688)
22.6. La Revolución Gloriosa de 1688
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 505 (Lebrun), 506 –
508 (Lebrun), 512 – 514 (Lebrun), 522 (Lebrun), 526 (Lebrun) y 637 – 644 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 331 – 348 (Gil)
y 449 – 458 (Mantecón).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 391 – 393 (S.
Ayán).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 505 – 506 (Lebrun),
508 – 512 (Lebrun), 514 – 515 (Lebrun), 522 – 526 (Lebrun), 526 – 528 (Lebrun) y 644 – 646
(Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 460 – 462
(Mantecón).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 393 – 402 (S.
Ayán).
22.1. El acceso al trono de Jacobo I
(FLORISTÁN, 331 – 336)
2. Las Islas británicas (1603 – 1660)
[…] Si la política matrimonial de las casas reinantes daba pie frecuentemente a la formación
de entidades políticas mayores […], las extinciones biológicas de dinastías reinantes solían tener
consecuencias parecidas […].
El resultado de estos cambios fueron las llamadas monarquías compuestas o de
agregación, muy características de los siglos XVI y XVII. En ellas, varios reinos, cada cual con
sus leyes e instituciones particulares, reconocían como a su rey a uno que también lo era de
otros reinos, colindantes o no, el cual, en consecuencia, reinaba sobre una agregado
heterogéneo, no compacto, de reinos y pueblos. Esto es también lo que sucedió en las Islas
británicas en 1603 cuando Isabel I de Inglaterra murió sin descendencia y, con ella, se
extinguió la dinastía Tudor. Nacía la Monarquía británica.
2.1. Reinado de Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra e Irlanda (1603 – 1625)
La soltería y longevidad de Isabel I Tudor [(1558 – 1603)] permitieron que pudiera
prepararse sin urgencias la sucesión al trono inglés para cuando llegara el momento de su
muerte. El nuevo rey iba a ser Jacobo VI de Escocia [(1567 – 1625)], de la casa Estuardo, que
llevaba reinando allí desde 1567, cuando, a la edad de un año, fue coronado por los mismos
nobles que habían depuesto a su madre María [I] Estuardo [(1542 – 1567)]. Era descendiente
de la hermana mayor de Enrique VIII, Margarita, y, en estos méritos, fue proclamado rey de
Inglaterra el mismo día del fallecimiento de Isabel [I], antes de que le llegara la noticia del
mismo. El hecho de que el propio Enrique [VIII] hubiera excluido de la sucesión inglesa a la
línea de su hermana fue totalmente ignorado y la sucesión se produjo de modo pacífico. Como
rey de Escocia, Inglaterra e Irlanda, Jacobo [I de Inglaterra y VI de Escocia (1567/1603 –
Javier Díez Llamazares
1
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 22
1625)] tomó en 1604, ya instalado en Londres, el título de “rey de la Gran Bretaña”, con lo
que mostró su propósito de ser algo más que rey simultáneo de tres reinos vecinos. Pero estos
reinos ofrecían marcadas diferencias entre sí.
Escocia era en muchos aspectos un país poco desarrollado. Su población rondaba el millón
de habitantes, distribuida en dos zonas diferenciadas: las Highlands, zona montañosa
dominada por un centenar de clanes, entre los que todavía eran frecuentes los enfrentamientos y
venganzas grupales; y las áreas bajas, más evolucionadas. El comercio exterior escocés (cuyo
valor equivalía a tan sólo el 4 % del valor del comercio exterior inglés) se desarrollaba ante todo
con el Báltico y los Países Bajos, mientras que los intercambios con Inglaterra figuraban sólo en
cuarto lugar. También sus relaciones internacionales estaban orientadas hacia el continente,
en especial Francia, la antigua enemiga de Inglaterra. La consolidación de la autoridad
monárquica era escasa y a ello no era ajena una larga secuencia de fracasos dinásticos: entre
1406 y 1625 sólo dos de los siete reyes murieron en cama, y durante 77 de esos años Escocia
fue regida por un menor de edad. Con todo, desde que alcanzó su mayoría, Jacobo VI había ido
afirmando el papel de la corona. Autor de dos tratados de teoría política, La verdadera ley de
las monarquías libres (1598), en defensa de las atribuciones de la realeza, y Basilikon Doron
(1599), manual de educación política para su hijo Enrique [Federico (n. 1594 – † 1612)],
Jacobo [VI] era un político hábil, muy eficaz en establecer relaciones personales fluidas con los
chieftains de los clanes y con el Parlamento. Menos fáciles fueron sus relaciones con la Kirk, la
iglesia reformada escocesa, presbiteriana, establecida por el Parlamento en 1560. Sus dos
rasgos principales eran su intenso calvinismo y su militante defensa de su autonomía
respecto a la corona. Jacobo [VI] intentó fomentar la autoridad episcopal, no sin tensiones,
pero finalmente logró ser el centro de un juego de equilibrios sustentados en su trato personal.
Estas habilidades le resultarían muy útiles en su nuevo papel como rey de Inglaterra. La
población inglesa se hallaba en fase de crecimiento, con algo más de 4 millones de habitantes
hacia 1600 y unos 5,2 millones en 1650. Había una notable movilidad social y de ella eran
buen testimonio tanto la gentry, ese grupo indefinido de clase media rural y urbana y pequeña
nobleza, como los sectores empobrecidos, que empezaban a acogerse a un programa nacional de
auxilio de pobres. El comercio interior y exterior conocía un notable dinamismo y las crisis
de subsistencias no revistieron especial gravedad, salvo las de finales de la década de 1590,
1607 y 1629 – 1631, las cuales sin embargo, no provocaron grandes rebeliones campesinas.
Superados ciertos levantamientos nobiliarios anteriores, la sociedad inglesa era, en
comparación con algunas del continente, bastante estable. Desde el punto de vista legal,
Inglaterra era un estado notablemente unitario e Isabel [I] dejaba un legado equilibrado en
cuanto a las relaciones entre la corona y el Parlamento, entre la prerrogativa real y el
common law. Parecidamente, en el terreno religioso Isabel [I] había promovido una iglesia
anglicana de base amplia. La minoría católica se había acostumbrado a un perfil público bajo a
cambio de una persecución sólo intermitente, y la minoría puritana, aunque mucho más visible y
ansiosa por acabar con los restos de la antigua iglesia, no había llegado a significarse como
disidente política.
Dentro del reino de Inglaterra estaba el Principado de Gales, de donde procedía la dinastía
Tudor. Hacia 1600 lo habitaban unas 300.000 personas, a cuya lengua gaélica se habían
traducido la Biblia y el Libro de Oraciones anglicano. Aunque conquistado por Inglaterra en el
s. XIII, Gales no fue anexionado legalmente a ella hasta las “Actas de Unión” de 1536 y 1543,
y a partir de entonces su clase dirigente se fue integrando con facilidad en el conjunto superior
inglés.
Muy distinta era la situación en la católica Irlanda. El dominio inglés en buena parte de la
isla arrancaba de los siglos bajomedievales, pero en 1541 Enrique VIII y el Parlamento
irlandés crearon el reino de Irlanda y lo declararon unido al de Inglaterra. Las relaciones
institucionales entre ambos eran complejas y Londres ejercía su control a través del Consejo
real irlandés y del Lord Diputado o Lord Lugarteniente, que actuaba como delegado
gubernativo. Pero lo más característico del dominio inglés era la colonización mediante el
sistema de plantaciones. Las primeras capas de colonos bajomedievales, que serían llamados
Old English, acabaron mezclándose y cohesionándose con los grupos dirigentes autóctonos,
irlandeses gaélicos, si bien se reservaron para sí gran parte de los cargos públicos, en particular
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 22
el Parlamento. Llegado el momento, optaron mayoritariamente por el catolicismo. En cambio,
las sucesivas oleadas de New English llegadas a partir de la década de 1540 cultivaron una
actitud desdeñosa, cuando no hostil, hacia la comunidad isleña. Si el idioma inglés y la religión
anglicana eran los instrumentos para mantener una diferencia siempre viva, las confiscaciones
de tierras lo fueron para establecer un sometimiento rigurosamente colonial. En 1603 los
colonos protestantes suponían un 2 % del total de la población de la isla, que rondaba el millón
y medio de habitantes. La larga rebelión del noble irlandés Tyrone (1594 – 1603) fue la
expresión del descontento por esta situación, al tiempo que dio alas a los sentimiento xenófobos
ingleses, violentamente expresados por gobernantes como Sir John Davies o por poetas
humanistas como Edmund Spencer.
Así pues, el título de “rey de la Gran Bretaña” del que hacía ostentación Jacobo VI y I
[(1603 – 1625)], significaba reinar simultáneamente sobre tres reinos muy distintos entre sí,
sobre todo en asuntos jurídico [–] políticos y religiosos. A su llegada a Londres en mayo de
1603, Jacobo [I] proclamó su propósito de la que la unión dinástica entre Escocia e Inglaterra
fuera “perfeccionada”. Según explicó en ocasiones sucesivas, debía ser una “unión de cuerpos
y mentes” y una “unión general de leyes”. A estos efectos adoptó la divisa Henricus rosas
regna Jacobus, es decir, si Enrique VII Tudor unió en 1485 dos rosas (en alusión a las casas
inglesas de York y Lancaster, enfrentadas hasta entonces en la Guerra de las Dos Rosas),
Jacobo [I] unía ahora dos reinos.
En aquella época una aspiración cada vez más intensa entre los reyes de las monarquías
compuestas europeas era alcanzar su unificación, según expresaba la conocida expresión “un
rey, una ley, una fe”. Éste era un horizonte muy ambicioso, sin duda, y los diversos intentos de
alcanzarlo fueron uno de los factores esenciales de la vida política, económica y religiosa
europea de entonces. Jacobo VI y I encarnó este espíritu y, a tal efecto, propugnó la abolición
de aduanas entre ambos reinos y adoptó unas medidas de aproximación. Pero sus planes
despertaron recelos económicos y legales en ambos reinos, sobre todo en Inglaterra, y Jacobo
[I], fiel a su carácter pragmático, aceptó que el proceso fuera sólo gradual, confiando en que el
decurso del tiempo facilitaría las cosas. Ese gradualismo se plasmó en la nueva bandera de la
unión, diseñada en 1606, que combinaba la cruz inglesa de San Jorge con la cruz escocesa de
San Andrés, la cual estaría vigente hasta 1801. En cualquier caso, la historia inglesa, la escocesa
y la irlandesa adquirieron una auténtica dimensión británica […].
De aspecto desaseado, Jacobo [I] era persona de talante espontáneo y coloquial, muy
accesible, a menudo informal en exceso, totalmente alejado de las rigideces cortesanas[; si bien
es borracho y libertino, jactancioso y miedoso, y se ve afectado por un físico desagradable].
Gustaba del trato personal y directo, que llevaba a cabo con su fuerte acento escocés, y ello le
permitió sortear muchas dificultades de gobierno. En Londres fomentó una vida palaciega
activa y desenfadada, como no se veía desde los tiempos de Enrique VIII. El contraste con la
tacaña Isabel I era muy claro, pues la Reina Virgen, si bien se envolvió en un elaborado
programa iconográfico que resaltó eficazmente su majestad, había reducido hasta el límite la
vida cortesana en sus últimos años, con gran disgusto de los grupos dirigentes. Su nuevo
talante, que le llevó a conceder 906 caballeratos en sus primeros cuatro meses (unos cuantos
más de los que Isabel [I] otorgó en sus cuarenta años de reinado), le ganó apoyos. Pero también
recibió críticas, por la amoralidad e irresponsabilidad en el gasto de su corte, unas críticas
que irían en aumento, procedentes sobre todo de círculos puritanos.
De momento, la situación internacional favorecía ese desenfado: se vivían los años de la Pax
Hispanica. En 1604, arguyendo que como rey de Escocia no tenía hostilidades con España,
Jacobo [I] firmó la paz con Felipe III, pese a que poco antes el líder de las Provincias Unidas,
Johan van Oldenbarnevel[…]t, había viajado a Londres para establecer una alianza común.
Mientras en El Globo y otros teatros londinenses triunfaban las piezas del último Shakespeare
(fallecido en 1616), la corte jacobita, junto a la espontaneidad referida, desarrolló un género
nuevo, reservado y muy elaborado, las máscaras (masques), breves representaciones de tema
mitológico, pastoril o alegórico. Allí brilló el tándem formado por el escritor Ben Jons[…]on y
el escenógrafo y arquitecto Inigo Jones. Este último, además, como superintendente real de
obras, desarrolló un nuevo estilo arquitectónico, italianizante, que alcanzó su máxima expresión
Javier Díez Llamazares
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TEMA 22
en el Salón de los Banquetes (Banqueting House), edificado entre 1619 y 1622, en las
residencias reales londinenses de Whitehall.
La pacificación internacional, completada con la Tregua de los Doce Años hispano –
holandesa de 1609, supuso un alivio para las arcas reales. Jacobo [I] heredó de Isabel I una
deuda real de más de 400.000 libras, y el gasto de su casa, numerosa y dada al dispendio, era
una carga adicional. Además, la inflación había ido carcomiendo los rendimientos de los
impuestos reales, cuyo montante apenas había sido actualizado desde el Book of Rates de
1558. Robert Cecil, conde de Salisbury, un político capaz que había sido uno de los
principales ministros de Isabel [I], efectuó, como Lord Tesorero, una actualización en 1608.
Además, ante el carácter disperso, limitado y discutido de las percepciones reales, promovió
un cambio estructural, que iba a sustituirlas por una suma anual fija. Pero el plan, conocido
como el “Gran Contrato”, fue bloqueado en el Parlamento en 1610. En su lugar, al año
siguiente se recaudó un Préstamo Forzoso de 116.000 libras. Además, Jacobo [I] se lanzó a
una carrera de venta de títulos, en particular el de baronet, rango de nobleza menor creado ex
professo para este fin. Pero ni estas medidas coyunturales podían solucionar los desequilibrios
financieros de fondo ni lo hizo tampoco el Parlamento de 1614[, conocido como Parlamento
Huero (Addled) por la falta de aprobación de medidas], convocado para estudiar de nuevo la
situación […]. Para colmo, aquel mismo año fracasó estrepitosamente el proyecto del
comerciante William Cockayne, que preveía que determinados cambios en la manufactura
textil inglesa iban a incrementar el empleo, la producción y los ingresos aduaneros para el tesoro
real.
Pese a que la situación financiera no estaba resuelta, el Parlamento inglés no volvió a ser
convocado hasta 1621. Era todo un indicio de que, en tiempos de paz, su aportación fiscal en
forma de subsidios era menos imprescindible y de que los reyes, como también sucedía en el
continente, intentaban obtener ingresos extraparlamentarios, para no tener que depender
excesivamente de sus asambleas representativas, con las que siempre era necesario negociar. En
1621, en cambio, el panorama interno y el internacional había cambiado drásticamente.
En la esfera doméstica, la figura dominante era ahora el valido, George Villiers. Aunque
Jacobo [I] intentaba tener simultáneamente dos favoritos, uno inglés y otro escocés, tales
personas nunca alcanzaron relieve político. Pero desde que en 1615 nombró a Villiers
gentilhombre de cámara y caballerizo mayor, no había duda de que el rey se había
encaprichado de ese político sagaz y bien parecido, de origen no noble, que entonces tenía 23
años de edad, en una relación que revistió ribetes homosexuales. Como otros validos de la
época, desde cargos cortesanos se ganó la confianza del rey y llegó a tener un enorme poder
político y de patronazgo, hasta ser nombrado duque de Buckingham en 1623, el primer ducado
concedido en mucho tiempo a un persona que no pertenecía a la familia real. Mientras tanto, en
el panorama internacional, la victoria católica en la batalla de la Montaña Blanca (1620)
había puesto fin al efímero reinado del yerno de Jacobo [I], Federico [V], Elector Palatino,
como rey de Bohemia. Y la reanudación de las hostilidades hispano – holandesas aumentó la
sensibilización inglesa ante la que parecía nueva ofensiva del Catolicismo internacional.
En tales circunstancias, el Parlamento de 1621 resultó muy agitado. Pese a que votó dos
subsidios, una investigación sobre patentes y monopolios reales condujo a varios momentos de
tensión. Los Comunes aplicaron el proceso de impeachment (en desuso desde 1459) al Lord
Canciller Francis Bacon (como harían posteriormente con el Lord Tesorero, Lionel
Cranfield) y redactaron una Protestation en defensa de la libertad de expresión en sus
reuniones, cuyo texto fue arrancado del registro de sesiones por el propio rey. Jacobo [I],
además, ordenó detener a varios miembros de los Comunes, entre ellos Edward Coke, la gran
autoridad en common law (que luego volvió al favor real), y John Pym, puritano, cuyo
protagonismo en oposición a la corona crecería con el paso de los años.
El recelo puritano hacia Jacobo [I] iba en aumento. Inicialmente, los puritanos ingleses
abrigaban grandes expectativas acerca del nuevo rey, habida cuenta de su formación
presbiteriana, y así lo manifestaron enseguida, durante su viaje de Edimburgo a Londres, en la
“Petición milenaria”, firmada por un millar de pastores. Jacobo [I] tenía una estimable
formación teológica y cultural, y así pudo mostrarlo en la reunión con dirigentes reformados en
Hampton Court (1604), en la que se mostró receptivo, pero también consciente de la
Javier Díez Llamazares
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importancia de la jerarquía episcopal para fortalecer la autoridad monárquica, según
resumió en su famosa sentencia no bishops, no king (sin obispos no hay rey). El fallido
Complot de la Pólvora [(en el que tuvo mucho que ver la decepción de muchos católicos, que
tenían grandes esperanzas en el monarca por ser hijo de la católica María I Estuardo)], con el
que un grupo de católicos radicales pretendió volar el Parlamento inglés en noviembre de 1605
durante una sesión a la que iban a acudir el rey y sus principales ministros […], acercó a
anglicanos y puritanos. Se dictaron multas e inhabilitaciones para los católicos recusantes, pero
no fueron aplicadas con pleno rigor, de modo que los puritanos no dejaron de encontrar razones
para sus reservas. A ello se añadieron el desenfreno cortesano, la presencia de Buckingham y
cierta aproximación pro – española del rey, que ellos veían como papismo, factores que
imprimieron un creciente sentido político, de oposición, al tópico literario y estético
renacentista de la contraposición entre corte y aldea. La dicotomía court – country, en la que
la primera aparecía como un foco corruptor y extranjerizante y el segundo como la reserva
de las auténticas virtudes nacionales, era simplista, sin duda, pero justamente por ello tenía un
potencial movilizador que se haría cada vez más visible.
Con este trasfondo tuvo lugar el pintoresco episodio del llamado “enlace español” (Spanish
match). Hacía un par de años que en Londres y Madrid se hablaba de la mutua conveniencia de
establecer un tratado y rubricarlo con la correspondiente boda, cuando, en febrero de 1623, el
príncipe de Gales, Carlos, que contaba 22 años de edad, acompañado por Buckingham,
emprendió un viaje a Madrid para preparar su casamiento con la hermana del nuevo rey, Felipe
IV, la infanta María. Viajaron de incógnito, hasta presentarse de improviso ante unos
estupefactos mandatarios españoles. La expedición se saldó en un rotundo fracaso y ambos
jóvenes regresaron a Londres en octubre, donde estalló el júbilo popular al conocerse la noticia.
Carlos y Buckingham se alinearon entonces con el sector anti – Habsburgo, que se mostró
muy activo durante el Parlamento de 1624, y Jacobo [I] se inclinó hacia una alianza con Francia.
Por otra parte, tanto en los Lores como en los Comunes llovieron críticas contra Richard
Montagu, clérigo anticalvinista que en un libro minimizaba las diferencias entre el
anglicanismo y el catolicismo. El puritano John Pym lo acusó de arminiano, postura que había
sido condenada por el sínodo holandés de Dordrecht (1619), al que acudió una delegación
inglesa. En un intervalo parlamentario Jacobo [I] falleció, en marzo de 1625. Dejaba una
monarquía aún en paz y en la que, pese a los conflictos fiscales y religiosos producidos, había
un grado de cohesión política nada desdeñable, y más aún si se comparaba con un continente
sumergido en la guerra.
(BENNASSAR, 506 – 508)
[ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN EL REINADO DE JACOBO I (1603 – 1625)]
[…]
b) Hacia 1625, Inglaterra se hallaba en plena prosperidad, a raíz de las profundas
transformaciones económicas que experimenta después del reinado de Isabel [I]. Su
aspecto más importante es el notable desarrollo de la actividad industrial, vinculada
como causa y efecto a la vez al progreso del gran comercio marítimo. La metalurgia
(hierro, plomo, estaño, cobre) están en pleno auge. La producción de hulla, favorecida
por la presencia de numerosos yacimientos fáciles de explotar, se duplica entre 1608 y
1633, y Newcastle es ya un gran puerto exportador; en efecto, sustituyendo a la
madera, que empieza a escasear, el carbón mineral sirve para múltiples usos, no sólo
para la calefacción doméstica, sino también para diversas operaciones industriales
(fundición de minerales, metalurgia de transformación, refinería de azúcar). Las
industrias textiles experimentan un gran desarrollo, y se multiplican las fábricas de
paño. Los astilleros construyen cada vez más barcos. De modo general, la industria
inglesa comienza a orientarse hacia una producción de cantidad. Esta “primera
revolución industrial” va acompañada de un claro fortalecimiento del capitalismo,
pues la instalación y explotación de las minas así como la creación de astilleros o de
manufacturas exigen importantes capitales; pero la producción sigue siendo dispersa
en su mayor parte, principalmente en la industria textil, donde se realiza el trabajo a
Javier Díez Llamazares
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TEMA 22
domicilio (en las ciudades y en el campo) por cuenta de un gran manufacturero. En la
agricultura, se reanuda y acelera el movimiento de enclosures en beneficio de
algunos propietarios de la gentry que, especialmente en el Este y en el Sur, se orientan
cada vez más hacia la cría de la oveja.
Estas profundas transformaciones económicas tienen importantes consecuencias
sociales. La burguesía y una parte de la gentry son los grandes beneficiarios de la
prosperidad: dueños de minas o de forjas, manufactureros, armadores, accionistas de
compañías de comercio, criadores de ovejas, quieren gozar de mayor libertad en sus
actividades y protestan contra la multiplicación de los monopolios reales y la
legislación que intenta frenar el movimiento de enclosures; al mismo tiempo,
reprochan a Jacobo I y luego a Carlos I que no hicieran nada para proteger la
industria inglesa contra la competencia extranjera y para conseguir nuevos mercados
en América o en el Océano Índico (Jacobo I no obtiene de Felipe III ninguna ventaja
para los comerciantes ingleses en las colonias españolas, y no reacciona cuando los
holandeses despojan de Amboine a los ingleses en 1624). Sin embargo, numerosos
miembros de la alta aristocracia, fieles a los antiguos modos de producción, que viven
de sus propiedades territoriales o en la corte a expensas de la prodigalidad del soberano,
están al margen de la gran corriente de enriquecimiento, y son hostiles al nuevo
orden de cosas. Finalmente, son numerosas las víctimas de la evolución económica.
Es el caso, en el campo, de pequeños propietarios despojados por el avance de los
enclosures o arruinados por la competencia de los grandes patrimonios, de obreros
agrícolas en paro forzoso por la extensión de la ganadería, de artesanos privados de
clientela por el abandono de los campos. En varias ocasiones, numerosos agricultores
se sublevan para romper los cercados y llenar los fosos; en 1607, el movimiento toma
en los Midlands notables proporciones; los rebeldes de Warwickshire lanzan un
manifiesto, en el que denuncian con violencia a los “cercadores”[.]
[…]
En las ciudades, los obreros mal pagados a causa de la competencia de los campesinos
que aceptan trabajar a muy bajo precio, hacen huelga o dejan los talleres.
[…]
[…]
22.2. Las tendencias absolutistas de los primeros Estuardo y sus conflictos con el
Parlamento
(RIBOT, 391 – 393)
[LAS TENDENCIAS ABSOLUTISTAS DE JACOBO I Y SUS CONFLICTOS CON EL
PARLAMENTO]
4. La quiebra del absolutismo inglés (1603 – 1689)
A. Jacobo I. El advenimiento de los Estuardo (1603 – 1625)
[…]
Con respecto a la orientación política que pretendía dar a su monarquía, la dinastía
Estuardo transplantada a Inglaterra persiguió los ideales de la realeza absolutista. Jacobo I,
acostumbrado a un país como Escocia, en el que los magnates territoriales hacían sus propias
leyes y el Parlamento contaba poco, se encontró con un reino en el que el militarismo de la alta
nobleza había desaparecido y no fue capaz de ver que el Parlamento representaba el núcleo
central del poder nobiliario.
A fines del s. XVI, el Parlamento inglés funcionaba según el sistema de las dos cámaras. La
de los Lores, nombrada por el rey, quien podía aumentar a su gusto el número de Pares
llamados a ocupar un escaño, y la de los Comunes, elegida por un sistema de sufragio
censitario, en el que sólo votaban los propietarios ricos que pagaban un alto impuesto. El
Parlamento se reunía frecuentemente, pero no existía una periodicidad prefijada, aunque debía
ser consultado, al menos, en cuestiones fiscales y militares. Esta alta institución representaba
por tanto a la antigua nobleza inglesa ligada a la tierra, pero también a la reciente, vinculada a la
Javier Díez Llamazares
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ciudad y a los negocios. Su representación daba gran importancia a la nobleza terrateniente: la
Gentry (los caballeros).
[…]
Cuando el soberano murió en 1625, el divorcio entre el Parlamento inglés y la corona era
evidente. Tal enfrentamiento no se dio sin embargo en Escocia o en Irlanda, donde las
aristocracias locales fueron atraídas mediante un calculado patronazgo del Rey.
La tendencia de Jacobo I hacia un absolutismo desarrollado tropezó en Inglaterra con ciertos
obstáculos estructurales. En primer lugar, allí no apareció un aparato burocrático profesional
procedente de la pequeña nobleza. La aristocracia desempeñó estas funciones directamente
desde la Edad Media. Además, no existía ningún peligro social de abajo que obligara a
reforzar lazos entre la monarquía y la gentry, ya que el nivel impositivo soportado por los
campesinos ingleses era un tercio o un cuarto del que existía, por ejemplo, en Francia. Si la
nobleza no tenía por qué temer insurrecciones rurales, tampoco tenía interés en que existiese
una fuerte máquina coactiva y centralizada a disposición del Estado. Así pues, muchas de las
premisas que se dieron en otras monarquías para la consolidación del absolutismo no existían en
Inglaterra.
[…]
(FLORISTÁN, 334 – 335, 336 – 341)
[LAS TENDENCIAS ABSOLUTISTAS DE JACOBO I Y SUS CONFLICTOS CON EL
PARLAMENTO]
[…]
Pese a que la situación financiera no estaba resuelta, el Parlamento inglés no volvió a ser
convocado hasta 1621. Era todo un indicio de que, en tiempos de paz, su aportación fiscal en
forma de subsidios era menos imprescindible y de que los reyes, como también sucedía en el
continente, intentaban obtener ingresos extraparlamentarios, para no tener que depender
excesivamente de sus asambleas representativas, con las que siempre era necesario negociar. En
1621, en cambio, el panorama interno y el internacional había cambiado drásticamente.
[…]
En tales circunstancias, el Parlamento de 1621 resultó muy agitado. Pese a que votó dos
subsidios, una investigación sobre patentes y monopolios reales condujo a varios momentos de
tensión. Los Comunes aplicaron el proceso de impeachment (en desuso desde 1459) al Lord
Canciller Francis Bacon (como harían posteriormente con el Lord Tesorero, Lionel
Cranfield) y redactaron una Protestation en defensa de la libertad de expresión en sus
reuniones, cuyo texto fue arrancado del registro de sesiones por el propio rey. Jacobo [I],
además, ordenó detener a varios miembros de los Comunes, entre ellos Edward Coke, la gran
autoridad en common law (que luego volvió al favor real), y John Pym, puritano, cuyo
protagonismo en oposición a la corona crecería con el paso de los años.
[…] Jacobo [I] tenía una estimable formación teológica y cultural, y así pudo mostrarlo en la
reunión con dirigentes reformados en Hampton Court (1604), en la que se mostró receptivo,
pero también consciente de la importancia de la jerarquía episcopal para fortalecer la
autoridad monárquica, según resumió en su famosa sentencia no bishops, no king (sin
obispos no hay rey) […].
[…]
[LAS TENDENCIAS ABSOLUTISTAS DE CARLOS I Y SUS CONFLICTOS CON EL
PARLAMENTO]
2.2. Reinado de Carlos I (1625 – 1649)
El nuevo rey, nacido en Escocia en 1600, es decir, antes de la unión de coronas, tenía una
personalidad diametralmente opuesta a la de su padre. Afectado de leve raquitismo infantil y de
una ostensible tartamudez, era un hombre inseguro, retraído, frío y muy desconfiado, que se vio
llamado a la sucesión cuando su hermano mayor, el príncipe Enrique [Federico (n. 1594 – †
1612)], murió en 1612 de tifus. Enrique [Federico] era un joven capaz y dinámico, que concitó
Javier Díez Llamazares
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muchas esperanzas como heredero. Carlos [I] y sus súbditos sintieron la sombra de su recuerdo
durante tiempo.
Quizás como compensación a ese carácter, y a diferencia de su padre, Carlos [I] tenía un
elevadísimo sentido de la dignidad y, en consecuencia, mantenía las distancias con todo el
mundo. Amante del orden, la jerarquía y el protocolo, se complacía en cultivar los detalles de la
etiqueta y de las ordenanzas y restringió severamente el acceso a su real persona. Varias veces a
lo largo de su reinado hizo cambiar las cerraduras de las estancias y cámaras palaciegas. Era
poco flexible y, al mismo tiempo, tornadizo. Junto a semejantes contrastes, un rasgo de
continuidad consistió en que mantuvo a Buckingham a su lado. Este rasgo es inusual en la
historia del valimiento, pues por lo común los validos eclipsaban o caían en desgracia a la
muerte de su rey y protector. Parece que uno y otro trabaron amistad en su viaje a Madrid,
superando así los muchos desencuentros provocados por la cordialidad de su padre hacia el
duque.
2.2.1. La crisis de los Parlamentos
Poco después de acceder al trono, Carlos [I (1625 – 1649)] casó con la hija de Luis XIII,
Enriqueta María, de 15 años, católica. En sus primeros Parlamentos volvieron a plantearse las
cuestiones polémicas, pero ahora en un contexto de guerra. En efecto, ante la inminente guerra
contra España que venía insinuándose desde finales del reinado anterior, el Parlamento de 1625,
reunido durante una epidemia de peste en Londres, votó dos cortos subsidios y otorgó el
tonnage y el poundage (dos de los impuestos que más rendían) por tan sólo un año, cuando
desde 1485 se habían concedido a cada monarca con carácter vitalicio. Tal novedad respondía a
un deseo de los parlamentarios de estudiar una reforma amplia del sistema de tarifas. Pero
Carlos [I] disolvió el Parlamento y a continuación, siguiendo el tipo de campañas navales que
tanto éxito habían reportado a Isabel I, lanzó un ataque contra Cádiz en 1625. La expedición, de
la que el responsable principal era Buckingham, como Lord Almirante, fue un fiasco sin
paliativos. La humillación sentida fue tal que en el segundo Parlamento, reunido en 1626, se
quiso aplicar el impeachment al duque, y Sir John Eliot, destacado miembro de los Comunes,
en una intervención célebre, lo comparó con Sejano, el aborrecido favorito del emperador
romano Tiberio, arquetipo de tirano, una alusión que no pasó desapercibida a Carlos I.
Este segundo Parlamento votó unos subsidios claramente insuficientes para las
necesidades de la corona. Por ello ésta recurrió a fórmulas extraparlamentarias: un donativo
voluntario (benevolence), que no aportó gran cosa; y un préstamo forzoso (Forced Loan), que
sí recaudó una cantidad importante. En términos puramente fiscales, el rendimiento de este
préstamo fue un éxito, pero el llamado “caso de los cinco caballeros” mostró que el coste
político resultaría alto para Carlos [I]. Bajo argumentos de que se trataba de una situación de
emergencia, quienes rechazaban pagarlo eran encarcelados o, si tenían pocos recursos
económicos, recibían alojamientos militares, pero esos cinco caballeros cuestionaron ante los
tribunales el derecho de la corona a hacerlo. La cuestión iba a colear.
De momento, el importe del préstamo permitió a Carlos [I] lanzarse a otra guerra, esta vez
contra Francia. El motivo era auxiliar a la ciudad atlántica francesa de [L]a Rochelle, bastión
hugonote asediado por las tropas de Luis XIII y Richelieu. El verano del mismo 1627
Buckingham dirigió el primer cuerpo expedicionario, formado por 8.000 hombres, y obtuvo otro
fracaso. La cuestión era grave, no sólo en términos militares. Un sector de la clase política veía
con alarma creciente los avances del arminianismo en Inglaterra. Pese a que Richard
Montagu recibió otra andanada en el Parlamento de 1625, Carlos [I] le nombró como uno de
sus capellanes. Además, un grupo de clérigos anticalvinistas empezó a ocupar cargos
decisivos en la iglesia anglicana, notablemente el propio Montagu, que sería nombrado obispo
de Chichester, y William Laud, quien, tras ocupar diversas sedes episcopales, llegó a la de
Londres en 1628 y se convertiría, de hecho, en el máximo asesor real en asuntos eclesiásticos.
Los arminianos ingleses no sólo cuestionaban la predestinación, sino que hablaban de “la
belleza de lo sagrado” y eran partidarios de reintroducir en las iglesias y en los servicios
algunos elementos litúrgicos, que, a ojos puritanos, no era sino confirmación adicional de
papismo.
En realidad, Carlos [I] siempre se consideró a sí mismo un devoto miembro de la Iglesia de
Inglaterra. Pero su gusto por la formalidad y la ceremonia y su política de nombramientos
Javier Díez Llamazares
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eclesiásticos, claramente favorable a los arminianos, le granjearon antipatías. Con su conducta,
hizo lo que nunca había hecho su padre: aparecer alineado y comprometido con alguna de
las facciones (religiosa o política), en lugar de esforzarse en que se le reconociera como
árbitro. Esta actitud, fruto de su desprecio por la discrepancia y la negociación, le llevó a
mantener a Buckingham en su cargo, ignorando los crecientes odios que despertaba.
Con objeto de recabar dinero para otra expedición a La Rochelle, convocó un nuevo
Parlamento en 1628. Obtuvo varios subsidios, pero, como contrapartida, tuvo que aceptar, a
regañadientes, la famosa Petición de Derechos (Petition of Rights) que le presentaron los
Comunes. Expresión plena del contractualismo vigente, la Petición, que mencionaba la Magna
Carta de 1215, revestía una importancia innegable, pues fijaba con claridad unos cuantos
principios que se solían aceptar de modo tácito: declaraba ilegales los impuestos que no
contaran con el consentimiento del Parlamento, el encarcelamiento sin juicio previo
(secuela del caso de los cinco caballeros), los alojamientos militares en casa de civiles sin su
aceptación, y la aplicación del derecho militar a los civiles. La Petición no pretendió
cuestionar el ejercicio de la prerrogativa regia, una facultad que tenía siempre unos perfiles
indefinidos, pero la voluntad de fijar estos principios mostraba la poca confianza que Carlos [I]
les inspiraba al respecto. Y, para confirmar esa desconfianza, el rey ordenó incluir algunos
retoques en la edición impresa del documento. Por otra parte, los Comunes presentaron también
una protesta contra la recaudación del tonnage y el poundage.
Entretanto, una segunda expedición a La Rochelle cosechó otro fracaso. Y en verano,
durante un intervalo de las sesiones, mientras dirigía los dispositivos para un tercer intento,
Buckingham fue asesinado en Portsmouth por un soldado desmovilizado. El rey, muy afectado,
reaccionó con contención y dignidad características, mientras un viento de satisfacción recorría
el país. Este suceso no hizo cambiar los planes militares y la tercera expedición a La Rochelle
volvió a fracasar. A continuación, ya en enero de 1629, el Parlamento reemprendió sus sesiones.
La desaparición del odiado valido podía facilitar un reencuentro entre el rey y el reino, pero no
fue así. Carlos [I] volvió a pedir dinero y uno de los miembros recién incorporados a los
Comunes, Oliver Cromwell, replicó que era necesario discutir antes de las cosas del Rey del
cielo que de las del rey de la tierra, en referencia a la continua difusión del arminianismo.
Carlos [I] suspendió las sesiones durante una semana y, al reiniciarse, el 2 de marzo, quiso
volverlo a hacer, pero para evitarlo, y en medio de una gran confusión, el speaker o presidente
de los Comunes fue físicamente sujetado en su asiento mientras la cámara aprobaba varias
resoluciones contra el arminianismo y contra la recaudación del tonnage y poundage. Un Carlos
[I] iracundo hizo encarcelar a varios parlamentarios, disolvió el Parlamento e hizo saber su
determinación de no volverlo a convocar durante un tiempo indefinido.
Tras cuatro años justos desde la llegada de Carlos I al trono, Inglaterra se hallaba dividida
por cuestiones religiosas, sacudida por crisis políticas y humillada por derrotas exteriores.
“Es la crisis de los Parlamentos. Sabremos por éste si los Parlamentos van a vivir o morir”,
declaró Sir Benjamin Rudyerd, miembro del de 1628, en frase que la bibliografía ha
consagrado. En efecto, los temores sobre la continuidad de la vida parlamentaria[…] eran
perceptibles y, según se vio, no estaban infundados, como también sucedía en otras monarquías
continentales, la española por ejemplo, o la francesa, donde los Estados Generales no se
convocaban desde 1614. En Inglaterra esta crisis ponía de manifiesto un profundo desajuste
estructural entre ingresos y gastos de la corona, un desajuste que las desastrosas guerras de
aquellos años expusieron con toda crudeza.
La postura bélica inglesa durante las guerras de Isabel I había sido sobre todo defensiva,
pues las acciones exteriores, si bien podían resultarle dañinas al enemigo, no eran de mayor
envergadura. Esto hizo que para el estado Tudor no fuera necesario afrontar los
extraordinarios gastos militares de los países continentales, los cuales tuvieron que desarrollar
unos mecanismos políticos y financieros más capaces. Y cuando la pacificación de inicios del s.
XVII dio pie a emprender las reformas fiscales necesarias, fueran pospuestas ante las tensiones
y dificultades surgidas. Con Carlos I la postura bélica se hizo más agresiva y sus costes se
elevaron. Durante sus primeros años el gobierno intentó aplicar al conjunto de reinos británicos
un programa copiado de la Unión de Armas del Conde Duque de Olivares, pero sin apenas
resultado. No fue hasta el último tercio del s. XVII que el estado inglés y británico se dotó de
Javier Díez Llamazares
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unos mecanismos financieros equivalentes a los de las grandes monarquías continentales. Por
otra parte, esa crisis puso al descubierto otro desfase no menos importante: el desconocimiento
craso que la mayoría de miembros del Parlamento tenía acerca de los incrementados costes
de la guerra coetánea, un desconocimiento que les llevó a considerar exageradas y, por ello,
rechazables, las peticiones económicas que les presentaba la corona. Pero en realidad, y
comparada con las grandes monarquías continentales, la sociedad inglesa estaba poco gravada
fiscalmente.
En el balance claramente negativo en 1629 también influyó la actuación del propio rey. Su
poca o nula ductilidad, signo claro de su creciente autoritarismo, provocó que la manera con la
que hizo frente a esos desajustes empeorara las consecuencias políticas de los mismos y, por
tanto, contribuyera directamente a la situación a la que se había llegado.
2.2.2. El gobierno personal
Al poco de tomar la decisión de no volver a convocar Parlamentos ingleses, Carlos [I] buscó
las paces con Francia y con España, establecidas en sendos tratados de 1629 y 1630. La paz
resultaba necesaria para ensayar un gobierno sin Parlamentos. De hecho, los ingresos
votados en los Parlamentos no eran aritméticamente tan importantes, pues significan alrededor
de un 15 por ciento del total de ingresos de la corona inglesa durante las primeras décadas del s.
XVII. Pero prescindir de los Parlamentos suponía contravenir una norma consuetudinaria
esencial, lo que explica que algunas fuentes de la época calificaran ese período de tiranía.
En cualquier caso, era necesario obtener ingresos alternativos, extraparlamentarios. Y a
esto se dedicaron el rey y su Privy Council con ahínco y notable éxito. Diversos tipos de multas
(entre ellas una por ciertos derechos forestales)[,] venta de patentes y monopolios, incremento
de tarifas aduaneras en el nuevo Book of Rates en 1635, y, sobre todo, el ship money
[(impuesto antiguo que afectaba a las localidades costeras para ayudar a la defensa del reino, y
que fue puesto nuevamente en vigor en 1634 y al año siguiente extendido al conjunto del
reino)], fueron signos del período […].
Todo ello exigía una maquinaria gubernativa más activa y eficaz, y así sucedió. Carlos [I]
desarrolló una intensa actividad junto a su Consejo y creó pequeñas juntas, formadas para
encargarse de asuntos concretos […]. Pero al mismo tiempo, Carlos [I], rodeado de un círculo
restringido de ministros fieles y trabajadores, fue aislándose cada vez más de las fuerzas vivas
de la sociedad.
La corte carolina vivió momentos de esplendor. Se recuperaron antiguas ceremonias de
fuerte impronta caballeresca, como las reuniones de la Orden de la Jarretera o la festividad
de San Jorge, patrón de Inglaterra. Las máscaras de corte, algunas de ellas con títulos tan
significativos como Britannia Triumphans, de Sir William Davenant, expresaron fielmente el
ambiente dominante. Pero la expresión más acabada del gusto oficial del momento se debió a
dos pintores flamencos, Rubens y Anton Van Dyck. En 1635 el primero desarrolló en los
techos del Salón de Banquetes un extraordinario programa pictórico en exaltación de la dinastía
Estuardo, en el que Jacobo VI y I aparecía reinando como un nuevo Salomón y ascendiendo al
Cielo, mientras la Paz, la Justicia y la Abundancia derramaban sus bendiciones sobre la Unión
Británica. El segundo, pintor de cámara, realizó soberbios retratos del rey. Éste era un lenguaje
pictórico y artístico común a las grandes cortes barrocas católicas, que también brillaba en el
palacio madrileño del Buen Retiro. Como otros monarcas coetáneos, Carlos [I] adquirió una
fina formación artística y dio un gran impulso al coleccionismo real. Y, como ellos, inmerso en
semejante ambiente, cayó, sin saberlo, en una ilusión de poder.
Estas influencias artísticas coincidieron con algunos signos de que el catolicismo lograba
una mayor presencia pública. La capilla privada que la reina tenía para su culto católico era
muy concurrida y en 1634 Carlos [I] recibió al primer emisario de la Santa Sede desde 1558. Al
mismo tiempo, el arminianismo seguía gozando del favor real. Mientras estallaba otra
controversia acerca de la ubicación de la mesa de la Comunión en las iglesias anglicanas, Laud
alcanzaba el puesto supremo de arzobispo de Canterbury. Y la religión fue también la
piedra de toque de la política carolina para Irlanda y Escocia. En 1632 Thomas Wenthworth
fue nombrado Lord Deputy o gobernador de Irlanda. Si bien se había distinguido como uno
de los parlamentarios más críticos con Buckingham, Wenthworth acabó convirtiéndose en el
principal oficial de Carlos [I], su otro gran colaborador con Laud. Fue enviado a Dublín con dos
Javier Díez Llamazares
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objetivos esenciales: conseguir que Irlanda fuera económicamente autosuficiente y dejara de
cargar las arcas inglesas, e imponer las reformas de Laud. Se aplicó en ambos objetivos con
dureza, con lo que consiguió el difícil resultado de unir en unos mismos agravios a los distintos
grupos sociorreligiosos de la isla.
Algo parecido sucedió en Escocia, por motivos distintos. Cuando Jacobo VI abandonó el
reino para instalarse en Londres, prometió que volvería a visitarlo cada tres años, pero sólo lo
hizo una vez, en 1617. Fue un regreso triunfal. Por su parte, Carlos I acudió sólo a coronarse,
en 1633, fecha considerada tardía por los dirigentes escoceses, y aplicó medidas religiosas que
resultaron desastrosas, sobre todo el nuevo Libro de Oraciones (Prayer Book), de inspiración
laudiana. La protesta y movilización escocesa fue casi instantánea y en febrero de 1637 los
dirigentes civiles y religiosos firmaron un pacto, el National Covenant, en defensa de “la
religión verdadera, las libertades y leyes del reino”. No era un documento que instigara a la
desobediencia ni a la rebelión, pero Carlos [I] reaccionó enviando a un negociador y, al mismo
tiempo, disponiendo los medios para suprimir el movimiento por la fuerza. Pero se demostró
que la organización militar inglesa era extremadamente inadecuada, algo que coincidió con el
amplio rechazo a pagar el ship money, de modo que no fue hasta abril de 1639 que logró reunir
un ejército de 15.000 hombres. Era la primera vez desde 1323 que un rey inglés se disponía a
lanzar una guerra importante sin convocar al Parlamento. La Asamblea General de la Iglesia
escocesa tuvo tiempo para declarar la abolición del episcopado escocés y los covenanters lo
tuvieron para reunir un contingente militar de tamaño parecido. Ambos ejércitos se pusieron a
la vista uno del otro cerca de la ciudad fronteriza de Berwick, pero no llegó a haber
enfrentamiento ni disparo alguno, sino un acuerdo, la Pacificación de Berwick. Ésta fue la
primera Guerra de los Obispos.
Sin embargo, las tensiones no desaparecieron, antes al contrario. Hubo contactos entre
convenanters escoceses y políticos ingleses críticos contra el rey. Éste, por su lado, intentó
reunir tropas de los tres reinos para derrotar al Covenant y llamó a su lado a Wenthworth, a
quien nombró conde de Strafford. Los conflictos particulares de cada reino comenzaron a
entretejerse entre sí y esta dimensión británica de los acontecimientos no haría sino acentuarse.
Strafford era partidario de la solución militar en Escocia y persuadió a Carlos [I] de la necesidad
de convocar un Parlamento inglés para recabar el dinero necesario para ello. Acaba el período
del Gobierno Personal [(1629 – 1640)]. Las sesiones del Parlamento empezaron el 13 de abril
de 1640 y Carlos [I] exigió un elevado subsidio, pero los Comunes y una minoría de los Lores
estaban resueltos a plantear antes que nada un sinfín de agravios acumulados durante tantos
años sin Parlamento. Esta respuesta de los parlamentarios daba la justa medida de la
insospechada calma política y social que caracterizó a los años del Gobierno Personal: era una
calma cierta pero engañosa, pues el descontento y la frustración iban larvándose por debajo de
la superficie y ahora, a la primera ocasión, surgieron vehementes en el foro del Parlamento.
Carlos [I], contrariado, lo disolvió el 5 de mayo. Era el llamado Parlamento Corto.
Nuevas tensiones empujaron a los escoceses a mostrar su preocupación por el futuro de la
“verdadera religión” no sólo en Escocia sino también en Inglaterra. Y tuvo lugar la segunda
Guerra de los Obispos: un ejército escocés penetró en Inglaterra, derrotó al ejército real y
ocupó la zona de Newcastle, al noreste de la misma. Carlos [I] negoció un acuerdo, en virtud del
cual el ejército escocés permanecería allí, percibiendo una cantidad diaria, hasta que un
Parlamento inglés estableciera medidas satisfactorias. Con la presión que significaba la
presencia militar, no iba a ser fácil disolver este nuevo Parlamento, que empezó sus sesiones en
Westminster el 3 de noviembre. Estaría constituido ininterrumpidamente hasta 1653. Empezaba
el que iba ser el Parlamento Largo.
(BENNASSAR, 505 [506], 508)
[LAS TENDENCIAS ABSOLUTISTAS DE JACOBO I Y SUS CONFLICTOS CON EL
PARLAMENTO]
1. El fracaso del absolutismo en Inglaterra, 1603 - 1649
En su intento por establecer en Inglaterra una monarquía absoluta, los dos primeros Estuardo
chocan con una sociedad en plena transformación: los beneficiarios de los progresos del
Javier Díez Llamazares
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capitalismo se oponen a sus pretensiones absolutistas en el triple terreno político, religioso y
económico […].
Inglaterra bajo Jacobo I, 1603 – 1625; el rey y la nación
a) […] Rápidamente, sus ideas políticas chocan con la mayoría de los súbditos ingleses:
partidario de la monarquía absoluta de derecho divino, considera que sólo debe
rendir cuentas a Dios, y que no debe haber límites para las prerrogativas reales;
mientras trata de gobernar según la ley, pretende prescindir del Parlamento; aunque
educado en el seno de la Iglesia presbiteriana de Escocia, es muy reacio a los
aspectos democráticos del presbiterianismo e intenta apoyarse en la Iglesia
anglicana de la que es jefe y a cuyos obispos nombra, y someter todas las oposiciones,
tanto la de los católicos como la de los protestantes disidentes.
[…]
b) […]
Finalmente, Jacobo I, menos prudente que Enrique VIII o que Isabel [I], choca
profundamente con los ingleses en su apego a las libertades políticas. Apoyándose en
su Consejo privado, a cuyos miembros nombra personalmente, trata de aumentar la
centralización en detrimento de la amplia autonomía de los poderes locales y, sobre
todo, intenta prescindir de la gentry y de la burguesía, que consideran son los únicos
capacitados para votar el impuesto. Así, es inevitable el conflicto entre un soberano que
quiere gobernar como rey absoluto y mantener el equilibrio entre las clases sociales
tradicionales, y una sociedad donde la nueva clase capitalista quiere dominar la
monarquía y proseguir libremente su ascenso.
[…]
22.3. La revolución de 1640 y la guerra civil. El fin de la Monarquía
(FLORISTÁN, 341 – 345)
2.2.3. La Guerra Civil
[LA REVOLUCIÓN DE 1640 Y LOS PRELUDIOS DE LA GUERRA CIVIL (1640 –
1642)]
Liderados sobre todo por John Pym, los Comunes desarrollaron una actividad intensa y muy
eficaz para sus propósitos, secundada por los Lores. Para septiembre de 1641, cuando las
sesiones se interrumpieron para un receso, Laud había sido despojado de todo poder y
encarcelado; Strafford había sido declarado traidor y ejecutado; y se habían aprobado un serie
de medidas trascendentes: las multas forestales y el ship money habían sido declarados
ilegales, los tribunales de prerrogativa regia (Cámara Estrellada y Alta Comisión)[…]
abolidos, y se promulgaron el Acta Trienal, que obligaba a la corona a convocar Parlamentos
como mínimo con esa periodicidad, y otro acta que estipulaba que aquel Parlamento no
podría ser disuelto sin su propio consentimiento. El rey no pudo sino aceptar todas estas
medidas que echaban por el suelo la labor del período del gobierno personal. Pero los dirigentes
parlamentarios, escarmentados por la conducta de Carlos [I] a propósito de la Petición de
Derechos de 1628, nunca se fiaron de aquello que éste decía aceptar.
Las finanzas reales fueron objeto de un intento consensuado de reforma. El Parlamento
iba a pagar las deudas vigentes de la corona e iba a sustituir los subsidios por un pago fijo anual,
y el rey iba a nombrar a Pym y a otros líderes para altos cargos gubernativos. Pero este plan de
reforma fiscal, que tanto recordaba al fallido Gran Contrato de 1610, no prosperó, aunque sí se
estableció un nuevo Book of Rates. Tampoco hubo acuerdo en fijar el futuro de la Iglesia tras la
caída de Laud. Muy pronto, en diciembre de 1640, a las Cámaras se les presentó la llamada
Root and Branch Petition, que buscaba de modo muy enérgico la abolición del episcopado en
Inglaterra. La cuestión era sumamente sensible y provocó una profunda división entre los
parlamentarios, sin que se llegara a acordar nada.
En agosto Carlos [I] se trasladó a Escocia, donde negoció un acuerdo con los covenanters: a
cambio de su aceptación de las medidas mencionadas y del compromiso de que la utilización de
tropas irlandesas contra Escocia debería contar con la aceptación del Parlamento, el ejército
Javier Díez Llamazares
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escocés volvió a su tierra y dejó de cobrar el estipendio diario que se había fijado. No era un mal
acuerdo para Carlos [I], pues con él obtuvo su objetivo principal. Las causas que habían
motivado la convocatoria del Parlamento estaban solucionadas y parecía muy factible que esto
llevara a la conclusión de sus sesiones.
Pero entonces tuvo lugar una coincidencia fatídica. El 22 de octubre, dos días después de que
en Westminster se reanudaran las sesiones, se produjo un levantamiento católico en Irlanda,
que en los primeros días provocó la masacre de unos 3.000 protestantes. Estaba claro que había
que castigar a los sublevados, pero ¿quién iba a comandar el ejército que se encargaría de ello?
El rey era el comandante supremo, pero los líderes parlamentarios cada vez se fiaban menos de
él. La disyuntiva planteada permitió que empezara a pensarse en la posibilidad de una dirección
militar parlamentaria, algo que de otro modo hubiera sida impensable.
Para evitar que el rey actuara como comandante militar supremo, Pym presentó ante los
Comunes (pero no ante los Lores) la llamada Grand Remonstrance [(Gran Amonestación)],
un duro balance de los años de gobierno personal, acompañado de severas medidas contra las
facultades reales. Entre otras cosas, propugnaba que el rey sometiera al beneplácito del
Parlamento sus nombramientos de ministros y embajadores. Esta medida nacía del propósito de
evitar que el rey pudiera volver a rodearse de “malos ministros”, pero en realidad constituía una
limitación inaudita de la prerrogativa real. La Grand Remonstrance fue aprobada por los
Comunes tras una sesión tormentosa y sectores moderados comenzaron a ver que Pym y los
suyos suponían una amenaza al equilibrio constitucional.
Muy en línea con su modo de ser, Carlos [I] pensó que todo era obra de una camarilla de
desleales malintencionados. De ahí que, el 4 de enero de 1642, irrumpiera en la cámara con un
grupo de soldados e intentara coger presos a cinco de sus miembros (entre ellos John Pym y
John Hampden, el que había cuestionado la legalidad del ship money). Pero fracasó en su
intento. Semejante atropello confirmó los peores temores que Carlos [I] provocaba en sus
rivales. Los hechos se precipitaron. Las cámaras excluyeron a los obispos de los Lores y, por
iniciativa de Cromwell, crearon un comité de defensa, mediante el cual enviaron al rey una
lista de jefes militares, que fue rechazada por éste, pues significaba renunciar al control de las
tropas. Carlos [I] y su familia abandonaron Londres y se instalaron en York, donde inició los
preparativos militares. Entretanto, el Parlamento promulgó unilateralmente la Ordenanza de la
Milicia, por la que se atribuyó facultades militares. Esto suponía una novedad doble y radical:
el Parlamento actuaba sin la necesaria presencia del rey y se dotó de autonomía militar.
En agosto las cámaras declararon traidores a los seguidores de Carlos [I] y éste, el día 22, izó su
estandarte en Nottingham contra los “rebeldes”. Era el inicio formal de la Guerra Civil entre
roundheads parlamentarios y cavaliers realistas.
[LA PRIMERA GUERRA CIVIL (1642 – 1645)]
No todo el país estaba dispuesto a lanzarse a la guerra. Amplios sectores, sobre todo en las
localidades y condados, consideraban excesivo el grado de enfrentamiento alcanzado y, para
evitarse males mayores, diversos ayuntamientos establecieron pactos o acuerdos con las tropas
que tenían en la vecindad (fueran realistas o parlamentarias). El enfrentamiento fue resultado
sobre todo del activismo de grupos minoritarios, crecientemente radicalizados en su
creencia, compartida, de que la sociedad y la religión estaban en peligro extremo si el otro
bando no era derrotado. La guerra fue larga y tuvo dos partes. Pese al menor desarrollo […]
[de] la maquinaria militar en las islas, comparado con el continente, el número total de muertes
y el grado de destrucción fueron muy elevados.
El primer choque de la primera guerra civil tuvo lugar conforme el ejército real se dirigía a
Londres. La batalla de Edgehill, muy cruenta, no tuvo un resultado claro, y Carlos [I] optó por
fijar sus cuarteles reales en Oxford. Los vaivenes bélicos conocieron varias batallas de resultado
incierto y victorias de uno y otro bando. Los otros dos reinos se involucraron a fondo. A finales
de 1643 Carlos [I] firmó un acuerdo con los rebeldes irlandeses (de modo que, si bien
tardíamente, logró establecer paces con los dos grupos, covenanters escoceses y católicos
irlandeses, causantes de la crisis de 1638 – 1640) y seguidamente tropas irlandesas se
incorporaron a su ejército. El Parlamento, por su parte, recibió el apoyo decisivo de tropas
escocesas, se sumó a la Solemn League and Covenant escocesa y estableció con la misma un
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“Comité de Ambos Reinos”, destinado no sólo a coordinar el esfuerzo bélico, sino también a
promover el puritanismo en Inglaterra. Aquélla fue una guerra civil inglesa, una guerra civil
general británica y hubo incluso una fase de guerra civil escocesa (entre covenanters y
highlanders realistas).
Fueron frecuentes los contactos para alcanzar soluciones, aunque finalmente todo ellos
fracasaron. El motivo de fondo fue el profundo enraizamiento de la figura del rey en las
sociedades del Antiguo Régimen, de modo que no era fácil pensar un enfrentamiento a
ultranza con el rey y menos aún llevarlo a la práctica. Así se puso de manifiesto en el choque
entre los dos jefes militares parlamentarios, el conde de Manchester y Cromwell, tras la
segunda batalla de Newbury, octubre 1644. El primero afirmó que si ellos vencían noventa y
nueves veces al rey, él seguiría siendo rey y ellos vasallos, y así lo juzgaría la posteridad,
mientras que si el rey les vencía a ellos una única vez, ellos serían ahorcados y la posteridad los
convertiría en esclavos. Cromwell replicó preguntando que si así era, entonces por qué habían
tomado las armas al inicio. Asumir la guerra total contra el rey era difícil, en efecto, pero
también lo era prescindir por completo del Parlamento, y así se vio con el Parlamento que
Carlos [I] convocó a inicios de 1644, que apenas tuvo consecuencias prácticas.
Del mencionado enfrentamiento entre Manchester y Cromwell se derivaron un cambio
drástico en la oficialidad del ejército y la creación del Ejército Nuevo Modelo (New Model
Army), cuyos soldados, a la larga, serían sometidos a un intenso adoctrinamiento calvinista. Su
eficacia en el campo de batalla fue decisiva, como también lo fue la buena dirección política
desde Westminster, a cargo de John Pym hasta su muerte en diciembre de 1643 y luego de
Oliver Saint John y otros, que actuaron de modo no menos intransigente. Durante aquellos
años, las dos Cámaras desmantelaron la Iglesia de Inglaterra, aboliendo sus obispados, los
tribunales eclesiásticos, el Prayer Book e incluso las celebraciones de Navidad. También
juzgaron y ejecutaron a Laud. En junio de 1645 tuvo lugar la decisiva victoria parlamentaria en
Naseby y un año más tarde los cuarteles generales realistas en Oxford se rindieron. Era el final
de la primera guerra civil.
[LA SEGUNDA GUERRA CIVIL (1645 – 1648) Y EL FINAL DE LA MONARQUÍA
(1648 – 1649)]
Carlos [I], sin embargo, había abandonado la ciudad con anterioridad y se entregó a las
tropas escocesas, las cuales, a su vez, lo entregaron al Parlamento a inicios de 1647, de cuya
custodia pasó después a la del ejército. Durante aquellos meses el Parlamento y el Consejo del
Ejército le presentaron varias propuestas de pacificación. La más exigente fue las
“Proposiciones de Newcastle” (1646), de inspiración presbiteriana, que reclamaban la reforma
calvinista en toda Inglaterra y la renuncia por parte del rey al mando militar durante 20 años; y
la más generosa fue las Heads and Proposals (1647), que contemplaban la reforma, pero no
abolición, de los obispados y mitigaban el asalto político sobre las facultades del rey. Pese a
contar con asesores moderados, como Sir Edward Hyde, fu[t]uro conde Clarendon y
arquitecto de la Restauración en 1660, Carlos [I] las aceptó sin convencimiento o bien las
rechazó de plano.
Mientras tanto, el Ejército Nuevo Modelo se politizaba cada vez más. Las ideas leveller,
difundidas por John Lilburne y otros, que defendían la tolerancia religiosa, la reducción de
impuestos, el sufragio universal masculino y otras reformas radicales, calaron entre las filas y la
oficialidad, y con este espíritu, en otoño de 1647 se desarrollaron los debates en Putney, a las
afueras de Londres. Allí se discutió la elección de los cargos milita[r]es por los soldados
rasos y se presentó el Agreement of the People, un borrador de constitución republicana.
Cromwell, que tenía sentimientos encontrados acerca de estas cuestiones, capeó el vendaval.
Pero Carlos [I] estableció un acuerdo con los escoceses con el propósito de reemprender la
lucha. Poco después, en los primeros meses de 1648, se produjeron levantamientos en zonas
rurales, unos en protesta por la política del Parlamento, otros claramente pro – monárquicos. El
ejército recorrió el país sofocándolos. Era el segunda Guerra Civil. Los jefes militares estaban
crecientemente imbuidos de una visión providencialista de su misión, según la cual Carlos [I]
era “el hombre de sangre”, en alusión a un sombrío pasaje bíblico, con el que no era posible
ningún trato, salvo su aniquilación. Por ello, cuando las Cámaras aceptaron nuevos contactos
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con él, el ejército intervino. El 6 de diciembre de 1648 el coronel Thomas Pride y sus tropas
arrestaron o forzaron la retirada de más de 300 miembros de los Comunes, que quedaron
reducidos a “los restos” (Rump Parliament, a veces traducido como “Parlamento [de la]
Rabadilla”), unos 150 miembros.
Mediante la Purga de Pride, el ejército se había hecho con el poder, aun salvando esta
apariencia de gobierno parlamentario. El 1 de enero de 1649 los Comunes establecieron un Alto
Tribunal para juzgar a Carlos I. Los Lores no lo aprobaron, pero su protesta fue inútil.
Durante un juicio que duró ocho días, el rey fue acusado de traidor, tirano y enemigo del pueblo
de Inglaterra. Liberado por un momento de su tartamudez, replicó presentándose como el
auténtico defensor del imperio de la ley, de la libertad verdadera y del bienestar del pueblo. Fue
una intervención lúcida, que no le salvó de la sentencia de muerte, emitida el día 27 y firmada
por tan sólo 59 de los 135 miembros del Alto Tribunal. El día 30 se ejecutó la sentencia, por
decapitación, en un cadalso levantado precisamente ante el Banqueting House. La gran dignidad
que Carlos [I] observó en sus postreros momentos ante la multitud y sus últimas palabras, en las
que se presentó como mártir de la religión, le valieron un perdurable reconocimiento póstumo.
El Eikon Basilike, una recopilación de sus discursos y meditaciones, fue un enorme éxito
editorial durante el año siguiente a su ejecución y alcanzó muchas más ediciones que la de los
escritos radicales de los levellers. Sin duda, Carlos I defendió mejor la causa de la corona en su
muerte que en vida.
(BENNASSAR, 512 – 514)
La guerra civil, 1642 – 1649
a) […] Los partidarios del rey, a quienes se empieza a llamar los Caballeros,
comprenden principalmente a los representantes de la alta aristocracia tradicional y
anglicana del Oeste y del Norte y a su clientela; los católicos y la mayoría de los
anglicanos de todos los medios se unen a ellos. Los partidarios del Parlamento o
Cabezas Redondas (por sus cabellos cortados al rape, a lo puritano) agrupan a todos los
ingleses apegados a las libertades políticas, religiosas y económicas, los manufactureros
y negociantes, los gentilhombres rurales del Sur y del Este, así como el pueblo llano de
las ciudades, que ve en la lucha el medio de expresar su descontento; algunos son
anglicanos, los más numerosos son presbiterianos o independientes.
b) […] Los Caballeros son soldados aguerridos y experimentados, bien mandados por el
príncipe Rupert, hijo del [Elector] Palatino y sobrino del rey. Los Cabezas Redondas,
reclutados entre los obreros de las ciudades y los gañanes, mandados por gentilhombres,
no tienen generalmente el mismo valor militar que sus adversarios, pero tienen la
ventaja de ocupar todo el centro del reino con los grandes puertos y las principales
regiones industriales, y de disponer, gracias al dinero de la ciudad, de recursos
financieros de los que el rey carece penosamente […].
c) Oliverio Cromwell (1599 – 1658), gentilhombre campesino de los alrededores de
Cambridge, es un protestante independiente que ocupó escaño en 1628 en los Comunes,
y luego, en 1640, en el Parlamento Corto y en el Largo dentro de las filas de la
oposición, entre las que se hizo notar por su intransigencia y su rígido puritanismo.
Aunque como parlamentario se mostraba bastante mediocre, la guerra iba a poner de
manifiesto sus cualidades de jefe militar. Desde los comienzos de la lucha reclutó a sus
expensas un regimiento de un millar de hombres en su condado, alistados esencialmente
entre los independientes. El valor militar de los soldados de Cromwell y de su jefe, el
fanatismo religioso que les animaba y el papel decisivo que desempeñaron en Marston
– Moon les vale el sobrenombre de “Hombres de Hierro” (Ironsides). En diciembre
de 1644, a instigación de Cromwell […], los Comunes deciden por la ordenanza de
renuncia (self – denying ordinance) imponer a sus miembros el abandono de los
cargos militares que puedan detentar[: medida que, salvo en el caso de Cromwell,
permitió el reemplazo de numerosos oficiales presbiterianos por independientes] […].
Desde los primeros meses de 1645, Cromwell, convertido en todopoderoso
lugarteniente del nuevo comandante en jefe, Thomas Fairfax, reforma el ejército
parlamentario según el modelo de sus “Acorazados”. El “nuevo ejército” (new
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model army) comprende 22.000 soldados que, siendo casi todos independientes, ven en
la lucha contra el rey una verdadera guerra santa; se escoge a los oficiales por su valor y
devoción, sin distinción de nacimiento […].
[…] Pero, en febrero de 1647, la decisión del Parlamento de licenciar al ejército sin
pagar los sueldos atrasados provoca la constitución de un Consejo de Soldados, pronto
llamados “agitadores” (agitators), elegidos a razón de dos representantes por
regimiento; Cromwell y sus oficiales aceptan a regañadientes la nueva organización,
pero, para neutralizarla, deciden establecer un Consejo de oficiales concebido en las
mismas condiciones […]. Finalmente, en las conferencias de Putney, que reúnen a los
dos Consejos de oficiales y soldados y a todo el estado mayor, Cromwell logra
establecer un compromiso y mantener la unidad del ejército (octubre – noviembre
de 1647).
[…]
22.4. La República y el protectorado de Cromwell (1649 – 1658)
(FLORISTÁN, 345 – 348)
2.3. La República británica
En esencia, los jueces y el Rump acusaron a Carlos I de haber subvertido las prácticas
acostumbradas en la gobernación del reino y de la iglesia. Como en otras rebeliones europeas de
aquellas décadas, la corona aparecía como el agente innovador, que, en pos de sus objetivos,
alteraba el reverenciado legado de la tradición, para cuya preservación se levantaron fuerzas que
se le opusieron. En todas partes la innovación despertaba instintivamente profundos recelos. Y
ahí radicaba una de las paradojas centrales de la época: en nombre de la defensa de la tradición,
Pym, Cromwell y los suyos acabaron provocando una situación sin precedentes, sin duda
revolucionaria. Era revolucionario llegar hasta donde se había llegado y lo iban a ser las
medidas subsiguientes.
2.3.1. El debate sobre la Revolución
El debate sobre las causas y la naturaleza de la Revolución Inglesa o, mejor dicho,
Británica es un tema clásico e inagotable en la historiografía. Las explicaciones más asentadas
durante buena parte del s. XX han sido la whig y la marxista. La tradición liberal whig clásica
ha entendido estos hechos en términos esencialmente constitucionales y los ha situado en una
trayectoria multisecular, presentándolos como un capítulo decisivo en la evolución inglesa
hacia las libertades parlamentarias occidentales (S. R. Gardiner). Esta explicación, que
descansa en una visión excepcionalista del pasado inglés, solía resaltar las diferencias respecto
del continente y era, además, anglocéntrica, en el sentido de que encontraba los factores
esenciales dentro de Inglaterra, como se comprueba en la expresión “Revolución Inglesa”, tan
arraigada.
La historiografía de inspiración más o menos marxista ha subrayado las fuerzas sociales
subyacentes, sobre todo el ascenso de la gentry (R. H. Tawney, J. H. Hexter). Se trata
también de una visión de larga duración, según la cual el ascenso de las nuevas fuerzas
productivas, de carácter objetivamente burgués, que se detectaba ya a mediados del s. XVI,
dinamizó los Comunes en su lucha por alcanzar sus objetivos de clase. Ante el absolutismo
político y conservadurismo social Estuardo, esta lucha llevó a la Guerra Civil y a la Revolución,
entendidas ambas como una manifestación madura de lucha de clases, en la que el progresismo
estaba del lado parlamentario – burgués vencedor (Christopher Hill). Consiguientemente, y
conforme a los objetivos buscados, el nuevo régimen resultante fomentó los intereses
mercantiles y coloniales, empujando a Inglaterra hacia el desarrollo capitalista.
Una y otra explicación, así como una cierta combinación de ambas, en el enfoque amplio de
la historia social (Lawrence Stone y su crisis de la aristocracia), dominaron buena parte del
panorama historiográfico durante décadas, hasta la eclosión del llamado revisionismo. Desde
inicios de la década de 1970 esta nueva corriente (Conrad Russell, John Morrill, Anthony
Fletcher) ha cuestionado las explicaciones dominantes por anacrónicas (pues responden más a
criterios de los siglos XIX y XX que a los del XVII), teleológicas y más o menos deterministas.
Frente a ello, el revisionismo ha primado cuatro factores alternativos: el tiempo corto de la
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historia política, el papel de los actores individuales y el peso de la contingencia, que ha
llevado a disminuir la gravedad de los conflictos de fondo; la importancia decisiva de los
conflictos religiosos por encima de causas socioeconómicas e incluso ideológicas,
reverdeciendo así una tradición historiográfica anterior que hablaba de la “Revolución
Puritana”; la dimensión global británica de los hechos, y no meramente inglesa; y la
comparación con las grandes monarquías del continente, con las que la Británica compartía
rasgos definitorios esenciales, básicamente el ser monarquías compuestas. Si bien no han
faltado excesos revisionistas, como el presentar un balance apreciativo del gobierno personal de
Carlos I (Kevin Sharpe) o el regatear el carácter revolucionario a aquellos hechos, actualmente
una visión moderadamente revisionista, complementada con las aportaciones del llamado
posrevisionismo, que ha vuelto a insistir en el calado de los conflictos políticos e ideológicos a
medio término (Ann Hughes, Johann Somerville), es el más común, en una óptica
expresamente británica (Hugh Kearney).
Así se explica la situación de la década de 1650. Había sido una minoría muy concienciada
la que condujo a 1649. Ahora, ante las opciones abiertas de futuro, surgieron fuertes
discrepancias en su seno, pese a pertenecer todos ellos a la gentry en sentido amplio. Por un
lado, se encontraban Cromwell y los altos jefes militares, imbuidos de un intenso sentido de
misión religiosa y política y, al mismo tiempo, proclives a la tolerancia religiosa; y, por otro, los
Parlamentos subsistentes, los cuales, pese al número reducido de miembros y a la cuidadosa
selección a la que eran sometidos, no compartían enteramente ese celo ni las inclinaciones
tolerantes. Además, esta minoría nunca logró granjearse el apoyo activo de amplios grupos
sociales. Este hecho, junto a la propia novedad de la situación creada, explica la inestabilidad
política y la fecundidad de ideas y fórmulas que se plantearon.
2.3.2. La Commonwealth y el Protectorado
Tras la ejecución de Carlos [I], la Cámara de los Lores y la monarquía fueron abolidas y
en marzo de 1650 se instituyó la “Commonwealth y Estado Libre” de Inglaterra, cuya
soberanía fue enteramente transferida al Parlamento Rump. Los nuevos dirigentes ingleses
consideraron que la unión con Escocia, por haber sido de raíz dinástica, dejaba de estar en
vigor y que el reino vecino del Norte se encargaría de sus propios asuntos. Pero en Escocia la
ejecución de Carlos [I] causó gran contrariedad. No sólo era un rey escocés de nacimiento, sino
que además la ejecución fue una medida unilateral inglesa, que no les fue consultada. Por ello,
tan pronto como la noticia llegó a Edimburgo, el hijo del rey decapitado fue proclamado rey de
Gran Bretaña e Irlanda, como Carlos II, lo cual constituía todo un desafío a la
Commonwealth inglesa.
Al frente del Ejército Nuevo Modelo, Cromwell sometió militarmente Escocia e igual hizo
con Irlanda. A finales de 1651 ejercía ya un firme control sobre ambos reinos, se volvió a
establecer la unión entre Inglaterra y Escocia y Carlos II se exilió en Francia. En Escocia, el
régimen aplicó una política relativamente moderada, que comportó una cierta pérdida de poder
para la nobleza local. En cambio, Irlanda recibió un trato durísimo, ejemplificado en la atroz
matanza de población civil en Dorgheda (1649) y en la sistemática expropiación de tierras de
los Old English y de los irlandeses gaélicos, que fueron transferidas a una nueva elite
propietaria, formada en buena parte por soldados ingleses.
Mientras tanto, en Inglaterra florecieron un gran número de grupos y sectas radicales.
Además de los levellers, surgieron los diggers, partidarios del comunismo primitivo, según
quedó expuesto en La ley de la libertad, de Gerrard Winstanley (1652), los milenaristas
hombres de la Quinta Monarquía, los ranters, los cuáqueros y otros. Pese al rigor religioso
de Cromwell, que comportó el cierre de todos los teatros y, unos años después, el cierre de
tabernas y la prohibición de las carreras de caballos y de otros entretenimientos populares,
Inglaterra conoció una inusitada ebullición de ideas y publicación de panfletos, en un grado
desconocido en el continente. La novedad de los hechos vividos y el Acta de Tolerancia de
1650 animaron a imaginar “el mundo vuelto al revés”, como decía uno de esos panfletos. Este
ideario popular extremista desapareció de la superficie en la segunda mitad de la década de
1650, pero en una pequeña parte subsistió clandestinamente hasta enlazar con las corrientes
inconformistas de la Restauración.
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Junto a esta producción, también el pensamiento político más formal hizo aportaciones
destacadas. Si Robert Filmer había escrito El patriarca, exposición convencional del
autoritarismo paternalista, texto que quedaría inédito hasta 1680; Thomas Hobbes supuso un
caso singular, con El ciudadano (1642), el Leviathan (1651) y otras obras. Su distinción entre
un estado de naturaleza presocial y uno social, regido por un estado abstracto y
despersonalizado que ofrecía protección, venía a legitimar a toda organización política que
garantizara de facto el orden, un postulado que no dejó de ser apreciado por el nuevo régimen.
Se formularon asimismo tesis propiamente republicanas, sobre todo por John Milton, también
poeta, y James Harrington, en su Oceana (1656).
El Rump fue disuelto por Cromwell en abril de 1653. El poder supremo pasó ahora al
Consejo de Oficiales del ejército, el cual instituyó entonces una nueva cámara, la llamada
Asamblea Nombrada o Parlamento Barebone, integrada por un centenar largo de personas
cuidadosamente seleccionadas por su espíritu calvinista. El ejército quería contar con una
asamblea que estuviera más en sintonía con sus exigentes objetivos religiosos. Este
“gobierno de los santos”, como luego lo llamaría Cromwell, legalizó el matrimonio civil y
abolió los diezmos, pero las diferencias subsistieron hasta que en diciembre de 1653 se adoptó
el “Instrumento de Gobierno”, inspirado por el general John Lambert, que fue la primera
constitución escrita británica. El Instrumento estableció un único Parlamento británico y
Cromwell, tras rechazar el título de rey, fue nombrado Lord Protector de la “Commonwealth
de Inglaterra, Escocia e Irlanda”.
Dotado de amplias atribuciones, Cromwell, a sus 54 años, se veía a sí mismo como un nuevo
Moisés, que debía llevar al nuevo pueblo elegido a la virtud moral y a la libertad política.
Repetidamente el Lord Protector se debatió entre su radicalismo religioso y su talante social
y político, más conservador, y nunca se llevó bien con los dos Parlamentos que tuvo en esta
fase. Inglaterra y Gales fueron divididas en regiones militares, en Escocia se abolieron las
cargas feudales y en política exterior se impulsó la expansión colonial. Los años de la
Commonwealth y del Protectorado supusieron un despliegue colonial decisivo, tras algunos
pasos importantes durante el reinado de Carlos I. Las primeras Actas de Navegación (1651), la
primera guerra con Holanda (1652 – 1654), la guerra con España y la conquista de Jamaica
(1655), son sus hitos más significativos. Las ideas de Thomas Mun, expuestas en El tesoro
inglés mediante el comercio exterior (escrito hacia 1628 y publicado en 1664), subyacían en
estas empresas. Todo esto muestra que si bien los protagonistas de estos hechos no podían
pensar en términos capitalistas ni querer una revolución burguesa, no es menos cierto que los
resultados obtenidos favorecieron visiblemente los avances objetivos de la sociedad británica
hacia el capitalismo futuro.
Los amplios poderes concedidos a Cromwell y el mismo hecho de que era una figura sin
precedentes que marcaran una línea de gobierno llevaron a un grupo de parlamentarios a
redactar la Humble Petition and Advice (1657), una nueva constitución que reforzaba al
Parlamento, creaba una segunda cámara, llamada “the Other House”, y quería refrenar a
Cromwell haciéndole rey. Cromwell aceptó la propuesta, salvo el título de rey, que volvió a
rechazar. Con todo, en su nueva toma de posesión como Lord Protector vistió pompas regias.
Las señales tanto políticas como simbólicas que apuntaban hacia una vuelta a lo que se llamó
“los modos conocidos” se multiplicaban cuando Cromwell falleció en septiembre de 1658.
Su hijo Richard [Cromwell (1658 – 1659)] le sucedió, pero carecía de las aptitudes para
desempeñar el cargo. Los gastos militares eran muy elevados y para ayudar a costearlos,
Richard convocó el tercer Parlamento del Protectorado. Pero en el plazo de pocos meses hubo
una secuencia vertiginosa de hechos: el ejército disolvió este Parlamento, volvió a convocar el
Rump, lo disolvió también, creó un Comité de Seguridad que se dispersó, hubo una semana de
vacío de poder, volvió el Rump y éste, finalmente y ante la reclamación general de un
Parlamento “entero y libre”, se disolvió por iniciativa propia en marzo de 1660. De aquel
trajín surgió la figura del general George Mon[c]k, comandante supremo del ejército, que
activó la desmovilización e impulsó una salida política a aquella situación. Por su parte, Carlos
II, desde los Países Bajos, hizo su “Declaración de Breda”, donde, siguiendo la orientación de
Hyde y otros realistas moderados, invocó los conocidos principios del gobierno con el
Parlamento, el imperio de la ley y el common law. Las elecciones dieron lugar al Parlamento
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Convención, que contó ya con la Cámara de los Lores restaurada y tuvo una mayoría amplia
pro – monárquica. En una de sus primeras sesiones declaró que no podía haber duda de que
Carlos II había sido rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el momento de la decapitación de
su padre. Formalmente el Interregno nunca existió. Poco después, en mayo de 1660, Carlos II
regresaba del exilio.
(BENNASSAR, 522, 526)
3. La república inglesa y Cromwell, 1649 – 1660
[…]
Comienzos de la república y relaciones anglo – holandesas, 1649 – 1653
a) Inmediatamente después de la ejecución de Carlos I, el Parlamento de [la] Rabadilla
organiza el nuevo régimen: la realeza queda abolida, y la república (commonwealth)
[…] proclamada el 19 de mayo de 1649. Al suprimirse la Cámara de los Lores, es el
Rump quien detenta el poder: ejerce directamente el poder legislativo, mientras que la
dirección de la política interior y exterior queda garantizada por un Consejo de Estado
de 41 miembros (entre ellos Cromwell) por él elegidos […].
[…]
[…]
b)
El “Instrumento de gobierno”, que pretende dar al país instituciones estables, no
otorga poder absoluto al protector: aunque es a la vez jefe del ejército y jefe de
Estado, está sometido al doble control de un Consejo de unos veinte miembros en el
ejercicio del poder ejecutivo, y de un Parlamento elegido por tres años en el ejercicio
del poder legislativo. De hecho, el Consejo lo forman en su integridad personas leales a
Cromwell, en cuanto al primer Parlamento, reunido en septiembre de 1654, se disuelve
el 22 de enero de 1655. Para afirmar mejor su autoridad, Cromwell, por consejo de
Lambert, divide Inglaterra en doce regiones mandadas cada una por un comandante
general dotado de plenos poderes […].
[…]
22.5. La Restauración de los Estuardo (1660 – 1688)
(FLORISTÁN, 449 – 453)
2. Los problemas de la monarquía restaurada en Inglaterra (1661 – 1688)
El 25 de mayo de 1660, recibido por el cromwelliano general Mon[c]k, desembarcó en
Dover el soberano que protagonizó la Restauración monárquica en Inglaterra, tras el agitado
período que enmarcó la decapitación de Carlos I en 1649. En Londres, con la entrada triunfal de
Carlos II [(1660 – 1685)], cuatro días después del desembarco de Dover, se abría una nueva
época de definición de un marco constitucional que permitiera superar las incertidumbres
creadas entre los generales cromwellianos y el propio Richard Cromwell. Ese marco
constitucional que se estaba definiendo lo hacía equilibrando fuerzas contrarias. Por un lado, las
favorables a la autoridad de la monarquía y de la dinastía, fruto de las cuales emerge la
Restauración. Por el otro, las que destacan los límites al ejercicio de esa misma autoridad, que
se amparan en las viejas tradiciones y costumbres británicas y en la common law, a que apelaron
en diferentes momentos y desde distintos puntos de vista el profesor de hebreo y teólogo
anglicano Richard Hooker, el juez Edward Coke y el médico y tratadista William Petty,
autores de algunos de los escritos más influyentes en el contractualismo británico del s. XVII,
además del propio John Locke.
Richard Hooker fue profesor de Oxford y autor de una serie de escritos publicados a partir
de 1594 en ocho volúmenes bajo el título Of the laws of Ecclesiastical Polity. Hooker
reivindicaba el carácter normativo de la ley natural como expresión de la ley divina y prisma
desde el que debían leerse las Sagradas Escrituras. De acuerdo con sus planteamientos, los
cristianos estaban sometidos a la ley humana positiva basada en el consenso de los súbditos,
que deciden sobre el gobierno en concordancia con la ley natural. Esos puntos de vista, que
desarrolló posteriormente John Locke, ya en tiempos de Hooker, planteaban una capacidad
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limitativa del gobierno ejercida por la propia iglesia anglicana. Sir Edward Coke fue Chief
of Justice en 1613 y, en sus escritos sobre las Institutions of the laws of England (publicados
entre 1628 y 1644) se mostró como defensor de la common law preservada por la práctica
jurisprudencial del King’s Bench, concepción que servía de limitación consuetudinaria al
ejercicio de la autoridad del monarca. Finalmente, William Petty era, como John Locke, un
hombre nacido en el marco de la disolución del orden cromwelliano y de la gestación primero,
del frágil equilibrio de la Restauración y, luego, del orden de la Glorius Revolution. Petty,
aunque estudió medicina en Holanda y fue médico militar, también conoció a Hobbes y destacó
ya en su tiempo por sus apreciaciones económicas, ofreciendo una excepcionalmente humana,
abierta y flexible vertiente del mercantilismo, distinta de cuanto representaba el colbertismo.
Para Petty, el trabajo, el comercio y los niveles de ocupación laboral eran mejor indicador de
prosperidad que el atesoramiento de dinero o metales preciosos. Sus escritos políticos más
interesantes se publicaron en 1690 en su Discourse on Political Arithmetic. Contribuyó, así,
Petty a asentar el tradicional contractualismo británico a partir de su crítica a las injerencias
monárquicas en la economía por medio de la alteración de la moneda y las limitaciones a la
actividad económica en general. Desde tres ángulos bien distintos, Hooker, Coke y Petty
actualizaban el tradicional debate en que se habían movido las relaciones entre monarquía y
parlamento en Inglaterra desde la Baja Edad Media, cuando la Corona apelaba a la doctrina de
la necesidad para justificar sus demandas pecuniarias al parlamento y éste se parapetaba en el
tradicional contractualismo británico asentado en la Carta Magna para limitar las demandas del
monarca. Los planteamientos de Hooker, Coke y Petty dieron a esas tendencias pactistas una
dimensión mucho más elaborada en los momentos previos de la Restauración, durante el
período de Carlos II y Jacobo II, y en el marco de la Glorius Revolution, es decir, justo cuando
se definía un modelo constitucional que permitiera superar las crudas tensiones de los años
cuarenta y dotar de estabilidad política a Inglaterra.
Inglaterra. Lejos de la teoría política, desde 1660, el marco en que podía desencadenarse
una práctica política posible, realista y que preservara la disputa entre ambas tendencias como
parte de la vieja constitución no [se] fue perfilando con visos de estabilidad hasta después de la
Glorius Revolution. La restauración monárquica en Carlos II había supuesto un pacto que
permitía reorganizar las bases de la actividad política en la Inglaterra posterior al
protectorado de Cromwell y a la incertidumbre política que había seguido a su muerte. Sin
embargo, la Restauración no resolvió algunos de los graves problemas que bullían en esa
sociedad, tanto en el terreno político, como religioso, hacendístico, social y constitucional. Estos
problemas impulsaron a la revolución en 1688. Ya antes de la sucesión de Carlos II, el temor
que su sucesor fuera un católico, como el duque de York, había suscitado la oposición de las
elites anglicanas y del grupo que fue articulándose en torno a Anthony Ashley, lord
Shaftesbury, el protector de John Locke. Ambos, Shaftesbury y Locke, desarrollaron un
enorme activismo político en los años sesenta, setenta y ochenta del s. XVII, y los whig
estuvieron detrás de cada conspiración para derrocar al rey, utilizando la propaganda política
con enorme maestría.
Con cualquier pretexto, los católicos fueron una vez tras otra acusados de sucesos y
conspiraciones, unas veces ciertas y otras inventadas. Se les asociaba a las ideas de
absolutismo, intransigencia y conspiración tiranicida. Una negativa imagen, la de Luis XIV,
sintetizaba todo esto y mostraba el modelo de soberano católico. Las voces que huían de las
llamas entre las calles londinenses en 1666 acusaban a los “papistas” de provocar el fuego, al
igual que un par de años antes se les echara la culpa al parecer de los primeros brotes de peste
en la ciudad. Posteriormente, en 1678, se les atribuyó un complot para acabar con la vida del rey
(Popish Plot). Todo fue fruto de la imaginación y del activismo whig de Israel Tongue y Titus
Oates, así como del recuerdo del Gunpowder Plot de noviembre de 1605. A pesar de ello, el
rumor sobre un complot católico sirvió para aprobar una legislación (Test Acts) que excluía del
gobierno, la administración y las universidades a los católicos y a los grupos sectarios del
protestantismo. La propaganda anticatólica aún fue más intensa después de que Luis XIV
revocara el Edicto de Nantes y el católico Jacobo [II] Estuardo [(1685 – 1688)] sucediera a su
hermano Carlos II en 1685. El acceso del duque de York al trono no sólo colocaba bajo la
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corona de Inglaterra a un católico, sino también al artífice y protagonista de la represión de las
insurrecciones whigs de 1683 (Rye House Plot) y 1685 (Rebelión de Monmouth y Rebelión
de Argyll).
Pero entonces la monarquía había desplegado iniciativas tendentes a lograr una mayor
concentración del poder en el rey y a disminuir el peso de las instituciones representativas,
las corporaciones y la participación de los territorios no ingleses en los destinos de la
Corona. Incluso había vulnerado el Triennial Act de 1664, que obligaba a reunir periódica y
regularmente al parlamento: había suspendido las convocatorias desde 1681. Cuando se
celebraron elecciones en 1685, el rey influyó en las mismas, reduciéndose a la mitad la
presencia whig en el parlamento. La voluntad del monarca se hacía sentir en todos los
frentes, desarrollando una acción de gobierno favorable a los católicos y de fortalecimiento
de la autoridad real. Impulsaba la participación católica en las instituciones y franqueaba el
acceso de sus correligionarios a dos bastiones anglicanos como eran las universidades de
Oxford y Cambridge. En los más altos cargos de la administración los católicos relevaban a
los seguidores de la Iglesia de Inglaterra, incluso en Irlanda, donde el anglicano lord Rochester
fue destituido. Jacobo II también intentó, aunque inútilmente, abolir el Habeas Corpus Act de
mayo de 1679, que implicaba una limitación a la Corona por el más alto tribunal británico
(King’s Bench), custodio de la common law. Desde la Corona, igualmente, se trató de romper
las conexiones clientelares que ligaban a los miembros del parlamento con sus distritos
provinciales. Mientras todo esto ocurría, la propaganda whig se encargaba de cargar las tintas
sobre la crueldad del rey que castigaba con dureza la disidencia política. El rigor de la represión
que siguió a la Rebelión de Argyll (1685) tuvo un gran coste político en las Lowlands
escocesas para un soberano que había dejado buena imagen durante su etapa previa como
gobernador de Escocia. El problema de la integración territorial bajo la Corona inglesa era muy
complicado, aun en las mejores circunstancias políticas. Ni irlandeses ni escoceses se sentían a
gusto bajo la misma Corona que los ingleses, quienes, por su parte, limitaban la participación de
estos territorios en sus cada vez más prósperos negocios comerciales en el exterior
Escocia. Irlanda rondaba los dos millones y medio de habitantes, aproximadamente el doble
que Escocia y casi la mitad que Inglaterra en 1688; además, la población irlandesa y escocesa
no gravitaba en torno a Londres como ocurría con la inglesa, pues, por entonces, la capital
británica albergaba a poco menos del 10 % de la población inglesa. Durante la Restauración,
Escocia no dejó de plantear problemas a la Corona. El levantamiento de Argyll no se explica
teniendo sólo en cuenta las conspiraciones whig, sino todo un marco de conflictos anglo –
escoceses. Hasta sólo diez años antes de la Glorius Revolution, toda la frontera con Inglaterra
era sacudida por las acciones de la Hueste de las Montañas, un ejército informal formado por
bandidos y que articulaba la oposición presbiteriana contra la administración inglesa. A fines de
los años setenta, los clanes fueron retirando su apoyo a los bandidos y algunos se refugiaron en
Irlanda. Otros, ante la presión de los tribunales de barones y de la administración inglesa en
Escocia, huyeron a la Holanda de Guillermo [III] de Orange y retornaron con él en 1689. La
sociedad escocesa del período de la Restauración no era un frente homogéneo contra los
ingleses, sino que estaba muy fragmentada. Los clanes eran más fuertes en el Norte, entre los
highlanders, que eran un tercio de la población escocesa, tenían lengua propia y eran,
mayoritariamente, episcopalistas. Después de 1688 los highlanders apoyaron la causa jacobita.
Los lowlanders hablaban un dialecto del inglés, fueron poco porosos a las medidas
homogeneizadoras de la administración inglesa de la Restauración y, mayoritariamente
presbiterianos, apoyaban la causa antijacobita. Argyll reflejaba las aspiraciones de los
lowlanders, pero no todos los lowlanders apoyaban esta causa. Algunos recordaban que Jacobo
II había protagonizado una recta administración como virrey de Escocia entre 1679 y 1682,
después de haber recibido su bautismo político como gobernador de Nueva York.
Irlanda. En Irlanda, aunque desde 1686, con la administración por un católico como era
Tyrconnel, se habían transferido cargos de ingleses a irlandeses y de anglicanos a católicos, los
problemas que albergaba la isla eran profundos y aún siguieron latentes después de la caída de
Jacobo II. La sociedad irlandesa era muy heterogénea por origen, religión y participación en
Javier Díez Llamazares
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la propiedad de la tierra. Ese rasgo se había acentuado como consecuencia de la
administración cromwelliana, cuando más de 7.000 señores católicos fueron desposeídos de sus
propiedades. La Restauración reintegró a no más de un millar y eso no ayudó a mejorar la
situación sustancialmente; los desposeídos fueron antiguos soldados – colonos cromwellianos,
que abandonaron sus tierras para que fueran entregadas a cortesanos londinenses ausentes de
Irlanda. En la segunda mitad del s. XVII en la isla, además, había una aguda tensión entre el
Ulster y el Sur y, en la parte meridional, entre los ámbitos al este y al oeste del Shanon. Al
oeste del Shanon dominaba la pequeña propiedad y la debilidad económica era estructural
para la mayor parte de unas familias campesinas predominantemente católicas. Al este se
habían asentado algunos colonos con frágiles explotaciones; eran ingleses católicos huidos de
Inglaterra o antiguos soldados de los ejércitos de Cromwell que, en su mayor parte,
simpatizaban con la Iglesia de Irlanda. En el Ulster, la población se repartía entre campesinos
católicos, progresivamente incorporados al trabajo en pequeñas industrias textiles que
recibieron cierto estímulo durante la Restauración, y colonias de presbiterianos escoceses
fugados (los más duros estaban a fines del s. XVII en Londonderry). Una cuarta región se
perfilaba en el suroeste de la isla; era el área más pobre, poblada por campesinos miserables,
casi siempre excluidos de la propiedad que trabajaban. El reinado de Carlos II no homogeneizó
la sociedad irlandesa ni atenuó la tensión derivada de la difícil convivencia religiosa y de la gran
desigualdad económica. El reinado de Jacobo II y la administración de Tyrconnel, sin embargo,
gozaron de amplio respaldo social en la isla.
A los graves problemas religiosos y constitucionales se sumaba que la Monarquía inglesa de
la Restauración contaba con una estructura hacendística muy débil, dependiente de la ayuda
de Luis XIV, y con carencia de racionalidad presupuestaria, además de alejada de la vida
económica del país. A pesar de que se impulsaron medidas para dar estabilidad al sistema, en
1688 las finanzas de la Corona aún mostraban rasgos que también caracterizaban lo que era la
propia monarquía: apariencia de estabilidad, pero enorme fragilidad y gran dependencia
exterior, particularmente del auxilio de las equilibradas finanzas galas. Un compromiso
alcanzando en 1670 (Tratado de Dover) entre Luis XIV y Carlos II ponía en manos de la
monarquía inglesa más de un millón y medio de libras anualmente procedentes de Francia, con
el propósito de estabilizar la monarquía de los Estuardo e impulsar la causa católica en las islas.
Para la propaganda whig, este acuerdo convertía al rey de Inglaterra en un pensionado de Luis
XIV. En la segunda mitad de 1688, el gobierno de Jacobo II se hizo más vacilante. El
descontento espoleado por la propaganda whig, mayor después del nacimiento del Príncipe de
Gales, y por la diplomacia de Guillermo [III] de Orange fueron eficaces. Esta última logró
mantener a las tropas de Luis XIV lejos de la costa y de Inglaterra, ocupadas en las fronteras
germánicas. De este modo, y con el apoyo del Parlamento inglés, se llegó al desembarco de
tropas holandesas en Inglaterra (5 de noviembre de 1688) y, finalmente, a la huida del rey y la
familia real en diciembre de 1688, abriendo todo un frente de confrontación entre Corona y
Parlamento que fenecía a fines de febrero de 1689 con la coronación de Guillermo [III de
Inglaterra e Irlanda y II de Escocia (1689 – 1702)] y María [II (1689 – 1694)] como reyes de
Inglaterra.
A los problemas político – constitucionales y hacendísticos se añadía que, durante la
Restauración, el peso del activismo político se fue perfilando en torno a las cada vez más
identificables opciones que representaban los whigs, los tories y los jacobitas. La actividad
desplegada por gentes aglutinadas en torno a esas tres opciones condicionó los cambios
experimentados por la Monarquía inglesa en las últimas décadas del s. XVII.
Los intereses cortesanos (court) de las elites aristocráticas y los del país (country) fueron
manifestando sus discrepancias en torno a las principales dimensiones de la vida política. Las
nociones de court y country fueron siendo asociadas a los términos tory y whig
respectivamente. La facción tory era aglutinada por el común propósito de sus simpatizantes de
lograr estabilidad política y evitar a toda costa la disensión y el enfrentamiento político. El
recuerdo de 1649 estaba aún cercano. Este grupo gravitaba en torno a Thomas Osborne (lord
Danby) y su hermano lord Rochester. Para los simpatizantes del emergente partido whig los
tories eran demasiado tibios en su condena a la política procatólica de Jacobo II. De ahí que
fueran llamados tories, término despectivo con que los ingleses hablaban de los bandidos
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católicos irlandeses. El sentimiento de oposición contra el “papismo”, nada extraño en los
tories, daba paso a un anticatolicismo radical entre los whigs. La palabra whig[…] era una
forma simplificada con que los tories calificaban a sus oponentes políticos. Era la abreviatura de
un conocido intransigente presbiteriano escocés llamado Whiggamore. Los whigs fueron muy
activos, dentro y fuera del parlamento inglés. En todo momento buscaron la exclusión del
duque de York en la línea de sucesión al trono. Así, apoyaron en 1685 la conspiración de
James Scott, un hijo ilegítimo de Carlos II y duque de Monmouth. Cuando ésta fracasó, sus
ojos se volvieron hacia Guillermo [III] de Orange, yerno holandés de Jacobo II. El grupo
jacobita se gestó en las iniciativas del rey para incorporar a los católicos a los más altos puestos
institucionales y de gobierno. Sin embargo, el jacobitismo militante fue beligerante en la
disidencia y exilio, en Francia, Irlanda y Escocia, frente al orden gestado en la Glorius
Revolution, hasta los años ochenta del s. XVIII.
(BENNASSAR, 637 – 644)
1. Inglaterra, de la restauración de 1660 a la revolución de 1688
[…]
Comienzos del reinado de Carlos II: 1660 – 1685
a) Inteligente y amable, escéptico y libertino, Carlos II [(1660 – 1685)] hará gala de una
gran habilidad para conservar el trono, esforzándose por conciliar sus tendencias
absolutistas y pro – católicas con los sentimientos de la mayor parte de sus súbditos. La
reacción que sigue al período cromwelliano y su puritana austeridad se manifiestan
primeramente en el plano moral: la corte, con el rey a la cabeza, da ejemplo de
inmoralidad y de cinismo; la embriaguez y el gusto por los espectáculos más groseros se
extienden a todas las clases de la sociedad […].
La reacción política llevada a cabo por el rey y el Parlamento Convención es bastante
moderada: se excluye a los regicidas del privilegio de amnistía decretado por el rey, y
se cita ante la justicia a 29 de ellos […]; se anulan las leyes votadas después de mayo de
1642, con excepción de las más indispensables; se restituyen los bienes confiscados a
los Estuardo[,] a la Iglesia anglicana y a algunos realistas; finalmente, se licencia al
ejército de Cromwell, mediante el pago de un anticipo y la promesa de pagos ulteriores.
Pero los diputados del Parlamento Convención, donde los presbiterianos están en
mayoría en relación con los anglicanos, no pueden ponerse de acuerdo acerca del
problema religioso y se separan en diciembre de 1660.
b) Las elecciones envían a Westminster una Cámara de los comunes compuesta en su
mayoría por grandes propietarios y anglicanos, lo que le vale al nuevo Parlamento el
sobrenombre de Cavalier. De acuerdo con lord Clarendon, miembro del Consejo
privado, a quien Carlos II deja toda iniciativa, el Parlamento Cavalier se orienta hacia
una brutal reacción religiosa: el prayer book se restablece y revisa en un sentido
antipuritano; vuelve a constituirse el episcopado; el ejercicio de las funciones
públicas, principalmente la de squire, queda reservado a los anglicanos. El 19 de
mayo de 1662, el Acta de Uniformidad obliga a todos los eclesiásticos a suscribir el
nuevo prayer book […]; en 1664, el Five Mile Act les condena a vivir [(a los pastores
expulsados por no suscribir el Acta de Uniformidad)] a más de cinco millas de un
borough o de su antigua parroquia. En 1664 el Acta contra los conventículos castiga
con multa o deportación a todos los que se reúnan para celebrar el culto fuera de los
edificios anglicanos […]. Con este conjunto legislativo llamado código Clarendon,
Inglaterra vuelve así al anglicanismo intolerante de los dos primeros Estuardo.
Al mismo tiempo, el Parlamento Cavalier vota, a pesar de su respeto por la prerrogativa
real, el Triennial Act (5 de abril de 1664), en cuyos términos el reino no puede verse
privado del Parlamento durante más de tres años. Principalmente, adopta una serie de
medidas tendentes a favorecer los intereses de la clase capitalista, grandes propietarios
de bienes y hombres de negocios: en 1662 se votan las primeras leyes que autorizan
libremente los enclosures, y en 1660 y 1663 dos nuevos textos vienen a completar el
Acta de navegación: el Acta de 1660 renueva la de 1651; el Staple Act de 1663 obliga a
depositar en un puerto inglés todos los productos manufacturados procedentes de un
Javier Díez Llamazares
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país europeo y destinados a Escocia, Irlanda o una colonia inglesa, así como algunos
productos agrícolas escoceses, irlandeses y coloniales (principalmente el azúcar)
destinados a la exportación a un país extranjero.
c) No sin equívocos, se produce un acuerdo entre el rey y el Parlamento en materia de
política exterior. Aunque la venta de Dunkerque a Francia en octubre de 1662
provoca un gran descontento entre la opinión pública, en cambio, la política
antiespañola la satisface[: la alianza con Portugal, fruto de la cual el rey se casa con
Catalina de Braganza, recibiendo como dote Tánger y Bombay; y las tropas inglesas
ayudan a las portuguesas en la decisiva victoria lusa de Villaviciosa, en 1665] […]. En
marzo de 1665, el rey, cediendo a la presión de la opinión, declara la guerra a las
Provincias Unidas [(tres guerras anglo – holandesas, que se desarrollarán entre 1665
y 1674, con un resultado muy desigual para los intereses ingleses)].
Las dificultades de Carlos II, alianzas exteriores y problemas religiosos: 1665 – 1678
a) […]
En noviembre [de 1666] se producen agitaciones entre escoceses e irlandeses. En 1660
recobran su autonomía, perdida diez años antes, pero sus intereses económicos
quedan perjudicados por el Staple Act y se muestran descontentos por diferentes
razones de la política religiosa de Carlos II: los escoceses presbiterianos le reprochan
haber abolido el Covenant y restablecido la Iglesia episcopal, y numerosos católicos
irlandeses estiman insuficientes la tolerancia de la que disfrutan y las medidas tomadas
en 1662 para atenuar los efectos de las expoliaciones de la época de Cromwell.
[…]
b) […]
En la práctica, esta política francesa y católica exaspera a los ingleses. La mayoría de
ellos desaprueban la alianza francesa contra Holanda, rival económica, desde luego,
pero potencia protestante, mientras que los franceses son papistas y, además,
competidores económicos más temibles ya que los propios holandeses. Por otra parte,
los anglicanos se oponen ferozmente a la tolerancia religiosa y, por su parte, los
disidentes rechazan la libertad de culto otorgada al mismo tiempo a los católicos.
Entonces se desencadena en el país un vasto movimiento de oposición. El propio
Parlamento Cavalier impone al rey la retractación de la declaración de indulgencia
de 1672[, que concedía la libertad de cultos tanto a los católicos como a los protestantes
disidentes] y el voto, en marzo de 1673, del bill del Test (o de la prueba) que impone a
todo candidato al empleo público o a un escaño en el Parlamento un juramento de no
adhesión a los dogmas de la Iglesia romana[.]
[…]
Numerosos católicos dimiten de sus cargos; el hermano del rey, el duque de York,
convertido al catolicismo en 1670 y que acaba de casarse en segundas nupcias con una
princesa católica, María de Módena, tiene que abandonar el cargo de gran almirante
y el mando de la flota […].
[…]
El problema de la sucesión y el fin del reinado de Carlos II: 1679 – 1685
a) […] La Cámara, elegida en febrero [de 1679, tras la disolución del Parlamento Cavalier
por el rey en enero de ese mismo año], comprende una gran mayoría de whigs, que el 22
de mayo votan el bill de Exclusión[, por el que quieren excluir de la sucesión al duque
de York y sustituirlo por su hija protestante María o por el duque de Monmouth, hijo
natural de Carlos II]. Además, para señalar bien su oposición a todas las formas de
despotismo, el 27 de mayo los whigs votan el bill del Habeas corpus, que garantiza la
libertad individual contra la arbitrariedad: toda persona encarcelada puede reclamar de
un juez un writ de Habeas corpus, es decir, una orden escrita de presentar
inmediatamente al detenido, a fin de verificar la justeza de su detención. El rey, que
acepta sustituir su Consejo privado por una Comisión de 30 miembros que incluye
varios diputados de la oposición whig, principalmente Shaftesbury y Halifax, sanciona
el bill del Habeas corpus y permite la supresión de la censura, pero rechaza el bill de
Exclusión y, en julio, disuelve el Parlamento [(otros dos parlamentos se sucederán hasta
Javier Díez Llamazares
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b)
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1681, fecha a partir de la cual Carlos II no volverá a convocar ninguno más durante el
resto de su reinado] […].
[…] [El rey] [l]lama a su hermano, que abandonó Inglaterra en 1679, y, valiéndose de
elevados subsidios franceses, se abstiene de convocar al Parlamento, violando el
Triennial Act. Reina como soberano casi absoluto hasta su muerte, el 6 de febrero de
1685, después de convertirse al catolicismo en su lecho de muerte.
[…]
22.6. La Revolución Gloriosa de 1688
(FLORISTÁN, 453 – 458)
3. La “Glorius Revolution” (1688 – 1689)
El acceso al trono de Jacobo II [de Inglaterra e Irlanda y VII de Escocia (1685 – 1688)]
varió la política de su hermano y antecesor Carlos II, que había permitido una hegemonía
anglicana en las escuelas, universidades y corporaciones (Corporation Act). Jacobo II no sólo
abrió las puertas de estas instituciones a los católicos suprimiendo los Test Acts, que se lo
habían impedido hasta entonces, sino que también impulsó campañas contra anabaptistas,
presbiterianos y cuáqueros. Como duque de York había sido el brazo de hierro de Carlos II,
sobre todo después del Rye House Plot. En los meses de junio y julio de 1685, desde Holanda
los exiliados whig alentaron la llamada Rebelión de Monmouth que, iniciada por ochenta y tres
hombres en el sur de Inglaterra, se extendió por el oeste y las Midlands. Aumentaban los
apoyos de la gentry a la causa whig y estallaba en Escocia la Rebelión de Argyll. Erró el
duque de Monmouth al reclamar para sí el trono en lugar de buscar una coalición con
Guillermo [III] de Orange. Ambos levantamientos fueron aplastados por Jacobo II, que utilizó
una tropa de experimentados soldados antes de poner […] los presos a disposición del juez
Jeffrey, responsable de que por los caminos de Wessex colgaran de cordeles largas hileras de
cadáveres de los rebeldes, bañados en brea. Jacobo II aprovechó la ocasión para reformar y
fortalecer su ejército, pero la situación se fue deteriorando cada vez más hasta la Navidad de
1688. Los grupos formados por whigs y tories tendían a polarizar las afinidades políticas de los
miembros del parlamento, pero dentro de cada grupo había facciones y gente moviéndose de
una hacia otra, incluso manteniendo fidelidades dobles. Dentro del partido tory, por ejemplo,
las simpatías de sus miembros se repartían entre lord Halifax, por un lado, y los hermanos
Osborne (Clarendon y Danby) por otro, además, la facción afín al monarca se fue
fortaleciendo con la entrada en el Privy Council de varios lores católicos en julio de 1686. Ese
mismo año se modificó el reglamento del parlamento para dar acceso a los católicos,
Thomas Osborne (celoso anglicano) fue relevado como Lord Treasurer y, lord Rochester, su
hermano, fue sustituido como hombre de confianza para el gobierno interior por Tyrconnel, un
católico, que dejó su puesto de encargado del sello real a otro católico Arundel. El obispo
Compton de Londres, ferviente antipapista, fue relevado como cabeza de la Iglesia de
Inglaterra.
En agosto de 1688 la reina María de Módena dio a luz al Príncipe de Gales[, Jacobo
Francisco Eduardo (n. 1688 – † 1766), conocido como el Viejo Pretendiente o Jacobo “III”
de Inglaterra e Irlanda y “VIII” de Escocia entre sus partidarios jacobitas], anunciando una
nueva dinastía católica para Inglaterra, con todas las connotaciones que eso tenía. Ya no sólo los
whigs, sino incluso los tories comenzaron a tomar conciencia de lo que esto podía significar.
Halifax, uno de sus dirigentes, pronto llamó a la causa común de los protestantes contra el rey,
entendiendo que éste alteraba la constitución de la Monarquía inglesa y eso preludiaba males
mayores. El contacto con Guillermo [III] de Orange de Halifax, el obispo Compton y otros
destacados representantes de las elites inglesas, whigs y tories, de las dos cámaras
parlamentarias fue cada vez más frecuente. En Holanda, un núcleo duro de exiliados whigs,
entre los que se encontraba John Locke, creaban el clima político adecuado para que Guillermo
[III] tomara una decisión.
El 22 de octubre de 1688 la diplomacia holandesa y el activismo whig en el exilio
propiciaron el Acuerdo de Magdeburgo; Brandemburgo, Sajonia, Hannover, Hessen – Kassel
y Dinamarca se comprometi[eron] a favorecer la invasión de Inglaterra por Guillermo [III]
Javier Díez Llamazares
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de Orange y a mantener ocupadas las tropas de Luis XIV en el Rin, cosa que lograron hasta
la Paz de Rijswijck firmada en 1697. De este modo, el 5 de noviembre, con las tropas de Luis
XIV ocupadas en la frontera alemana y lo principal de su flota en el Mediterráneo, tuvo lugar el
desembarco holandés en Torbay y este ejército, que había contado con vientos favorables en su
travesía desde Holanda, avanzó sin oposición hasta Londres. Líderes whigs como el real de
Devonshire, y tories como Danby y Seymour, alentaban los levantamientos en las Midlands y
en el Norte, así como las adhesiones sociales a los invasores. Mientras la muchedumbre
alborotaba en las calles de Londres instigada por los panfletos whigs, aunque sin liderazgos
claros ni fines concretos. El ejército invasor no superaba los 15.000 hombres dispuestos a
enfrentarse a unos 40.000 entre los que las deserciones no pasaron del millar, aunque algunas
como las del barón de Churchill, militar de absoluta confianza del rey, protagonista de sus
reformas militares y futuro conde (1689) y duque (1702) de Marlborough en el régimen
constitucional posrevolucionario, dañaron significativamente la moral de Jacobo II. La invasión
holandesa planteaba una situación paradójica: un gobernante presbiteriano holandés, que
apoyaba la tolerancia, intervenía militarmente en Inglaterra para evitar que un rey inglés la
impusiera; y lo hacía a petición de un régimen anglicano en el que él, como presbiteriano, no
podría legalmente ocupar ningún cargo, ni siquiera en el gobierno y administración local, a no
ser que se proclamara la tolerancia.
La primera semana de diciembre, ante el avance holandés de Oeste a Este y de Norte a Sur,
con este ejército y el británico equidistantes de Londres (unas 40 millas), Jacobo II escuchó las
demandas de Guillermo [III] de Orange y de los parlamentarios. Después aceptó un pacto
para destituir a los católicos de sus responsabilidades políticas y militares y proclamar un
perdón general y convocar el parlamento para sesiones el 15 de enero de 1689. El 11 de
diciembre el rey quemó los documentos del acuerdo; rompía así unilateralmente el pacto y,
tras hacerlo, huyó de Londres con toda su familia después de arrojar el sello real al Támesis.
Capturado por unos pescadores justo antes de cruzar el Canal de la Mancha, el rey retornó
ignominiosamente a Londres, logrando salir definitivamente [del] país el día antes de
Nochebuena.
La pérdida del sello real y la huida del rey plantearon un gravísimo problema
constitucional: debía decidirse cómo interpretar la huida del rey (abdicación, deserción,
disolución del gobierno o renuncia) y debía decidirlo un parlamento que, por otro lado, no
podía ser convocado sin el sello real, o sin que el propio monarca hiciera la convocatoria o
encargara un nuevo sello. En este clima de incertidumbre la actividad política fue frenética, pues
había que resolver rápidamente la situación para evitar que se llegara a una convulsión
generalizada o a una nueva guerra civil. Tras la muerte de Cromwel[l], la transición hacia la
Restauración se había asentado en una Convención. Ese mismo arbitrio podría sacar a los
parlamentarios y al país del grave problema constitucional que creaba la huida de Jacobo II y la
destrucción del sello real. Se comisionó a lord Halifax[,] presidente de los Lores[,] y se optó
por constituir una Convención. Mientras, proseguían las discusiones entre whigs y tories sobre
las alternativas constitucionales.
Las opciones que se barajaban eran varias: desde la monarquía electiva hasta la
declaración de incapacidad de Jacobo II y de ilegitimidad del Príncipe de Gales,
encargando la regencia bien a Guillermo [III] de Orange (guillermitas), bien a su esposa (hija
del rey Jacobo II) María Estuardo (marianitas) o a ambos conjuntamente. Todo esto se
discutía en el marco de una Convención cuyas elecciones se convocaron y resolvieron con cierta
serenidad dentro de lo posible. La connivencia whig – tory hizo que el resultado del proceso
fuera irrelevante. Todavía a fines de enero la Convención discutía las alternativas. En las calles,
panfletos y pasquines incluso planteaban opciones republicanas, pero los miembros de la
Convención tenían las ideas más centradas. Había quienes defendían el retorno de Jacobo II con
condiciones. Estos eran muy minoritarios incluso entre los lores. Otros eran partidarios de
retener la corona en Jacobo II pero declararle incapaz y arbitrar la regencia, salvaguardando la
línea dinástica. Tal opción tuvo adeptos entre lores tories pero fue muy minoritaria, pues aún
muchos recordaban antecedentes con funestos desenlaces, particularmente después de que
Carlos I asumiera, para luego traicionar, la solicitudes parlamentarias en el Petition of the Right
de 1628. Otros tories preferían mantener este mismo argumento pero considerando la situación
Javier Díez Llamazares
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como una abdicación del rey que, cuestionándose la legitimidad del Príncipe de Gales,
propiciaba la sucesión en María, esposa de Guillermo [III] de Orange. Este punto de vista
marianita lo compartía un grupo de lores y parte de los comunes. Una última opción, la que más
seguidores tenía entre los comunes y una parte de los lores, pasaba por considerar que la huida
del rey era una disolución del gobierno [para] […] reorganizarlo sobre nuevos cimientos.
Eso abría las puertas a que ocuparan el trono Guillermo y María, sin traicionar el
juramento prestado al rey. Quizás por eso, finalmente, ésta fue la alternativa que gozó de
mayor apoyo y propició el consenso: se declaró disuelto el gobierno y se encargo del mismo
a Guillermo [III] de Orange. Dos meses justos después de la huida de Jacobo II, cuando aún
los miembros de la Convención discutían sobre las cláusulas que incluirían en un nuevo texto
constitucional, Halifax ofreció a María y Guillermo la Corona de Inglaterra. El 23 de febrero, el
mismo día que se aprobaba el documento que establecía el marco de relaciones entre la Corona
y Parlamento (Bill of Rights) Guillermo [III de Inglaterra, II de Escocia y I de Irlanda
(1689 – 1702)] y María [II de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1689 – 1694)] fueron coronados
reyes de Inglaterra.
El Bill of Rights establecía un nuevo pacto constitucional que asentaba el derecho de
prensa, libre del control monárquico; el carácter no permanente del ejército; reconocía que
los impuestos debían pasar por el Parlamento y ser allí aprobados; asentaba las bases para
la división de poderes entre legislativo y ejecutivo, así como para garantizar la libertad
individual y la propiedad individualizada. En general, esta nueva Carta Magna consagraba la
existencia de una limitación parlamentaria: los gobernantes debían respetar las leyes del
parlamento, y éste debía reunirse al menos anualmente por razones financieras. Guillermo [III]
de Orange se reservó un derecho de veto al parlamento, pero la amenaza que suponía Luis
XIV le volvió al realismo político. Para mantenerse fuerte, el rey no podía dejar de contar con el
parlamento. El nuevo pacto constitucional asentaba la sucesión en María [II], pasando la línea a
su hermana Ana en el caso de que los reyes no tuvieran descendencia.
Todo esto, junto al reconocimiento por parte de los monarcas del Bill of Rights, que limitaba
la autoridad del rey y propiciaba una mayor participación de las elites inglesas en el gobierno,
configuró un modelo de monarquía limitada que se fue asentando en las décadas posteriores, a
pesar de la oposición jacobita, espoleada particularmente desde Francia e Irlanda. El Act of
Settlement de 1701 consolidó todo el esquema. Suponía el acuerdo para la sucesión en el trono
en la casa de Hannover y la regencia de Ana [I] Estuardo [(1702 – 1714)] (tras la muerte de
Guillermo III) hasta 1714. Fue un período de intensificación de la presión de Luis XIV sobre
Inglaterra y de sucesión de gobiernos liberales que tuvieron continuidad política en los tiempos
de los primeros Hannover, puesto que Jorge I [(1714 – 1727)] y Jorge II [(1727 – 1760)] no
sólo heredaron el sistema que había nacido de la Glorius Revolution, sino también algunos de
los problemas irresueltos como el de la integración territorial, al que la unión de 1707 en la
Gran Bretaña no dio entera solución.
A pesar de todo, después del 23 de febrero de 1689, Guillermo [III] y María [II] buscaron
soluciones a los graves problemas del país: lograr su equilibrio interregional, superar la
cuestión religiosa y aplacar la inestabilidad financiera. La mayor parte de los problemas
religiosos se resolvieron al considerar la liturgia anglicana como integradora para otras
opciones religiosas (Comprehension Bill) y proclamar la tolerancia religiosa (Toleration
Act) que llegaba hasta los cuáqueros y permitía el culto a los no anglicanos, eximiendo las penas
impuestas por los Test Acts. No era una tolerancia religiosa que se planteara en términos
absolutos, pues expresamente excluía a los católicos y ateos. Sin embargo, apaciguó la tensión
política ligada a los posicionamientos religiosos dentro de Inglaterra. En otro orden de cosas, la
coronación de Guillermo [III] y María [II] tuvo una amplia resonancia en Irlanda y Escocia,
donde aún se recordaba el ajusticiamiento del conde de Argyll en 1685; eso hizo que ya antes
de la huida del rey, en diciembre de 1688, hubiera tumultos anticatólicos en Edimburgo. Sin
embargo, los escoceses recordaban al paternalista gobernante de Escocia que había sido Jacobo
II. En Irlanda se recordaba el gobierno de Tyrconnel y se apoyaba la causa jacobita.
Inglaterra, su economía, su sociedad y su política palpitaban a un ritmo marcado por
Londres. Ni la sociedad ni la economía irlandesa y escocesa participaban mucho de esos
mismos impulsos. Eso seguía siendo un hándicap constitucional después de la Glorius
Javier Díez Llamazares
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Revolution. A principios de 1689, varios nobles escoceses iniciaron contactos con el rey fugado
para clarificar la situación y, aunque, en abril, una Convención escocesa ofreció la corona de
Escocia a Guillermo [III] y María [II], eso no impidió que el vizconde de Dundee, hasta su
muerte en 1690, aglutinara a los highlanders y se alzara en armas sacudiendo con fuerza al
ejército anglo – escocés. El conflicto creado por los clanes de las montañas aún se prolongó un
año más, pero la muerte de Dundee hizo que se fuera agotando lentamente, quedando un
bandidaje – guerrilla residual, que eventualmente recorría la frontera de las Highlands. La
administración inglesa fue poco a poco debilitando a los clanes y la oposición se fue
extinguiendo.
Como ocurriera con los highlanders, muy pronto los irlandeses se posicionaron
mayoritariamente al lado de la causa jacobita, generando un conflicto armado que se desarrolló
entre el verano de 1689 y mediados de octubre de 1691. En el verano de 1689 Jacobo II había
logrado reunir un parlamento irlandés que decidió reintegrar la tierra de Irlanda a todos los
despojados por los repartos cromwellianos. Esa medida alejó a Jacobo II del trono inglés pero
le hizo muy popular en Irlanda. A lo largo de 1690, Guillermo III presionó militarmente desde
el Norte de la isla. Recuperó todo el Ulster y desde allí fue desplazándose hacia el Sur, lenta
pero decisivamente. El 13 de octubre de 1691 se llegó al Tratado de Limerick que ponía fin al
conflicto. Se acabo con la resistencia jacobita irlandesa y se inició una reacción protestante,
protagonista de una represión muy dura. Eso, de nuevo, agrandó la fractura entre una población
mayoritariamente católica y un gobierno protestante. Aunque, lentamente, desde fines de
febrero de 1689 hasta 1714, a pesar de que rebrotó el jacobitismo irlandés a principios de siglo,
cuando se decidía sobre la regencia de Ana y el advenimiento de la dinastía Hannover, iban
quedando atrás la gran conflictividad que articularon los jacobitas tanto en Irlanda como en las
Highlands. Poco a poco el movimiento jacobita fue debilitándose hasta extinguirse en 1788 con
la muerte de Carlos [“III”] Eduardo [de Inglaterra y Escocia (n. 1720 – † 1788), conocido
como el Joven Pretendiente], último descendiente directo de Jacobo II[; si bien, las
pretensiones dinásticas jacobitas acabarían a comienzos del s. XIX, con el fallecimiento del
hermano de Carlos “III” Eduardo y último descendiente directo real de Jacobo II, Enrique “IX”
Benedicto de Inglaterra y “I” de Escocia (n. 1725 – † 1807)].
Javier Díez Llamazares
28
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
Tema 23: Otros países europeos
0.0. Sumario
23.1. El Portugal restaurado y los estados italianos
23.2. Las Provincias Unidas
23.3. El mundo Báltico y la hegemonía de Suecia
23.4. Polonia
23.5. La Rusia de los primeros Romanov
23.6. Austria y el Brande[m]burgo de los Hohenzollern
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 515 – 521 (Lebrun),
536 – 538 (Lebrun), 542 – 544 (Lebrun), 546 (Lebrun), 550 (Lebrun), 551 – 552 (Lebrun), 558
(Lebrun) y 650 – 651 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 327 – 331
(Gil), 399 – 421 (Solano), 440 – 444 (S. Ayán) y 446 – 448 (Mantecón).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 544 – 546 (Lebrun),
546 – 550 (Lebrun), 550 – 551 (Lebrun), 552 – 554 (Lebrun), 554 – 558 (Lebrun), 558 – 560
(Lebrun) y 646 – 650 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, capítulo 17
(Solano).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 402 – 410 (S.
Ayán).
23.1. El Portugal restaurado y los estados italianos
(FLORISTÁN, 440 – 444)
3. La restauración de Portugal
El 1 de diciembre de 1640 se produjo la sublevación del duque de Bragança, descendiente
de la antigua dinastía real portuguesa, contra Felipe IV. La insurrección se inició en Lisboa
cuando la guardia castellana fue atacada. Vasconcelos, la hechura de Olivares en Portugal, fue
muerto y la virreina Margarita de Saboya conducida a la frontera. Una abundante literatura
político – legal salió a la luz para probar la legitimidad de los “restauradores” y para asegurar el
reconocimiento de los países extranjeros. Por su parte, Felipe IV contestó con una propaganda
antibragancista en la que defendía que el objetivo de sus tropas en Portugal no era reducirlo a
una provincia de Castilla, sino restaurar las libertades y los privilegios de 1581 violados por un
usurpador. Con el frente de Portugal abierto, Felipe IV se implicaba en un nuevo conflicto que,
aunque de baja intensidad si lo comparamos con el que mantenía con Francia, duró veintiséis
años.
La rebelión, iniciada en un momento de máxima gravedad para la Monarquía Hispánica,
ganó terreno rápidamente y en enero de 1641 Juan de Bragança fue proclamado rey
solemnemente, con el apoyo del clero y de una parte importante de la nobleza. El nuevo rey,
Juan IV [(1641 – 1656)], gobernó al principio en colaboración con las Cortes ante las que
había jurado y con los consejos, pero poco a poco fue prescindiendo de las primeras y
trabajó con los segundos a través de sus ministros, para al final gobernar personalmente por
medio de sus secretarios, especialmente de Pais Viegas, que había desempeñado ya este puesto
al lado del duque antes de la Restauración. En junio de 1641 el nuevo rey se alió con los
adversarios de España, Francia y Holanda, y un año más tarde con Inglaterra.
Tras la muerte de Juan IV en 1656 se produjo una delicada situación dinástica, ya que su hijo
mayor, don Teodosio, había muerto en 1653 y […] [su segundo] hijo [en la línea de sucesión]
Javier Díez Llamazares
1
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
[…], don Alfonso, era un niño débil mental y físico. Existía un sector de opinión que deseaba
convocar Cortes para proclamar la incapacidad de Alfonso y entregar el trono a su hermano
Pedro. La reina madre favorecía esta solución pero sin atreverse a dar el paso decisivo. La
mayoría de la aristocracia y del alto clero preferían la perspectiva de iniciar una prolongada
regencia. Fue este sector el que mantuvo el poder efectivo entre 1656 y junio de 1662,
ejerciéndolo legalmente a través de los consejos y de los altos tribunales. Mientras tanto,
Portugal quedó excluida de la Paz de los Pirineos y la guerra con España continuó, si bien
Luis XIV ayudó a Portugal a partir de 1661 bajo la cobertura del aliado inglés, consolidando de
este modo la secesión y haciendo imposible los intentos de reconquista protagonizados por
España en 1663 y 1665.
El período de regencia debía haber concluido en 1657 cuando Alfonso [VI] llegó a los
catorce años, pero doña Luisa [de Guzmán, la reina madre,] prolongó su gobierno. En 1662 el
poder se transfirió nominalmente a Alfonso VI [(1656 – 1683)] y, finalmente, en 1667 don
Pedro y sus partidarios consiguieron la renuncia del rey, quedando reducido éste a una prisión
virtual en las Azores donde murió en 1683. En enero de 1668, las Cortes declararon a Pedro
príncipe y heredero del trono, ocupándolo de hecho en calidad de regente hasta 1683, cuando
ascendió oficialmente al poder con el nombre de Pedro II (1683 – 1706). Estos acontecimientos
evitaron una posible guerra de sucesión en Portugal y precipitaron la firma, el 13 de febrero de
1668, del Tratado de Lisboa, que suponía el reconocimiento por parte de los españoles de la
independencia portuguesa. La firma de la paz no supuso el cierre automático del largo proceso
de separación entre Lisboa y Madrid. En 1673 los sectores más descontentos de la política del
príncipe don Pedro planearon una conjura que, según se dijo, pretendía la reunificación
peninsular. También, del otro lado, el problema sucesorio de Carlos II de España animó a
Pedro II, cuando ya era rey, a sugerir su candidatura al trono. Los tanteos cesaron
momentáneamente a partir de la Guerra de Sucesión española, cuando la alianza anglo –
portuguesa se consumó.
Pedro II se esforzó en realizar una política nacional y en gobernar como un monarca
absoluto, tanto el reino portugués como lo que quedaba de su imperio colonial, es decir Brasil y
algunas posesiones en África y en el océano Índico. En 1684 un arancel aduanero ideado
dentro de la más pura tradición mercantilista, protegió a Portugal de la invasión de mercancías
extranjeras. El descubrimiento de minas de oro en Brasil hacia 1690 aseguró al rey ingresos
regulares y le permitió no convocar más las Cortes a partir de 1697. Sin embargo, Portugal,
después de la Restauración, fue mucho más aristocrático en su gobierno. Éste estuvo en manos
de los “Fidalgos” y del alto clero, que en último término constituían un solo grupo social. Fiel
durante mucho tiempo al doble acuerdo con Inglaterra y Francia, Pedro II optó por la alianza
inglesa a comienzos de la Guerra de Sucesión Española. El tratado comercial negociado por
Lord Methuen el 27 de diciembre de 1703 conseguía para los ingleses, a cambio de la apertura
del mercado británico a los vinos portugueses, la anulación a su favor del arancel de 1684 y el
derecho a tener almacenes en Lisboa y a comerciar libremente con Brasil, para introducir
sus manufacturas de paños principalmente. Este acuerdo sellaría por mucho tiempo la
estrecha dependencia económica, e incluso política, de Portugal respecto a Gran Bretaña
durante el s. XVIII.
4. Ascensión y consolidación de Saboya – Piamonte
El ducado de Saboya – Piamonte era una lastimosa región de la península itálica
noroccidental en 1650. El Conflicto que Francia y España habían protagonizado en esta zona
con anterioridad (1637 – 1642) se había mezclado con las luchas internas que mantenían los
diversos nobles saboyanos. La paz en la zona se conquistó a partir de 1659 gravitando a partir
de entonces en la órbita de la influencia francesa. De 1637 a 1675 el gobierno del territorio
corrió a cargo del duque Carlos Manuel II, aunque hasta 1661 no afrontó directamente la[s]
responsabilidades políticas tras superar un período de minoría y regencia. Su modelo a imitar, al
menos desde 1660, fue Luis XIV. Por esta razón acometió ciertas reformas en la
administración, en la hacienda y en el ejército y aplicó una –en teoría— ambiciosa política
mercantilista, todo ello con el objetivo de colocarse a la altura del resto de las testas coronadas
europeas.
Javier Díez Llamazares
2
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
El primer ministro de Carlos Manuel [II], Giambattista Truchi, apodado “el pequeño
Colbert”, prestó buenos servicios durante toda su existencia de actividad administrativa. Truchi,
de formación jurídica y cuyo primer destino fue el de auditor de Tesorería en la “Camera dei
Conti”, obtuvo amplios poderes a partir de 1672 en la corte de Turín con el flamante cargo de
Superintendente de Hacienda. Procuró desde entonces perfeccionar el rudimentario sistema
de presupuestos y contabilidad, concedió privilegios especiales a los extranjeros que se
comprometieran a desarrollar nuevas técnicas en la manufactura textil y buscó nuevos
beneficios en la explotación de las minas de cobre. Desarrolló también algunos planes de
promoción del comercio, intentando explotar los dos puertos más importantes del Piamonte en
el Mediterráneo, Villafranca y Niza. Su pretensión era que estos se convirtieran en centros
neurálgicos de intercambio internacional como Marsella. Aunque el plan fracasó, un tratado
comercial con Inglaterra y el nombramiento de un cónsul piamontés en Lisboa, en 1674
revelan la tendencia de los plantes de Truchi.
La competencia directa en esta área de influencia comercial era la República genovesa.
Mientras el Piamonte parecía irremediablemente entregado a las actividades agrícolas, Génova
era la imagen de la actividad mercantil. Algunos historiadores han llegado a afirmar que los
genoveses eran para Truchi lo que los holandeses para Colbert, y quizás en ese contexto se
enmarca el fracasado ataque del Duque a Génova en 1672 en un intento de conquista.
En la práctica, estos proyectos demostraron estar por encima de los medios del país y de
las propias capacidades políticas del Duque. Los sueños mercantilistas no consiguieron
transformar la estructura económica del Piamonte, que era agrícola y arcaica y en la que los
nobles continuaron siendo la clase dominante. Aunque la agricultura arrojaba un rendimiento
superior al de otras zonas de Italia y se experimentaba un progresivo aumento de la
población, las técnicas conservadoras en el campo, las comunicaciones deficientes y en
especial las grandes posesiones de la Iglesia y de la nobleza en régimen de “manos
muertas”, obstaculizaban un mayor progreso.
El recuerdo más perdurable de Carlos Manuel II no fue ni una crónica de conquistas ni un
conjunto de reformas administrativas sino la arquitectura. El barroco piamontés, con Guarini
a la cabeza fue en parte creación suya. Cuando murió en 1675, dejó tras de sí un nuevo período
de regencia con la princesa francesa Juana Bautista de Saboya – Nemours al frente del
ducado (1675 – 1684), y un niño, el futuro Víctor Amadeo II en minoría de edad.
Sin embargo, uno de los hechos más trascendentales para el futuro de Italia fue la
transformación del estado de Saboya – Piamonte en Reino de Cerdeña tras la Guerra de
Sucesión Española, y esto fue sin duda un logro del talento político de Víctor Amadeo II (1675
– 1730). Éste accedió al poder en 1684 tras un “golpe de estado” contra su madre, aprovechando
las circunstancias de su matrimonio con una sobrina de Luis XIV. Aunque al principio mantuvo
la tradicional alianza con Francia, supo aprovechar las ventajas que le ofrecía el equilibrio
de poder europeo y, tras firmar un acuerdo secreto con la Liga de Augsburgo en 1690, inició
una nueva fase de la historia saboyana rompiendo los acuerdos con el viejo monarca francés.
La urgente necesidad de mejorar a un tiempo la situación de las finanzas públicas y del
ejército constituía una fuerte motivación para las reformas abordadas por Víctor Amadeo [II]
que tuvieron un eminente carácter práctico. Igualmente importante era su determinación de
ampliar la base social sobre la que debía apoyar la autoridad de la dinastía, muy debilitada
durante las dos regencias. Cuando era todavía un adolescente, redactó un memorándum privado
en el que anticipó sus reformas futuras; en 1688 ordenó un estudio catastral que no se completó
hasta 1731, y en el que procuró que las tierras exentas de impuestos pertenecientes a las clases
privilegiadas se redujeran y que [en] todas los derechos feudales disminuyeran, además de
conseguir que ciento setenta y dos feudos ilegalmente enajenados se reabsorbieran. También
debió hacer frente a tensiones sociales latentes. La persecución de los protestantes valdenses
tras la revocación del edicto de Nantes, o los levantamientos (1680 – 1686 y 1699) producidos a
causa del impuesto sobre la sal, fueron los episodios más destacados en este aspecto.
Sin embargo, la prioridad a fines de siglo era estabilizar, con una estructura de poder sólida
reconocida en el exterior, los territorios ducales. En 1703 Víctor Amadeo [II] ofreció su
alianza al mejor postor y finalmente, colocado en el lado de los aliados contra Luis XIV en la
Paz de Utrecht, recibió Monferrato y Sicilia, esta última más tarde permutada por Cerdeña.
Javier Díez Llamazares
3
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
Pero la consecuencia más beneficiosa de su alianza con los vencedores fue la consecución del
título de rey. A partir de entonces se acentuó la centralización gubernamental. En 1717 toda
la administración había sido reorganizada. El poder se hallaba más lógicamente distribuido
entre los consejos centrales, las distintas tesorerías fueron unificadas y se establecieron
representantes de hacienda en todas las provincias. Los salarios de los cargos públicos
fueron cuidadosamente fijados y la venalidad suprimida. La vieja nobleza feudal, aunque
conservaba su virtual monopolio de la diplomacia y del ejército, fue casi totalmente excluida
de los cargos administrativos, que entre 1713 y 1740 se hallaban en un 90 por ciento fuera de
su alcance. Finalmente en 1729, y con el fin de unificar legislativamente las diferentes partes del
estado, se publicaron las leyes y constituciones del reino. La donación o venta de títulos
nobiliarios a burócratas, juristas y financieros no pertenecientes a la nobleza tradicional
aseguró un alto grado de obediencia de esas elites a la nueva dinastía. Una administración
ordenada, unas finanzas equilibradas, un cuerpo diplomático de primer orden y un ejército
numeroso y eficaz, que absorbía un tercio de los ingresos del estado fueron el resultado de todas
esas reformas. Pero la estructura socioeconómica del país no se había modificado
básicamente. Las inversiones en tierra que concentraron su posesión en menos manos, la
tendencia a adquirir deuda pública como forma de inversión, e incluso la evolución de la
industria particularmente sedera, que a duras penas competía con la lombarda confirmaron que
todavía quedaba mucho camino por andar en este terreno y que persistía la desproporcionada
importancia económica, en un país aproximadamente un millón de habitantes, de unas 3.000
familias destacadas.
(BENNASSAR, 536 – 538, 542 – 544)
El Portugal español y su posterior independencia
a) Desde 1580, el rey de España también es rey de Portugal, realizando así la unidad de
la península. Ciertamente, Felipe II y, en menor medida, Felipe III, respetan el
carácter de unión personal de las dos Coronas, dejando a sus súbditos sus propias
leyes y administración. Sin embargo, los portugueses soportan mal la pérdida de su
independencia, más aún cuando, gracias a la guerra contra España, los holandeses se
apoderan de gran parte de sus colonias […]. Además, convertido Olivares en primer
ministro, quiere extender a Portugal su política centralizadora en beneficio de
Castilla; prepara la fusión administrativa de los dos reinos, especialmente la
absorción de las cortes portuguesas por las cortes castellanas, y distribuye los altos
cargos del reino entre nobles españoles. La toma de Recife (1630) y de una parte del
litoral brasileño por los holandeses impacientan a los portugueses, que reprochan a los
españoles no haberlas defendido suficientemente. En 1635 – 1637 la implantación y
rigurosa recaudación de una tasa del 5 por 100 sobre todos los bienes territoriales
aumenta el descontento, dirigido menos contra la virreina Margarita de Saboya que
contra su odiado ministro, Vasconcelos, impuesto por Olivares. Para calmar los ánimos,
éste nombra gobernador militar al duque Juan de Braganza, descendiente de la
antigua dinastía real portuguesa. Pero, instigado por su mujer, la ambiciosa Luisa de
Guzmán, Braganza se alía con la oposición nacional fomentada bajo cuerda por
Richelieu. El 1 de diciembre de 1640 estalla una insurrección en Lisboa: la guardia
castellana es atacada, Vasconcelos muerto y Margarita conducida a la frontera; el 28 de
enero de 1641 el duque de Braganza, apoyado por el clero y una gran parte de la
nobleza, es proclamado rey de Portugal bajo el nombre de Juan IV [(1641 – 1656)].
En junio, el nuevo rey se alía con los adversarios de España, Francia y Holanda
(mediante una tregua de doce años en las Indias orientales y en Brasil), y al año
siguiente con Inglaterra. Madrid se niega a reconocer los hechos consumados y
empieza una guerra de veintisiete años al margen del gran conflicto franco – español.
Por lo demás, la lucha es llevada blandamente por ambos bandos. Tras rechazar un
ejército enviado por Felipe IV, los portugueses, ayudados por Francia, invaden Galicia
(1641). En 1644 derrotan a los españoles en Montijo y luego en Elvas, en 1659. Al
mismo tiempo, Juan IV consigue reprimir los complots fomentados por España en el
interior del reino. La paz de los Pirineos (1659) priva de momento a Portugal de la
Javier Díez Llamazares
4
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
TEMA 23
ayuda financiera de Francia; pero en 1661, Luis XIV, que intenta por todos los medios
debilitar a España, decide ayudar de nuevo a Lisboa bajo la cobertura del aliado
inglés[.]
[…]
Es así como, gracias al apoyo de las tropas francesas de Schomberg, los portugueses
rechazan dos intentos de invasión de los españoles, la primera vez en Ameyxial en 1663
y la segunda en Villa – Viçosa el 17 de junio de 1665. Esta última y decisiva victoria
obliga a los españoles a reconocer la independencia portuguesa a cambio de Ceuta
por el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de febrero de 1668.
[…] La literatura muy hispanizante todavía con Manuel de Melo (1611 – 1667),
recobra su originalidad al dejar paso a la influencia francesa.
[…]
[…]
[LOS ESTADOS ITALIANOS INDEPENDIENTES]
[…]
b) El resto de la península comprende nueve Estados independientes. Si la influencia
francesa lleva ventaja en los pequeños ducados de Parma y Plasencia (de los
Farnesio), de Módena – Reggio (de los Este) y de Mantua – Montferrat (de los
Gonzaga), en cambio, la influencia de España es predominante en la república
aristocrática de Luca y, sobre todo, en Génova y la Toscana. La república de Génova
está constituida, aparte de Córcega, en perpetua rebelión, por una estrecha franja costera
en Liguria; está estrechamente sometida a España, que utiliza su puerto como etapa
hacia el Milanesado; este casi vasallaje le vale ser cañoneada por la flota francesa en
mayo de 1684. Los grandes duques de Toscana, Cosme II de Médicis (1608 – 1621) y
su hijo Fernando II (1621 – 1670), son mediocres administradores, condenados a
llevar una política prudente y discreta y a tolerar la presencia de los españoles en
los presidios. Por otra parte, se acelera el declive del Estado florentino: tras el
comercio y la industria, decae la Banca; en el terreno de las letras y las artes, Florencia
pierde su primacía de antaño; es cierto que el fundador de la ciencia moderna, Galileo,
es de Pisa, y que la generosidad de Fernando II permite al gran sabio pasar en Florencia
los años más fructíferos de su vida. En cuanto a Cosme III (1670 – 1722), es un
príncipe fastuoso, pero incapaz de devolver a Toscana su esplendor.
Solamente los Estados del Papa, el ducado de Saboya y la república de Venecia
consiguen escapar a la tutela española. En el centro de la península, los Estados de la
Iglesia constituyen un conjunto original. Los once papas que se suceden de 1605 a
1721 1 , soberanos pontífices y jefes de la Cristiandad, son al mismo tiempo soberanos
temporales y jefes del Estado pontificio. Aunque todos son pontífices honestos,
piadosos y conscientes de sus deberes, sólo dos de ellos se comportan como grandes
Papas: Urbano VIII [(1623 – 1644)], mecenas, amigo de Galileo (a quien, sin embargo,
deja condenar) y gran Papa misionero, e Inocencio XI [(1676 – 1689)], a quien puede
denominarse “el Gregorio VII del siglo XVII”, reformador incansable y defensor de los
derechos de la Iglesia frente a Luis XIV. Los papas, mezclados en las intrigas y
conflictos que enfrentan a las grandes potencias, principalmente los Habsburgo y
Francia, no pueden impedir una laicización progresiva de la política europea, no
fundamentada ya en la idea de cristiandad, sino en la razón de Estado; en ese sentido, la
protesta de Inocencio X [(1644 – 1655)] contra los tratados de Westfalia es a la vez
inútil y significativa. Además, sus esfuerzos para defender la integridad de la fe y
trabajar por la propagación del Evangelio chocan con muchos desengaños: a partir
1
Pablo V Borghese (1605 – 1621), Gregorio XV Ludovisi (1621 – 1623), Urbano VIII Barberini
(1623 – 1644), Inocencio X Pamphili (1644 – 1655), Alejandro VII Chigi (1655 – 1667), Clemente IX
Rospogliosi (1667 – 1669), Clemente X Altieri (1670 – 1676), Inocencio XI Odescalchi (1676 – 1689),
Alejandro VIII Ottoboni (1689 – 1691), Inocencio XII Pignatelli (1691 – 1700)[…] [y] Clemente XI
Albani (1700 – 1721).
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
de 1630, la Contrarreforma, triunfante a comienzos de siglo, deja paso al
protestantismo, el jansenismo resiste todas las condenas y la obra misional en Asia está
comprometida por la querella de los ritos. Como soberanos italianos prosiguen la labor
de mecenazgo de sus predecesores, desde el doble punto de vista del impulso urbano y
de la irradiación artística de Roma; también tratan de luchar contra la creciente
anarquía de sus Estados, pero muchos de ellos practican todavía un nepotismo que
aumenta la riqueza y el poder de algunas grandes familias: la magnificencia de la corte
pontificia contrasta con la miseria de los campos, donde el aumento de la ganadería se
produce en detrimento de los cultivos y donde hace estragos un bandolerismo
endémico.
Al noroeste de la península, el ducado de Saboya – Piamonte, a caballo sobre las dos
vertientes de los Alpes, se orienta cada vez más hacia Italia: la capital se traslada de
Chambéry a Turín en 1562 y, en 1601, el duque Carlos Manuel I (1580 – 1630) cede
a Francia Bresse, Bugey y el país de Gex a cambio del marquesado de Saluces. El
duque consigue durante bastante tiempo mantenerse entre los intereses divergentes
de Francia y España, pero, en 1629, Richelieu y Luis XIII, que quieren utilizar el
ducado para combatir a España en el norte de Italia, atacan a Carlos Manuel [I] e
invaden sus Estados. En 1631, el nuevo duque, Víctor Amadeo I (1630 – 1637), firma
la paz con Francia y le cede Pignerol (tratado de Cherasco) […].
Aunque Venecia consigue preservar su independencia respecto a España, no por eso el
s. XVII deja de ser para la Serenísima república un siglo de decadencia. Al ocupar un
lugar destacado en el norte de Italia, en el Adriático y en el Mediterráneo oriental, se ve
obligada, aún haciendo gala de neutralidad y de deseos de paz, a mantener una flota y
un ejército para defender la integridad de sus posesiones, indispensables para su
economía[,] contra los Habsburgo y contra los turcos. No obstante, a pesar de tales
esfuerzos y de la ayuda francesa, debe entregar Candia a los otomanos (1669). Es cierto
que ellos le ceden la Morea en 1699; pero es un éxito más aparente que real, pues el
territorio adquirido es pobre y poco poblado, y la guerra emprendida desde 1684
agota las finanzas de la república y saca a la luz la debilidad de su gobierno […] [.]
[…]
Más grave aún es la decadencia de la actividad comercial, debida a la disminución de
su flota mercante, a los desmanes de la piratería y, sobre todo, a la competencia de las
potencias atlánticas. Ciertamente, Venecia sigue siendo un centro industrial activo
(vidriería, sederías) y un puerto importante, pero sus mercados se ven cada vez más
limitados a las posesiones venecianas. La única primacía que le queda es la de seguir
siendo, durante mucho tiempo todavía, la capital europea del juego y los placeres, y una
de las ciudades más bellas y visitadas de la península.
[…]
23.2. Las Provincias Unidas
(FLORISTÁN, 327 – 331, 446 – 448)
1. Las Provincias Unidas, en búsqueda de su definición constitucional y de su independencia
(1581 – 1650)
Una vez que la Abjuración contra Felipe II (1581) hubo roto los vínculos entre éste y sus
súbditos de los Países Bajos septentrionales, quedó abiertamente planteada, en plena guerra, la
cuestión de quién iba a reemplazar al rey como cabeza del cuerpo político. El problema de la
definición constitucional venía de atrás. La Pacificación de Gante (1576), que había sido un
intento de conseguir un cierto equilibrio político y religioso en el conjunto del país, atribuía un
papel predominante a los Estados Generales (asamblea representativa) en relación al
Gobernador General (alto oficial real), y este papel fue ratificado por la Unión de Utrecht
(1579), en virtud de la cual quedaron constituidas las Provincias Unidas calvinistas y
formalizada su ruptura con las provincias obedientes católicas. Si poco antes los Estados
Generales habían ofrecido el cargo de Gobernador General al Archiduque Matías (hijo del
Emperador y sobrino de Felipe II), bajo ciertas condiciones que limitaban seriamente sus
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 23
atribuciones, a finales de 1580 nombraron a François de Alençon, duque de Anjou (hermano
menor de Enrique III de Francia), “Príncipe y señor de los Países Bajos” y “Defensor” de
sus libertades, con expresa omisión del título de soberano. Este nombramiento provocó la
dimisión de Matías y, si bien Anjou ocupó su cargo hasta su fracaso en 1583, el hombre fuerte
venía siendo en realidad Guillermo [I] de Orange, el Taciturno [(1544 – 1584)], que, desde su
posición inicial como stadhouder de la provincia de Holanda, se convirtió en el auténtico líder
de la revolución. Pero su asesinato en 1584 a manos de un realista reabrió la cuestión.
Coincidió con ello la fulgurante campaña del nuevo Gobernador General del Flandes
obediente, Alejandro Farnesio, duque de Parma, que para 1585 había recuperado Brujas,
Gante, Bruselas y Amberes. Ante semejante empuje, los Estados Generales ne[…]erlandeses
ofrecieron la soberanía de las Provincias Unidas primero a Enrique III de Francia, quien,
inmerso en las guerras de religión de su propio país, declinó, y seguidamente a Isabel I de
Inglaterra, quien asimismo la rechazó. Pero a Isabel [I] no le convenía un triunfo de su
enemigo Felipe II, de modo que en agosto de 1585 firmó el tratado de Nonsuch con las
Provincias Unidas, el primer tratado internacional de las mismas. En su virtud, éstas se
convertían en una suerte de protectorado inglés: Isabel [I] podría intervenir en las
decisiones estratégicas y nombrar a dos miembros del Consejo de Estado neerlandés,
participaba en los gastos militares y envió un cuerpo expedicionario de 7.000 hombres, a
cuyo frente puso a Robert Dudley, conde de Leicester, quien, con el título de Gobernador
General, se convirtió en la cabeza militar y política de las Provincias. Pero Leicester cesó a
principios de 1588. En 1590 los Estados Generales se proclamaron institución soberana del
país.
En aquella época era muy difícil concebir una organización política madura y viable que no
fuera una monarquía. Se discutía a fondo, en la publicística, en la política y en la calle, sobre las
atribuciones o limitaciones que debían tener los reyes, pero la referencia seguía siendo una
monarquía. Por lo tanto, fue sólo a través de una sucesión de probaturas y ensayos que,
paulatinamente, las Provincias Unidas acabaron constituyéndose como un régimen
republicano. Y, aun así, la definición de su cabeza política no quedó resuelta.
Guillermo [I] el Taciturno y Leicester, cada cual a su modo, intentaron dotar al país de un
órgano ejecutivo central efectivo, que contrapesara a los Estados Generales, pero apenas lo
consiguieron. Estos no eran tampoco un organismo cohesionado. En realidad, eran los Estados
de cada una de las provincias los que detentaban el poder decisorio, y aun ahí intervenían
directamente las ciudades con voto en esas asambleas provinciales, rivalizando con éxito con el
stadhouder respectivo, que era el lugarteniente del soberano medieval en cada una de las
provincias. El particularismo de las ciudades y de cada una de las provincias era el rasgo más
visible de la vida política de la república. Realmente, aquellas Provincias estaban poco unidas,
salvo por el hecho de tener un enemigo común.
Así pues, quienes constituían la clase política eran los regentes, patriciado mercantil urbano
que gobernaba las ciudades, además de una minoría de nobles en algunas provincias. Esa “clase
de los regentes” era una de las oligarquías más cerradas de Europa, una vez que se diluyó el
notable protagonismo adquirido por los gremios de diversas ciudades en la agitada década de
1570. Holanda, o mejor dicho, las 18 ciudades con derecho a voto en sus Estados
Provinciales, se erigió en la voz dominante: no sólo pagaba dos tercios del presupuesto general
sino que además los Estados Generales se reunieron regularmente en La Haya.
En esa interacción e interferencias entre distintos niveles, se fueron dibujando dos figuras y
dos tendencias rivales. Por un lado, el stadhouder de Holanda se convirtió en el caudillo
militar de la república y acabaría favoreciendo una política unitaria ante los particularismos
provinciales. Al asesinado Guillermo [I] le sucedió en 1585 su segundo hijo Mauricio de
Orange – Nassau [(1584 – 1625)], estatúder de Holanda y Zelanda y a continuación de otras
varias provincias. Impulsó importantes reformas militares, que serían ad[o]ptadas por otros
estados, la más notoria de las cuales fueron los movimientos de armas en orden cerrado,
destinados a conseguir una cadencia de fuego continua. Por otro lado, el liderazgo político lo
ejerció Johan van Oldenbarnevel[…]t [(1586 – 1619)] en su cargo de “Abogado”, o
presidente, de los Estados Provinciales de Holanda, que ocupó desde 1586, partidario de
mantener el statu quo internacional. Ambas figuras coexistieron en tensión, hasta que
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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divergencias religiosas precipitaron el enfrentamiento. Jacob Hermans, o Arminius, teólogo
reformado holandés, predicaba desde la Universidad de Leiden una doctrina de salvación menos
predeterminista que la de Calvino y fue virulentamente replicado por Franciscus Gomarus,
calvinista ortodoxo. Oldenbarnevel[…]t se alineó con los arminianos, no tanto por rigurosas
razones teológicas, sino más bien por ser partidario de apoyarse en una base sociorreligiosa
amplia.
En 1602, en tanto la controversia teológica se desarrollaba, se fundó la famosa Compañía de
las Indias Orientales, mediante la cual los neerlandeses dieron un gran impulso a su
penetración en los espacios coloniales portugués y español. Fue justamente con este trasfondo
que Hugo Grotius defendió la libertad de navegación como un derecho natural, en De mare
liberum (1609). Esta rivalidad colonial añadió motivos de enfrentamiento entre las Provincias y
España, pero los enormes costes económicos empujaron a ambos contendientes hacia las
negociaciones. Éstas empezaron con gran secreto en 1606 y las bazas máximas planteadas
fueron el reconocimiento por parte española de la independencia de la república y la retirada
neerlandesa de los espacios coloniales luso – hispanos. A estos efectos Oldenbarnevel[…]t
logró congelar la iniciativa de fundar la Compañía de las Indias Occidentales, pues hubiera
sido considerada como casus belli por parte española. Las negociaciones condujeron en 1609 a
la Tregua de [los] Doce Años.
Durante su transcurso se produjo una fuerte crisis política en Holanda. En 1618, poco antes
de que el Sínodo calvinista de Dordrecht condenase el arminianismo, Mauricio de Orange –
Nassau dio un golpe de estado y expulsó a sus adeptos de los consejos municipales
holandeses. Oldenbarnevel[…]t, acusado de traición, fue ejecutado y su cargo de Abogado de
los estados de Holanda abolido. La línea política que él propugnó reaparecería años después
en la figura del Gran Pensionario. De momento, sin embargo, Mauricio, investido del título de
Príncipe de Orange, reforzó su predominio, se atribuyó la facultad de intervenir en asuntos
municipales y casi patrimonializó en su linaje el cargo de estatúder de Holanda.
Cuando la Tregua expiró en 1621, los partidarios de reanudar las hostilidades prevalecieron
en ambos lados. Para asombro de propios y extraños, la república no sólo lograba defenderse
ante la formidable maquinaria bélica española, sino que además lo hacía con una configuración
constitucional muy atípica, mezcla de tradición e innovación, alcanzado al propio tiempo una
prosperidad desconocida en la época y con ciertos rasgos de tolerancia religiosa, no menos
inusuales. Y si bien la Compañía de las Indias Occidentales, finalmente fundada al expirar la
Tregua, tuvo un arranque difícil y una trayectoria irregular, donde [a pesar de] algún que otro
episodio eufórico, como la captura de la flota española en Matanzas (Cuba) por Piet Heyn en
1628 (que le permitió repartir un astronómico dividendo del 75 % entre sus accionistas), no
conseguía enjugar su creciente volumen de deudas, a causa del cual fue liquidada en 1647,
globalmente las Provincias Unidas se alzaron con la supremacía en el comercio mundial. Los
“carreteros del mar”, como se les llamó, fueron vistos como modelo a imitar tanto por aliados
como por enemigos.
La reanudación de las hostilidades hispano – holandesas se enmarcó en la conflagración
general de la Guerra de los Treinta Años, iniciada en 1618. Pese a ello, este conflicto mantuvo
su identidad y en él ambos contendientes parecían persuadidos, desde el inicio de esta nueva
fase, de que la victoria total estaba fuera de su alcance. De ahí que el estatuderato de Federico
Enrique, nuevo Príncipe de Orange (1625 – 1647), y la primera mitad del reinado de Felipe IV
estuvieran marcados por la simultaneidad intermitente de la guerra con las negociaciones de
paz. Continuaron los sempiternos asedios y capturas de ciudades […], pero lo más característico
fue la guerra naval económica: corso, embargos, bloqueos de ríos y puertos, con sus
repercusiones en aranceles y seguros marítimos. En este terreno, el Almirantazgo de los Países
Septentrionales español, establecido en 1624, efectuó incansables inspecciones, mientras que
una armada con base en Flandes y corsarios basados en Dunkerque erosionaban sin cesar la
flota mercante y pesquera neerlandesa. La Compañía de las Indias Occidentales, por su parte,
logró una conquista efímera de Bahía, en el litoral brasileño, y eso es lo que pareció lograr la
república con su resonante victoria en la batalla naval de Las Dunas (1639).
Las negociaciones hispano – holandesas confluyeron con las que se desarrollaron a lo largo
de la década de 1640 para poner fin al conjunto de la Guerra de los Treinta Años. Y en ellas
Javier Díez Llamazares
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reaparecieron fuertes diferencias internas en la madeja de instituciones de las Provincias Unidas.
Los plenipotenciarios españoles negociaron ya con el Príncipe de Orange, ya con los Estados
Generales, y se llegó a planear una negociación entre estos y los Estados Generales del
Flandes obediente. Zelanda fue la provincia neerlandesa más reacia a aceptar los sucesivos
acuerdos, incluso el que sería definitivo, y arguyó, sin éxito, que, según los términos de la
Unión de Utrecht, los Estados Generales no podían adoptar una medida si no era ratificada por
todos sus miembros. En la fase final de las negociaciones se habló de una nueva tregua, de 15 o
de 20 años, pero finalmente se concluyó una paz plena, firmada en enero de 1648, en el seno
de la Paz de Westfalia. Por ella, la Monarquía española reconoció la entera independencia de
las Provincias Unidas.
Federico Enrique murió poco después, en 1647, y fue sucedido como Príncipe de Orange y
estatúder por su hijo, Guillermo II [(1647 – 1650)]. Éste, además de abrigar intenciones
nuevamente belicosas contra la Monarquía española, quiso alterar el delicado e inestable
juego de equilibrios entre las instituciones de la república, en beneficio propio, y el país
estuvo al borde de la guerra civil. Pero Guillermo [II] murió súbitamente de viruela en 1650. Su
hijo, el futuro Guillermo III [(1672 – 1702)], nacería póstumo y la consolidación del
estatuderato que los Orange venían labrando persistentemente desde el golpe de 1618 se
desvaneció con inusitada rapidez. A instancias de Holanda se convocó una “Asamblea
general”. En pleno florecimiento de su Siglo de Oro cultural, empezaba una nueva etapa, de
marcado signo republicano, para la próspera república de las Provincias Unidas.
[…]
1. El republicanismo neerlandés en su edad dorada (1651 – 1688)
Dos fechas marcan hitos en la historia política de las Provincias Unidas, su emancipación
del dominio español en 1581 y el reconocimiento de su independencia por España en 1648,
fecha en que ya gozaban estos territorios de una organización política consolidada y de
instituciones que facilitaron que, en torno a Holanda, se dieran los impulsos económicos más
importantes de la Europa del momento. La fundación, en 1602, de la Compañía Holandesa de
las Indias Orientales y del Banco de Ámsterdam, en 1609, ponían los cimientos de un
imperio comercial que se convirtió en el enemigo a batir por todas las otras potencias
económicas europeas, que obsesionó a hombres de estado como Colbert y que empujó a los
británicos a aprobar una legislación comercial antiholandesa: las conocidas Navigation Acts que
siguieron a la sancionada en 1651. Para entonces, el comercio holandés, conducido por la más
poderosa flota de Europa formada por más de 2.000 naves de gran tonelaje (el 75 % de la flota
europea [de] entonces), se extendía por el Báltico, el Atlántico y el Pacífico. Los holandeses
estaban asentados en Norteamérica desde 1624 (Nueva Holanda), conocían buena parte de
las rutas del Pacífico meridional, pues desde 1619 habían arrebatado a los portugueses el
comercio de las especias en Indonesia, y en 1642 Abel Tasman recorrió la costa australiana.
También estaban establecidos en el Cabo de Buena Esperanza desde 1652, siendo éste el
motivo de la primera guerra anglo – holandesa (1652 – 1654), a la vez que preámbulo de una
dura competencia entre británicos y holandeses por el control de los mares, que llevó a los
segundos a perder Nueva Ámsterdam (Nueva York) en 1664. Esta dura rivalidad también
condujo a los holandeses a remontar el Támesis, poniendo en jaque a toda la armada británica
tres años más tarde.
Nada parecía poder parar a los burgueses de Ámsterdam, comerciantes ultramarinos cuyos
negocios prosperaban sobre bases institucionales tan firmes que eran sólidas incluso en tiempos
de guerra. Las relaciones con España se aquietaron en 1609 (Tregua de los Doce Años), aunque
la beligerancia se reanudó en 1621, año en que también se fundó la Compañía Holandesa de las
Indias Occidentales, y no feneció hasta 1648. Poco después se abrieron los conflictos anglo –
holandeses, ligados a la lucha por la hegemonía de los mares. Sin embargo, durante toda la
segunda mitad del s. XVII el principal frente de presión y oposición política antiholandesa,
y después de 1688 también antiinglés, estaba en Francia y en la política europea de Luis XIV,
hambriento aún de conquistas en el Norte tras la Guerra de Devolución contra España (1667 –
1668).
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Dos fueron las bases que sustentaron la vida política en las Provincias Unidas en los
veintidós años que siguieron a la muerte de Guillermo II de Orange el 6 de noviembre de 1650.
Me refiero al triunfo de las tesis republicanas y la consolidación de la hegemonía de
Holanda dentro de las Provincias Unidas. Estos principios quedaron afirmados en la reunión de
las siete provincias mantenida en La Haya el 18 de enero de 1651. El año de 1650 tuvo el
capricho de hacer preceder en menos de una semana la muerte de Guillermo II al nacimiento de
su hijo, futuro Guillermo III, en quien llegaría a recaer el corona británica conjuntamente con
sus esposa María [II] Estuardo, hija del rey de Inglaterra Jacobo II. En este tiempo
republicano que inspiró la política neerlandesa de los veintidós años posteriores a 1650, y que
estuvo dominado por los proyectos y la capacidad del pensionado de Holanda, Johan de Witt,
hasta su muerte en 1672, los orangistas decidieron esperar a la mayoría de edad de Guillermo
III para plantear un auténtico pulso político que devolviera a la casa de Orange al primer plano
de la política neerlandesa.
Durante esta etapa republicana, la política interior desarrollada por Johan de Witt fue
orientada en dos direcciones: por un lado, a afirmar las libertades ciudadanas y provinciales
proclamadas en la reunión de La Haya de 1651 y, por otro lado, a impedir que Guillermo de
Orange hiciera gravitar en torno a él, su linaje y Holanda el peso de la actividad política
de las Provincias Unidas. Bajo este prisma debe interpretarse tanto el Acta de Exclusión de
1654, para evitar que la casa de Orange capitalizara la representación de las Provincias Unidas,
como el Acta de Armonía de 1670, que prohibía acumular las funciones de capitán y
estatúder de dos de las siete provincias. Esta última disposición se proclamó justo cuando
Guillermo de Orange cumplía veinte años, accedía al Consejo de Estado e iniciaba su ascenso
político.
En este mismo contexto otros problemas ocupaban la atención en las Provincias Unidas.
Muy particularmente la presión que ejercía Francia. Por esa razón, las medidas adoptadas por
Johan de Witt en política exterior fueron orientadas tanto a liberarse de esa presión exterior,
como de las dificultades que implicaban para los holandeses las prácticas mercantilistas de
franceses, ingleses y españoles, que ponían a prueba la imaginación comercial neerlandesa. Bajo
esta perspectiva se hacen comprensibles los intentos de defender la República de cualquier
tipo de amenaza exterior, el desarrollo de una activa y vigilante diplomacia, de una flota
comercial y de guerra bien organizada y gobernada. Es en medio de este marco de tensiones
donde pueden entenderse las guerras comerciales anglo – holandesas que acabaron por aflojar la
dureza de las Navigation Acts en beneficio holandés. También dentro de ese marco de
problemas se comprende mejor que las prácticas mercantilistas francesas fueran surgiendo casi
al mismo tiempo que la diplomacia holandesa buscaba alianzas con Suecia e Inglaterra, para
evitar intervenciones exteriores en caso de que Francia diera el paso de avanzar hacia el Norte e
invadiera las Provincias Unidas.
En las vísperas de la invasión francesa de 1672, las Provincias Unidas eran la primera
potencia comercial y marítima de Europa, a pesar de que, fruto de la presión ejercida por
otras potencias rivales, se viera obligada a retirarse de Brasil en 1654 y de sus establecimientos
de Norteamérica en 1667. Las dificultades impuestas por los rivales de Holanda fueron tan
fuertes que provocaron que, en abril del fatídico año de 1672, la hacienda de la República se
enfrentara a su crisis más grave. En estas circunstancias, siendo ya difícil de sujetar a Luis XIV
más allá de la frontera, Johan de Witt no logró evitar que los Estados Generales nombraran a
Guillermo de Orange capitán y almirante general para la campaña militar que se avecinaba.
El 12 de junio de 1672 la alarma general reinó en Holanda, después de que los franceses
atravesaran el Rin y tomaran Utrecht. Los holandeses abrieron los diques y lograron preservar
Ámsterdam de la invasión francesa. Era una emergencia absoluta. El 8 de julio los Estados
Generales restablecieron el estatuderato y Guillermo de Orange asumía funciones de
capitán y almirante general vitalicio. Poco antes, los hermanos de Witt, Johan y Cornelius,
fueron asesinados en La Haya a manos de alborotadores que les responsabilizaron de los
nefastos acontecimientos vividos. El triunfo político de los orangistas fue completo cuando, en
1675, el ya titulado Guillermo III logró que los cargos que detentaba, incluyendo el de
estatúder, fueran considerados hereditarios. Eso, unido al nombramiento como gran
pensionario de un orangista fiel, como era Gaspar Fagel, acabó definitivamente con la
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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oposición republicana y con los valores que habían otorgado a las provincias activa
participación política después de la muerte de Guillermo II. El golpe asestado contra el
republicanismo fue decisivo.
Guillermo [III] de Orange había logrado frenar a Luis XIV a las puertas de Ámsterdam. En
1674 firma la [p]az con Inglaterra. Buena parte del republicanismo holandés caía ante la presión
francesa, la muerte de los hermanos Witt, la concentración de poder en torno a Guillermo [III]
de Orange, la consideración hereditaria del estatuderato, el nombramiento de Gaspar Fagel
como gran pensionario de las Provincias Unidas y, finalmente, ante el desenlace de la Paz de
Nijmegen [–Nimega—] (1678), que mantenía la práctica integridad del territorio de las
Provincias Unidas. Todo esto permitía a Guillermo [III] de Orange presentarse como el
principal vencedor de la contienda política dentro de su propio país. Restablecida la paz y
asentada la hegemonía de la casa de Orange en las Provincias Unidas, la desconfianza hacia el
expansionismo francés persistía en Holanda y fuera de Holanda, puesto que en Inglaterra, para
los miembros del emergente partido whig, la monarquía francesa simbolizaba, además de
expansionismo e intransigencia religiosa católica, la promoción de un modelo autoritario de
gobernar. En estos años, entre los ingleses crecía la desconfianza hacia el duque de York y
futuro rey Jacobo II. Grabados, pinturas y esculturas colocadas en lugares públicos en Francia
mostraban hasta dónde la propaganda favorable a Luis XIV presentaba al monarca francés como
el defensor del catolicismo en Europa. Se preparan nuevas coaliciones defensivas, preventivas
antifrancesas, temiendo nuevos movimientos galos en las Provincias Unidas y, sobre todo, en
Inglaterra. Definitivamente, en octubre de 1688 los Estados Generales de las Provincias Unidas
aceptaron auxiliar la empresa de Guillermo [III] de Orange en la Inglaterra gobernada por
Jacobo II […].
(BENNASSAR, 515 – 521, 650 – 651)
2. Las Provincias Unidas de 1609 a 1650
[…]
Dificultades políticas
a) En el momento en que se establece, en 1609, la tregua de los Doce Años con España,
la república de las Provincias Unidas comprende las siete provincias de Groninga,
Frisonia, Overijssel, Gueldre, Utrecht, Holanda y Zelanda. El gobierno de la
república es complejo, en la medida que las instituciones centrales se superponen a
las instituciones locales y en que, por razones históricas, la familia de Orange ocupa
en el Estado una situación excepcional.
En el nivel más bajo, cada ciudad disfruta de la más amplia autonomía, la administra
una oligarquía de “regentes”, constituida por las familias más ricas, que nombra al
burgomaestre y a los magistrados municipales. Los delegados de las ciudades, los de
la nobleza y, en algunos casos, los de los campesinos, forman, en el marco de cada
provincia, los estados provinciales. Sin embargo, la composición de estos está lejos de
ser uniforme […]. Así, salvo en las dos provincias pobres del Norte, la importancia de
la oligarquía urbana es considerable […]. Al lado de los Estados, que son los
encargados de votar las leyes, un funcionario, generalmente un jurista, nombrado y
pensionado por ellos (de ahí su nombre de pensionario), prepara el trabajo de la
asamblea y dirige la burocracia provincial. Finalmente, el estatúder, igualmente
nombrado por los Estados, vela por la ejecución de las leyes, nombra a numerosos
empleados y manda las fuerzas militares locales como capitán y almirante.
Las instituciones federales comprenden en primer lugar los Estados Generales de las
Provincias Unidas, la más alta instancia de la República, con sede en Holanda, en La
Haya. Cada provincia está representada en ella por un número variable de diputados,
pero sólo dispone de un voto, cualquier que sea su número; por lo demás, las decisiones
más importantes deben tomarse por unanimidad; de hecho, no es tanto una asamblea
deliberante como un congreso de embajadores obligados a consultar constantemente a
sus mandatarios. Los Estados Generales están asistidos en su tarea por los ministros y
los Consejos, principalmente el Consejo de Estado. Por otra parte, en la medida en que
los Estados Generales tienen su sede en La Haya y en que Holanda es con mucho la
Javier Díez Llamazares
11
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
TEMA 23
provincia más poblada y más rica, el pensionario de Holanda, elegido por cinco años y
reelegible, de simple funcionario provincial, se convierte poco a poco en uno de los
primeros personajes de la República, con el nombre de Gran Pensionario, encargado
entre otras cosas de la dirección de la política exterior […]. Finalmente, a la cabeza del
ejército y de la armada hay un capitán general y un almirante general […].
Así, en 1609, dos partidos se enfrentan efectivamente en la república: apoyándose en
los estados provinciales de Holanda, el Gran Pensionario defiende los intereses de los
grandes comerciantes y manufactureros holandeses, partidarios de la paz, necesaria
para el desarrollo de los negocios y preocupados por preservar la autonomía política
y financiera de cada provincia en un marco federal bastante vago. El estatúder,
cuya base es el poder militar, desea la prosecución de la guerra con España; además,
contando con el apoyo de la nobleza y del campesinado de las provincias pobres del
interior, de los marinos zelandeses y del pueblo llano de las ciudades, que constituyen
los mandos y las tropas del ejército capitaneado por él, preconiza la debilitación de las
instituciones locales en beneficio de un poder central fuerte, el suyo si hace falta. La
lucha entre estas dos facciones, “republicanos” y “orangistas”, domina la historia de
las Provincias Unidas en el s. XVII.
[…]
Prosperidad económica
a) […]
Es cierto que, aparte de la situación geográfica entre el Báltico y el Atlántico y la
desembocadura de la gran vía renana, las condiciones naturales son muy
desfavorables [(p.ej. exigüidad del territorio, presencia de grandes extensiones de agua
o la falta de madera y de materias primas)] […]. A través de su trabajo encarnizado, de
su “industria”, es como los neerlandeses supieron sacar partido de esa tierra ingrata y de
esa orilla inhóspita. Desde finales de la Edad Media, los habitantes de los “Países
Bajos” emprendieron una lucha paciente y eficaz contra el agua. En el s. XVII, la
técnica de los polders está perfectamente establecida […] y permite desecar
numerosos pantanos y mares interiores de la provincia de Holanda; sin embargo,
hacia 1650, queda todavía mucho por hacer […]. En esa tierra disputada al mar y a los
ríos, los neerlandeses crían vacas lecheras, cultivan con cuidado, sin recurrir al
barbecho, trigo, lino, legumbres y flores, mientras que en las landas del Este pacen
numerosas ovejas. Cierto es que, a pesar de todo, es preciso importar cereales para
alimentar a la población y materias primas para las necesidades de la industria, pero, a
cambio, se puede exportar mantequilla, quesos y bulbos de flores.
La actividad industrial [(p.ej. los paños de Leyde, los terciopelos de Utrecht, las lozas
de Delft o los astilleros de Zaandam)] se desarrolla a finales del s. XVI gracias,
principalmente, a la llegada de numerosos protestantes que huyen de los Países
Bajos españoles […].
b) Pero la gran riqueza de las Provincias Unidas viene del mar, es decir, de la pesca del
arenque en el mar del Norte […], y más aún del gran comercio marítimo[.]
[…]
Esta vocación comercial nace en gran parte de la lucha contra los españoles. El cierre de
Lisboa a los neerlandeses a partir de 1580 contribuye notablemente a lanzarles a los
mares lejanos con el fin de aprovisionarme directamente de especias. Así constituyen
poco a poco, en detrimento de los portugueses, un gran imperio colonial[, cuyos
máximos exponentes son la creación de las Compañías de las Indias Orientales
(1602) y de las Indias Occidentales (1621)] […].
Al mismo tiempo, los neerlandeses son dueños del comercio europeo de tránsito. Las
mercancías de todos los países europeos[, incluidas las procedentes de sus propias
factorías y de las colonias españolas y portuguesas gracias al “intérlope”,] afluyen a sus
puertos para luego volver a distribuirse por todas partes […].
c) Las Provincias Unidas mantienen ese papel destacado gracias a unas instalaciones
extraordinarias[, representadas por una potente flota mercante y unos grandes puertos
muy bien acondicionados y equipados] […]. Una red muy estrecha de corresponsales y
Javier Díez Llamazares
12
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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corredores repartidos por todo el mundo proporciona información segura en cualquier
momento. La Bolsa de Ámsterdam permite especular con todas las mercancías que se
cotizan y negocian diariamente.
Pero el fundamento del poder económico reside en una organización bancaria sin rival
en Europa. El Banco de Ámsterdam, fundado en 1609 […], posee el monopolio del
cambio; al mismo tiempo, es un Banco de depósito, donde cada depositario es acreedor
al valor real de su depósito y puede disponer de él tanto en metálico como por traspaso
a la cuenta de otro depositario. La actividad esencial del Banco es, pues, simplificar los
pagos comerciales de sus […] clientes […]; se supone que no emite billetes ni
concede créditos oficiales[, si bien, a partir de 1619 concederá elevados adelantos
temporales a grandes instituciones] […].
La civilización neerlandesa
a) Además de gran potencia económica, las Provincias Unidas también son un gran foco
intelectual y artístico. Ello se debe, en primer lugar, a la libertad que reina en ellas y
que las convierte en lugar de refugio para todos los perseguidos. Tras la violenta
querella entre gomaristas y arminianos, el espíritu de tolerancia se impone poco a poco,
y Holanda se convierte en el país de la libertad de pensamiento y de la libertad de
expresión[.]
[…]
Universidades, imprentas y periódicos contribuyen al brillo intelectual de las Provincias
Unidas. A comienzos del s. XVII, la Universidad de Leyde, fundada en 1575, es la
más activa y célebre de Europa. Se lo debe al valor de sus maestros, a menudo
extranjeros […], y, sobre todo, al novísimo carácter de la enseñanza que se imparte en
ella: estudio de lenguas orientales, anatomía, botánica y astronomía […]. Esta
enseñanza, tanto en Leyde como en las demás universidades y “escuelas ilustres”, no
es esclava de la tradición medieval y se ocupa de problemas técnicos y aplicaciones
prácticas[, como la construcción de aparatos de medición o la multiplicación de los
ejercicios de disección en medicina] […]. El gran jurista Hugo de Groot, llamado
Grotius (1583 – 1645), a quien su arminianismo y su antiorangismo obligarán a vivir
fuera de su país a partir de 1619, crea el derecho internacional público en su De Jure
belli ac pacis (1625). La fama de los impresores holandeses es igualmente grande en
Europa […]. La calidad del material de los libros, la libertad de publicación (al precio, a
veces, de algunas precauciones) y la existencia de una amplia clientela local y
extranjera explican el auge de la edición neerlandesa. Asimismo, gacetas y periódicos[,
como la Gaceta de Ámsterdam (o de Holanda) o las Noticias extraordinarias de
Leyde,] deben su éxito a la competencia de sus corresponsales, a la seguridad de sus
informaciones y, principalmente, a la total ausencia de censura […].
b) Finalmente, el s. XVII es para Holanda verdadero “siglo de oro” por la profusión de
sus artistas. Sus arquitectos construyen el Ayuntamiento de Ámsterdam, el
Mauritshuis de La Haya y todas esas bellas mansiones burguesas que, de Ámsterdam
a Delft, de Leyde a La Haya, son, en su sobria elegancia, como el símbolo del éxito de
toda una clase social. Ello es aún más cierto respecto a los cuadros de sus grandes
pintores (retratos individuales y colectivos, escenas de interior, paisajes); el genio de
Franz Hals, Vermeer y Rembrandt no debe hacer olvidar el encanto de maestros
menos ilustres […]. En cuanto a Jan Sweelinck (1562 – 1621), organista de la “vieja
iglesia” protestante de Ámsterdam durante más de cuarenta años, se revela en sus
composiciones para órgano (fugas y variaciones) como un gran creador, que tendrá
profunda influencia en los organistas alemanes.
Así, pues, el milagro holandés no es sólo de orden material; también es por las obras del
espíritu por lo que los habitantes de las Provincias Unidas, con los holandeses a la
cabeza, afianzan su poder creador y aportan una contribución decisiva a la civilización
europea.
[…]
[LAS PROVINCIAS UNIDAS DE 1650 A 1713: PODER Y DECADENCIA]
Javier Díez Llamazares
13
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
c)
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[…]
El prestigio del estatúder [Guillermo III de Orange (1672 – 1702)] es, pues,
considerable. Se aprovecha de ello para aumentar sus poderes a pesar de la oposición
republicana, que se apresura a demostrar que los neerlandeses no sacan provecho
alguno del hecho de que su estatúder se convierta en rey de Inglaterra: no sólo no se
modifican en su favor las Actas de navegación, como algunos esperaban, sino que
pronto se sacrifican los intereses de las Provincias Unidas en beneficio de su gran rival.
La guerra de la Liga de Augsburgo cuesta muy cara a la república y le reporta pocas
ventajas. Por lo tanto, Guillermo [III], ayudado por Antonius Heinsius (1641 – 1720),
Gran Pensionario desde 1689, sabe sacar partido a las torpezas de Luis XIV en 1701 y
logra convencer a los Estados Generales para que se pongan al frente de la Gran
Alianza de [L]a Haya. Pero cuando muere sin hijos el 19 de marzo de 1702, los
Estados de Holanda y los de las cuatro provincias de las que era estatúder no quieren
designar como sucesor a su primo Juan Guillermo [Friso] de Orange[, Príncipe de
Orange (1702 – 1711)]. Empieza la segunda etapa sin estatúder, que duraría hasta
1747.
El gran pensionario Hensius desempeña, hasta su muerte en 1720, un papel principal.
Antiguo colaborador de Guillermo [III], y continuador de su política, es fácilmente
seguido por los orangistas, mientras los republicanos, satisfechos por la desaparición
del estatuderato, y muy preocupados, a pesar de su pacifismo, por la actitud de Luis
XIV, aceptan unirse al pensionario. Lo hacen con tanto más agrado cuanto que éste,
dedicado por completo a las preocupaciones de la guerra, deja que algunas familias de
regentes o de magistrados locales acaparen el poder poco a poco. Pero estos
burgueses no tienen ya las virtudes de sus padres; egoístas y codiciosos, sólo piensan en
enriquecerse a expensas de sus compatriotas […] [.]
[…]
Además, la guerra por la Sucesión de España acaba por agotar a las Provincias
Unidas: los esfuerzos militares y financieros que se ven obligadas a realizar y que se
suman a los de las guerras anteriores, están desproporcionados con las posibilidades de
este pequeño pueblo de menos de dos millones de habitantes, por muy rico que sea.
Finalmente, a lo largo del conflicto y durante las negociaciones de Utrecht, la política
exterior de la república aparece cada vez más dependiente de la de Gran Bretaña,
que la obliga a renunciar a toda idea de anexión de los Países Bajos españoles y a
contentarse con la ocupación de algunas de las plazas de la Barrera.
Socavadas interiormente, y agoradas financieramente, hacia 1713 las Provincias Unidas
no sólo se encuentran subordinadas políticamente a Inglaterra, sino también
ampliamente superadas desde el punto de vista económico por los brillantes
progresos de su feliz rival. Ciertamente, conservan las ricas Indias neerlandesas, puertos
activos y numerosos barcos. Pero, víctimas de la competencia inglesa, lo son también
de la exigüidad de su territorio, de la debilidad numérica de su población y de la
insuficiencia de sus instituciones políticas. El “milagro holandés” reside
precisamente en el hecho de que, durante casi un siglo, estas condiciones desfavorables
no impidieron a la república asumir el papel de gran potencia mundial.
23.3. El mundo Báltico y la hegemonía de Suecia
(FLORISTÁN, 409 – 414)
2. Los Estados escandinavos en la época del absolutismo
2.1. Tentativas del absolutismo en Suecia en su época de esplendor y su resultado
La muerte de Gustavo [I] Vasa [(1523 – 1560)] dio paso a un largo período de inestabilidad
en Suecia, en donde el sucesivo reinado de los hijos de éste, Erik XIV (1560 – 1569) y Juan
III (1569 – 1592), estuvo determinado por el predominio de la aristocracia, los enfrentamientos
religiosos y la conflictividad en el Báltico. Segismundo [I de Suecia (1592 – 1599) y III de
Polonia (1587 – 1632)], nacido del matrimonio de Juan III y una Jagellón polaca, Catalina,
representaba la unión de ambas coronas, Suecia y Polonia, pero su marcada actitud
Javier Díez Llamazares
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contrarreformista pronto provocó la reacción de los protestantes. Estos, en 1595, nombraban
regente a Carlos, hijo menor de Gustavo [I] Vasa, quien ejercería efectivamente el poder
monárquico en Suecia entre 1604 y 1611 como Carlos IX.
Tras él pasó a ocupar el trono de Suecia Gustavo [II] Adolfo […] Vasa (1611 – 1632),
joven monarca que, desde un primer momento, trazó como objetivos primordiales de su reinado
insistir en la propagación de la religión luterana y hacer de Suecia una gran potencia,
convirtiendo el Báltico en un “lago sueco”. Tarea ésta nada sencilla, a pesar de las cualidades
que el nuevo soberano poseía como estadista y jefe militar, si consideramos la escasa densidad
poblacional de un estado que se extendía, aproximadamente, sobre los actuales territorios de
Suecia y Finlandia. Pero, sobre todo, del que Gustavo [II] Adolfo heredaba un delicado legado
político y militar.
Para llevar a cabo sus propósitos, Gustavo [II] Adolfo […] recuperó la confianza de la
nobleza sueca ratificando sus privilegios. A cambio, recibió el apoyo militar de ésta para
poner fin a las guerras que, contra Cristián IV de Dinamarca y el zar Miguel [I o III]
Romanov, había heredado de su antecesor. La resolución de los conflictos armados con
Dinamarca (Paz de Knared, 1613) y con Rusia (Paz de Stolbowo, 1617) permitieron al
monarca sueco centrar sus esfuerzos en la reorganización de su reino, pese a que los buenos
resultados obtenidos con la firma de un tratado de paz con el zar ruso estimulaban un nuevo
conflicto con Segismundo III de Polonia.
El apoyo que para la renovación del estado recibiría de la aristocracia sueca se concretó en
uno de sus representantes, el canciller Axel Oxenstierna (1583 – 1654). Los primeros pasos
fueron orientados a reforzar la autoridad real, mientras Gustavo [II] Adolfo […] se
granjeaba la confianza de la Dieta (Riksdag), formada por la nobleza, el clero, la burguesía y
una representación del campesinado. La reforma de las finanzas o de la justicia, así como la
reestructuración efectuada sobre el Consejo Supremo, mediante la creación de cinco
Consejos temáticos, fueron otras actuaciones tendentes a la orquestación de un sistema
administrativo más eficiente.
El rumbo de los acontecimientos, sin embargo, cambió cuando, en la batalla de Lutzen,
moría el rey Gustavo [II] Adolfo. Reunido el Riksdag, nombraba a la única hija del monarca,
Cristina [I (1632 – 1654)], entonces una niña de sólo seis años, como sucesora al trono e
instituía un Consejo de Regencia presidido por el canciller Oxenstierna. Una constitución
aprobada dos años después (1634) sentaba las bases de un gobierno aristocrático, del que habría
de beneficiarse la nobleza. Tal influencia trataría de ser contrarrestada por Cristina [I], tras
alcanzar en 1645 la mayoría de edad, sin conseguirlo. Sin embargo, los intentos por parte del
clan Oxenstierna para que la reina contrajera nupcias fueron vanos y, en 1649, conseguía que el
Riksdag nombrase a su primo, Carlos Gustavo de Palatinado – Deux – Ponts, como su
sucesor al trono. En él abdicó cinco años después (1654) con objeto de convertirse al
catolicismo.
La preponderancia del estamento nobiliario se tradujo en su progresivo e importante
enriquecimiento económico a lo largo de todo este período, como consecuencia de la
enajenación de bienes del patrimonio regio, provocada por aquel entonces por los problemas
financieros por los que atravesó la corona, y también como consecuencia de la adquisición de
tierras que no pocos campesinos, alistados en el ejército o agobiados por los tributos, hubieron
de vender. Si a mediados del s. XVI se calcula en algo más de un 20 % el porcentaje de tierras
perteneciente a la nobleza, un siglo después éste se había elevado hasta aproximarse a un 70 %
de las mismas.
El reinado de Carlos X Gustavo, aunque corto (1654 – 1660), representó la reactivación de
las aspiraciones de la corona sueca. En el ámbito internacional, renacido el sueño de la unidad
escandinava y de la expansión continental para alcanzar el dominio del Báltico, reanudó la
guerra con Polonia y, más tarde, con Dinamarca. En el interior, ordenó la recuperación de
una parte de las enajenaciones producidas y estableció una contribución sobre los bienes
de la aristocracia. Su temprana muerte –contaba con 38 años— inauguraría un nuevo período
de Regencia, pues su hijo y sucesor, Carlos XI [(1660 – 1697)], sólo contaba con cinco años de
edad. El Consejo de regencia, presidido por la reina madre, integraba a cinco miembros de la
alta aristocracia, entre los que se hallaba el canciller marqués de La Gardie. Durante este
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tiempo se puso fin a los conflictos bélicos heredados de Carlos X, mientras las dificultades
financieras propiciaban nuevas enajenaciones territoriales a favor de la aristocracia.
Alcanzada la mayoría de edad en 1674, Carlos XI se hizo con el poder, manteniendo al
marqués de La Gardie, mientras el Riksdag suprimía el Consejo de Regencia. Su alianza con
Francia, en la intención de consolidar la supremacía sueca en el Báltico, le llevó a una nueva
guerra, entre 1675 y 1679, contra una alianza antisueca integrada por Prusia[…] [–]
Brandembrugo, Austria, Dinamarca y Holanda. Los serios reveses militares sufridos no
impedirían que, de la mano de la diplomacia del monarca francés Luis XIV, en el tratado de
Saint – Germain – en – Laye, recobrase los territorios perdidos en el conflicto. Asegurada la
integridad territorial, centró su política en la reorganización interior del estado, así como en la
reimplantación del absolutismo, apoyándose en el resultado adverso obtenido en la política
militar. En 1680 conseguía de la Dieta una ley que obligaba a la nobleza a reintegrar a la
corona las tierras enajenadas por ésta con anterioridad. Otras medidas como la autorización
de la Dieta para legislar sin necesidad de ser convocada, la restauración de las finanzas, la
reorganización de un ejército nacional o el desarrollo de una cultura en el país,
consagrarían la tendencia absolutista de la época frente a quienes pretendían asentar en Suecia
un régimen aristocrático.
La subida al trono de su hijo, el joven Carlos XII (1697 – 1718), a pesar de su intención
inicial de intensificar el carácter absoluto heredado de su padre, llevaría a Suecia a un período
de decadencia, determinado por la intensa conflictividad bélica que lo caracterizó, y en el que
Suecia perdería su hegemonía en el Báltico, y por el largo período de absentismo regio y el
vacío de poder que ello conllevó. El año 1718 moría en el sitio de Fredrikshald, en su ataque
contra Noruega, sin haber previsto su sucesión. Dejaba un reino debilitado por el continuado
esfuerzo realizado y el poder de la corona, de nuevo, comprometido por el avance nobiliario. Se
frustraban así los logros alcanzados por su padre y se abría camino a la denominada “era de la
libertad” (1717 – 1818), cuyo punto de partida lo hayamos en la Constitución de 1720, donde
saldrían reforzadas las prerrogativas del Riksdag y se establecía una especie de régimen
parlamentario.
2.2. Dinamarca: la pugna entre la corona y la aristocracia en la senda hacia el
fortalecimiento del absolutismo
A lo largo del s. XVII la monarquía danesa, que además controlaba el reino de Noruega,
cuyas leyes y tradiciones fueron respetadas, ofrece rasgos similares al modelo sueco. Tal es el
caso de la definición luterana del estado o la rivalidad por el control del poder entre la
aristocracia y la corona que, en ambos casos, derivaría en el fortalecimiento del absolutismo
durante los últimos decenios de la centuria. Si bien existieron, también, diferencias como el
hecho de que en Dinamarca continuase vigente hasta 1660, aunque fuera teóricamente, el
carácter electivo de la monarquía. En el panorama socioeconómico, igualmente, las
semejanzas superan a las diferencias en materias como la concentración de la tierra en manos
de la aristocracia, el endurecimiento en las condiciones de vida del campesinado, agobiado
por los tributos, o los intentos fallidos, por parte de las respectivas coronas, por consolidar
una política económica de carácter mercantilista. Finalmente, la pugna entre ambos estados
por el control del Báltico se decantaría en beneficio de Suecia, fracasando la corona danesa en
sus aspiraciones.
Cuando Federico II murió (1559 – 1588) legaba a su sucesor Cristián IV (1588 – 1648) un
reino poderoso y enriquecido, convertido en la potencia predominante del Norte cuando el
nuevo monarca iniciaba su gobierno personal en 1596. Ello se debía, fundamentalmente, al
dominio del peaje del Sund y sobre la navegación que lo transitaba, lo que suponía al estado
danés las 2/3 partes de los ingresos presupuestarios.
Durante su dilatado reinado Cristián IV se vería obligado a pactar con una poderosa y
enriquecida nobleza. Los estados de Dinamarca y Noruega eran gobernados por una
monarquía, teóricamente, de carácter electivo, que, en la práctica, actuaría como hereditaria.
Sin embargo, este sistema no impidió que la alta nobleza esgrimiese sus Cartas de Privilegios
ante el ejercicio del poder real, como las firmadas por el propio Cristián IV al acabar su minoría
de edad. Según éstas, la soberanía era representada conjuntamente, por un rey con una
considerable capacidad de iniciativa como poder ejecutivo central y por un Consejo de estado
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aristocrático (Rigsdad) con suficiente capacidad para autorizar las declaraciones de guerra, la
imposición de contribuciones extraordinarias, o para actuar como órgano influyente y
consultivo en otros asuntos de interés.
El carácter personalista y animoso de Cristián IV dificultaría durante su reinado las
posibilidades de equilibrio entre la “monarquía restringida”, pretendida por el Consejo
aristocrático, y las aspiraciones políticas del propio soberano. La actitud independiente del rey
se vio favorecida por el superávit financiero obtenido por el reino durante las primeras décadas
de su mandato y al que, tradicionalmente, la corona había tenido libre acceso (Tesoro Real) sin
necesidad de consultar al Consejo.
La ambición por alcanzar la hegemonía en el Báltico le indujo a llevar a cabo una intensa
política armada. Prueba de ello fue la guerra contra los suecos (Guerra de Kalmar entre 1611
– 1613), motivada por el uso mercantil que estos daban al puerto de Göteborg, fundado en 1607
por Carlos IX, en donde las mercancías occidentales, en su travesía al Báltico, era trasvasadas a
barcos suecos con el fin de eludir el peaje del Sund. Esta ventaja había sido adquirida por los
navíos suecos desde el año 1570. La paz de Knared (1613) ponía fin al conflicto. En 1617,
considerando la debilidad de la Hansa y su título sobre el ducado de Holstein, adecuaba el
puerto de Glückstadt, en el estuario del Elba, para competir con Hamburgo que, al igual que los
navíos hanseáticos, se vio obligada a pagar el peaje desde el año 1627. Pero, sin duda, el
momento determinante lo encontramos en la intervención danesa en el conflicto de la guerra
de los Treinta Años (1625 – 1629), con la que Cristián IV trataba de prestar su ayuda a los
príncipes protestantes alemanes, al mismo tiempo que, en su rivalidad con Suecia, obtener
ventajas que afianzasen su preponderancia comercial en el Báltico. La paz de Lübeck, sin
embargo, frustró sus expectativas pues, aunque recuperaba la península de Jutlandia, devastada
por los ejércitos de Wallenstein y Tilly, aliados del Emperador, debía renunciar a intervenir en
Alemania, así como a sus aspiraciones en la zona, dejando la iniciativa a Suecia.
Las malas cosechas habidas en 1629 y 1630, acompañadas por los estragos a causa de un
brote de peste, no hicieron más que agravar la situación de un territorio castigado por la
invasión devastadora que acababa de soporta[r]. Como consecuencia de la precaria situación
internacional posterior al año 1629, el rey danés incrementó la solicitud de contribuciones
para hacer frente a los cuantiosos gastos del ejército y de la armada, hasta perder su autonomía
financiera. En estas circunstancias comenzaron a prodigarse las quejas y el descontento
contra los privilegios nobiliarios por parte de unas ciudades y un campesinado que veían
que sobre ellos recaía la mayor parte del coste de los expedientes tributarios, aprobados por el
Consejo, de los que la nobleza quedaba exonerada. De hecho, entre los años 1629 y 1643, las
contribuciones extraordinarias y otros expedientes aprobados por el Consejo duplicaron, en
términos globales, el coste producido en el período equivalente precedente a la intervención de
Dinamarca en el conflicto de la Guerra de los Treinta Años.
Al entrar en la década de 1640, las relaciones entre Cristián IV y el Consejo habían quedado
colapsadas. Este ambiente, por otra parte, induciría a la pequeña nobleza provincial a
cuestionar la conveniencia de que la dirección política se mantuviese bajo el influjo exclusivo
del Consejo. Ésta reclamó una mayor participación a través de unos comités territoriales
permanentes que, acordados en los Estados Generales reunidos en 1638, desarrollaron su
mayor protagonismo durante los últimos años del reinado. Tras el nuevo desastre contra los
suecos (1643 – 1645, Paz de Bromsebro) y la Paz de Westfalia (1648), Dinamarca quedó
relegada a potencia de segundo orden en el contexto regional del Báltico.
Con la elección de Federico III (1648 – 1670) la nobleza no consiliar trató de representar,
en vano, a los estamentos frente al Consejo aristocrático. Mientras, la Carta de Privilegio de
1648 institucionalizó la monarquía consiliar y se prolongaron durante la primera parte de su
reinado los problemas y la tendencia heredada de su padre y antecesor. Si bien la carga fiscal se
redujo algo durante los años cincuenta la conflictividad internacional no permitiría aliviar la
situación. Al final, dos nuevas guerras contra Suecia (1657 – 1658, Paz de Roskilde; y 1658 –
1660, Paz de Copenhague), incapaces de romper el bloqueo político por el que atravesaba la
administración central, supondrían el fin del “constitucionalismo aristocrático” en el estado
danés. Con ello fracasó un gobierno aristocrático que, desde 1648, había intentado invertir la
tendencia política inspirada por el rey Cristián IV.
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La reacción de los restantes estamentos de los Estados Generales ante los privilegios
fiscales que la nobleza ostentaba, haría girar el rumbo de los acontecimientos con la
connivencia interesada del propio Federico III. Convocados los Estados Generales para finales
del verano de 1660, se culpó al Consejo aristocrático de haber dirigido mal la guerra. El
patriciado de Copenhague, animado por las compensaciones recibidas –tocantes a su posición
política y comercial— por haber resistido a los suecos, encabezó un frente, integrado por el
tercer estado y el clero, que exigió una reforma fiscal y financiera drástica.
La resistencia de la nobleza a contribuir en los gastos militares fue, entonces, respondida con
la proclamación del carácter hereditario de la Corona y la derogación de la Carta
aprobada en 1648. Federico III sitió la ciudad, para lo que contó con el apoyo primordialmente
de la milicia urbana. Pocos meses después, en enero del año 1661, el propio monarca
proclamaba su poder absoluto que, algunos años más tarde, era refrendado por la Ley Real de
14 de noviembre de 1665 (Kongelov), auténtica constitución que sancionaba el carácter
hereditario, absoluto, luterano y de derecho divino del soberano, al mismo tiempo que
posibilitaba en Dinamarca la puesta en marcha de una serie de reformas, tendentes a
modernizar y centralizar su administración, a imitación de lo ya realizado en Suecia.
Durante el reinado de Cristián V (1670 – 1699), Dinamarca afianzó el impulso político y
administrativo llevado a cabo por su antecesor en su evolución hacia el absolutismo,
consolidado con la Ley Real (Código “Danske Lov”) promulgada el año 1683. Además,
durante este período, la política absolutista se vio reforzada mediante el relevo de la
aristocracia tradicional danesa por otra de origen germánico y de carácter más cortesano,
contribuyendo con ello a dar mayor solidez a la evolución protestante en el país, mientras se
ponían en marcha las bases económicas de tipo colbertista.
(BENNASSAR, 551 – 552, 554)
[SUECIA EN EL S. XVII]
a) […]
[…] Por otra parte, Gustavo [II] Adolfo, que concede la mayor importancia a los
problemas de la enseñanza, funda numerosos “gimnasios” (colegios), reorganiza la
Universidad de Upsala, dotándola con magnificencia, y crea la [Universidad] de
Dorpat en los países bálticos. Finalmente, desarrolla la economía sueca, atrayendo a
obreros e ingenieros extranjeros (principalmente ingleses, holandeses y flamencos como
Luis de Geer) a las minas y a la industria siderometalúrgica, fundando varias
ciudades, entre ellas Göteborg, y multiplicando las medidas a favor del comercio y la
marina.
Pero los esfuerzos del rey se encaminan principalmente a la creación de un ejército
poderoso, al que quiere convertir en instrumento de su política luterana y sueca […].
[…]
[ECONOMÍA Y SOCIEDAD DE LOS PAÍSES ESCANDINAVOS EN EL S. XVII]
d) En el conjunto de los países escandinavos, los problemas sociales y económicos se
plantean casi en los mismos términos: concentración de la propiedad en manos de la
nobleza, agravamiento de la situación del campesinado, dificultades industriales y
comerciales. Si a finales del s. XVII la nobleza pierde la mayor parte de su poder
político a favor de los dos reyes que se convirtieron en soberanos absolutos, conserva lo
esencial de su riqueza terrateniente (incluso en Suecia, donde la reducción no despoja
verdaderamente más que a algunas grandes familias). Al mismo tiempo, se agrava la
suerte de los campesinos. Sin duda, se dan situaciones muy dispares: los campesinos
suecos son libres, están representados en el Riksdag y con frecuencia son propietarios;
en cambio, se mantiene el vasallaje en los países bálticos y alemanes anexionados por
Suecia, mientras que en Dinamarca, los campesinos, aunque libres, carecen de derechos
políticos. Pero, en general, las cargas que pesan sobre el campesinado se hacen más
duras: prestaciones más numerosas en los dominios de la nobleza y de la Corona y
aumento de los impuestos (principalmente en Suecia). Finalmente, en ambos reinos, los
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soberanos se esfuerzan en fomentar una política económica de tipo mercantilista,
con creación de manufacturas, de compañías comerciales e intentos de colonización
(Nueva Suecia en América del Norte). Pero tales tentativas, demasiado ambiciosas para
países con escasos recursos de hombres y de dinero, terminan en fracaso ante la
competencia de las grandes potencias económicas: Holanda, Inglaterra y Francia. En
cambio, la industria minera y metalúrgica de Suecia, convenientemente estimulada
(creación del Colegio o Consejo de minas en 1634), es muy próspera: contribuye a la
superioridad del ejército sueco y posibilita beneficiosas exportaciones de hierro y cobre.
[…]
[…]
23.4. Polonia
(FLORISTÁN, 414 – 416)
4. Del Siglo de Oro a la anarquía en Polonia
El llamado “Siglo de Oro de Polonia” nunca llegó a superar la fragilidad del propio estado
y, al morir Segismundo II (1572), volvió a quebrarse el débil equilibrio hasta entonces
alcanzado entre la corona y la aristocracia, en una monarquía en la que el carácter
heterogéneo de los pueblos que la integraban –polacos, alemanes, lituanos, rusos— entorpecía
cualquier intento por consolidar la unidad nacional. Y todo ello en un ambiente de guerra,
causa de la sucesiva pérdida de territorios en beneficio de otros estados y factor
desestabilizador, que conduciría a Polonia por la senda de su paulatino deterioro y decadencia.
La crisis dinástica producida en el año 1572 propició en Polonia la subida al trono del clan
de los Vasa. En las postrimerías del Siglo de Oro, los gobiernos de sus dos primeros
representantes, Segismundo III Vasa (1587 – 1632) y su hijo, Ladislao IV (1632 – 1648), aún
ofrecieron algunos destellos, recuerdo de la prosperidad alcanzada por los Jagellones en la
centuria anterior. Sin embargo, fueron más los problemas que los condicionaron.
Principalmente, el definitivo fracaso en la pretensión de construir una monarquía absoluta
y hereditaria, ante el creciente poder de una Dieta (Segm) que, tras la extinción de los
Jagellones, reforzó el carácter electivo de la monarquía y, en 1601, obtuvo el control sobre el
ennoblecimiento, limitando con ello, considerablemente, la potestad del rey en el ejercicio de tal
función. El derecho de “desobediencia”, adquirido por la nobleza a principios del s. XVII,
quedaría convertido en eficaz instrumento frente a la pretensión, por parte de la corona, de dar
estabilidad a algunas estructuras del estado.
Las circunstancias políticas, por lo demás, fueron el reflejo de una sociedad delimitada de
manera cada vez más nítida en dos clases. La nobleza (Szlachta) mantenía prácticamente
intactos sus valores y privilegios tradicionales, en su mayoría consolidados en la centuria
anterior, detentaba el poder político, ostentaba el desempeño de determinados oficios y
cargos en la administración local, así como las más altas dignidades eclesiásticas, al mismo
tiempo que era dueña de la práctica totalidad de la riqueza del territorio. En frente, un
campesinado sujeto por unas condiciones jurisdiccionales de servidumbre y vasallaje cada
vez más estrictas. Apenas existía una reducida y débil burguesía, aunque instruida y
enriquecida por el comercio con el exterior de determinados productos, tales como el trigo o el
lino.
Cuando Segismundo III Vasa sucede a su padre Juan III en el trono de Suecia, tratará de
hacer realidad la construcción de un bloque polaco – sueco católico y converti[rl]o en
potencia hegemónica, tanto en el Báltico como en el Este europeo. Pero Suecia, en abierta
rebeldía, frustró tal pretensión acabando con sus aspiraciones en 1598, tras la batalla de
Stangebro. A partir de entonces Segismundo III concentró sus esfuerzos en Polonia. Entre los
años 1605 y 1607 trató de poner en marcha una serie de reformas tendentes a limitar el
derecho de veto de la baja aristocracia, a incrementar las rentas de la corona a costa de
imposiciones fiscales y a reforzar su control sobre el ejército. La nobleza, sin embargo,
responderá con su derecho constitucional de rebeldía. Segismundo [III] se vio forzado a desistir
de sus propuestas, mientras una comisión de la Cámara alta de la Dieta (Senado) afianzaba
su control sobre la política de la corona.
Javier Díez Llamazares
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La política contrarreformista y de apoyo a la actividad de los jesuitas, sobre todo tras la
dispersión de los socianos de Rakow (1628), acentuó la división religiosa de aquellas
confesiones no católicas y alimentó el proceso de intolerancia. Los judíos comenzaron a ser
desplazados de las tareas judiciales y de la representación política; el campesinado ortodoxo,
que habitaba las regiones colindantes con las tierras rusas, era desamparado a su suerte y crecía
el recelo de los católicos hacia la numerosa población rutena de origen ucraniano –también
llamados “uniatos”—, eslavos ortodoxos caracterizados por conservar sus ritos peculiares a
pesar de haber reconocido la primacía de Roma en 1596. Los intentos de Ladisla[o] IV en el
Coloquio de Torun de 1644 por flexibilizar la política religiosa, escasamente apoyado por
parte de la Dieta, llegarían ya demasiado tarde para contrarrestar el odio acumulado por los
cosacos del Dniéper, en su mayoría ortodoxos, contra la política de la corona polaca.
Por otra parte, a lo largo del reinado de Ladislao IV y de su hermano y sucesor, Juan [II]
Casimiro V (1648 – 1668), se intensificó la utilización del liberum veto, ya iniciada durante la
centuria anterior, que obligaba a la unanimidad en los acuerdos de la Dieta para su
aplicación. A lo que hay que añadir el incremento de las tensiones de carácter étnico y
religioso dentro del territorio polaco. Los lituanos rechazaban el centralismo de Varsovia y a los
prusianos les incomodaba su dependencia de Polonia. Los cosacos, sintiéndose amenazados por
la política represiva de los católicos y agobiados por el régimen señorial de la nobleza polaca,
protagonizaron en Ucrania una rebelión de grandes proporciones en 1648, acaudillados por [el
hetman] Bogdan Khmelnytsky (o Chmielnicki), que contaría con el apoyo directo de Rusia.
En 1654 se ponían bajo la protección del zar.
Precisamente durante el reinado de Juan [II] Casimiro V la situación de Polonia se agravó
considerablemente como consecuencia de las invasiones extranjeras, en lo que se ha venido en
denominar el período de “el diluvio”. Hubo importantes pérdidas territoriales que, con toda
probabilidad, no culminaron en la desmembración del territorio polaco gracias a la reacción
antisueca que se suscitó cuando Carlos X conquistó amplias extensiones del mismo, incluyendo
las ciudades de Varsovia y Cracovia. El tratado de Oliva (1660), que confirió a Suecia la
hegemonía en el Báltico y le otorgó la Livonia septentrional, perdida definitivamente por
Polonia, confirmó, a Federico Guillermo [I] de Brandemburgo la posesión autónoma del
ducado de Prusia oriental, hasta entonces bajo soberanía polaca. Algunos años más tarde, la
firma del tratado de Andrusovo, en 1667, representó la cesión a Rusia, por Polonia, de una
parte de la Rusia Blanca, con Smolensko, así como la Ucrania al este del Dniéper, con la ciudad
de Kiev.
La cuenca del Vístula quedó devastada, la población del reino prácticamente reducida a la
mitad, el comercio básico de cereales interrumpido y desestabilizada la moneda a causa de las
alteraciones producidas sobre el cobre. Sin embargo, la respuesta dada por la nobleza
terrateniente continuó degradando las condiciones de vida en el medio rural. Los intentos de
reformas políticas [(p.ej. la creación de impuestos permanentes o la abolición del liberum veto)]
planteados por el monarca para reforzar el poder real chocaron con una nueva insurrección de la
nobleza que, acaudillada por Jorge Lubomirski, terminó con la abdicación de Juan [II]
Casimiro V el año 1668. Fue entonces cuando la Dieta eligió a Miguel Korybut
[Wisniowiecki] (1669 – 1673) quien, durante su corto reinado, se mostraría incapaz de hacer
frente a la situación del país, dividido en dos facciones oligárquicas, habsburguesa y francesa.
Fracasó en su intención de contener el avance turco de Ahmed Koprüli, debiendo ceder en el
Tratado de Bugacz (1672) los territorios de Podolia, Galitzia y la Ucrania polaca.
Sólo el mariscal Sobieski, personaje culto, idealista y militar eficiente fue capaz de frenar el
empuje turco. Muerto Miguel Korybut en 1673, y tras haber sido aclamado por la nobleza como
“salvador de la patria”, fue elegido como sucesor bajo el nombre de Juan III Sobieski (1673
– 1696). Tras neutralizar una nueva invasión otomana en 1676, obtuvo una resonante victoria
en Kahlenberg (1683), adonde había acudido en apoyo del Emperador y en socorro de la
ciudad de Viena, cercada por el ejército turco de Kara Mustafá. Pero Juan III Sobieski nada
pudo hacer para frenar el grave estado de crisis por el que se precipitaba Polonia. Su política de
tono nacionalista, catalizada en la lucha contra los turcos y en la defensa del catolicismo, no
ayudó a contrarrestar la dramática situación por la que atravesaba la monarquía.
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El fracaso en los intentos de reforma planteados por sus antecesores no sólo había creado
una parálisis constitucional, sino que también hizo que el recorte gradual de la autoridad
central se convirtiera en una tendencia irreversible. A finales de siglo la anarquía se había
instalado en el país ante la debilidad política de una corona bloqueada por el uso, ya
consolidado, del liberum veto, herramienta con la que la nobleza polaca manifestaba su
tradicional libertad en el ámbito de unos parlamentos (dietas y dietinas provinciales) que, con
frecuencia, finalizaban sin llegar a ninguna resolución. El hundimiento de la burguesía,
bloqueada a causa del declive urbano y el colapso comercial, y del campesinado, en su mayoría
miserable y menoscabado por el régimen de servidumbre, anunciaban el descalabro de un estado
que, durante la centuria siguiente, habría de ser presa de las apetencias de las potencias
europeas.
23.5. La Rusia de los primeros Romanov
(FLORISTÁN, 416 – 421)
4. De la “smuta” a la reorganización del Estado en Rusia
La muerte del zar Iván IV “el Terrible” [(1547 – 1584)] introdujo a Rusia en una “época
de perturbaciones” que se prolongó hasta el año 1613 cuando un nuevo linaje, los Romanov,
alcanzó el trono. A lo largo de este período de tiempo o smuta, rivalidades políticas y guerras
civiles, hambres, epidemias y revueltas populares adquirieron un protagonismo cotidiano, hasta
anular muchos de los logros obtenidos por Iván IV en la organización territorial, política y
administrativa del estado. Con uno de sus hijos y sucesor, Fedor I (1584 – 1598), se extinguió
la dinastía Rurik. Pero fue un boyardo, Boris Godúnof [(1584 – 1598, regente; 1598 – 1605,
zar)], quien, responsable de la regencia del nuevo zar, se proclamó a la muerte de Iván IV como
su sucesor, inaugurando los años de turbulencias.
Al llegar al año 1605, tras la muerte de Boris Godúnof, los boyardos nombraron[, después de
los breves paréntesis de Fedor II (abril de 1605 – junio de 1605), hijo de Boris Godunov, y de
Dimitri II “el Impostor” (1605 – 1606),] a Basilio IV Chuiski [(1606 – 1610)] en medio de un
ambiente muy enrarecido, no sólo por la grave crisis política, marcada por las intrigas y la
violencia en torno al poder central, sino también por la carestía, el aumento de los impuestos y
el hambre, que habrían de propiciar frecuentes revueltas sociales, entre las que cabe destacar la
insurrección de campesinos y cosacos acaudillada por Iván Bolotnikof. Por otra parte, durante
los últimos años de la smuta se intensificó la intervención de suecos y polacos en territorio
ruso. El año 1610 Segismundo III reclamó para su hijo Ladislao[, que fue zar de Rusia, como
Ladislao I, entre 1610 y 1613] la corona rusa y pactó con los boyardos la deposición del zar
Basilio IV (julio de 1610) a cambio de preservar sus privilegios y respetar la religión
ortodoxa. Carlos IX de Suecia, por su parte, receloso de la ventaja obtenida por su rival,
respondió interviniendo militarmente y su canciller La Gardie entraba en las ciudades de Pskof
y Moscú. Segismundo III se vio obligado a abandonar Moscú, mientras en Nijni – Novgorod se
gestaba la reacción. El año 1613 se produjo una movilización patriótica y la Asamblea
Imperial proclamó zar a Miguel [I o III] Romanov (1613 – 1645), cuyo linaje habría de
prolongarse en el trono hasta el año 1917.
El nuevo zar emprendió la difícil tarea de echar a suecos y polacos. Lo consiguió, aunque no
sin un importante coste: entregar a Suecia los territorios de Ingria y Carelia, junto con la región
de Narva (Paz de Estólbova, 1617), y reconocer a Polonia la ciudad de Smolensko, así como
las regiones de Livonia y Curlandia (Paz de Viasma, 1634). Con ello se frustraba la obra de
Iván IV al desaparecer de la costa báltica, adonde Rusia tardaría un siglo en regresar. Mayor
éxito tuvo Miguel [I o III] Romanov en el gobierno interior del estado para lo que contó con el
inestimable apoyo de su padre, el monje Fedor, que, con el nombre de Filaretes, fue elegido
patriarca de Moscú, mostrando, en todo momento, sus dotes como estadista perspicaz y
eficiente.
Durante el reinado de Miguel I [o III] se establecieron las bases del nuevo estado,
reafirmando el poder autoritario del zar, hasta entonces combatido tanto por la iglesia
ortodoxa como por la nobleza boyarda, dotándole de una renovada estructura administrativa,
cimentando su economía y reorganizando el ejército. En el campo social se apoyó en la
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nobleza de servicio, por él mismo creada, así como en el papel desempeñado por la burguesía.
Controló el Zemski Sobor, asamblea legislativa integrada por miembros de la Duma, de los
boyardos y de la Iglesia, pero también de la nobleza de servicio, la burguesía y, ocasionalmente,
representantes del campesinado libre. Esta institución limitó los excesos de los voivodas
(gobernadores de provincias) y durante este período se configuró como un órgano asesor y de
carácter consultivo, gozando de su mayor prestigio. Además, con el fin de ordenar la hacienda
pública, se estableció la elaboración de un catastro general, se impulsó la actividad
económica, se fortaleció el papel de la iglesia ortodoxa y se incrementó el ejército del zar
(la strelsi). Al finalizar su reinado, Miguel I [o III] dejaba, así, asentada la nueva dinastía y
fortalecido el poder del zar. Al mismo tiempo, salvó su comercio con Occidente a través de
Suecia y Polonia[;] durante esta época Rusia recobró su tradicional aislamiento, evidenciando su
desinterés respecto a Occidente.
Le sucedió en el trono su hijo Alexis [I] (1645 – 1676), inteligente, abierto de talante y
comprometido políticamente, en conjunto, uno de los zares de la historia de Rusia más
significados. Durante su reinado, no sólo se intensificó el plan de reformas heredado de su
padre, sino que se creó un claro precedente de algunas de las innovaciones y logros políticos
atribuidos a Pedro I “el Grande” (1689 – 1725).
Pronto Alexis I tuvo que hacer frente a una oleada de revueltas de etiología diversa,
producidas entre los años 1648 y 1650, alentadas por el enfrentamiento entre facciones
existentes en el propio Kremlin y la insatisfacción producida en miembros de la nobleza
militar de servicio (pomeschchiki) a causa de las condiciones de su pomestiya (propiedad de
la tierra recibida durante el tiempo de servicio); y, también, por la reacción popular en
respuesta a la elevación de precios y a la actitud opresora manifestada por los funcionarios
de la administración. Para recuperar su autoridad, en enero de 1649, la Zemsky Sobor aprobó un
nuevo Código Legal (Ulozheniye) que, además de fortalecer los poderes del zar, en
detrimento de la propia representación de la Asamblea, reconocía a la nobleza mayores
ventajas sobre sus siervos.
En teoría, no había restricciones al poder sacralizado del zar. Sin embargo, el poder no era
tan simple de ejercer y, tras la promulgación del Código de 1649, se fue reafirmando mediante
todo un proceso de reestructuración y centralización administrativa, desarrollada desde los
prikazys, chancillerías tradicionales que ahora se reformaban y eran convertidas en
auténticos ministerios. Por encima de ellas, además del Consejo Privado, bajo su control
personal, encargado de la gestión de buena parte de sus recursos y estados patrimoniales, así
como de la mayor parte de su correspondencia, se cre[…]ó, en 1654, una Chancillería Privada
(o Secreta) para poder actuar con más flexibilidad y eficacia. También el ejército experimentó
un proceso de modernización desempeñando un importante papel en los momentos de
incertidumbre política. Especial mención en tales cometidos merece la strelsy, que en 1678
sumaba más de una cuarta parte de los efectivos que componían el ejército, el del zar, calculado
en torno a los 160.000 hombres.
Más allá de una alta burguesía comerciante, débil y en proceso de formación, la sociedad
rusa, profundamente dividida y jerarquizada, estaba configurada por dos clases: la nobleza,
cuya riqueza se hallaba fundamentalmente en las rentas de la tierra, estando obligada al servicio
del zar, bien como funcionarios –especialmente los boyardos— bien en la milicia. Y un
campesinado dependiente de ella, cuya situación se había ido degradando desde finales del s.
XVI. Precisamente, el Código de 1649 había institucionalizado las relaciones de vasallaje en
claro beneficio de los señores. A partir de ahora, el campesinado ruso quedaba vinculado a la
tierra –como reacción a su huida hacia la Ucrania cosaca y Siberia— y privado de la mayor
parte de sus derechos, quedando convertido en siervo, aunque aún no podía ser vendido o
comprado. Además, debía entregar un parte del beneficio de sus cosechas y cumplir con las
prestaciones obligatorias a discreción de sus señores, al margen del tipo de patrimonio en el
que habitara.
Si bien Rusia poseía un comercio autóctono e industrias básicas, la falta de salida directa al
comercio marítimo redujo la posibilidad de crecimiento urbano y, con ello, frenó las
expectativas de un verdadero desarrollo económico. De ahí que la corona rusa tratara de
atraer artesanos, ingenieros o maestros especializados que favorecieran el desarrollo técnico y
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manufacturero que la economía local no alcanzaba a producir por sí sola. Una vez transcurridas
las primeras décadas de desórdenes, la actividad interrumpida volvió a reactivarse. Revocadas
por el zar en 1650 las ventajas aduaneras que poseían los ingleses, fueron los holandeses,
valones, alemanes y escandinavos quienes promovieron las mayores producciones
manufactureras. Pero estos hubieron de hacer frente tanto a las implicaciones políticas como al
control burocrático del Estado (el Código de Comercio promulgado en 1667 estableció
derechos aduaneros y otras restricciones en la actividad comercial extranjera), cuando no a otras
tensiones de carácter local, motivadas por el tipo de relación social generada y las mismas
condiciones de trabajo. Este “programa de desarrollo forzoso” intensificó la división social y
tendió a utilizar mano de obra no especializada en un mercado de trabajo que, lejos de ser
libre, iría ejerciendo mecanismos de adscripción y otras formas de coacción sobre los
trabajadores que, en el s. XVIII, quedarían institucionalizadas.
A causa de la inestabilidad interna y a los conflictos con Polonia, con los tártaros y con los
cosacos, los primeros años de su reinado fueron muy inseguros. Superada la crisis interna de
1648 – 1650, el zar Alexis [I] acudió a la llamada de los cosacos, lo que le introdujo en un
nuevo y más largo conflicto con Polonia. En 1654 el ejército moscovita recuperó la ciudad de
Smolensko, mientras el proceso expansionista sueco contra Polonia ampliaba las dimensiones
del conflicto armado en las regiones bálticas, conflicto en el que los rusos se involucraron. El
tratado de Oliva (1660) tranquilizó las cosas, pero fue el acuerdo alcanzado en Andrusovo
(1667) el que zanjó la guerra entre Polonia y Rusia. En él, el zar Alexis [I] confirmó la posesión
de las ciudades de Smolensko y Kiev, aunque Ucrania tuvo que atravesar, todavía, un largo
período de inestabilidad.
De hecho, el reforzamiento sacralizado de la autoridad del zar no evitó que su gobierno,
pasado el bienio 1648 – 1650, fuera desafiado con frecuentes desórdenes, tal y como ocurriera
en los levantamientos del Cobre producidos en Moscú en julio de 1662. Mayor envergadura
revistió la revuelta de los cosacos del Don, dirigidos por Stenka Razin, entre 1667 y 1671. Éste
supo dar un componente ideológico, reclamando mayor igualdad social y el final de la
explotación señorial. El levantamiento, que se extendió con rapidez –inquietó a la propia ciudad
de Moscú—, no iba, sin embargo, tanto contra el zar como contra sus oficiales y la nobleza
terrateniente. Por fin, Razin fue apresado en Astrakán y ejecutado en Moscú, mientras sus
seguidores sufrían una dura represión. Pero la insurrección cosaca aún se prolongó unas décadas
más.
Es en esta atmósfera de poder, resistencias y reformas donde cobra sentido el Gran Cisma o
Raskol que durante el mandato de Alexis [I] vivió la iglesia rusa y que opuso dos posturas
encontradas en un ambiente de rivalidades políticas y sociales. Ni[k]on, metropolitano de
Novgorod y patriarca de Moscú desde 1652, consideraba que la reforma religiosa [(necesaria
ante la preocupación por los progresos de la impiedad y la superstición, por las graves
deficiencias de un clero “blanco” (los popes) inculto y libertino, y por el relajamiento de la
disciplina monástica)] debía realizarse de forma autoritaria y con la colaboración del
estado. Incidía, para ello, en la educación de los popes y en la enseñanza de los fieles;
introducía la lengua vernácula y depuraba algunos ritos de la liturgia inspirándose en las
costumbres de la iglesia griega, con el fin de conseguir una mayor disciplina y observancia en la
Iglesia. El protopope Avvakum, antiguo aliado de Nikon, y el grupo de “los amigos de Dios”
concebían la reforma como una profundización en la “antigua fe” ortodoxa rusa.
El conflicto, oculto desde hacía tiempo, estalló el año 1653 cuando Ni[k]on, con el respaldo
del Zar, puso en marcha reformas como la revisión de los libros religiosos, la prohibición de
las prosternaciones sucesivas, la aplicación de tres dedos en lugar de dos para hacer la
señal de la cruz, o la introducción de la predicación y de la polifonía en las iglesias. La
reacción de algunos miembros de la nobleza, del clero y de otros grupos conservadores,
opuestos a todo tipo de cambios e influencias extranjeras, así como de gran parte del pueblo
enardecido por popes y monjes, no se hizo esperar, llegando a tachar dichas “novedades”
incluso de “herejía latina”. Avvakum fue desterrado a Siberia en 1656 y el propio Nikon, de
talante intolerante, cayó en desgracia a causa de sus discrepancias con Alexis [I] (ruptura desde
1658), y fue obligado a dejar su cargo y a exiliarse, años después, por orden del Concilio
eclesiástico celebrado en 1666 – 1667.
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En dicho Concilio, compuesto de prelados rusos y griegos, se sancionaron las reformas y se
excomulgó a fundamentalistas intransigentes –“Antiguos Creyentes”— quienes, a su vez,
rechazaban el Concilio por no ser exclusivamente ruso. El cisma o Raskol era un hecho. Frente a
una Iglesia reformada y oficial, cada vez más ligada a los intereses del estado, otra pugnaba
por mantenerse fiel a la “antigua fe”, sus tradiciones y valores religiosos y ascéticos, lo que
indujo, incluso, a que algunos raskolniks rechazaran sus compromisos con el mundo. Más allá
de su contenido religioso y pese a la represión sobre él ejercida, el Raskol, germen de nuevas
divisiones, favorecería una postura de repliegue hacia el pasado en amplios sectores de la
población rusa y alimentaría una actitud de protesta contra la centralización, las reformas y la
servidumbre, de tono igualitario y anarquizante. Mientras, la iglesia oficial, pese al intento de
sus reformadores por alcanzar la regeneración moral, perdía gran parte de su propia vitalidad.
La época del zar Alexis I alumbró, también, importantes logros en el campo de la
expansión territorial. Ya se ha señalado cómo, tras la guerra de los Trece Años con Polonia,
toda Ucrania al este del Dniéper, con Kiev, se hizo rusa. Sin embargo, lo más significativo, sin
duda, fue la expansión y ocupación de los territorios siberianos que llevaba a Rusia hacia el
Pacífico. Tres hitos jalonaron la llegada a las costas de este océano. En 1645 se alcanzaba el
mar de Ojotsk; poco después, en 1648, se produjo el hallazgo del estrecho de Bering por
Semión Dezhnev; y, en 1679, se encontró la península de Kamchatka. Sin embargo, el mar
Negro y el Báltico continuaron siendo objetivos por alcanzar.
A su muerte en 1676, el zar Alexis I dejaba de su primer matrimonio con María Miloslavski
dos hijos, Feodor e Iván, así como varias hijas, entre las que figuraba Sofía. Mientras que
Pedro, nacido en 1672, era el resultado de su segundo matrimonio con Natalia Narychkyne.
De acuerdo con la voluntad del zar, fue el débil Feodor [III] quien le sucedió en un corto
reinado (1676 – 1682), pues murió cuando sólo contaba veinte años. Durante el mismo, en el
que se vivieron las tensiones generadas por las reformas ya emprendidas, el gobierno efectivo lo
detentó Sofía, representante del clan Miloslavski para, posteriormente, ser ejercido por el clan
Narychkyne, más proclive a las ideas occidentales.
Antes de morir Feodor [III], influenciado por Natalia, nombró a su hermanastro Pedro como
su sucesor. Pero la strelsy, quejosa por la situación que atravesaba y respaldada por los
disidentes tradicionalistas forzó un trono compartido entre Iván [V (1682 – 1696)] y Pedro [I
(1682 – 1725)], mientras su hermana Sofía quedaba en calidad de regente (mayo de 1682). El
acuerdo era claramente inestable a tenor del duelo de facciones existente y tras el que se
impondría Sofía. Ésta mandó ajusticiar al príncipe Khovanski, jefe de la strelsy, relegó del
Kremlin a su hermanastro Pedro [I], mantuvo a su lado a Iván [V] –de espíritu simple— y
compartió el poder con el príncipe Golitsyne. Por fin, en septiembre de 1689, a sus 17 años
de edad, Pedro [I] conseguía someter a su hermanastra, a la que recluía en un monasterio. Sin
adoptar medidas contra Iván [V], muerto algunos años después (1696), resolvió gobernar al lado
de su madre Natalia, que fallecería en 1694. El reinado de Pedro [I] el Grande, impulsor
decidido de la occidentalización de Rusia, se prolongaría hasta el año 1725.
(BENNASSAR, 558)
[…]
b) […] Los primeros Romanoff, principalmente Alexis [I], intentaron hacer de este vasto
conjunto un Estado mejor centralizado y más moderno, sin abandonar la línea de las
tradiciones nacionales: la implantación de la imprenta en Moscú a principios de siglo
favorece un aumento muy relativo de la educación; la literatura propiamente rusa nace
con el relato que hace de su Vida (1672 – 1675) el protopope Avvakum; la arquitectura
civil y religiosa produce creaciones originales, principalmente en Moscú y Jaroslav; la
vida material se hace más confortable, al menos para las clases ricas. Al mismo
tiempo, empiezan a penetrar las influencias europeas en la sociedad rusa, pero esto
ocurre precisamente en el momento en que su evolución tiende a enfrentarla más
profundamente con la Europa occidental.
[…]
[…]
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23.6. Austria y el Brande[m]burgo de los Hohenzollern
(FLORISTÁN, 399 – 409)
1. Desarticulación del Sacro Imperio y configuración de nuevas formas de absolutismo en
Europa central
1.1. Evolución política del Sacro Imperio durante el s. XVII
El reconocimiento del particularismo político y la ratificación del cisma religioso fue la
consecuencia de las negociaciones de Augsburgo (1555), una Dieta (Reichstag) en la que se
restauró la paz en el Imperio durante algunos decenios, sin que ello alterase, sin embargo, las
disensiones y tendencias que a lo largo de las últimas décadas habían latido en su seno. Durante
la segunda mitad de la centuria, la división religiosa continuaría siendo el principal argumento
de discordia dentro de las fronteras del Sacro Imperio. Ésta se caracterizó, tanto por las
desavenencias políticas y doctrinales en el ámbito protestante, en el que la influencia de los
partidarios del calvinismo era significativa, como por un catolicismo que se recuperaba,
paulatinamente, y se impregnaba de un espíritu contrarreformista que haría suyo el linaje de los
Habsburgo.
Mientras los príncipes luteranos controlaban, mayoritariamente, las posesiones más fuertes
en el norte y centro del territorio, los católicos se hallaban sólidamente asentados en el ducado
de Baviera, al sur, y en el oeste, principalmente en el valle del Rin y en Westfalia. Y aunque
estos últimos conservaban un número mayor de electorados en el Imperio (los arzobispados de
Maguncia, Colonia y Tréveris, junto al reino de Bohemia, frente al margraviato de
Brandemburgo y los electorados de Sajonia y el Palatinado), en poco beneficiaba a un
Emperador que había perdido su influencia sobre los príncipes alemanes. Así las cosas, el poder
imperial haría patente durante este período su incapacidad para imponerse con mayor vigor
en la construcción estatal del Imperio, mientras sus emperadores centraban el interés en sus
estados patrimoniales del Este. Territorios que, al entrar en el s. XVII, con un marco legal
específico, instituciones propias y amplios sectores de su nobleza convertidos al protestantismo,
distaban mucho de alcanzar la unidad política a la que el dominio dinástico de los Habsburgo
aspiraba.
La evolución económica, mientras tanto, acusó a lo largo de todo este tiempo cierto
decaimiento propiciado por la oscilación del eje económico europeo hacia el oeste. Mientras
ciudades como Sevilla, Lisboa, Ámsterdam o Amberes competían, llegando a superar a las de la
Hansa en el tráfico comercial, la producción argentífera alemana tenía que soportar el flujo
creciente de la plata americana. La obtención de cobre, por su parte, continuaba manteniéndose
activa. En conjunto, se hicieron más ostensibles las diferencias regionales dentro del Imperio
a causa de la diversificación de la actividad productiva y de su propia capacidad de
desarrollo.
Este cúmulo de circunstancias y su evolución no hicieron otra cosa que anunciar el
dramático desenlace que supondría la guerra de los Treinta Años (1618 – 1648). Rodolfo II
(1576 – 1612), tras ceder a su hermano Ernesto el gobierno de la Baja y Alta Austria, se limitó
al de Bohemia y Moravia. Aunque, dado su escaso interés por la política, éste pronto quedaría
en manos de la Corte y sus funcionarios. La misma Dieta sería convocada en contadas ocasiones
durante este período, mientras el Emperador, educado en la corte española de Felipe II,
favorecía un espíritu contrarreformista, expresado en una nueva generación de políticos, entre
los que destacarán Fernando de Estiria (1596 – 1618) y Maximiliano [I] de Baviera (159[7] –
1651), como representantes más significativos.
El deterioro de la paz religiosa, producido por la nueva coyuntura política, llevó a los
protestantes, temerosos por el cambio de rumbo experimentado, a agruparse en la Unión
Evangélica (1608), a cuyo frente se puso Federico IV del Palatinado y a la que Enrique IV de
Francia ofrecería su apoyo. La creación en Munich de otra Liga, auspiciada por [Maximiliano
I] de Baviera, que contaba con el apoyo de España, fue la respuesta dada por los católicos
algunos meses después.
El ambiente enrarecido por el resurgimiento de la excitación religiosa vino acompañado de
otros acontecimientos que debilitaron, todavía más, la posición de Rodolfo II. István Bocskai,
al calor de la guerra turco – austríaca producida entre 1593 y 1606, se puso al frente de la nueva
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rebelión de carácter nacional contra los intereses austriacistas. La evolución de los
acontecimientos obligaba al Emperador a reconocer a su hermano Matías como su sucesor, que
rubricaba en 1606 el acuerdo de Sitva – Torok. En el mismo, aunque se eximía al Emperador
de la contribución anual a Constantinopla, establecida desde el año 1547, se le obligó, entre
otras cosas, a reconocer los derechos de los húngaros, quienes obtenían la libertad religiosa,
la exclusividad en la provisión de cargos públicos, así como la capacidad para designar al
Lugarteniente regio. Por lo demás, Transilvania continuó bajo soberanía austríaca, aunque
bajo el gobierno del propio István Bocskai, quien era nombrado voivoda de dicho territorio.
En este escenario de disensión entre los dos hermanos, el año 1608, austríacos, húngaros y
moravos eligieron a Matías como rey. Poco después (1609), Rodolfo II, con el fin de premiar la
fidelidad del territorio de Bohemia, concedió la Carta de Majestad. En ella se otorgaba la
libertad religiosa de los distintos grupos reformados (luteranos, calvinistas, moravos y
utraquistas), permitiéndoseles construir iglesias. Situación ésta que, aunque se correspondía con
una población minoritariamente católica, hay que calificar de excepcional en el contexto de las
posesiones patrimoniales de los Habsburgo. Los hechos pronto lo pondrían de manifiesto.
El año 1612 Matías [I] alcanzó el solio imperial (1612 – 1619), un año después de que
consiguiera de su hermano Rodolfo [II] la abdicación, en su favor, de la corona de Bohemia.
Desde el primer momento actuó como un convencido contrarreformista, pasando a formar parte
de la Liga, mientras quedaba planteado el problema sucesorio de un Emperador ya anciano y sin
descendencia. Las consecuencias de esta nueva situación no se hicieron esperar en Bohemia, en
donde Matías alteró la política que su antecesor había propiciado, e inició en este reino un
proceso de centralización, germanización e intolerancia, que pronto provocaría el temor de
los príncipes protestantes del Imperio, que vieron cómo el afianzamiento habsburgués en dicho
territorio quebraba el equilibrio existente a favor de los intereses católicos apoyados
decididamente por el Emperador.
El gobierno de Bohemia fue trasladado a Viena, mientras que en el año 1617 la autonomía
municipal de Praga era notablemente limitada. Pero fueron dos las circunstancias que
impidieron cualquier otro tipo de salida que la militar. Por una parte, la violación de la Carta de
Majestad al impedir la edificación de iglesias protestantes en determinados lugares. Y, sobre
todo, la designación por Matías, en 1618, de Fernando de Estiria, católico intransigente,
como rey de Bohemia, superando las aspiraciones de Felipe III de España y la candidatura de
Maximiliano [I] de Baviera, más moderado. La reacción no tardó en llegar. Algunos nobles de
la nobleza checa, encabezados por el conde de Thurn, aunque inicialmente no pretendieran la
ruptura, dieron el 23 de mayo de 1618 un auténtico golpe de estado con el fin de salvar sus
libertades políticas y religiosas, en lo que ha pasado a la historia como “defenestración de
Praga”. Estos constituyeron un Directorio, integrado por 30 representantes equitativamente
distribuidos entre nobleza, caballeros y villanos, que pronto sería desbordado por una facción
nacional extremista que, tras aprestar su milicia y echar a los jesuitas, se dispuso a resistir
cualquier pretensión de restablecer el orden establecido por parte del poder imperial. Acababa
de empezar la guerra de los Treinta Años.
Cuando Fernando de Estiria fue elegido emperador[, como Fernando II,] (1619 – 1637)
asumió el papel de protector del Catolicismo y retomó el viejo ideal del Imperio. Con el
triunfo en la batalla de la Montaña Blanca (1620) recuperó la esperanza de convertir el
Imperio en un estado fuerte y centralizado, lo que le llevó a culminar la obra de su antecesor
transformando el carácter electivo y autónomo de Bohemia en un estado hereditario, católico y
de clara influencia germánica. Los éxitos obtenidos en los primeros años de la contienda
reafirmaron una aspiración imperial que fortalecía la influencia de la Casa de Austria en el norte
de Alemania. El edicto de Restitución de las propiedades eclesiásticas, por el que –de
acuerdo con la interpretación hecha por los católicos en la Paz de Augsburgo— los protestantes
tenían que devolver los bienes secularizados desde el tratado de Passau (1552), era su
consecuencia. Dicha medida suponía una considerable merma en el patrimonio de la nobleza
y acrecentaba el desequilibrio en favor de los católicos. Pero la intervención de Suecia, a
partir de 1630, modificó el rumbo de los acontecimientos y convirtió en un espejismo las
pretensiones de Fernando II, que su sucesor Fernando III (1637 – 1658) todavía trataría,
aunque sin éxito, de mantener vivas.
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Los tratados de Westfalia del año 1648 establecieron un conjunto de disposiciones que, no
sólo sancionaban el fracaso en la construcción del Sacro Imperio como un estado sólido,
católico y centralizado, sino que también sentaban las bases de un nuevo orden en Europa,
en el que se abría paso el principio de tolerancia religiosa. El emperador quedaba sometido a
las leyes del Imperio. Elegido por el Colegio Electoral, sus prerrogativas no eran más que
honoríficas. Los asuntos tocantes al Imperio quedaban supeditados a su aprobación por
una Dieta, integrada por sus tres Colegios, que desde el año 1663 quedaba convertida en
asamblea permanente y sometida a un proceso de burocratización de escasos resultados
prácticos. A ella acudían los delegados de los cientos de ducados, principados y ciudades libres
que, como lo definiera Puffendorf, “formaban un cuerpo irregular y monstruoso”.
El debilitamiento de la autoridad imperial vino acompañado por el fortalecimiento del
poder de los príncipes. Los 350 estados obtenían la supremacía territorial (Landeshoheit) y
sus príncipes, independencia, sólo limitada por la prohibición de firmar tratados contra el
Imperio o el emperador. En sus territorios, estos gozaban de buena parte de los derechos
propios de la realeza (recaudaban impuestos, movilizaban y mantenían ejércitos, acuñaban
moneda, firmaban tratados, etc.), reduciendo muchos de ellos la función de la asambleas
estatales. Este incremento de poder por parte de los príncipes, sin embargo, también
perjudicaría a aquella parte de la pequeña nobleza, en teoría dependiente directamente del
emperador, así como a algunas ciudades libres, a causa del carácter absoluto de la soberanía de
los mismos dentro de los límites de su territorio.
En el terreno religioso, Fernando III se vio obligado a ratificar la división religiosa que, a
instancias del príncipe – elector de Brandemburgo, ahora incluía a los calvinistas en las
ventajas ya acordadas en la Paz de Augsburgo de 1555. Se ratificó el principio cuius regio,
eius religio –los príncipes sancionaban la religión de su estado— y aquellos que quisieran
desarrollar otra práctica religiosa podrían hacerlo, sin necesidad de abandonar su país,
siempre que fuera a título privado. Por último, quedaron anuladas la mayor parte de las
“restituciones” que, en beneficio de los católicos, se habían producido como consecuencia del
Edicto de Restitución.
Terminada la guerra de los Treinta Años, los estados alemanes iniciaron paulatinamente su
recuperación, mientras su población comenzaba a dar síntomas de crecimiento. Poco a poco
se estimulaba el cultivo en numerosos campos, mientras se reestructuraba el comercio
interior y ciudades como Hamburgo y Lübeck contribuían a reactivar el mercantilismo
marítimo. Por otra parte, el fracaso de la tentativa habsburguesa propició que algunos de los
estados que conformaban el Imperio y que, de alguna manera, fueron derivando hacia el
absolutismo, pusieran de manifiesto una mayor capacidad de desarrollo material y político.
Exceptuando Austria y Brandemburgo, de los que se habla más adelante, podemos destacar
territorios como Sajonia, Baviera o, en menor medida, Hannover.
Sajonia (Casa de Wettin) tuvo un papel destacado entre los príncipes alemanes, si bien éste
terminaría quedando oscurecido por el afianzamiento del estado de Brandemburgo. Sobre todo,
cuando, fallecido Juan [III] Sobieski el año 1696, la conversión al catolicismo de Federico
Augusto I (1694 – 1733), entonces elector de Sajonia, permitió a éste ser elegido rey de
Polonia (1697), con lo que se establecía la unión dinástica con Polonia. Los príncipes electores
de Baviera (Casa de Wittelsbach), católicos, se vieron involucrados a lo largo del s. XVII en
buena parte de los conflictos europeos a causa de su sistema de alianzas entre Viena y París.
Tras el largo gobierno de Maximiliano [I] de Baviera [(1597 – 1651)], fundador de la Liga
católica en 1609 y príncipe elector del Palatinado en 1623, su sucesor, Fernando María
(1651 – 1679), transformó la ciudad de Munich en una gran capital. Más adelante, Maximiliano
[II] Manuel […] [(1679 – 1706 y 1714 – 1726)], miembro de la Santa Alianza antiturca,
venció a los otomanos el año 1684 y, años más tarde, se alió con Luis XIV en la guerra de
Sucesión al trono de España. En cuanto al estado de Hannover (Casa de Brunswick –
Luneburgo), sólo recordar que el duque Ernesto Augusto (1679 – 1698) fue promovido al
título de príncipe Elector en 1692, ocupando el noveno lugar del Colegio Electoral.
1.2. Definición y expansión de la Monarquía austríaca
Tras haberse disipado la esperanza de mantener vivo el viejo ideal medieval del Imperio y de
la Cristiandad, rubricados los acuerdos de Westfalia, el emperador Fernando III concentró su
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atención en sus estados patrimoniales con la intención de promover la creación de un gran
estado danubiano. Para alcanzar tal fin fue determinante el reinado de su sucesor Leopoldo I
entre 1658 y 1705. Los ámbitos de actuación que, en buena medida, determinaron su gobierno
fueron tres. Trató de convertir al reino electivo de Hungría en un reino católico, hereditario
y germanizado, tal y como anteriormente había ocurrido con Bohemia; intentó hacer de sus
posesiones un poderoso y centralizado estado moderno, obra que sería continuada por su
sucesor José I; y, por último, pretendió organizar en su beneficio la sucesión al trono de
España, al que aspiraba, frente a los intereses de Luis XIV.
En relación con la transformación del reino de Hungría, no sólo tendría que neutralizar la
resistencia de los habitantes de la Hungría real, empeñados en conservar sus privilegios, sino
que habría de conquistar a los turcos buena parte del territorio húngaro, ocupado por estos
desde el año 1526, tras la batalla de Mohacs.
A lo largo de la primera mitad de la centuria, los húngaros trataron de desembarazarse
del dominio habsburgués con el apoyo turco, eligiendo al príncipe de Transilvania como
rey: primero a István Bocskai, después a Gábor Bethlen (1613 – 1629), y, finalmente, a Jorge
I Rakoczi (1630 – 1648). Finalizada la Guerra de los Treinta Años, Fernando III y, sobre todo,
Leopoldo I comenzaron a hacer caso omiso a las libertades políticas y religiosas de la Hungría
real, provocando la reacción de todos los magiares, que se unieron contra el Emperador. Se
produjeron diversos complots encabezados por la nobleza húngara, que fueron descubiertos.
Más tarde, destacaría el encabezado por el conde Imre Thököly, quien aprovechó la
reanudación de hostilidades de los turcos para dirigir el levantamiento de los Kuruz
(campesinos), pidiendo la colaboración de aquellos.
La derrota de los turcos en Kahlenberg (1683) fue el antecedente de la creación de la Santa
Alianza antiturca un año después, con la que se ponía en marcha la reconquista del territorio
húngaro. Era la ocasión que Leopoldo I esperaba para someter al país a una dura represión; en
1687 la Dieta reunida en la ciudad de Pressburgo (Bratislava) tuvo que reconocer el carácter
hereditario de la corona de San Esteban en la Casa de Austria. Sólo podría aplicarse el
derecho de elección en caso de que la descendencia masculina de los Habsburgo se extinguiera.
Leopoldo I, a cambio, se comprometió a conservar las leyes e instituciones propias del reino
magiar. De este modo, quedaba constituida la doble monarquía austro – húngara. Los triunfos
posteriores del príncipe Eugenio sobre los turcos condujeron a la paz de Carlowitz (1699) que
puso en manos del Emperador Transilvania y la Hungría otomana, a excepción del banato de
Temesvar, con lo que los Habsburgo recobraban el reino de Hungría 170 años después.
Mientras se sucedían los acontecimientos en torno a la cuestión húngara, Leopoldo I también
dirigió sus esfuerzos a organizar sus territorios patrimoniales. Consciente de la importancia de
los tres pilares –milicia, hacienda y burocracia— para abordar las exigencias propias del
estado que pretendía construir, a partir del año 1680 dotó a sus posesiones de un ejército
permanente; estableció impuestos indirectos regulares para atender a las crecientes
necesidades presupuestarias de la monarquía y potenció el poder las instituciones
tradicionales, otorgándoles nuevas atribuciones, en aras de una administración más
centralizada. El Consejo Secreto, responsable de los asuntos políticos, y el Consejo de
Guerra, ambos ubicados en Viena, se convierten, así, en los organismos determinantes de la
nueva política, sin olvidar el papel de la Cámara Áulica, responsable de las finanzas y el
comercio, y, por supuesto, de las cancillerías de Austria, Bohemia y Hungría, encargadas de
buscar una mayor cohesión entre tan heterogéneos territorios dentro del aparato administrativo
de la monarquía de los Habsburgo.
El emperador Leopoldo I convirtió a sus estados, junto con la monarquía francesa, en una de
las dos potencias militares terrestres de Europa continental. Con una población entre 7 y 8
millones de habitantes, la monarquía habsburguesa soportaría, entre 1648 y 1680, un
contingente armado que osciló entre los 30.000 y los 50.000 hombres, cantidad ésta que sería
duplicada en la década de los noventa a causa de los conflictos internacionales, alcanzándose
entonces los 100.000. Tal circunstancia obligó, igualmente, a incrementar los ingresos del
estado, así como las contribuciones extraordinarias que representaba[n] el mantenimiento de
dicha fuerza.
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A partir de 1684, el Emperador hizo frente a un acusado incremento en el déficit, en parte
tolerado por el relativo desarrollo económico que por entonces se atravesaba. En 1695, los
ingresos de la monarquía apenas cubrían el 50 % de los gastos producidos, 24 millones de
florines, y, de ellos, sólo 2 millones no afectaban a cuestiones de milicia. Por otra parte, la
Tesorería se vio limitada, no tanto por la resistencia campesina, a veces considerable, como
por la ineficacia de la administración, sobre todo a causa de las tácticas de bloqueo
esgrimidas desde unos estados provinciales que representaban los intereses señoriales.
Limitaciones que, por lo demás, ponen de manifiesto hasta qué punto estaba condicionada la
autoridad de Leopoldo I por una tradición y una intransigencia señorial, a la que no estaba en
situación de combatir.
Leopoldo I pretendió el trono de España para su hijo, el archiduque Carlos. Pero ante el
cariz que cobraban los acontecimientos, en Madrid se abrió paso la solución Borbón en la
persona de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, como salida para preservar la integridad de la
monarquía española. Cuando, en noviembre de 1700, Carlos II muera, la guerra por la sucesión
al trono de España será inevitable y, cuando ésta concluya, el duque de Anjou, Felipe V [(1700
– 1724 y 1724 – 1746)], será aceptado como rey de España. Austria, sin embargo, también
saldrá potenciada por la adquisición de los territorios obtenidos en la paz de Utrecht (1713) a
costa de España, así como por el papel político que, desde entonces, pasará a desempeñar en el
escenario europeo.
Cuando Leopoldo I es sucedido por José I (1705 – 1711), hijo suyo y continuador de su obra
política, el proceso de transformación y consolidación de la monarquía austríaca es
incuestionable, como queda reflejado en la ciudad de Viena, embellecida entonces por los
artistas barrocos, convertida en sede principal de la Corte y gran capital, aunque no exclusiva –
no olvidemos Budapest y Praga—, de la monarquía de los Habsburgo. No obstante, distaba
mucho de poseer la unidad de unos pueblos, separados por la lengua, la religión y las
tradiciones, así como de alcanzar, a pesar de los esfuerzos realizados, la unidad política.
1.3. Engrandecimiento de Brandemburgo y gestación del Reino de Prusia
Los electores del margraviato de Brandemburgo, dignidad ésta ostentada desde el año
1415 por el linaje de los Hohenzollern, durante la primera mitad del s. XVII consiguieron
incrementar la extensión de sus posesiones de forma considerable, aunque discontinua, a
partir de herencias recibidas por medio de alianzas matrimoniales o gracias a su participación en
determinados conflictos armados. En 1614, el elector Juan Segismundo [I] (160[8] – 161[9]),
habiendo esgrimido derechos hereditarios obtuvo el ducado de Clèves, bañado por el Rin, así
como los condados próximos de Mark y Ravensberg. Algunos años más tarde, en 1618, como
consecuencia de la muerte, sin descendencia, de su primo Alberto Federico de Hohenzollern
[(1568 – 1618)], heredó, además, el ducado de Prusia, territorio que, fuera del Imperio, se
mantendría hasta el año 1660 bajo soberanía polaca.
Durante el gobierno de su sucesor, Jorge Guillermo [I] (1619 – 1640), Brandemburgo tuvo
que soportar las calamidades de la guerra de los Treinta Años. A su fin, los tratados de
Westfalia concedieron al elector Federico Guillermo [I] (1640 – 1688) la Pomerania Oriental
y los obispados secularizados de Minden, Halberstadt y Magdeburgo. Cuando se llega al
año 1648, Brandemburgo había engrandecido considerablemente su extensión territorial, pero
tenía entonces que superar los daños ocasionados por la guerra y acometer la reorganización del
estado. Fue a Federico Guillermo [I], llamado el Gran Elector, a quien correspondió emprender
esta tarea, cuyo objetivo no era otro que convertir esa suma heterogénea y dispersa de
dominios, ausentes de toda identidad que no fuera la de su gobernante, en un estado lo más
sólido y centralizado posible, dotándolo para ello de una estructura militar permanente,
capaz de garantizar la integración y defensa de sus dominios.
Con el fin de fortalecer la unidad administrativa de sus territorios, el Gran Elector,
calvinista convencido, asumió el poder de un modo personal, al mismo tiempo que se
reforzaban las funciones del Consejo de Estado Secreto, que quedaba convertido en el
principal instrumento de gobierno desde su sede en Berlín. Hasta el año 1648 su política chocó
con cierta oposición en los estados de sus dominios –fundamentalmente en el de Clèves, al
oeste— los cuales se amparaban en las leyes propias de cada uno de ellos (Ius Indignati),
dificultando todo intento de política coordinada. Por ello, se crearon los “consejeros
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provinciales”, funcionarios que, en contacto con las administraciones de las provincias, fueron
controlando sus prerrogativas, mientras, no sin resistencia, se anulaba el autogobierno de las
ciudades.
Efectivamente, en 1653 el Príncipe elector emprendió acciones para acabar con las
resistencias locales al alcanzar un compromiso con los estados de Brandemburgo, por el que le
concedían servicios que posibilitaban la creación de un ejército permanente, a cambio de
reforzar los privilegios de la nobleza. Años después, en 1667, las ciudades aceptaban una sisa
que convertía en superflua su participación en los comités de los estados, mientras la nobleza
rechazaba la imposición de un tributo sobre sus propiedades, conservando la exención fiscal
y negociando sus derechos sobre el campesinado. En sus posesiones del Este se desarrolló una
acción más directa. Si, por fin, el tratado de Oliva en 1660 había conformado su absoluta
soberanía sobre Prusia Oriental, ésta y su política militar no se pondrían en ejecución de
forma inmediata. Aunque en 1661 era militarmente sofocada su resistencia, la misma persistiría
y, sólo en 1674, una nueva intervención armada contra Königsberg posibilitaría la aceptación
de las arbitrarias demandas fiscales de Federico Guillermo [I], así como la implantación de una
nueva burocracia fiscal, integrada en parte por funcionarios de Brandemburgo, encargada de su
ejecución. Igualmente, en otras posesiones más pequeñas, incluyendo la ciudad de Magdeburgo
(1666 y 1680), se aplicaron estos mecanismos intimidatorios.
De esta manera, las asambleas estamentales (Landtage) de los estados contemplaron cómo
los funcionarios reales se hacían cargo del establecimiento, recaudación y administración de
unos impuestos cuya competencia había recaído hasta entonces en dichas asambleas. Sólo
Clèves y Mark, caracterizados por su peculiar configuración política y social, poco dúctil para
los Hohenzollern, lograrían una solución de compromiso (1661), con el apoyo del Reichshofrat
de Viena, por la que los estados provinciales mantuvieron su derecho a autorizar las
contribuciones fiscales.
En otro orden de cosas, para la consecución de sus fines en política interior, satisfacción de
sus intereses en Europa y, fundamentalmente, en su pugna por la hegemonía en el Báltico frente
a Suecia y Polonia, pronto sentó las bases para la organización y desarrollo de un estado
militarizado. Inicialmente se fue constituyendo una estructura de Comisarías de Guerra
encargadas de distribuir y recaudar los impuestos de forma bastante equilibrada sobre el
conjunto de los dominios de los Hohenzollern. La Comisaría de Guerra y la Caja General de
Guerra, organismos creados en 1674, obtuvieron mayor poder y competencias, afectando a
materias tocantes al desarrollo económico y comercial, asentamiento de refugiados (hugonotes
franceses) y otros asuntos de notable significado económico.
Cuando Federico Guillermo [I] alcanzó el poder, sustituyó las milicias locales y
contingentes de mercenarios indisciplinados, que había heredado de sus antecesores, por un
ejército de mercenarios, bien pagado y alojado, caracterizado por su organización y
adiestramiento. De los 8.000 hombres, aproximadamente, que lo integraban en torno al año
1648, llegó a alcanzar cerca de 40.000 en los años setenta. El elevado coste que representaba su
mantenimiento obligó al Gran Elector a depender de subsidios extranjeros, lo que, unido a su
versatilidad en el juego de las alianzas internacionales, se tradujo en un mayor incremento del
contingente armado, sobre todo como consecuencia del conflicto contra Suecia entre 1674 –
1679 en donde consiguió importantes éxitos militares (victoria de Fehrbellin, 1675), que
contribuyeron a definir el carácter militarista del estado.
Sobre todo desde 1660, el Gran Elector dedicó, también, su interés a fomentar la
prosperidad y enriquecimiento del estado y estimuló su colonización y repoblación,
atrayendo a los territorios deshabitados de Brandemburgo, Prusia y Pomerania inmigrantes
extranjeros, bastantes de los cuales eran pertenecientes a minorías religiosas reprimidas. Se
puede destacar la llegada de holandeses y franceses. Al mismo tiempo, la política absolutista
de Federico Guillermo [I] se hizo patente en su hábil maniobra con la nobleza terrateniente de
los Junkers, a la que desposeyó del poder político afianzando, sin embargo, su dominio
sobre un campesinado que se vio desarraigado de la tierra. También favorecería el acceso de
los hijos segundones de esa nobleza a los cargos de su acrecentada administración,
posibilitando, así, el encumbramiento de los mismos.
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Todas estas circunstancias hicieron posible la recuperación económica de Brandemburgo. La
desecación de tierras pantanosas o la construcción de canales, unido a la importación de
nuevas plantas, como el tabaco o la morera, la expansión del cultivo del trigo candeal, así
como el desarrollo de nuevas manufacturas, como la del vidrio, los paños o el papel,
protegidas por una adecuada legislación aduanera, permitieron tal expansión, encauzada a través
de un mercantilismo de tono colbertista y holandés, que llegó a su apogeo en los últimos años
de su gobierno, época en la que trató de llevar a cabo una política colonial.
Federico Guillermo [I] fue sucedido por su hijo Federico III (1688 – 1713), personaje
menos capacitado que su predecesor para ejercer el poder. Sin embargo, recibiría un estado de
Brandemburgo – Prusia consolidado y con una situación diplomática y militar de prestigio
dentro de los confines del Imperio. Continuador de la obra de su padre, durante su gobierno se
imprimió al absolutismo Hohenzollern un carácter más institucional y cultural. Así,
empeñado en conseguir la dignidad real, obtendría del emperador Leopoldo I el consentimiento
para adoptar el título de rey, no de Brandemburgo –territorio dentro del Imperio—, sino de
Prusia en donde gobernaba como príncipe absoluto. Tras prometer apoyo militar a Leopoldo I
contra Luis XIV (Tratado de la Corona de 1700) en la guerra de Sucesión al trono de
España, que estaba a punto de estallar, el 18 de enero de 1701 se coronaba como Federico I de
Prusia, en una ostentosa ceremonia celebrada en Königsberg. Al empezar el s. XVIII, el rey de
Prusia estaba a la cabeza del protestantismo alemán, había conseguido el mejor ejército
centroeuropeo y se había convertido en un serio rival de los Habsburgo católicos.
(BENNASSAR, 546, 550)
[ALEMANIA]
[…]
c) Devastada por la guerra de los Treinta años, Alemania surge lentamente de sus ruinas.
Sin embargo, a fines de siglo, se vuelven a cultivar numerosas tierras, el comercio
interior y el gran comercio marítimo por Hamburgo y Lübeck recobran su importancia y
la población aumenta. Algunos estados, como Baviera y, sobre todo, Brande[m]burgo,
realizan mejor y más rápidamente que los otros la tarea de reconstrucción material.
Pero Alemania también quedó moralmente quebrantada por el terrible conflicto. El
aumento de la fragmentación política y el advenimiento de una “anarquía
constituida” hacen más difícil la recuperación en ese terreno. Las universidades, en
completa decadencia hacia 1648, recupera[n] su prestigio poco a poco. La literatura en
lengua alemana no empieza a predominar sobre la literatura en lengua latina o francesa
hasta 1680; Leibniz (1646 – 1716), el principal nombre del pensamiento y de la ciencia
alemanas en el s. XVII, escribe perfectamente en latín o en francés. Excepto en la
música (con Schütz y Buxtehude) el arte carece de originalidad y de grandes
creadores: los príncipes alemanes se esfuerzan por copiar servilmente a Versalles, en la
medida de sus posibilidades. Por el contrario, en el aspecto religioso, Alemania es el
escenario de una verdadera renovación, el movimiento pietista. El luterano Felipe –
Jacobo Spener (1635 – 1705), alsaciano de origen, predica la necesidad de una
transformación de las costumbres; reacciona contra la ignorancia religiosa y el
formalismo y preconiza la constitución de pequeñas asambleas (col[l]egia pietatis)
que reúnen una vez por semana a los fieles más piadosos con fines de mutua
edificación. El pietismo, muy práctico y nada dogmático, choca con muchos recelos
oficiales, pero al mismo tiempo logra un gran éxito en toda Alemania, como testimonio
de la renovación del pensamiento y de las costumbres tras la tormenta de principios de
siglo.
[…]
[AUSTRIA]
[…] Se restablece así el reino de Hungría [en 1699] bajo la autoridad de los Habsburgo. Pero
la política de estos respecto a sus antiguos y nuevos súbditos es tan torpe y brutal que en
1703 estalla una insurrección general, en plena guerra de Sucesión española. Los
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“Descontentos” ponen a su frente a Francisco II Rakoczi [(n. 1676 – † 1735)],
descendiente de los príncipes de Transilvania. Éste, cuyas banderas llevan como
divisa “Dios, libertad y patria”, se alía con Luis XIV, amenaza Viena en 1703, se hace
elegir en 1704 príncipe de Transilvania después de la “Confederación de los órdenes
húngaros” y en 1707 proclama la deposición de los Habsburgo y la independencia de
Hungría. Pero, sin poder contar con el apoyo efectivo de Francia, Rakoczi es derrotado
por los austríacos, y en 1711 debe abandonar la lucha y salir del país. El nuevo
emperador, José I (1705 – 1711) firma con los rebeldes la paz de Szathman (1711)
que, al precio de algunas concesiones, restablece el dominio de los Habsburgo sobre el
conjunto del reino de Hungría.
[…]
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TEMA 24
Tema 24: Los estados de Asia
0.0. Sumario
24.1. La decadencia del imperio turco y de la Persia safávida
24.2. La continuación de la India del Gran Mogol
24.3. La China de los Manchúes y los Qing
24.4. El Japón de los Tokugawa
24.5. La presencia europea en Asia
24.6. África en los siglos XVI y XVII
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 244 – 251 (Bennassar
– Jacquart), 416 – 417 (Lebrun), 418 (Lebrun), 563 – 565 (Lebrun), 567 – 570 (Lebrun), 571 –
573 (Lebrun) y 574 – 577 (Lebrun).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 742 – 756
(Borreguero).
MARTÍNEZ SHAW: Historia de Asia en la Edad Moderna, Madrid, Arco Libros, S.L., 2008,
p. 13 – 15, 23 – 24, 33 – 35, 41 – 43 y 49 – 50.
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 417 (Lebrun), 566 –
567 (Lebrun), 570 – 571 (Lebrun) y 573 (Lebrun).
24.1. La decadencia del imperio turco y de la Persia safávida
(MARTÍNEZ SHAW, 49 – 50, 41 – 43)
[EL IMPERIO OTOMANO EN EL S. XVII]
[…]
El s. XVII marca la aparición de síntomas evidentes de decadencia en el imperio otomano,
aunque la primera mitad de la centuria vuelve a contemplar la ampliación de sus fronteras
orientales gracias al tratado de 1638, mientras la segunda mitad asiste a un vigoroso esfuerzo
de regeneración nacional que consigue frenar pero no detener el declive.
En primer lugar, se hicieron perceptibles serias dificultades en la economía. Por un lado, la
agricultura, falta de inversiones, no pudo sostener el continuo crecimiento de la población
experimentado a lo largo del Quinientos. Del mismo modo, las rígidas ordenanzas y el
mantenimiento de los precios hacen perder competitividad a las artesanías locales, que se
muestran incapaces de hacer frente a las mucho más baratas manufacturas occidentales.
Asimismo, la llegada de los ingleses y holandeses al Índico acaba de desviar hacia sus
factorías el tráfico de las viejas rutas de caravanas que circulaban por Oriente Medio, con el
consiguiente retroceso de los intercambios. Finalmente, la acción combinada de tantos factores
negativos termina de agravar la inflación y el déficit de la balanza comercial.
Si la crisis económica se extiende difusamente por el imperio, las disfunciones políticas son
constatables a simple vista. En la corte, el triunfo del funcionariado procedente del
devshirme provoca la frustración de las clases dirigentes tradicionales, que se alejan de la
capital, hacia sus bases en la Europa oriental y Anatolia. Al mismo tiempo, los grupos de
presión se disputan el favor del harem (esposas, hermanas y, sobre todo, madres de los
sultanes), sosteniendo las candidaturas de los diversos príncipes y fomentado la corrupción y el
nepotismo, con la consiguiente parálisis de los negocios públicos. El ejército, que ha perdido la
confianza en los jenízaros, empieza a nutrirse de la recluta ordinaria y, sobre todo, de los
contingentes suministrados por los estados vasallos, singularmente los khanatos tártaros de
Crimea.
Javier Díez Llamazares
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TEMA 24
Sin embargo, el declive imperial va a detenerse provisionalmente durante la segunda mitad
del s. XVI[I], gracias a una dinastía de grandes visires que, haciendo prueba de energía y
dedicación, en pocos años conseguirán restablecer la situación. El primero de ellos es un
anciano albanés, Mehmet Köprülü, que en su corto mandato (1656 – 1661) y al precio de una
serie de medidas sumarias corta la corrupción, reorganiza el ejército, devuelve la disciplina
a los jenízaros, somete a los gobernadores provinciales, devuelve a los campesinos a sus
tierras, acalla la protesta social e implanta el orden tanto en la corte como en el resto del
imperio. Por su parte, su hijo Ahmed (1661 – 1676) continúa la obra paterna, al tiempo que
trata de fomentar la industria y el comercio y de proteger las letras y las artes.
Así, el s. XVII, si bien lejos de la brillantez del período anterior, todavía puede presentar
algunos importantes logros culturales y artísticos. La arquitectura se ilustra con la edificación
de la mezquita de Ahmed I, la llamada “mezquita azul”, que es con sus seis minaretes y sus
estilizadas líneas la más celebrada de Istanbul. Del mismo modo, si la biblioteca Köprülü se
inaugura en 1677, también la literatura sigue dando sus frutos, tanto la poesía cortesana como la
poesía popular que inunda las aldeas.
A finales de siglo, la derrota y ejecución de Mustafá Köprülü (llamado el Negro), la
deposición de Mehmet IV [(1648 – 1687)] por los jenízaros, la corta duración del mandato del
último Köprülü, Mustafá el Virtuoso (gran visir entre 1689 y 1691), la sucesión de una serie de
sultanes incapaces y de breve reinado [–Süleyman II (1687 – 1691), Ahmed II (1691 – 1695) y
Mustafá II (1695 – 1703)—] son otros tantos factores que permiten la nueva aceleración de una
decadencia contenida durante algunos años y que se prolongará a lo largo de la centuria
siguiente.
[…]
[PERSIA EN EL S. XVII]
[…]
Abbās [I (1587 – 1629)] invirtió la situación militar, ensanchando las fronteras de Persia
hasta el máximo punto que alcanzaría en los tiempos modernos. Así, acabó con la amenaza de
los uzbekos, ocupó el Jorasán, reconquistó Azerbaiján e Iraq frente a los turcos otomanos,
ocupó las plazas fundamentales de Herāt (1597) y Qandahār (1622) en la ruta índica y
finalmente reconquistó Ormuz a los portugueses ese mismo año.
El absolutismo político se basó en la concepción del soberano como señor de vida y
hacienda, en la consideración de Persia como país conquistado y en la autoridad religiosa
del shāh como vicario de Mahoma y como guía espiritual en el seno de una confesión que no
reconocía la superioridad de ningún califa.
Del mismo modo, utilizó la nacionalización de la dinastía como vehículo para establecer
un mayor consenso sobre su poder absoluto. Turcomano como sus antepasados, Abbās [I] fue
conquistado por el humanismo iranio, hasta el punto de que desde su reinado la cultura
safawī se ha considerado arquetipo de la cultura persa. Sobre todo, su esfuerzo se volcó en la
destribalización de la dinastía, mediante la creación de una tribu artificial (“los amigos del
shāh”), la reducción a la mitad de las tropas regulares qizilbash y la organización de un
cuerpo de mercenarios bajo su mando directo, los ghulām, esclavos cristianos de Georgia y
Armenia, el equivalente safawī de los jenízaros otomanos.
En tercer lugar, Abbās [I] centralizó el gobierno y lo dotó de una verdadera
administración. Los grandes funcionarios de la administración central fueron un primer
ministro y ministro de hacienda (el athemat – dulet) y un ministro de justicia y asuntos
religiosos (el sadr).
El fomento de la economía continuó por la vía señalada por sus antecesores. Protegió al
campesinado de una excesiva presión fiscal y mantuvo el monopolio de la seda, pero
especialmente potenció el comercio, considerado la arteria vital de la economía persa, mediante
la preocupación por las obras públicas (sobre todo, las carreteras, como la famosa “alfombra de
piedra” que cruzaba el sur del Caspio de este a oeste) y mediante los contactos con las
compañías europeas, sobre todo con los ingleses, que le ayudaron en la conquista de Ormuz.
La época del shāh Abbās [I] marca también el cenit de oro de la cultura persa. Su centro,
pese al brillo de otras ciudades, como la abandonada capital Tabrīz (que había conocido su
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TEMA 24
mejor momento a comienzos de la dinastía con la llegada de Bihzād, el maestro de miniaturistas
timurí) o como Shīrāz, el gran hogar de la cultura clásica (que ve frenar su decadencia por obra
de la bonanza de los tiempos), es sin duda la nueva capital de Isfahān, sede de la corte desde
1598.
La vida de Isfahān, ciudad que debió contar entonces con más de cien mil habitantes, se
articulaba en torno a una gran plaza, la Meydān – e Shāh, cuyos lados estaban respectivamente
cerrados por la mezquita real, el Gran Bazar, la pequeña mezquita funeraria del sheik
Lutfullāh y la Gran Puerta (Alī Qāpū), que daba acceso a una sucesión de palacios y jardines
de los que resta como testimonio deslumbrante el llamado “palacio de las 40 columnas”
(Shehel Sotūn), residencia real con espacio semipúblico para recepciones en la planta baja,
mientras en la planta principal se desplegaban las feéricas[,] salas privadas para el disfrute
personal del príncipe, llenas de porcelanas, mosaicos, estucos y bordados. Los jardines no
quedaban a la zaga: una verdadera selva de árboles (álamos, pinos y cipreses), especialmente de
frutales (naranjos, cerezos y melocotoneros), y mucha agua fresca traída desde las montañas a
través de acueductos que desembocaban en piscinas de mármol blanco.
Si el reinado de sus antecesores se había caracterizado por la producción de algunas de las
obras maestras de la pintura persa, el s. XVII significó la prolongación de esta corriente. En
tiempos de Abbās [I], las grandes figuras son Aqā Rizā y, sobre todo, Rizā Abbasī, que con un
estilo caracterizado por la elegancia en las actitudes, la pureza del color y el interés por el
detalle reflejó individualizadamente todo el mundo cortesano de poetas, músicos y aristócratas
que rodeaba al soberano.
Finalmente, no puede hablarse del esplendor safawī sin mencionar el extraordinario
desarrollo de su artesanía textil. Por un lado, las alfombras de sus escuelas de Tabrīz, Kashān
y Karmān, que sin abandonar sus estilizados temas geométricos dejan paso a los motivos
vegetales, animales y hasta humanos. Por otro lado, los tejidos de seda de Tabrīz e Isfahān,
sobre todo los terciopelos con escenas de caza, paisajes y jardines, que alcanzan una cima
nunca superada en la historia del arte.
Abbās [I] dejó, sin embargo, una pesada herencia a sus sucesores. La constante amenaza
exterior se sumaba a una administración y una hacienda poco consolidadas y a una excesiva
influencia de los dignatarios religiosos sobre los asuntos de estado. Sobre todo, Abbās [I], ante
la fragilidad de un sistema de sucesión sin claro predominio del derecho de primogenitura,
sintió la necesidad de encerrar a sus hijos varones en la dorada prisión del harem, aislándolos de
la realidad cotidiana del gobierno de un estado extenso y complejo como Persia.
Por este camino, los reinados de sus sucesores [–Safi (1629 – 1642), Abbās II (1642 –
1666), Suleimán I (1666 – 1694) y Husain I (1694 – 1722)—] estuvieron presididos por la
debilidad militar, el desorden administrativo, la intolerancia religiosa, la presión fiscal y el
descontento popular. Las fronteras retrocedieron a los límites naturales de Persia tras el
tratado de 1638, que significaba la definitiva renuncia a Iraq en favor de Turquía a cambio de
la paz en la frontera occidental, único modo de poder mantener a raya la endémica amenaza de
los uzbekos sobre el Jorasán, de los mogoles de la India sobre Qandahār y del imām de Omán
(fortalecido por la conquista de Mascate a los portugueses, 1651) en el Golfo Pérsico.
Esta situación propició ahora el acercamiento a Francia, cuya ayuda fue requerida a
cambio de promesas comerciales y de concesiones religiosas (como el nombramiento de Luis
XIV como protector de los cristianos armenios, caldeos y sirios del imperio en 1683), pero el
proyecto no pudo finalmente llevarse a cabo con éxito. El shāh Husain I [(1694 – 1722)]
acentuó aún más la ortodoxia religiosa y descuidó el ejército en favor de sacerdotes y
doctores antes de hallar la muerte a manos de Mir Mahmūd [(1722 – 1725), primer shāh de la
dinastía Hotaki], un vasallo afgano de la dinastía safawī.
[…]
(FLORISTÁN, 742 – 748)
3.1. El Imperio otomano
En el mundo musulmán, el Imperio otomano se extendía sobre tres continentes. Abarcaba
África del Norte, con excepción de algunos puertos de la costa retenidos por los españoles, y de
Marruecos conocido como “Imperio jerifiano”, independiente y fragmentado en tribus que
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obedecían mejor o peor al soberano. El Imperio otomano englobaba, además, el Asia Menor,
desde el Mediterráneo al golfo Pérsico y al Mar Caspio, incluyendo los países de Levante y
Arabia. En Europa se extendía desde las orillas del Egeo y del Mar Negro hasta las llanuras de
Hungría.
En el s. XVII representaba todavía una gran fuerza militar y política a los ojos de los
europeos, que habían asistido con asombro a su expansión a partir de la caída de
Constantinopla en 1453. Las conquistas de Solimán [I] el Magnífico [(1520 – 1566)] hasta su
muerte en 1566 supusieron el momento de mayor extensión del Imperio otomano, llegando a
conquistar Hungría y el Imperio Persa. Pero en el s. XVII, el Imperio otomano comenzó a
ofrecer signos de clara decadencia.
Mientras el gobierno de Solimán [I] el Magnífico marcó la cima de la grandeza y el poder
turco, se infiltraron factores de debilidad en la estructura otomana e iniciaron la lenta pero
constante descomposición que siguió en los siglos posteriores. El más importante factor de
decadencia fue, con mucho, la creciente falta de poder y capacidad de los propios sultanes.
El mismo Solimán [I], cansando de las guerras, se retiró a la vida del harén y dejó hacer a su
visir. Como consecuencia de todo ello, la corrupción y el nepotismo se fueron apoderando de
los cargos de la administración central y más tarde a todo el imperio. Además, pocos
sultanes que desempeñaron el poder después de Solimán [I] tuvieron capacidad para ejercerlo
realmente. Selim II (1566 – 1574) sólo pudo extender su imperio a base de enfrentar a las
diferentes facciones y también tratando de debilitar el papel del gran visir, concediendo este
puesto durante breves períodos de tiempo a los partidos que prometían más a cambio. Tras la
caída del gran visir Mehmet Sokullu (1565 – 1579), el poder fue a parar primero a manos de
las mujeres del harén durante el llamado “sultanato de las mujeres” (1570 – 1578), y después
a las de los principales oficiales jenízaros, los Agas, cuyo dominio duró de 1578 a 1625.
Independientemente de quien controlara el gobierno, el resultado era siempre el mismo: una
creciente parálisis administrativa y, a través de ella, del aparato del estado y el
desgarramiento de los diferentes grupos de la sociedad convertidos en comunidades cada vez
más separadas y hostiles. Bajo tales condiciones el gobierno otomano fue incapaz de responder
a los problemas cada vez más difíciles y peligrosos económicos, sociales y militares.
Las dificultades económicas empezaron al final del gobierno de Solimán [I], cuando los
ingleses y los holandeses consiguieron clausurar completamente la antigua ruta del
comercio internacional que atravesaba el Próximo Oriente. Estambul, Alejandría y El Cairo
siguieron viviendo de aquel tráfico tradicional que los enlazaba con el Indostán y China a través
del Asia meridional, y que habían perdido mucho de su interés desde los grandes
descubrimientos. Salónica, Esmirna, Alejandreta, tenían una economía más dinámica, pero en
realidad sus estructuras económicas y sociales eran rurales y señoriales.
Por otra parte, si la organización militar otomana del s. XVI había sido excelente, las
guerras de fines del XVII demostraron su decadencia. En Europa, la experiencia de la guerra
de los Treinta Años había enseñado que una infantería de oficio o veterana podía arrostrar
la más furiosa carga de caballería, y que si se beneficiaba del apoyo de una artillería
adaptada al combate en campo abierto, podía aniquilar a su adversario. Los otomanos habían
sido los primeros en comprender la importancia de la artillería, pero la reservaban para las
campañas de sitio. En el s. XVII siguieron construyendo y fabricando cañones de enorme peso
y calibre, mientras que, por impulso sueco, los europeos hicieron grandes progresos en la
fabricación y en la utilización de una artillería de campaña muy móvil […]. Además, mientras
que en Europa la infantería llegó a ser la “reina de las batallas”, los ejércitos turcos siguieron
formados por grandes contingentes de jinetes, aunque también se incluyeron algunos cuerpos
de infantes de oficio reclutados en Egipto, Anatolia, Grecia y los Balcanes. En cuanto a la
financiación de la guerra, no hubo en el Imperio otomano coordinación entre el poder y el
dinero, es decir, entre el gobierno musulmán y los mercaderes, negociantes y financieros, en su
mayoría cristianos y judíos, por lo que el material militar, el armamento y la intendencia
fueron pobres y escasos. Pero quizás, el principal problema fue la actitud mental de los
soldados otomanos, los jenízaros, que padecían de un absurdo conservatismo técnico.
Durante el s. XVII se emprendieron grandes esfuerzos de reforma del ejército por Osmán II
(1618 – 1622), Murad IV (1623 – 1640) y por la famosa dinastía de grandes visires de los
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Köprülü –Mehemet Köprülü (1656 – 1661) y Ahmed Köprülü (1661 – 1676)—, que
llegaron al poder bajo Mehmet IV (1648 – 1687). Cada una de estas reformas surgió como
respuesta a derrotas militares que amenazaban la existencia del Imperio. Ya a finales del s. XVI
los europeos se dieron cuenta por primera vez del grado de debilidad otomana.
Básicamente la reforma consistió en restablecer el sistema de gobierno y la sociedad del s.
XVI, una época en la que había triunfado con éxito. Se trató de eliminar la corrupción y la
insubordinación, reprimir las revueltas, etc. Fueron suficientes para poner fin a las dificultades
inmediatas, pero en realidad sólo tuvieron éxito temporalmente, porque el poder los
reformadores y su campo de visión les permitía únicamente actuar contra los resultados de
la decadencia, no contra sus causas. Sin embargo, las reformas produjeron al menos una
apariencia de restablecimiento. En 1681, el ejército otomano parecía tan poderoso que el gran
Visir Kara Mustafá Pasa se sintió envalentonado como para marchar otra vez a Europa central y
poner sitio a Viena (1683). Pero este esfuerzo pronto agotó las frágiles bases del resurgimiento
otomano. Los defensores, estimulados por el rey Juan III (Jan Sobieski), consiguieron no sólo
resistir hasta que el invierno forzó a los ofensores a la retirada sino formar una gran coalición
europea que aprovechó la retirada para destruir el Imperio otomano en los siglos siguientes.
Un síntoma del debilitamiento del Imperio otomano fue la guerra en el Mediterráneo. Los
esfuerzos por conquistar Creta ocasionaron un largo enfrentamiento con Venecia (1645 – 1669):
la guerra de Candía. Al principio prevaleció la armada veneciana, pero las reformas de
Mehmet Köprülü permitieron a la flota otomana rechazar el peligro y tomar Creta (1669)
después de un sitio de 24 años. La larga duración de la guerra, a pesar del carácter limitado del
objetivo y de la corta distancia de la isla a las costas de Asia Menor, fue un claro síntoma de
debilitamiento. En el s. XVIII, la lucha contra los otomanos estuvo dirigida por sus tradicionales
enemigos, los Habsburgo y Venecia, a los cuales se unió un nuevo enemigo, Rusia. Los
Habsburgo pretendieron no sólo vengarse por el ataque a Viena sino también reconquistar
Hungría, Serbia y los Balcanes para alcanzar el Mediterráneo. Venecia se propuso recuperar sus
bases navales a lo largo de las costas del Adriático y en Morea para restablecer su fuerza
marítima y comercial. Por último, Rusia proyectó extender sus tierras hasta el mar Negro y el
Mediterráneo. Pero Europa se dividió en su apoyo a los contendientes. Suecia y Francia,
adversarios de Rusia y de los Habsburgo, defendieron a los otomanos, mientras que las
neutrales Gran Bretaña y Holanda se esforzaron en evitar que ninguna nación consiguiera la
preponderancia europea por adueñarse del Imperio otomano. Durante los ciento nueve años
transcurridos entre el segundo sitio de Viena (1683) y la paz de Jassy (1792), el Imperio
otomano estuvo en guerra con sus enemigos europeos durante 41 años. Como resultado de tales
contiendas, los otomanos perdieron Hungría, Serbia al norte de Belgrado, Tra[n]silvania y
Bucovina, dejando su frontera del Danubio donde había estado al comienzo del reinado de
Solimán [I] el Magnífico. Frente a Rusia perdieron todas sus posesiones en las costas del norte
del Mar Negro, desde los principados hasta el Cáucaso, incluyendo Besarabia, Podolia y
Crimea, cuyos soldados habían supuesto el elemento más poderoso del ejército otomano
durante el siglo anterior.
Si fueron intensas sus relaciones con Europa, también lo fueron las relaciones comerciales
y culturales. En general, la mayoría de los otomanos no veía la necesidad de que el Imperio
cambiara para superar las condiciones críticas de la época. Además, la característica básica de la
mentalidad otomana era su completo aislamiento y su desconocimiento de lo que sucedía fuera,
por lo cual asumía que el remedio de la decadencia dependía de su propia experiencia. Europa
quedaba fuera del campo de referencia incluso de los más educados otomanos de la época
debido a la creencia básica en su propia superioridad sobre cualquier cosa que el mundo infiel
pudiera producir, creencia que podía tener cierta base real en el s. XVI, pero que se mantuvo
cuando hacía ya mucho tiempo que no era válida. El desarrollo de la organización comercial e
industrial, de la ciencia y de la tecnología y, sobre todo, en organización y técnicas militares y
políticas, que tuvo Europa en los siglos XVI y XVII, fue totalmente desconocido [en] el mundo
otomano.
Las relaciones con Europa se basaron en un reducido número de embajadores que residió
en las capitales europeas para participar en negociaciones y firmar tratados. Aunque no se
quedaban mucho tiempo, fueron los primeros en comprender algo de lo que pasaba en Europa.
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En sentido inverso, algunos cristianos renegados entraron al servicio del ejército o de la
administración otomana, y a través de ellos llegó más información del mundo occidental.
Algunos hombres de ciencia y filósofos, como los grandes visires Ibrahim Pasa (1717 – 1730)
y Koca Ragib Pasa (1756 – 1763), intentaron algo pero generalmente fueron voces clamando
en el desierto y sus esfuerzos por aplicar y difundir sus ideas tuvieron poco efecto. Solamente
algunos trataron de imitar la vida occidental, importando sillas y sofás de tipo europeo. Los
relatos de Versalles sirvieron al sultán Ahmed III [(1703 – 1730)] para construir palacios y
jardines, a lo largo del Bósforo y del Cuerno de Oro, según el estilo europeo. Este brote súbito
de europeización alcanzó su cima en el “período de los tulipanes” (1717 – 1730), así llamado
por la masiva importación de tulipanes de Holanda.
En el contexto de las relaciones comerciales, el Imperio otomano dio prioridad a los
franceses. Las capitulaciones concedidas a Francia en el s. XVI se renovaron especialmente en
1604, otorgándoles a los franceses una situación privilegiada en los puertos o escalas de
Levante. Los establecimientos franceses, donde los mercaderes podían traficar casi
normalmente, formaron en el Imperio otomano pequeñas repúblicas, instaladas en barrios
cerrados y administradas por un cónsul bajo la protección del bajá de la provincia. Asimismo,
ingleses y holandeses trataron de obtener privilegios para sus Compañías de Levante.
3.2. El Imperio persa o Imperio savafí o sefévida
Dentro del mundo musulmán, el Imperio persa o safaví se caracterizó por su adhesión al
chiísmo. Los chiítas, contrariamente al conjunto de los musulmanes de rito sunnita,
rechazaban la Tradición o Sunna para no atenerse más que al Corán. Por ser una religión de
autoridad y no de consentimiento, presentaba un aspecto austero, duro e intransigente al no
reducirse a un credo, sino extenderse a una manera de sentir y de definir una originalidad
nacional en el marco del mundo musulmán. Se convirtió en la religión nacional de los persas
con la dinastía de los safavíes o sefévidas, fundada a principios del s. XVI. Frente al sunnismo
ortodoxo, la heterodoxia chiíta permitió a este país conservar su propia personalidad ante las
distintas civilizaciones que se establecieron en esa encrucijada de caminos entre Asia y Europa.
Mientas la mayoría de los musulmanes aceptaban la autoridad de un califa elegido como
sucesor del profeta, los chiítas opusieron un legitimismo que no admitía como imán más que a
los sucesores directos de Alí, el tercer califa. Este hecho diferenciador favoreció su aislamiento
y reafirmó su nacionalidad.
A finales del s. XVI, el Imperio Persa colindaba en la frontera oeste con los territorios
asiáticos turcos: Asia Menor, Mesopotamia y Siria y el norte de la península arábiga, territorios
todos ellos que aislaban al Imperio persa del Mediterráneo. Al sur, sin embargo, se extendía el
Mar de Arabia y el golfo Pérsico y al […]este hasta la India y el Imperio Mogol. La Persia
safaví conoció un importante desarrollo a finales del s. XVI y principios del s. XVII, gracias
al sha Abbas I, llamado el Grande (1587 – 1629), quien, tras el período de guerras civiles que
se produjo a la muerte del sha Tahmasp [I (1524 – 1576)] (1576), asumió el poder y llevó a la
dinastía safaví a su apogeo. Para someter a los pueblos vecinos Abbas I reorganizó el ejército,
lo cual le permitió vencer a los uzbekos del Turkestán en Herat (1597) y poner fin a sus anuales
razzias en la región del Khorassan, al norte del país; para tener esta región más protegida en el
futuro, transportó e instaló en ella unas 27.000 familias kurdas y armenias con sus rebaños.
Después se volvió contra los turcos otomanos, enemigos tradicionales de los iraníes, y les
arrebató (1602) Tabriz y el Azerba[i]yán; años más tarde conquistó Bagdad y una parte de
Mesopotamia. Ello significó la recuperación de los territorios de Irak de lengua árabe que sus
predecesores habían perdido frente a los otomanos. Finalmente en el este recobró el control de
lo que actualmente es Afghanistán.
En cuanto a la organización interior, Abbas I instauró un régimen centralizado y
despótico. Dividió sus estados en provincias y fijó la capital en Ispahán, apoyando su
gobierno sobre una nueva burocracia, el núcleo del ejército y el clero chiíta. Puso fin a la
independencia de los “quizilbas”, jefes militares turcomanos, apoyo tradicional de la dinastía,
y creó una especie de nueva tribu, los “amigos del Sha”, compuesta por millares de gentes de
todas las tribus, enroladas voluntariamente por devoción de su persona. Cuidó, finalmente, de
la formación [d]el clero y de los escribas en las escuelas de la corte. De estos nuevos cuerpos
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sociales –y más especialmente de los militares— escogió la mayoría de los gobernadores y
oficiales de su casa, de manera que, como en el Imperio Otomano, el estado safaví vino a ser la
expresión del ejército. Estableció, a imitación de los jenízaros turcos, un contingente bien
adiestrado formado, sobre todo, por esclavos cristianos de Georgia y Armenia convertidos
al Islam. Para la reorganización militar, se hizo ayudar por dos conocidos comerciantes y
aventureros ingleses, los hermanos Anthony y Robert Sherley, que dotaron al ejército de 500
cañones y 60.000 mosquetes.
En cuanto al mundo cultural persa, Abbas I realizó grandes transformaciones. Convirtió la
capital –Ispahán—, situada en el centro de sus dominios y punto crucial de tránsito de
caravanas, en una provincia de lengua persa. Con ayuda de expertos arquitectos y artesanos hizo
de esta ciudad un centro monumental, con espléndidas mezquitas y un lujosísimo palacio,
donde lucía la maravillosa técnica de los mosaicos vidriados y de los estucos. Protegió a
artistas, estudiosos y, sobre todo, a los teólogos chiítas. Se crearon además centros de
estudios donde se preparaban para las tareas de la administración a numerosos jóvenes esclavos
caucásicos. Los más favorecidos por el régimen de Abbas I fueron los ulemas chiítas, o clero
musulmán, que ocuparon posiciones claves en la burocracia central y en la organización
educativa y administrativa. Otro grupo favorecido fue el militar, que planteó graves problemas
a los sucesores de la dinastía. Junto a la arquitectura y los mosaicos, también destacó
considerablemente la literatura. La lengua persa fue vehículo de la poesía, de enorme
desarrollo en los siglos XIII al XV y algo empobrecida en las centurias siguientes a causa de la
intolerancia chiíta. El poeta persa más notable del s. XVII fue Saib de Tabriz que inició un
nuevo estilo en la lírica persa, sencillo, poético y místico, y se distinguió por sus gazal.
En el terreno comercial se dieron grandes avances. La centralización de la administración
impidió el pillaje de los nómadas, aseguró el buen funcionamiento de las rutas, hizo reinar
la justicia y facilitó la exacta recaudación de los impuestos. El restablecimiento del orden
permitió el cuidado de las carreteras y el desarrollo del comercio. Los extranjeros
comenzaron a afluir. Entre los recursos productivos destacó el monopolio del comercio de la
seda. Para su establecimiento, Abbas I acudió a medidas drásticas, como transferir a una gran
parte de la población armenia de Yulfa, que controlaba este comercio internacional, a Ispahán.
También entró en relaciones con la compañía inglesa de Moscovia. Desde 1604, los
portugueses quisieron interceptar este comercio, pero la colaboración entre el ejército persa y la
flota inglesa permitió a Abbas [I] apoderarse de la fortaleza portuguesa de Ormuz en 1623, el
mayor centro comercial del golfo Pérsico.
La tolerancia de Abbas [I] hacia los cristianos y su interés por promover el comercio y
las relaciones culturales con Europa atrajeron a la capital a numerosos comerciantes
extranjeros y a misioneros católicos, a pesar de la prohibición de hacer proselitismo entre los
musulmanes. Abbas [I] otorgó a los comerciantes cristianos que se instalaron allí diversos
privilegios y el libre ejercicio de su religión, lo que atrajo a ingleses y holandeses, que
exportaron la seda persa a toda Asia y Europa. Abbas [I] impuso un monopolio real en casi
toda la producción manufacturera destinada a la confección de objetos de lujo para el
consumo de la corte.
A pesar de los esfuerzos reformadores del sha Abbas [I], la dinastía declinó pronto, puesto
que sus sucesores Shafi I (1629 – 1642)[,] […] Abbas II (1642 – 1667) [y Solimán I (1667 –
1694)] fueron una sombra de gobernantes. Durante el gobierno de Shafi, el ejército, sin una
cabeza dirigente y mal pagado, se dividió en rencillas; las funciones públicas se convirtieron en
venales y hereditarias y el tesoro, falto de los ingresos necesarios, no pudo sostener ni el ejército
ni la administración. Aprovechando esta decadente situación, los otomanos contraatacaron y
Murad IV, en 1638, reconquistó Bagdad y Mesopotamia, y los uzbekos recomenzaron en el
norte sus razzias y depredaciones. A finales del s. XVII, la dinastía safaví no era más que la
sombra de sí misma. En el origen de su decadencia estuvieron los conflictos religiosos que casi
llegaron a destronar a Hussein [I] (1694 – 1722). Finalmente, una serie de acontecimientos –
invasión afgana en 1722, el autonombramiento como sha de Persia del afgano Mir Mahmud
[(1722 – 1725)] en Ispahán, la reinstauración de la dinastía safaví con Abbas III [(1732 –
1736)] y, finalmente, la conquista del trono por el turcomano Nadir [–Nāder Shāh Afshār
(1736 – 1747), primer gobernante de la dinastía Afsharida—] en 1736— hizo desaparecer la
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estirpe en 1738. A partir de entonces, la inestabilidad de la zona se puso de manifiesto en la
sucesión de dinastías diferentes: la Afsharida, la Zend y la Qajar.
(BENNASSAR, 563 – 567)
El Imperio otomano
Por sus orígenes, civilización y extensión territorial, el Imperio otomano es más asiático y
africano que europeo: nacido en las estepas del Turkestán, hacia 1600 se extiende desde los
confines argelino – marroquíes hasta Mesopotamia, y desde la llanura húngara a Arabia.
Durante el s. XVII su historia es la de una decadencia que, iniciada en 1600, no deja de
agravarse en la primera mitad del siglo, se detiene un momento entre 1656 y 1676, y pronto se
acelera irremediablemente.
a) El sultán Ahmed I (1604 – 1617), enzarzado en una nueva guerra contra los persas y
con una serie de revueltas interiores (Anatolia, Siria, Líbano) nombra gran visir al viejo
bajá Murad. Éste, gracias a su diplomacia y habilidad, consigue restablecer
parcialmente la situación: aplasta la rebelión de los sirios y de los drusos en el Líbano y,
en 1618, firma la paz con Persia (Turquía renuncia a la región de Tabriz conquistada en
el s. XVI). Por la parte de la Europa cristiana, la paz de Sitvatorok, firmada con el
emperador en 1606, se mantendrá durante cincuenta años, mientras el Habsburgo está
ocupado en la guerra de los Treinta Años y los turcos son incapaces de aprovecharse de
la situación. A Ahmed I le sucede su hermano Mustafá [I (1617 – 1618 y 1622 –
1623)], depuesto pronto por un hijo de Ahmed [I], Osmán, que se hace proclamar sultán
en 1618. Osmán II (1618 – 1622) es un hombre enérgico, consciente de la necesidad de
reformas profundas; pero cuando quiere reorganizar el cuerpo de jenízaros
imponiéndoles la vuelta a la estricta disciplina de antaño, provoca su rebelión y su
propia caída: es hecho prisionero y después estrangulado en mayo de 1622, siendo
Mustafá [I] restaurado en el trono. Esta revolución de palacio es el primer ejemplo,
pero no el último, de la deposición y ejecución de un sultán por los jenízaros. Estos
toman conciencia de su poder y en adelante querrán imponer su voluntad cada vez que
lo permita la debilidad del sultán o de los grandes visires.
Al morir Mustafá [I] al año siguiente, le sucede un hermano de Osmán [II], Murad IV
(1623 – 1640); en 1623 sólo tiene doce años, y durante los primeros nueve años del
reinado la sultana madre es quien dirige realmente los asuntos públicos. La minoría de
edad agrava la anarquía: los grandes visires no tienen autoridad, las tropas amenazan
con rebelarse, se reanuda la guerra civil en Anatolia y los persas vuelven a las
hostilidades, invaden Mesopotamia y entran en Bagdad en 1623. En 1632, Murad [IV]
decide hacerse cargo del gobierno; lucha con despiadada energía contra la anarquía
interior, reprimiendo todas las rebeliones, imponiendo su voluntad a los jenízaros y
poniendo orden en la hacienda pública; en el exterior derrota a los persas y reconquista
Tabriz y Bagdad. Pero muere en febrero de 1640 y su sucesor, Ibrahim I [(1640 –
1648)], es un loco cruel y libertino que, en ocho años de reinado, pone en entredicho
toda la obra realizada por Murad [IV] antes de ser asesinado el 8 de agosto de 1648; le
sustituye un niño de siete años, Mohammed IV [(1648 – 1687)]. El desorden llega a
su punto culminante: la madre y la abuela del sultán se disputan el poder; los grandes
visires se suceden sin tener tiempo de actuar (se cuentan nueve en cuatro años); el
cuerpo de los jenízaros está en plena descomposición: los hombres ya no se reclutan
entre los niños cristianos, se casan y residen donde quieren e incluso venden sus cargos
a artesanos o tenderos atraídos por los privilegios ligados a ellos; en Estambul, los
gremios se sublevan en varias ocasiones; varios gobernadores de provincia se
consideran prácticamente independientes; la venalidad de los cargos se convierte en
normal; Anatolia se rebela de nuevo; se abandona el asedio de Candia, defendida por
los venecianos (1645 – 1649). Es entonces cuando la intervención de dos grandes
visires enérgicos va a frenar la anarquía durante algún tiempo y a realizar una
recuperación espectacular pero efímera.
b) En septiembre de 1656, Mohammed IV nombra visir a un simple bajá albanés de
setenta y cinco años, Mohammed Keuprulu (o Keuprili), que pone como condición
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para su aceptación la posibilidad de actuar con completa libertad. Haciendo reinar un
terror despiadado (que le valdrá el nombre de Cruel), en cinco años consigue
restablecer el orden y hacer que la Puerta Sublime sea de nuevo temible para sus
vecinos. A su muerte, en 1661, su hijo Ahmed Keuprulu, llamado el Político, le
sucede como gran visir y durante quince años (1661 – 1676) prosigue la obra paterna,
pero con más humanidad y miramientos. Inaccesibles uno y otro a la corrupción,
reorganizaron los jenízaros y los espahíes, obligan a obedecer a los beys y bajás,
restableciendo el orden en Anatolia. Keuprulu II, sabio educado y tolerante, trata bien
a los cristianos e impulsa las letras y las artes. Al mismo tiempo, Turquía recupera su
combatividad: en 1661, Keuprulu II penetra en Transilvania y luego invade la Hungría
real con 120.000 hombres; el 1 de agosto de 1664 es derrotado en San Gotardo, a
orillas del Raab, por el ejército austríaco mandado por Montecuccoli y reforzado con
efectivos extranjeros, principalmente franceses; pero sus adversarios no puede explotar
su victoria y el 10 de agosto de 1664 se ven obligados a firmar el Tratado de Vasvar,
establecido por veinte años, que confirma la autonomía de Transilvania bajo señorío
turco. El 27 de septiembre de 1669, después de un largo asedio, Keuprulu II se apodera
de Candia, defendida por el dux Contarini y un contingente francés; Venecia tiene que
firmar la paz y ceder Creta a los turcos. En 1672 y 1676, dos guerras victoriosas contra
Polonia permiten a Turquía adueñarse de Podolia y de una parte de Ucrania.
Pero esta recuperación inesperada es de corta duración. En 1676 el yerno de
Keuprulu II, Kara Mustafá, se convierte en gran visir, pero es excéntrico, avaro y
ladrón, siendo ejecutado en 1689. El acceso al gran visirato de un tercer Keuprulu,
Mustafá, llamado el Virtuoso, es mucho más breve (1689 – 1691). Valiente, inteligente
e íntegro, muere demasiado pronto para poder detener la decadencia. Los sucesores de
Mohammed IV [–Süleyman II (1687 – 1691), Ahmed II (1691 – 1695) y Mustafá II
(1695 – 1703)—], depuesto por los jenízaros en 1687, son sultanes incapaces; la
descomposición interna continúa y se acelera; el propio Islam pierde su esplendor
hasta tal punto que, en la segunda mitad de siglo, los griegos empiezan a acceder a la
jerarquía administrativa sin convertirse a la religión musulmana. Mucho más grave es el
comienzo del repliegue en Europa central. En 1682, queriendo aprovecharse de las
dificultades del emperador en la Hungría real, los turcos deciden reanudar la ofensiva
y, bajo la dirección de Kara Mustafá, ponen sitio a Viena en julio de 1683. Mientras las
ciudad resiste heroicamente, un ejército austríaco, reforzado por las tropas polacas de
Juan [III] Sobieski, aplasta a los otomanos en la batalla de Kahlenberg el 12 de
septiembre y les obliga a retirarse desordenadamente hacia Belgrado. La derrota turca
tiene una enorme repercusión en toda la Europa cristiana. Al año siguiente, a
instigación del Papa, se organiza contra los turcos una Liga Santa que agrupa al
emperador, a Venecia, a Polonia y, un poco más tarde, a Rusia. Mientras los turcos
atacan Crimea y los venecianos Morea y el Ática […], los Imperiales, mandados por
Eugenio de Saboya, consuman la conquista de Hungría (toma de Buda en 1686) y
entran en Belgrado (1688). La guerra de la Liga de Augsburgo, que distrae al emperador
de los asuntos orientales, permite a los turcos reconquistar Belgrado (1690) y expulsar a
los venecianos de Morea, pero el 11 de septiembre de 1697 el príncipe Eugenio aniquila
un ejército turco en Zenta, Hungría; el año anterior, Pedro [I] el Grande [(1682 –
1725)] se había apoderado del puerto de Azov. En esas condiciones, los turcos aceptan
la mediación de Inglaterra y de las Provincias Unidas, y el 26 de enero de 1699 firman
el Tratado de Carlovitz: entregan a Austria Transilvania y Hungría (menos el banato
de Temesvar); a Venecia, Morea y una parte de la costa dálmata; a Rusia, Azov, y
devuelven a Polonia Podolia y Ucrania. El retroceso otomano en Europa acaba de
empezar. Es el signo más evidente de una irremediable decadencia.
[…]
24.2. La continuación de la India del Gran Mogol
(MARTÍNEZ SHAW, 33 – 35)
Javier Díez Llamazares
9
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 24
[…]
La primera mitad del s. XVII asistió a la continuación de la obra de Akbar en todos los
planos. Sin embargo, un observador perspicaz advierte ya los primeros síntomas de la lenta
decadencia de la dinastía mogol, perceptible en la desaceleración del avance hacia el sur, en la
insensible erosión del programa religioso y en la aparición de los nocivos efectos de la
indefinición en el orden de sucesión al trono y las intrigas palaciegas consiguientes, mientras
el arte alcanza sus mayores cumbres, produce sus mejores exponentes. Por el contrario, la
segunda mitad de siglo significa la traumática cancelación del proyecto nacional, la
proclamación de la intolerancia islámica, la consecuente aparición de una resistencia
organizada y el declive tanto económico como cultural de la India de los Mogoles.
Fue Aurangzeb [(1658 – 1707)] quien marcó la quiebra del proyecto nacional de Akbar. No
sólo volvió a proclamar el islamismo sunní como religión de estado, sino que promovió las
conversiones por todos los medios, vigiló la ortodoxia y la moral mediante la institución de
censores, restableció la jyziah (1675), despidió a los persas y los rājpūts de las filas de su
ejército, persiguió la enseñanza y la práctica religiosas de las restantes confesiones
(incluyendo el shiísmo y el sufismo), prohibió la construcción o reparación de templos
hindúes y destruyó miles de escuelas y de edificios religiosos, llegando incluso a derribar el
templo de Vishnú en Benarés.
El odio despertado por esta implacable intransigencia avivó la resistencia hindú. Primero,
fueron los rājpūts, los principales aliados hindúes de Akbar, los que se alzaron en armas,
obligando a Aurangzeb a sofocar la revuelta, pero sin que pudiera poner fin a una guerra
intermitente que se arrastró a todo lo largo del reinado. Después serían los sikhs y los marāthās
(o también mahrattās).
Los sikhs habían surgido como una secta hindú que, al contacto con el islamismo había
tomado conciencia del original monoteísmo de su religión. Acantonado en el Panjāb, el gran
gurū Arjún [(1581 – 1606)] recopiló la doctrina, fijó el dogma y la moral, organizó los
círculos de creyentes y fijó la capital religiosa en Amritsar. De este modo, Aurangzeb hubo
de hacer frente al gurū Gobind Singh [(1666 – 1708)], que había conseguido la redención
social de los parias, convertidos así en irreductibles soldados, y había organizado la khālsā o
cofradía militar con la misión de declarar una guerra santa a la musulmana, lo que le había
permitido tallarse un reino en la cuenca alta del Indo.
Sin embargo, pese a la importancia de las interminables revueltas rājpūt y sikh, mayor
trascendencia tuvo aún la constitución en el Decán del estado marāthā, un pueblo hindú de los
Ghāts occidentales que, comandado por Shivajī (1627 – 1680) supo labrarse un estado,
convertido pronto en una “empresa militar y nacional hindú”, justamente cuando la dinastía
Nāyaka había desaparecido de la región (1646).
Shivajī, que basaba su éxito militar en la movilidad y rapidez de su caballería, en el control
de una numerosa serie de fortalezas y también en una reducida flota, prodigó los ataques contra
los dos grandes sultanatos supervivientes (Bijāpur y Golconda), así como contra la plaza
comercial de Surat. A su muerte legó a sus herederos un reino casi independiente (título de rajá
bajo la soberanía del emperador mogol) organizado sobre las bases de todo estado moderno:
ejército poderoso, administración eficiente y hacienda saneada.
La situación del Decán preocupó tanto a Aurangzeb, que contra aquella región dirigió la que
iba a ser la última de las grandes campañas de los emperadores mogoles. Primero sometió
Bijāpur (1686) y Golconda (1687), antes de derrotar a los marāthās. Sin embargo, las
atrocidades de la represión motivaron un levantamiento general que desembocó en una
inacabable guerra de guerrillas que no cesó hasta la muerte del emperador. De este modo, la
resistencia hindú se convirtió en un pesado lastre, que agravó la suerte de la economía,
incrementó hasta extremos insoportables la presión fiscal y preparó el definitivo
hundimiento de la dinastía a la muerte de Aurangzeb.
Sin embargo, el s. XVII conoció los mayores esplendores de la cultura musulmana de la
India. La arquitectura vivió una época dorada, gracias a la iniciativa de Jahāngīr [(1605 –
1627)], que concluyó el mausoleo de Akbar en Sīkandra (1604 – 1617), pero sobre todo de
Shāh Jahān [(1628 – 1658)], que construyó el Fuerte Rojo de Delhi (1639 – 1648, con su
deslumbrante sala para audiencias públicas), la delicadísima mezquita jamí de Delhi (1650 –
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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1656) y, especialmente, la obra maestra de la arquitectura islámica en la India, el Tāj Mahal de
Agra, es decir la tumba de la reina Mumtāz Mahal, exquisita con sus combinaciones de
mármoles y con las esbeltas torres señalando los ángulos.
La pintura del s. XVII conserva la alta calidad del siglo anterior, especialmente bajo
Jahāngīr, pero prefiere ahora las láminas destinadas a ser coleccionadas en cajas o álbumes e
insiste en nuevos temas como los retratos. El más espectacular de estos álbumes es el famoso
Muraqqah – i Gulsham, del mismo modo que los artistas más destacados son Abū al – Hasan,
autor de la célebre pintura de Jahāngīr mirando el retrato de su padre, Ustād Mansūr, autor
de conocidísimos estudios de pájaros y otros animales, y Bishandās, el mejor retratista del
reinado.
Sin embargo, al margen de la corte imperial, los talleres provinciales muestran también un
notable dinamismo, capaz de producir las últimas obras maestras de la miniatura india. Entre
los musulmanes sobresale durante la primera mitad de siglo la refinada elegancia de la pintura
de la ilustrada corte de Bijāpur. Por su parte, las principales escuelas hindúes, activas hasta el
final de los tiempos modernos, son la rājastāní, con su simbolismo poético, y la paharí, que
manifiesta un refinado esplendor postrimero en las apartadas estribaciones del Himalaya.
[…]
(FLORISTÁN, 748 – 749)
3.3. El Imperio mogol
Hacia el este del Imperio persa se formó en el s. XVI el Imperio mogol. A la llegada de los
portugueses a la India, aquella península estaba dividida entre el Imperio hindú de
Vijayanagar, al sur, y los pequeños sultanatos musulmanes del Dekán. Sobre estos pueblos
cayó, en las primeras décadas del s. XVI, la invasión mongola formada por nómadas
procedentes del Asia central que se habían convertido al Islam y gozaban de una temible fama
guerrera. En 1504, los mongoles habían tomado Kabul y convertido Afghanistán en centro
operacional de sus conquistas. Desde allí se apoderaron de Lahore (1524) y de Delhi, lo que
supuso el dominio sobre la cuenca del Ganges. Poco después, el Imperio hindú de Vijayanagar
se hundió y fue aplastado en el campo de batalla. Sher Kan pacificó, consolidó y organizó el
Imperio mongol, dotándolo de unas sólidas instituciones que perdu[…]rarían hasta su muerte.
El hinduismo como elemento integrador, nacional, fue sustituido por el poder de las armas
musulmanas.
En el momento en que Felipe II recibía la herencia de su padre en Bruselas, sucedió en el
trono del Imperio mongol el sha Akbar (1542 – 1605), el cual asentó definitivamente el
poderío mongol tras una serie de conquistas desde el norte de la península hacia el sur. Entre
1561 y 1564 fue sometida Malwa y una parte de Gondwana, región del centro de la India
habitada principalmente por aborígenes. En 1573 conquistó Gujerat y el gran puerto comercial
de Surate, aunque por falta de tradición marítima no le tentó crear una flota; en 1574 anexionó
el reino afghano de Bengala. En 1581 dirigió personalmente una expedición contra su
hermano que se había rebelado en Kabul y, al morir aquél, en 1585, se anexionó el Beluchistán.
Entre 1586 y 1591 anexionó el reino de Cachemira, el Sind y el Mekrán oriental y trasladó a
Lahore la capital de su Imperio. Desde 1598 disminuyó el peligro uzbeko y Akbar pudo
volverse hacia el Dekán, invadir el sultanato de Ahmednagar y el de Khandesh (1600). Al
morir Akbar, todo el norte de la India, Afghanistán y la zona central del Dekán estaban bajo
soberanía mongol.
Para lograr cierta unidad y asentar el estado, los mongoles se aproximaron a los rajputs. El
propio Akbar se casó en 1562 con una princesa rajput y favoreció los matrimonios mixtos y la
introducción de rajputs en el ejército y en la administración civil del Imperio. El Estado se
convirtió en un Imperio indio, en el que musulmanes e hindú[e]s tuvieron los mismos
derechos. Poco a poco los pequeños estados rajputs, excepto Mewar, se convirtieron en
protectorados del Imperio mongol y sus gobernantes en […] oficiales de él. Akbar cuidó
especialmente su ejército, procurando que estuviera bien pagado, entrenado y disciplinado, con
una jerarquía y disciplina férreas, pero no concedió especial importancia a la
reestructuración económica y el Imperio mongol tuvo una economía cerrada e
improductiva. Akbar gobernaba por sí mismo, ayudado por consejeros y oficiales de su
Javier Díez Llamazares
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Casa: solía recibir diariamente en audiencia pública y allí mismo resolvía los litigios y
cuestiones planteadas. Enriqueció su capital, Fathpur Sikri, que hizo construir en las
cercanías de Agra, con magníficos edificios. También Lahore y Delhi se beneficiaron con
grandiosos palacios, mezquitas y templos, edificados bajo la estética hindú.
El Estado no invirtió su riqueza en trabajos públicos como caminos, puentes, acueductos,
etc. Ningún particular se atrevía a acumular riqueza, pues estaba prohibido, y a la muerte
de los nobles –únicos ricos— su herencia pasaba al tesoro imperial. Mercaderes y artesanos
estaban obligados a suministrar los productos necesarios a muy bajo precio, y no se les
permitía atesorar para adquirir materias primas anticipadas o útiles de trabajo. Por su parte, la
sociedad dirigente, minoritaria parásita, era sostenida por el campesinado, que pagaba en
razón de impuestos la mayor parte de su cosecha. Las formas y métodos de trabajo de la
tierra estaban retrasadísimos, y los cultivos como mijo, trigo, índigo y sólo algodón
permitían vivir miserablemente.
Akbar se caracterizó por un eclecticismo religioso que tendió paulatinamente a una religión
universal, fundiendo las diversas religiones del Imperio con algo de zoroastrismo y de
cristianismo. Pero no trató de imponer estas creencias, que se reducían al pequeño entorno del
emperador. Mostró también una gran afición a la literatura antigua india e hizo traducir al persa
una buena parte de la literatura sánscrita.
3.3.1. Esplendor y ruina del Imperio mongol
Akbar dejó un Imperio, dentro de sus limitaciones, con ciertas bases para el desarrollo de un
estado moderno, pero sus sucesores no participaron de esta concepción del Imperio y existieron
enormes resistencias para mantenerlo. Nur – al – Din Yahangir (1605 – 1627) tendió, a
diferencia de su padre, a acentuar la islamización del Imperio, lo que produjo la reacción
hindú, encabezada sobre todo por los shiks, en el noroeste, que seguían una interpretación del
hi[n]dui[s]mo muy espiritualizada. Le sucedió su hijo Sha Yahan (1627 – 1658) después de
deponer a su padre. Muy instruido, amante de la literatura y de las artes, se rodeó en la corte de
un extraordinario esplendor y lujo; ordenó la construcción de enormes y maravillosas
edificaciones, entre ellos el Taj Mahal para guardar los restos de su esposa Muntaz Mahal. En
1657 Sha Yahan cayó enfermo y, como consecuencia, estalló un trágico conflicto entre sus hijos
por la sucesión, en el cual el mayor, ecléctico y prohindú, fue vencido por el ortodoxo
Aurangzeb [(1658 – 1707)], el último gran emperador mongol. Celoso seguidor de las
prescripciones coránicas, Aurangzeb reanudó las persecuciones religiosas, avivando la
hostilidad entre las comunidades musulmanas e hindúes. La India mongólica se fue deshaciendo
presa de una ola de violencias reavivada por Aurangzeb al dividir el Imperio entre sus hijos.
Finalmente, los persas al mando de Nadir Sha invadieron la India [en el s. XVIII].
(BENNASSAR, 571 – 572)
[…]
b) En este imperio, engrandecido pero amenazado en su interior, la miseria del conjunto
de la población impresiona a todos los viajeros [de la época] […] [.]
[…]
Agobiados por los impuestos, avasallados por los soldados, expuestos, si son hindúes, a
las vejaciones de los gobernadores, los campesinos viven en un estado de inseguridad
perpetua y son diezmados periódicamente por hambres y epidemias: las hambres de
1630 y 1650 son las más terribles y desp[ue]blan el Decán. La miseria de los artesanos
no es menor, y la proporción de manufacturas de algodón y las múltiples obras de
artesanía india experimentan bruscas variaciones antes de sufrir, a fines de siglo, una
disminución general. Es sorprendente el contraste entre las fabulosas riquezas de Agra,
de Delhi y de otras capitales de la península. Nace un arte mixto, indio y musulmán,
que produce delicadas obras maestras[, como el Taj Mahal de Sha Jehan o el palacio
y gran mezquita de Delhi de Aurangzeb] […]. Pero detrás de esa brillante fachada la
situación del Imperio del Gran Mogol no deja de agravarse […]
[…]
Javier Díez Llamazares
12
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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24.3. La China de los Manchúes y los Qing
(MARTÍNEZ SHAW, 23 – 24)
[…]
La ruina de la dinastía Ming se precipita en el s. XVII, pero el desencadenante final
proviene del exterior, de la acometida de los manchúes instalados en el extremo nororiental del
imperio, que finalmente ocuparán la capital antes de mediados de la centuria.
Los manchúes eran en realidad los jürchen, pertenecían a la etnia tungú y se consideraban
herederos de una dinastía que había llegado a establecerse en el norte de China con el nombre
de Jin en los siglos XII y XIII. El unificador de las distintas tribus había sido Nurhaci [(1616 –
1626)], que en 1619 y 1622 ya había irrumpido en la China septentrional hasta alcanzar la Gran
Muralla. Su sucesor, Abahai [(1626 – 1643)], había ampliado sus incursiones en 1629 y 1638,
hasta que, en 1644, una insurrección en el propio interior de China, que provocó el suicidio del
último emperador Ming[, Chongzhen (1625 – 1644),] e indujo al general Wu Sangui a llamar
a los manchúes en su auxilio, le permitió ocupar el trono imperial e instaurar una nueva
dinastía, aunque su muerte ese mismo año hizo recaer la sucesión en Shunzi [(1643 – 1661)].
La instauración de la dinastía Qing supuso un verdadero terremoto para la China moderna.
Los manchúes se proclamaron una raza de señores destinada a gobernar sobre una raza de
esclavos, decidieron una completa segregación entre conquistadores y conquistados,
impusieron a los chinos el cambio de traje y el uso de la distintiva trenza o coleta y
sometieron el territorio a sangre y fuego, aunque naturalmente su acción provocara una larga
resistencia que fue tanto militar como económica y cultural.
Así, si la caída de Kunming, el último bastión de Wu Sangui (precisamente el general que
había abierto la puerta a los manchúes varias décadas antes) y la ocupación de Taiwan (base del
famoso corsario legitimista Guoxingye, o Coxinga según la transcripción neerlandesa)
completaron la conquista de toda China, la resistencia frente a la dinastía Qing continuó
manifestándose en la desafección de la sociedad y en la oposición de los intelectuales.
Ahora bien, precisamente la larga guerra de conquista y el rechazo de los intelectuales
convencieron a los nuevos emperadores de la necesidad de articular un proyecto político
tendente a la conciliación de las viejas clases dirigentes y al fomento de la sumisión a la
dinastía. De ese modo, por un lado, procedieron a la reanudación de los exámenes oficiales, a
la adopción de medidas reformistas y a la recuperación de las obras clásicas de la cultura
china, una línea de conducta que, unidad a los beneficiosos efectos de la paz generalizada y
del crecimiento económico, produjo desde fines de siglo un avance en la reconciliación entre la
dinastía y las élites chinas, así como una atenuación del antagonismo entre los conquistadores y
los conquistados. Por otro lado, los emperadores manchúes impusieron un “orden moral”
basado en el neoconfucianismo, que significó a la vez la implacable persecución de toda
oposición política e intelectual y una rígida censura ortodoxa y puritana que llevó a la
destrucción física de obras literarias y a la publicación de un índice de libros prohibidos a partir
de 1687. Esta desgarradora convivencia entre gestos reformistas y violenta supresión de toda
disidencia se convertiría en uno de los signos más distintivos del s. XVIII.
[…]
(FLORISTÁN, 750 – 753)
4. El Extremo Oriente en los siglos XVII y XVIII: el Imperio chino y el Imperio japonés
4.1. El Imperio chino
En los siglos XVII y XVIII, más aún que la India, China aparecía a los ojos de los europeos
como una inmensa masa humana –oficialmente 60 millones de habitantes, de hecho quizás
más de 150 millones— concentrada sobre todo en la zona costera, donde se establecieron los
contactos con los occidentales. Ni el sistema de gobierno ni el religioso, y menos el social,
presentaba algún punto en común con la civilización occidental. El Imperio chino de los Ming
formaba una gran familia cuyo padre era el emperador. A causa de la poligamia imperial, las
normas de sucesión era muy imprecisas. El emperador debía, ante todo, observar los ritos
de que dependía el orden del mundo, pues en caso contrario el Imperio se vería abrumado de
calamidades. Por ello, aunque todopoderoso, el emperador podía recibir las respetuosas
Javier Díez Llamazares
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TEMA 24
amonestaciones de un colegio de censores vigilantes dedicado a denunciar toda falta contra
los ritos en el Imperio. Asimismo, estaba asistido por seis ministros y secretarios muy
jerarquizados. La administración estaba formada por magistrados o mandarines, y una
numerosa burocracia estable[c]ida en provincias, prefecturas y subprefecturas. Cada uno de
los mandarines supervisaba en su circunscripción el culto a los antepasados, el cumplimiento
de los ritos, la justicia, la hacienda y el ejército.
La sociedad china estaba formada por familias de carácter patriarcal integradas por
decenas de personas portadoras del nombre de un antepasado. El jefe de familia, designado por
orden de primogenitura, sólo daba cuenta de sus actos a las almas de sus antepasados, por lo que
ejercía un poder absoluto. El gobierno, al reconocer sólo al jefe de familia, convirtió a ésta en
una unidad administrativa básica. Bajo los Ming se constituyó también la comunidad,
federación de familias que tendía a aproximarse al pueblo y cuyo jefe, asistido por una
asamblea, asumía el culto común, administraba la justicia y percibía el impuesto. Los
habitantes de tales comunidades eran solidarios y se vigilaban mutuamente.
En el s. XVII, la sociedad china se había convertido en una especie de sociedad de órdenes
en la que contaban mucho las aptitudes personales, puesto que las funciones se atribuían por
oposición y la herencia sólo intervenía en los estamentos superiores. A la cabeza de la
sociedad se encontraban los miembros del clan imperial –alrededor de 100.000 personas—
muchos de ellos nobles pertenecientes a familias militares. Una clase aparte estaba formada
por los eunucos, en su mayoría mutilados voluntariamente, agentes del emperador, que
espiaban a la administración y el ejército, administraban las manufacturas y los dominios
imperiales. Los letrados constituían una elite y obtenían sus grados a través de difíciles
oposiciones locales, provinciales o nacionales, consistentes exclusivamente en composiciones
escritas sobre programas literarios. Los mandarines se reclutaban entre los graduados y estaban
provistos de dominios territoriales. Este sistema impedía la endogamia y las herencias y por
ello eran pocas las familias que se mantenían en las funciones públicas durante más de dos o
tres generaciones.
En cuanto a la religión china, aunque existían ciertas creencias comunes, éstas no excluían
una profunda diversidad religiosa. En los siglos XVI y XVII coexistieron el taoísmo, el
confucianismo y el budismo. El elemento esencial de la religión china era el Tao, ser supremo,
puro y sabio, fundamento del orden del mundo y de las virtudes sociales, que reglamentaba el
juego armonioso del Yang, principio masculino, y el Yin, principio femenino, del Cielo y la
tierra, de la unión de los cuales había nacido la creación. A cada uno de estos principios
correspondían dioses y una infinidad de divinidades secundarias de acción bien establecida en
un universo razonable y jerarquizado. El orden del mundo implicaba un orden político y
social inmutable, por ello toda innovación parecía subversiva. El emperador, al recibir el
mandato del cielo, debía mantener este orden y los antepasados debían ser imitados y
venerados por haber mantenido el orden del mundo. El taoísmo, nacido de Lao Tse en el s. VII
a. C., al invitar al hombre a identificarse con el Tao a través de la ascesis, inclinaba tanto al
misticismo enseñado en los monasterios, como a prácticas supersticiosas entre la gente del
pueblo. El confucianismo era agnóstico. El mismo Confucio, hacia el año 600 a. C., dijo que no
se sabía nada de los dioses, instaurando una moral basada en la familia y el Estado, a expensas
del individuo, y desarrollando el respeto de las tradiciones. Desde el s. XI, el budismo,
procedente de la India, donde había sido proscrito, adquirió gran extensión. Se trataba tanto de
una regla de vida como de una religión. Puesto que la vida es sufrimiento, hay que suprimir el
deseo de vivir y entrar en el Nirvana, el absoluto donde el alma se funde con la vida eterna, por
la iluminación, la meditación del universo y la piedad por todos los seres condenados al
sufrimiento. En la práctica, estas religiones no se excluían y a menudo se interpenetraban. No
existían Iglesias rivales y los templos locales albergaban con frecuencia diversos cultos.
4.1.1. El declive del Imperio chino
A comienzos del s. XVII, la dinastía Ming estaba herida de muerte. Durante el reinado de
los débiles emperadores Wan – li (1573 – 1619) y Hsi – tsung (1621 – 1627), los eunucos
volvieron a apropiarse del poder y a imponer su dictadura bajo la autoridad de su cabecilla,
Wei – Chung – hsien. Junto a la debilidad del emperador, las disputas entre eunucos y
letrados habían ido agravando la situación. Los eunucos defendían la práctica de un estricto
Javier Díez Llamazares
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confucianismo, que tendía a la inmovilidad en el terreno científico y, por tanto, se apartaba de
reformas económicas y políticas, interesándose solamente por la agricultura. En cambio, los
letrados habían adoptado un neoconfucianismo, que trataban de hacer concordar con el
budismo; concebían la sociedad sujeta a cambios y, en consecuencia, defendían los intereses
de los sectores sociales ligados a la industria y el comercio. Precisamente este momento de
incertidumbre intelectual y religioso que atravesaban las clases dirigentes chinas explica el
interés que mostraron los letrados hacia las ideas científicas y las doctrinas religiosas que
introdujeron los primeros misioneros católicos.
Estas circunstancias, unidas a una serie de catástrofes naturales y malas cosechas, que
trajeron el hambre y la miseria entre 1619 – 1640, originaron serias revueltas en todo el
Imperio. Bandas de campesinos asolaron el país exasperados por su situación, mientras el
ejército se descomponía. El Imperio estaba destrozado por la anarquía y la guerra civil, al
mismo tiempo que en sus fronteras del norte amenazaban nuevos bárbaros: los manchú[e]s. Los
manchú[e]s constituían un pueblo asentado en la zona norte de China, territorio actual de
Manchuria. Provenía de tribus nómadas que desde el s. X, bajo influjo chino, se sedentarizaron
y practicaron la agricultura y un cierto comercio en aquella región. A comienzos del s. XVII,
Nurhaci (1559 – 1626) y su hijo y sucesor, Abahai (1626 – 1643), lograron constituir una
especie de estado federado, estableciendo en Manchuria una mayor centralización
administrativa y militar. Asimismo, adoptaron la cultura china y la filosofía religiosa
confuciana. En 1636, Abahai se tituló, a semejanza [c]hina, “Hijo celeste”, proclamándose
cabeza de una nueva dinastía: la Tsing (puro). Fue a su muerte en 1643, cuando le sucedió su
sobrino Shun – chich [(1643 – 1661)] y comenzó el proceso que llevaría a los [m]anchú[e]s a
conquistar China.
4.1.2. La conquista manchú
Los disturbios y la división política en China llevó al levantamiento de Li – Tzu – Cheng en
1637, quien, apoyado por los campesinos, llegó a Pekín y se proclamó emperador, tras la
abdicación y suicidio del último emperador Ming en 1644. Ante tal situación, el general Wu –
San – kuei, encargado de la defensa de la frontera septentrional, pidió socorro a los manchú[e]s
y avanzó hacia Pekín reforzado por un ejército manchú. Li, al ser derrotado dos veces, tuvo que
abandonar Pekín y murió en 1645. A partir de entonces, el general Wu – San – kuei trató de
persuadir a los manchú[e]s para que se retirasen. Pero estos llegaron con mayores contingentes
y su monarca, el niño Shun – chich fue proclamado emperador. Así se inició la dinastía manchú
de los Ching o Tsing (1644). Aunque hubo alguna resistencia Ming en Nankín apoyada por los
musulmanes, por el pirata Koxinga y por los portugueses, tras la conquista de Cantón (1650),
los manchú[e]s fueron dueños de toda China.
La nueva dinastía respetó el sistema político establecido, limitándose a ponerlo a su
servicio, y organizó China con un criterio racista, convencida de que la manera de asegurar
su dominio era evitar toda fusión. De ahí que implantaran el dominio militar de una raza
considerada superior, y cuya pureza fue cuidadosamente mantenida, prohibiéndose severamente
a los manchú[e]s casarse con chinas. Mientras que a los chinos se les impuso, como signo de
servidumbre, la obligación de llevar trenza, el pago de impuestos y la sujeción al sistema de
exámenes, los manchú[e]s estuvieron exentos del pago de tributos y de trabajos serviles y
tuvieron fácil acceso a la carrera administrativa. Como los manchú[e]s menospreciaban el
estudio y las letras, no estuvieron en condiciones de desempeñar cargos judiciales y fiscales;
por ello, tras de cada funcionario chino, otro manchú vigilaba. Los documentos oficiales eran
redactados a la vez en manchú y en chino. Los manchú[e]s conservaron su carrera militar, no
ejercieron otra profesión que la de soldado – cultivador o soldado – administrador, y
siguieron constituyendo un ejército distribuido en guarniciones situadas en puntos
estratégicos. Así pues, las dos sociedades continuaron separadas y los conquistadores
permanecieron en la ignorancia de una civilización que no les interesaba.
El choque fue duro para China. Después de la entrada de los manchú[e]s en Nankín, millares
de letrados se suicidaron, pero, con el tiempo, los chinos acabaron por resignarse. Los
manchú[e]s consiguieron, con todo, el restablecimiento del orden y de la paz, la limitación de
los gastos e impuestos, la extinción de los grandes feudos y la expulsión de la corte de la
mayor parte de los eunucos. Gracias al orden interior y a la seguridad exterior, la población
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china continuó creciendo y la agricultura progresó. La burguesía mercantil no cesó en
desarrollarse, las bancas se multiplicaron y el capitalismo comercial animó numerosos talleres
urbanos y rurales. Las artes disfrutaron de cierto renacimiento. Se reconstruyó la ciudad
prohibida de Pekín (palacio de verano) y la manufactura imperial de cerámica alcanzó su
apogeo. Pero, salvo en la China del sur, donde subsistió un arte original próximo a la
naturaleza, el régimen manchú alentó la sumisión a las tradiciones. La pintura se redujo a un
arte de letrados, inspirado por la[…] publicación de colecciones de modelos, como Las
enseñanzas de la pintura del jardín del tamaño de un grano de mostaza (1701). La literatura
estuvo dedicada a la propaganda, exaltando la dinastía y la obediencia a las autoridades y las
tradiciones. Si la corte de los últimos Ming había manifestado cierto interés por las ciencias y
las técnicas europeas, los manchú[e]s apreciaron los servicios de los matemáticos jesuitas, pero
pronto se embotó su curiosidad y creció su desconfianza respecto a las innovaciones,
contribuyendo a inmovilizar la civilización china.
(BENNASSAR, 572 – 573)
La China de los manchúes y el Japón del shogunado
[…]
b) Después del corto reinado de uno de los hijos de Abahay, Chuantse (1651 1 – 1661), el
hijo de éste se convierte en emperador con el nombre de K’ang – hi (1661 – 1722): éste
sería el reinado más largo y glorioso de la historia de los Ching. Inteligente y valeroso,
K’ang – hi aplasta la rebelión de los generales del sur de China, principalmente el
general Wu, que es derrotado y eliminado en 1678. Reconquista Formosa, que se había
convertido en la base del corsario Koxinga y de su hijo. Se ocupa de expulsar a los
rusos, que se habían instalado a orillas del Amur: según los términos del Tratado de
Nertchinsk (1689), Moscú abandona todas sus pretensiones sobre el valle del Amur,
pero a cambio recibe autorización para comerciar libremente con China. Libre de la
preocupación rusa, K’ang – hi se vuelve entonces contra los eleutos, temibles tribus
nómadas que asolaban Mongolia y amenazaban directamente a China, sometiéndolos en
1696. En esa fecha, la paz reina en todo el Imperio y en sus fronteras.
[…] [L]a influencia china se extiende a toda Asia central, y los marinos chinos
comercian en todo el sudeste de Asia […]; K’ang – hi, príncipe culto y tolerante, se
interesa tanto por el budismo como por el cristianismo, y protege a los jesuitas
instalados en Pekín. El Imperio del Medio sigue estando ampliamente abierto al exterior
como en la época Ming.
[…]
24.4. El Japón de los Tokugawa
(MARTÍNEZ SHAW, 13 – 15)
[…]
La muerte de [Toyotomi] Hideyoshi [(1582 – 1598)] dejó el campo expedito a la tercera
figura del período Azuchi – Momoyama, Tokugawa Ieyasu [(1598 – 1605)]. Descendiente de
una familia de daimyō activos en la era Sengoku, había rendido servicios militares a Oda
Nobunaga, protegiendo su retaguardia cuando aquél marchó contra Kyoto. En un plazo de
pocos años, Ieyasu consiguió derrotar a la mayor parte de los daimyō supervivientes en la
trascendental batalla de Sekigahara (1600), asumir el título de shōgun (que enseguida
entregó a su hijo [Tokugawa] Hidetada [, que gobernó de 1605 a 1623]), apoderarse del
castillo de Osaka (eliminando a la familia Toyotomi) y constituir el bakufu Edo bajo el
control de la dinastía Tokugawa.
1
[Su reinado comienza verdaderamente en 1644, aunque el texto de BENNASSAR da a entender la
existencia de un posible emperador Dorgon (n. 1612 – † 1650) tras la muerte de Abahay en 1643. En
realidad, éste tan sólo fue un importante jefe manchú, que actuó como regente de su sobrino el
emperador Chuantse, y hombre fuerte del nuevo régimen hasta su muerte.]
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 24
Superada la anarquía feudal de la era Sengoku, la dinastía Tokugawa impulsó la profunda
transformación de Japón fundamentada en unas bases que habían de permanecer intactas hasta
la segunda mitad del s. XIX.
La economía se articuló en torno a un nuevo sistema de organización de la explotación de
la tierra. La tierra era propiedad nominal del shōgun, que la repartía entre los señores
locales, los cuales mantenían una parte bajo su control directo, mientras que otra parte la cedían
a los colonos. El campesino tributaba de acuerdo con el sistema contemplado en el catastro
de Hideyoshi, una contribución única o kokudaka (porque se medía en miles de koku de
arroz). Sobre estas bases, los cultivos se extendieron a lo largo de la centuria, con tal intensidad
que el s. XVII ha pasado a ser la “gran época de reconquista de la tierra” japonesa. Una
reconquista basada sobre todo en la acción de los campesinos de la aldea y en la ayuda
interesada de los señores locales, que en contrapartida del aumento de sus rentas financiaron la
construcción de instrumentos de regadío y de diques para prevenir inundaciones.
Esta reconquista guarda naturalmente estrecha relación con el crecimiento demográfico
experimentado durante el s. XVII. En efecto, Japón debía contar a principios de la centuria con
unos 12 millones de habitantes, mientras que en el primer censo general elaborado por los
Tokugawa en 1721 la población se situaba en torno a los 30 millones de habitantes. Ahora bien,
si la población campesina creció de modo acelerado a lo largo del siglo, más
aceleradamente lo hizo la población urbana. Este fue el caso de las ciudades mercantiles
especializadas, como Osaka, y de las ciudades cortesanas, como Kyoto y, sobre todo, Edo,
que a principios del s. XVIII alcanzó el millón de habitantes, lo que la convirtió en la ciudad
más populosa del mundo.
Osaka se puso a la cabeza de la actividad mercantil japonesa. A la comercialización del
arroz se unieron otros géneros, como los procedentes de los cultivos industriales (algodón,
seda, aceite de colza) y los derivados de la destilación, tales como el licor de sake, el miso o
la salsa de shōyu (soja). Otras industrias ligadas a los recursos aldeanos fueron las
manufacturas locales de tejidos de algodón y de tejidos de seda y la cerámica y la
porcelana, destinadas a alcanzar un alto valor artístico y junto con los productos lacados
convertirse en uno de los renglones de la exportación a Europa. Finalmente, la minería, que
produjo durante la primera mitad del s. XVII y hasta el agotamiento de los filones un
considerable volumen de plata dirigida fundamentalmente a China, desarrolló también otros
ramos, como el del hierro y el cobre, destinado tanto a las necesidades internas como a la
exportación.
El poder absoluto del bakufu Edo se asentaba, como en los restantes países con regímenes
autoritarios, en la superioridad militar, el sometimiento de las clases dominantes, la
creación de una administración centralizada y la autonomía financiera, conseguida a partir
de las rentas de las tierras patrimoniales, el control directo de las minas, el monopolio de la
acuñación de moneda y del comercio exterior y la intervención en los restantes ramos de la
industria y del comercio.
Los Tokugawa obtuvieron la sumisión de todas las fuerzas potencialmente hostiles,
como podía ser la propia casa imperial (el mikado), los herederos de los viejos daimyō de la
era Sengoku o los templos y monasterios budistas. Finalmente, como clave de bóveda, el
régimen fomentó el neoconfucianismo (frente al shintoísmo o frente al budismo zen de los
períodos anteriores), en la versión de Zhu Xi, que exaltaba como supremos valores morales la
piedad filial en el seno de la familia, la lealtad en la vida pública y siempre la obediencia
hacia los superiores en una sociedad fuertemente jerarquizada.
Ahora bien, la obra del bakufu [(o régimen del shogunado)] Edo no se puede comprender sin
una referencia a la decisión de sumir al Japón en un completo aislamiento (sakoku). Las
semillas de esta política se encuentran ya en Oda Nobunaga y en Toyotomi Hideyoshi, quienes
habían dado los primeros pasos para la limitación del comercio exterior y para la erradicación
de la predicación cristiana, pese a los lazos iniciales anudados con los misioneros. Su
expresión más radical se daría, sin embargo, con la llegada al poder de los Tokugawa, que en el
transcurso de una década suprimieron taxativamente los viajes a Ultramar (1635), proscribieron
completamente el cristianismo después de una sangrienta represión en la isla de Kyūshū (1637)
Javier Díez Llamazares
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y prohibieron todo comercio a los portugueses (1639), aunque toleraron la presencia holandesa
en el islote de Dejima en la bahía de Nagasaki.
La instauración de la dinastía Tokugawa no interrumpió el desarrollo artístico japonés, sino
que por el contrario permitió el florecimiento de muchas de sus formas más representativas. La
arquitectura de los castillos del período Azuchi – Momoyama dejó pasó a la arquitectura de
los palacios, tanto en la versión grandilocuente de las residencias oficiales (como el palacio
Nikkō Tōshōgū), como en la versión intimista de las residencias privadas (como la villa
imperial Katsura, con su techumbre de cedro, sus tabiques corredizos, sus jardines y sus
estanques). La decoración a base de grandes paneles pictóricos, heredada del período
anterior, se ilustró aquí con la pintura decorativa de Kanō Tanyū, autor de los murales de
Nikkō Tōshōgū (Leyendas del Santuario Tōshōgū) y de otros aún más celebrados (como el
bien conocido dedicado a la Pesca nocturna con cormoranes). El momento de máximo
esplendor se alcanzaría durante la llamada era Genroku (1688 – 1704), cuya irradiación se
prolongaría a todo lo largo de la centuria siguiente.
[…]
(FLORISTÁN, 753 – 754)
4.2. El Imperio japonés
Al este de China, en las islas de Japón, se había constituido un Imperio de civilización china,
pero con un sistema religioso original en el que el sintoísmo –religión oficial— y el budismo se
hallaban asociados. Los japoneses concebían el universo como movido por una infinidad de
espíritus y veneraban a los antepasados, particularmente a los del emperador, descendiente
del Sol. Sin embargo, se dividían en un gran número de sectas, entre ellas el Zen, que
buscaba la iluminación en la acción personal y que tuvo gran influencia entre los señores
feudales y los militares.
El régimen político presentaba ciertas analogías con el del Occidente medieval. El
emperador del Japón (mikado) y el de China eran personajes religiosos. Pero el mikado,
confinado en K[y]oto, tenía abandonados desde hacía dos siglos sus poderes políticos en manos
del alcalde hereditario del palacio, el shogun. Los gobernadores de provincia, o daimios, se
habían convertido en señores independientes del poder central. A sus órdenes estaban los
samuráis, que constituían una especie de nobleza a sueldo y cuyos feudos consistían en rentas
pagadas en arroz. Paralelamente a los gobernadores de provincia, los monasterios budistas
poseían grandes dominios y sus superiores ejercieron poderes semejantes a los que ostentaban
los daimios. La mayor parte de la población estaba formada por campesinos que cultivaban el
arroz a mano en pequeñas unidades de explotación y practicaban una industria familiar. La
aldea fue una unidad de explotación señorial y fiscal, al frente de la cual se encontraba el
encargado de registrar el estado civil y la producción de cada campesino.
4.2.1. El declive de la dinastía Ashikaga y el auge de los Tokugawa
Mientras que en el s. XVI Japón se había caracterizado por el estancamiento, a finales de la
centuria se produjeron grandes transformaciones, al declinar la dinastía Ashikaga que había
unificado el país. En 1603, se hizo con el poder la dinastía Tokugawa. En 1639, el shogun
[Tokugawa] Iemitsu (1623 – 1651), que consolidó definitivamente la nueva familia, decretó el
aislamiento de Japón del mundo exterior por tres razones: por el deseo de asegurar la
estabilidad y el orden interno, por el interés en mantener un monopolio del comercio
exterior y por temor al cristianismo. La decisión del Japón de adoptar voluntariamente una
política de aislamiento, cuando Europa estaba a punto de iniciar una era de gran desarrollo
económico y científico, representó un giro verdaderamente dramático.
El sistema de gobierno trató de estabilizar el cerrado mundo japonés. Para evitar un
renacimiento de la feudalidad, todos los daimios (gobernadores) fueron sometidos a un severo
régimen que incluía la prohibición de contraer matrimonio o de construir un castillo sin la
autorización del shogun, y la obligación de residir en años alternos en la corte del shogun,
establecida en Yedo (la actual Tokio) y de dejar en ella a su familia como rehén. Forzados a
una costosa vida cortesana, los daimios se arruinaron y perdieron su independencia. La
suntuosa corte de Edo y los viajes de los daimios a ella y a sus feudos favorecieron a los
comerciantes y artesanos, que abrieron tiendas en la capital y en las ciudades situadas en el
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camino de los daimios. Así creció y se desarrolló una clase mercantil que se vio favorecida,
puesto que sus actividades no estaban sujetas a tasa, debido a que sólo los productos del suelo
eran considerados riqueza. Las ciudades de Edo, Osaka, Kyoto, Fushima permanecieron exentas
de impuestos y en ellas mercaderes y maestros artesanos formaron corporaciones, compraron
del shogun el privilegio de establecerlas y tendieron a limitar la producción y formar
monopolios. El campesinado, en cambio, abrumado por los impuestos, trabajó más
intensamente.
En el s. XVII, la civilización japonesa brilló esplendorosamente. Al arte aristocrático del s.
XVI (período de los castillos), sucedió bajo los Tokugawa un arte burgués que difundió los
temas tradicionales y popularizó el teatro. Sin embargo, Japón, como en todo el Extremo
Oriente dominado por el confucianismo, las ciencias suscitaron poco interés y se
desarrollaron escasamente debido también a su creciente aislamiento.
24.5. La presencia europea en Asia
(FLORISTÁN, 749 – 750, 755 – 756)
3.3.2. Los europeos en la India
Más importante que el Imperio persa para el comercio europeo fue la península indostánica.
Y, a la inversa, la presencia de los comerciantes portugueses en la India y su inyección de oro
africano contribuyeron a la renovación de la economía hindú. En [el] teatro comercial del
océano Índico, los portugueses comprendieron la necesidad de contar con factorías que les
permitieran no sólo defenderse sino asegurarse el mantenimiento de sus enclaves
comerciales, por lo que, obteniendo el permiso para fundar factorías – fortalezas, se
escalonaron estratégicamente por las costas del Índico: Cochín, Bombay y Damau, en la costa
occidental; Tuticorin, Porto Novo y Santo Tomé, en la oriental; Colombo y Trincomali, en
Ceilán fueron, entre otras, las factorías más importantes creadas por los portugueses. Sin
embargo, la dilatada extensión de las tierras conquistadas y la limitada fuerza demográfica
del país conquistador ocasionaron la pronta disgregación del Imperio portugués en la India,
atomización que se acentuó a partir de 1580, cuando Portugal pasó a ser miembro de la corona
española. Todo ello produjo un vacío que no tardarían en llenar los holandeses.
Tras chocar con los portugueses en Santo Tomé, los holandeses se fueron extendiendo en las
costas de Golconda, Cochín, Surat, Ceilán (Colombo) y Malasia. Pronto se encontraron también
con la concurrencia inglesa. Los británicos reafirmaron sus posiciones al construir en 1640 el
fuerte de San Jorge (embrión de Madrás) y establecerse en Bombay y Hugli, donde en 1690
Job Charnock [(n. ca. 1630 – † 1692)] fundó una factoría que dio origen a Calcuta. En las
últimas décadas del s. XVII, también los franceses procedentes de las islas de Reunión y
Mauricio comenzaron a establecerse en la India. El s. XVIII contempló la lucha sin cuartel
entre Francia e Inglaterra por la hegemonía colonial en la India. A finales del siglo, toda la
cuenca del Ganges cayó en manos de los ingleses, dueños ya, no árbitros, de los destinos de
la India. A partir de entonces se produjo una etapa de anglosajonización que trató de hacer de la
India un estado moderno.
[…]
4.2.2. Los europeos en el Extremo Oriente
Cuando los europeos arribaron a estos Imperios orientales, tropezaron con condiciones muy
poco favorables. Las más adversas surgieron en China. Ya en el s. XVI españoles, portugueses
y chinos habían entablado relaciones de negocios entre Filipinas y China. El Galeón de
Manila que comunicaba México y Filipinas una vez al año traía de América el dinero necesario
para la compra de sedería y porcelanas chinas, que transportaban a Manila, después a México
y finalmente a Europa. Las monedas españolas, los “reales”, invadieron China.
A partir de 1640, el comercio europeo en el Extremo Oriente se fragmentó. Además de
portugueses y españoles, nuevamente rivales, los holandeses empezaron a adquirir un lugar
preponderante. Pronto obtuvieron de los chinos permiso para instalarse en Formosa (aunque
fueron expulsados más tarde por el pirata Koxinga) y en 1642 se apoderaron de Malaca. Pero
a partir de entonces, surgieron muchas dificultades, pues Japón se cerró progresivamente a los
Javier Díez Llamazares
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extranjeros. En 1688 el número de navíos holandeses y chinos admitidos en Japón se redujo
para disminuir las salidas de dinero y se prohibió asimismo bajo pena de muerte a los naturales
abandonar el país. A finales del s. XVII, los europeos pudieron instalar factorías en Cantón,
pero con la mediación de la guilda de mercaderes cantoneses. En 1699, la East India
Company estableció relaciones regulares con Cantón. A partir de 1708, algunos navíos
franceses llegaron a China circunnavegando América, pero este comercio de los mares del Sur
chocó con ingleses y españoles. Asimismo, desde 1689, una caravana rusa se presentaba
anualmente en Pekín para adquirir un producto recientemente apreciado en Europa, el té.
Junto a las relaciones comerciales, también los europeos desarrollaron una intensa actividad
misional en el Extremo Oriente. La cristianización de China fue una empresa difícil. Las
tentativas de los misioneros comenzaron en 1552, cuando san Francisco Javier [(n. 1506 – †
1552)] llegó cerca de Macao en agosto de aquel año, muriendo de agotamiento en la noche del 2
al 3 de diciembre. En la segunda mitad del s. XVI, la mayor dificultad que encontraron los
jesuitas y franciscanos fue el desconocimiento de la religión china y su sistema filosófico. El
intento de acomodarse a las maneras y costumbres del país que no fueran contrarias al
cristianismo llevó al jesuita italiano [Michele] Ruggieri [(n. 1543 – † 1607)], antiguo
magistrado, a emprender el proceso de “sinización”. Se presentaba sin armas [y] se postraba
de rodillas en las audiencias ante los mandarines, procurando hablar con suavidad y en voz baja,
[y] adoptando las vestiduras de los monjes budistas. Con este procedimiento, en 1583 pudo
fundar la primera residencia católica. El padre [Matteo] Ricci [(n. 1552 – † 1610)] le siguió
por este camino. Los dos jesuitas avivaron la curiosidad de los mandarines hacia la ciencia y
técnica occidentales con sus relojes, libros y conversaciones. Por fin, en 1595 Ricci pudo
establecerse en Nan – Chang, ciudad de círculos y academias literarias en la China central,
donde fue bien acogido. Hizo amistad con algunos eunucos y consiguió autorización del
emperador en 1601 para residir como invitado en la corte de Pekín. Logró un gran prestigio por
sus conocimientos de astronomía y geometría, pues los chinos creían que toda la vida del
hombre estaba determinada por la posición de los astros. Para la predicación de la doctrina y
administración de los sacramentos procuró acomodarse, en lo formal, a las ideas filosóficas y
religiosas chinas. Gracias a ello, dos años antes de su muerte, había 300 cristianos en Pekín,
altos funcionarios, mandarines y letrados. Seis años más tarde, los jesuitas tenían siete
residencias en China, donde 22 religiosos dirigían una comunidad de unos 13.000 cristianos. El
padre [Johann] Adam S[c]hall [von Bell (n. 1592 – † 1666)], que sucedió a Ricci como
astrónomo imperial, y algunos otros siguieron promoviendo los estudios; pusieron en orden
el calendario, establecieron tablas astronómicas exactas, etc. En 1650, en el momento de la
instalación [completa y definitiva] de la dinastía manchú, había unos 150.000 chinos cristianos
en el Imperio Celeste. La nueva dinastía respetó a los jesuitas por su acción cultural, aunque
limitando su acción propiamente evangelizadora.
En cuanto a la evangelización de Japón, la actividad misional prosiguió a través de las rutas
seguidas por los navíos portugueses. Las misiones tenían que sostenerse materialmente y los
jesuitas habían logrado de las autoridades portuguesas que organizaran un viaje anual a
Japón y que los navíos no visitaran más que aquellos puertos en que los daimios autorizaran
la predicación. En 1571, un daimio cristiano de Kiu – siu concedió a los jesuitas el puerto de
Nagasaki, donde cada año arribaba la nao portuguesa. Los japoneses apreciaron a los
misioneros por su disciplina y su sentido de entrega, por su falta de xenofobia y su
hospitalidad. Asimismo, valoraron su conocimiento doctrinal y científico, lo cual facilitó las
conversiones. A finales del s. XVI había en el Japón 150.000 cristianos y 200 iglesias, sobre
todo en las islas de Kiu – siu y Hondo.
Una vez asentado el nuevo estado japonés, surgieron dificultades para la evangelización. Por
un lado, el miedo a la influencia de los jesuitas sobre los daimios cristianos, que podrían
facilitar la invasión del Japón por los portugueses. Por otra parte, la reconstrucción del estado
favoreció el despertar del patriotismo, de las tradiciones japonesas y de su religión. En
1587 un edicto decretó la expulsión de los jesuitas, pero por no perjudicar al comercio, no se
ejecutó; sin embargo, el pánico llevó a crucificar en Nagasaki, el 5 de febrero de 1597, a 26
cristianos, entre ellos tres jesuitas japoneses. En 1602, al mismo tiempo que se confirmaba a los
europeos la libertad de comercio y se prohibía la predicación del cristianismo, Japón intentaba
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 24
desarrollar la navegación con barcos europeos. Por su parte, la Compañía holandesa de las
Indias Orientales concluyó en 1609 un tratado de comercio e instaló una factoría en el puerto
de Hirado, y lo mismo hicieron los ingleses en 1611. Japón ya no tenía necesidad de
portugueses y españoles. Cuando los holandeses hicieron correr la amenaza de que los católicos
trataban de atacar el Japón, el shogun comenzó a mostrar simpatías por el confucianismo
tchuhista de Fujiwarano y proclamó el tchismo como doctrina oficial del estado Tokugawa. El
decreto de 27 de enero de 1614 exigió el abandono de la fe cristiana, bajo pena de exilio, y
provocó la insurrección de los cristianos, que fueron vencidos; se sucedieron nuevas revueltas,
la principal fue la de 1638, aplastada gracias a los cañones de la flota holandesa en Nagasaki.
Las comunidades cristianas, muy mermadas por las persecuciones, perseveraron en la
clandestinidad, apegadas a la devoción a la Virgen. Un edicto de 1639 declaró a portugueses y
españoles enemigos del Imperio y fueron expulsados; sólo los holandeses, que en 1623 habían
aplastado a sus rivales ingleses, pudieron permanecer, pero confinados a la bahía de Nagasaki y
muy controlados.
(BENNASSAR, 418, 574 – 577)
[LA PRESENCIA EUROPEA EN ASIA A COMIENZOS DEL S. XVII]
[…]
Hacia 1600, los portugueses siguen siendo los grandes dueños del comercio del océano
Índico e incluso del Extremo Oriente. La presencia española en las Filipinas no es una
competencia muy temible, a pesar de las relaciones mantenidas entre Manila y China, ya que
el tráfico entre el archipiélago filipino y el Imperio español se limita a dos galeones que, cada
año, enlazan Manila y Acapulco (en la costa mejicana) a través del Pacífico[;] por otra parte, las
dos coronas, portuguesa y española, se unen a partir de 1580. Pero aparecen otros
competidores mucho más peligrosos y decididos a poner fin al monopolio portugués[, teniendo
lugar los primeros envíos de flotas holandesas e inglesas] […]. Sin embargo, hacia 1600, Goa
es todavía la indiscutida capital del “Estado da India”. En realidad, las masas asiáticas se ven
poco afectadas por la presencia de los portugueses. Estos se contentan con instalar factorías
y bases navales en las costas (principalmente en Ormuz, Diu, Malaca, Macao y en las islas de
Insulindia), a fin de sacar del interior los productos, llevados después a Europa o revendidos en
otras regiones del Océano Índico [(p.ej. especias, índigo, sedas o porcelana)] […]. Por tanto,
no hacen sino reanudar por su cuenta y en mayor escala el tráfico de los comerciantes
árabes. En cuanto a los esfuerzos de evangelización, no consiguen calar en las masas: el
pensamiento religioso de Asia se manifiesta tanto más impermeable al cristianismo cuanto que
los misioneros europeos, bajo el “patronato” portugués y español, no hacen ningún esfuerzo
continuado (antes de Mat[eo] Ricci y Roberto de Nobili) por “desoccidentalizar” el mensaje
evangélico y adaptarlo a la mentalidad asiática.
[…]
[LA PRESENCIA EUROPEA EN ASIA A LO LARGO DEL S. XVII]
Los europeos en Asia
Tres grandes hechos caracterizan la historia de los europeos en Asia durante el s. XVII: el
relevo de los portugueses por los holandeses y los ingleses, el incremento de la explotación
comercial y capitalista, y el fracaso de los intentos de evangelización.
a) Después del primer viaje holandés a las islas de la Sonda en 1595 – 1596, la creación en
Ámsterdam de la Compañía de las Indias Orientales (1602) demuestra la voluntad de
las Provincias Unidas de suplantar a los portugueses en el océano Índico aprovechando
la situación de guerra con España (hasta 1609 y después de 1621) y de que las dos
Coronas, española y portuguesa, están unidas. Los portugueses, amenazados igualmente
por los ingleses, que fundan en 1600 su Compañía de las Indias Orientales, se ven
desalojados poco a poco de sus factorías del océano Índico, y a finales de siglo no
conservarán más que Goa y Diu, y Macao en China. Los holandeses se instalan
sólidamente en las islas de la Sonda, ocupando directamente el país (Amboina y
Banda en las Molucas a partir de 1605; parte occidental de Java, donde se funda
Javier Díez Llamazares
21
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
c)
TEMA 24
Batavia en 1619) o imponiendo tratados a los soberanos o sultanes locales (Sumatra,
Java, Borneo, Célebes). Además, desembarcan en la isla Mauricio en 1638, en Cochín
en 1663, en Colombo en 1656, en Malaca en 1641 y en Formosa en 1624 (de donde son
expulsados en 1662 por el pirata Koxinga), mientras que del Japón obtienen el islote
de Deshima. En cuanto a los ingleses, si bien tienen que ceder ante los holandeses en
Indonesia (matanza de Amboina en 1624), consiguen establecer en las costas de la
India varias factorías, las más importantes de las cuales son Madrás (1639), Bombay
(1661) y Calcuta (1690). Por su parte, los franceses fundan en 1664 una Compañía de
las Indias Orientales que establece factorías en Pondichéry (1674) y luego en
Chandernagor (1686). Así, en las islas de la Sonda, el monopolio holandés sucede al
monopolio portugués, y en el resto de Asia, principalmente en la India, le sucede la
competencia de las grandes potencias marítimas.
La explotación comercial es la primera consecuencia de la presencia europea en Asia.
Mucho más preocupados por los beneficios que por el proselitismo, los holandeses
emprenden la explotación sistemática del dominio colonial creado en Insulindia. Tras
vencer las resistencias locales y eliminar a los competidores europeos, la Compañía de
las Indias, que tiene el monopolio de la explotación, impone a los indígenas y a los
príncipes vasallos los cultivos que le parecen más remuneradores (clavo, nuez
moscada, pimienta, caña de azúcar y, más tarde, café), en detrimento, llegado el
caso, de los cultivos hortícolas. Todos los productos se concentran en Batavia, que
se convierte en el gran almacén del sudeste de Asia, a donde llegan los pesados veleros
procedentes de Ámsterdam por el cabo de Buena Esperanza y de donde zarpan hacia
Europa, haciendo escala en las factorías de la India […] [.]
[…]
Sin embargo, las Filipinas siguen siendo posesión española y miran más allá del
Pacífico, hacia la América ibérica, a donde todos los años envían en galeones desde
Manila las sedas y porcelanas chinas procedentes de Macao (este comercio China –
Filipinas se interrumpe prácticamente en 1640 con la secesión de Portugal). Sin dejar de
ser dueños de Macao, desde finales del s. XVI los portugueses tuvieron que resignarse
a abrir su factoría no sólo a los españoles, sino también a los ingleses, y un poco más
tarde a holandeses y franceses. Pero el comercio, que consiste principalmente en oro,
té, seda, porcelanas, es muy limitado, tanto más cuanto que el cabotaje a lo largo de
las costas chinas y los intercambios con el sudeste de Asia están en manos de los
marinos chinos. El comercio con China no adquirirá importancia hasta el s. XVIII,
después de la apertura del puerto de Cantón a los europeos (1685). En cambio, en la
India, donde los emperadores mogoles jamás trataron de basar su poderío en el mar,
ingleses, holandeses y franceses se esfuerzan por obtener privilegios capaces de
asegurarles el primer puesto en el comercio indio. A pesar de los progresos hechos por
los franceses después de 1664 y de la competencia de los comerciantes árabes, a fines
de siglo la compañía inglesa es, con mucho, la más activa, gracias al cabotaje en la
propia India, al comercio en el océano Índico y al envío a Europa de las cotonadas
indias, a las que se suman los productos de la artesanía persa.
Además de comerciantes, los europeos también quieren ser misioneros. Desde su
llegada a Asia los portugueses emprendieron un intento de evangelización cuyos
resultados fueron decepcionantes […] [.]
[…]
[El fracaso en el modo de evangelizar llevado a cabo por los portugueses] [...] es el
origen del notable esfuerzo emprendido por los jesuitas a comienzos del s. XVII para
adaptarse a las especiales condiciones de la evangelización en Asia. Primero se
ocupó de ello el italiano Mateo Ricci (15[5]2 – 1610). Llegado a China en 1583, decide
“hacerse chino con los chinos”; aprende la lengua, se viste a la china, estudia de cerca
el confucianismo (mucho más extendido que el taoísmo o el budismo) y trata de
encontrar sus puntos de convergencia con el cristianismo; en 1600 es recibido en la
corte de Pekín. En los años siguientes, sus sucesores, imitando sus métodos, consiguen
introducirse en la corte, donde se hacen apreciar por sus cualidades de sabios y técnicos.
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Su situación, comprometida en cierto momento por la llegada de los manchúes, se
consolida bajo el emperador K’ang [–] hi [(1661 – 1722)], que en 1692 firma a su
favor un edicto de Tolerancia[.]
[…]
Al mismo tiempo, otro jesuita italiano, Roberto de Nobili (1577 – 1656), lleva a cabo
en la India una experiencia de la misma clase. Llegado a Goa en 1604, pronto es
enviado a Madurai, en el sur de la península; allí se inicia en el hinduismo y decide vivir
como un sanyassi (penitente o asceta); al dirigirse a los brahmanes, les enseña que el
cristianismo no hace sino superar el hinduismo sin rechazarlo totalmente y que la
conversión no significa unión al “franguismo” 2 y traición a la India. Los resultados
no se hacen esperar: a partir de 1609 se convierten 70 brahmanes, y pronto les imitan
numerosas personas de todas las castas; a finales del s. XVII hay más de 150.000
cristianos en la India meridional.
Pero tales tentativas suscitan muy pronto la desconfianza de las autoridades
eclesiásticas en Asia y en Europa y la envidia de otras órdenes religiosas. Sin
embargo, en 1623, a pesar de diversas presiones, el Papa Gregorio XV [(1621 –
1623)], que acaba de fundar la congregación De Propaganda Fide (1622) para
coordinar los esfuerzos de las misiones, aprueba expresamente los métodos empleados
por Nobili en la India. Pero vuelve pronto a surgir la querella de los ritos. En 1645 el
dominic[…]o español Morales obtiene de la congregación de la Propaganda la
condena de algunas prácticas de los jesuitas en China; estos, considerando que los
honores rendidos a Confucio y las ceremonias en memoria de los antepasados no tenían
nada de idólatra, autorizaban a los chinos conversos a seguir practicando tales ritos.
Atacados de ese modo, los jesuitas responden acaloradamente, y la querella no tarda en
enconarse por ambas partes; todos los adversarios de la Compañía de Jesús se lanzan a
la batalla […]. Finalmente, en 1704, el Santo Oficio declara que los ritos chinos están
contaminados de paganismo y superstición, y los prohíbe formalmente; un legado,
monseñor De Tournon, se dirige a la India, donde detiene el esfuerzo de adaptación
proseguido por los sucesores de Nobili, y luego a China, donde comunica a los distintos
misioneros los decretos del Santo Oficio. El contenido de estos y la torpeza del legado
disgustan al emperador K’ang – hi, que decide reservar el derecho de entrar en
China exclusivamente a los jesuitas. Además, la obligación de observar la decisión
romana va disminuyendo poco a poco las conversiones […]. La querella de los ritos
(que proseguirá hasta 1742) acaba por comprometer irremediablemente la difícil obra
de evangelización emprendida en India, China y en la península indochina: Siam y
Tonkín. (En el Japón, el cristianismo se eliminó a comienzos del s. XVII a través de una
serie de persecuciones.)
Así, los europeos, […] a pesar de su evidente superioridad militar, científica y técnica[,]
retrocedieron ante la conquista de los inmensos imperios asiáticos y se contentaron
(excepto los holandeses en Insulindia) con instalarse cómodamente en algunos puntos de la
costa, [y] explota[r] sin escrúpulos y con éxito los productos del país capaces de venderse
provechosamente en Europa; pero sus divisiones, su ambición y su sectarismo explican en
gran parte el rechazo que opone Asia a los intentos de evangelización.
24.6. África en los siglos XVI y XVII
(BENNASSAR, 244 – 251, 416 – 417, 567 – 570)
[ÁFRICA EN EL S. XVI]
3. África y Asia
2
[Nombre derivado de “frangui” –que es como los hindúes llamaban a los portugueses— con el que los
misioneros portugueses en su proceso de evangelización de la India denominaban al cristianismo, lo que
dio a entender a los hindúes que predicaban una religión y modo de vivir de los extranjeros. Esto, en gran
medida, contribuyó al fracaso de la misión cristianizadora lusa en esta región.]
Javier Díez Llamazares
23
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 24
[…]
Los comienzos de la tragedia africana
Durante el período que corresponde a la Edad Media europea, África no tenía ningún
“retraso” respecto a Europa, ya se tratase de aspectos culturales, económicos o incluso políticos.
Las civilizaciones no se parecían a las europeas, pero se les podían comparar en cuanto al nivel
de desarrollo. Todavía en el s. XV, a pesar de cierta decadencia, florecían varios Estados
africanos: el reino hafsida de Túnez, el Sonrhay de Gao, el imperio de Etiopía en los tiempos
de Zara Yaqoh (1434 – 1468), y en menor grado, los reinos negros de Monomotapa [(situado
en África Oriental, corresponde sumariamente a una zona situada en los confines de
Mozambique y Zambia)] y del Congo [(comprendía una parte de Angola, de la República del
Congo y de la República Democrática del Congo)].
[…]
Así, el s. XVI representa un “viraje” decisivo en la historia de África. Marca el comienzo de
una tragedia que se va a prolongar hasta los comienzos del s. XIX, hasta el punto de que los
europeos considerarán natural apoderarse de la casi totalidad del continente. En el s. XVI, sólo
una parte de[l] África blanca, el Mogreb, escapa a la decadencia y mantiene una prosperidad
real.
a) El África blanca y la prosperidad del Mogreb. Egipto conoció, a comienzos del s. XVI,
una decadencia económica y política profunda, debida a la desviación del comercio
de Extremo Oriente por los portugueses, que le privaban así de su provechoso papel
de intermediario. Egipto trató de defender su posición, pero su flota fue desbaratada en
1509 por los portugueses ante Diu. El sultán Selim I [(1512 – 1520)] comprendió
entonces que Egipto era una presa fácil y lanzó sus tropas a la conquista. En 1517 ésta
había terminado. La independencia egipcia, preservada desde [e]l año 969, se había
perdido por mucho tiempo. Etiopía representaba un bastión cristiano insólito en el
nordeste del continente africano. Los turcos, resueltos a eliminarla, armaron a los
emiratos del Mar Rojo y entrenaron a sus tropas. En 1527, el emir de Harar,
Mohammed el Zurdo, lanzó el asalto de la altiplanicie etíope a los rudos y notables
combatientes, que fueron siempre los danakil y los somalíes. De 1527 a 1540, Etiopía
fue literalmente devastada por las incursiones del Zurdo, y sus grandes riquezas,
acumuladas en iglesias y monasterios, arrastradas hacia la India y Arabia. El Imperio,
que parecía perdido a la muerte del emperador Lebna Deng[…]el [o Dawit II (1508 –
1540)], se salvó por una expedición portuguesa de socorro compuesta por 500 hombres
y mandada por Cristóbal de Gama, el hijo de Vasco de Gama, en 1540. Primero los
portugueses fueron vencidos, perdieron 100 hombres y su jefe fue torturado y
asesinado. Sin embargo, los supervivientes consiguieron reconstruir un ejército etíope y
fabricar municiones, y recuperaron la iniciativa bajo la dirección del nuevo emperador
Claudius [o Gelawdewos o Asnaf Sagad I (1540 – 1559)]. A su vez, el Zurdo fue
vencido y muerto (1543). Poco a poco, Claudius reconquistó su Imperio, pero se
encontró con un país arruinado y despoblado (por matanzas o deportación de esclavos),
y dividido en el aspecto religioso a consecuencia de conversiones masivas al Islam.
Activo, inteligente y tolerante, Claudius llevó a cabo a pesar de todo un magnífico
esfuerzo de restauración nacional y consiguió hacer vivir en paz a cristianos y
musulmanes. Desgraciadamente, las tribus nómadas Galla que llegaban procedentes de
la región del lago Rodolfo inundaron lentamente las Somalias y el sudeste de la meseta
etíope. Su nivel cultural y su “atraso” en materia de organización política y social
plantearían graves problemas de asimilación. Además, los jesuitas portugueses o
españoles querían sustituir el monofisismo etíope[, que consiste en la negación de la
dualidad –divina y humana— de la naturaleza de Jesucristo, absorbiendo la primera
naturaleza a la segunda,] por el catolicismo romano, y crearon continuas dificultades a
los emperadores cristianos. Etiopía, desgarrada por fuerzas contrarias y privada de una
parte de sus riquezas, a pesar de sus brillantes reacciones se vio arrastrada a una
irresistible decadencia.
El Mogreb constituye un caso diferente. Para esta región, el s. XVI es una época de
prosperidad, al menos en las “regencias” berberiscas y el Imperio marroquí. En
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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cambio, es probable que las tribus nómadas del interior tuvieran dificultades, porque
su papel de acarreadores del oro sudanés hacia el norte y del comercio de esclavos se
había debilitado a consecuencia del asentamiento de los portugueses en Guinea y del
desvió de estos tráficos hacia el Sur. Sin embargo, los nómadas sacaron provecho de la
intensificación de las ventas de dátiles y de cuero a las ciudades de la costa, y es
posible que los oasis se beneficiasen de una notable aportación de moriscos españoles
refugiados en ellos.
Las historia de las regencias berberiscas en el s. XVI se integra dentro del gran duelo
hispano – turco. A comienzos del siglo, mientras el reino hafsida, tan brillante en los
siglos anteriores, especialmente por sus realizaciones culturales y artísticas, se
disgregaba en principados y en repúblicas urbanas, la amenaza española se
concretaba con el establecimiento de presidios coloniales desde Ceuta hasta Bujía.
Los argelinos llamaron entonces en su auxilio a los turcos, y una familia de corsarios
célebres de Mytilene, los Barbarroja, tomó a su cargo el destino de las ciudades
costeras del Mogreb. Instalado primero en Djidjelli, Aruy Barbarroja [(n. 1473 – †
1518)] liberó a Argel de la amenazadora guarnición española del Peñón y se esforzó en
conseguir para la ciudad tierras en el interior, adueñándose sucesivamente de Cherchel,
Medea y Miliana. Muerto en Tremecén en 1518, fue sustituido por su hermano
Kheyreddin [(1518 – 1545)], que, para obtener refuerzos militares, se declaró vasallo
del sultán. Así consiguió 6.000 hombres, de los cuales 2.000 eran jenízaros, que le
permitieron conquistar una parte de la Kabilia (Bono, Collo, etc.). Desde entonces,
Argel conocería un gran desarrollo, siendo apoyada su acción por la de las regencias de
Túnez y de Trípoli. Pero el poder de Barbarroja, que había sido nombrado Beylerbey,
era mucho mayor.
Argel tenía 50.000 habitantes hacia 1550 y 100.000 probablemente hacia 1620 a
consecuencia de un gran auge propiciado principalmente por la piratería. Ya en tiempos
de Barbarroja, los corsarios de Argel eran una de las potencias del Mediterráneo
occidental. Pero su poder aumentó todavía después de 1560. En adelante, los corsarios
constituyeron verdaderas escuadras con las que atacaban Andalucía, el Algarve, Sicilia,
Nápoles, Liguria, el Languedoc, Provenza… Fue la gran época de Dragut [(n. 1514 – †
1565)], fiel discípulo y sucesor de Kheyreddin.
El corso era tan provechoso que gracias a él se crearon las “prodigiosas fortunas”
de Argel. Permitió la captura de gran cantidad de barcos […]. Entre 1580 y 1670, Argel
disfrutó de su mayor fuerza, y desde 1580 contaba con 35 galeras, 25 fragatas y un
número determinado de bergantines y barcas. Las tripulaciones de estas flotas
llevaban a cabo también golpes de mano rápidos y provechosos al interior de las
tierras, arrebatando hombres, mujeres y jóvenes para los mercados de esclavos.
Hasta tal punto que las organizaciones de redención de cautivos de mercedarios y
trinitarios se instalaron en Argel. La ciudad daba una imagen de gran
cosmopolitismo: bereber y andaluza, ciudad también de griegos y turcos de 1516 a
1528, Argel se hizo medio italiana en la época de Eudj – Alí (1560 – 1587). Estaba
llena de renegados cristianos atraídos por los enormes beneficios de la piratería. Los
europeos, por medio de licencias, se establecían también allí para comerciar en la
regencia, como la Compañía marsellesa del Coral, los comerciantes de cera, dátiles,
cuero, los traficantes de armas, de telas e incluso de vinos.
A finales del s. XVI, la población de Túnez y Trípoli adquirió cada vez mayor
importancia. Túnez, tan cosmopolita como Argel, se convirtió en una gran plaza de
corso y de comercio (lanas y cueros), dirigida por un consejo de funcionarios que
elegía a su rey. Trípoli, más próxima a Egipto, estaba bajo un control más directo de los
turcos, que se adueñaron de la ciudad en 1551.
En cuanto a Marruecos, en el extremo oeste del Mogreb, escapó completamente a la
dominación turca. Primero tuvo que esforzarse en contener la expansión de los
portugueses establecidos en Tánger, Agadir (1504) y Safi (1508). Después, en la
segunda mitad de siglo, dirigido por una nueva dinastía, la dinastía saadita, que contó
con el gran fervor religioso y las cualidades guerreras de las tribus del Sur, Marruecos
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
TEMA 24
alcanzó un verdadero esplendor. Impuso su prestigio a las potencias europeas
aniquilando el ejército de[l rey] Sebastián [I] de Portugal [(1557 – 1578)], que había
ido a apoyar a un pretendiente desposeído en 1578 en Ksar – el Kebir (o
Alc[a]zarquivir). Esta batalla, llamada también de los “Tres Reyes” porque murieron
en ella tres soberanos (Sebastián [I], su protegido [el depuesto rey de Marruecos, Muley
Ahmed o Muhammad al – Mutawwakkil (1574 – 1576),] y el rey de Marruecos [Abu
Marwan Abd al – Malik (1576 – 1578)]) tuvo lugar al principio del reinado de Al
Mansur (1578 – 1603), que coincide con un primer apogeo marroquí. Al Mansur, al
igual que su predecesor, mantuvo una alianza más o menos clandestina con España, lo
que le permitió quedar al margen del duelo hispano – turco, consagrar su esfuerzo
a la lucha contra los portugueses y lanzarse a la conquista del Sudán en 1591.
Para conseguirlo, Al Mansur desarrolló ampliamente el régimen tributario, creando
varios monopolios del Estado, entre ellos el del azúcar. Luego se resarció con la
conquista. La anexión del reino negro de Sonrhay y de su capital Gao le proporcionó
mucho oro y miles de esclavos. Así, el Islam contribuyó también en gran medida al
drama del África negra.
Las desdichas de los reinos negros. Un ejemplo: el Congo. El principal agente de la
disgregación de los Estados del África negra fue Portugal. La creciente conciencia de
esta responsabilidad entre las élites negras de nuestra época ha contribuido, por lo
demás, respecto a realidades más contemporáneas, al mal estado de las relaciones entre
Portugal y los Estados independientes de África. Los portugueses fueron responsables al
menos de la decadencia de dos importantes reinos negros: el Congo, al Oeste, y
Monomotapa, al Este.
El reino del Congo ocupaba una parte importante de África Central, sobre todo al oeste
y al sur del río, y poseía una amplia faja costera. Constituido a finales del s. XIV, este
reino estaba formado por diferentes grupos étnicos, de los cuales los que predominaban
eran los invasores del s. XII, los bakongo, y los sometidos, poblaciones bantúes
difíciles de determinar. El reino vivía del policultivo a cargo de las mujeres, aunque la
tala de árboles, el desbroce y la chamicera o preparación de los suelos era tarea de los
hombres. La base de la alimentación la formaban el ñame en primer lugar, pero también
el sorgo, el mijo y los plátanos. El país tenía una “multitud innumerable” de bueyes y
carneros, propiedad del rey y de los nobles, y, sin embargo, el consumo de carne era
escaso. La propiedad pertenecía al reino, y los bienes y tierras de los congoleños iban
a parar al rey a su muerte, lo que impedía la acumulación de capital y provocaba al
mismo tiempo el desinterés respecto a las riquezas. Esto explica también la relativa
facilidad con que los congoleños acogieron los ideales cristianos, pero también su
creciente amargura cuando comprobaron progresivamente que los portugueses apenas
ponían en práctica esas ideas. La desigualdad social en el Congo era, pues, de origen
exclusivamente político y se podía influir en ella constantemente, dado que la persona
del rey era literalmente sagrada: elegido en el seno de una familia por sus cualidades
físicas (entre otras la gordura) e intelectuales, el rey era divino, taumaturgo y chivo
emisario al mismo tiempo. Algunas fundaciones o profesiones eran monopolio de los
nobles o Munesi – Conghi (Bakongo), que eran herreros y tejedores y que utilizaban
esclavos[: es decir, la pertenencia a la etnia privilegiada de los conquistadores actuaba
como un factor importante de desigualdad].
La organización política del Estado reproducía la división de los grupos étnicos: el
“consejo” del rey estaba compuesto de diez a doce miembros, funcionarios que
ostentaban títulos honoríficos, nombrados y revocados por el rey y que eran casi todos
bakongo. En cambio, la guardia real estaba compuesta por extranjeros.
Al principio, las relaciones entre portugueses y congoleños fueron buenas. Como
procedían del mar, lugar de estancia de los espíritus que, según la cosmogonía
congoleña se encarnaba[n] bajo el agua en cuerpos blancos, los europeos pertenecían
al dominio de lo sagrado. Es cierto que fueron considerados como reaparecidos y que
su llegada a bordo de naves desconocidas tuvo efectos traumatizantes.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 24
Desde el punto de vista de la cristianización, los primeros contactos fueron muy
prometedores. Hasta el punto de que si la evangelización hubiera sido el fin supremo de
los recién venidos, no había razones para creer que hubiera podido fracasar. Es
verosímil que una empresa misional confiada a una orden religiosa, por ejemplo, que
desdeñase los intereses temporales, habría tenido éxito […].
Diego Ca[o] alcanza la desembocadura del Congo en 1482 y establece el mismo año
relaciones con el reino. En 1489, éste envía una embajada a Lisboa. Dos años más tarde,
el rey Nzinga Nkuwa [(1470 – 1506 o 1509)] se hace bautizar [como Juan I], lo
mismo que sus hijos, e intenta convertir a sus súbditos. Este entusiasmo es sin duda
prematuro, ya que desencadena la oposición y obliga al rey a abjurar. Pero a su muerte
en 1506, su hijo mayor, Nzinga Mbenba, que adopta en el bautismo el nombre de
Alfonso, impugna la elección de los grandes a favor de uno de sus medio – hermanos, y
con sus partidarios cristianos presenta batalla, que se resuelve a su favor, gracias, sin
duda, a la ayuda de los portugueses. Desde entonces, Alfonso I (1506 – 1543) se
convierte en el “apóstol del Congo”. Sin que se pueda saber exactamente a que
contenido de fe se adhiere Alfonso I ni cómo adapta las antiguas costumbres a la moral
cristiana (casos de poligamia o del incesto que se practicaba en la monarquía
congoleña), es cierto que dio pruebas de gran proselitismo. Aprendió el portugués,
idioma que llegó a leer y escribir con fluidez, conocía bien los evangelios, lo que, por lo
demás, demuestra su capacidad intelectual, e hizo construir numerosas iglesias, hasta el
punto de que su capital [(llamada Mbanza Kongo)], rebautizada “San Salvador”, fue
apodada la “ciudad de las campanas”. En 1513 envió a Roma a uno de sus hijos, que
llegaría a ser obispo, y el mismo año prestó juramento de obediencia al papa como
príncipe cristiano, lo que, en 1571, le valió al reino la protección pontificia cuando los
portugueses manifestaron su intención de conquistar el país desde Luanda. Parece que
intentó desarrollar la enseñanza y la catequización de sus súbditos, sin que se pueda
saber bien cuáles eran los programas de enseñanza.
Pero los portugueses no estuvieron a la altura de aspiraciones tan sinceras y exigentes.
Como consecuencia de su debilidad demográfica, Portugal no pudo enviar tantos
misioneros y técnicos (albañiles, carpinteros, impresores) como pedía Alfonso [I].
Además, la condición moral de la mayoría de los portugueses llegados al Congo fue
poco satisfactoria. En 1520 empezaron a buscar esclavos en el Congo para alimentar
las colonias españolas con esclavos negros. Además, las comunicaciones con Lisboa
pasaban por Sao Thomé, cuya población portuguesa participaba íntegramente en la
trata y formaba así una pantalla deformante entre Lisboa y el Congo. En definitiva, las
aspiraciones reformistas y modernas de Alfonso I se verían frustradas por la escasa
asistencia misional y técnica, y su correspondencia con su “hermano” el rey de
Portugal revela la decepción de un hombre que había aceptado el cristianismo y la
civilización europea en todo su ser y que estaba sorprendido, e incluso escandalizado,
por la codicia e insolencia de los portugueses residentes en el Congo. Después de la
muerte de Alfonso [I] se deterioraron las relaciones entre el Congo y Portugal.
Estas relaciones no iban a dejar de degradarse. Un conflicto de sucesión, resuelto
finalmente en beneficio de un sobrino de Alfonso [I], Diego [I o Nkumbi a Mpudi
(1545 – 1561), tras la deposición del hijo de Alfonso I, Pedro I o Nkanga a Mvemba
(1543 – 1545)], y, finalmente, los ataques de las tribus Jaga, iban a debilitar cada vez
más el reino del Congo, sobre todo después de la muerte de Diego [I] en 1561. Los
jesuitas establecidos en el Sur, en Ngola (de donde Angola), facilitaron su
emancipación respecto al reino del Congo. Eso fue un desastre, Angola se convirtió en
colonia portuguesa y en terreno privilegiado de la caza de esclavos. En 1575, el rey
Sebastián [I] concedía a Paulo Dias de Novais la “donatoria”, es decir, la propiedad, a
título personal y hereditario, de 35 de leguas de costa al sur de Kuanza y de las tierras,
hacia el interior, de las que pudiera tomar posesión, quedando a su cargo el
mantenimiento de una guarnición de cuatrocientos hombres en la isla de Loanda, la
construcción de fuertes y la introducción de cien familias portuguesas. Los hombres
y las armas introducidos en Angola servían esencialmente para enrolar y armar
Javier Díez Llamazares
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guerreros que llevaban a cabo razzias para capturar esclavos. En 1602, el gobernador
recibió la orden de proporcionar anualmente a las colonias españolas del Nuevo Mundo
4.250 esclavos. Lo que había empezado como una asombrosa experiencia de adhesión
espontánea al cristianismo terminaba como una tragedia innoble.
En el Este, los portugueses establecidos en Sofala, en la ruta de la India, no pudieron
penetrar en el reino de Monomotapa más que por el Zambeze, a partir de los puertos de
Sena y Tete. En esta parte de África, los portugueses buscaron oro antes que los
esclavos. De 1571 a 1573 enviaron dos expediciones que llegaron finalmente a la región
de las minas. En la costa, el comercio del marfil, del oro y de los esclavos se
enfrentaba al grave inconveniente del monopolio real, que desanimaba a los
intermediarios árabes al disminuir sus beneficios. En el s. XVII, el reino se convertirá
en colonia portuguesa.
El drama es que los Estados africanos que progresan en esta época se convierten
también en esclavistas. Así ocurre en Bornu, que se constituye alrededor del Tchad y
Fezzan y se hace poderoso bajo la autoridad del príncipe Idin Alaoura (1571 – 1603)
gracias al cuerpo de soldados turcos que habían venido a instruir a sus propias tropas.
Situado en la gran ruta que alimentaba, en el Norte, los mercados de esclavos de los
turcos, el reino de Bornu se iba a convertir en base de partida de temibles razzias y en
sede de negreros. De este modo, potencias musulmanas y cristianas desencadenan el
proceso fatal de la trata que comprometerá durante siglos el porvenir de África.
[…]
[ÁFRICA A COMIENZOS DEL S. XVII]
4. Europa y el mundo
[…]
Los europeos y el Mundo Antiguo
a) El África negra es en gran medida impermeable a la penetración europea y continúa
llevando una existencia aparte. La diversidad de los pueblos está relacionada
principalmente con la diversidad de las condiciones geográficas: a una y otra parte del
Ecuador, la selva, la sabana, la estepa y el desierto condicionan los géneros de vida. Si
los negros de la selva no parecen conocer sino una existencia precaria y una
organización tribal, se constituyen, sin embargo, grandes Estados en las regiones
donde existen recursos asociados de agricultura y ganadería, y posibilidades de
contacto con el exterior. El gran imperio de Gao, basado en la explotación de la sal y
el oro del Sudán, se hunde en 1591 bajo los golpes de los marroquíes, pero el Imperio
de Bornú (Nigeria – Camerún) alcanza su apogeo hacia 1600; los reinos nigerianos
(principalmente en el Benin) presentan una prosperidad relativa. Al sur del Ecuador, los
Estados, como el reino de Monomotapa (en la desembocadura del Zambeze) tienen
menor importancia. El Islam penetró poco en el África negra, todo lo más hasta el
norte del Sudán. La mayoría de los negros conservan una religión tradicional, a la vez
monoteísta (aunque ese Dios supremo es tan grande y tan lejano que raramente se le
invoca) y mágica (fuerzas divinas animan toda la naturaleza, y es conveniente
congraciarse con ellas por medio de plegarias rituales y sacrificios).
Los portugueses se instalan en algunos puntos de las costas de África, principalmente
en las islas de Cabo Verde, en el golfo de Guinea (Elmina, isla de Santo Tomé), en
Angola (Luanda) y en África oriental (Sofala, Moza[m]bique, Mombasa). Pero
ingleses, holandeses y franceses empiezan ya a traficar en las costas de Guinea. Los
intentos portugueses de penetración en el interior fracasaron en gran parte, y la
evangelización no reportó más que éxitos muy limitados (el pequeño reino del Congo,
a ambos lados del estuario del gran río, fue ampliamente cristianizado). Estos fracasos
se explican por el racismo y la intolerancia de los blancos, y, sobre todo, por la
práctica de la trata de esclavos. Ésta, que existía mucho antes de la llegada de los
europeos, pero que estos desarrollaron en beneficio propio, contribuyó a mantener,
hasta el centro del continente, un estado de guerra endémica entre grandes Imperios,
pequeños reinos e incluso simples tribus.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
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El África septentrional […] [es] dominio del Islam. Marruecos, reino independiente,
experimentó una de las épocas más gloriosas de su historia bajo el reinado de Ahmed
Al Mansur (1578 – 1603), vencedor de los portugueses en El Ksar – el – Kebir
(Alcazarquivir, 1578) y conquistador del Imperio de Gao (1591). Los estados
berberiscos de Argelia, Túnez y Trípoli se encuentran sometidos a vasallaje, cada vez
más nominal, del Imperio turco, y viven de la provechosa práctica de la piratería:
hacia 1600, Argel es una ciudad próspera de casi 100.000 habitantes, 25.000 de los
cuales son cautivos cristianos. Egipto […] [es provincia turca] […].
[…]
[ÁFRICA A LO LARGO DEL S. XVII]
África
a) En África septentrional, las tres regencias de Trípoli, Túnez y Argel son teóricamente
provincias del Imperio turco administradas como las demás. De hecho, el alejamiento
de Constantinopla acaba por hacer prácticamente independientes a los Estados
berberiscos, como los llaman en Europa: los bajás, nombrados cada tres años por el
sultán, no tienen autoridad; en Argel, los Consejos de jenízaros turcos son los
verdaderos amos, y, a partir de 1671, los deys elegidos vitaliciamente; en Túnez, el
poder está en manos de los beys, jefes de las tropas indígenas. La piratería en el
Mediterráneo, y hasta en el Atlántico, sigue siendo la actividad esencial […]. De
cuando en cuando se organizan expediciones cristianas de represalia, sin gran éxito
[…]. Algunos países, como Suecia o las Provincias Unidas, prefieren comprar a
precio de oro la libertad de navegación. La existencia de muchos cautivos en los
puertos berberiscos plantea a los cristianos de Europa un grave problema de
conciencia: en efecto, si los cautivos más ricos consiguen librarse pagando rescate, los
demás no disponen de ese recurso, y con frecuencia acaban convirtiéndose al Islam y
quedándose allí. Tal situación ya había provocado en el pasado la fundación de obras
para el rescate de los cautivos. En 1646 los lazaristas o padres de la Misión se
encargan oficialmente de los consulados de Argel y Túnez; en ese aspecto, hasta 1676
son los intermediarios acreditados cerca de las autoridades berberiscas para el rescate de
esclavos cristianos.
b) Al oeste del Mogreb, Marruecos es totalmente independiente de Turquía. A la muerte
de Ahmed El – Mansur (1603), tres de sus hijos se disputan el poder; tras la
eliminación de uno de ellos, los otros dos se reparten el país que, como en el s. XV, se
encuentra dividido en dos reinos, Fez y Marrakech. De hecho, el auténtico poder
pertenece a los morabitos; además, la inmigración masiva de los morisco[s] expulsados
de España por Felipe III en 1609 – 1614 plantea un temible problema, pues los recién
llegados se integran mal en una sociedad muy diferente de la de la península. Tras
medio siglo de anarquía, una poderosa familia del Tafilelt, los Alauitas, restablece el
orden: Muley Rachid [(1666 – 1672)] se hace proclamar sultán el 6 de junio de 1666 y
en cuatro años restaura la unidad de casi todo Marruecos. Su hermano y sucesor, Muley
Ismail (1672 – 1727), es el principal soberano alauita. Empieza por restablecer el
orden, casi siempre por el terror; su necesidad de dinero, especialmente para la
construcción de su nueva capital, Mequinez, le obliga a imponer a sus súbditos un
agobiante sistema tributario. Reorganiza el ejército gracias a 40.000 esclavos negros
agrupados en 76 fortalezas diseminadas a través del territorio. Adalid del Islam,
reanuda la guerra santa contra las plazas cristianas del litoral marroquí: se apodera
de Larache, pero fracasa ante Ceuta y Melilla. Al mismo tiempo mantiene relaciones
comerciales con Inglaterra, Holanda y especialmente con Francia, con la que firma un
tratado de amistad (que no se cumplirá).
c) Al otro lado del Sahara, el África sudanesa experimenta a lo largo de todo el siglo una
etapa de eclipsamiento y decadencia. Ello se debe, en primer lugar, a la destrucción
del Imperio de Gao por los marroquíes entre 1591 y 1605; pero estos pronto se
muestran incapaces de mantener el país, que cae en la anarquía. Los nómadas blancos
del desierto, los tuaregs, se aprovechan de ello para aumentar sus incursiones a las
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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ciudades del Níger y más allá del río; hacen que la misma amenaza constante entre
Níger y Chad gravite sobre las ricas ciudades comerciales de los Estados hausas y
sobre el imperio musulmán de Bornú. La otra razón de la decadencia del África
sudanesa reside en la existencia de una doble corriente de tráfico, una hacia el
Mediterráneo y el Imperio turco desde las regiones del Chad, y otra hacia el golfo de
Guinea y el Nuevo Mundo desde las regiones próximas a la costa: a los desdichados
africanos se les “coge entre la Puerta y las Indias”. Desde mediados del s. XVI la costa
atlántica de África entre cabo Verde y Angola se convirtió en cantera de esclavos para
las minas y plantaciones del Nuevo Mundo. A partir del año 1600, en la costa del
golfo de Guinea (desde cabo Verde al río Congo), los holandeses relevan a los
portugueses y ocupan las factorías de Elmina y Oudja u Oujda; a partir de 1670 –
1680, ingleses y representantes de otras potencias europeas (Francia, Dinamarca,
Brande[m]burgo) desempeñan ese casi monopolio cada vez con más frecuencia. En
cambio, los portugueses logran mantenerse al sur del río Congo, en el pequeño reino
del mismo nombre (por otra parte, en plena decadencia), en la costa de Angola, en
Luanda y en Benguela (fundada en 1617). Cualquiera que sea su nacionalidad, los
negreros europeos emplean los mismos métodos: nunca buscan personalmente a los
esclavos, sino que los cambian a intermediarios costeros por mercancías europeas
(telas llamadas “piezas de Guinea”, armas de fuego, alcohol) […] [.]
[…]
Los perjuicios del tráfico sobre los pueblos del África negra (ciclo infernal de guerra
entre tribus, regresión demográfica, economía y cultura) serán aún más sensibles en el s.
XVIII.
d) El África orienta[l] y central sufre problemas bastante parecidos. El poderoso reino de
Monomotapa, que en 1629 se declara vasallo de la Corona portuguesa, es destruido por
sus vecinos a lo largo del siglo. En el corazón del continente (cuenca del Zambeze,
Grandes Lagos), se organizan reinos o confederaciones de tribus que luego desaparecen.
En la costa, los portugueses pierden una parte de las factorías del Estado da India;
efectivamente, algunos puertos (principalmente Kiloa, Mombás, Melinda y Mogadiscio)
no soportan la dura tutela portuguesa y el monopolio comercial que ésta impone;
encuentran un precioso aliado en la persona del imán de Omán, en el golfo Pérsico.
Entre 1622 y 1650 los árabes de Omán desalojan poco a poco a los portugueses y
restablecen a gran escala el tráfico de esclavos entre la costa africana y Bombay. En
1698 los árabes se hacen prácticamente dueños de toda la costa al norte de cabo
Delgado. Los portugueses se encuentran, pues, aislados en la región de Mozambique,
pero la colonia, separada administrativamente de Goa, demasiado lejos de Brasil para
servir de cantera de esclavos, se abandona prácticamente a sus propios medios y a los
“prazeros” (mestizos negro – portugueses).
[e)] África del sur es la única región del continente que es escenario de una verdadera
colonización europea. Desde el viaje de Vasco de Gama, los navegantes portugueses en
ruta hacia el océano Índico adquirieron la costumbre de hacer escala en varios puntos de
la costa del cabo de Buena Esperanza. Hacia 1652 la Compañía holandesa de la
Indias Orientales no decide la instalación en la bahía de la Tabla de una escala fija de
“refresco” para sus barcos. Los cincuenta holandeses que llegan allí, con el cirujano
Jan van Riebeeck a la cabeza, fundan El Cabo. En 1680 son ya 600, a consecuencia de
uniones tanto con holandesas como con mujeres indígenas (hotentotes). En 1685 unos
300 hugonotes franceses, principalmente de las Cevenas y provenzales, se reúnen con
ellos. Así, desde finales de siglo, en el extremo sur de África se halla en formación un
nuevo pueblo: los holandeses y los franceses, instalados en su mayoría lejos del cabo
para escapar a las complicaciones administrativas de los empleados de la Compañía de
Indias, rechazan todo vínculo con su patria de origen y se convierten poco a poco
en afrikaaners, orgullosos de ser blancos, frente a los mestizos o bastaards, reducidos
a una situación inferior, y a los hotentotes, expulsados hacia el interior.
Javier Díez Llamazares
30
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
Tema 25: Hacia una nueva demografía
0.0. Sumario
25.1. ¿El comienzo de un nuevo régimen demográfico? Matizaciones regionales
25.2. Cifras de una población en aumento
25.3. El mundo urbano
25.4. Factores demográficos y causas del crecimiento
25.5. Consecuencias del incremento de la población
25.6. Las migraciones
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 745 – 747 (Denis –
Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 684 – 686
(Torres).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 443 – 454
(Giménez).
25.1. ¿El comienzo de un nuevo régimen demográfico? Matizaciones regionales
(RIBOT, 443 – 444, 446 – 451)
1. La población
El número de hombres fue considerado por los políticos europeos del s. XVIII como el
elemento básico de toda política de progreso y, por tanto, potencial primario del proceso
histórico. El conde de Floridablanca, impulsor en 1787 del censo de población considerado
más fiable de los que se llevaron a cabo en España durante la segunda mitad de la centuria,
afirmaba que el objetivo de ese gran esfuerzo era “calcular la fuerza interior del estado”. Y el
deseo de conocer el número de habitantes y poner ese dato en relación con la realidad
económica, fue tema central de numerosos escritos económicos y políticos del siglo.
Incrementar el número de habitantes, conocer la dimensión de ese crecimiento para poder
valorar el acierto o no de la política seguida, y vincular el mayor número de hombres a la
capacidad productiva, fueron directrices básicas de la política ilustrada.
A. El crecimiento demográfico
Aunque el crecimiento de la población fue notable durante el s. XVIII, en un momento de
expansión económica, no es adecuada la utilización del término “primera revolución
demográfica”. La sociedad todavía soportaba muchos de los factores que caracterizaban el
llamado “ciclo demográfico antiguo”, y que seguían limitando el horizonte vital de los
europeos: alta mortalidad infantil; fuerte incidencia de enfermedades de origen
desconocido; elevada natalidad; y alimentación precaria. No obstante, algunas
modificaciones duraderas, aunque modestas, en los comportamientos demográficos permiten
considerar al Setecientos como un período de transición hacia el régimen demográfico
contemporáneo, caracterizado por un notable descenso de la mortalidad en los grupos
inferiores de la pirámide de edad; la reducción significativa de la subalimentación crónica;
y los avances médicos que descubrieron la etiología de numerosas enfermedades, si bien el
triunfo de los comportamientos demográficos contemporáneos no se produjo hasta bien entrado
el s. XIX.
[…]
B. Los distintos ritmos demográficos
El crecimiento demográfico europeo no fue uniforme, no sólo porque cada país tuvo un
comportamiento peculiar, sino porque podían darse diferencias llamativas entre sus mismas
regiones. No conviene olvidar que la economía y la sociedad eran en el s. XVIII más locales o
regionales que nacionales, y la historia de las poblaciones se ajustaba a ese mismo hecho.
Javier Díez Llamazares
1
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
Mientras que Inglaterra creció entre 1680 y 1820 en un 133 %, Francia sólo lo hizo en un 39
%, y las Provincias Unidas sólo habían visto crecer su población en un modesto 8 %. En
segundo lugar, no es conveniente establecer un nexo mecánico entre incremento
demográfico y desarrollo económico, ya que la interrelación entre demografía y economía es
de gran complejidad, y de hecho en zonas alejadas de donde se estaban produciendo rápidas
transformaciones económicas, podía tener lugar una importante aceleración demográfica, como
sucedía en la Europa oriental, donde la Pomerania prusiana, con un incremento del 138 %
entre 1700 y 1800 superaba el crecimiento demográfico británico, y porcentajes elevados
también se daban en Hungría y en el interior de la Rusia europea.
El caso inglés es, quizá, el que mejor permite apreciar la complejidad de la interrelación
entre demografía, economía y sociedad, ya que Inglaterra conoce un importante auge
demográfico, acelerado a partir de 1750, coincidente con el inicio de la Revolución
Industrial, a cuyo amparo se produjeron fundamentales cambios en la distribución de la
población, en la estructura ocupacional y en la conducta demográfica.
Inglaterra y Gales pasaron desde los años iniciales del Setecientos de 5.800.000 habitantes a
9.200.000 con que contaban al finalizar la centuria, lo que suponía un crecimiento del 58,6 %.
Sin embargo, nadie podía prever a finales del XVII un crecimiento tan llamativo. La
importancia de este cambio demográfico y las causas que lo hicieron posible han sido, desde
1964, motivo de análisis por los investigadores del Grupo de Cambridge para la Historia de la
Población y la Estructura Social, dirigido por E. A. Wrigley y R. S. Schofield, quienes han
recopilado centenares de registros parroquiales, obteniendo datos fundamentales del
comportamiento demográfico inglés relativos a la esperanza de vida, que pasó de ser de 32
años en 1670 a 38 años en 1810; a la tasa bruta de natalidad, que creció del 30,7 al 39,6 por
mil, mientras que la de mortalidad descendió del 30,7 al 24,5 en esos mismos años; y la edad
media en la que las mujeres inglesas contraían matrimonio, que también descendió de los
26 a los 23 años.
Aun cuando estos parámetros básicos son generalmente admitidos, se producen entre los
demógrafos discordancias a la hora de poner el énfasis en la importancia relativa de una u otra
variable. Los hay, como J. T. Krause, que ven en el incremento de la natalidad en las últimas
décadas del s. XVIII, el factor clave del crecimiento británico. Otros historiadores, como T.
McKeown, consideran que el descenso de la mortalidad fue la principal causante de la
aceleración demográfica, y conectan la positiva evolución de la población inglesa con la mejor
alimentación, la mayor preocupación de las autoridades por la salubridad, los avances de
la medicina, y con una mejora general en las expectativas vitales. Pero la tesis que más
crédito ha alcanzado es la debida a E. A. Wrigley, para quien los grandes cambios habidos en
el terreno de la nupcialidad son la causa del destacado crecimiento demográfico británico.
Wrigley, sobre la base de que la decisión de contraer matrimonio es el más deliberado de los
actos demográficos, demostró que la mejora en el nivel medio de ingresos netos de los
ingleses alentó a contraer matrimonio en edades más tempranas y, en consecuencia, a un
notable incremento de la natalidad.
Francia, Italia y España tuvieron un crecimiento más pausado que el inglés. El estado
francés, con sus cerca de 22 millones de habitantes, era el país más poblado de Europa al
iniciarse el s. XVIII, sin embargo esa superioridad demográfica se fue atenuando a lo largo del
siglo, contando con 29 millones en 1800 (un crecimiento del 32 %). Pero Francia mantuvo en la
demografía unas diferencias regionales muy marcadas. Junto a provincias, como Normandía,
donde el crecimiento fue tan sólo del 15 %, hubo otras que conocieron un desarrollo muy
notable, como Alsacia, que vio crecer en un 100 % el número de sus habitantes.
Para explicar la débil tendencia alcista de la población francesa, los demógrafos han
atendido, por lo general, a dos circunstancias: el escaso desarrollo de la economía francesa, y
el carácter de su propio régimen demográfico. La poco evolucionada estructura económica
de Francia producía una fuerte desproporción entre población y trabajo (en 1790 el número
de indigentes necesitados de socorro oscilaba entre los 4 y los 5 millones), un bajo nivel de
salarios reales, y una fuerte incidencia de las crisis cerealistas en la subsistencia de buena
parte de la población. En segundo lugar, Francia mantuvo hasta finales del s. XVIII, un régimen
demográfico poco susceptible al crecimiento rápido. Este régimen, si bien seguía contando
Javier Díez Llamazares
2
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
con una alta fecundidad, estaba caracterizado por una edad relativamente elevada para el
acceso a las primeras nupcias (27 años para los varones y 25 años para las hembras a fines de
siglo), y una proporción nada despreciable de celibato definitivo (el 13 % de las
generaciones femeninas nacidas entre 1750 y 1760, según Dupaquier).
Aunque es unánime la opinión de que el s. XVIII español conoce un despegue demográfico,
al igual que en el caso francés, éste no se produjo con la misma intensidad en todas las regiones.
El s. XVII, excepción hecha de Galicia y Asturias, fue en sus tres primeras cuartas partes de
estancamiento demográfico. Pero durante la década de los setenta en algunos lugares, y con
posterioridad en otros, la población comenzó a recuperar sus efectivos. En la periferia
mediterránea, con tierra abundante y unos bajos índices de densidad, el alza poblacional tuvo
un fuerte impulso, registrándose importantes saltos positivos en aquellas parroquias donde ha
sido posible comparar las series de bautismos y defunciones. De forma más modesta, el
interior castellano, Extremadura y Andalucía también inician su recuperación, aunque no será
hasta los años treinta del s. XVIII cuando logran alcanzar el nivel demográfico que poseían a
fines del s. XVI.
Tras el paréntesis pasajero de la Guerra de Sucesión, la tendencia alcista iniciada a fines del
XVII prosiguió con fuerza durante la primera mitad del s. XVIII al ritmo de un 0,43 % anual,
pero ese dinamismo fue perdiendo impulso conforme avanzaba la segunda mitad de la centuria.
La tasa de crecimiento anual era del 0,32 % entre 1752, fecha del Catastro de Ensenada, y
1768, Censo de Aranda, mientras que tan sólo alcanzaba un 0,28 % entre 1752 y 1786 – 1787,
momento en que se ejecutó el Censo de Floridablanca. Los entre 7,5 y 8 millones que el país
tenía aproximadamente hacia 1717, eran en 1797 algo menos de 11 millones, un crecimiento
modesto, más intenso en la primera mitad del siglo, poseedor todavía de las características
propias del ciclo demográfico “antiguo”, y próximo al que conocieron para el mismo período
Italia o Francia.
Pero este crecimiento no fue uniforme, sino enmarcado en importantes contrastes
regionales, que oscilan entre el tímido aumento de las zonas como Galicia y la cornisa
cantábrica, y las más dinámicas del litoral mediterráneo, en las que se daba una relación muy
favorable entre recursos y población.
En Galicia y Asturias, el crecimiento demográfico vivido en el XVII por la introducción del
maíz dio lugar a que se llegara al s. XVIII con una de las densidades más elevadas del país,
muy acusada en el litoral, saturado de población. La dificultad de un crecimiento de los
recursos bloqueó el crecimiento demográfico, teniendo que acudirse al recurso de la
emigración hacia Madrid, Andalucía o América, al matrimonio tardío o al celibato definitivo
para paliar la presión ejercida por una población que había crecido por encima de los recursos.
Aunque no de forma tan acusada ni desde fecha tan temprana, la población vascongada
responde al mismo esquema: una superpoblación relativa que fue soportable gracias a que
actuaron con intensidad dos controles preventivos, como eran la más alta edad media de
acceso de la mujer al matrimonio de toda España (por encima de los 26 años), y la
emigración, cuya importancia era destacada en 1801 por el viajero Alexander von Humboldt
con estas expresivas palabras: “Guipúzcoa tiene una población tan crecida que todos los años
hay emigraciones hacia el resto de España y hacia América. Podría quizá privarse de 40.000
de sus habitantes sin que se hiciera muy visible por esto el hueco”.
Esta realidad de la España septentrional, contrasta con el crecimiento del litoral
mediterráneo. El reino de Murcia verá triplicar su población con un espectacular ritmo de
crecimiento medio anual del 2,69 por mil en Cartagena entre 1740 y 1760, el más elevado de
todo el s. XVIII español, como consecuencia de la instalación en la bahía cartagenera del
arsenal en la década de 1730; en Valencia su población crece un 103 % entre 1710 y 1790
gracias a una favorable relación entre la población y los recursos, y sólo se debilita el
crecimiento cuando esta relación se deteriora en las últimas décadas de la centuria, lo que
también sucede en Cataluña, donde una coyuntura demográfica claramente alcista se ve
comprometida a fines de siglo. Pierre Vilar ha señalado el paralelismo existente entre
crecimiento económico del principado y su evolución demográfica: una primera mitad de siglo
en la que el incremento demográfico se vio favorecido por los bajos precios del cereal; un
ritmo menor en los años intermedios cuando los rendimientos decrecientes de la agricultura y
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
el descenso de los salarios agrícolas son la evidencia de una situación de superpoblación
relativa, momento que se supera hacia 1770 cuando se consolidan nuevas alternativas
comerciales; y una crisis demográfica en el período finisecular, que Jordi Nadal ha datado con
precisión: a) 1792 – 1795, relacionada con la guerra con la Francia revolucionaria; b) 1801 –
1804, conectada con el alza de precios del cereal; y c) 1808 – 1812, como consecuencia de la
Guerra de la Independencia. Aragón no alcanza las tasas murcianas, valencianas ni catalanas,
si bien tiene un crecimiento superior a la media nacional, y si en los inicios del s. XVIII, el 4,2
% de los españoles eran aragoneses, su participación en el total nacional a fines de la centuria es
de 5,72 %.
El resto del país está en una situación intermedia entre la descrita para la España
septentrional y la mediterránea. Andalucía conoció un tímido crecimiento, mayor en su parte
oriental y más acelerado en la primera mitad de la centuria. En Castilla la Vieja y León el
crecimiento se inicia transcurrido el primer cuarto de siglo, y sus más importantes centros
urbanos (Valladolid, Toro, Segovia) siguen a finales del período por debajo de los niveles
alcanzados en los momentos más brillantes del s. XVI. Castilla la Nueva, pese a iniciar su
recuperación hacia 1680, sólo logra un crecimiento moderado cuyos mejores momentos
corresponden a la primera mitad de siglo. Extremadura, bien conocida por los trabajos de Ángel
Rodríguez y Miguel R. Cancho, pese a su baja densidad de 9,3 h[ab]./km.2 en 1752, mantiene
un crecimiento muy moderado, con tendencia al estancamiento en las últimas décadas. Como
puede apreciarse, una evolución positiva pero modesta, alejada, desde luego, de cualquier
calificativo “revolucionario”, y cuyos parámetros de natalidad, nupcialidad y mortalidad
responden a comportamientos propios de las sociedades tradicionales.
La península italiana, en conjunto, tiene un comportamiento semejante al español. Sus poco
más de 13 millones de habitantes en 1700 pasaron a ser casi 18 millones en 1800 (+ 38,5 %),
con un mayor incremento en la primera mitad de siglo y diferencias regionales muy
marcadas: la Italia septentrional, económicamente más desarrollada, tuvo un crecimiento
menor que la Italia meridional o insular, donde el reino de Nápoles conoció un crecimiento
próximo al 50 %.
El este y norte de Europa, regiones de grandes espacios abiertos, conocieron un rápido
crecimiento de su población gracias a que la tierra abundante y la escasez de mano de obra
actuaron como disolventes de muchos controles positivos. El estímulo a la colonización,
promovida por [Federico] Guillermo I y Federico II en los territorios orientales de Prusia, se
tradujo en un espectacular incremento demográfico de esas provincias. En su Testamento
político de 1768, Federico II subraya con énfasis la importancia política del tamaño de la
población: “El primer principio, el más general y verdadero, es que la potencia real de un
estado se basa en el alto número de sus habitantes”. La política colonizadora de Pomerania,
Silesia y la Prusia oriental dio lugar a un importante aporte migratorio que tenía diversas
procedencias y motivaciones: desde Austria a causa de la persecución religiosa, desde
Polonia por las guerras; desde el sur de Alemania por la sobrepoblación, y desde Sajonia
huyendo del azote del hambre. Hacia 1780 la población prusiana se cifraba en 4.750.000
habitantes, de los que 250.000 eran inmigrantes que se habían instalado en sus provincias del
este como colonos rurales. Pero el crecimiento de la población prusiana no sólo se debió a este
impulso inmigratorio, viéndose también favorecido por una disminución de la edad
matrimonial y un ligero descenso de las tasas de mortalidad.
Todavía mayores eran los índices de crecimiento registrados en algunas regiones del imperio
ruso. Hacia 1719, tras las conquistas de Pedro [I] el Grande, la población rusa se estimaba en
torno a los 15.000.000 de habitantes, para alcanzar los 37.500.000 hacia 1795. La mitad de este
fuerte incremento era el resultado de los repartos de Polonia, pero el aumento obedecía
también a la intensa colonización de las regiones “nuevas” puestas en cultivo en el Bajo
Volga, los Urales y, sobre todo, en Ucrania, donde la población, según Paul Dukes, aumentó en
un 251 % entre 1763 y 1784.
Y aún mayores eran los índices de crecimiento en América del Norte, donde la población
había pasado de 300.000 habitantes en 1700 a 5.000.000 en 1800, con un crecimiento del 1.666
%, resultado no sólo de un gran aporte migratorio, sino también de una vitalidad natural
excepcional.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
(FLORISTÁN, 685)
[…]
Las diferencias demográficas regionales dentro de Europa no disminuyeron, e incluso
aumentaron a lo largo del s. XVIII. La geografía demográfica heredada había puesto de
manifiesto la importancia del medio ambiente. En estas sociedades, los diversos modelos de
presión demográfica estaban fuertemente condicionados por la todavía estrecha relación entre el
clima y la demografía. En general, en las regiones meridionales europeas el clima acentuaba
la mortalidad infantil y ésta forzaba una nupcialidad más intensa (más personas casadas y a
una edad más temprana), pero dejaba un menor crecimiento vegetativo. Por el contrario, el
clima de las regiones septentrionales aumentaba los niveles de supervivencia infantil, lo que
favorecía matrimonios más tardíos –con la consiguiente ventaja de aumentar las rentas antes
de casarse—, y un mayor cuidado de los hijos. A lo largo del s. XVIII se mantuvieron estas
diferencias regionales y no variaron, y cuando lo hicieron fue en áreas muy concretas y por la
aparición de oportunidades laborales que implicaron un aumento significativo de las rentas
familiares o de la estructura de la propiedad, como fue el caso de la industria a domicilio o
en zonas de regadío.
[…]
(BENNASSAR, 745 – 747)
La población europea aumenta
a) Si en 1789 el inglés Malthus (1766 – 1836), en su Ensayo sobre la población, se
aterrorizaba ante el ritmo de crecimiento demográfico, mucho más rápido que el de
producción de subsistencias, era porque el s. XVIII asistió al fin de un estancamiento
plurisecular. Puede fecharse en 1710 la última de las grandes crisis que cada cierto
tiempo provocaban un violento retroceso de una población que crecía lentamente,
haciendo que pareciese imposible sobrepasar cierto nivel. Desde hacía mucho tiempo,
Francia, aun en sus mejores momentos, tenía su tope en unos veinte millones de
habitantes. Pero, durante el s. XVIII se produce una especie de “despegue”, pese a la
persistencia de epidemias y hambres generadoras de pánico. La tasa de natalidad sigue
siendo muy elevada (de un 30 a 60 por 100), pero la mortalidad disminuye, de modo
que la vida humana se alarga y la población aumenta. En el Beauvaisis la media de
vida pasa de 21 años en 1680 a 32 en 1774 e, incluso, entre los burgueses se acerca a los
40 años […].
b) Las causas de esta revolución demográfica están aun mal establecidas. No hay que
sobrevalorar la relativa disminución de las guerras, ni la influencia de los progresos
de la medicina, que afectan sólo a una minoría. La climatología histórica sugiere una
mejora de las condiciones meteorológicas –subidas de las temperaturas y menor
pluviosidad—, lo que podría explicar el crecimiento de los rendimientos cerealísticos y
la disminución de las fiebres y otras epidemias. De manera general, parece que el
europeo vive más porque se alimenta mejor. La patata, que se cultivaba en Inglaterra
y Alemania penetra en Francia por Alsacia, es un elemento muy valioso cuando hay
escasez de trigo. La Europa meridional se beneficia de la expansión del maíz […] [.]
[…]
El crecimiento de la población europea provocó la puesta en cultivo de nuevas tierras,
por ejemplo, en Rusia, y el desarrollo de la emigración hacia América, el
vagabundeo en el campo y el comienzo del éxodo rural a las ciudades. Este
excedente de fuerza de trabajo se emplea en las manufacturas tradicionales, en espera
del desarrollo de nuevas formas de producción industrial, que en adelante serán posibles
y necesarias a un tiempo. Frente a las corporaciones urbanas con sus estrictos
reglamentos, aumenta el número de artesanos – campesinos, principalmente en el
ramo textil. Así, en Bohemia, más de 200.000 trabajadores hilan lino en sus casas.
Finalmente, habría que señalar que el nuevo régimen demográfico da a Europa una
mayor proporción de hombres jóvenes cuyo dinamismo y audacia habría quizá que
relacionar con las múltiples innovaciones del siglo.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
25.2. Cifras de una población en aumento 1
(RIBOT, 444 – 446)
[…]
Las estimaciones globales que se hacen sobre la población europea, y en mayor grado sobre
la de espacios extraeuropeos, son siempre aproximadas, pues son el resultado de proyectar datos
aislados, con importantes carencias estadísticas e importantes ocultaciones. Los intentos de las
monarquías ilustradas de la segunda mitad del Setecientos de dar una organización más
racional y operativa a su administración, posibilitaron la realización sistemática de censos,
o recuentos individuales, que debían permitir un mejor conocimiento del número de vasallos
útiles. Suecia fue pionera en la realización de estadísticas mensuales de bautismos y defunciones
desde la década de 1720, y gracias a ello disponemos de datos particularmente exactos de los
índices de natalidad y mortalidad; mediante una ley de 1748, y con una periodicidad trienal, los
suecos elaboraron censos de población con rigor suficiente para que sus datos fueran fiables. El
ejemplo de Suecia fue seguido por otras monarquías. En 1764, María Teresa [I] de Austria
ordenó la realización de un censo en sus territorios patrimoniales, y en 1766 se efectuó en la
Lombardía austríaca; en 1768, siguiendo instrucciones del conde de Aranda, presidente del
Consejo de Castilla, se hizo en España el primer censo de ámbito nacional, diferenciando a los
habitantes por grupos de edad, sexo y estado civil, excepción hecha de los viudos, siendo
encomendada su realización a la estructura administrativa de la Iglesia, por lo que sus datos se
presentan por diócesis. Hubo de esperar hasta 1787 para que un nuevo recuento, el llamado
Censo de Floridablanca, se realizara a partir de la división provincial, utilizándose su
información no sólo a efectos estrictamente demográficos, sino como fuente para la evaluación
de datos económicos y sociales, ya que ofrecía cifras de eclesiásticos, número de hospitales,
hospicios y casas de reclusión, y una poco desagregada distribución de la población activa.
Pese a esos avances estadísticos, dos estados de la importancia de Inglaterra y Francia no
efectuaron ningún cómputo censal de su población durante el s. XVIII. Inglaterra, tras
apasionados debates parlamentarios sobre la licitud moral de la pretensión de conocer el número
de hombres (fueron famosos los de 1753, en los que se mezclaron argumentos de seguridad
nacional con otros en los que se defendía la libertad individual), efectuó su primer cómputo
censal en 1801 bajo la dirección del parlamentario John Rickman, posteriormente afamado
demógrafo, sorprendiendo la cifra total de 10,9 millones, superior a la que se estimaba
(Malthus, tres años antes, había situado el volumen de la población inglesa “en torno a los siete
millones”). En Francia el interés por disponer de censos de población se había manifestado en
fecha temprana, y ya el mariscal Vayban abogó en 1707 a favor de la elaboración de censos
regulares de población, pero también encontró grandes resistencias en determinadas esferas de
la maquinaria burocrática que imposibilitaron la realización de un censo de alcance nacional.
Tan sólo algunos intendentes efectuaron censos limitados al territorio de su jurisdicción
(généralités) en los años cuarenta y sesenta, y al igual que en el caso inglés hubo que esperar
hasta 1801 para que Francia contara con un censo nacional moderno, gracias a los esfuerzos
del ministro del interior François Neufchateau.
Si los recuentos oficiales para conocer el volumen de población quedaron circunscritos a
determinados países, hubo asombrosos intentos privados, llevados a cabo por ilustrados
entusiastas que no se arredraron por lo dilatado del empeño y que se convirtieron, sin
sospecharlo siquiera, en precursores de la ciencia demográfica. El pionero de todos ellos fue el
deán de la catedral de Berlín Johann Peter Süssmilch, uno de los iniciadores del análisis
estadístico, por sus trabajos efectuados en Prusia entre 1741 y 1765, pero el más conocido de
todos por su esfuerzo de recogida de datos fue, sin duda, el abate Jean – Joseph Expilly quien,
a lo largo del reinado de Luis XV[…], envió centenares de cuestionarios a funcionarios de todas
las provincias francesas solicitando datos sobre población, comercio e industria, publicando con
la información recopilada los seis volúmenes de su Diccionario geográfico, histórico y político
1
Al final de este epígrafe, se ha incluido el contenido elaborado por anteriores alumnos de esta asignatura
para sus apuntes debido a la escasez de referencias relativas al mismo en la bibliografía recomendada.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
de las Galias y de Francia, publicado en París entre 1762 y 1770, que sigue siendo, todavía
hoy, una importante fuente de conocimiento de la sociedad francesa en vísperas de la
Revolución.
Los registros parroquiales son, sin duda, la fuente privilegiada donde el demógrafo de la
época preestadística debe acudir para el conocimiento de las grandes variables a cuyo dictado se
expande o se contrae la población: natalidad, nupcialidad y mortalidad. En aquellos países
que han conservado este tipo de registros desde mediados del s. XVI, como España, Francia,
Inglaterra e Italia, su utilización se considera imprescindible para el conocimiento no sólo del
tamaño de la población, sino también de diversos comportamientos demográficos de la sociedad
en un momento dado. Sin embargo, los registros parroquiales requieren un tratamiento muy
minucioso para fijar su grado de fiabilidad y una cada vez más sofisticada panoplia de
técnicas que hacen su estudio lento y con resultados siempre limitados al pequeño ámbito de
la comunidad parroquial.
Por todas estas razones –falta de censos fiables, cuando los hay, y dificultad de
generalizar los datos ofrecidos por los registros parroquiales— las cifras que se manejan
sobre la evolución de la población europea del s. XVIII son sólo indicativas de su tendencia
secular. En el inicio del siglo, la población continental debió contar en torno a los 115 millones
de habitantes, y al finalizar la centuria el total de la población se situó en los 190 millones
aproximadamente. Atendiendo a estos datos, Europa vio crecer su contingente demográfico en
un 65 %, un incremento todavía más notable si nos retrotraemos a mediados del s. XVII. Entre
1650 y 1750 la tasa de crecimiento se estima inferior al 0,4 % anual, para ganar en vivacidad
en el período 1750 – 1800, con un aumento anual del 0,6 %, y pasar a un 0,8 % entre 1800 y
1850. Como ponen de manifiesto estas tasas de crecimiento, el s. XVIII posee un trend
expansivo, pero lejos de que ese meritorio progreso merezca ser calificado de
“revolucionario”.
(BENNASSAR, 745)
La población europea aumenta
a) […] En 1789 Francia llega a los veintiséis millones de habitantes; durante este siglo la
población de Inglaterra pasa de cinco a nueve millones; la de Italia de once a
dieciocho; España, Prusia y Suecia duplican probablemente su población; Rusia casi
la triplica y Hungría la cuadruplica. En total, Europa pasa de 120 millones de
habitantes a 187 hacia 1789.
[…]
¾ Introducción
Durante el s. XVIII, sobre todo en la segunda mitad, se produjo un notable incremento de la
población europea. Aun cuando por la imposibilidad de conocer las cifras exactas de
población, las que se manejan son sólo indicativas. Muestran una Europa (excluyendo a Rusia)
que pasaría de 95 mill./hab. aproximadamente en 1700, a 111 mill./hab. en 1750 y a 146
mill./hab. en 1800. Se trata, pues, de un crecimiento de más del 50 % en el siglo, que equivale
a un ritmo anual del 0,43 %. Y si nos fijamos sólo en la segunda mitad, el crecimiento es de
casi un tercio –tasa anual del 0,55 %—. Era el mayor incremento demográfico conocido
hasta entonces y cerraba la época del crecimiento discontinuo, en que cada etapa de expansión
era seguida por otra de estancamiento o descenso –con lo que aquéllas no dejaban de ser simples
recuperaciones—, inaugurando la del crecimiento sostenido, que persiste en la actualidad.
Se pueden diferenciar tres grandes grupos:
a) El bloque de mayor crecimiento:
™ Por una parte, estarían los bordes orientales de Europa:
ƒ Prusia oriental, por ejemplo, pasará de 400.000 a 880.000 habitantes,
ƒ Pomerania, de 210.000 a 400.000, aproximadamente.
ƒ Silesia, de 1 millón a 1,7 millones.
ƒ Hungría, que sobrepasaba ligeramente los 4 millones de habitantes en
1720, llegará a algo más de 7 millones en 1786.
Javier Díez Llamazares
7
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
ƒ
El Imperio ruso pasó de unos 15 millones hacia 1720 a más de 37
millones a finales de siglo.
™ Por otra, en el otro extremo de Europa:
ƒ Irlanda, con algo más de 2 millones de habitantes a principios de siglo y
5 millones, aproximadamente, hacia 1800, duplicaba ampliamente su
población.
b) El bloque de crecimiento intermedio:
™ Inglaterra – Gales, pero superando el crecimiento medio, que de poco más de 5
millones de habitantes en 1700 pasa a 5,7 millones a mediados de siglo –el ritmo
es todavía moderado— y, en una gran aceleración, a algo más de 8,5 millones en
1800.
™ Los Países Bajos austríacos: de algo más de 1,5 millones de habitantes a
principios de siglo, se aproximarán a los 3 millones en 1790.
c) El bloque de crecimiento moderado, por ejemplo:
™ Francia –el país más poblado de Europa—, que contaría con 22 millones de
habitantes, aproximadamente, en 1700, 24,5 millones en 1750 y sólo algo más de
29 millones en 1800.
™ España, que pasaría de 7,5 – 8 millones de habitantes a 10 millones,
aproximadamente, a lo largo del siglo y con un desequilibrio regional en favor de
la periferia.
™ El conglomerado de Estados italianos, con 13,2 millones de habitantes en 1700,
15,3 millones en 1750 y algo menos de 18 millones al acabar el siglo, siendo en
este caso el Reino de Nápoles la zona que creció a mayor ritmo.
Las peculiares circunstancias socio – económicas de cada país pueden ayudar a explicar
los diferentes ritmos y pautas de crecimiento. Aunque los mayores incrementos de población
no tienen porqué corresponder necesariamente a los países de mayor crecimiento económico o
con transformaciones más importantes en este campo.
Así, por ejemplo, la elevada tasa de crecimiento irlandés durante la segunda mitad del s.
XVIII estaría relacionada con la demanda de sus productos agrarios desde Inglaterra, la
roturación de tierras y la difusión de la patata como alimento básico en la isla, lo que
permitió mantener una población creciente a niveles de mera subsistencia y en un equilibrio
precario.
En Pomerania, Prusia oriental y Silesia se combina la todavía inconclusa recuperación de
los trágicos efectos de la Guerra de los Treinta Años con la decidida acción colonizadora y
de atracción de inmigrantes por parte de Federico II. En la base del gran crecimiento
húngaro, está también la inmigración y recolonización de la Llanura tras su reconquista a los
turcos.
Al hablar de Inglaterra y los Países Bajos austríacos, hay que hacer referencia,
necesariamente, al proceso de crecimiento económico que estaban experimentando; así como
el caso francés, de crecimiento ralentizado, suele explicarse por el excesivo tradicionalismo de
su economía.
Al final del siglo que estudiamos, en un mundo muy desigualmente ocupado, había
continentes enteros prácticamente vacíos:
9 En Oceanía, apenas había presencia humana.
9 América no llegaba a 0,6 hab./km².
9 África tenía una densidad de 3,4 hab./km².
9 También en Europa, sobre todo por el Este, existían zonas inmensas casi
despobladas.
En conjunto, las tres cuartas partes de la superficie emergida terrestre sólo estaban
ocupadas por la quinta parte de la población. El contraste era brutal: en China y la península
indostánica –10 % de la superficie— vivía algo más de la mitad de la población mundial;
Europa –3,6 % de la superficie global— concentraba al 15 % de la población mundial,
alcanzando una densidad media de 30 hab./km².
¾ Las estructuras por edades y sexo
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
Por su elevada fecundidad, la población del s. XVIII era en conjunto muy joven, con la
mitad de sus efectivos menor de veinticinco años, y en la que los mayores de sesenta no
llegaban a la décima parte del total.
Acusarán los cambios señalados en los elementos demográficos fundamentales. Puede verse,
por ejemplo, cómo la distinta evolución de la fecundidad en Inglaterra y Francia hizo que: en el
primer caso, la población se rejuveneciera a lo largo del siglo; mientras que en la población
francesa se insinúa un ligero proceso de envejecimiento, disminuyendo algo el peso de los
menores y aumentando el de los grupos superiores.
Por sexos, solía haber un ligero predominio femenino. Por ejemplo, en Francia, en 1740, la
relación de masculinidad era de un 96,4 %. Nacían, no obstante, más niños que niñas. La
mayor intensidad con que la mortalidad afectaba a los varones a lo largo de la vida, si
exceptuamos la etapa de fertilidad femenina –por los problemas relacionados con el parto—,
invertían la relación y, de forma, especialmente acusada en las edades superiores (la mayor
longevidad de las mujeres era proverbial).
¾ La población activa
No es posible ofrecer datos muy detallados sobre actividad en el s. XVIII. Considerando
activa a la población comprendida entre quince y sesenta años, dicha relación superaría en
muchos casos el 70 %. Ahora bien, estos límites de edad son convencionales y más propios de
hoy que del s. XVIII.
Debido a la baja productividad general y para diluir la pesada carga económica que
supondría mantener a una población dependiente tan elevada, se tendía a ampliar la vida
laboral todo lo posible, siendo normal la temprana y paulatina incorporación de los niños al
trabajo y el tardío y también paulatino abandono del mismo, pasando los ancianos –que,
probablemente, lo serían antes de los sesenta años— a ocuparse de las actividades que requerían
menor esfuerzo físico. Los índices de dependencia, pues, aunque imprecisos, serían de hecho
más bajos que los de tres inactivos por cada cuatro activos.
Habría también una elevada participación femenina en la actividad laboral. Ante todo en la
economía doméstica, de mayor amplitud que en la actualidad: la mujer se solía ocupar de tareas
como la elaboración del pan o de parte de la ropa familiar, además de participar habitual u
ocasionalmente en las faenas agrícolas o en el pastoreo; como artesanas más o menos
independientes o como asalariadas, especialmente, en las actividades textiles –en la industria
sedera de Lyon la mano de obra femenina suponía una proporción de 5 a 1 sobre la masculina
—. Y era muy elevada la cifra de las empleadas en el servicio doméstico.
La mejora en las perspectivas de vida no vino por un aumento sustancial en los salarios,
que de hecho no mejoraron a lo largo del siglo, sino por un notable incremento de los niveles
de empleo y renta familiar. El aumento de las oportunidades laborales, tanto en el medio
urbano como en el rural, incidió sobre el número de miembros de la unidad familiar
incorporados al mercado laboral, lo que al final repercutía en un significativo aumento de la
renta familiar total.
La ausencia de estadísticas fiables dificulta el conocimiento de las estructuras socio –
profesionales. Hay que añadir el peculiar carácter de ciertos oficios o la abundancia de
personas con ocupaciones diversas: labradores que también realizaban trabajos artesanales o
se dedicaban con sus bestias a la arriería en los tiempos muertos de la agricultura, artesanos que
cultivaban huertos, etc.
El predominio de la economía agraria tenía su reflejo en que eran las actividades
agrícolas y ganaderas las que ocupaban a la mayor parte de la población activa.
25.3. El mundo urbano 2
(FLORISTÁN, 685 – 686)
2
Al final de este epígrafe, se ha incluido el contenido elaborado por anteriores alumnos de esta asignatura
para sus apuntes debido a la escasez de referencias relativas al mismo en la bibliografía recomendada.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 25
[…]
La urbanización contribuyó de forma significativa a este aumento de la mejora de las
perspectivas de vida. Aunque se ha insistido mucho en las peores condiciones de vida de los
inmigrantes en las ciudades, lo cierto es que la ciudad aportó también factores muy positivos,
que tienen que ver con ese aumento de las oportunidades y de las posibilidades. La ciudad del
s. XVIII fue estimulada en su crecimiento por la atracción hacia los núcleos urbanos de los
poderes políticos, sociales, económicos y culturales. En realidad era un fenómeno iniciado en
los siglos anteriores, pero que ahora se manifestaba con claridad en toda Europa. No sólo los
gobiernos, sino también todas las elites sociales europeas abandonaron definitivamente el
campo para trasladarse a la ciudad. Con este traslado, la ciudad aumentó la necesidad de
servicios (servicio doméstico, construcción, educación, etc.). Todo ello eran oportunidades para
sus habitantes y para unas amplias cuencas de inmigrantes rurales. La urbanización, además, se
convirtió en un poderoso agente para extender la sociedad de consumo. No sólo vivían más
personas que no producían lo que consumían, sino que la ciudad era un marco privilegiado
para ver y ser visto. Las elites encontraron un sitio ideal para mostrar su posición (casas, ropa,
carruaje, tertulias, escuela, etc.) y con ellas estimular la imitación en el resto de grupos sociales.
Factores como, por ejemplo, la moda, adquirieron en el s. XVIII una importancia
auténticamente revolucionaria.
[…]
La Europa del s. XVIII era todavía un ámbito esencialmente rural. Según las estimaciones,
sólo el 3,2 % vivía en núcleos mayores de 100.000 habitantes y el 10 % en núcleos mayores de
10.000.
Sin embargo, las ciudades experimentaron en este siglo un vigoroso desarrollo. En la
Europa central y occidental, el número de las mayores de 10.000 habitantes pasaba de 224 a
364, creciendo en proporción similar, un 16 %, a la población que concentraban –de apenas 7,5
mill./hab. a 12 mill./ hab.—, y a un ritmo ligeramente mayor que la población total, aunque las
dimensiones de las ciudades fueran todavía modestas: sólo ¼ de ellas estaba entre los 20.000 y
los 40.000 habitantes y no llegaban a la veintena las que superaban los 100.000 habitantes.
9 Londres, próxima al millón de habitantes –concentraba casi el 10 % de la población
inglesa—, era ya la mayor ciudad de Europa occidental.
9 París, con cerca de 600.000 habitantes.
9 Nápoles, que no llegaba a 500.000 habitantes.
9 Viena superaba ya, en muy poco, los 200.000 habitantes.
9 San Petersburgo se acercaba a los 150.000 habitantes.
9 Moscú sobrepasaba, quizá ampliamente, los 100.000 al terminar el siglo.
9 Constantinopla estaría próxima a los 600.000 por las mismas fechas.
Crecieron especialmente las capitales político – administrativas y las ciudades
portuarias e industriales –a algunos de los viejos centros manufactureros se suman, ya a
finales del siglo, otros, ingleses sobre todo, que comienzan a prefigurar la ciudad industrial del
s. XIX—; incluso, aunque todavía a muy pequeña escala, el crecimiento de estaciones termales
y balnearios, que señala la aparición de nuevas funciones urbanas vinculadas, en este caso, a la
explotación económica del ocio y a la preocupación por la salud de las capas altas de la
sociedad.
El fenómeno afectó prácticamente a toda Europa, si bien no con la misma intensidad; hubo
casos concretos de descenso de la tasa de urbanización.
Fue en Inglaterra donde adquirió mayores proporciones: con una ausencia casi total de
ciudades en el s. XVI –si exceptuamos Londres—, su evolución económica potenció de tal
forma el desarrollo urbano desde mediados del XVII, que en 1800 presentaba una de las tasas
de urbanización más altas de Europa –20 % de población urbana—, sólo por debajo de las
Provincias Unidas con un 29 %, y superando a las demás áreas tradicionalmente urbanas y,
especialmente, al área mediterránea, ya definitivamente desplazada de su anterior lugar
destacado –conjunto de Italia, 14,6 %; España, 11 %—. Francia, con una tasa de urbanización
algo inferior al 9 %, era aún un país muy ruralizado.
Javier Díez Llamazares
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El peso de la urbanización se había desplazado a la par que el económico, hacia la Europa
del noroeste. La inmigración desempeñó un papel clave en la vida de las ciudades. La
presencia de inmigrantes se reflejará, por ejemplo, en la peculiar distribución por edades de su
población urbana, con tramos centrales más nutridos de lo habitual y menores tasas brutas de
natalidad.
Las deficientes condiciones higiénico – sanitarias en que vivía gran parte de su población,
propiciaban tasas de mortalidad más altas que en el medio rural, tanto en lo referido a la
mortalidad infantil como a la adulta. Los saldos vegetativos urbanos solían ser negativos o sólo
ligeramente positivos. Y no cambiará hasta finales del s. XVIII o, más frecuentemente, hasta
bien entrado el XIX. Fue, por lo tanto, la inmigración la gran impulsora del crecimiento
urbano. Y una simple interrupción de la corriente migratoria, sin necesidad de que se produjera
un éxodo masivo, provocaría el rápido declive de las ciudades al debilitarse sus bases
económicas.
La ciudad fue, durante el s. XVIII, un foco de atracción de los poderes políticos,
económicos, sociales y culturales, manifestándose con mayor claridad que en etapas anteriores.
Los gobiernos y las elites sociales abandonan definitivamente el campo y se trasladan a la
ciudad, lo que estimulaba también el traslado de los campesinos. Es cierto que las condiciones
sociales de los inmigrantes son peores, pero también es cierto que la ciudad aporta un mayor
número de oportunidades y de posibilidades; el aumento de servicios –domésticos,
construcción— e industrias acentuaron la complejidad estructural de la sociedad, dando lugar al
desarrollo de nuevos grupos, siendo la nota más destacada el afianzamiento de una burguesía
que, si aún no aspiraba ni estaba en condiciones de disputar el protagonismo social a la nobleza,
sí se distanció definitivamente de la masa y caminó hacia un futuro que terminó consagrando su
dominio. La urbanización se convirtió en un poderoso agente para extender la sociedad de
consumo. No sólo vivían más personas que no producían lo que consumían, sino que la ciudad
era un marco privilegiado para ver y ser visto. Las elites encontraron un marco ideal para
mostrar su posición y, con ellas, estimular la imitación en el resto de los grupos sociales.
Otra situación importante para el desarrollo urbano es el caso de Inglaterra, donde los
progresos de la higiene personal, familiar y urbana fueron indiscutiblemente notables. La
revolución agrícola redujo claramente la incidencia de la carestía y aseguró un mejor
aprovisionamiento alimenticio. El índice de natalidad se mantuvo alto a partir de 1720 y el de
mortalidad descendió. La población excedente del campo se estableció, en parte, en centros
urbanos costeros o del interior.
Se asistió, así, en Inglaterra a casos de rápidos incrementos de la población en varias
ciudades, como:
9 Londres pasó de 575.000 habitantes en 1700 a 948.000 en 1800.
9 Edimburgo, de 36.000 a 83.000.
9 Manchester, de 8.000 a 84.000.
9 Glasgow, de 13.000 a 70.000.
En Italia, la tendencia de las aglomeraciones urbanas corresponde a la regla normal de
Occidente; si bien, la comparación de sus poblaciones con los centros ingleses resulta bastante
elocuente:
9 Nápoles pasó de 300.000 a 430.000.
9 Roma, de 135.000 a 153.000.
9 Milán, de 125.000 a 135.000.
9 Turín, de 40.000 a 82.000.
9 Livorno, de 23.000 a 53.000.
Con todo, la población global de la península italiana registró un incremento notable en el
transcurso del s. XVIII, pasando de trece millones en 1700 a diecisiete en 1770 y a veinte a
partir de 1820.
También fue en aumento la población global de Francia, aunque no se reflejase en un
crecimiento superior urbano:
9 París pasó de 500.000 habitantes en 1700 a 550.000 en 1800.
9 Lyon, de 97.000 a 109.000.
9 Burdeos, de 45.000 a 96.000.
Javier Díez Llamazares
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9 Nantes, de 47.000 a 77.000.
9 Ruán, de 50.000 a 80.000.
Los aumentos notables se verificaron solamente en los puertos atlánticos, que se beneficiaron
de las fortunas coloniales del país.
El proceso demográfico de los centros del área germánica estuvo caracterizado por el gran
ascenso de sus capitales:
9 Viena, de 114.000 a 247.000.
9 Berlín, de 55.000 a 172.000.
9 Hamburgo, de 70.000 a 130.000.
9 Frankfurt, de 28.000 a 48.000.
9 Augsburgo, de 21.000 a 30.000.
No muy diferente fue la evolución de las ciudades españolas:
9 Madrid, de 140.000 a 168.000.
9 Barcelona, de 34.000 a 100.000.
9 Valencia, de 50.000 a 80.000.
9 Sevilla, de 72.000 a 96.000.
9 Cádiz, de 40.000 a 70.000.
En cambio, el antiguo establecimiento urbano de la región correspondiente a la actual
Bélgica no siguió el ritmo europeo:
9 Bruselas pasó de 80.000 habitantes en 1700 a 60.000 en 1800.
9 Amberes, de 67.000 a 62.000.
9 Gante, de 52.000 a 55.000.
9 Lieja, de 45.000 a 55.000.
9 Brujas, de 35.000 a 31.000.
En la parte oriental de Europa, destacamos:
9 Moscú, de 130.000 a 300.000.
9 San Petersburgo, de 2.000 a 220.000.
9 Praga, de 48.000 a 79.000.
9 Varsovia, de 40.000 a 60.000.
9 Bucarest, de 45.000 a 50.000.
25.4. Factores demográficos y causas del crecimiento
(RIBOT, 451 – 454)
C. La mortalidad
Pese a que el s. XVIII conoció un leve descenso de la mortalidad, éste se produjo
exclusivamente en el ámbito de la mortalidad extraordinaria, que afectó con menos virulencia
a los europeos que en las centurias anteriores, aunque no desapareció totalmente de su
horizonte cuando se producían años consecutivos de malas cosechas. Sucedió así en los países
escandinavos entre 1740 y 1743, cuando se generalizaron las enfermedades causadas por la
desnutrición, o en el sur de Italia en 1763 – 1764, cuando la carestía y la epidemia llegaron a
causar en Nápoles 200.000 víctimas. La mortalidad ordinaria siguió siendo elevada, sin que
la infantil conociera cambio alguno hasta bien entrado el s. XIX. El ejemplo de la comarca
francesa de Beauvais, estudiada por P. Goubert, es bien ilustrativo pues durante el Setecientos
moría entre el 25 % y el 33 % de los recién nacidos, antes de cumplir un año.
Si bien los cambios en la mortalidad fueron modestos, sí conviene destacar factores
positivos, como la desaparición de la peste en la Europa occidental; los discretos progresos
del conocimiento médico y de la salubridad; la incidencia menos catastrófica de las
carestías; y, por último, las mejoras en la dieta alimentaria.
Durante siglos la peste había sido causa de graves crisis demográficas, causando un profundo
traumatismo psíquico arraigado en el inconsciente colectivo. Sin embargo, tras la epidemia que
asoló Inglaterra en 1665, la aparición de la enfermedad se fue haciendo más esporádica y
localizada. Tras el virulento brote que infectó Marsella en 1720, produciendo 43.000 víctimas,
Javier Díez Llamazares
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TEMA 25
la peste desapareció del occidente europeo. Pese a que la peste fue vencida, gracias a la
adopción generalizada de cuarentenas y cordones sanitarios para evitar el contagio, otras
enfermedades infecciosas, para las que se desconocía una terapia eficaz, siguieron causando una
elevada mortalidad. El tifus, debido a la falta de higiene en el agua potable y de un tratamiento
adecuado de las aguas residuales, era una enfermedad extendida y muy activa, como también lo
eran el sarampión, la tos ferina, la difteria, la disentería o la tuberculosis.
Es poco probable que la mejora de la higiene tuviera incidencia sobre la mortalidad, ya
que la higiene personal mantuvo en el s. XVIII un bajo nivel, y las enfermedades propagadas
por la picadura de los piojos, pulgas o mosquitos no sufrieron un descenso significativo. Pero sí
es destacable un incremento de las preocupaciones higienistas en Francia, Inglaterra y
España, donde se redactaron planes urbanísticos que destacaban los beneficios de la
pavimentación de calles, de la construcción de redes de alcantarillado, y la necesidad de una
mayor ventilación de las viviendas.
Si bien desde una perspectiva científica, el s. XVIII fue testigo de una ampliación de los
conocimientos médicos, desde el punto de vista estrictamente demográfico estos avances
tuvieron una eficacia muy reducida, ya que el lapso de tiempo que debía transcurrir entre la
adquisición de nuevos conocimientos médicos y su aplicación generalizada en los pacientes, era
relativamente dilatado. Los esfuerzos más notables de la medicina preventiva en el s. XVIII se
destinaron a la lucha contra la viruela. Para reducir el elevado número de víctimas que causaba
la enfermedad, se introdujo en Europa en la década de 1720 el método de la inoculación,
conocido y utilizado en Oriente Medio. Consistía en infectar a un individuo sano con pus
varioloso obtenido de un enfermo, y se consideraba por sus defensores que el inoculado tenía
un alto porcentaje de probabilidades de quedar inmunizado ante la enfermedad. Durante gran
parte del siglo, los defensores y detractores de la inoculación se enzarzaron en una agria
polémica. Hoy se sabe que su eficacia era nula, habiendo quien sostiene que la inoculación
contribuyó a propagar la infección en lugar de limitarla. Sin embargo, a fines de la centuria, el
médico inglés Edward Jenner abrió el camino para derrotar a la enfermedad con el
descubrimiento de la vacuna, al observar que las personas que habían contraído la viruela en
contacto con las vacas habían quedado inmunizadas tras sufrir unas leves molestias. Su
experiencia fue un éxito total, y su descubrimiento pronto se difundió por toda Europa, teniendo
una fulgurante recepción en España, donde ya en 1803 la monarquía organizó una expedición,
dirigida por el Dr. Francisco Javier Balmis, para propagar la vacuna a sus posesiones de
Ultramar.
La oferta alimentaria se vio incrementada en el s. XVIII por la extensión de las
roturaciones, la introducción de nuevos cultivos, y la mejora en la red de transporte, que
posibilitó una mayor regularidad en el suministro. El cereal siguió siendo el componente básico
de la dieta europea, y para la mentalidad de los europeos de la época la calidad de vida se
derivaba, en buena parte, de la calidad del pan que consumían. Es significativa, sin embargo, la
definitiva irrupción de nuevos productos, en especial la patata y el maíz.
Los prejuicios que acompañaron a la patata en el s. XVI, desaparecieron definitivamente en
las últimas décadas del siglo. Sus condiciones de adaptabilidad a terrenos húmedos y fríos
permitieron ampliar la base alimentaria de la población y amortiguar las fluctuaciones que
acompañaban al cultivo del cereal. En la Europa central se convirtió en una fuente de
alimentos nueva y segura, y en Irlanda, donde había sido introducida a fines del s. XVI,
contribuyó a que la población pasara de 3.200.000 habitantes en 1754, a los 6.800.000 de 1821,
ya que la misma superficie que proporcionaba trigo suficiente para alimentar a una persona,
permitía mantener sobradamente a dos si se sembraba de este tubérculo.
La alta productividad, su adaptación al barbecho, y su utilización como alimento tanto
humano como animal, hizo del maíz un elemento dinamizador de la demografía de aquellas
comarcas donde se impuso su cultivo. Así sucedió en la España atlántica durante el s. XVII, o
en el Véneto italiano durante el s. XVIII.
Finalmente, el desarrollo de las comunicaciones y de los canales de distribución, contribuyó
a que las crisis de subsistencias y las carestías que las acompañaban quedaran limitadas a
situaciones de penuria, más controladas y sin el tinte catastrófico que poseían en el pasado.
Javier Díez Llamazares
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D. La natalidad
Los elementos preventivos que frenaban la natalidad, como el celibato o la edad elevada de
las mujeres al contraer matrimonio, quedaban muy mitigados cuando existían amplias
disponibilidades de trabajo o medios de producción, que daban como resultado un
matrimonio universalizado en edades muy tempranas, como hemos tenido ocasión de
indicar al referirnos al crecimiento del este de Europa o de América del Norte. Al contrario, allí
donde la tierra escaseaba, las posibilidades de acceder a la propiedad eran reducidas y
existía una fuerte densidad, los estímulos para crear una familia eran menores, aumentaba la
edad en que se contraían las primeras nupcias y, consiguientemente, se reducía la natalidad.
Aunque esta explicación puede ser generalizada, no se deben desdeñar otros elementos,
como los derivados de la regulación que la Iglesia hacía de muchos aspectos de la vida
familiar, la presencia actuante de la propia mentalidad colectiva, e incluso del propio
derecho hereditario. Así sucede respecto a la debatida cuestión de la existencia o no de
prácticas anticonceptivas en el s. XVIII y su incidencia sobre la fecundidad. La Iglesia
consideraba la familia como una institución natural cuya función esencial debía ser
procreadora, por lo que estimulaba a engendrar en el seno del matrimonio un número de hijos
ilimitado, sin hacer consideraciones a requisitos de índole económico. El contexto cultural y
socioeconómico en el que se insertaba el sistema familiar tenía un papel no menos importante.
Un ejemplo de ello lo encontramos en el derecho privado catalán, vigente en el s. XVIII, y su
incidencia en la reproducción familiar. El afán secular de la sociedad catalana de querer
perpetuar el patrimonio familiar, motivaría que el hereu se casara en edad temprana, al mismo
tiempo que las dificultades para obtener una buena dote, o los escasos recursos de los hijos
segundones, alentaban la abstención matrimonial y el ingreso en religión.
Es motivo de polémica si ya en el s. XVIII las motivaciones socioeconómicas llegaron a
adquirir un relieve suficiente para afectar a las motivaciones morales basadas en una
fecundidad natural. El caso francés y algún otro aislado, como el ginebrino estudiado por A.
Perrenaud, han llamado la atención de los demógrafos al percibir un descenso de la fecundidad
desde la segunda mitad del Setecientos, estimándose como causa posible una secularización del
matrimonio, y una difusión de prácticas anticonceptivas, lo cual es considerado como prueba
de modernidad.
(FLORISTÁN, 684 – 685)
1.1. Más población y más dependiente del mercado: el ascenso de la sociedad de consumo
[…]
Hoy sabemos que el aumento de la población del s. XVIII no fue debido a ningún cambio
sustancial en el régimen demográfico. La tecnología sanitaria disponible hasta finales del s.
XVIII no permitió reducir sustancialmente los niveles de mortalidad ordinaria, ni adulta ni
infantil, al tiempo que la nupcialidad siguió teniendo la principal responsabilidad en el ritmo
demográfico. Es decir, no podemos hablar de ninguna revolución demográfica o inicio de
transición demográfica durante el s. XVIII.
El crecimiento demográfico de los europeos estuvo basado más bien en una mejora
constante en las perspectivas de vida. De hecho, los mayores aumentos demográficos se
dieron en las regiones y países que protagonizaron una expansión económica más intensa
(Inglaterra) o bien que pudieron desarrollar amplios procesos de colonización (Pomerania
prusiana). Las mejoras en las perspectivas de vida fueron todavía limitadas y no se extendieron
por igual a lo largo de Europa, pero permitieron a los europeos mantener una prolongada fase de
crecimiento demográfico que, en general, se mantuvo en toda Europa desde 1720 a 1780.
Elementos claves en la demografía de los siglos anteriores, como las periódicas hambrunas,
comenzaron a desaparecer de Europa; en primer lugar, en los países con mercados regulares y
mejor abastecidos. Es decir, el crecimiento demográfico estuvo relacionado con el grado de
integración de las economías europeas.
Algo similar ocurrió con las epidemias y enfermedades contagiosas. Los europeos del s.
XVIII no mejoraron de forma sustancial los niveles de supervivencia general, concretamente
en sus hospitales, respecto a etapas anteriores. El combate contra la mortalidad no fue
dirigido por el progreso médico. Algunos de los avances más significativos del siglo, como la
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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inoculación contra la viruela, se conocía desde 1750 en Francia, pero no llegaron a tener un
impacto mínimamente significativo en la población europea hasta después de 1795. Los
mayores logros se obtuvieron en la difusión de medicamentos, por otro lado ya conocidos, y
que si ahora podían ser mejor distribuidos y aplicados fue debido a la labor promotora de un
sistema de enseñanza mejor articulado y a los apoyos de los poderes públicos; fue el caso de
la quinina contra las fiebres, mercurio para las enfermedades venéreas o los cítricos para el
escorbuto.
Los tímidos avances sobre la mortalidad durante el s. XVIII hay que buscarlos en el
propio desarrollo económico, que permitieron una mejor, más variada y regular
alimentación, y, sobre todo, en la actuación normativa de los poderes públicos. La
legislación fue el remedio más efectivo de que dispusieron los ilustrados contra la mortalidad.
Su mayor éxito fue una significativa reducción de las crisis de mortalidad. Mediante una
considerable mejora de las estructuras administrativas se pudo abordar una primigenia
política sanitaria, que implicaba desde controles administrativos a desarrollo de
infraestructuras para prevenir enfermedades. Por esta vía se consiguió establecer cordones
sanitarios fijos, desecar pantanos, organizar la retirada de basuras, favorecer la canalización de
agua potable o sacar los cementerios de los centros urbanos. Los europeos estuvieron muy lejos
de acabar con las crisis de mortalidad, y de hecho volvieron a finales del siglo cuando los
poderes públicos se tambalearon y la economía entró en una brusca recesión, pero consiguieron
amortiguar su incidencia y su frecuencia.
[…]
La mejora de las perspectivas de vida no vino por un aumento sustancial de los salarios, que
de hecho no mejoraron considerablemente a lo largo del s. XVIII, sino por un notable
incremento de los niveles de empleo y renta familiar. Tanto en el medio urbano como en el
rural, se ha podido comprobar que en casi toda Europa hubo más oportunidades para trabajar.
Los tradicionales trabajos estacionales, que afectaban a una parte importante de la población, se
multiplicaron y permitieron alargar los ciclos laborales anuales. El aumento de las
oportunidades laborales incidió también sobre el número de miembros de la unidad familiar
incorporados al mercado laboral, lo que al final terminó repercutiendo en un significativo
aumento de la renta familiar total.
[…]
25.5. Consecuencias del incremento de la población 3
¾ Introducción
Durante el s. XVIII se mantuvieron, en general, las altas tasas de natalidad – fecundidad,
pero sin una evolución completamente uniforme. Abundan los países con tendencia a su
aumento en relación con un clima económico favorecedor del matrimonio, sobre todo donde hubo
procesos colonizadores. Por tanto, hay que observar más de cerca los comportamientos estatales.
Así, en la Europa oriental, el motor del aumento residió en la política de algunos Estados,
favorecedora de la implantación de jóvenes parejas en las nuevas tierras, en las reservas abiertas a
la colonización. Ambos fenómenos se interrelacionaban: el crecimiento fomentaba la conquista
de tierras, y la conquista el aumento demográfico.
En esta línea, encontramos la teoría economicista que considera una población numerosa y
creciente como síntoma principal de riqueza, causa principal de la riqueza, siendo, la riqueza
misma, el activo más sólido de la nación. Los poblacionistas ingleses de los siglos XVII y
XVIII pueden haber tenido toda la razón al considerar que el aumento rápido de la población era
motor, condición y síntoma del desarrollo económico.
Pero hubo casos de evolución contraria. En Francia, concretamente, la tasa de natalidad,
mantenida en torno al 40 ‰ hasta 1770, descendió luego, muy lentamente al principio, más
acusadamente desde la Revolución, quedando en el 32 ‰ en 1805 – 1809. La explicación reside
en la cada vez más generalizada práctica de la contracepción, ya detectada desde bastante
3
Dado que no existe ninguna referencia relativa a este epígrafe en la bibliografía recomendada, se ha
utilizado el contenido elaborado por anteriores alumnos de esta asignatura para sus apuntes.
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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tiempo atrás entre la élite social de algunas ciudades, no sólo francesas, y propagada primero al
resto de la sociedad urbana, donde se siguió practicando más intensamente, y después al medio
rural. Su difusión por el campo, sin embargo, fue bastante desigual, aunque en determinadas
áreas se practicara con cierta intensidad antes de la Revolución.
El interés por no dividir las herencias en exceso, la mayor preocupación por la vida
material, la posibilidad de educar mejor a pocos que a muchos hijos, la tendencia a evitar las
molestias y peligros de los embarazos y partos por parte de unas mujeres que se preocupan por
sí mismas más que en el pasado, o el triunfo del individualismo han sido algunas de las razones
esgrimidas para explicar un fenómeno que se traduce en un debilitamiento de la influencia
religiosa sobre la sociedad francesa. El mismo que se manifiesta en otros aspectos, como el
incremento de la proporción de embarazos prenupciales y, sobre todo, de nacimientos
ilegítimos: aunque en el mundo rural permaneció muy baja, llegó a alcanzar el 8 – 12 % en las
ciudades, y hasta cerca de un tercio del total de los bautismos la suma de ilegítimos y
abandonados en el París de los años setenta del s. XVIII.
¾ El desarrollo de los censos
El interés de los poderes públicos por conocer el volumen de la población fue constante
durante la Edad Moderna, pero estuvo motivado más por preocupaciones fiscales o militares
que por las puramente demográficas, teniendo como uno de sus resultados la habitual oposición,
pasiva o activa, a los recuentos. Todavía en 1753, en Inglaterra, la Cámara de los Comunes
rechazaba un proyecto de censo general, entre otras razones, porque amenazaba las libertades
inglesas.
Sin que las preocupaciones fiscales y militares llegaran a desaparecer, durante el s. XVIII se
comienza a considerar la población como una variable de conocimiento necesario para
planificar la acción política. Poco a poco se fueron llevando a cabo los primeros censos con
criterios modernos. Suecia introdujo, a partir de 1749, la periodización de los recuentos, que
tardará cierto tiempo en imponerse de forma generalizada.
En España, los primeros censos modernos fueron los denominados Censos de Aranda
(1768 – 1769), Floridablanca (1786 – 1787) y Godoy (1797), dándose un paso más, al
publicarse los resultados de los dos últimos. Había en ello, como se reconoce en el prólogo de la
edición del Censo de Floridablanca, una finalidad propagandística: hacia el interior, para que
se apreciaran los beneficios derivados de la política gubernamental, y hacia el exterior, “para
que vean los extranjeros que no está el reino tan desierto como creen ellos y sus escritores”. Y
es que desde mucho tiempo atrás, como hemos citado antes, población abundante se
identificaba con riqueza, potencia y eficacia política, concepción derivada de los
planteamientos mercantilistas y que se mantuvo durante este siglo, en el que se desarrollaron
notablemente los estudios y reflexiones sobre la población.
¾ Las tipologías familiares
Dentro del terreno social, el preponderante papel de la familia en la Europa del s. XVIII
cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad concebida como un conjunto de
grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida
y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media. Se
describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y
clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al Tercer Estado o Estado
general, definido por exclusión –todos los que no eran ni clérigos ni nobles—, si bien se
estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u
honorables y a los cuerpos organizados.
Pese a ser la célula básica de la sociedad, unidad de producción económica y de
reproducción biológica y social y pieza clave en la transmisión de bienes materiales, el
estudio de la familia moderna no ha sido emprendido sistemáticamente, sino en fecha reciente,
al compás del desarrollo de la demografía histórica. Condicionados por la mediocre calidad de
sus registros parroquiales, los investigadores se centraban en el estudio de las estructuras
familiares.
Las primeras conclusiones del Grupo de Cambridge (1972) rechazaron el modelo del
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predominio de familias complejas y muy numerosas. Investigaciones posteriores han
señalado la ya insinuada por Ariès: coexistencia en Europa de diversos modelos familiares, fruto
de la “variedad de tradiciones y formulaciones del derecho hereditario” y de las no menos
diversas “formas de explotación económica”. Los más importantes de los cuales serían, desde
la perspectiva cultural adoptada por A. Burguière, estos tres:
a) Familia comunitaria, en la que conviven diversos núcleos matrimoniales, de padres e
hijos u otras combinaciones de parentesco, como las hermandades –varios hermanos
casados—. Estaba relacionada con prácticas hereditarias no igualitarias y con la
necesidad de acumular gran cantidad de mano de obra no remunerada, se daba
frecuentemente en los grandes dominios señoriales de la Europa del este –Rusia,
Polonia—, así como en determinadas zonas de aparcería –Poitou, Auvernia o las
mezzadria de Italia central, por ejemplo— o de dominio indiviso –zadruga serbia, por
ejemplo—.
b) Familia troncal, en la que los padres conviven con el matrimonio de uno de sus hijos
–el heredero de todos los bienes—; los demás permanecerán solteros en la misma casa,
se integrarán, casados, en otra o bien emigrarán. Era característica, entre otros ámbitos,
de zonas montañosas y ganaderas, de hábitat disperso, en que junto con la hacienda se
heredaban también, por ejemplo, participaciones en bienes comunales; y podía
encontrarse en muy diversas zonas: norte de Portugal, Francia meridional, zona alpina,
Países Bálticos, etc.
c) Familia nuclear, conyugal o simple, compuesta exclusivamente por la pareja y sus
hijos solteros, quienes al contraer matrimonio abandonaban el hogar paterno
constituyendo el suyo propio –neolocalismo—. Presente en toda Europa, predominaba
en el cuadrante noroeste, podía ser numerosa en la Europa meridional y central (en
Francia abundaba mucho más en el Norte que en el Sur) y estaba menos presente en el
Este. Tratándose de la estructura más flexible, se adaptaba por igual a prácticas
hereditarias igualitarias y a las que privilegiaban a un heredero. No solía ser raro que
algunos de los hijos abandonaran el hogar antes del matrimonio para conseguir o mejorar
sus recursos de cara a su establecimiento independiente, que estaría condicionado (y con
él, la edad del matrimonio) por las condiciones económicas generales.
Aunque no se ha podido establecer con claridad la evolución a largo plazo entre los distintos
modelos familiares, lo cierto es que los cambios socioeconómicos del s. XVIII terminaron
jugando a favor de la familia conyugal.
La difusión de la industria en el mundo rural, proporcionando empleos y salarios no
agrícolas, tendía a resquebrajar las bases de las familias complejas. El crecimiento
demográfico, aumentando el número de hermanos solteros dependientes del heredero, y la
inevitable necesidad de terminar fragmentando los patrimonios, las empujará hasta el límite de
su lógica. Frente a ellas, la mayor flexibilidad de la familia nuclear, su facilidad de
constitución al margen de estructuras heredadas, su mayor viabilidad en el medio urbano,
su asimilación del espíritu de empresa –cada matrimonio debía iniciar su propia hacienda—
hicieron que se adaptara mejor a los nuevos tiempos.
¾ Las teorías demográficas
Queda ver cuáles fueron en el orden de las mentalidades los efectos del aumento general de
la población europea. Mientras algunos expresaban sus temores ante la posible existencia de
un exceso de población –Wallace, en 1761, se anticipaba cuarenta años a los designios de
Malthus-, otros pensaban que la subpoblación podía llegar a constituir un problema –caso de
Montesquieu y de los fisiócratas—. Por tanto, la opinión estaba dividida.
En un ambiente mayoritariamente populacionista, el radical optimismo de que hacían gala
muchos de los autores les llevaba a confiar en la “perfectibilidad del hombre y la sociedad para
resolver los delicados problemas derivados del equilibrio entre población y recursos”.
Malthus 4 , como es bien sabido, tenía una opinión claramente pesimista. En 1798, afirmaba
4
El pastor inglés Thomas Robert Malthus (n. 1766 – † 1834), en su Essay on the Principle of
Population (1798), partía del diferente ritmo de crecimiento de la población, que en ausencia de control
Javier Díez Llamazares
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que sin guerras, plagas y hambres y sin el ejercicio de otras “restricciones preventivas” como la
emigración y la abstinencia voluntaria, el número creciente de bocas agotaría rápidamente la
capacidad de la nación para autoalimentarse, y desembocaría pronto en el hambre y en el
desastre. Wallace sostenía que, si no fuera por las guerras y por los vicios, la humanidad se
duplicaría cada treinta años. Algunos autores italianos –Beccaria, Briganti, Filangieri, Ortés i
Ricci— manifestaron preocupaciones similares.
Otros defendían que una población en crecimiento contribuiría a la felicidad humana y
que la expansión demográfica no debía preocupar. El ruso Possochkov, en una obra de 1724,
afirmaba que una población creciente, al aumentar el número de trabajadores, debía ser un bien
absoluto. Muchos de los filósofos franceses y Price, en Inglaterra, compartían sus ideas. Los
fisiócratas, como Quesnay, Gournay y Dupont de Nemours, creían que la tierra era fuente de
toda riqueza y que cuantos más brazos hubiera para labrarla y cultivarla sería mejor. El aumento
demográfico era un ingrediente esencial de la prosperidad.
Las profecías tuvieron que esperar hasta el s. XIX. Parecían existir más razones de crédito
para los segundos que para los primeros. Los efectos económicos del alza poblacional habían de
redundar en el aumento del consumo de alimentos y materias primas, en la mejora de los
métodos agrícolas y en las grandes extensiones de tierras cultivadas.
El crecimiento de la población europea provocó la puesta en cultivo de nuevas tierras, por
ejemplo, en Rusia y el desarrollo de la emigración hacia América, el vagabundeo en el
campo y el comienzo del éxodo rural hacia las ciudades. Este excedente de fuerza de trabajo
se emplea en las manufacturas tradicionales, en espera del desarrollo de nuevas formas de
producción industrial. Habría que señalar, finalmente, que el nuevo régimen demográfico da a
Europa una mayor proporción de hombres jóvenes cuyo dinamismo y audacia quizás habría que
relacionar con las múltiples innovaciones del siglo.
24.6. Las migraciones 5
(RIBOT, 449, 451)
[…]
En Galicia y Asturias, el crecimiento demográfico vivido en el XVII por la introducción del
maíz dio lugar a que se llegara al s. XVIII con una de las densidades más elevadas del país,
muy acusada en el litoral, saturado de población. La dificultad de un crecimiento de los
recursos bloqueó el crecimiento demográfico, teniendo que acudirse al recurso [, entre otros,]
de la emigración hacia Madrid, Andalucía o América […] para paliar la presión ejercida por
una población que había crecido por encima de los recursos. Aunque no de forma tan acusada ni
desde fecha tan temprana, la población vascongada responde al mismo esquema: una
superpoblación relativa que fue soportable gracias a que actuaron con intensidad […] controles
preventivos, como […] la emigración, cuya importancia era destacada en 1801 por el viajero
Alexander von Humboldt con estas expresivas palabras: “Guipúzcoa tiene una población tan
crecida que todos los años hay emigraciones hacia el resto de España y hacia América. Podría
quizá privarse de 40.000 de sus habitantes sin que se hiciera muy visible por esto el hueco”.
[…]
[…] La política colonizadora de Pomerania, Silesia y la Prusia oriental dio lugar a un
importante aporte migratorio que tenía diversas procedencias y motivaciones: desde
Austria a causa de la persecución religiosa, desde Polonia por las guerras; desde el sur de
se multiplicaría siguiendo una progresión geométrica, y las subsistencias, que sólo lo harían en
progresión aritmética. El desequilibrio, obviamente, terminaría por producirse y, para evitar que la
pobreza, las calamidades y el vicio fueran los frenos positivos a un crecimiento desmesurado de la
población, abogaba por su limitación mediante la puesta en práctica de la constricción moral, esto es,
restringiendo el acceso al matrimonio a quienes no pudieran mantener adecuadamente una familia
y retrasándolo hasta el momento en que esto ocurriera. La obra, de repercusiones inmediatas,
planteaba crudamente una polémica que ha seguido vigente hasta nuestros días.
5
Al final de este epígrafe, se ha incluido el contenido elaborado por anteriores alumnos de esta asignatura
para sus apuntes debido a la escasez de referencias relativas al mismo en la bibliografía recomendada.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Alemania por la sobrepoblación, y desde Sajonia huyendo del azote del hambre. Hacia 1780
la población prusiana se cifraba en 4.750.000 habitantes, de los que 250.000 eran inmigrantes
que se habían instalado en sus provincias del este como colonos rurales […].
[…]
Y aún mayores eran los índices de crecimiento en América del Norte, donde la población
había pasado de 300.000 habitantes en 1700 a 5.000.000 en 1800, con un crecimiento del 1.666
%, resultado [, entre otros factores,] […] de un gran aporte migratorio […].
(BENNASSAR, 746)
[…]
El crecimiento de la población europea provocó la puesta en cultivo de nuevas tierras,
por ejemplo, en Rusia, y el desarrollo de la emigración hacia América […] y el
comienzo del éxodo rural a las ciudades […].
[…]
El sedentarismo era la nota dominante en la sociedad europea del s. XVIII. Abundaban
los matrimonios entre miembros de localidades vecinas, se acudía con frecuencia –al mercado y
a otros asuntos— a las ciudades o villas cabecera de comarca más próximas, se iba en romería o
se visitaba en fechas señaladas algún santuario, etc.; pero nada de ello, por lo general, implicaba
salir de un puñado de kilómetros cuadrados y la vida de muchos hombres transcurría en ese
reducido espacio.
Sin embargo, la estabilidad no era total y aunque la movilidad geográfica no solía afectar
sino a una minoría, en determinadas circunstancias, podía llegar a ser significativa. En cada
país, solía haber una colonia de extranjeros: militares, estudiantes, religiosos que iban de
convento en convento, artesanos cualificados para poner en marcha ciertas industrias,
mercaderes y negociantes que se agrupaban en ciudades portuarias, músicos y artistas que
recorrían diversas cortes, etc., constituyen ejemplos de personas que, más o menos
habitualmente, se desplazaban, a veces, a largas distancias.
Mucho más numerosos, junto a los pocos que tenían en el nomadismo su forma de vida
como los gitanos, eran los mendigos y vagabundos que erraban constantemente por los
caminos. Considerados inútiles, desde el punto de vista económico, y peligrosos socialmente,
los intentos de acabar con ellos, cuando se hicieron, resultaron bastante ineficaces. Y su número,
lógicamente, se incrementaba de forma considerable en momentos de dificultades económicas.
Se ha llegado a estimar en cerca de 1 millón los existentes en Francia al final del Antiguo
Régimen.
Por otra parte, no eran raros los desplazamientos estacionales, impuestos por la propia
estructura geoeconómica –la referencia a los pastores trashumantes castellanos es obligada—
o por otras razones, no siempre suficientemente aclaradas, pero entre las que destaca, sin duda,
la necesidad de buscar ingresos suplementarios: los franceses –de Auvernia, Pirineos o de las
llanuras del Sudoeste— que iban a España durante la recolección o a partir del otoño para
ejercer los más diversos oficios o trabajaban en su país como buhoneros, quincalleros o
caldereros ambulantes son, entre muchos otros, buenos ejemplos de ello.
Las ciudades y núcleos grandes constituían un importante foco de atracción, temporal o
definitivo, para quienes buscaban mejorar su situación o, simplemente, ahorrar lo suficiente
para hacer frente al matrimonio. La atracción no se limitaba en modo alguno al entorno más
próximo, sino que podía afectar a un área muy extensa.
Los desplazamientos, en ocasiones, implicaban el abandono definitivo del propio país. Y
no siempre de forma voluntaria. La intransigencia política y religiosa, si bien algo más
atemperada que en tiempos anteriores, continuó forzando o condicionando migraciones. Sirvan
como ejemplo de ello, entre los muchos casos que se podrían citar, los cerca de 20.000
protestantes expulsados de sus territorios por el arzobispo de Salzburgo en 1728; o los
presbiterianos del Ulster –superior a los 100.000— que emigraron a América, entre otras
razones, por las exclusiones de que eran objeto por su confesión religiosa. Y a finales de siglo,
los huidos de los acontecimientos de la Francia revolucionaria conformarán una nueva oleada de
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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exiliados.
Los movimientos de colonización de tierras originaron también corrientes migratorias de
diversa importancia. Podemos citar, a pequeña escala, la repoblación de Sierra Morena por
Carlos III, o las desecaciones de tierras pantanosas llevadas a cabo en muchos países. Y entre
los más importantes se cuentan, por ejemplo, el llevado a cabo por Federico II el Grande de
Prusia que afectó probablemente a cerca de 300.000 colonos o la colonización de la Gran
Llanura húngara, tras su reconquista por los Habsburgo a los turcos, con pobladores magiares y
también alemanes, franceses, italianos, albaneses, etc.
Finalmente, se ha de considerar la emigración a las colonias, la única corriente migratoria
de importancia que trascendió los límites continentales. De difícil evaluación, se ha estimado
recientemente en algo más de 2,7 millones de emigrantes a lo largo del siglo. De ellos:
9 1,5 millones –británicos en su inmensa mayoría— se habrían dirigido a la América
continental inglesa.
9 620.000 a 720.000 portugueses habrían ido al Brasil.
9 Cerca de 100.000 españoles se habrían establecido en la América hispana.
9 La exigua emigración francesa –unos pocos miles de personas— al Canadá.
9 100.000 a 150.000 franceses tuvieron por destino las Antillas.
Por lo demás, América recibía otra aportación humana de muy distinto signo, la de los
esclavos negros, y de más difícil estimación.
La repercusión demográfica que la emigración a América tuvo en Europa no fue
grande. En conjunto, las salidas no representaron más que una pequeña proporción del
excedente de población acumulado; y sólo pudo frenar el crecimiento en Inglaterra y en
Portugal.
En cuanto a las migraciones internas, su papel de redistribución de los excedentes
humanos constituye un factor de equilibrio en la relación entre población y recursos. Los
movimientos estacionales, normalmente, tendían a reducir la fecundidad en los lugares de
origen, igual que el retraso del matrimonio y el mayor índice de celibato definitivo que no pocas
veces experimentaban los inmigrantes en las ciudades.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
Tema 26: Las transformaciones económicas en una fase de
expansión
0.0. Sumario
26.1. Las nuevas doctrinas económicas
26.2. Las nuevas leyes y la construcción de infraestructuras
26.3. Agricultura y ganadería
26.4. Las manufacturas continentales
26.5. El comercio europeo y los metales preciosos
26.6. Las finanzas
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 750 (Denis – Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 687 – 699
(Torres), 700 – 702 (Torres), 703 – 705 (Torres) y 707 – 711 (Torres).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 467 – 498 (G.
Enciso).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 747 – 750 (Denis –
Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 699 – 700
(Torres) y 702 – 703 (Torres).
26.1. Las nuevas doctrinas económicas
(RIBOT, 472 – 473)
D. El nuevo pensamiento económico
Las transformaciones económicas van acompañadas de una nueva manera de enfocar la
cuestión. La crisis del s. XVII ha puesto de manifiesto la insuficiencia de las propuestas
mercantilistas y ya desde finales de ese siglo se proponen modificaciones. Hay pues, en primer
lugar, un nuevo mercantilismo que evolucionará desde la crítica a la necesidad exclusiva de la
balanza comercial favorable, hasta la defensa del libre comercio. En Inglaterra, autores como
Child o Perry ponen el acento no tanto en el volumen del comercio, como en los excedentes
que produzca. Se puede incluso perder con un país, si se compensa con las ganancias con otro.
La riqueza no reside necesariamente en la cantidad de oro y plata, sino en el trabajo, que
proporciona una idea del valor de las cosas. Evidentemente, están adelantando las tesis del
liberalismo. En pleno s. XVIII, Hume, Stewart y Cantillon, defienden claramente la libertad
de comercio y enlazan con las propuestas fisiocráticas.
En otros países aparecen defensores de posturas más abiertas que las que en esos lugares
se venían defendiendo. Por ejemplo, en Francia Boisguilbert atacaba el sistema de impuestos
que obstruía el comercio de granos y defendía el precio libre de los mismos. En España, autores
como Ustáriz, Ulloa, Campillo o Argumosa defienden una liberalización del sistema
comercial americano, a través de la creación de compañías de comercio, piden el fomento del
trabajo y de la industria, consideran que debe reformarse el sistema fiscal para que pese menos
sobre el contribuyente y dan más importancia a la agricultura que sus antecesores.
Este pensamiento mercantilista evolucionado tendrá su importancia en la política
económica, como veremos, y en la práctica es el que domina; sin embargo, la novedad desde la
teoría serán otras dos corrientes: la fisiocracia y el liberalismo. Ambas surgen del
planteamiento filosófico sobre la necesidad de observar la naturaleza. La fisiocracia defiende la
importancia de la agricultura como fuente única de riqueza. El producto sacado de la tierra
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
tiene una circulación a través de la cual deja una serie de beneficios; al final, tiene que haber un
excedente suficiente para la nueva inversión en la tierra y el comienzo de un nuevo ciclo. Según
las ideas de Quesnay, definidor del sistema, la industria y el comercio, que transforman y
distribuyen el producto, son operaciones estériles –no crean riqueza—, pero absolutamente
necesarias. Ambas deben ser libres para que el ciclo económico se realice sin interrupciones.
Se defiende, por lo tanto, la libertad comercial y una estructura capitalista de la propiedad
de la tierra según la cual lo importante es la disposición que el terrateniente haga de sus rentas.
Está claro, pues, que las ideas sobre la libertad de comercio y de fabricación estaban en
boga desde finales del s. XVII, al menos, y pedían un menor intervencionismo estatal. No
será sin embargo hasta 1776 cuando Adam Smith sistematizará toda la vida económica bajo un
pensamiento liberal. El respeto al orden natural le llevó a Smith a buscar la armonía que
debía regir la vida económica, al igual que la gravedad gobernaba el cosmos. La encontró en el
sentimiento de simpatía o comunidad de intereses mutuos de las personas cuando, llevadas
por sus intereses particulares, se encuentran con los de los demás. Este mutuo interés hará que
nos pongamos de acuerdo, sin necesidad de recurrir a ninguna norma, ni económica ni moral. El
lugar de encuentro de estos intereses es, naturalmente, el mercado, donde confluyen la demanda
de necesidades y la oferta de productos. El mercado se regulará automáticamente, sin
intervención, merced a una “mano invisible” que no es otra que los mencionados intereses,
porque nadie comprará más caro, si puede comprar barato, ni producirá si no vende. La ley de la
oferta y de la demanda regirá este mercado de modo natural.
Esto es posible gracias al valor real que tienen las cosas, que no es otro que el trabajo que
cuesta fabricarlas, o dicho de otro modo, el que el comprador se evita al no tener que
fabricarlas. En la medida en que el trabajo sea más especializado, podrá ofrecer mayor
rentabilidad. A su vez, el capital permite aumentar el valor del trabajo, mejorando la
productividad. Por ello, la acumulación de capital, resultado del ahorro de las clases ricas, y su
inversión en distintas formas, con el consiguiente aumento de trabajadores, se convirtió en
factor fundamental del crecimiento.
Las ideas de Smith, fruto de su observación sobre la vida económica de la Inglaterra de su
tiempo, tendrán una importancia permanente hasta hoy y favorecerán la iniciativa privada y el
espíritu de trabajo. Aunque Smith propugnaba una actitud moral para evitar los abusos de
los capitalistas, no dijo cómo se podía hacer y, de hecho, sus teorías sirvieron después para
justificar egoísmos descarnados. Por otra parte, su fe en un mecanismo natural deja a la persona
a merced de unas impersonales circunstancias económicas que en la práctica dominan sobre
otras consideraciones.
26.2. Las nuevas leyes y la construcción de infraestructuras
(RIBOT, 473 – 476, 471)
[LAS NUEVAS LEYES]
E. El papel de los estados
Los estados no tenían una gran riqueza en el conjunto de la renta nacional de cada país,
pero sí constituían la riqueza unida más importante, ya que la de los terratenientes, por
ejemplo, estaba dispersa en muchas manos. Pero además, el estado tiene importantes poderes
como normalizador, a través de la política económica y como distribuidor de rentas, a través
de la hacienda.
La acción directa del estado en la vida económica no es despreciable si tenemos en cuenta
que puede ser el principal cliente. Las compras de abastecimientos para el ejército y la marina,
incluidas las necesidades de transporte, las gestiones financieras necesarias para sus créditos y
pagos, el mismo gasto de la administración, sin contar los gastos lujosos de la corte, nos dan una
idea sobre esa importancia y la cantidad de personas que podían moverse alrededor del gasto
estatal. En algunos casos el estado se pasó al lado de la oferta e impulsó fábricas y
compañías de comercio. Aquí su incidencia económica fue mucho menor, aunque a veces
significativa.
Javier Díez Llamazares
2
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
A través de la hacienda el estado redistribuía rentas y orientaba las inversiones privadas
hacia lo más rentable fiscalmente. Los sistemas fiscales eran naturalmente, muy variados. En
Inglaterra la excise y las aduanas supusieron durante casi todo el siglo cerca del 70 % de los
ingresos totales. En Francia, el principal impuesto era la taille –impuesto directo que se cobraba
de manera diferente en los pays d’état y en los pays d’éléction—, seguido de la gabelle,
impuesto sobre la sal. En Castilla los ingresos fundamentales eran las alcabalas, los millones,
las aduanas y la renta del tabaco. En general se observa que el comercio y el consumo de
determinados productos eran las actividades más gravadas. La tierra, principal fuente de
riqueza, apenas pagaba. La taille de los pays d’état se basaba en ella, pero no afectaba a los
nobles; en Inglaterra existía la land – tax, que hacía el sistema más justo que en el continente,
pero el impuesto sólo fue importante al final del siglo, cuando suponía cerca del 30 % de los
ingresos. En Castilla fracasó un intento de cobrar las rentas agrarias a mediados de siglo (la
Contribución Única de Ensenada), y en Francia los ministros chocaron una y otra vez ante el
muro de los privilegiados en semejantes intentos.
Estos esquemas fiscales perjudicaban de hecho al comercio y la industria frente a la tierra,
que proporcionalmente pagaba menos, aparte de ser discriminatorios socialmente, por la
existencia de privilegiados, e incluso territorialmente dentro de cada estado. Si a ello añadimos
las injusticias y los abusos en los sistemas de cobro, tendremos un cuadro completo de las
dificultades que la hacienda ponía al crecimiento económico. Por supuesto, la mayor parte del
gasto, con diferencia, iba siempre al ejército y la marina.
Todas las haciendas anduvieron alcanzadas, fundamentalmente por motivos bélicos. La
francesa salió mal parada de las últimas guerras de Luis XIV y tuvo que hacer repetidas
bancarrotas entre 1716 y 1726. A partir de ahí vendrá un período de calma y equilibrio. En
España la bancarrota se pudo retrasar hasta 1739 y también los años posteriores fueron de
saneamiento. La hacienda inglesa tuvo al principio menos problemas que otras.
La línea divisoria se marca en los estados de occidente después de la Guerra de los Siete
Años, que rompió el equilibrio hacendístico. La elevación de gastos hizo aumentar el recurso a
la deuda, lo cual añadió un gasto ordinario más para atender al pago de intereses. El consecuente
agobio tuvo que afrontarse revisando al alza los impuestos. La situación seguiría en espiral al
enlazar con los conflictos de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución
Francesa. Francia agotó sus intentos de reforma en 1781, a las puertas de la revolución;
entonces se pudo hacer una reforma insuficiente en España de la mano de Lerena y luego la
haría Inglaterra con Pitt el Joven. En Inglaterra se consiguió aumentar proporcionalmente el
peso del land – tax frente a otros impuestos. En cualquier caso, en la década de 1780 hubo una
fuerte alza de impuestos, lo que produjo un importante peso fiscal, si bien, al no gravar
directamente sobre los negocios o el capital, permitió la acumulación de capital. La reforma
permitió a Inglaterra capear el temporal, mientras que las haciendas de otros estados, a pesar del
aumento de sus ingresos, no aguantaron el fuerte ritmo de gasto impuesto por las guerras
revolucionarias.
Si la hacienda sigue con esquemas mercantilistas, así lo hará la política económica en
general. Proteccionismo manufacturero, fomento de nuevas técnicas industriales con
recurso a técnicos extranjeros, defensa del pacto colonial y búsqueda de una balanza de
pagos favorable siguieron siendo los objetivos fundamentales, junto al intento de retener el
metal precioso. Sin embargo, hubo algunos cambios de la mano de las nuevas ideas. La
revisión mercantilista tuvo algún efecto. En Francia se suprimió la Compañía de Indias y en
España se estuvo revisando el sistema de comercio con América hasta culminar con el llamado
comercio libre, en 1778. También hubo momentos de revisión del sistema de fábricas estatales.
La fisiocracia tuvo su influencia en la libertad de mercado interior de granos, decretada
tempranamente en España (1765) y más tarde en Francia (1774), con consecuencias sociales
graves; y en general en el interés que las autoridades pusieron en legislar sobre aspectos
agrarios en la segunda mirad del siglo, sobre todo en lo referente a intentar mejorar la
distribución de la propiedad, limitar [los] privilegios señoriales y mejorar la eficacia del
campo con medidas técnicas y de infraestructura. Casi siempre se trata de medidas poco
eficaces.
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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Estas políticas fueron afectando también a los países de la Europa central y oriental, al hilo
del fortalecimiento de sus regímenes políticos. El absolutismo ilustrado de Prusia, Austria o
Rusia llevó a estos países a tomar medidas de gobierno que ya se habían ensayado en Occidente
cincuenta años antes.
El liberalismo propiamente dicho entró tardíamente y de manera suave. Incluso en Gran
Bretaña, la política fue fundamentalmente mercantilista durante casi todo el siglo; sólo desde
1760 hubo intención de derogar viejas leyes mercantilistas, inoperantes en la práctica, porque la
realidad había superado la legislación. Fue más liberal en el comercio exterior, como al realizar
el tratado franco – británico de Eden – Rayneval en 1786, por el que se equiparaban los
aranceles de los vinos franceses con los de los tejidos ingleses. En cualquier caso, era un
liberalismo que se aplicaba sobre la seguridad de obtener ventajas, en caso contrario Gran
Bretaña siguió aplicando políticas proteccionistas.
En el continente se intentó legislar contra las corporaciones, que no desaparecerían de
Francia hasta la revolución, y en cualquier caso, se fue permitiendo la empresa libre a través
de una serie de medidas que limitaban las restricciones y generalizaban los privilegios, tanto
en la industria como en el comercio.
[…]
[LA CONSTRUCCIÓN DE INFRAESTRUCTURAS]
[…]
Estos viajes, así como los que suponen el desarrollo mercantil, son posibles por una mejora
constante de las técnicas de navegación. Lentamente se mejoran los métodos de fabricación, y
se van haciendo comunes. El perfeccionamiento en la fabricación del casco lo hace más
resistente, seguro y duradero. Desde 1780 será frecuente revestirlo con cobre. El aspecto de
los barcos varía: son más estrechos, más bajos, con más mástiles si son grandes. En definitiva,
barcos más rápidos y seguros. Los indiamen del comercio intercontinental superaban con
facilidad las 1.500 toneladas. Al mismo tiempo se desarrollan barcos pequeños que se
muestran muy eficaces y rentables para trayectos más cortos, por no necesitar demasiada
tripulación, como las corbetas, goletas y sobre todo, el brick.
Pero también en tierra mejoran notablemente las comunicaciones. El s. XVIII es la época
de las carreteras. En los principales países se crean instituciones gubernamentales que
tienen a su cargo el desarrollo de carreteras y puentes. Se mejoran las técnicas, de modo que
los firmes son resistentes y duraderos y permiten el paso de pesadas carretas de varios ejes. La
construcción avanza bastante, y en algunos países se realizan varios miles de kilómetros que
reducen las distancias al hacer más rápido su recorrido. Para la financiación de estas carreteras
se recurre a impuestos diversos y también a los peajes. Junto a las carreteras, hay un notable
desarrollo de los canales, que enlazan con los ríos navegables. El canal permitía un transporte
más rápido y barato, ideal para grandes cantidades de productos pesados. Holanda, los
Países Bajos, Inglaterra y algunas zonas de Francia se llenarán de canales, de modo que será
posible realizar grandes trayectos continentales por vía fluvial.
No obstante, no siempre era necesario desplazarse, porque también mejoran otros medios de
comunicación, por ejemplo el perfeccionamiento de los correos, el desarrollo del telégrafo
óptico de señales y al final del siglo, los primeros experimentos del telégrafo eléctrico.
[…]
26.3. Agricultura y ganadería
(RIBOT, 476 – 482)
2. La agricultura
A. Aspectos generales
A.1. Las condiciones naturales: paisajes y climas
A comienzos del s. XVIII predominan aún los paisajes agrarios heredados en los que la
tendencia a la especialización aún no se ha marcado mucho. En general, hay un predominio del
openfield, que permite en muchos casos el aprovechamiento común, y las técnicas agrícolas se
han modernizado poco, aunque ya son frecuentes, según las zonas, avances como el arado
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
brabanzón o el collarón para los caballos de tiro. También se han introducido sistemas de
rotación de cultivos, aunque muy localizados.
Todo esto sufrirá importantes modificaciones. La mayor innovación del paisaje es la
tendencia a los cercamientos (enclosures), que se produce en todas partes donde dominaba el
campo abierto. Es una respuesta al cambio de condiciones de cultivo de la tierra, jurídicas y
económicas. Una agricultura en general rentable, requiere ser dirigida individualmente con
mentalidad empresarial; de ahí el recurso al uso exclusivo de la tierra cercada. En ella se
podrán hacer innovaciones, aprovechar mejor los recursos y sacar un mayor beneficio. Con el
cercamiento se agranda también la propiedad en las zonas del norte de Europa donde se
desarrolla la nueva agricultura capitalista.
El aumento general de la demanda necesita una producción mucho mayor, que se
conseguirá en parte con nuevas técnicas de cultivo, pero también con la extensión de las
labores. En la primera mitad del siglo la producción pudo aumentar casi exclusivamente gracias
a las roturaciones, con las que se ganan tierras abandonadas en los peores momentos del s.
XVII. En la segunda mitad del siglo, en cambio, disminuyen las roturaciones y en muchos sitios
se introducen nuevas técnicas. Si la extensión hace descender la media de los rendimientos al
ponerse en cultivo tierras peores, en las tierras buenas y allí donde aparecen nuevas técnicas, los
rendimientos aumentaron notablemente, muchas veces acompañados de nuevos cultivos.
Naturalmente, todas estas realidades se presentan de manera diferente según las zonas
climáticas, tan variadas en toda Europa. En los climas excesivamente cálidos y secos del sur, o
en los más fríos del extremo norte, las modificaciones son más difíciles; en cambio, las
nuevas técnicas se adaptan bien en las zonas templadas y húmedas, de suelo fértil, de las
latitudes medias y sobre todo en los valles. De modo general, el clima no mejoró
sustancialmente durante el siglo y se sigue en la fase fría que domina Europa desde finales del
s. XVI. Es claro a este respecto, que también en este s. XVIII del crecimiento, abundaron las
malas cosechas y las crisis de abastecimientos como en los siglos anteriores, aunque
seguramente fueron más abundantes en la segunda mitad del siglo y en la Europa mediterránea.
A.2 Las condiciones humanas: población, urbanización, propiedad
La producción agraria se verá incentivada por el aumento de la población; también en
muchos sitios mejoraron los niveles de vida, aunque fuera sectorialmente, según determinados
grupos sociales, lo que incrementó la capacidad adquisitiva y la demanda. La agricultura fue
capaz de dar de comer mejor y a más cantidad de habitantes por unidad de producción, aunque
también exista la ayuda de los productos coloniales alimenticios.
Aumentó también la población urbana, que en Inglaterra, a fin de siglo, llegó a ser cercana
al 40 % del total. La tradicional interacción entre campo y ciudad se convirtió en algunos
lugares en una subordinación del campo a la urbe y hubo un progresivo incremento de la
población dedicada a servicios sobre la población activa agraria. Existen ya provincias enteras
que condicionan su agricultura al abastecimiento de grandes ciudades cercanas, como son
Londres, París o Madrid. Otras veces, la actividad comercial exportadora de la ciudad es la que
condiciona los cultivos cercanos, como es el caso de Burdeos y sus viñedos.
También se va modificando la estructura de la propiedad agraria. La posesión de la
tierra es más apetecible y los burgueses –comerciantes, burócratas cualificados— la buscan,
tanto por el beneficio económico, como por el deseado estatus de rentista. A veces sirve la
compra directa; otras, basta la apropiación a la que habilitan las deudas impagadas de los
campesinos a los que se ha prestado con hipoteca de su tierra. En todo el Occidente se produce
una tendencia a la desaparición del pequeño propietario, convertido en arrendatario.
La situación de estos es muy variada y va desde el tenant inglés, casi un propietario de
hecho, con arrendamiento a largo plazo, similar a los sistemas de enfiteusis del continente, hasta
las situaciones casi serviles de algunas regiones de Francia y del centro de Europa. En muchos
lugares hay también una tendencia a acortar los plazos del arrendamiento para poder subir el
alquiler. Durante buena parte del siglo esas tendencias fueron una respuesta al auge de la tierra.
En las últimas décadas, sin embargo, cuando se nota la presión de la población sobre una tierra
azotada por frecuentes problemas climatológicos y por el alza de los precios, el propietario
necesitaba elevar las rentas para no perder capacidad adquisitiva y el arrendatario ya no estará
en condiciones de pagar. En Francia este fenómeno, que ha sido calificado en algunos casos de
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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nueva refeudalización, está claramente en el fondo de las protestas campesinas relacionadas
con la revolución.
En todas estas apreciaciones no se ha tenido en cuenta la situación de la Europa oriental,
prácticamente inmóvil, donde predominan los trabajos serviles y la gran propiedad de la
aristocracia, sin que el capital burgués haya entrado en absoluto en el campo.
A.3. La renta y los precios como indicadores
La renta de la tierra, entendida como beneficio de los propietarios, aumentó mucho más
que los precios, e incluso que los beneficios comerciales e industriales. En Bélgica el precio
del suelo se dobló entre 1730 y 1780; en Francia, en esas mismas fechas, los arrendamientos en
especie aumentaron un 98 % y los monetarios hasta un 154 %. En Inglaterra las rentas de
algunos propietarios aumentaron entre un 200 % y un 400 % después de 1760 y hasta
comienzos del s. XIX. En Alemania y en Dinamarca, donde el ascenso había sido más débil
hasta 1780 – 1790, se multiplicó después.
El alza de los precios es menos espectacular que la de la renta, pero también importante,
sobre todo al final del siglo[: así, los datos del aumento global de los precios agrícolas entre
1730 – 1740 y 1801 – 1810 recogidos por W. Abel muestran porcentajes que van del aumento
de un 163 % en Francia al 210 % de Alemania, el 250 % de Inglaterra o el 269 % de Austria]
[…].
[…]
El fenómeno, pues, es general en toda Europa. Se puede dividir en tres etapas: una primera de
estabilización después de los trastornos provocados por la Guerra de Sucesión española y los
problemas climatológicos de principios de siglo, que se alarga hasta 1720 – 1730. Desde
entonces se producirá un alza suave, fruto del incremento de la actividad, que se convertirá en
fuerte desde 1760 – 1780, según los lugares. Para explicar sus causas se han aducido todo tipo
de razones, desde el auge de la población hasta la aceleración de la circulación de metales
preciosos, pasando por las roturaciones, los nuevos cultivos y la elevación de los costes en el
trabajo de las tierras menos fértiles; a todo ello hay que añadir las frecuentes malas
cosechas.
Buena parte del incremento se debe al alza de los cereales y especialmente del trigo. Pero
no hay que olvidar que en el s. XVIII se extiende bastante el cultivo de nuevos productos –
sobre todo el maíz y la patata—, y los cultivos de huerta y leguminosas, que también
influyen en el alza. Los precios de otros productos alimenticios como la carne o el vino, no
subieron tanto.
En cualquier caso, este alza no es lineal, sino que acusa las malas coyunturas a corto
plazo, momento en que la subida de los precios suele ser muy fuerte. Aunque es difícil
generalizar entre países y aun entre regiones de un mismo país, las dificultades son frecuentes a
partir de 1780. Estas crisis tendrán una grave incidencia entre los más pobres y a veces
provocarán graves conflictos sociales.
B. La producción
Aumento de la producción, introducción de novedades y a la vez mantenimiento de las
estructuras tradicionales, son una suma de realidades que a veces han sido interpretadas como
revolución agraria y otras simplemente como fenómenos de crecimiento. Desde el punto de
vista descriptivo sigue habiendo un predominio de la agricultura tradicional. Por otra parte,
la imagen crítica que solemos tener de la agricultura en algunos países corresponde al secano,
donde hubo pocos cambios y la producción aumentó de manera extensiva. No obstante, en
muchos sitios crecieron también los cultivos de regadío con técnicas tradicionales. La
demanda de estos productos hizo que la huerta ganara terreno al secano, especialmente cerca
de las ciudades. A ello habría que añadir el desarrollo de los cultivos de exportación.
Las series de los diezmos eclesiásticos, bastante fiables para la mayor parte del siglo, son un
indicador preciso de las oscilaciones de la producción. M. Garden ha recogido los datos de
varios autores para distintas regiones de Francia, España y Portugal […] [.]
[…]
[…] [De estos datos, puede deducirse que] las diferencias son importantes; aun así, se
pueden hacer algunas consideraciones generales. En primer lugar, se aprecia en todas partes un
aumento suave de la producción hasta 1750 – 1760. A continuación, sin embargo, las
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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historias son muy diferentes. De los ejemplos recogidos se podrían sacar tres modelos dispares.
En el primero de ellos el aumento de producción continúa hasta el final del siglo (Francia
mediterránea, Castilla la Vieja y Valencia). Se trata de aumentos importantes, como señalan
los índices, y claramente superiores a los de la primera mitad del siglo.
Los otros dos ejemplos son algo diferentes. Por un lado se muestra una tendencia al
estancamiento desde 1750 – 1760 con un ligero aumento en Borgoña, un ligero descenso en
Alsacia y estabilidad en Galicia. Por otro lado, el noroeste de Portugal y la Andalucía occidental
disminuyen su producción tanto como la habían aumentado antes.
Pero hay otros fenómenos junto a las oscilaciones de la producción cerealística. En muchos
lugares el trigo fue sustituido por otros productos. A modo de ejemplo basta recordar el
avance del viñedo en Andalucía o en Borgoña, o el de la patata y otros cultivos en Alsacia, sin
olvidar el retroceso del trigo frente a otros cereales menores en muchas partes. En toda el área
mediterránea se produce un avance del viñedo, el olivo y los frutales para obtener productos
exportables, y de la morera para abastecer la industria sedera. En definitiva, se nota que la
agricultura tradicional está siendo sustituida por formas más variadas y dinámicas que se
adaptan a un mercado en crecimiento y diversificado.
C. La nueva agricultura
A los métodos tradicionales, algunos más intensivos, se suman otros que suponen el
desarrollo de una nueva agricultura sobre todo en dos aspectos: la estructura de la producción
y la mentalidad del propietario, que se va haciendo más empresarial. No todo es nuevo, pero
ahora las novedades son más frecuentes y se difunden más. Hay una pasión por lo agrario y una
mayor conexión con el desarrollo económico.
C.1. La pasión por la agronomía
Los nuevos propietarios con mentalidad capitalista miraban al campo de otra manera. La
agricultura se puso de moda, en primer lugar, entre los teóricos, incluidos los filósofos que
difundieron una nueva idea de la naturaleza física, como puede verse en los Discursos sobre el
tema de Rousseau, o en la Historia natural de Buffon; junto a ellos están todos los difusores de
la fisiocracia.
Pero la teoría no lo es todo; también se estudian con detalle nuevas técnicas de cultivo y de
cría de ganados. Pronto empezaron a aparecer obras especializadas y las ideas básicas se
difundieron en panfletos y periódicos especializados, y por la formación de sociedades cuyos
miembros estudiaban los problemas teóricos y fomentaban la práctica de las novedades. Un hito
fundamental fue la obra del inglés Jethro Tull, The Horsehoeing Husbandry (1731), que luego
tendría gran éxito en Francia, sobre todo tras los comentarios que publicara Duhamel du
Monceau a partir de 1750, y más tarde la Enciclopedia.
Lo esencial de esta “nueva” agricultura está en la rotación de cultivos, con especies que
regeneren el suelo y por lo tanto el abandono del sistema de tres hojas en barbecho. En
concreto, fue la introducción del cultivo del nabo en Norfolk lo que produjo una auténtica
conmoción. Se pasaría a una rotación de cuatro cultivos, muy eficaz: trigo, trébol, cebada o
avena y nabos. Esto permitía, además, una mejor alimentación del ganado al tiempo que
aumentaba el abono disponible y se mejoraban los rendimientos. Se trata más bien de un
fenómeno de difusión, pues todo era ya conocido, aunque había sido aplicado pocas veces. En
muchos lugares se hicieron experiencias agronómicas –desarrollo de huertas, cultivo de
frutales, estudios de sistemas de regadío, etc.—, aunque a veces no pasaron de ensayos teóricos
con escaso éxito. No pocas veces estas experiencias fueron hechas de la mano de los
gobernantes en los reales sitios.
C.2. La agricultura y la Revolución Industrial
El capitalismo agrario, el aumento de la producción agrícola y ganadera y la especialización
sólo podían tener amplia cabida allí donde el mercado podía absorber esos cambios,
porque se estaban produciendo también otros en diferentes sectores. Esto ocurría en Inglaterra,
donde la Revolución Industrial llevaba consigo la necesaria transformación agraria.
Se produjo en Inglaterra una especialización regional a gran escala (no sólo comarcal),
entre zonas de agricultura rica y especializada, que pueden producir para el mercado interior
y exterior, y zonas de suelo menos fértil, orientadas hacia la industria. Dado que la nueva
agricultura retuvo mucha mano de obra relativamente bien pagada, e impidió la emigración,
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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estas regiones se convertirán en buenas compradoras de manufacturas, lo que favoreció el
comercio interior. Según Jones, la agricultura ayudó así a mantener bajo el coste de la vida.
La especialización permite una expansión de la producción que es posible gracias a las
mejoras en la organización y en el mejor empleo de todos los recursos. El ejemplo de
Norfolk y otros condados del sur y este, donde trabajaron los grandes nombres de la agricultura
inglesa (Townshend, A. Young, N. Kent, por ejemplo), es característico. En 1794, Norfolk no
sólo participaba en el abastecimiento de Londres, sino que exportaba más trigo que el resto de
Inglaterra.
Los mayores beneficios obtenidos a través de la especialización favorecieron la inversión
en otras actividades, como la industria, y la mejora de las explotaciones. El campo obtuvo y
necesitó cada vez más capitales y el desarrollo de los bancos rurales favoreció créditos e
inversiones. Del campo salió el dinero que financió la construcción de canales, fundamentales
para el riego y el transporte. También el dinero drenado hacia el campo por el auge de las
enclosures favoreció un importante incremento de la renta agrícola en el total de la renta
nacional y permitió modificar los mecanismos de oferta y demanda de productos agrícolas e
industriales y abaratar los costes por la especialización. La agricultura así fortalecida, pudo
aguantar también un mayor peso fiscal, como dijimos, y liberar de ello a otros sectores en la
difícil coyuntura de fin de siglo.
(FLORISTÁN, 707 – 711)
6. Estabilidad y cambio en el sector agrícola
[…]
Las razones del porqué estos avances holandeses[, es decir, los relativos a la agricultura
intensiva y de rotación de cultivos, conocidos ya en los Países Bajos desde el s. XVI,] no se
difundieron más por Europa son varias. En primer lugar, había unas objetivas restricciones
medioambientales. En una agricultura todavía fuertemente dependiente del clima y la calidad
de los suelos y con escasa presencia de zonas de regadío, la mayor parte de la rotación de
cultivos practicada en Holanda no se podía[…] practicar en amplias zonas de Europa. En
segundo lugar, era muy difícil reproducir en otras regiones europeas a una escala
considerable la combinación de estímulos mutuos que había permitido la “revolución
agrícola” de los Países Bajos: el triángulo agricultura intensiva – ganadería estabulada –
mercados urbanos. El uso masivo de fertilizantes naturales, por ejemplo, que era uno de los
derivados de aquel tipo de agricultura intensiva, se mantuvo considerablemente bajo en la
mayor parte de Europa hasta mediados del s. XIX. En tercer lugar, pero no menos importante,
era la rigidez de la estructura de la propiedad y la falta de un mercado de tierras amplio,
que tampoco se transformó en profundidad durante el s. XVIII. Por último, los elevados niveles
de endeudamiento entre la población campesina limitaban la puesta en práctica de cambios en
los cultivos. Para ensayar nuevos cultivos hacía falta tener una mínima solvencia económica. Al
final, estos experimentos quedaban restringidos a unas minorías y se imponía la continuidad en
los cultivos.
Para la mayoría de los europeos los cambios en la agricultura durante el s. XVIII vinieron
más por los métodos tradicionales, esto es, la extensión de las roturaciones y cultivos. Esta
ampliación de la tierra cultivada se realizó en el s. XVIII de forma más eficaz que en anteriores
siglos, principalmente porque hubo una mayor presión demográfica y movilidad de los
campesinos, así como un mayor compromiso de los estados y autoridades en remover los
obstáculos y facilitar las roturaciones.
6.1. El interés por la agricultura
[…] Estos trabajos [(p.ej. The new ho[r][…]se – [hoe]ing husbandry (1731) de Jethro Tull,
Tratado del cultivo de la tierra (1750) de Duhamel de Monceau o El agricultor
experimentado (1760) de Cosimo Timci)] se centraron, en general, más en los problemas
técnicos y menos en los problemas estructurales, que al final permitían aplicar las soluciones
técnicas. Las aportaciones más reales de estas innumerables obras estimulaban la sustitución
del barbecho por nuevos cultivos, como los nabos o el trébol, en una fórmula ya conocida, y
llamaba[n] la atención sobre las ventajas del uso de las máquinas y la asociación de la
ganadería con la agricultura, principalmente para mejorar la fer[ti]lización de la tierra.
Javier Díez Llamazares
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[…] Esta moda de la agricultura[, fomentada por estas obras y recogida por un paternalismo
ilustrado que seguía una tradición que en los siglos anteriores había acudido a la agricultura para
ejemplarizar la existencia de valores eternos,] se reflejó en el interés entre las elites sociales
[…].
El interés por la agricultura se vio estimulado por la corriente de pensamiento, fisiocracia,
que desde mediados del s. XVIII puso a la agricultura en el origen de toda riqueza. Aparte de
alejarse de los principios mercantilistas y reclamar una actividad económica más libre, sin
restricciones ni privilegios (laissez – fairez), se insistió en la importancia de la ley natural y
de los derechos de propiedad. La naturaleza humana implicaba, decían, el derecho de
propiedad, y de nada servía este derecho sin la libertad de uso. Sobre una propiedad libre de la
tierra cabía establecer un único impuesto, justo y universal. El papel del gobierno debía
quedar limitado a permitir la libre circulación de los productos y rentas procedentes de la
agricultura, y de forma especial el comercio libre del cereal. Algunos de estos planteamientos
fisiocráticos, como la libertad de comercio de grano, pudieron ser aplicados en diversos países,
pero los resultados fueron en general contraproducentes, y de hecho provocaron revueltas
campesinas. La causa principal del fracaso práctico de las ideas fisiocráticas estaba en que se
tomaban medidas sin previamente modificar las estructuras de propiedad heredadas, ni las
condiciones fiscales y de los mercados en que vivía la población.
Mayor trascendencia para los campesinos tuvieron las sociedades creadas para ayudar y
fomentar la agricultura. Agrupaciones de individuos, casi siempre cercanos a las elites
locales, se organizaron para ayudar a difundir técnicas, máquinas y conocimientos entre los
agricultores […]. La acción de estas sociedades se materializó en la organización de cursos
para los campesinos, creación de premios para resolver problemas concretos o publicación de
revistas, como la Gazette d’Agriculture en Francia (1765) o la Crónica Alemana en
Augsburgo (1774).
Esta moda o estado de opinión favorable a mejorar la situación de la agricultura terminó
influyendo en los gobernantes. La mayoría de los gobiernos del s. XVIII emprendieron
políticas agrarias[: favoreciendo las roturaciones y la desecación de zonas pantanosas
(donde se consiguieron los mayores logros), promoviendo movimientos colonizadores de
nuevas tierras de cultivo; o abordando cambios en las contribuciones fiscales, mediante la
reducción de impuestos (en este caso, con resultados desiguales, porque afectaban a la
estructura de rentas y de propiedad, que necesitaba de una profunda reforma)] […].
6.2. La expansión de la agricultura
[…]
Lo importante de este aumento constante del valor de la agricultura es que aconteció de
forma progresiva, sin bruscas oscilaciones durante la mayor parte del siglo. Esto fue debido a
que los europeos fueron eficaces a la hora de conseguir aumentar continuamente la
superficie útil de cultivo: desecación de lagunas, talas de bosques y, en porcentaje menor,
puesta en regadío […]. Pero este proceso comenzó a agotar la superficie de cultivo
disponible, lo que ocasionó no sólo un problema de escasez de recursos, principalmente de
tierra, sino también un enfrentamiento con formas de posesión de la tierra en las que los
derechos de propiedad estaban peor definidos o eran más cuestionados, como ocurría con los
bienes comunales. La expansión tenía límites y provocaba tensiones sociales.
[…] Una de las transformaciones con mayor impacto fue el cambio en los tipos de cereales
más cultivados: aumentó la superficie dedicada al trigo candeal, en detrimento del centeno en
la Europa Septentrional y Central, y de la cebada en la Europa Mediterránea.
El maíz prosiguió su expansión. Las ventajas del maíz eran bien conocidas, sobre todo por
su mayor rendimiento al eliminar el barbecho, pero era un cultivo que necesitaba importantes
cantidades de abono y agua y muy pocas regiones en Europa podía[n] aportarlo […]. En estas
zonas, el maíz desplazó a cultivos pobres, como el sorgo y el mijo, y se convirtió en la base de
la alimentación popular.
Las nuevas áreas roturadas dieron la ocasión para desarrollar cultivos más dedicados al
mercado. Aunque alguno de ellos llegara a ser esencial en la dieta de sus productores, como el
caso de la patata, el alforfón o la vid, fue la patata el producto que en la agricultura del s.
XVIII resultó el más revolucionario. Sus ventajas eran evidentes: se podía cultivar en suelos
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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pobres [(de ahí que las zonas tradicionalmente marginales de la agricultura fueran las
preferidas)] y su rendimiento era cuatro veces superior al centeno [(ventaja esta que
permitiría su mayor expansión durante las crisis periódicas de los cereales)]. El principal
inconveniente era que requería una mayor cantidad de mano de obra, de ahí que su expansión
estuviera ligada al crecimiento demográfico […]. En algunas regiones de Irlanda, Dinamarca,
Prusia o Sajonia la patata se convirtió en un monocultivo antes de acabar el s. XVIII.
6.3. Norfolk system y enclosures
Realmente hubo pocas novedades en los modelos de cultivo a lo largo del s. XVIII. En el
marco europeo, la más significativa fue la extensión de los sistemas intensivos desarrollados
en Flandes, Brabante, Zelanda, Holanda e Inglaterra. En síntesis, se trataba de una mayor
planificación de la unidad de explotación agrícola. Esta planificación tenía por objetivo
superar la dependencia climática, aumentar el número de cosechas y aportar productos
agropecuarios y materias primas al mercado: lúpulo para la fabricación de cerveza, tintes,
colza o lino. Para ello se necesitaba un cultivo muy intensivo, que solamente se podía conseguir
a partir de unos altos niveles de abono de la tierra. Era una agricultura similar a la de las huertas
mediterráneas, pero con una mayor variedad de productos destinada al mercado urbano.
[…] Si en Inglaterra el modelo llamado Norfolk system, triunfó, fue porque fue estimulado
por una elevada demanda urbana y un activo proceso de privatización de la tierra
mediante cercamientos [o] enclosures. Es decir, no fue una nueva técnica, sino un nuevo
marco institucional y de estímulos lo que favoreció el cambio. Lo que permitió las
transformaciones agrarias durante el s. XVIII en Gran Bretaña fue la profundización de un
mercado más libre de propiedad de la tierra, con un retroceso neto de los bienes comunales, y
una mayor implicación de los agricultores ingleses en la economía de mercado […].
6.4. Los cambios en la cría ganadera
El mayor inconveniente de la ganadería europea era la escasa presencia de ganadería
estabulada. A pesar de que eran bien conocidas las ventajas de disponer de ganado estabulado,
sobre todo por el fertilizante y los productos cárnicos, lácteos y derivados, la ganadería
estabulada estaba limitada por la falta de forrajes artificiales. A lo largo del s. XVIII, la
situación mejoró algo debido al crecimiento urbano y a la demanda cárnica que implicaba. Pero,
salvo las zonas próximas a las capitales y grandes núcleos urbanos, la ganadería estabulada no
experimentó una extensión significativa respecto a los siglos anteriores.
Estimulado por la demanda alcista de los mercados urbanos, hubo un mayor éxito en la
preparación y utilización intensiva, y a veces especulativa, de prados y superficies
herbáceas destinados a la ganadería bovina […]. Del mismo modo que la ganadería
estabulada, en torno a las grandes ciudades surgieron prados y herbazales destinados al
suministro cárnico. A la extensión de estos herbazales contribuyó la creación de sistemas de
prados artificiales: superficies próximas a pequeños cursos de agua irrigadas por pequeños
canalillos […].
La oveja experimentó un notable incremento en la Europa mediterránea, principalmente
debido a la demanda de lana para la industria. El monopolio mantenido por España en la
producción de lana de oveja merina, un producto de extraordinaria calidad, desapareció durante
la segunda mitad del s. XVIII, al introducirse y fomentarse su cría en Francia y Alemania. Los
animales de tiro como el buey tendieron a disminuir su presencia durante el s. XVIII y fueron
sustituidos por el caballo de tiro, que sí aumentó en número. El cerdo siguió siendo un animal
de escasa presencia en el s. XVIII, no superando los niveles de autoconsumo, a excepción de
algunas regiones de los Balcanes.
26.4. Las manufacturas continentales
(RIBOT, 482 – 488)
3. La industria
De la pervivencia de las formas tradicionales a comienzos de siglo, se va a
nacimiento de la Revolución Industrial. Sin entrar a discutir el alcance del
“revolución”, lo cierto es que los cambios fueron rápidos y profundos, a la
novedosos, pues anteriormente sólo habían cambiado algunas formas organizativas.
Javier Díez Llamazares
pasar al
término
vez que
Se trata,
10
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por lo demás, de transformaciones regionales, que afectaron directamente a muy pocas zonas.
También hay muchos procesos de desindustrialización allí donde no se pudo seguir el ritmo
rápido de los primeros. Esto se notó sobre todo a partir de 1760 – 1770, que es cuando empiezan
a marcarse las diferencias y cuando se acelera el ritmo de las innovaciones.
A. Las formas organizativas
A.1. La tradición del mundo gremial
En este siglo pervive el gremio con sus jerarquías, monopolios y privilegios económicos y
sociales. Aunque afecta fundamentalmente al mundo de los oficios artesanos, también existe
en las actividades de carácter más industrial, sobre todo en la textil. En general es una época
de decadencia gremial, que no se hará sin tensiones que afectan, sobre todo, al mundo de los
maestros, que pugnan por preservar sus privilegios frente al estado, los municipios y frente a los
trabajadores libres. Ellos mismos también supieron burlar las ordenanzas cuando les interesaba
entrar en contacto con el capital mercantil. Se siguieron dictando reglamentos de carácter
ordenancista y proteccionista, controlados por los organismos oficiales y a veces queridos por
los obreros, que sentían así mayor protección frente a la competencia. También hubo un
movimiento revisionista que tendió a suavizar las normas y a permitir alguna innovación.
Los gremios fueron atacados desde todos los puntos de vista allí donde tenían más fuerza.
Teóricamente, eran organizaciones corporativistas, contrarias a la libertad de empresa y de
trabajo que se empezaba a proponer; en la práctica, su rigidez organizativa les hacía poco
competitivos y necesitados de monopolio. También tuvieron sus defensores, que se fijaron
más en el amparo obrero y la cohesión social que el gremio proporcionaba. En Francia
Turgot pretendió abolirlos en 1776, pero no lo consiguió, y su desaparición no se produciría
hasta la revolución. En otros países se dieron legislaciones en parte contrarias a los gremios y en
parte alternativas, pero sin llegar a suprimirlos.
En Inglaterra estaban reducidos a los oficios artesanos y no afectaban realmente a la
actividad industrial. En Francia eran bastante operativos, pero también había muchos obreros
libres, los compagnons. Algo similar ocurriría en los Países Bajos. Más fuerza tenían en España
e Italia, aunque poco a poco hubo leyes que permitieron soslayar la asociación. Donde los
gremios mantuvieron más poder fue en la Europa central, en que dependían directamente de las
autoridades territoriales, que apenas permitían actividad industrial fuera de las corporaciones.
A.2. El desarrollo de la industria capitalista y la protoindustrialización
Pero la nueva época exigía relaciones empresariales. La industria capitalista se va a
desarrollar muy deprisa en casi toda Europa. Se trata del sistema del mercader – fabricante,
ya conocido, que invierte su dinero, ganado en el comercio, en la producción industrial en el
campo, fuera de la jurisdicción gremial. Se trabaja en el campo, se vende en la ciudad. Hay una
separación orgánica entre el capital mercantil y el trabajo manual. El empresario es quien
dirige la operación y le da unidad: financiación, reparto del trabajo, acabado y
comercialización.
El trabajo capitalista se difundió en la medida en que los artesanos necesitaban un
mercado amplio tanto de compra de materia prima, como de venta del género, lo que hizo
necesario el recurso al comerciante. La industria libre se desarrolló sobre todo, en regiones
más aptas, donde podía conseguirse mejor una división entre región industrial y agrícola.
Siempre hay una ciudad importante que es el centro financiero y comercial del sistema [(p.ej.
Norwich o Reims, en la industria lanera)] […]. Del mismo modo, las industrias del lino y del
algodón se extendieron por otras regiones [(p.ej. las Midlands inglesas, Flandes, Westfalia o
Cataluña)] […]. Otros ejemplos de industria dispersa capitalista son la cuchillería de Sheffield
y Solingen, la pequeña metalurgia de Birmingham, o la industria relojera suiza.
La densidad de trabajo era notable y a veces unos pocos empresarios daban empleo a miles
de operarios, la mayoría rurales. Este desarrollo originó la aparición de empresarios casi
exclusivamente industriales. También se produjo así una primera concentración fabril donde
la mecanización es aún escasa y reducida a los talleres urbanos de acabado de los géneros
textiles.
En algunos casos el capital mercantil consiguió introducirse en actividades gremiales
prósperas, y las fue transformando. Un ejemplo es la sedería de Lyon, donde unos cincuenta
comerciantes, de acuerdo con varios maestros, daban trabajo a más de la mitad de los obreros.
Javier Díez Llamazares
11
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También en ciudades como Lille o Troyes, la actividad corporativa perdió terreno ante el
dominio de la empresa libre. En algunos casos, esa actividad capitalista fue alentada por los
gobiernos a través de la formación de compañías privilegiadas, orientadas al fomento
industrial.
La organización capitalista tenía tradición en algunos sectores donde nunca habían
existido gremios, como las minas, metalurgia, impresión de libros o fabricación de cerveza,
jabón o porcelanas. Muchas de estas actividades se habían realizado, en cambio, con
monopolios reales. En Inglaterra, en 1692, había unas 53 empresas de este tipo, organizadas por
acciones, principalmente mineras y mecánicas.
Dentro de la industria capitalista hay que situar el concepto de protoindustrialización. Tal y
como lo definieran F. Mendels y P. Deyon, se trata de señalar zonas donde hubiera una amplia
industria dispersa de calidad, donde se produjera una especialización del trabajo entre
agricultura e industria –de tipo regional, local o personal de cada trabajador, según los grados
de desarrollo—, y que tuviera mercados internacionales. Para ello es necesaria la presencia
del capital mercantil y unas condiciones jurídicas adecuadas; también esto tiene
consecuencias demográficas, ya que el incremento de la renta familiar campesina permite una
familia mayor y acceder a una edad más temprana al matrimonio.
En las regiones donde se cumplan todas estas características es de suponer que se realizaría
fácilmente la transición hacia la industria moderna. Pero del concepto a la realidad hay un
trecho. El modelo, definido a partir de la industria del lino en Flandes, no encaja en otros
muchos casos de industria dispersa. Además, es claro que en esos lugares se produjeron
procesos de desindustrialización, de la misma manera que surgió la industria moderna en otros
que no habían tenido tradición industrial. El concepto de protoindustria sirve en la medida en
que relaciona el desarrollo industrial con múltiples factores. Así se puede caracterizar mejor
una determinada situación industrial y sus posibilidades en un momento daño.
La protoindustria trataría de definir también una primera etapa de la industrialización,
puramente rural y dispersa. La elevación de la productividad y de las rentas, así como una
creciente complejidad organizativa, acabaría aconsejando la mecanización para romper
techos productivos, y la concentración de algunas fases del proceso. Así se iría progresando
hasta la plena mecanización y concentración. En la mayoría de las regiones industriales de
Europa aparecen varios rasgos característicos del modelo protoindustrial, aunque casi nunca se
dan todos, salvo en el caso de las regiones más avanzadas de Inglaterra donde nació el moderno
factory system.
A.3. Las empresas concentradas
Tanto el trabajo agremiado como la industria capitalista se organizaban formalmente de
manera dispersa, en pequeños talleres, casi siempre de naturaleza doméstica. La dispersión
era geográfica, técnica y en la mayor parte de los casos, también financiera. Como evolución de
este modelo se desarrolla una concentración que es también geográfica –en un solo local—,
técnica –empresas mecanizadas—, y financiera, ya que exige una mayor capitalización y
control de mercados. Las primeras concentraciones se dieron en el proceso de acabado de los
tejidos, en las cabeceras de las regiones industriales (paños de Abbeville), en el estampado de
los algodones (industrias algodoneras de Bélgica, Suiza, Sajonia o Cataluña), o con algunas
técnicas sederas, como el hilado a la piamontesa, o el telar Vaucanson. Algunas empresas
concentraron a muchos obreros, como la que regía Oberkampf, cerca de París, que empleaba
a más de mil en un solo edificio. Pero el futuro de la concentración está ligado a la
mecanización de las primeras fases del proceso y se desarrolló en primer lugar en las
hilaturas mecanizadas inglesas.
Las formas concentradas adquieren más volumen en el sector metalúrgico. Son ejemplos
característicos las empresas de Abraham Darby en Coalbrookdale, que tenía ocho altos hornos
con 1.600 obreros, o las de Wilkinson en Bersham, con 2.000 obreros […]. Ejemplos
importantes de concentración industrial son también los arsenales de las marinas estatales.
Constituían enormes complejos que aglutinaban talleres siderúrgicos y textiles, además de los
específicamente navales. Fueron también pioneros en la adopción de novedades técnicas y
científicas.
Javier Díez Llamazares
12
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También se desarrolló en el s. XVIII el tipo de concentración financiera horizontal, entre
empresas del mismo ramo. Le Creusot, formada en 1781, fue el primer trust siderúrgico, con
capital francés e inglés. Pero sobre todo, se hizo frecuente la unión de varias empresas para
tratar de controlar el mercado, establecer cuotas de producción y precio, e influir en los
gobiernos para una política favorable.
Las manufacturas estatales de tipo colbertista se desarrollaron durante el s. XVIII en
algunos países. Respondían al modelo mercantilista de fomento industrial del estado que
financiaba y dirigía una empresa que se concentraba por motivos de control y prestigio, no por
necesidades técnicas ni de mercado. Hubo algunos logros en el desarrollo de nuevas
tecnologías, sobre todo cuando tomaron un sesgo experimental, pero tuvieron un grave fracaso
financiero, sobre todo cuando pretendieron producir para un mercado amplio, porque no eran
competitivas. Son específicas las industrias de lujo para abastecer a la corte, las de
abastecimiento militar, y las que elaboran el tabaco en monopolio, como la de Sevilla.
B. La producción
En la industria textil se asiste a la decadencia o estancamiento de centros tradicionales, a
la vez que a un notable aumento de producción en las nuevas empresas capitalistas. En la
industria lanera decrece la importancia del paño frente a los géneros menores (sargas,
estambres) y frente a los nuevos tejidos de mezcla (camelotes, sempiternas, etc.). Sobre todo,
hay un gran desarrollo de la industria algodonera y en algunos casos de la lencería y la
sedería. Hay también un predominio de la industria rural organizada en los circuitos del
verlag – system, sobre la urbana.
En el sector lanero decae la producción de centros tradicionales como Leiden, Florencia,
Segovia o incluso Amiens, aunque esta última mantiene niveles altos. Las nuevas regiones
laneras están en Inglaterra (West – Riding, Norfolk, Yorkshire), Francia (Picardía,
Normandía, Languedoc) y Alemania (Renania, Berg). En Inglaterra se pasó de consumir 40
millones de libras de lana en 1695, a casi 100 millones en 1799. El valor añadido pasó en esos
años de tres a ocho millones de libras esterlinas. En Francia se pasó a lo largo del siglo de 39 a
55 toneladas de consumo y el valor del producto se duplicó. También en España creció la
producción de las lanerías rurales (Cameros, Béjar, montes de Toledo). En todas partes, la
producción de los centros más dinámicos tiende a duplicarse, sobre todo en la segunda mitad
del siglo.
El principal aumento de la producción se dio en la industria algodonera inglesa, sobre
todo a partir de la introducción de la nueva maquinaria (lanzadera volante, máquinas de
hilar), que empezaron a ser realmente operativas en la década de 1770. Estos inventos no
pasarán al continente hasta el final del siglo. Allí se estaban realizando también experimentos
mecánicos, pero no tuvieron tanto éxito, quizás porque se experimentó más con la lana que con
el algodón. Estas máquinas permitieron el desarrollo de las grandes hilaturas mecánicas inglesas
como las de Arkwright, o Peel. El aumento de producción a que dieron lugar se puede calcular a
través de las cifras de importación de algodón […] [.]
[…]
Por las cifras [de importación de algodón a que antes se ha hecho referencia,] se aprecia no
sólo el incremento de la producción, sino un ritmo, que se fue multiplicando a partir de la
década de 1780. En 1804 la producción de géneros de algodón había conseguido superar
ligeramente a la de la lana.
En las regiones algodoneras del continente la producción también tuvo un importante
aumento, aunque en menor medida que en Inglaterra. Este país llevó siempre una ventaja tanto
cuantitativa en la producción, como cualitativa en la adaptación de maquinaria y de la nueva
fuente de energía, el vapor, que favorecería la concentración al final del siglo al poderse mover
más máquinas y con un movimiento más uniforme que con la energía hidráulica.
También hubo un importante aumento de la producción en los sectores minero y
metalúrgico. El acontecimiento fundamental fue el cambio del carbón vegetal al mineral, que
sólo se dio en profundidad en Inglaterra. Disminuyeron los hornos tradicionales de leña que casi
llegaron a desaparecer a fin de siglo. El cambio fue posible gracias a los hallazgos de A. Darby
y H. Cort, que mejoraron los procesos de tratamiento del coque, posibilitaron la fundición
de hierro en grandes cantidades y obtuvieron un acero de bastante buena calidad.
Javier Díez Llamazares
13
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[…]
También en este caso se observa un aumento notable del ritmo de producción a fin de
siglo y en la primera década del s. XIX. En Francia también aumentó notablemente la
producción. La de carbón alcanzaba las 750.000 Tm. en 1789 (el 40 % provenía de las minas de
Anzin), y la de hierro era cercana a las 150.000 Tm. a fin de siglo. En Alemania conocemos el
aumento de fraguas en diferentes regiones como La Mark, Berg, Westfalia, Alto Palatinado y
Silesia. También es importante la producción de los Urales. En toda Rusia había 141 altos
hornos a fin de siglo, que todavía producían más hierro en lingotes que Inglaterra, aunque no se
produjo ninguna renovación tecnológica.
(FLORISTÁN, 700 – 702, 703 – 705)
5.1. Los cambios en la organización y en la geografía industrial
5.1.1. Trabajar para mercados distantes
Una de las principales novedades y estímulo para las transformaciones industriales del s.
XVIII fue que la industria europea aumentó el volumen de producción destinado a un cliente
anónimo. Buena parte de la historia industrial anterior había estado presidida por la
proximidad de los mercados y el conocimiento del cliente. Esta proximidad reforzaba el
conocimiento mutuo, artesano – cliente, la dependencia y, en última instancia, fomentaba la
continuidad en los métodos y productos elaborados. Por el contrario, trabajar para mercados
cada vez más distantes provocó una mayor preocupación por la eficiencia de los modos de
producción, la cantidad antes que la calidad, así como una mayor sensibilidad y flexibilidad
para adecuarse a los cambios en la sociedad de consumo.
Si lo que importaba cada vez más era el mercado, la organización de la producción y su
distribución comenzó a ser tan importante o más que la elaboración del producto. Frente al
modelo de artesano y obra maestra fue apareciendo el empresario industrial con escasas
habilidades productivas pero notable capacidad organizativa. El tipo de comerciante que
organiza la producción, se encarga de contratar trabajadores y articula la distribución, que ya
estaba presente en los siglos anteriores, ahora se difundió extraordinariamente. De hecho, fueron
estos comerciantes – industriales los responsables del fuerte aumento de la producción
industrial y de llenar con manufacturas la mayoría de los buques que navegaban. Su ejemplo fue
decisivo para facilitar la transición de algunos maestros gremiales hacia el empresariado
industrial.
Atender estos mercados distantes no sólo provocó cambios en el tipo de empresarios
industriales, también modificó las características de los trabajadores. La cualificación, la
habilidad y la experiencia ya no eran requisitos para ser productor. Como lo que primaba era la
posibilidad de poder producirlos en la mayor cantidad posible, aquellos nuevos empresarios
industriales buscaron mano de obra no cualificada, y la encontraron en la contratación de
campesinos o en los oficiales artesanales y desempleados de las ciudades. No se les podía
calificar de obreros industriales, pero una parte cada vez mayor de su tiempo la dedicaban a
producir manufacturas para mercados y clientes desconocidos.
5.1.2. Superar la pervivencia gremial
La forma de organización básica de la producción industrial siguió siendo hasta finales del s.
XVIII el gremio. La industria corporativa había demostrado su eficacia en los contextos
históricos anteriores, en los que el problema esencial era la falta de abastecimiento de
materias primas y los peligros de la distribución de la producción. Pero en el s. XVIII, como
hemos visto, esto cambió drásticamente, lo que significó que el gremio perdía su principal razón
de ser. Además, para asegurar la eficacia organizativa, el gremio había desarrollado y
acumulado numerosas reglamentaciones y privilegios. El carácter de estos marcos de
producción se hicieron cada vez más restrictivos, pues el principal problema en su evolución fue
la competencia, evitar la intrusión de nuevos productores y nuevos productos. Esto significaba
que, además de comenzar a ser anacrónico, el gremio era menos sensible al cambio.
Irremediablemente entraron en conflicto con la libertad de empresa y de trabajo y, del
mismo modo, les resultó más difícil atender el reto de una demanda de productos
industriales mucho más diversificada, en constante transformación y crecimiento.
Javier Díez Llamazares
14
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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[…] Pero la pregunta es por qué resistió hasta finales del s. XVIII. En primer lugar, el
gremio estaba firmemente instalado en toda Europa […]. El coste de desmontar los
privilegios de estas estructuras era muy elevado y nadie, ni autoridades ni población, confiaba
ciegamente en que el comercio aseguraría las producciones locales. Precisamente este miedo al
vacío era lo que impedía cualquier cambio. Por otro lado, las autoridades locales y el propio
estado eran los primeros que apoyaban la continuidad del gremio. […] [P]ara el estado los
gremios tenían una utilidad: servían como interlocutores entre el gobierno y los trabajadores
para mantener o extender determinadas políticas laborales o de paz social. En el s. XVIII
también podían ser utilizados como agentes fiscales, pues en muchos países europeos los
gremios mantuvieron su capacidad de unidad de recaudación, e incluso llegaron a ser
movilizados como inversores financieros.
El retroceso de los gremios no era, pues una simple cuestión de eficiencia y competencia en
el mercado. Los ataques de escritores y pensadores fueron creando un clima intelectual
contrario, pero los políticos no comenzaron hasta la segunda mitad del siglo a abordar algunas
medidas tendentes a limitar sus privilegios […]. En este contexto de obligada convivencia, la
superación de las limitaciones gremiales vino por la difusión de otros tipos de organización
industrial.
5.1.3. El triunfo de la industria a domicilio
Para atender a las demandas de los mercados, los comerciantes no podían confiar en la
capacidad de producción de uno o varios gremios porque su producción estaba dedicada al
mercado local, limitada por cuotas, y su estructura organizativa impedía un sistema laboral más
dinámico y la incorporación de nuevas técnicas. Ante tal situación, los comerciantes
encontraron un gran potencial laboral en la población agrícola, pero tenían que ser los
comerciantes los que organizaran la producción.
[…] Estos comerciantes solían residir en los puertos y establecían una red de agentes
encargados de distribuir a los productores la materia prima, y a veces también las
herramientas, y pasado un tiempo recoger el trabajo encargado. Las tareas encomendadas
solían ser sencillas y las técnicas, rudimentarias y ampliamente conocidas: en la mayoría
eran productos o fases de la elaboración del producto relacionadas con la demanda textil y el
menaje. Se utilizaba a los campesinos porque no tenían restricciones laborales, eran una
mano de obra barata y, además, disponían de tiempo para realizarlas, debido a los descansos
estacionales en el ciclo laboral de la agricultura.
Las ventajas de este sistema en el contexto de fuerte crecimiento de los mercados fueron
notables. Permitió incrementar el volumen de producción y, por la vía de la oferta, abrir
nuevos mercados en Europa y en los países coloniales […]. A los agricultores – operarios les
permitía un incremento de la renta familiar, en especial cuando era una actividad en la que
podían colaborar todos los miembros de la familia.
Esta forma de organización industrial no pudo extenderse indefinidamente por los
campos, y llegó a tener importantes limitaciones para responder a la demanda en el interior y
exterior de Europa[: problemas en el control de los productores y entrega de la materia
prima; aumento de los costes de producción al incrementarse la logística; un ritmo de la
producción no regular, dado que dependían del ciclo laboral agrícola; o encarecimiento de la
producción por la revalorización y aumento de los salarios en relación con la presión sobre
la mano de obra] […].
Era necesario, pues, aumentar la productividad y reducir los costes. El camino elegido fue la
progresiva mecanización de la producción y la concentración de la mano de obra y de las
fases de producción […].
[…]
5.1.5. La geografía industrial
El crecimiento de la industria a domicilio hizo que la producción industrial del s. XVIII
tuviera un marcado carácter rural. Su tradicional aplicación a las producciones de paños y
tejidos se fue ampliando con la incorporación de nuevas áreas rurales y con su extensión a
otras producciones, como la metalurgia […] y, sobre todo, su extensión a fases de
producción de una amplia variedad de productos (ensamblado de relojes, pulido de espejos,
tintes, etc.). Este cambio esencial en la geografía industria[l] tuvo importantes repercusiones
Javier Díez Llamazares
15
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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porque contribuyó a extender la economía de mercado por toda Europa y estimuló la
integración de mercados.
La geografía industrial del s. XVIII, además, estuvo presidida por un marcado carácter
regional. Antes de hablar de producciones nacionales [(no existían grandes diferencias técnicas
y de organización entre países)], sería más correcto hablar de regiones productoras […]. La
diferencia en los desarrollos nacionales podría explicarse mejor por la desigual capacidad para
integrar estas regiones productoras en un mercado nacional, es decir, para relacionarse con
otras regiones e iniciar procesos de especialización.
5.1.6. El predominio de la construcción y de la industria textil
Desde el punto de vista del empleo, la construcción y la industria textil fueron, de forma
muy destacada, las principales producciones industriales hasta el s. XIX. Aunque seguimos
desconociendo bastante acerca de las características de la construcción, especialmente en el
ámbito civil, todo apunta a un fuerte crecimiento durante el s. XVIII: los monarcas dispusieron
de unas finanzas más saneadas para multiplicar sus construcciones, que representaran su
poder y se adecuaran a las necesidades del incremento de su administración. Al mismo tiempo,
la expansión de la urbanización y el crecimiento demográfico fueron los estímulos
definitivos para la multiplicación de la construcción. En este proceso destacó, porque ha podido
estudiarse mejor, una auténtica fiebre constructora entre las elites sociales, que se lanzaron a
profundas reformas en las viviendas urbanas y a construir segundas residencias en el campo.
Nuestro conocimiento es mayor en el terreno de la otra industria esencial, la textil. La
“nueva pañería” ligera producida en pequeñas ciudades, que había protagonizado un cambio
importante desde finales del s. XVI, entró en decadencia durante el s. XVIII al ser incapaz de
competir con los nuevos productos, como las bayas o los géneros del algodón. El predominio
de la producción lanera se mantuvo prácticamente en todas las regiones europeas hasta 1770; a
partir de entonces, las dificultades de conseguir lana complicaron su evolución [(salvo en
algunos países, como Inglaterra)] […].
La lencería de lino y la elaboración del cáñamo evolucionaron al alza durante todo el siglo,
pero al final también sufrieron la competencia del algodón, incluso con más fuerza que los
paños de lana […]. La industria de la seda continuó siendo un feudo de los países
mediterráneos, debido a las condiciones climáticas y a una poderosa tradición. Los grandes
centros urbanos italianos productores de seda continuaron en decadencia, y los mayores
crecimientos se registraron en las áreas donde parte de la producción fue trasladada a la
industria a domicilio [(p.ej. Piamonte o Valencia)] […].
La mayor novedad en la industria textil del s. XVIII fue la difusión del algodón. Los
europeos ya lo habían utilizado desde el s. XVI, mezclándolo con otras fibras, pero en el s.
XVIII se fabricaron tejidos exclusivamente en algodón. El éxito de su desarrollo fue, en parte,
motivado por la moda: la elevada demanda entre los europeos de las telas indias, llamadas
“indianas” o calicós, un tejido más ligero y con unos diseños mucho más atractivos. Los
europeos copiaron estas telas y difundieron su hilatura, y más tarde incluso su tejido en la
industria a domicilio. La industria de indianas se extendió por toda Europa y protagonizó
importantes crecimientos hasta 1780, momento en el que la competencia inglesa limitó las
condiciones de expansión del resto de los europeos. Los mayores productores fueron Francia[,
que basó su expansión en la numerosa mano de obra empleada,] y Gran Bretaña[, que basó su
expansión en la mecanización] […].
5.1.7. La metalurgia y la minería
Tras la industria de la construcción y textil, la metalurgia de hierro fue la producción más
importante del s. XVIII. A la tradicional demanda de armamento y quincallería, ampliada en
este siglo por la expansión marítima, se sumó ahora la demanda de la construcción, civil y
militar, y la construcción de máquinas y herramientas, especialmente para la agricultura.
Los principales productores de hierro bruto eran Suecia[, gran abastecedor de Gran
Bretaña,] y Rusia[, que superó a la anterior desde 1780] […]. La metalurgia experimentó un
notable crecimiento en Gran Bretaña desde 1720 por la demanda de las flotas mercantes y
marítimas. A esta demanda se sumó una importante metalurgia de cuchillería, quincallería,
alfileres y clavos, destinada a los mercados europeos y plantaciones. La metalurgia experimentó
también una notable expansión en Alemania, donde a la presencia de una mano de obra
Javier Díez Llamazares
16
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habilidosa se unió la abundancia de madera, cursos de agua y minas de hierro y carbón. El
resultado fue una activa pequeña metalurgia rural y el interés estatal por estimular,
especialmente en Silesia, la construcción de altos hornos.
La producción minera de carbón experimentó también un notable crecimiento durante el
siglo. Por toda Europa[, especialmente en Gran Bretaña, Lieja, Hainaut o el valle del Ruhr,] su
expansión estuvo unida a la demanda para la fundición de cañones, hornos de cerámica,
vidrio o ladrillos, manufacturas de jabón, forjas y calefacción urbana […].
26.5. El comercio europeo y los metales preciosos
(RIBOT, 467 – 468, 488 – 494, 470 – 471, 471 – 472, 468 – 470)
[INTRODUCCIÓN: LA ECONOMÍA DEL S. XVIII. CARACTERÍSTICAS Y
PERIODIZACIÓN]
En el ámbito de la economía el s. XVIII marcará una frontera. En sus inicios se está aún en
plena época mercantilista; al final, la Revolución Industrial ya se ha esbozado y se camina en
casi todas partes hacia un sistema capitalista pleno. La vida económica cambió en la medida
en que lo hicieron los demás aspectos, especialmente los de mentalidad, sociales y políticos.
La consecuencia es que se alcanzarán niveles productivos y relaciones de mercado desconocidos
hasta entonces, y que en algunos casos serán irreversibles.
Pero esta época, como todas, exige una periodización, porque las circunstancias no fueron
siempre las mismas. Desde 1670 – 1680 se nota la recuperación de la crisis anterior. En
muchos aspectos se está ya dentro de un nuevo ambiente económico en el que se trata de hacer
las cosas de manera diferente para evitar las malas consecuencias de los modos anteriores. La
recuperación, sin embargo, se complicará por las consecuencias de los conflictos bélicos de la
Liga de Augsburgo y de la Sucesión de España, de manera que hasta aproximadamente 1720
el ambiente no está calmado. En esta década comienza el período de expansión suave, que
será la base del crecimiento posterior. Es la época más benigna y efectiva, que dura, según los
casos, hasta 1770 – 1780. A partir de estos últimos años la vida se complica. En parte, los
métodos tradicionales hacen un último esfuerzo por sobrevivir y provocan tensiones que
desembocarán en revoluciones, no sólo políticas, sino también económicas; pero además, las
fuerzas renovadoras provocarán asimismo una auténtica transformación en la vida económica.
Dos conflictos bélicos serán los catalizadores de la situación. La Guerra de los Siete Años,
terminada en 1763, traerá poco más tarde importantes consecuencias para los estados, que
tuvieron que recuperarse del esfuerzo realizado. Al final del período, los conflictos
revolucionarios que se desatan desde 1793, marcarán una nueva línea fronteriza entre las
potencias vencedoras, que pasarán a dominar económicamente, y las que definitivamente pasan
a un segundo plano.
[…]
[EL COMERCIO EUROPEO EN EL S. XVIII]
4. Los servicios mercantiles y financieros
Al aumento de producción que hemos visto, corresponde un crecimiento en los servicios.
Los intermediarios, bien sean de mercancías o de dinero, se multiplicaron, habida cuenta del
crecimiento del mercado (más población, más poder adquisitivo, más necesidades) y de su
complejidad.
A. El comercio interno
Decía Macpherson en 1760, refiriéndose a Inglaterra, que el comercio interno era mucho más
importante que el exterior y que el pueblo inglés era el mayor consumidor de sus productos.
Posteriormente los historiadores han confirmado esta apreciación y resaltan el aumento del
consumo y de las rentas que generó el mercado interno. Hacia 1770, el comercio interior inglés
había crecido mucho más que el exterior gracias al aumento del poder adquisitivo global a
través de una clase media que era capaz de moverse, comprar y gastar cada vez más. En otros
países la realidad era algo distinta, no tan evolucionada; en todo caso, siempre el comercio
interno era fundamental para la economía.
Javier Díez Llamazares
17
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En los ámbitos rurales subsistían las tradicionales ferias y mercados (semanales, mensuales
o anuales). Según su importancia abarcaban ámbitos más o menos extensos, pero siempre, sobre
todo en las ferias, se podían encontrar productos bastante lejanos. Al mismo tiempo en las
ciudades se fue extendiendo la tienda, en principio dominada por los mercaderes agremiados,
que sólo vendían los productos de su corporación; más tarde, una tienda libre, con una
especialización menor. A veces existían también lonjas especializadas, controladas por los
poderes municipales.
El comercio interno que llegaba a todas partes dependía de una larga lista de tipos de
comerciantes y mercaderes. Según su actividad recibían nombres variados, que también
suponían una gradación social. De los grandes comerciantes, en relación con los mercados
internacionales, se pasaba a los comerciantes agremiados al por mayor, luego a los de vara y
detall, y de ahí a los ambulantes y los buhoneros (pedlars, colporteurs).
Los niveles del comercio interior dependían de la capacidad de atracción del núcleo de
población. Los polos fundamentales eran las grandes ciudades, que tenían amplias relaciones
comerciales con muchas regiones y con el exterior. En poblaciones más pequeñas se reducía la
demanda exterior y se limitaba el área de influencia. Las importaciones y exportaciones
producían flujos continuos internos entre los puertos y los lugares de consumo o producción. La
ampliación de las relaciones favoreció en casi todos los países la especialización de los
mercados, y se fueron fijando los itinerarios de las mercancías. Las zonas que queden
aisladas tenderán a la autarquía y pronto a la despoblación por emigración.
Todo esto no quiere decir que los mercados estuvieran muy integrados. En el s. XVIII
perviven numerosas barreras aduaneras internas, de diferentes circunscripciones
municipales y señoriales, o entre regiones. Además, las vías de comunicación seguían siendo
insuficientes, a pesar de los avances realizados. La consecuencia eran importantes diferencias
de precios y dificultades para conseguir productos. El país que ofrecía el mercado interno
libre más amplio era Inglaterra.
B. El mercado exterior
No obstante, los grandes beneficios y los productos exóticos solían llegar de otros países, o
de otros continentes. En el s. XVIII hubo una notable ampliación en este sentido. Con respecto
al siglo pasado, variaron los protagonistas y la importancia de los mismos, como consecuencia
tanto de los conflictos navales, como de la crisis económica. La política internacional
condicionará los tráficos por la necesidad de seguridad en la navegación, la importancia de la
lucha por los mercados y las condiciones legales definidas en los tratados internacionales.
B.1. La posición de los principales países comerciantes
Gran Bretaña se convertiría en la primera potencia mercantil. Sistemáticamente fue
ganando mercados a otros países desde finales del s. XVII: derrota de Holanda, navío de
permiso en Hispanoamérica, derrota de Francia en la India. También incrementó los lazos con
sus colonias y consiguió que apenas le afectara comercialmente la independencia de los
Estados Unidos. Puntal de su comercio fue la Compañía de las Indias Orientales, que
operaba con gran libertad en Extremo Oriente.
A pesar del crecimiento del comercio colonial, el europeo seguía siendo más importante
para Gran Bretaña. Hacia 1780, más del 40 % de las importaciones venían de Europa y allí se
destinaba más del 60 % de las exportaciones. En 1798 las cifras eran 29 % y 21 %
respectivamente. Buena parte del comercio intereuropeo estaba formado, sin embargo, por las
reexportaciones. El rápido crecimiento de los mercados coloniales permitió a Gran Bretaña
importar cada vez más cantidades de productos europeos, en términos absolutos, y pagarlos
con las reexportaciones coloniales.
Las estadísticas muestran un importante aumento en volumen del comercio exterior
británico, sobre todo a partir de 1760 – 1780, con un 2,6 % de crecimiento anual. Entre 1700 y
1800, las importaciones crecieron en un 523 %, las exportaciones en un 568 % y las
reexportaciones en un 906 %. Como la población sólo creció en un 257 %, se manifiesta la
importancia del comercio exterior en el crecimiento económico británico. Buena parte de este
incremento se centra en los servicios de navegación, fletes, seguros, etc., y en el aumento del
tonelaje, que fue de un 326 %.
Javier Díez Llamazares
18
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
Francia, el segundo país mercantil del siglo, entró en él con mal piel por los fracasos
iniciales de la política de Luis XIV. Sin embargo, mostrará una gran capacidad de recuperación
desde 1720 – 1730. Los años de mayor crecimiento fueron los inmediatamente anteriores a la
Guerra de los Siete Años y continuaron después, a pesar de la derrota, por el incremento del
tráfico con las Antillas. Por la debilidad de la moneda francesa, desde 1770 sus exportaciones
valían relativamente menos y sus importaciones más; aun así, el volumen del comercio francés
creció y en vísperas de la revolución era similar al británico.
También para Francia el comercio europeo era más importante que el colonial: en 1776
las importaciones de Europa valían 197 millones de libras tornesas y las de las colonias 172
millones. En cuanto a las exportaciones, los valores eran 266 y 61 millones, respectivamente. La
diferencia entre importaciones y exportaciones indica que también las reexportaciones
coloniales eran muy importantes para Francia. Se puede calcular que el total del comercio
francés aumentó en valor un 300 %. El volumen total de la marina mercante pasó de 240.000
toneladas en 1686 a 730.000 toneladas un siglo más tarde.
Holanda perdió en el s. XVIII la preponderancia que había tenido antes como
intermediario mercantil europeo. Desde su derrota ante Inglaterra en el último tercio del s.
XVII, pasó por momentos de recuperación y de nueva decadencia. La depresión agrícola de
1720 – 1750 y la agresividad comercial de franceses e ingleses, retrasó aún más su
recuperación mercantil, que, no obstante, se produjo, gracias, sobre todo, a conservar la venta
en Europa del azúcar de sus colonias antillanas. En todo caso, hay una supeditación a Gran
Bretaña que se nota en la balanza comercial bilateral, que era contraria a Holanda en 100.000
libras a comienzos de siglo y en más de 800.000 al final.
El comercio de Portugal pasó también a un lugar secundario. El Tratado de Methuen con
Gran Bretaña mediatizó totalmente las relaciones con sus territorios en la India y con Brasil. Las
exportaciones británicas a Portugal se duplicaron entre 1703 y 1730, para decaer algo desde
1760; sin embargo, apenas se movieron los índices de las importaciones de productos
portugueses.
España mantuvo un alto nivel de actividad hasta 1807. Lo realmente importante era el
comercio americano, que se mantuvo bastante bien a pesar de los beneficios mercantiles
concedidos desde finales del s. XVII a Portugal, Francia y Gran Bretaña, y del tráfico directo
entre las colonias y otros países europeos. Desde el segundo tercio del siglo se da una
ofensiva al contrabando internacional y se produce una importante recuperación política y
mercantil. El comercio creció bastante entre 1748 y 1778 (23.831 toneladas de media anual,
frente a unas 9.000 anteriores).
Antes de esos años hubo bastantes modificaciones de detalle en el sistema comercial con
objeto de suavizar el monopolio del puerto de Cádiz. Pero el cambio importante se produjo en
1778 cuando se decretó el comercio libre, por el que se habilitaron diversos puertos en España
y en América para la navegación de buques sueltos, y se mejoraron las condiciones legales. El
nuevo sistema produjo un incremento notable, sobre todo entre 1783 y 1796, años de menor
incidencia de la guerra. En esos años las exportaciones aumentaron en un 400 % en relación
con el nivel de 1778 y las importaciones en un 1.543 %. Estas cifras recuerdan también la
importancia de las reexportaciones, pero que en este caso no beneficiaron a España, ya que
buena parte de sus casas mercantiles eran extranjeras o filiales. En el s. XVIII no llegó a
romperse la larga tradición del comerciante español como comisionista del extranjero. Por esta
vía España queda al margen de los principales beneficios que en este siglo produjo el alza en la
llegada de metales preciosos americanos.
Para el resto de los países europeos el tráfico también creció, aunque en proporciones más
modestas. Es significativo el aumento del tráfico por el Sund, que se dobló entre 1725 y 1780,
lo que evidencia el auge comercial de las potencias nórdicas y de Rusia, que triplicó su
tráfico entre 1720 y 1788.
El período de las guerras revolucionarias, desde 1793, dará una gran oportunidad a los
países neutrales del norte y este de Europa y a los Estados Unidos. El punto álgido de este
proceso se dio en 1797, cuando España permitió el libre acceso de los neutrales a su comercio
colonial, perdiendo de hecho su monopolio. Los más beneficiados en el conflicto fueron los
Estados Unidos, que se convirtieron en intermediarios entre los países contendientes y sus
Javier Díez Llamazares
19
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
colonias americanas, y multiplicaron su actividad. En 1802 – 1812, las exportaciones a Gran
Bretaña eran casi el doble que en 1793, a España el triple y a Portugal el cuádruple. Esta
actividad supuso el afianzamiento del sistema financiero norteamericano, dio un notable
impulso a su agricultura, cuyos productos formaban la base de su comercio, y permitió la
estabilidad política del nuevo país.
B.2. Las principales áreas de comercio
De lo dicho se deduce que la principal área de comercio era Europa. El mercantilismo
reinante llevaba a los países a intentar exportar sus productos manufacturados y en todo
caso, alimentos que potenciasen su agricultura, y a tratar de abastecerse de materias
primas. Se intentaba, por otra parte, impedir la compra de manufacturas. En este esquema se
producen variaciones, en parte por los deseos de cada país (por ejemplo, a España siempre la
interesó exportar su lana como materia prima, no así la seda cruda), y en parte por las
posibilidades reales de aplicar la política deseable.
En general se mantienen las estructuras comerciales anteriores: el norte y Báltico abastecían
de pescado, madera, cereales, lino y cáñamo, hierro, pieles y alquitrán. El Mediterráneo
ofrecía sus vinos, aceites, cereales, frutos secos, además de lana, seda y pescados. En los
países de latitud media es donde más se desarrolló la industria, cuyos géneros se exportaron
en cantidad creciente. Dentro de los circuitos europeos entraron, claro está, los géneros
coloniales. Gran Bretaña era la que tenía más potencial al dominar más rutas, y España la más
defraudada, ya que no controlaba los entresijos financieros de su amplio mercado colonial.
Fuera de Europa el área más importante era América, donde cabe distinguir varias zonas.
En el norte, las Trece Colonias comerciaban sólo con Gran Bretaña hasta su independencia,
aunque solían hacerlo por intermedio de las colonias antillanas, donde se encontraban con los
comerciantes ingleses. Así se producía una especialización geográfica dentro del Imperio
Británico. Las Trece Colonias vendían, sobre todo, productos alimenticios agrícolas y
ganaderos (harina, arroz, carne y pescado), madera, tabaco, hierro y algodón. Las Antillas
ofrecían, además de ron, los géneros de plantación (café, cacao, azúcar y tabaco), cuya
producción varió en intensidad según épocas e islas. Los británicos llevaban a estas colonias sus
manufacturas y los esclavos comprados en África, lamentablemente un tráfico beneficioso y
en aumento en este siglo.
Las Antillas eran también la base del negocio colonial de Francia y de Holanda. El esquema
era el mismo, como eran idénticos los productos y oportunidades. La principal [A]ntilla
francesa, Santo Domingo, se especializaba en azúcar, café, ron e índigo.
La tercera área americana era la ibérica. Gran Bretaña se benefició del comercio con
Brasil, de su producción de metales preciosos y de azúcar, cuya importancia descendería en
favor de la antillana. La producción de las colonias españolas fue abundante y variada. Los
productos eran los coloniales alimenticios ya mencionados, numerosos productos tintóreos,
perlas, cuero, tabaco y, por supuesto, los metales preciosos. En el s. XVIII habrá una dura
pugna entre España y Gran Bretaña por el control de este mercado. Gran Bretaña respetó
generalmente la legalidad impuesta por España mientras mantuvo los privilegios ganados en
Utrecht. Luego sería distinto. Honduras, las Malvinas y sobre todo, La Habana, son nombres
que evocan esta pugna que era política y mercantil al tiempo. A todo esto hay que añadir la
importancia de los bancos pesqueros, sobre todo en Groenlandia, que también produjo
numerosos contenciosos entre países.
La importancia de América en este siglo es fundamental para las metrópolis
occidentales que centraron allí su comercio colonial. Desde luego, la vida en estos países
habría sido muy diferente sin el desarrollo de las costumbres ligadas al consumo de café,
chocolate, azúcar o tabaco; sin los tintes para sus industrias, sin el desarrollo impuesto por las
necesidades de la navegación y desde luego, sin los metales preciosos, o sin la fortuna de los
comerciantes ligados al mercado americano.
Ni siquiera en Gran Bretaña, que disfrutaba del ámbito mercantil más amplio, el comercio
asiático llegó a acercarse al americano. En conjunto, el comercio británico en toda el área
americana a fin de siglo, doblaba prácticamente el asiático en importaciones y lo triplicaba
en exportaciones. Los numerosos y caros productos asiáticos, canalizados en su mayoría por
la hegemónica East India Company (té, café, seda en rama, hilo de algodón, calicoes indios,
Javier Díez Llamazares
20
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
perlas y especias), sólo se pagaban con dinero. De esta manera el metal precioso americano
pagaba no sólo las manufacturas que Europa vendía en América –apenas compensadas por el
valor de los géneros coloniales—, sino los productos más valiosos que compraba en Asia.
B.3. Comercio exterior y crecimiento económico
El papel que el comercio exterior jugó en el crecimiento económico europeo y en concreto
en la Revolución Industrial británica, fue enorme. En primer lugar fue fundamental para el
desarrollo de la industria en cuanto que ofreció salida a un porcentaje importante de sus
productos. La orientación exterior de algunas industrias influyó en su localización, como lo
acredita el desarrollo en torno a algunos puertos como Bristol o Nantes. El comercio exterior fue
fundamental proveedor de materias primas, como algodón y tintes, y favoreció el
desarrollo de industrias de transformación de productos coloniales (azúcar, tabaco,
chocolate). En muchos países el comercio exterior fue también motor de la expansión agraria
con vistas a la exportación de sus productos, tanto en Europa como en América.
Desde el punto de vista financiero el comercio exterior contribuyó a la capitalización por
lo importante de sus beneficios, que luego pudieron invertirse en otras actividades. La
abundancia de metales preciosos y el crecimiento de las formas comerciales incidieron
directamente en el desarrollo de las técnicas de los negocios y del crédito. En cuanto a la
transformación social, el comercio exterior elevó el nivel de empleo y de renta, favoreció, por
lo tanto, el crecimiento de la demanda, y produjo nuevos tipos sociales, con posibilidades de
enriquecimiento. Igualmente, el comercio impulsó las técnicas de navegación y la
infraestructura portuaria, y benefició a los gobiernos a través de los ingresos aduaneros,
que en todas partes estaban entre los más importantes.
[…]
[…]
C. Un mundo más amplio y mejor comunicado
Es también a partir de 1670 – 1680 cuando se reanuda la pasión por los viajes de
descubrimiento que habían cesado en los años anteriores. Entre esos años y 1720 se desarrollan
las grandes expediciones de franceses e ingleses en Norteamérica en busca de los Grandes
Lagos, el Mississippi, la Luisiana y en general, en la marcha hacia el oeste, donde se
encontrarán con las regiones ya exploradas por los españoles. Desde el punto de vista
colonizador estas aventuras tuvieron resultados escasos, pero alimentaron el comercio, sobre
todo de pieles. También en esos años los rusos exploraron la Siberia oriental y llegarían a dar
el salto al continente americano por el otro extremo.
Mientras tanto, progresa la colonización en los lugares ya conocidos, que van
extendiendo su influencia a tierras del interior, o más alejadas, como ocurre con la
expansión de la Nueva España hacia California, o los avances en el interior de Venezuela,
Colombia o Brasil. En Norteamérica los ingleses establecen nuevas colonias –las Carolinas, y
luego Georgia—, y en el sur los españoles desarrollarán la colonización de Argentina.
El Pacífico será también objeto de curiosidad, mezcla de interés científico ilustrado y del
deseo de encontrar nuevos productos y mercados, como es el caso de las expediciones de
Bougainville a Tahití, las Hébridas y Salomon; de La Pérousse, que navega desde Sakhaline a
Australia y sobre todo, de Cook, que en varios viajes descubrió todo un mundo desde el Círculo
Polar hasta Hawai y Nueva Zelanda. Poco a poco el comercio intentará llegar a todos esos
lugares, sobre todo en la medida en que se produzcan establecimientos de colonos europeos.
[…]
El mundo será más amplio también en este siglo gracias a las posibilidades creadas por el
avance tecnológico. En primer lugar cabe señalar un uso muy abundante de la energía
hidráulica, que permite el desarrollo de numerosas máquinas, muy variadas, que van elevando
el nivel técnico y familiarizando a las gentes con su uso. Se aplican en la industria, en los
arsenales, en la minería, en la construcción de puentes y de edificios, etc. Pero pronto se
experimenta con una nueva fuente de energía, el vapor, que ya a comienzos del siglo se usa
para achicar el agua en las minas y en los arsenales. Habrá que esperar al final de la centuria
para que una perfeccionada máquina de vapor de doble efecto, la de Watt, pueda enlazarse
con un émbolo que transforme el movimiento en circular y dé impulso a otras máquinas,
Javier Díez Llamazares
21
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
singularmente las de hilar, que son por supuesto, las que acompañan el nacimiento de la
Revolución Industrial.
[…]
[LOS METALES PRECIOSOS EN EL S. XVIII]
1. Una época diferente: nuevas circunstancias y posibilidades
A. El final de la crisis
Los años peores de la crisis del s. XVII están superados hacia 1670 – 1680 y se notan
tendencias que se van a mantener hasta aproximadamente, la tercera década del s. XVIII. Entre
1685 y 1715, por ejemplo, hay una clara tendencia al mantenimiento de los precios
internacionales, que se opone a la baja anterior y que preludia el nuevo ciclo de alza a largo
plazo. Si lo miramos con más detalle se notan las variaciones; así, los precios de los cereales
muestran las irregularidades propias de las malas cosechas, que continúan como siempre, y los
mercantiles acusan los conflictos bélicos de la época. En cambio, los precios industriales
manifiestan una clara tendencia al alza entre 1685 y 1720. Esta tendencia está en relación con el
aumento de la producción que se da en muchas partes[: aumentos en las lanerías y lencerías de
Amiens o Haarlem, renacimiento textil en España, multiplicación por dos de la producción
hullera inglesa entre 1660 – 1730 o establecimiento de la siderurgia de Liérganes – La Cavada
en España] […]. Es decir, la recuperación ocurre en todas partes. Un aspecto no poco
importante de esta recuperación se produce en el comercio. En el Pacífico ibérico, de Manila a
Acapulco, los índices aduaneros crecen entre 1670 y 1720 un 2.600 %. Baste este indicador
para pensar en crecimientos similares al este de Acapulco y al oeste de Manila, porque ninguno
de esos puertos eran mundos aislados. Pero al mismo tiempo van cambiando las estructuras
mercantiles. En la Europa de las compañías de comercio, estas instituciones, sin dejar de ser
importantes, van dejando paso a las empresas privadas, sin monopolios estatales. En el
mundo ibérico, los tratadistas lanzan terribles críticas al rígido monopolio estatal y empiezan a
formarse compañías privilegiadas: aunque sea tarde, es un síntoma de cambio.
A estas tendencias habría que añadir la recuperación de la población […], que en conjunto
muestra una clara ampliación de la demanda. Pero esta demanda no hubiera podido hacerse
efectiva sin medios de pago.
B. La disponibilidad de metales preciosos
Un hecho fundamental y a veces poco resaltado, es la gran cantidad de metal precioso
disponible en la Europa del s. XVIII, que sin duda permitió la abundancia del dinero necesario
para el crecimiento económico. La tendencia baja de mediados del s. XVII se rompió pronto y
desde 1660 se nota una recuperación en la llegada de metal precioso a Europa […] [.]
[…]
Desde 1661, por lo tanto, las cantidades son muy superiores a las recibidas en los mejores
momentos de finales del s. XVI. Aunque en 1700 la producción de la América española sufrió
un frenazo, el total se vio compensando por el comienzo de la producción aurífera brasileña,
que entre 1721 y 1780 supuso entre un 30 % y un 40 % del total. En las décadas centrales del
siglo se alcanzan máximos históricos, que tras una ligera baja entre 1756 y 1780, serán
superados a partir de 1781 gracias a la aportación renovadora de la plata mejicana.
Durante casi todo el siglo, el oro portugués benefició a Gran Bretaña y el metal español
favoreció la recuperación de su monarquía. Las grandes cantidades de finales del siglo,
además de contribuir a la inflación de ese momento, acabaron beneficiando a las potencias
del norte de Europa, ya que España no pudo controlar los flujos metálicos por su retraso
industrial, mercantil y financiero, a pesar de los avances realizados. Sobre todo desde 1793 –
1795, España mostró su mayor debilidad política internacional precisamente cuando más dinero
disponible había en el mercado.
La abundancia de metales tuvo un efecto notable en la situación monetaria, que fue muy
estable. Entre 1680, en que se realiza la reforma más temprana en España –poniendo fin a las
manipulaciones monetarias del siglo anterior— y 1726, cuando se realiza en Francia, todos los
países alcanzan la estabilidad basada generalmente en el bimetalismo que impone la realidad.
En cualquier caso, Gran Bretaña camina hacia el patrón oro –fruto del dominio que tiene sobre
el oro brasileño—, que se impone en 1774. La estabilidad durará hasta la década de 1780, en
Javier Díez Llamazares
22
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
que algunos países sufrirán una grave inflación unida a una tendencia al aumento de los gastos
estatales y de los impuestos.
[…]
(FLORISTÁN, 687 – 696)
2. La locomotora del crecimiento: el comercio
2.1. La atracción del comercio
El sector de la economía que detenta el calificativo de “revolucionario” es el industrial, por
las repercusiones que tuvo en la economía y sociedad contemporánea. Pero la actividad que más
estimuló el crecimiento económico del s. XVIII fue la comercial con diferencia, el comercio fue
el sector más dinámico de la economía del Setecientos […]. Las razones de este mayor
dinamismo hay que buscarlas en el propio crecimiento del comercio, que permitió que tanto a
particulares como a gobiernos resultara cada vez más atractivo intervenir y participar en esta
actividad.
Durante el s. XVIII los europeos se emplearon en el comercio en mayor proporción que
nunca anteriormente. Las posibilidades de ejercer como comerciante aumentaron conforme
se multiplicaban las oportunidades económicas y disminuían las restricciones sociales y
mentales hacia el ejercicio de esta actividad. Ser comerciante se puso de moda. Cuando
cualquier comerciante europeo triunfaba y exhibía su éxito estimulaba la emulación y nuevas
incorporaciones: estaba, en definitiva, mejorando la consideración del resto de la sociedad hacia
esta profesión. Las imágenes peyorativas de los escritos de las primeras etapas de la Edad
Moderna hacia los comerciantes comenzaron a desaparecer definitivamente. Este proceso de
atracción se aceleró durante el s. XVIII a medida que la sociedad ofreció cada vez más
“bienes posicionales”, bienes que se podían comprar y que servían para hacer valer una
posición social: desde un puesto en la política, hasta la educación para los hijos, la compra de
palcos en teatros o la admisión en clubes selectos. Un título nobiliario siguió siendo la máxima
aspiración de cualquier triunfador en las sociedades del s. XVIII, pero ya no era el principal y
casi único medio de mostrar el ascenso social.
El atractivo de la profesión a los particulares descansó también en el aumento de las
seguridades de esta actividad. Aunque siguió existiendo la especulación comercial, cada vez
resultó más difícil conseguir los extraordinarios beneficios en las operaciones comerciales
que habían caracterizado al comercio durante la alta Edad Moderna. El notable aumento de las
relaciones comerciales entre mercados, incluso en los ultramarinos, facilitó una mayor
información e integración, y con ello se redujeron los márgenes para la especulación, pero
también se permitió una mayor regularización y estabilidad de esta actividad. Precisamente
una mejora en la información sobre los mercados y la regularidad comercial fueron las claves
del crecimiento comercial del s. XVIII. Más actividad comercial demandó más servicios
comerciales y financieros, además de mejores barcos, instalaciones portuarias y medios de
almacenaje y distribución; y con ellos aumentaron [las] transacciones y, en definitiva, las
oportunidades comerciales. Resulta significativo que en todos los países europeos disminuyeran
los márgenes de beneficio en las operaciones comerciales del s. XVIII al tiempo que aumentaba
el número de comerciantes.
El propio funcionamiento de la actividad comercial aseguraba y estimulaba un constante
reclutamiento de comerciantes. Cualquier comerciante necesitaba de otros comerciantes para
ofrecer servicios a los mercados. Había que poner en contacto mercados próximos o lejanos y
eso sólo se podía hacer recurriendo a personas que tuvieran contactos precisos. Cada
comerciante disponía de una red de comerciantes a los que acudía para satisfacer la demanda
de un cliente. Estas redes crecían y se expandían con el propio comerciante. La logística de
corresponsales era algo de extraordinario valor para cualquier comerciante y a ellas destinaba
a sus familiares, parientes o correligionarios. El crecimiento de un comerciante, pues,
demandaba la incorporación de más comerciantes. Este proceso acumulativo resultó esencial
para dotar a toda Europa de redes cada vez más tupidas por las que circularon los servicios
comerciales y financieros, y también un estímulo añadido a la incorporación de nuevos
comerciantes.
Javier Díez Llamazares
23
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
Por último, durante el s. XVIII el atractivo del comercio también aumentó para las
autoridades gubernamentales. La política económica de la mayoría de gobiernos del
Setecientos era, fundamentalmente, la política comercial. Las ideas mercantilistas sobre la
prioridad de una balanza comercial favorable potenciaron la instrumentación fiscal de las
relaciones comerciales. Se intervenía en los precios o se ejercía política agraria o industrial
mediante el control aduanero del comercio. El comercio ofrecía un inagotable potencial de
recaudación fiscal que el gobierno estaba obligado a fomentar. La conquista y defensa de
mercados se convirtió en una cuestión esencialmente política y el estado se convirtió en el
mayor aliado de los comerciantes. Las guerras comenzaron a ser más económicas que
dinásticas, y en cualquier caso, siempre se buscó compensar con mejoras comerciales un
esfuerzo bélico.
2.2. El comercio europeo
[…]
2.2.1. El comercio terrestre: mayor seguridad y disminución de barreras institucionales
El comercio entre europeos había estado presidido desde la Baja Edad Media por la lentitud,
la inseguridad y las barreras institucionales. Estos obstáculos comenzaron a ser removidos
con fuerza durante el s. XVIII. El pleno control del monopolio de la violencia por parte de los
estados permitió a los gobiernos aumentar considerablemente el grado de seguridad de las vías
terrestres […], y este aumento de la seguridad estimuló la regularidad e intensidad del tráfico.
Mayor trascendencia tuvo el debilitamiento de los obstáculos institucionales al
transporte. A comienzo[s] del s. XVIII todos los transportes interiores europeos tenían que
enfrentarse a innumerables barreras, como aduanas y peajes en carreteras, puentes, canales o
pasos de montaña. Eliminar estos obstáculos no era sencillo. Por un lado, habían sido creados a
partir de una serie de antiguas concesiones legales de los reyes a cambio de servicios de
particulares, o como compensación a diversos colectivos o pueblos por el mantenimiento de
algún tramo del camino. Por otro, la recaudación obtenida en estos peajes resultaba vital para las
finanzas de las personas, grupos o pueblos favorecidos. Suprimir estas barreras, además de
ilegal, podía acarrear la ruina económica de los beneficiados y por ello resultaba complicado
remover estos obstáculos.
No obstante, para el estado era importante trasladar estos peajes interiores a las fronteras
exteriores del país. Para solventar el problema, los estados europeos tenían que asumir con sus
finanzas públicas el coste de estos mantenimientos privados o comprar y compensar a los
poseedores de estos privilegios con nuevos derechos, como la autorización para crear algún
impuesto de recaudación local. Fue un proceso necesariamente lento, y no siempre en la misma
dirección[: desde la simple supresión o eliminación llevada a cabo por Francia o por los
Habsburgo en sus territorios; a la confianza en la iniciativa privada para la construcción y
gestión de las vías de comunicación por parte de estados como Gran Bretaña (mediante
contratos con condiciones y plazos de uso realizados con sociedades anónimas o turnpike
trusts, que reunían capitales y se encargaban del mantenimiento a cambio de la concesión de
nuevos peajes] […]. Mientras en el continente la supresión de las barreras institucionales
dependió de la voluntad política y de la capacidad de sus finanzas públicas, en Gran Bretaña se
convirtió en una fuente de oportunidades económicas y acumulación de capital.
El modelo de actuación se repitió en la construcción de canales. Las comunicaciones
fluviales experimentaron un verdadero auge durante el s. XVIII. A la tradicional superioridad
del transporte fluvial en los Países Bajos se sumó, ahora, Gran Bretaña. La necesidad de
desplazar importantes volúmenes de productos facilitó que algunos notables y, sobre todo,
compañías por acciones, construyeran una auténtica red de canales en Gran Bretaña, lo que
produjo una extraordinaria caída del precio del transporte en este país. En el continente hubo
también numerosas iniciativas, casi siempre financiadas con fondos públicos [(p.ej. los
canales construidos en Prusia por Federico II el Grande entre el Elba y el Oder o el canal del
Languedoc en Francia)] […].
2.2.2. La superioridad relativa del comercio marítimo
A pesar de la importancia cuantitativa del comercio terrestre, fue en el comercio marítimo
donde se produjeron las mayores transformaciones. El dominio holandés de los mares europeos
durante el s. XVII había mostrado que era posible la especialización en los transportes
Javier Díez Llamazares
24
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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marítimos. Este ejemplo comenzó a generalizarse en el resto de las marinas europeas a partir
de la segunda mitad del s. XVII, cuando los estados europeos comenzaron a construir flotas de
guerra permanentes. Los buques mercantes podían ahora disminuir el espacio destinado a
armamento y con ello aumentar la carga y disminuir los costes de transporte. A diferencia de los
siglos anteriores, los navíos pudieron navegar con fletes cada vez más reducidos. Navegar
durante el s. XVIII, además, tuvo menos riesgos que en las épocas anteriores debido a que el
aumento del tráfico y el marco de seguridad institucional facilitó la proliferación de compañías
especializadas en seguros marítimos[, cuyos precios disminuyeron] […].
Las incertidumbres y riesgos que habían caracterizado la navegación desde la Edad Media se
redujeron considerablemente durante el s. XVIII debido también a una mayor estandarización
en la construcción de buques. Los astilleros y arsenales proliferaron en número y tamaño
[…]. La competencia en ultramar de los estados europeos fue un estímulo constante para
intentar mejorar los sistemas de construcción naval[, mediante el fomento de la construcción
naval militar y la realización de un auténtico espionaje industrial] […]. A las técnicas de
construcción se sumó una importante mejora en el conocimiento geográfico de las rutas y
elaboración de cartas marítimas.
El aumento del tráfico comercial y de calado de los buques tuvo repercusiones en las
instalaciones portuarias que redujeron su número en Europa […] [, lo que] tuvo el aspecto
positivo de concentrar a comerciantes, capitales e ideas, [repercutiendo, beneficiosamente, en la
expansión del comercio marítimo] […].
2.2.3. El área mediterránea: crecimiento a pesar del “giro atlántico”
Durante el s. XVIII culminó el proceso de desplazamiento del centro del tráfico marítimo
desde el área mediterránea al Atlántico. Este “giro atlántico” del transporte marítimo europeo
se inició en el s. XVI y fue producido por la expansión ultramarina y el ascenso de las
economías septentrionales. Las marinas mediterráneas se mostraron incapaces de impedir la
entrada durante el s. XVII a buques de la Europa Atlántica, primero holandeses y después
ingleses. Desde mediados del s. XVII, las marinas septentrionales habían conseguido
apoderarse de una parte importante del comercio de cabotaje entre las costas
mediterráneas, al encontrar en el cabotaje una manera de conseguir fletes de retorno y reducir
los costes del transporte.
A pesar de este proceso, el área mediterránea y sus marinas consiguieron durante el s. XVIII
un notable crecimiento, incluso recuperar posiciones perdidas. Las razones hay que
encontrarlas en el propio crecimiento de los países ribereños [(con la incorporación de los
austríacos a través del puerto de Trieste)] y en el reactivación del comercio con el Imperio
Otomano [(del que se beneficiaron, principalmente, Francia y Venecia)] […].
[…]
2.2.4. El Báltico: ahora más imprescindible que nunca
Desde la Baja Edad Media se había desarrollado un circuito de intercambios entre el
Mediterráneo y el Báltico, basado principalmente en la exportación de cereales y pescado
hacia la Europa occidental. Este comercio había sido controlado por los holandeses que
hicieron valer su posición central. Aunque el volumen del comercio de cereales procedentes
del Báltico comenzó a disminuir en el s. XVIII, el interés de los europeos por esta área
comercial aumentó aún más.
Algunos de los productos tradicionalmente adquiridos en el Báltico, como el hierro, la
madera, el lino o el cáñamo, ahora se convirtieron en mercancías estratégicas para la
expansión marítima de Europa. Todas las marinas mercantes y de guerra europeas necesitaban
estos productos en grandes cantidades. Este comercio era tan vital que ya no se podía confiar
exclusivamente en la intermediación de Holanda, de manera que los holandeses sufrieron una
fuerte competencia de comerciantes de toda Europa, principalmente británicos, por
conseguir estos productos directamente en los puertos del Báltico […].
A esta competencia de las marinas europeas occidentales en el área báltica se sumó el
crecimiento económico de varios países de aquella región [(p.ej. Suecia, con sus exportaciones
de hierro, pescado y madera; Rusia, con el gran mercado de San Petersburgo; o Alemania, con
el desarrollo de algunos de sus grandes puertos, como Hamburgo o Koenigsberg)] […].
2.2.5. El gran triunfo del área atlántica
Javier Díez Llamazares
25
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
A pesar del crecimiento del tráfico marítimo en el Mediterráneo y el Báltico durante el s.
XVIII, ambas regiones cumplieron un papel claramente subsidiario del área atlántica. Fueron los
puertos europeos de Ámsterdam, Liverpool, Nantes, Burdeos, Lisboa y Cádiz los
encargados de organizar la mayor parte del tráfico marítimo de los europeos, así como de
proporcionar los instrumentos financieros y medios de pago del conjunto del comercio y de
una parte destacada de la economía europea.
El éxito de estos puertos se basó en su capacidad para captar y organizar la mayor parte
del comercio ultramarino, así como para reexportar estos productos hacia toda Europa. De
hecho, durante la mayor parte del s. XVIII, el tráfico marítimo de la mayoría de estos puertos
estuvo compuesto principalmente por las reexportaciones de productos coloniales, y
secundariamente por el comercio de productos regionales o nacionales. No obstante, la
tendencia fue incrementar la presencia de productos manufacturados y de origen nacional
en sus flujos comerciales.
La evolución de estos puertos durante el s. XVIII tuvo algunas sensibles diferencias[, como
el declive de Ámsterdam, que benefició a sus directos rivales, Londres y Hamburgo] […].
[…]
3. El comercio ultramarino
[…] El comercio ultramarino era el que movía menos cantidad de mercancías pero al
mismo tiempo era el que estimulaba las mayores transformaciones en el sistema económico.
La complejidad de sus operaciones hacía que una parte importante de los avances técnicos del s.
XVIII tuvieran su origen en la necesidad de resolver problemas del comercio ultramarino […].
A diferencia de etapas anteriores, durante el s. XVIII la mayoría de los países europeos se
incorporaron a la carrera por el comercio ultramarino. El método preferido fue el modelo de las
grandes compañías holandesas de las Indias orientales […]. A lo largo del s. XVIII
proliferaron las compañías con privilegios estatales y capital privado y destinadas a explotar
determinadas regiones o productos […]. Una mayor competencia entre los europeos fue el
mayor estímulo para el desarrollo del comercio marítimo y para una mejora continua del marco
de actuación, con evidentes resultados en el principio de leyes internacionales o la disminución
notable de la piratería.
Los resultados de este proceso de competencia y desarrollo pueden resumirse en dos claves:
la intensificación del comercio en el océano Atlántico, estimulada por una auténtica
reconquista económica de América, y el aumento de la función de intermediarios de los
europeos en el comercio mundial, de forma significativa en los mercados asiáticos.
3.1. La reconquista comercial de América
Durante el s. XVIII los europeos aumentaron considerablemente el grado de relación
económica e implantación humana en sus colonias americanas. La ocupación y explotación
europea de sus territorios americanos se había limitado hasta entonces a zonas muy concretas,
principalmente costeras, y a una reducida nómina de producciones, de forma destacada, los
metales preciosos. Estimulados por las ideas mercantilistas, los estados favorecieron la
ocupación y puesta en explotación de sus antiguas y deshabitadas colonias[, con un aumento
de los procesos colonizadores hacia el interior] […]. Con el poblamiento se pudo entrar en
contacto con nuevos ecosistemas, nuevos productos y la posibilidad de mejorar las condiciones
de explotación. Todo lo cual terminó repercutiendo en el volumen y variedad de productos
comercializables […].
Los europeos también introdujeron o extendieron nuevas producciones de forma
consciente y a gran escala, como fueron la producción mediante el sistema de plantaciones de
tabaco, café, algodón o la caña de azúcar. Se trataba de producir en América algunas de las
mercancías que los europeos más demandaban en los mercados asiáticos […]. El sistema de
plantaciones y las “agriculturas viajeras” contribuyeron poderosamente a intensificar el
tráfico marítimo en el Atlántico. Estos cultivos requerían una intensa concentración de mano de
obra esclava, lo que aumentó los niveles de trata desde África […].
El sistema de plantaciones también estimuló el comercio atlántico debido a que produjo
una complementariedad entre las producciones americanas y las europeas. Las plantaciones
se centraban principalmente en el monocultivo y buscaban mantener los niveles de rentabilidad
Javier Díez Llamazares
26
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
mediante la extensión de la tierra cultivada. Esto significó que en la mayoría de las regiones
donde se desarrolló el sistema de plantaciones toda la tierra y recursos disponibles se dedicaron
a aquellos monocultivos. Con este marco de producción los niveles de dependencia exterior
fueron muy importantes[, siendo necesario traer desde Europa u otras regiones americanas
todo lo que estas plantaciones necesitaban para mantener a sus trabajadores (productos
alimenticios, tejidos, bebidas y hasta productos de lujo para los capataces y dueños)] […].
3.2. Intermediación y control de los europeos en el comercio asiático
La competencia entre los europeos llegó a los mercados asiáticos y llevó a un aumento
constante de la presencia europea. Los principales cambios fueron el retroceso de los
portugueses, la concentración de los holandeses en Indonesia y la resolución a favor de los
británicos del enfrentamiento entre ingleses y franceses por el control de la India.
La relación comercial de los europeos en Asia se había centrado tradicionalmente en la
compra de especias y textiles en los mercados asiáticos. Para compensar este comercio, los
europeos tenían pocos productos que resultasen atractivos, y se vieron obligados a recurrir a
exportar metales preciosos y armas. El s. XVIII estuvo presidido por el intento de los
europeos de reducir la desigualdad de este comercio mediante diversos métodos.
Un método fue la intensificación del proceso de acceso directo a los centros de
producción para realizar las compras de productos asiáticos[: bien mediante una calculada
estrategia de apoyos diplomáticos y militares en las eternas luchas de señores y reyes locales,
que dieron como resultado una creciente dependencia respecto a los europeos (p.ej. el caso de la
India); bien mediante un control directo de las zonas de producción y de sus productores (p.ej. el
caso de Java)] […].
Junto al mayor control de los mercados y de la producción, los europeos aprendieron a
obtener beneficio en el propio comercio entre los mercados asiáticos [, desplazando a los
intermediarios árabes en el océano Índico y a los chinos en Indonesia] […].
26.6. Las finanzas
(RIBOT, 494 – 498)
C. El mundo financiero
El aumento de los negocios y de las disponibilidades cambiará el mundo financiero que de
una actividad poco diferenciada, va a convertirse en una auténtica especialización, a la vez que
se difunden los servicios bancarios y la especulación. El mayor ritmo de transformación se
alcanzó en el último tercio del siglo, por el aumento de las necesidades dinerarias.
C.1. Las finanzas
Inicialmente las fortunas financieras estuvieron ligadas a las actividades de los
comerciantes que también compraban tierras, o las arrendaban, y proporcionaban créditos
agrarios con hipoteca; después se pasaría a los arrendamientos de rentas municipales y
estatales, a los asientos con el estado y a los préstamos a instituciones públicas. Los seguros,
la especulación y el juego eran formas más azarosas de obtener fortuna. Detrás de todas ellas,
el matrimonio venía a consolidar la situación.
Especialmente en el mundo financiero, el negocio se transmitía de padres a hijos; por otra
parte, era fundamental la confianza en la relación con los colegas de otros lugares. De ahí la
importancia en este ámbito de solidaridades que suelen ser de origen familiar, religioso y
geográfico [(p.ej. las redes familiares de los Hope o los Rothschild)] […]. Todos ellos tenían
miembros de la familia en diferentes ciudades, aunque también hubo importantes financieros
individuales [(p.ej. Necker)] […]. Éstas y otras fortunas tuvieron desigual suerte en cuanto que
algunas consiguieron crecer, pero otras perdieron sus privilegios y quebraron.
La influencia religiosa era variada. La llamada “internacional hugonote” unió calvinistas
franceses con grupos protestantes británicos y holandeses. Otros grupos influyentes fueron los
financieros judíos de Portugal y Holanda y los católicos italianos.
Cuatro ciudades dominaban las operaciones fundamentales: Ámsterdam, Génova,
Francfort y Ginebra. Además, Londres y París eran los principales compradores de capitales.
En Ámsterdam operaban todos los grandes financieros, de diferentes orígenes. Dominaba la
presencia de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, cuyos recursos eran los más
Javier Díez Llamazares
27
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
elevados hacia 1700 (7 millones de florines). Se había especializado la plaza en la exportación
de capital en forma de créditos al comprador, gracias a lo cual atrajo un importante flujo
mercantil. Luego se pasó también a las comisiones. A mediados de siglo tenía un volumen de
crédito de unos 300 millones de florines en letras de cambio extranjeras, que rentaban 6
millones de florines anuales. Al final del siglo se especializaría en préstamos a gobiernos de
otros países.
Génova desarrolló su labor entre la competencia con otras plazas mediterráneas (Marsella,
Livorno) y la presencia en la zona de holandeses e ingleses. Se especializaría en inversiones
inmobiliarias en el exterior, en relación con las fortunas de la aristocracia de la zona. Al final
del siglo se beneficiaría de la llegada de financieros emigrados de Ginebra por las quiebras de
1791 – 1792.
En esta última plaza las finanzas habían comenzado ligadas a una pequeña
industrialización para crecer después con los suministros a los ejércitos de Luis XIV. Su
importancia crecería desde 1750. Incrementó mucho sus relaciones internacionales orientadas a
la inversión en efectos públicos de diversos estados. También Francfort pasó del préstamo al
comercio de la zona a los préstamos estatales internacionales.
Estas plazas se dividieron la clientela. Génova, Ginebra y Francfort dominaban en Italia,
Francia y Alemania; en cambio Ámsterdam tuvo muchas más relaciones con el mercado
colonial británico y holandés y con la deuda pública británica. Después se orientaría también
a otros países como Suecia, Rusia, Francia –en competencia con los ginebrinos— y España.
Con las grandes casas financieras colaboraban otras de importancia nacional que
localizaban las operaciones y diversificaban los riesgos. Pero además, la actividad de los
gobiernos favoreció el desarrollo de financieros ligados a sus asientos, negocios varios y
sobre todo, arrendamiento de rentas, como los fermiers généraux franceses. A través de estas
personas, que tenían notable influencia nacional, los estados movían importantes sumas de
dinero relacionado con los ingresos fiscales y los gastos militares. Por otra parte, los estados
emitían deuda pública, de importancia variada, como los juros, billets o consols, que
involucraban en el mundo financiero a compradores grandes y pequeños. A escala municipal
eran importantes las personas que contrataban los diferentes abastos urbanos.
Los créditos a pequeños comerciantes y agricultores seguían en manos de rentistas,
comerciantes y de algunas instituciones eclesiásticas o municipales, que continuaron con las
formas tradicionales del crédito, de gran importancia para la vida local.
C.2. La banca
Aún en el s. XVIII las funciones fundamentales eran el cambio, el préstamo y el depósito.
Además se desarrollaron algunas funciones nuevas, propias de la complejidad financiera de la
época. La actividad privada bancaria era difícil de distinguir del comercio. En Gran Bretaña
ya se puede hablar de una banca especializada. En 1725 había en Londres 24 entidades, cuyo
número se había doblado en 1786. Los bancos de la City tenían relación con el gran comercio
internacional y con las finanzas públicas. También gestionaban las inversiones de sus clientes.
Una Cámara de Compensación, creada en 1773, controlaba la liquidación de saldos con el
Banco de Inglaterra. Los bancos del West End, en cambio, estaban relacionados con la riqueza
de la aristocracia terrateniente.
Los bancos provinciales aseguraban las operaciones financieras en casi todo el país. En
1793 había unos cuatrocientos, que a veces servían como sucursales de bancos de Londres. Los
billetes y los bonos emitidos por los bancos privados servían también como medios de pago.
El desarrollo de todos estos bancos, con una legislación que garantizaba su seguridad frente al
gobierno, modernizó la función realizada por comerciantes y adinerados, de alcance más
limitado.
La banca pública municipal tuvo su modelo en el Banco de Ámsterdam creado en 1609.
El banco exigía a los comerciantes mantener cuentas abiertas para poder realizar transacciones
elevadas; así podía asegurarse un pasivo que apoyaba el valor del dinero bancario y atraía los
depósitos de los comerciantes más importantes. En el s. XVIII pudo aumentar sus reservas de
metales de 7 a 20 millones de florines, empezó a hacer adelantos y afirmó su crédito. Otros
bancos de origen municipal y funciones similares fueron los de Viena (1703), San Petersburgo
(1760), Berlín (1765) y el de Noruega – Dinamarca (1776).
Javier Díez Llamazares
28
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
Pero la novedad del siglo fue el desarrollo de la banca estatal, ligada a las necesidades
financieras de los gobiernos respectivos. El Banco de Inglaterra (1694) impulsó el crédito y
los préstamos al gobierno en los momentos de mayor necesidad, que eran los de guerra.
También mejoró el mecanismo de pagos, luchó contra la usura y emitió billetes. Se había
organizado como un consorcio de financieros que hicieron un préstamo inicial al gobierno de
1.200.000 libras. Además de conseguir el privilegio de gestionar las finanzas estatales, incluidos
los pagos en el exterior y las transferencias al ejército, trataban de conseguir un beneficio
privado con la emisión de sus billetes de banco y los intereses de los préstamos al gobierno.
Hasta 1742 no gozó del monopolio de emisión y en esta y otras actividades sufrió una dura
competencia con otras entidades que intentaron suplantarlo.
En Francia no se llegó a crear un banco nacional hasta 1800, pero desde 1776 existió una
Caja de Descuento que contó con los auspicios del gobierno. La caja descontaba letras,
emitía billetes y prestaba al gobierno. El exceso de estos préstamos y los impagos pondría[n]
a la caja al borde de la quiebra en 1787. En España los Cinco Gremios Mayores de Madrid
tuvieron funciones bancarias apoyadas por el estado hasta 1782, cuando se creó el Banco de
San Carlos, por un consorcio de financieros. El banco prestó al estado, trató de garantizar la
liquidez y emitió papel moneda, los vales reales, que como más tarde los asignados franceses
fracasaron cuando se debilitó la necesaria reserva monetaria o cuando se aumentó la emisión y
se produjo la depreciación. Otros bancos estatales que siguieron también el modelo inglés
fueron los de Escocia (1727), Prusia (1765) y Moscú (1769).
C.3. La bolsa y la especulación
Desde el s. XVIII se extendió la costumbre de comerciar con títulos de compañías por
acciones, lo mismo que antes se había jugado con otros títulos. La Bolsa de Ámsterdam
cotizaba en 1747 al menos 44 valores de toda Europa, empresas privadas y títulos de estados.
En Inglaterra se organizó en 1711 la Stock Exchange, una compañía de agentes de cambio que
llegó a tener una lista de títulos bastante variada de empresas del país. En París no hubo bolsa
organizada hasta 1724. También las hubo, posteriormente, en Hamburgo, Berlín y Viena.
En este siglo la bolsa generó una importante especulación, favorecida, sobre todo a
comienzos de siglo, por la abundancia de capitales y las expectativas de ganancias rápidas.
La especulación hizo que los títulos alcanzaran valores muy superiores a los beneficios
empresariales que la parte de capital que representaban pudiera producir.
El desorden ocasionó algún incidente serio[, como: el episodio de la South Sea Bubble (en el
que la Compañía de los Mares del Sur, creada en 1711, intentó suplantar al Banco de
Inglaterra), que daría lugar a una legislación (la Bubble Act de 1720) que ordenará la actividad
especulativa; o la creación de la Banque Royale (1718) en Francia por el banquero escocés
John Law, cuyo fracaso producirá un recelo duradero ante la actividad bancaria] […].
[…]
Más tarde la especulación seguiría caminos más ordenados y facilitó la financiación de
actividades costosas entre las cuales cabe destacar la construcción de canales en Inglaterra, que
pudo financiarse gracias a una posibilidad permanente de transferir las acciones. Los seguros y
los viajes de las grandes compañías intercontinentales fueron otros campos de actividad de
los especuladores.
(FLORISTÁN, 696 – 699)
4. La expansión del capitalismo financiero
Íntimamente unido a la expansión del comercio estuvo el desarrollo de las finanzas. Los
instrumentos de pago y el crédito constituyeron las herramientas esenciales del comercio, y su
perfeccionamiento y difusión ofrecieron enormes posibilidades al resto de la economía y la
sociedad para mejorar sus intercambios y relaciones.
4.1. Estabilidad y disponibilidad monetaria
La experiencia de los europeos durante el s. XVII les había mostrado los peligros de la
inestabilidad monetaria. La falta de recursos financieros llevó durante aquella centuria a los
gobiernos europeos a abusar del viejo recurso de modificar el nominal de las monedas. A cada
nueva devaluación de las monedas se sucedían crisis financieras, inflación e inseguridad en las
relaciones económicas. Los peligros de la utilización política de los instrumentos de pago
Javier Díez Llamazares
29
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
fueron cada vez más denunciados, y durante el último tercio del s. XVII los gobiernos
plantearon serias reformas de sus sistemas monetarios. El objetivo fue conseguir dos tipos de
moneda fuertes, una para circulación interior y otra para relaciones internacionales, ambas
con un contenido de metal precioso que no fuera alterado por el gobierno […]. La verdadera
aportación del s. XVIII fue la decisión política de mantener una prolongada estabilidad
monetaria, y de buscar los recursos financieros por otras vías.
A la estabilidad monetaria se sumó una ampliación de la masa monetaria. La confirmación
de una política de equivalencias en metal precioso de las monedas aumentó el interés por
este referente. Los europeos, de nuevo, estuvieron muy interesados en buscar metal precioso y
en ahorrar sus pagos, una política que, además, venía estimulada por el pensamiento
mercantilista. La suerte acompañó a los europeos. En primer lugar por el descubrimiento de
oro en Brasil en la última década del s. XVII […]. Los envíos no se prolongaron por mucho
tiempo y desde 1750 declinó de forma notable este “ciclo de oro”[, que había beneficiado
notablemente a Gran Bretaña merced a sus acuerdos comerciales con Portugal por el tratado de
Methuen] […].
Al aumento de la masa monetaria disponible se sumaron las minas de plata de la América
española. La llegada de metal precioso americano durante el s. XVIII fue muy superior al
registrado durante los siglos anteriores. Las razones de este crecimiento están relacionadas con
la incorporación de la minería mexicana[, pese al declive del espacio peruano desde la
segunda mitad del s. XVII] […]. Su crecimiento [(el de México)] respondió al mayor tamaño
de las compañías mineras debido principalmente a una fuerte relación entre el capital minero y
el capital comercial mexicano. La corona española, además, aumentó los sistemas de control
de la producción y de los envíos a la metrópoli.
Buena parte de esta plata continuó camino hacia Asia, pero, como hemos indicado, los
europeos también consiguieron disminuir la “pérdida” de plata […].
4.2. La multiplicación de los instrumentos de pago y de crédito
Las relaciones económicas no sólo dependían de la masa monetaria y de su estabilidad, había
otros medios de aumentar los instrumentos de pago y de crédito. Estos instrumentos fueron las
letras de cambio y el papel moneda. En realidad ninguno de ellos era estrictamente nuevo
[…].
El principal instrumento mercantil y financiero había sido, desde la Edad Media, la letra de
cambio[: un documento notarial que permitía a los comerciantes vender a crédito en un sitio y
cobrar en otro] […]. La letra de cambio no sufrió grandes transformaciones formales durante la
Edad Moderna.
La novedad del s. XVIII fue su extraordinaria difusión[, estimulada por la multiplicación e
intensificación de las relaciones comerciales] […]. Dejó de ser utilizado exclusivamente por
grandes comerciantes con vínculos internacionales para llegar a ser un instrumento bastante
popular, empleado por amplios grupos sociales [y constituyendo, dentro de cada país, un medio
de pago muy importante] […]. Su notable difusión a lo largo del s. XVIII vino respaldada
por la publicación en todos los países europeos de leyes específicas que garantizaban los
derechos y deberes de todos los que la utilizaban […]. Sus ventajas para el comercio
internacional se mantuvieron desde el momento que los estados no podían intervenir en ellas y
por tanto se convertían en el instrumento ideal para la expansión de las relaciones comerciales
internacionales.
Otra vía para multiplicar los medios de pago fue el papel moneda. Los billetes surgieron con
el desarrollo de la banca y los cambios introducidos en las finanzas públicas. Estrictamente
los billetes eran promesas de pago sobre depósitos que los clientes tenían en los bancos y que
los bancos emitían porque tenían experiencia de que siempre había depósitos que no se
retiraban […]. Los primeros billetes fueron los emitidos a título privado por orfebres ingleses
durante el s. XVII, adelantando lo que luego harían los bancos. La primera emisión de billetes
bancarios en Europa fue en 1661 por el Banco de Suecia, Riksbank (1656)[, debido a que la
escasez de metal precioso y la abundancia de reservas de cobre aconsejó la sustitución de las
pesadas monedas de cobre por billetes] […].
Posteriormente, la creación de nuevos bancos y los problemas de financiación del estado
facilitaron la repetición de estas emisiones[: en 1694 se fundó el Banco de Inglaterra, con
Javier Díez Llamazares
30
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 26
capacidad de emitir papel moneda; y, en 1701, los billets de monnaie fueron introducidos en
Francia como un medio de financiar la guerra más que como un medio de pago] […].
Aunque [la mala experiencia de la Banque Royale de John Law] […] pesó mucho en
Francia, hasta el punto de no volverse a repetir la emisión de papel moneda hasta que fue
inevitable para financiar las guerras revolucionarias, en el resto de países europeos sí se
realizaron emisiones de papel moneda [(p.ej. Suecia en 1741 o España en 1779)] […]. En todos
ellos el motivo principal fue conseguir medios para financiar las deudas del estado, pero por
esta vía conseguían también aportar más instrumentos de pago a las relaciones económicas.
4.3. De Ámsterdam a Londres
Otra novedad importante en el mundo financiero del s. XVIII fue la constitución de
Londres como gran centro financiero mundial. Durante el s. XVII Ámsterdam había
conseguido situarse como la principal plaza financiera. Su desarrollo había estado relacionado
con el crecimiento comercial de Holanda y con la existencia de un gran centro de contratación,
como era la bolsa de Ámsterdam, y un centro de depósito y conversión de monedas, como la
Banca de Ámsterdam […].
El modelo de crecimiento se repitió durante el s. XVIII con Londres[: la intensificación de
las relaciones comerciales y financieras debido a la expansión de la actividad comercial y la
fortaleza militar; el éxito de las compañías por acciones inglesas (joint – stock); o la decisión
del gobierno inglés de generar una deuda pública garantizada por la nación] […].
Una de las claves del crecimiento de Ámsterdam había sido el control de la información
comercial y financiera […]. Pues bien, esta superioridad en la información comenzó a ser
compartida con Londres a medida que se incrementaba su tráfico comercial. Este proceso de
atracción de información y servicios permitió a Londres, hacia 1780, controlar y superar la
posición de Ámsterdam. La invasión de Holanda por la Francia revolucionaria fue el golpe
definitivo […].
(BENNASSAR, 750)
[…]
Este crecimiento de medios monetarios, unido al aumento demográfico, provocan un
cambio de coyuntura: como las necesidades son mayores que la producción, la
demanda de mercancías es más fuerte que la oferta y los precios suben. Hacia 1730
se puede observar la tendencia secular de alza, que se prolonga hasta 1810 […].
[…]
Javier Díez Llamazares
31
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 27
Tema 27: Los comienzos de la revolución industrial inglesa
0.0. Sumario
27.1. Las bases materiales, sociales y políticas
27.2. El papel de los inventos
27.3. La industria textil
27.4. La metalurgia
27.5. Las consecuencias de la industrialización
27.6. Otros modelos europeos de crecimiento industrial
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 750 – 760 (Denis –
Blayau) y 802 – 806 (Denis – Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 705 – 707
(Torres).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 498 – 500 (G.
Enciso).
27.1. Las bases materiales, sociales y políticas
(RIBOT, 498 – 500)
5. Una reflexión sobre la Revolución Industrial
La Revolución Industrial es un proceso completo de crecimiento económico y en este
sentido se identifica con toda la economía del s. XVIII, como ha quedado de manifiesto al hacer
las correspondientes referencias. Es claro que no tiene su origen en el factory system, sino que
éste es su manifestación externa más clara en la medida en que la Revolución Industrial
permitió una nueva organización económica. No es un proceso que tenga una sola causa, sino
muchas, que se entrelazan y superponen cronológicamente. Es un fenómeno de generación de
rentas que permiten satisfacer necesidades crecientes; por lo tanto, se basa en el aumento de
la demanda, en íntima conexión con las posibilidades de aumentar la producción.
La Revolución Industrial se produjo por primera vez en Inglaterra y sus manifestaciones
aparecieron en las dos últimas décadas. Su nombre va unido a la fuerte transformación que se
produjo en las formas industriales, pero éstas dependieron de otros muchos factores
(compradores y comerciantes, empresarios y obreros, agricultura productiva, flujos financieros,
etc.), que tuvieron que desarrollarse mucho antes, para que se pudiera pasar al aumento del
capital fijo, a la mecanización y a la producción en serie que supone el factory system.
Inglaterra tenía algunas ventajas con respecto a los países del continente. Las fundamentales
eran una tradicional mejor definición de los derechos de propiedad en industria y comercio,
que facilitaba las expectativas reales de ganancia; una mentalidad comercial más abierta, ya
que los segundones aristocráticos quedaban fuera de la herencia de la propiedad de la tierra […]
[;] y un mercado interno sin barreras, que pronto se extendió a su imperio colonial, en cuyo
seno los súbditos ingleses operaban con total libertad. Por otra parte, la única gloria posible de
Inglaterra estaba en el comercio marítimo, ya que hasta finales del s. XVII no tuvo
posibilidades, ni interés por influir en la política internacional, de la que además estaba
físicamente alejada. Es decir, todas las fuerzas nacionales se orientaron al desarrollo mercantil
entendido como actividad libre, fuera de monopolios y restricciones.
La diferencia con los países del continente es grande. En estos la estructura social
orientaba los esfuerzos hacia la actividad más rentable, la de propietario rentista, mientras
los gobiernos, acuciados por sus objetivos políticos, crean un marco legal que facilitaba la
inversión en deuda pública. La industria y el comercio no son, por lo tanto, suficientemente
deseados y atendidos, y para muchos sectores son despreciados porque no llevan directamente al
Javier Díez Llamazares
1
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 27
deseado estatus nobiliar, el más rentable y no imposible de conseguir. Todo esto exigiría, por
otra parte, numerosas matizaciones nacionales y aun regionales.
Las características señaladas cuajan en Inglaterra durante el s. XVII y están muy
relacionadas con las dos revoluciones políticas de la época, que no sólo alejaron el
absolutismo político, sino el autoritarismo y la arbitrariedad en muchas instancias sociales y
económicas; al menos en comparación con el continente. En este punto Inglaterra le sacó al
menos un siglo de ventaja a Francia.
Llegado el s. XVIII, y ante un escenario preparado, Inglaterra va a poder sacar más ventajas
que otros a las condiciones favorables del momento, y por lo tanto alcanzará techos más altos.
En una primera fase se da un importante desarrollo productivo en agricultura e industria
tradicional y en los servicios comerciales y financieros; después vendrá la definitiva fase de
mecanización y transformación de las estructuras productivas. Los procesos están tan
sumamente enlazados que llegaron a necesitarse unos a otros, de manera que no sólo se
complementan, sino que se refuerzan e impulsan mutuamente. Es lo que se ha llamado el
“despliegue hacia el crecimiento autosostenido” (es decir, que el sistema se autoalimenta),
que Rostow fijó en 1804, aunque otros autores consideran prematura la fecha.
Quienes niegan que hubiera una “revolución” tienen razón al resaltar que se necesitaron
cambios muy importantes a lo largo de mucho tiempo; no obstante, es claro que en el último
tercio del s. XVIII se produjo una fuerte aceleración del proceso. El modelo inglés, por otra
parte, no tiene por qué ser el único a seguir por otros países, pero sí es un elemento fundamental
de contraste para ver las posibilidades de crecimiento que, al menos en el s. XVIII, había en
otros lugares.
(FLORISTÁN, 705 – 706)
5.2. La Revolución Industrial en Inglaterra
El s. XVIII aportó una de las mayores innovaciones en el progreso económico de la
Humanidad: la Revolución Industrial. Desde mediados del s. XVIII hasta aproximadamente la
mitad de la centuria siguiente se produjo una rápida transición hacia la mecanización
industrial. Este cambio en la capacidad productiva fue muy importante porque terminó
afectando al conjunto de la economía y de la sociedad, y de hecho iniciaron el tránsito al
mundo contemporáneo.
La cuestión que más ha preocupado a los historiadores en este fenómeno es explicar cómo se
pudo producir esta Revolución Industrial y por qué en Gran Bretaña. Los numerosos estudios
disponibles no han dado una respuesta única, pero han ido eliminando algunos puntos
esenciales. Empezando por el nombre, el término “Revolución Industrial” ha llevado a engaño.
No fue nada revolucionario, súbito, más bien se trató de un proceso lento, en el que durante
bastante tiempo coexistieron y se estimularon mutuamente los distintos tipos de industrias.
También hay acuerdo en admitir que las transformaciones no se limitaron al marco
industrial. En realidad, desde el primer momento, se estuvieron transformando todos los
sectores de la economía y la sociedad. Así, sectores como el de servicios en Gran Bretaña
experimentó durante el s. XVIII cambios tan revolucionarios o más que los protagonizados por
la industria. En la relación de las causas que la originaron se ha descartado la existencia de un
único factor causal o prerrequisito (disponibilidad de carbón, industria de algodón, mercados
coloniales, desarrollo político, etc.). Más bien se habla de interacción de causas, sin un orden
secuencial, que producirían un cambio global.
Una de las causas que más contribuyeron al aumento de la capacidad productiva fue la
acumulación de avances tecnológicos. Lo que se ha podido comprobar en el caso de Inglaterra
durante el s. XVIII es que estos avances no fueron el resultado tanto de inventos singulares o
geniales como de unas condiciones económicas, sociales y mentales que favorecieron la
experimentación, la transferencia de soluciones técnicas de una actividad a otra, no
necesariamente nuevas, y, en definitiva, la acumulación de un progreso técnico ampliamente
compartido por la economía.
Pero, sin duda, lo que motivó este interés por intensificar la transferencia y aplicación de
soluciones técnicas fue el crecimiento de la demanda, primero en Gran Bretaña y después en
el exterior. No sólo aumentó la población inglesa sino que también, y esto fue más decisivo, se
Javier Díez Llamazares
2
HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 27
incrementaron las pautas de consumo y dependencia del mercado de esa población. Una
urbanización más intensa y unos mercados más integrados facilitaron la confianza de los
consumidores hacia la provisión en el mercado. El funcionamiento de los mercados llevó a
abastecimientos regulares y estos a ganar la confianza de los consumidores y su dependencia de
los mercados. Esta espiral de crecimiento permitió al mercado y a la economía inglesa ser el
principal cliente de la Revolución Industrial. Sectores como el de la agricultura o los transportes
incidieron de forma decisiva en el aumento de esta demanda. Incluso la demanda exterior fue un
gran estímulo añadido, pero no el origen de la Revolución. En este caso, los ingleses pudieron
aprovechar las redes de distribución desarrolladas en su función de intermediarios en el tráfico
internacional marítimo para introducir de forma progresiva los productos de su Revolución
Industrial.
[…]
(BENNASSAR, 750 – 754)
2. Los beneficiados por el auge económico
[…]
Inglaterra
a) Es en Inglaterra donde al auge económico del s. XVIII se manifiesta con más amplitud
y donde las transformaciones que provoca son más profundas, hasta el punto de que el
país adquiere una ventaja que conservará hasta cerca de 1880.
El comercio inglés, pese al freno que supusieron las guerras de 1756 – 1763 y 1776 –
1783, pasa de 14 de millones de libras en 1714 a 24 millones en 1750 y a cerca de 40
millones en 1790. Inglaterra vence definitivamente la competencia de las Provincias
Unidas y Francia, gracias a su número de barcos, que aumenta desde 3.300 en 1702
[…] a 9.400 en 1776. Sus exportaciones (cada vez menos productos alimenticios y más
textiles y productos coloniales) son más numerosas que las importaciones, entre las
que hay que destacar las muselinas y las telas de algodón de la India (llamadas
indianas), las pieles de Canadá, el índigo y el ron de Jamaica. Londres, que tiene
cerca de un millón de habitantes, se convierte en el primer puerto del mundo y en el
primer centro financiero (el número de bancos privados pasa de veinte a sesenta en la
segunda mitad del siglo, estando a la cabeza Ricardo y Baring; se desarrollan también
las compañías de seguros, como Lloyd). El Estado se da cuenta de la necesidad de
cambiar su política económica: en la década de 1780 se reducen las tarifas aduaneras;
en 1786 se firma un tratado comercial con Francia que facilitará la venta de productos
industriales ingleses en el continente. En el interior, los cambios se ven favorecidos por
el revestimiento de los caminos, realizado según el procedimiento del ingeniero Mac
Adam, y, sobre todo, por la multiplicación de canales en el centro del país, del
Támesis al Severn y el Mersey, construcción instigada por el duque de B[r]idgewater;
desde 1754 el Flyng Post une Londres con Manchester en veinte horas.
b) Hasta 1760 la industria inglesa conserva una estructura y una producción tradicionales.
El domestic system hace que centenares de miles de campesinos, tejedores, alfilereros,
armeros estacionales, sean propietarios de una rudimentaria maquinaria. Muchos otros
dependen de comerciantes – manufactureros que distribuyen la materia prima y fijan
los precios; es el putting – out system, corriente en la industria lanera que aún es la
predominante. Pero pronto apareció un nuevo sistema, el factory system, caracterizado
por la mecanización, la concentración técnica y geográfica y la división del trabajo
industrial, afectando principalmente a la industria textil y metalúrgica. Entre 1700 y
1789, la cantidad de algodón trabajado en Inglaterra se multiplicó por treinta. Las
explotaciones de hierro abandonan las forjas situadas junto a saltos de agua y bosques
para establecerse en las cuencas hulleras. La producción aumenta (dos millones y
medio de toneladas hacia 1700, diez millones hacia 1789); entre 1757 y 1788 la
metalurgia tiene un índice decenal de aumento de producción cercano al 40 por 100, de
modo que la producción de hierro en barras se triplica a lo largo del siglo.
Al mismo tiempo, la agricultura sufre una profunda transformación. En la segunda
mitad del siglo, se generalizan los nuevos métodos, como consecuencia de la rotación
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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trienal de Norfolk, sistema que elimina la necesidad del barbecho y asocia las praderas
artificiales a los cereales. La cría de ganado es cada vez más científica [(p.ej. el toro
de Durham o el cordero New Leicester)] […]. Pero estas innovaciones exigen la
reorganización de las grandes propiedades territoriales: se crean grandes granjas y,
sobre todo, vuelve a cobrar fuerza el movimiento de los enclosures, apoyado ahora
por el Parlamento; a fines de siglo hay una clara tendencia a la desaparición de los
openfields y las prácticas comunales […] [.]
[…]
A partir de 1780, Inglaterra, que hasta entonces exportaba trigo, comienza a importarlo,
pero, sin embargo, la gran producción de animales para carne permite que el consumo
de carne de buey se haga habitual: en este momento el inglés es el europeo mejor
alimentado.
[…]
27.2. El papel de los inventos
(BENNASSAR, 802 – 806)
3. Los progresos técnicos
Aunque en ocasiones los inventores se benefician de los progresos científicos,
principalmente en el último tercio del siglo [XVIII], parece claro que las transformaciones
técnicas de esta época, debidas más frecuentemente a los artesanos que a los teóricos, han
estado condicionadas por las necesidades prácticas y han surgido de las exigencias de la
economía […].
La máquina de vapor
[…] [L]a aparición de la máquina de vapor provoca un gran cambio en las condiciones de
[la] vida económica de la humanidad.
a) Aunque ya en 1687 el sabio Denis Papin había pensado en la posibilidad de utilizar la
fuerza expansiva del vapor, fue en el s. XVIII, cuando se creó la máquina de vapor, por
otras vías y tras múltiples tanteos, aunque aun no se ha llegado a comprender la
naturaleza íntima de los cambios térmicos. La profundidad cada vez mayor de las
cuencas hulleras y mineras, en general, de Gran Bretaña hace necesaria la
construcción de bombas de fuego, pues las antiguas técnicas de achique de agua no
pueden ya emplearse. La máquina de Savery (1698) es la primera que responde a las
nuevas necesidades. Será sustituida en 1711 por la obra de un herrero, Newcomen: el
vapor de la caldera penetra en un cilindro y pone en movimiento un pistón, cuando éste
ha completado su recorrido, una inyección de agua fría condensa el vapor creando un
vacío de modo que la presión atmosférica hace descender de nuevo el pistón.
En 1763, un reparador de Glasgow, James Watt (1736 – 1819), emprende un examen
crítico de esta máquina, que es demasiado costosa, y muy pronto la transforma,
introduciendo múltiples mejoras: libera el cilindro de la función de condensación
creando el condensador (1765); en 1769 patenta su máquina, que reduce en tres cuartas
partes los gastos en combustible, y pronto empieza a funcionar en las empresas del
industrial Boulton; sus trabajos desembocan en 1780 en la máquina de doble efecto
(un juego de válvulas permite que el vapor actúe alternativamente en las dos caras del
pistón, lo que provoca un movimiento regular de vaivén); por último, gracias a la biela,
la manivela transforma el movimiento rectilíneo del pistón en movimiento circular
(1784). Desde este momento una fuerza motriz, de potencia hasta entonces desconocida,
estará al servicio del hombre. En 1785 funcionará por primera vez, en una manufactura
algodonera.
b) Sin esperar siquiera a estos progresos, algunos precursores intentan utilizar el vapor
en los transportes. Entre 1763 y 1769 el ingeniero militar Cugnot (1725 – 1804), con
la ayuda del mariscal de Sajonia, crea una narria (vehículo que transporta bultos muy
pesados) movida por vapor, colocando sobre un carro de tres ruedas una máquina de
Newcomen ingeniosamente perfeccionada; el “ingenio” tiene tal potencia que puede
arrastrar pesados cañones, pero no sobrepasa los cuatro kilómetros por hora y hay que
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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detenerse cada cuarto de hora para alimentar la caldera; el inspector general
Gribeauval, que dotó en esta época al ejército francés de la mejor artillería del mundo,
se interesó por el proyecto, pero tuvo que abandonarlo. Carácter más definitivo tuvieron
los experimentos que realizó un caballero del Franco Condado, el marqués de Jouffroy
d’Abbans (1751 – 1832), con el barco de vapor, primero en el Doubs, luego en el
Saona y, finalmente, 1783, en el Sena; su primer barco estaba movido por una especie
de brazos unidos al vástago de un pistón, después reemplazó los brazos por ruedas con
palas; pero la falta de dinero y de apoyo eficaz hicieron a Jouffroy renunciar a su
invento, que fue reactivado a comienzos del s. XIX por el americano Fulton.
Las técnicas industriales
a) El auge económico, especialmente el de la industria textil, necesitaba inventos que
permitiesen aumentar la producción disminuyendo a la vez los costes […].
Efectivamente, los progresos se van sucediendo, lentos primero, acelerados en la
segunda mitad del siglo, y encadenándose unos a otros resuelven el problema, porque el
progreso en una rama de la actividad textil trae consigo avances en otro sector de esta
industria.
Las principales dificultades de los métodos tradicionales son: la lentitud en el tejido y
el límite impuesto a la anchura de las telas por la envergadura de los brazos del
tejedor. Estos problemas serán resueltos en 1733 por el inglés John Kay, inventor de la
lanzadera volante[.]
[…]
Pero esta aceleración en el proceso del tejido trae consigo un desequilibrio económico:
al fabricarse aún el hilo con el huso o con la vieja rueca en los talleres familiares, la
producción no cubre la demanda, y hay que mecanizar el proceso de hilado. En
1765, un tejedor, Hargreaves, inventó la famosa spinning – jenny, especie de rueca
con varios husos, que en un principio funciona a mano, y que permite a un solo obrero
hacer ochenta hilos a la vez en vez de ocho; es poco voluminosa y por ello se adapta
bien al trabajo a domicilio; pero los hilos que produce se rompen con facilidad y sólo
sirven para la trama de las telas de algodón. En 1771, un pequeño agente de negocios,
Arkwright, concluye una máquina hidráulica (water – frame) que fabrica un hilo
fuerte y resistente apto sobre todo para la urdimbre de las telas de algodón. La moda de
las muselinas que necesitan un hilo tan fino como el de la India, lleva al artesano
Samuel Crompton a combinar, en 1799, los aparato de Arkwright y Hargreaves: es la
mule – jenny que proporciona un hilo a la vez muy resistente y muy fino. La situación
llega a invertirse, el tejedor queda retrasado frente al hilandero: en 1785, el ingenioso
pastor Cartwright, sin saber nada de ciencias, inventa un telar al que aplica la
máquina de vapor.
Estos progresos técnicos se introducen en el continente. Francia los acepta
rápidamente, sobre todo para la producción de tejidos de lujo, a la que sigue fiel.
Jacques Vaucanson (1709 – 1782) que ya había dado pruebas de su genio inventivo en
la construcción de autómatas, perfeccionó el trabajo de la seda, cuyas manufacturas
había inspeccionado por encargo de Fleury. Inventó un nuevo molino para la torsión
de la seda (es decir, para trenzar varias hebras de hilo de seda natural) y sobre todo, el
primer telar totalmente automático (1747).
[…]
b) La madera es en esta época una materia esencial: la construcción de navíos, vehículos,
puentes, máquinas, consume gran cantidad. Incluso la fundición de hierro, del que se
hacen un número muy reducido de objetos, se hace con carbón vegetal. Por ello la
deforestación progresiva de Europa occidental inquieta a los industriales. Se
advierte además la necesidad de producir más hierro en gran cantidad para
intensificar su utilización.
En Inglaterra, donde abunda la hulla, es donde aparecen los primeros procedimientos
para utilización del carbón mineral. Hacia 1732, Abraham Darby consigue fabricar
hierro colado no quebradizo, tratando el mineral con hulla cocida de la que se han
separado los elementos sulfurosos: el coque sustituirá lentamente a la madera en las
Javier Díez Llamazares
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operaciones de fundición. Pero la transformación del hierro colado en hierro exige
aún la utilización de carbón de madera, hasta la invención del pudelado (1783), es
decir, el agitado de la masa en fusión bajo un soplo ardiente con barras metálicas que
mueven unos obreros, los atizadores; las pequeñas masas de hierro así obtenidas se
sacan del hogar y se sueldan en el martillo – pilón o en el laminador. Este trabajo,
peligroso y duro, proporciona un metal de calidad superior. Pero estas nuevas
operaciones, relacionadas con el empleo de la hulla, exigen la concentración de
empresas metalúrgicas en las cuencas carboníferas. En Francia son los
establecimientos del Creusot – Montcenis, los que introducen estas innovaciones […]
[.]
[…]
El éxito del nuevo procedimiento es considerable, sobre todo en Inglaterra: se
reemplazan las antiguas canalizaciones de tierra cocida por tuberías de hierro;
Wilkinson construye sobre el Severn el primer puente de hierro colado, de un solo
arco (1779), y en 1787 el primer barco de hierro.
Los intentos de conquistar el aire
a) En Francia se presta más atención a los experimentos que trabajan sobre los gases,
pero los resultados prácticos más inmediatos son decepcionantes: son los primeros
ascensos aéreos, basados en la utilización del principio, “más ligero que el aire”.
El 4 de junio de 1783, en Annonay, ante los estados del Vivarais, Etienne y Joseph de
Montgolfier, hijos de un rico fabricante de papel, lanzan con éxito una “máquina
aerostática”: un globo de dieciséis metros de diámetro, hecho de tela de embalaje y
forrado de papel, se elevó después de ser hinchado con aire calentado por la combustión
de una mezcla de lana y paja. En agosto, el físico Charles (1746 – 1823) lanza en París
un globo inflado de hidrógeno.
[…]
El 19 de septiembre, en Versalles, ante el rey y la Corte, Etienne de Montgolfier lanzó
un aerostato con una jaula de mimbre llena de animales que cayeron indemnes en
los bosques de Vaucresson. El 21 de noviembre, Pilâtre de Rozier (1756 – 1785) y su
amigo el marqués de Arlandes, efectuaron en un montgolfier el primer vuelo
humano, sobrevolando París. El 1 de diciembre, Charles y el constructor Robert dieron
al balón de hidrógeno la oportunidad de tomar la revancha, subiendo los 3.000 metros
y aterrizando en Picardía.
b) Aunque Pil[â]tre de [R]ozier se mató en Boulogne – sur – Mer cuando estaba
proyectando atravesar [el canal de] la Mancha, otro aeronauta, Blanchard, acompañado
del inglés Gefferies, logró realizar esta travesía el 7 de junio de 1785, entre Dover y
Calais en un “navío volador”. Este triunfo sobre las leyes de la gravedad influyó
mucho en el espíritu de los contemporáneos que llegaron a pensar que el poderío del
hombre era ilimitado.
27.3. La industria textil
(FLORISTÁN, 706 – 707)
[…]
Los cambios concretos en la industria, que llegaron a su mecanización, afectaron a la
tecnología y organización empleadas en la producción. Veamos la secuencia de cambios con el
ejemplo de la industria algodonera. Al iniciarse el s. XVIII, la industria algodonera era una
actividad marginal comparada con la poderosa industria lanera: la proporción de la producción
era de 1 a 27. Se realizaba, al igual que la lana, dentro del modelo de industria doméstica, con
una muy baja productividad y una escasa calidad. La situación comenzó a cambiar durante la
primera mitad del s. XVIII, cuando se popularizaron los tejidos de algodón importados desde la
India, un gusto compartido por el resto de la población europea. El aumento de la demanda y
las dificultades que existían para abastecer los tejidos indios animaron a incrementar la
productividad de la industria interior. Sucesivas mejoras técnicas consiguieron notables
avances, al tiempo que se creaban desajustes en el proceso productivo, lo que estimulaba a
Javier Díez Llamazares
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más cambios. Los modelos de lanzaderas cada vez más perfeccionados permitían mayor
capacidad de producción de tejidos que la cantidad de hilado que podían suministrar los
hiladores con sus métodos tradicionales. Faltaba hilo y no había mano de obra suficiente para
abastecer el ritmo de producción de los tejedores. Si no hubiera mediado una demanda en alza
se podría haber producido un estancamiento de la producción en los límites permitidos por la
disponibilidad de hilado, pero como había una presión de la demanda se iniciaron mejoras
sucesivas sobre el viejo torno de hilar, y en unos años, se consiguieron máquinas hiladoras cada
vez más potentes, llegándose a comienzos del s. XIX a suministrar más hilo del que los
tejedores eran capaces de tejer, por lo que se producía así un nuevo “cuello de botella” que
estimulaba, a su vez, nuevos cambios.
Los modos de producción fueron también cambiando. A medida que aumentaba y se
regularizaba la demanda se hacía evidente que era insuficiente la mano de obra doméstica
dedicada a tiempo parcial a estas tareas. Los telares, por otro lado, se fueron haciendo cada
vez más complejos y costosos, y requerían mayores dosis de energía. El recurso en un primer
momento al empleo de mujeres y niños para mover las máquinas fue una solución temporal,
pronto superada por el empleo de energía hidráulica y vapor. Todo animaba a concentrar la
mano de obra y las máquinas en un solo edificio: la fábrica. Aquí se podía controlar mejor la
productividad de la mano de obra, se sometía a las máquinas al máximo rendimiento, se podía
iniciar una organización más eficiente de las tareas de producción. La materia prima necesaria,
el algodón, fue proporcionada sin problemas desde las plantaciones del sur de Estados Unidos,
incluso su precio descendió con la introducción de la desmotadora. Por lo tanto, las ventajas
desde el punto de vista de la producción respecto a la etapa anterior eran evidentes: mayor
productividad, mejor calidad y reducción significativa del coste. Inglaterra disponía de una
mercancía que podía ser colocada en el mercado internacional, que dejaba un margen
importante de beneficios con los que conseguir capital para reinvertir, y de un sector
industrial que ofrecía al resto de la actividad económica nueva tecnología, formas de
organización y utilización de energía motriz.
27.4. La metalurgia
(BENNASSAR, 805 – 806)
[…]
b) La madera es en esta época una materia esencial: la construcción de navíos, vehículos,
puentes, máquinas, consume gran cantidad. Incluso la fundición de hierro, del que se
hacen un número muy reducido de objetos, se hace con carbón vegetal. Por ello la
deforestación progresiva de Europa occidental inquieta a los industriales. Se
advierte además la necesidad de producir más hierro en gran cantidad para
intensificar su utilización.
En Inglaterra, donde abunda la hulla, es donde aparecen los primeros procedimientos
para utilización del carbón mineral. Hacia 1732, Abraham Darby consigue fabricar
hierro colado no quebradizo, tratando el mineral con hulla cocida de la que se han
separado los elementos sulfurosos: el coque sustituirá lentamente a la madera en las
operaciones de fundición. Pero la transformación del hierro colado en hierro exige
aún la utilización de carbón de madera, hasta la invención del pudelado (1783), es
decir, el agitado de la masa en fusión bajo un soplo ardiente con barras metálicas que
mueven unos obreros, los atizadores; las pequeñas masas de hierro así obtenidas se
sacan del hogar y se sueldan en el martillo – pilón o en el laminador. Este trabajo,
peligroso y duro, proporciona un metal de calidad superior. Pero estas nuevas
operaciones, relacionadas con el empleo de la hulla, exigen la concentración de
empresas metalúrgicas en las cuencas carboníferas. En Francia son los
establecimientos del Creusot – Montcenis, los que introducen estas innovaciones […]
[.]
[…]
El éxito del nuevo procedimiento es considerable, sobre todo en Inglaterra: se
reemplazan las antiguas canalizaciones de tierra cocida por tuberías de hierro;
Javier Díez Llamazares
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Wilkinson construye sobre el Severn el primer puente de hierro colado, de un solo
arco (1779), y en 1787 el primer barco de hierro.
[…]
27.5. Las consecuencias de la industrialización 1
(BENNASSAR, 754)
[…]
c) Este cambio económico transforma Inglaterra. Los campos del sur y del sudeste, antaño
habitados, comienzan a despoblarse, la industria lanera tradicional está en declive, el
paisaje se transforma: lo más característico de la “Inglaterra verde” son las praderas
rodeadas de setos. Por el contrario, en el oeste y en el norte, de Bristol a la frontera
escocesa, se concentra una densa población (más de 176 habitantes por km2 en 1800),
más influenciada por el alza de los índices de natalidad que por las modestas
migraciones interiores. En esta zona, al pie de las montañas primarias, donde hay a un
tiempo agua de torrentes y grandes yacimientos de carbón, es donde se desarrollan las
aglomeraciones urbanas y las nuevas riquezas industriales de la “Inglaterra
negra”. La explotación de la hulla da un gran impulso a Northumberland, en torno a
Newcastle, “las Indias negras”; la proximidad del puerto de Liverpool y el clima
húmedo del Lancanshire (favorable para la hilatura) facilitan el auge de la industria del
algodón en Manchester, que a comienzos del siglo era un pueblo grande, pero que en
1770 se ha convertido en una ciudad de 30.000 habitantes, ya cercana a los 100.000 en
1800 […] [.]
[…]
Las principales consecuencias de este proceso en su fase inicial fueron las siguientes:
9 Formación de la clase obrera como consecuencia de la proletarización de la mano de
obra industrial. Ésta se vio sometida a la rigidez de la disciplina fabril, a duras
condiciones de trabajo, a bajos salarios y a jornadas extenuantes que se
prolongaban, en algunos casos, hasta 16 horas. De ella formaron parte mujeres y niños,
que se emplearon en tareas muy penosas y peor remuneradas. A la par, el artesano,
sometido a unas condiciones de competencia que no podía superar, experimentó una
degradación de sus condiciones laborales.
9 Declive del artesanado, que entró en competencia directa con la producción fabril, y el
desmantelamiento paulatino de la organización gremial. La mentalidad liberal, que
deploraba la persistencia de rigideces y reglamentaciones, contribuyó a su ocaso,
especialmente en la segunda mitad del XVIII. Pese a ello, conviene recordar que
cohesionaba la actividad artesanal, establecía cauces de formación profesional y ofrecía
servicios mutualistas que, con su desaparición, degradaron las condiciones laborales de
los trabajadores. En principio, la condición del obrero no agremiado fue peor que la del
integrado en la estructura gremial.
9 Éxodo rural y crecimiento de las ciudades. El campesinado menos pudiente abandonó
el campo como consecuencia del desmantelamiento de la agricultura tradicional; el
tejido urbano se expandió, fruto de la afluencia masiva de población, especialmente la
proletarizada, que se aglomeró en espacios reducidos e insalubres. A finales del s.
XVIII, Londres, con 750.000 habitantes, era la ciudad más populosa del mundo. Los
campos del sur y del sudeste, la Inglaterra verde, antaño los más habitados, quedaron
despoblados y la población se concentró en el oeste y en el norte, de Bristol a la
frontera escocesa. En esta zona, donde la industria disponía de agua de torrentes y
grandes yacimientos de carbón, fue donde se desarrollaron las aglomeraciones
urbanas y las áreas industriales de la Inglaterra negra. La extracción de la hulla dio
1
Al final de este epígrafe, se ha incluido el contenido elaborado por anteriores alumnos de esta asignatura
para sus apuntes debido a la escasez de referencias relativas al mismo en la bibliografía recomendada.
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un gran impulso a Northumberland, en torno a Newcastle. Asimismo, a lo largo de esta
centuria, Liverpool experimentó un crecimiento espectacular, pues pasó de 10.000 a
100.000 habitantes.
Consolidación de la burguesía como grupo social emergente, catapultada por su
dedicación al comercio y la manufactura. En la segunda mitad del siglo, aumentó de
forma considerable el número de burgueses, cuyas actividades se estaban convirtiendo
en imprescindibles en una sociedad cada vez más urbana. Junto a la burguesía
comercial o de los negocios, que se consolidó, surgió la burguesía financiera y, sobre
todo, como principal novedad, la burguesía industrial. Favorecido por las
innovaciones tecnológicas y las facilidades legislativas, apareció la figura del
empresario, que organiza fábricas de nueva planta.
En Inglaterra, el ascenso de esta burguesía sirvió de acicate a la nobleza, que trasladó
al medio rural los planteamientos aplicados a la actividad industrial. Se formuló así
un embrionario capitalismo agrario que mejoró la productividad y buscó, como
prioridad, el beneficio.
Aparición de nuevas formas de expresión de la conflictividad social. Hasta el s. XVIII,
el descontento popular se había manifestado por desajustes en el consumo. No se
reclamaban mejoras salariales sino los precios justos de las cosas, conforme a lo que
Thompson denominó “economía moral de la multitud”. La mayor preocupación de este
proletariado en vías de formación fue el alza de los precios del pan, de lo que culpaba o
a los ricos, que acaparaban, o a las autoridades, que no imponían un precio justo. Si se
compara el alza del salario nominal con el del coste de la vida, se observa que en la
centuria descendió el salario real, más aún en épocas de crisis. Como instrumento de
movilización se utilizó el motín de subsistencia, que solía desencadenarse, sin que
fuera necesario un alto grado de organización, por el mantenimiento de un modelo
paternalista de producción y comercialización que asegurara un precio idóneo,
principalmente del pan. Además de por este motivo, hubo movilizaciones contra el
aumento de la presión fiscal, los reclutamientos, las enclosures y las rebajas de sueldos
en las actividades industriales. También se recurría a otras formas de expresión del
descontento como el anónimo, la amenaza o la burla, instrumentos de protesta que se
utilizaban tanto en conflictos agrarios como laborales.
La industrialización convirtió al centro fabril en el escenario privilegiado del
conflicto. La revuelta de los medieros en Nottingham en 1811, que destrozaron en esa
fecha cientos de telares, confirma esta tendencia. Con su acción, fijaron una tipología
conflictiva, denominada ludita, que consiste en la expresión del descontento mediante
la destrucción de maquinaria: en el caso comentado por entender que realizaban una
competencia desleal a los maestros tradicionales. Sin duda, el s. XVIII fue el de mayor
protesta social en la Edad Moderna. Estas algaradas favorecieren que se dictaran
resoluciones restrictivas contra el asociacionismo: en 1721 en Inglaterra y en 1791 en
Francia, con la Ley Le Chatelier, se prohibieron las asociaciones de trabajadores; la
medida se reforzó en Inglaterra a partir de 1799 con las Combination Laws
(Combination Acts de 1799 y de 1800).
Aunque resulte tópico, conviene subrayar que en el s. XVIII se produjo la transición
entre una sociedad estamental y corporativa, propia del Antiguo Régimen, y una
sociedad individualista y clasista, identificada con la fase liberal del capitalismo que se
abre camino. La nueva organización económica y social, también se reflejó en el
ámbito cultural y en la mentalidad. Una nueva cultura y una nueva forma de entender
el ocio se gestó en este período de transición y marcó la pauta del s. XIX, el siglo de la
burguesía.
27.6. Otros modelos europeos de crecimiento industrial
(BENNASSAR, 755 – 760)
Javier Díez Llamazares
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Francia
a) Hasta 1770, el 85 por 100 de los franceses viven en el campo que, a diferencia del
inglés, no ha sufrido apenas transformaciones. El mundo rural llega hasta el interior de
las ciudades, que son mediocres en su mayoría, exceptuando a París, cuya población
se acerca a los 600.000 habitantes, y a una veintena de ciudades con unas decenas de
miles de almas. Las fortunas se componen esencialmente de capitales rurales y rentas
territoriales; el mismo Estado nutre su presupuesto fundamentalmente con sangrías
realizadas sobre la producción de los campesinos.
Las situaciones extremas –familias sin nada de tierra o inmensos dominios de miles de
hectáreas— son raras; este mundo tradicional se organiza en un marco de
explotaciones familiares complejas en régimen de arrendamiento rústico, aparcería o
aprovechamiento directo, siendo generalmente la “propiedad” tan sólo una “tenencia”
sometida a un señor. En el norte y el noroeste, país de “campo abierto” (en oposición
al “bocage”)[,] el territorio se divide en tres “hojas”, en las que se suceden el cereal de
invierno (trigo o centeno), el cereal de primavera (cebada) y el barbecho, según un
ciclo de rotación de cultivos trienal. El campesino que posee parcelas en cada hoja, debe
someterse a las prácticas comunales que favorecen la ayuda mutua, pero retrasan los
avances. De este modo se perpetúan los viejos sistemas, relacionados con una
agricultura de tipo extensivo: labores mal calculadas, escardas insuficientes, siega con
hoz, trilla con mayal. Los cereales, que tienen débiles rendimientos, ocupan la mayor
parte de las tierras cultivadas, en detrimento de las praderas y, por consiguiente,
del ganado; consecuencia de todo ello es una alimentación mediocre para los
hombres y una gran escasez de abonos, lo que hace necesario el barbecho. Parece
imposible salir del círculo vicioso de la agricultura del Antiguo Régimen.
Sin embargo, en el último tercio del siglo, pueden observarse en algunos lugares
verdaderos progresos, obra de agrónomos y propietarios ilustrados que toman como
fuente de inspiración los métodos ingleses. Vuelven a realizarse roturaciones, se
importan de España merinos, se compran bovinos en Suiza, los nuevos cultivos logran
que tenga que recurrirse menos al barbecho. Se desarrolla una corriente de opinión
favorable al cercado de las tierras, que es autorizado a partir de 1767 por numerosos
edictos; pero, en conjunto, estos progresos siguen siendo limitados y hay que
encuadrarlos en el marco de las grandes granjas.
b) Al no haber revolución agrícola, los campesinos franceses buscan ingresos y empleos
complementarios multiplicando los oficios rurales tradicionales: los trabajadores a
domicilio, diseminados por el campo –es la manufactura dispersa— constituyen la
principal forma de actividad industrial. Son, sobre todo, tejedores que trabajan para los
fabricantes de las ciudades, estos les proporcionan la materia prima y comercializan el
producto ya terminado […] [.]
[…]
Algunas aglomeraciones, especialmente en el norte (Lille, Amiens, Beauvais, Rouen,
Reims), reúnen a gran número de obreros textiles en el marco rígido de las
corporaciones. La fabricación de lienzo es la predominante en Flandes y el Poitou,
siendo el primer artículo de exportación del país; pero son igualmente prósperos los
paños de la Champagne, Berry y el Languedoc y la sedería de Lyon. La metalurgia
dispersa en muchas forjas situadas en los bosques (para tener carbón de madera) y junto
a los yacimientos superficiales de hierro, no se renovará hasta finales de siglo.
Las nuevas formas de producción industrial, caracterizadas por el desarrollo del
maquinismo, la concentración de capitales y mano de obra, no aparecerán hasta los
años finales del Antiguo Régimen […]. Así nació, aunque más tímidamente que en
Inglaterra, el capitalismo industrial, al mismo tiempo que triunfaba el capitalismo
comercial [(p.ej. véanse los casos de: Oberkampf, con su manufactura de estampación
automática de tejidos; John Holker, que introdujo los métodos ingleses de hilado y
tejido; la familia Wendel, creadora del primer trust siderúrgico que rompió con las
tradiciones y los marcos regionales; o el éxito de la Compañía de Anzin, gran
productora de carbón de hulla)].
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c)
Aunque estorbado por la diversidad de pesos y medidas, por la multiplicidad de peajes,
concesiones y aduanas, por la debilidad de la organización bancaria, con una Caja de
descuentos, fundada en 1776, que beneficia más al Tesoro Real que al mundo de los
negocios, el comercio francés se aprovecha durante el s. XVIII de la mejora de las
vías de comunicación[, con la construcción de canales en el centro o la renovación de
la red de caminos por parte de Trudaine, director de Puentes y Calzadas] […]. Se
logra así constituir un mercado nacional dominado por algunos centros
permanentes de transacción, [como Troyes (redistribuidor de tejidos por todo el país)
o Lyon (centro del tráfico de la seda e infinidad de otros productos)] […]; las antiguas
ferias, restos del pasado, experimentan, sin embargo, una relativa decadencia, aunque
el volumen del negocio aumente […]. El comercio exterior, dominado por el tráfico
y la reexportación (al contrario del inglés, cada vez más centrado en la exportación de
productos manufacturados) adquiere mayor desarrollo; entre 1716 y la Revolución se
multiplica por cuatro su volumen, debido especialmente al aumento masivo del tráfico
de productos coloniales. En el continente, Lyon y París son los dos centros principales
dedicados a esta actividad, aunque las operaciones bancarias tienen todavía más
importancia en ellas que los intercambios […]. Los países europeos más abiertos al
comercio con Francia son Italia y España, por la existencia de ramas menores de los
Borbones en Nápoles y Madrid; destaca sobre todo España hacia donde, en 1789, las
exportaciones representaban cuatro veces el valor de las importaciones.
El comercio francés es esencialmente marítimo. Pero a diferencia del tráfico británico
está muy poco interesado en el norte de Europa, ocupando en cambio el lugar de
honor en el Mediterráneo[, por donde llegan el algodón y los productos de la India y
Extremo Oriente (telas, especias y metales preciosos)] […]. Sin embargo, es el
comercio colonial con las “Islas” –las Antillas— el que alcanza el grado más alto de
prosperidad […]. Aprovechando [e]l repliegue hacia occidente de la Compañía de las
Indias, la única que ha escapado a la actuación de Law y que traslada su base a Lorient
(hasta que en 1769 se suspende su privilegio), Nantes se lanza a una loca rivalidad con
Inglaterra en la explotación de la trata de negros y el comercio azucarero […]. En
cuanto a Burdeos, que se ocupa de proporcionar víveres a los europeos del Trópico y
transformar sus productos brutos, alcanza en 1782 un tráfico glotal que representa un
cuarto del comercio exterior francés. Después de estos datos[,] no puede sorprender que
de las doce ciudades principales de Francia, ocho vivan del comercio marítimo.
El resto de Europa
a) En oposición a estas dos grandes potencias de la Europa occidental, las Provincias
Unidas, que habían desempeñado un papel fundamental en el comercio marítimo de
almacenaje y acarreo, se encuentran en un período de decadencia, a excepción de su
tráfico con las Indias orientales. La envidia de las regiones agrícolas evolucionadas
y de las otras ciudades hacia Ámsterdam paralizan una actividad industrial,
frenada también por la ausencia de recursos naturales, de modo que una buena parte
del capital holandés se evade hacia Inglaterra. En el s. XVIII las Provincias Unidas
sufren de una hipertrofia bancaria con unas bases económicas en retroceso.
En términos generales, Europa septentrional está dominada por el comercio
británico, a pesar de la oposición mercantilista, ya fuera de tiempo, de algunos
monarcas que quieren frenar la salida de materias primas y la entrada de productos
manufacturados para desarrollar así las producciones indígenas y aumentar los ingresos
de la Corona. Ni la creación imperial de una Compañía de las Indias en Ostende
(1722), ni el “edicto de Productos” que proporciona a Suecia unas verdaderas actas de
navegación (1724), ni la multiplicación de las Compañías de Comercio en Dinamarca
(1732 – 1733), pudieron impedir que los barcos ingleses distribuyeran por las costas del
mar del Norte y del Báltico productos coloniales y manufacturados, a cambio de
pertrechos navales (mástiles, alquitrán, jarcias), cobre y, sobre todo, hierro sueco.
A consecuencia de este tráfico, los puertos se enriquecen y ello repercute en el
campo, aún muy arcaico: notables de Escania crean granjas modelo; propietarios
daneses, convencidos de la superioridad de un capitalismo agrario a la inglesa, abogan
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
b)
TEMA 27
por una concentración parcelaria generalizada, que en 1781 ocasionará transformaciones
radicales.
En el sur de Europa, Portugal es un ejemplo de país totalmente enfeudado a los
intereses británicos, hasta tal punto que el oro de Brasil no sirve para crear una
industria ni para renovar la agricultura. En otra zona, las ciudades italianas no
combaten la competencia atlántica; Génova y Venecia no disputan el mercado
mediterráneo con las recién llegadas Livorno y Trieste. Por el contrario, en España el
alza es espectacular, la idea de imperio político deja paso a la idea económica de
explotación; la reestructuración del pacto colonial en 1778 que generaliza el libre
comercio, no priva a Cádiz de su prosperidad, heredada de Sevilla con el traslado de la
Casa de Contratación (1717), y permite a Barcelona y a toda Cataluña volver a la vida:
el comercio con América, la industrialización y el cercado de las tierras comunales
significan la adaptación de España al capitalismo […] [.]
[…]
Sin embargo, es en Europa central y oriental donde la evolución es más fuerte.
Alemania, sometida a una gran presión demográfica y a las necesidades fiscales de los
soberanos, se vuelca sobre las innovaciones agrícolas, divulgadas por numerosas
granjas – escuela, sociedades y revistas; las roturaciones avanzan en todas partes; en
Renania, el trigo sustituye lentamente al centeno; a mediados de siglo hace su aparición
la patata, se desarrollan el trébol y la estabulación del ganado; pero hacia 1789, el
barbecho forma parte aún del sistema de rotación trienal y una tierra que produce seis
quintales por hectárea se considera bien aprovechada. En el terreno industrial, las
múltiples manufacturas, que por afán de lujo se crean a lo largo del siglo (porcelanas,
cristal) cerca de las residencias principescas, gozan de una prosperidad ficticia,
mantenidas realmente con subvenciones; el apego de las viejas ciudades al sistema
corporativo frena cualquier tipo de adelanto en la producción urbana tradicional; por
el contrario, en la futura cuenca del Ruhr, al final del siglo se encuentran en pleno auge
la extracción de carbón y la fabricación de hilo de lana, y en Sajonia la industria
algodonera adopta de golpe la maquinaria inglesa. Todo esto es el resultado de un
comercio relativamente floreciente que ya no gira en torno a Augsburgo o
Nuremberg, sino sobre Frankfort –vínculo de unión entre el oeste y el sur—, Leipzig –
lugar de intercambio entre occidente, Polonia y Rusia—, y especialmente sobre el
puerto de Hamburgo, que monopoliza el tráfico con Inglaterra (importación de
productos coloniales, exportación de productos metalúrgicos del Bajo Rhin y el
Wupper, gruesos lienzos de Silesia, paños de muchas zonas). Pero estos factores de
prosperidad se ven limitados por la ausencia de un mercado nacional y de un Estado
centralizado.
Rusia, en el s. XVIII, se beneficia de la reapertura de una antigua vía comercial,
que une el Báltico y el Mediterráneo a través de sus llanuras. Bajo Pedro [I] el
Grande [(1682 – 1725)], Iván Possochkov, cuya Pobreza y Riqueza aparece en 1724,
preconiza una economía estatal industrial para asegurar la independencia
económica del país y el estricto equilibrio de la balanza comercial […] [.]. Pero bajo
los sucesores de Pedro [I], estas mismas preocupaciones no impiden la liberalización
del comercio, lo que aprovechan en primer lugar los ingleses, gracias al acuerdo de
1734 que les reserva el hierro, madera, alquitrán, pieles, lino y cáñamo rusos y, en
segundo lugar, los mismos empresarios nacionales. Hay que destacar la creación de
una industria metalúrgica capaz no sólo de cubrir las necesidades del país, sino
también de producir para vender al extranjero gran cantidad de excedentes de productos
semimanufacturados; hacia 1770, Rusia arrebata a Suecia el primer puesto en este
campo. Las dos terceras partes del hierro ruso y casi todo el cobre se transforman en los
Urales, que pueden soportar sin riesgo la devastación de sus bosques; aunque las
primeras fábricas se deben a iniciativas estatales, pronto toman el relevo las
fundiciones privadas, propiedad de comerciantes o nobles que hacen trabajar en ellas a
sus siervos. Se desarrolla también en toda la Rusia central el tejido de paños y telas de
algodón y lino, dentro de un marco artesanal o en manufacturas. El país queda
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 27
integrado en los dos grandes circuitos internacionales de intercambio: al tradicional
comercio por caravanas, que trae té y seda de China a través de Asia Central, hay
que añadir ahora el tráfico báltico, que se beneficia del esbozo de unión entre San
Petersburgo y el Volga por medio de un canal; y muy a finales de siglo, el tráfico
mediterráneo que los marselleses y griegos realizan en Kherson, en la desembocadura
del Dniéper, es el comienzo de la exportación del trigo ucraniano.
[…]
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 28
Tema 28: La sociedad. Consolidación de nuevas figuras
0.0. Sumario
[28.0. Introducción a la sociedad del siglo XVIII]
28.1. Los privilegiados: nobleza y clero
28.2. Burguesía y tipos de burgueses
28.3. El campesinado
28.4. Los trabajadores de las ciudades
28.5. Pobreza y marginación
28.6. Tensiones y conflictos sociales
0.1. Bibliografía
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 762 – 763 (Denis –
Blayau) y 766 – 767 (Denis – Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, p. 713 – 736 (G.
Enciso).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 454 – 459
(Giménez) y 460 – 464 (Giménez).
0.2. Lecturas recomendadas
BENNASSAR: Historia Moderna, Tres Cantos, Ediciones Akal, 2005, p. 760 – 762 (Denis –
Blayau) y 763 – 766 (Denis – Blayau).
FLORISTÁN: Historia Moderna Universal, Barcelona, Editorial Ariel, 2002, capítulo 31 (G.
Enciso).
RIBOT: Historia del Mundo Moderno, Madrid, Editorial ACTAS, 2006, p. 459 – 460
(Giménez).
28.0. Introducción a la sociedad del siglo XVIII
(FLORISTÁN, 713 – 714)
1. Introducción
[…] Al hablar del s. XVIII hay que dar por sentado que las características estructurales de
la sociedad siguen siendo las mismas que las de los siglos inmediatamente anteriores; es decir,
una sociedad de privilegios, jurídicamente desigual, cuyo fundamento, tanto demográfico
como económico o de poder político –en su sentido más amplio— era el campo. Sobre esa
base, sin embargo, han ido operando una serie de factores que han modificado las
manifestaciones externas de esas realidades. El avance del desarrollo del Estado moderno, el
crecimiento de los sectores burgueses y los problemas políticos y económicos de la nobleza,
con sus correspondientes incidencias en el mundo rural, han hecho que los grupos sociales
adquieran una forma diferente. Esas diferencias afectan tanto al tipo y origen de los
individuos que los forman, como a su mentalidad y actividades. Sin embargo, siguen
encuadrándose, sustancialmente, en los estamentos tradicionales. Esa sustancia se refiere al
privilegio, que sigue siendo el fundamento del orden social, si bien el consenso respecto a su
existencia y a sus manifestaciones no es tampoco el de antes.
Desde una perspectiva cronológica, el s. XVIII admitiría tres momentos: uno inicial, o
primer s. XVIII, otro central y uno final. Si los tres momentos son claros globalmente
considerados, resulta muy difícil –y quizás inútil— precisar sus límites. El primer s. XVIII
enlaza directamente con la época anterior y con todos los problemas derivados del final de
la crisis del s. XVII y su oscilante recuperación. Con independencia de los cambios políticos
que se gestan entre 1698 y 1715, parece claro que buena parte de las realidades sociales de este
primer s. XVIII tienen mucho que ver con la herencia social recibida. Es decir, la frontera no es
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
TEMA 28
1701: mucho de lo que existía hacia 1680 seguía estando vigente hacia 1720, siempre
aproximadamente. Las décadas centrales del siglo forman el meollo de lo que propiamente se
debe identificar con el s. XVIII, el siglo ilustrado. Son los años de la recuperación definitiva
de la crisis, del aumento de la población, del asentamiento de nuevos gobiernos y de nuevas
relaciones internacionales; todo ello, como es lógico, acompañado de los correspondientes
cambios sociales y culturales. En esos años se muestra con plenitud el apogeo de la nobleza, a
la vez que se nota la fuerza de la burguesía ascendente.
El final del siglo es, en realidad, lo más conocido y significativo del mismo, es,
estrictamente, el “Antiguo Régimen”, término que se dio por los revolucionarios a un sistema
que mostraba por todas partes sus limitaciones. […] El término es, en sí mismo, peyorativo,
pues hace relación a las incapacidades políticas y sociales del sistema que hacían del mismo
algo obsoleto y necesitado de cambio. Pero bien podría tener también un sentido positivo, pues
es en estos años cuando se fraguan definitivamente las ideas y las realidades de cambio
social, político y económico que darán lugar a las grandes transformaciones que solemos llamar
revolucionarias y que realmente lo fueron, sin que tal concepto indique necesariamente rapidez,
ni cambio total y absoluto. La independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa
y los comienzos de la Primera Revolución Industrial inglesa son acontecimientos de gran
fuste que ocurren todos antes de 1790. Por supuesto que todas estas realidades, típicas de los
años del Antiguo Régimen, están íntimamente unidas a un fuerte cambio en las características
y en el comportamiento de los grupos sociales, que difieren bastante de lo que fueron en los
inicios del siglo. El término tradicional de “revoluciones burguesas” que se aplica a estas
realidades es cierto desde muchos puntos de vista. No lo es porque las revoluciones las hicieran
sólo los burgueses, o porque su triunfo fuera definitivo y absoluto, que no lo fue; pero las
revoluciones suponen el desarrollo de ideas fundamentales que son burguesas
(especialmente la supresión de los privilegios y el interés por las nuevas formas
productivas), aunque muchos nobles las hicieran suyas.
Desde una perspectiva espacial vamos a hablar casi exclusivamente de Europa. En el s.
XVIII es cada vez más real la diferencia tópica de una Europa del este y una Europa del
oeste. La línea divisoria suele marcarse, de modo orientativo, en el río Elba. No es la única
frontera. El Danubio marca los límites con el imperio turco y dentro de la Europa occidental,
aunque las diferencias de conjunto con el este son claras, habría que hacer otras posibles
distinciones. La más típica es la que existe entre el Mediterráneo y el Atlántico, sobre todo al
norte del Cantábrico; pero no se pueden olvidar las diferencias entre el mundo más occidental
de Francia y la Europa central alemana y austríaca, por ejemplo, o las peculiaridades de ámbitos
como el mundo escandinavo o las islas británicas. Dejamos la posible explicación de las
interrelaciones entre el espacio y las diferentes evoluciones políticas, pero apuntamos las
coincidencias: es claro que la organización social está íntimamente ligada a los regímenes
políticos y que estos varían según el territorio que ocupan, entre otras cosas porque todavía
en el s. XVIII la economía, factor fundamental en el fundamento de la organización social,
dependía bastante de los recursos naturales.
(RIBOT, 454 – 455)
2. La sociedad
La organización social del s. XVIII siguió estando articulada en torno a la
“jerarquización estamental”. Todos los aspectos de la vida de los europeos del Setecientos,
desde sus manifestaciones económicas hasta su moral, se mantuvieron impregnados por esta
modalidad de integración de los individuos.
En la cima de la organización social siguió estando situada la nobleza. Ser noble significaba
el reconocimiento por los demás de su diferencia, y su superioridad se expresaba mediante el
honor y se confirmaba a través de la etiqueta. El clero, pese a sus muchas diferencias según
credos y países, mantuvo una posición privilegiada, bien por privilegios jurídicos vigentes
en el área católica u ortodoxa, o por el reconocimiento expreso de la sociedad en las áreas
protestantes. Es en el llamado “Tercer Estado” donde las transformaciones económicas y
sociales crean en el Setecientos una gran multiplicidad de grupos, que dan lugar a una estructura
Javier Díez Llamazares
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HISTORIA MODERNA UNIVERSAL
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compleja, en la que se diferencian con mayor nitidez las diversas burguesías del mayoritario
mundo de trabajadores rurales y urbanos.
[…]
28.1. Los privilegiados: nobleza y clero
(FLORISTÁN, 714 – 718)
2. La nobleza
El grupo social predominante, por muchas razones, sigue siendo el de la nobleza. Algunos
autores distinguen entre la nobleza y la aristocracia. La primera sería la condición general
que da al grupo su predominio social fundamentado en la herencia de la sangre, aunque
unos sean nobles titulados y otros no. El segundo concepto haría relación a las familias y
personajes más encumbrados, por ejemplo, la alta nobleza, pero no sólo. El s. XVIII,
especialmente en sus etapas finales, va dando lugar al desarrollo de una aristocracia de
personalidades encumbradas por la política o las finanzas que no llegaron a ser nobles,
aunque pudieran aspirar a serlo y desde luego, que llevaron un tren de vida similar al de la
alta nobleza. No sólo en Europa, en el mundo colonial americano y especialmente en los
Estados Unidos, se desarrollaron estas aristocracias de origen burgués. En cualquier caso, la
mayoría de los aristócratas eran también los nobles más importantes.
El s. XVIII sigue siendo de predominio nobiliar. Es cierto que se va produciendo ya el
ascenso de la burguesía, pero los nobles mantienen su preeminencia por lo menos hasta el tramo
final. En la primera parte del siglo se siguen dando en muchos lugares fenómenos de
refeudalización, es decir, intentos de recuperación de antiguos derechos perdidos ante los
campesinos, o de reforzamiento de su posición con nuevas medidas impositivas antes
inexistentes. Si esta actitud refleja una reacción ante las dificultades, parece claro que, donde
éstas se produjeron, se fueron solventando mejor para los terratenientes nobles que para sus
vasallos. Probablemente esta realidad afectó más a la Euro