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Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
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Canarias: Una economía insular y atlántica
MACÍAS HERNÁNDEZ,Antonio Manuel (2001): "Canarias: Una economía insular y atlántica" —
pp. 476-506 de: GERMÁN ZUBERO, Luis ... et al. (2001) [eds.]: Historia económica regional de
España, siglos XIX y XX / Editores: Luis Germán [Zubero], Enrique Llopis [Agelán], Jordi Maluquer de
Motes [Bernet], y Santiago Zapata [Blanco] — Barcelona : Crítica, 2001 — 619 pp. —
(Crítica/Historia del Mundo Moderno) — ISBN: 84-8432-190-8.
CANARIAS: UNA ECONOMÍA INSULAR Y
ATLÁNTICA
ANTONIO M. MACÍAS HERNÁNDEZ
Universidad de La Laguna
El Archipiélago ocupa una franja de unos 100.000 km2 en el sector Noreste del
Atlántico central. Formado por procesos magmáticos asociados a la tectónica de
placas, su acción sigue una secuencia que se inicia en el Cretáceo inferior, y la
superficie total insular, de 7.501 km2, oscila entre los 287 km2 de El Hierro y los
2.036 km2 de Tenerife. La proximidad de las Islas al continente africano (de
Fuerteventura a Berbería se va y se viene en un día), junto con su orientación,
altitud media y ubicación atlántica, han configurado una gran diversidad de climas
locales; Fuerteventura, Lanzarote y las vertientes meridionales del resto del
territorio insular se caracterizan por su aridez casi extrema y vegetación xerófila,
mientras las vertientes meridionales, irrigadas por la humedad de los vientos
alisios, cuentan con una masa forestal cuyo origen se remonta a la era Terciaria.
Así es, en síntesis, el Archipiélago, pero las gentes que lo poblaron a partir del
siglo XVI tenían horizontes mucho más amplios. Porque, en realidad, las Islas eran
atalayas en un océano surcado, cada vez de forma más intensa, por múltiples
banderas y credos, y el isleño fue el primer producto de este cruce cultural,
enriqueciéndose luego su naturaleza criolla a medida que adquiría igual atributo un
sistema económico cuyo escenario era a la vez insular y atlántico.
El primer colono de las Islas Canarias llegó del África vecina en torno al siglo
V a. C. Trajo consigo una tecnología muy rudimentaria (industrias lítica y ósea) y
un exiguo capital (cereales, leguminosas y ganado menor), y aquí, en estos
espacios insulares, nuestra cultura primigenia quedó aislada hasta su
descubrimiento —causa a la vez de su ocaso— a finales del siglo XIII por los
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nautas europeos que buscaban una ruta marítima a las fuentes del oro africano.
Durante la centuria posterior, los mercaderes mallorquines, castellanos y
portugueses ejercieron un intenso tráfico transculturativo y depredador con los
indígenas canarios, mientras las monarquías ibéricas rivalizaban por el control del
territorio. Finalmente, en el último cuarto del Cuatrocientos, este conflicto se
decantó en favor de Castilla, y ocurrió entonces una segunda colonización,
impulsada por un modelo de crecimiento económico cuya operatividad dependía
de la estrategia productiva que maximizara de manera interactiva la eficiencia
económica y de clase de sus tres elementos constitutivos: una economía de
producción ligada al comercio exterior; una economía de servicios que facilitaba
este vínculo y generaba a su vez rentas de situación; y, por último, un factor
institucional favorable al desarrollo de ambas economías.
La primera «puesta en valor» del Archipiélago obedeció a su papel de economía
de enclave en el proyecto africanista de las potencias ibéricas. Pero el motor de su
colonización fue una oferta exportadora —primero azucarera, luego vitícola—
vinculada al mercado internacional; esta oferta amortizó la deuda externa contraída
en la colonización inicial, sufragó las importaciones que requería el aparato
productivo, y generó el ahorro-inversión necesario para su posterior crecimiento. Y
como la intensidad de éste dependía del valor de cambio alcanzado por aquella
oferta en sus mercados exteriores, cuando aquel valor mostraba un signo negativo
todo era depresión y crisis. Era preciso entonces evitar al menos que las causas
endógenas arruinasen la competitividad de dicha oferta y su favorable relación de
intercambio, y esta estrategia se conseguía mediante una política concejil que
regulaba de forma severa los salarios y los precios de las subsistencias. La renta
generada por la actividad exportadora se canalizaba a través de un mercado
interior e interinsular de manufacturas europeas, de bienes-salario (principales
artículos de consumo directo) de producción local y de servicios (trabajo), y la
dimensión de este mercado crecía a medida que la especialización agraria
articulaba toda la potencialidad productiva del territorio.
Las relaciones económicas con el exterior eran extremadamente complejas. La
vertebración del escenario atlántico surgido a raíz de la expansión europea exigió
el apoyo logístico de los enclaves insulares. El modelo isleño contó entonces con
una economía de servicios vinculada al comercio internacional; una economía que
tenía por bandera el contrabando. Las mercancías europeas llegaban a los puertos
insulares para su posterior traslado a los mercados coloniales de África y América;
igual destino tenía el excedente de tales bienes abonado por la oferta exportadora y
no absorbido por el mercado doméstico, y los beneficios de todo este tráfico,
abonados en plata indiana y productos coloniales, seguían los derroteros trazados
por sus perceptores locales y foráneos (Canarias, Sevilla, Génova, Lisboa,
Amberes, Londres). En síntesis, la balanza de pagos isleña registraba ingresos y
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débitos de las economías europeas y coloniales que utilizaban los servicios de los
puertos canarios, y esta negociación generaba pingües rentas para la economía
insular.
Finalmente, las Canarias no fueron el vértice más próximo del imperio colonial
hispano; por el contrario, su modelo de crecimiento económico dispuso de un
marco institucional favorable a la libre asignación de su potencial productivo. La
Corona facilitó la tarea colonizadora, al suprimir todo obstáculo a la movilidad de
la tierra y el agua, así como de hombres y capitales, evitando incluso fricciones por
razones de credo o de bandera. La principal y casi única renta de la Hacienda real
eran las aduanas; gravaban con un 6% ad valorem la entrada y salida de
mercancías, y con un 2,5% los embarques a Indias, pues los puertos canarios, dado
su papel estratégico, eran la única excepción al régimen de monopolio. Los
insulares tenían plena libertad para acceder a los mercados que ofrecían mejores
ventajas relativas a su oferta agroexportadora, mientras la producción agropecuaria
doméstica se destinaba de forma prioritaria al abastecimiento de las áreas
dedicadas al cultivo exportador, convertidas por ello en centros neurálgicos del
poder económico y político regional.
Así pues, la economía canaria del periodo moderno contó con un modelo de
crecimiento que podríamos denominar de librecambio mercantilista. Y este
modelo, en su transcurrir durante el citado periodo, conoció tres grandes etapas. La
primera fue de esplendor, se inició con la colonización y duró hasta 1640. La
exportación azucarera a los mercados del Mediterráneo y del Noroeste europeo fue
pronto sustituida por la exportación vitícola y entonces las Islas adoptaron su
definitivo perfil atlántico. Ingleses, holandeses y hanseáticos adquirían los mejores
caldos (malvasías) a cambio de bienes manufacturados, mientras los caldos de
inferior calidad (vidueños) navegaban a las colonias africanas y americanas. El
enclave portuario adquirió cada vez mayor importancia en el tráfico triangular, y la
masa monetaria se nutrió de plata indiana en tal magnitud que hasta los
segundones de la elite contaron con el capital necesario para construirse un
patrimonio en la otra orilla (Cuba y Venezuela).
La segunda etapa tuvo su principio en la pérdida del imperio lusitano; la
recuperación fue posible, pero a lo largo del siglo XVIII se produjo una grave
recesión. El contrabando directo de las potencias europeas con el mercado indiano
arruinaba la función de intermediación de la economía de servicios, mientras las
medidas mercantilistas restrictivas a la entrada de la oferta vitícola isleña en los
mercados europeo y colonial acentuaban sus dificultades para competir con las
ofertas lusitana e hispana en los citados mercados. La terratenencia se tomó
rentista, acaparó más tierra y agua, especialmente del patrimonio comunitario, y
facilitó la emigración de los desheredados cuando su «moral popular», ultrajada
por aquella privatización, ponía en peligro la armonía social. Finalmente, la
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coyuntura cambió de signo a finales del Setecientos; aumentaron las exportaciones
vitícolas y surgió un nuevo producto exportador, la barrilla, comprada por la
industria textil europea y norteamericana.
1. VINO NUEVO EN ODRES VIEJOS: LA «VÍA ISLEÑA» AL
CAPITALISMO
El periodo 1820-1850 tiene un especial significado en la historia económica de
las Islas. Hasta entonces gozaban de un régimen fiscal diferenciado del vigente en
la España peninsular; este régimen, de muy baja imposición, desempeñaba un
papel destacado en su modelo económico y había permanecido casi intacto durante
tres siglos. Pues bien, el sistema tributario del nuevo estado burgués sostenía, en
esencia, la igualdad territorial e individual frente al fisco, de modo que su
aplicación al territorio insular supuso un duro revés para su economía, que
afrontaba ahora el pago de nuevas cargas fiscales y, además, estas nuevas
obligaciones no sólo eran onerosas sino también inoportunas, al coincidir con una
grave crisis en su aparato productivo.
Sin embargo, el causante de los mayores males fue quizás el apartado aduanero
del nuevo sistema tributario. Sus elevados aranceles intentaban preservar el
mercado nacional a las fuerzas emergentes del capitalismo hispano. Por
consiguiente, los elevados aranceles cerraron el espacio insular a las economías
extranjeras que habían contribuido a dinamizar su aparato productivo durante tres
centurias, y ofrecían ahora este espacio a unas fuerzas extrañas al mismo; extrañas
porque desde que la exportación azucarera se vio desplazada por la vitícola —
segunda mitad del siglo XVI—, la economía isleña se había vinculado a los
mercados del Noroeste europeo, los únicos que adquirían sus caldos y, además, a
cambio de una oferta industrial más competitiva que la peninsular. Finalmente,
como esta relación mercantil, si bien deteriorada, no había sufrido modificación
alguna, los elevados aranceles ampliaban este deterioro.
Asistimos, pues, a la primera «conquista» del territorio insular por las fuerzas
del capitalismo hispano, ayudadas por un marco institucional creado a su medida.
Pero, como cabía esperar en una economía que había crecido al amparo del
librecambio, esta «conquista» motivó desafectos al régimen absolutista y también
al liberal. Las Islas sólo políticamente se pueden considerar como un miembro de
la Monarquía Española, de modo que la «fidelidad» de este miembro exigía un
pacto institucional que respetase la herencia del pasado. Un pacto que, en síntesis,
acomodase los intereses del nuevo Estado con los de una burguesía que
consideraba la inserción de la economía isleña en el escenario internacional como
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la pieza esencial de su modelo mercantil y productivo. Como sostenía en 1827
nuestro autorizado coetáneo, Alonso de Nava Grimón, trátesenos..., en suma,
como a extranjeros en el sistema mercantil, a fin de tratarnos y alimentarnos
como a hijos y vasallos en el sistema político, civil y administrativo. Y así
comenzamos a ser tratados en 1852, luego de treinta años de penuria e intensa
emigración, pero también de concentración de la riqueza y del poder sobre los
recursos productivos.
1.1. Crisis económica, presión rentista y migración
Las economías de producción y de servicios conocieron una fase de
recuperación y auge entre 1790 y 1815. Las crisis bélicas de este periodo
arruinaron a los competidores de la oferta agroexportadora isleña (vinos y barrilla)
y eliminaron de facto todo obstáculo institucional al libre comercio, es decir, las
restricciones al contrabando. Los navíos norteamericanos descargaban en los
puertos insulares harinas, maderas y salazones, y cargaban víveres y caldos para su
venta en los mercados esclavistas africanos, o bien retornaban a sus bases con
caldos y barrilla. Los ingleses intercambiaban manufacturas por estos bienes o
bien avituallaban en los citados puertos a los buques que hacían la ruta a las
colonias africanas y asiáticas. La negociación fue muy intensa y en ella participó
de forma activa la clase mercantil canaria. En navíos de su propiedad o
consignados, las harinas americanas y las manufacturas europeas cruzaban el
charco para su venta en Venezuela y Cuba, y el comercio esclavista de esta colonia
contó también con la intervención de los agentes isleños.
Pero una vez restaurada la paz y un marco institucional cada vez más restrictivo,
comenzó un calvario que tocó fondo en la década de 1840. Si, en 1800, los caldos
y la barrilla reportaban una riqueza de 19.658.460 reales, en 1839 esta riqueza se
había reducido a 3.827.900 reales. La ruina vitícola y barrillera originó entonces
un déficit en la balanza comercial con las economías del Noroeste europeo, y este
déficit no podía cubrirse ahora con la plata indiana por la caída del comercio
colonial tras la emancipación. Si en 1800 los embarques a las colonias por el
puerto de Santa Cruz de Tenerife fueron valorados en 15.044.213 reales, entre julio
de 1825 y diciembre de 1826 los envíos a la Península y América sumaron 454.680
reales. Las exportaciones a Cuba y Puerto Rico, principalmente del vinos y
aguardientes, se sostenían ahora con el flete de los emigrantes y con la demanda de
productos isleños por parte de este colectivo inmigratorio. El déficit comercial
debía cubrirse entonces con el circulante existente en el país, y la sangría
monetaria fue de tal magnitud que hasta los impuestos tuvieron que pagarse en
productos de la tierra.
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El retroceso de la especialización agraria procuraba igual efecto en un mercado
interior que había crecido gracias a las medidas liberalizadoras ilustradas y al
despegue económico de la etapa 1790-1814. Los precios del grano se hundieron al
combinarse la contracción de la demanda de los productores vitícolas y barrilleros
con una sobreoferta, motivada por el aumento de la producción con el fin de
contrarrestar la caída de sus cotizaciones y por las llegadas de granos y harinas
norteamericanos. Era preciso entonces protegerse de esta oferta ultramarina. Sin
embargo, a esta medida se oponía una clase agromercantil que argumentaba la
necesidad de su libre entrada con objeto de favorecer las ventas de caldos y barrilla
a los Estados Unidos y de garantizar el abastecimiento del mercado interior en los
años carenciales. La razón agromercantil era sólida, pero ocultaba otra de igual
peso: el contrabando de granos y harinas con Cuba y Puerto Rico y, por supuesto,
con el territorio peninsular.
La ofensiva rentista de la clase propietaria y la carencia de medios de pago
metálicos determinaron el pago de salarios en especie y de rentas en trabajo, así
como la generalización del contrato de medianería, donde el respeto a la palabra
dada era la única garantía del colono. Y como más tierra suponía más renta, la
presión rentista acentuó el proceso de privatización del patrimonio comunal, que
alcanzó su clímax con la desamortización civil. Asistimos entonces a la
destrucción de las «economías campesinas tradicionales» y a su efecto: un
incremento de la proletarización rural. Los nuevos jornaleros encontraban un
mercado de trabajo saturado, y aunque el pan era barato, únicamente podían
comprarlo quienes tenían la fortuna de hallar empleo. La subalimentación fue
cualitativa y también cuantitativa y se expresó en la hambruna de 1847 y el cólera
morbo de 1851 (Gran Canaria). Y por primera vez en la historia insular, la
población permaneció estancada en 234.000 habitantes entre 1835 y 1857, pues un
«enjambre» de isleños marchó a Cuba, a Puerto Rico y a las jóvenes repúblicas
americanas. Se trató, además, de una emigración sin la perspectiva del retorno.
1.2. El proteccionismo agrava la miseria
Canarias no tenía nada que proteger del avance de las cotonadas inglesas. Su
oferta agroexportadora sufragaba las importaciones manufactureras, de modo que
el telar doméstico sólo funcionaba cuando aquella oferta no pagaba con ventaja
tales importaciones. El elevado arancel deterioraba esta ventaja, más aún cuando
habían disminuido los volúmenes exportados y sus cotizaciones. Por consiguiente,
el arancel contribuyó a reducir la demanda de cotonadas inglesas y a sustituir esta
oferta por manufacturas nacionales, que llegaron con una nutrida colonia de
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comerciantes de origen mallorquín y catalán, vinculada al comercio colonial y al
contrabando.
El arancel canario de 1831 trató de acallar las protestas de la burguesía isleña.
Los frutos del país quedaban libres de derechos y se reducían los devengados por
los géneros peninsulares, trasladándose el importe de la recaudación liberada a los
efectos extranjeros. El arancel benefició entonces al comercio Canarias-Península,
pero mantuvo el deterioro de la relación de intercambio vinos-barrilla por
manufacturas extranjeras, al tiempo que justificó la aplicación de un trato
arancelario similar sobre la oferta canaria por parte de sus países compradores.
Además, el comercio Canarias-Península provocaba una continua extracción de
numerario. En 1837, la Junta de Comercio calculó el déficit comercial en más de
7,5 millones de reales, una «cantidad que es superior con mucho a los ingresos de
América», y propuso un aumento de los derechos sobre las manufacturas
nacionales y una rebaja en las extranjeras, el beneficio de bandera y la libre
extracción de los granos al mercado peninsular. En resumen, la Junta argumentaba
que a las Canarias les es más útil pagar muchos más caros los géneros
extranjeros que tomar baratos los mismos géneros peninsulares, pues aquellos se
pagan a cambio de vinos y barrillas, y ni vinos ni barrillas reciben en cambio los
comerciantes de la Península.
La protección de la marina nacional fue otra grave rémora para el comercio
exterior canario. Porque si esta marina negociaba los fletes del corto comercio
Canarias-Península, los del intercambio con el Norte se reservaban a la marina del
país que adquiría la oferta agroexportadora a cambio de bienes manufacturados. Se
trataba de buques consignados al efecto o de navíos en tránsito que beneficiaban
estos fletes aprovechando su escala obligada en los puertos insulares. Por
consiguiente, los elevados impuestos exigidos en estos puertos a la entrada de esta
marina elevaron el precio de los fletes, con grave quebranto para la economía
local. Finalmente, estos elevados derechos ahuyentaron a los buques en tránsito,
especialmente a los mercantes ingleses que hacían el tráfico con África y Asia a
través del Cabo de Buena Esperanza, y cuyos armadores preferían suministrarse de
aguada y víveres en los puertos de Madeira, Cabo Verde y Dakar, abiertos al libre
comercio. En este sentido, el proteccionismo perjudicaba no sólo a las economías
de producción y de servicios, sino también a las potencias europeas que
necesitaban el enclave portuario insular para sus transacciones internacionales.
1.3. De lo viejo a lo nuevo: el puertofranquismo
Era necesario, pues, hacer un frente común contra el proteccionismo. Y esta fue
la tarea acometida por la burguesía agromercantil conectada con el tráfico
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atlántico. Defendieron, en síntesis, una opción librecambista, es decir, la supresión
de todo obstáculo a la inserción internacional de la economía isleña. El flujo
comercial animaría los puertos insulares y sus comisiones beneficiarían a su clase
mercantil; la propietaria contaría con buques y módicos fletes para transportar su
oferta a los mercados europeos, de donde se importarían los bienes y manufacturas
necesarios para abastecer el mercado doméstico. La reducción de los aranceles o
su eliminación elevaría la competitividad de la oferta agroexportadora y mejoraría
su relación de intercambio.
Ahora bien, esta estrategia de crecimiento económico tropezaba con una
Hacienda que defendía sus rentas de aduanas y monopolio del tabaco, que
representaban por término medio el 65% de los ingresos fiscales en la década de
1840. La liberalización del tráfico exterior mediante la rebaja o supresión de los
derechos de aduanas y de otros renglones gravosos al comercio y a la circulación
interior, así como la eliminación del monopolio del tabaco —cuyo cultivo e
industria se trataba de impulsar—, no podían significar una disminución de los
ingresos fiscales. Era preciso, por consiguiente, arbitrar una fórmula de
compromiso entre los intereses fiscales y la estrategia librecambista isleña, y esta
fórmula fue el Real Decreto de 11-07-1852, que creaba los puertos francos de
Canarias. En esencia, el decreto suprimía las aduanas y el estanco del tabaco, y
compensaba la pérdida de estos ingresos mediante lo recaudado por los nuevos
arbitrios de puertos francos (consistentes en unos moderados derechos sobre el
tabaco, el producto de lo recaudado por la importación de harinas y granos
extranjeros de acuerdo con las bases establecidas en el arancel de 1831 y el 1 por
mil sobre la facturación de toda clase de mercancías), y por la imposición de dos
recargos: uno del 2% sobre la contribución territorial y otro del 50%
exclusivamente sobre la contribución comercial.
2. LAS «VIRTUDES» DEL MODELO LIBRECAMBISTA
En 1852 se consolida la herencia del pasado. Canarias sería provincia de
España en lo político, pero no en lo económico. Este apartado quedaba en manos
de los agentes insulares, quienes potenciaron sus economías de producción y
servicios en el marco de un modelo económico muy sensible a la coyuntura
internacional; en su etapa de bonanza generaba un ciclo expansivo y, terminado
éste, una migración que retroalimentaba el modelo. La economía de producción
contó pronto con una nueva oferta agroexportadora, la grana o cochinilla, al
tiempo que el librecambio facilitaba una diversificación de la estructura
productiva. Las importaciones a precios internacionales abastecían el mercado
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interior de bienes-salario, pero también de las materias primas, energía y bienes de
equipo necesarios para el desarrollo de una vía industrial vinculada al mercado
interior, al suministro de los buques en tránsito y al mercado exterior,
especialmente colonial. La apertura de los puertos insulares al tráfico atlántico
permitió la expansión de un activo comercio de comisión y el desarrollo de
economías de escala ligadas a la infraestructura portuaria. Y como la industria del
ocio, el turismo, nació en los países europeos avanzados cuya marina frecuentaba
los puertos insulares, nació también en Canarias la actividad turística.
Ahora bien, el nuevo modelo de crecimiento también marginaba la herencia que
no se correspondía con los nuevos tiempos. Porque si, de una parte, la demanda
externa, la baja fiscalidad y las franquicias estimulaban la concentración de los
factores productivos en la oferta agroexportadora, de otra, esa misma fiscalidad y
franquicias, junto con una oferta ultramarina cuya presencia crecía en virtud de la
revolución de los transportes y del librecambio, ampliaban el proceso de
proletarización campesina desencadenado por la reforma agraria burguesa. Los
recargos sobre la contribución territorial y pecuaria, debidos a la supresión de las
aduanas y al déficit presupuestario de los municipios y de la Diputación
Provincial, hicieron subir la carga fiscal sobre la tierra. Pero como los productores
de cochinilla cotizaban como cualquier otro cultivo ordinario, la mayor carga
fiscal recayó sobre los productores de granos, quienes soportaban, además, la
competencia foránea. El sector productivo vinculado al mercado interior
experimentó entonces un continuado retroceso, que se expresó socialmente en la
destrucción de las economías familiares incapaces de competir en el nuevo
escenario.
La totalidad o parte de sus activos se vieron forzados a buscar empleo en los
cultivos exportadores o bien en una migración que desde los años de la gran
diáspora tendía a vertebrar un mercado de trabajo agrícola entre ambas orillas
(Canarias-Cuba); las remesas garantizaban la reproducción de la unidad doméstica,
frenaban el citado proceso de proletarización y mantenían un minifundismo que
reproducía a su vez la oferta estacional de brazos que exigían los nuevos cultivos
exportadores. La terratenencia dispuso entonces de un mercado laboral hecho a su
medida y, además, con baja remuneración gracias a las crecientes importaciones de
bienes-salario. Unas importaciones que, por último, eran beneficiadas por la clase
mercantil, que naturalizaba parte de ellas para su posterior introducción en el
mercado peninsular.
El nuevo modelo tenía su propio espacio económico. A la agonía de las Islas
cuya oferta agropecuaria perdía competitividad en el mercado interior, se oponía la
bonanza del espacio-isla que contaba con una oferta agroexportadora y con una
economía de servicios ligada al comercio internacional. Los agentes de cada
espacio-isla rivalizaban por atraer a sus respectivos territorios todo recurso foráneo
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(económico o institucional) que optimizara el desarrollo de sus estrategias
productivas. Surge así el legado «maldito» de la vía isleña al capitalismo, el
conflicto interinsular responsable de la precaria unidad política regional,
conseguida con frágil urdimbre mediante la Diputación Provincial en 1813,
liquidada de facto con la creación de los Cabildos insulares en 1912 y con la
división provincial en 1927, y reconstruida con el Estatuto de Autonomía (1982).
El proceso económico descrito conoció dos grandes etapas. La primera fue de
ensayo; transcurrió entre 1850 y 1880 y su brusca crisis cuestionó la operatividad
del modelo librecambista. Al final se apostó por su continuidad, y se produjo
entonces un crecimiento económico «moderno»; la estructura productiva se
diversificó e incorporó importantes mejoras tecnológicas, al tiempo que la
sociedad isleña lograba crecientes cotas de bienestar relativo. Y fue entonces
cuando el modelo librecambista alcanzó su edad de oro, aunque su brillo se viera
eclipsado por la Primera Guerra Mundial y por los efectos de la depresión de 1929.
2.1. Tres décadas de éxito acaban en desastre
La nueva oferta agroexportadora fue la grana o cochinilla, un minúsculo insecto
empleado como colorante por la industria textil. La aclimatación del nopal y su
parásito se efectuó a mediados de la década de 1820, a instancias de la industria
peninsular, y su verdadera expansión comenzó en 1850, cuando la política
librecambista inglesa y las franquicias mejoraron su oferta con respecto a la de sus
competidores americanos. La producción de cochinilla creció de manera
exponencial, alcanzando la cifra de 2,7 millones de toneladas en 1870, y su
productor era sensible a la innovación tecnológica, único modo de garantizar la
presencia de la grana isleña en mercados con precios a la baja, recogidos
puntualmente por la prensa económica local. Aumentó la presión sobre los
recursos hídricos, se importaron por primera vez abonos naturales y artificiales, y
se discutió la conveniencia del medio financiero moderno con objeto de reducir los
altos tipos de interés.
La supresión de las aduanas y la libre entrada de la marina extranjera mejoraron
la competitividad y la capacidad de compra en el exterior de nuestra única oferta
exportadora, la grana, y la economía de servicios obtuvo sustanciales beneficios
del tráfico atlántico. Los buques de aquella marina (sobre todo ingleses y
franceses) que hacían el derrotero atlántico se avituallaban en los puertos insulares,
descargaban los bienes que demandaba la economía local y negociaban los fletes
del transporte de la cochinilla a los mercados europeos. La balanza comercial con
Inglaterra, nuestro principal mercado exterior, presentó un débil equilibrio entre
1845 y 1865, y luego una etapa de elevados saldos favorables hasta 1882. La
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grana, de representar únicamente el 6% del valor total de las exportaciones
canarias en 1839, subió a casi el 90% en la década de 1870.
El incremento de la capacidad exportadora corrió paralelo a la ampliación de la
capacidad importadora, debida al retroceso de la oferta local y a la mejora del
poder adquisitivo de los insulares. Su número, aquejado del mal emigratorio
durante la etapa anterior, cambió de signo; la tasa anual de crecimiento
acumulativo subió al 0,92% entre 1857 y 1877, y la población regional se situó en
esta última fecha en 280.974 habitantes. La contribución agropecuaria, a pesar de
su infravaloración, duplicó su valor entre 1852-56 y 1872-77, mientras la
contribución industrial y la de comercio se multiplicaron por 2,2 en idéntico
periodo. Los salarios nominales se duplicaron también durante este periodo (de
0,6-0,7 ptas. en 1840 a 1,5 ptas. en 1870), y las migraciones interiores revelan que
la nueva economía elevó el nivel de empleo y, además, exigió una mayor
cualificación a su capital humano. La enseñanza primaria, arruinada por una
desamortización eclesiástica y civil que enajenó el patrimonio que sustentaba su
presupuesto, comenzó a renacer a medida que los intercambios interiores y el
consumo procuraban mayores ingresos fiscales; la enseñanza secundaria contó con
centros privados y públicos; aumentó la matrícula en las Escuelas de Comercio y
de Náutica y se discutió la conveniencia de restaurar los estudios universitarios.
Finalmente, los primeros centros urbanos embellecieron sus estructuras
principales, al preocuparse sus ediles por la higiene y salud públicas.
Así pues, los contemporáneos acertaron al afirmar que la expansión de la
cochinilla y de las actividades urbanas generaban auténticos «ríos de oro». Pero los
más avispados también acertaron al señalar que el manantial se secaría con la
misma rapidez con que había manado porque la química aplicada, responsable de
la ruina de la exportación barrillera en 1840, preparaba un destino similar a la
grana desde 1860. Y, en efecto, sus precios se hundieron quince años más tarde por
el uso industrial generalizado de las anilinas artificiales. Los 2,7 millones de
toneladas exportadas a principios de la década de 1870 se redujeron en un 66% a
mediados de la siguiente y las consecuencias del desastre llegaron todas juntas. El
saldo de la balanza comercial con Inglaterra fue negativo después de 1883 y tocó
fondo en 1888-1889. Los pequeños cultivadores se quedaron sin caudal para
amortizar los préstamos contraídos en la febril expansión del cultivo, los
asalariados perdieron empleo y renta, y ambos colectivos optaron entonces por
colocar el excedente laboral de sus unidades familiares en Cuba; una decisión que
apoyó la elite local y el propio Estado, y la tasa emigratoria fue la más alta de
España.
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2.2. Está decidido: españoles en lo político, país tercero en lo económico
La recesión fue, no obstante, de carácter coyuntural. La miseria no siguió su
curso gracias a una migración que aportaba remesas al sistema productivo y
articulaba el mercado de trabajo cubano con el isleño, al tiempo que este último
recuperó y amplió su demanda de activos luego de 1900 en virtud de una nueva
expansión de las economías de producción y de servicios. El jornal subió de 1,251,30 a 2,5-3,0 ptas. y su expresión real mejoró por la baratura de las importaciones
de bienes-salario y de manufacturas por efecto del librecambio. El movimiento
obrero, primero urbano y luego rural, sustituyó su asociacionismo católico y
gremial por otro de clase, y los indicadores de bienestar social de la etapa
precedente alcanzaron un mayor dinamismo, surgiendo ahora facultativos y
boticas en los principales centros urbanos. Creció, en síntesis, la demanda de
infraestructuras y equipamientos sociales, y ante la insuficiencia de la inversión
estatal, las corporaciones locales reclamaron una participación en los beneficios
del ciclo económico para atender aquella demanda. Los arbitrios, principal renta de
los Cabildos insulares, creados en 1912, gravaban con un moderado arancel las
importaciones y exportaciones de mercancías, y desde entonces estas instituciones
desempeñaron un papel esencial en la promoción de la actividad productiva de sus
respectivos territorios.
Las claves de este nuevo avance en el proceso de cambio social y económico
protagonizado por el modelo librecambista residen en la nueva fase expansiva de
las economías de producción y de servicios. Una fase que se fundamentó en dos
estrategias. La primera, surgida a raíz de la crisis de la grana, debilitaba la opción
librecambista, al plantear sus agentes, la burguesía agromercantil indígena, la
conveniencia de colocar la oferta exportadora al amparo del proteccionismo
mediante su vinculación al mercado peninsular, mientras toda la importación
tendría libre acceso a los mercados internacionales. Se trataría entonces de
impulsar aquella industria agroalimentaria que posibilitaba el marco librecambista
isleño; una industria que contaría con energía (carbón) y materias primas
importadas (pesca, cereales), además de materia prima local (azúcar y tabaco). La
pesca tradicional en el banco pesquero sahariano recibiría, además, el apoyo del
Estado, pues reforzaba la presencia hispana en la costa occidental de África
cuando se debatía el reparto del continente entre las potencias europeas.
Y mientras se discutía y consolidaba esta primera estrategia, iniciaba su
andadura una nueva oferta agroexportadora, basada en los plátanos, tomates y
papas. Esta segunda estrategia productiva restablecía los tradicionales vínculos con
la economía británica, coincidiendo con la revitalización del enclave portuario
isleño para esta potencia. La reconversión agraria tuvo indudable éxito. Las
exportaciones comenzaron a finales de la década de 1880; en 1905 ascendieron a
Canarias: Una economía insular y atlántica
7d
43.191 toneladas de plátanos, 12.742 de tomates y 8.065 de papas; en 1914, las
toneladas exportadas fueron 70.350, 18.336 y 7.023, respectivamente. El mercado
inglés absorbía el 90% del total exportado.
El desarrollo de los nuevos cultivos exportadores intensificó el proceso
modernizador que tuvo su principio con la grana. Era preciso ahora acondicionar
los terrenos (bancales, cortavientos, labores de desmonte o «sorriba») para los
platanales, que desplazaron a las arruinadas nopaleras de las tierras bajas e
irrigadas de Gran Canaria, Tenerife, La Palma y La Gomera; las variedades de
papas adaptadas al consumidor británico y de ciclo corto ocuparon las tierras
húmedas de las medianías, y el tomate comenzó a redimir los áridos secanos de las
vertientes meridionales, antaño tierras de grano, al contratar aparceros para su
zafra entre las colectividades campesinas de pequeños propietarios. La nueva
expansión agraria requería invertir en la explotación de nuevos recursos hídricos,
construir canales y embalses, y emplear mayores cantidades de abonos químicos
(el importe de los de origen británico subió de 14.076 libras en 1890 a 111.663 en
1914) para garantizar una productividad que, en el caso del plátano, le permitiera
competir con la oferta de América Central en el mercado europeo. El sector agrario
se financió con sus propios ahorros, con recursos ajenos de entidades bancarias
locales, nacionales y extranjeras (Bank of British West África), y, sobre todo, con
las remesas de los emigrantes, llegadas ahora en mayor cuantía como consecuencia
de la fase expansiva del ciclo económico. Finalmente, en estas inversiones
destacan las compañías extranjeras (Fyffes, Elder-Dempster, Wolfson, Yeoward);
arrendaban tierras a la terratenencia, compraban parcelas para destinarlas a los
nuevos cultivos, o adelantaban el capital necesario para su implantación, exigiendo
a cambio la venta del producto en su mercado exterior.
La economía de servicios inició un nuevo ciclo expansivo, impulsado ahora por
la carrera imperialista. Se requería únicamente construir en el enclave insular una
infraestructura portuaria y de servicios adecuada a la demanda del comercio
internacional. La elite agromercantil logró que esta infraestructura fuera pagada
por el Estado, y acordó también con éste que la economía local se abriera a la
presencia efectiva del capital privado extranjero. Y gracias a esta apertura, las
consignatarias y compañías foráneas que hacían las rutas atlánticas (Swaston,
Blandy Brothers, Cory, Wilson, Elder-Dempster) construyeron las instalaciones y
ofertaron los nuevos servicios que requería el tráfico internacional (consignación y
suministros de diversa índole; seguros y banca comercial; talleres para las
reparaciones navales; remolcadores, gabarras). Se trataba de instalaciones y
servicios cuyos principales usuarios eran, en definitiva, las economías externas que
necesitaban el enclave insular para el desarrollo de su comercio exterior.
La actividad marítima corrió paralela a la demanda del tráfico internacional y
los puertos insulares ocuparon los primeros puestos en el ranking nacional. Los
8i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
buques en tránsito se avituallaban de agua, víveres, bienes manufacturados,
material naval y de energía de procedencia foránea, representada primero en el
carbón mineral (hulla), de origen principalmente británico, y en el petróleo luego
de la Primera Guerra Mundial. En 1913, el carbón suministrado en los puertos de
Las Palmas de Gran Canaria y de Santa Cruz de Tenerife ascendió a 1.177.436
toneladas y los buques atracados en sus muelles desplazaron un total de
20.470.042 toneladas de arqueo. Y como, según se ha dicho, el capital extranjero
era el dueño de la mayor parte de sus instalaciones, una proporción elevada de sus
beneficios debió de fluir al exterior; no obstante, en las Islas quedaban una parte de
las rentas del trabajo, los ingresos abonados al Estado por la utilización de la
infraestructura portuaria y, por último, los pagos a la economía de producción por
sus ventas a los buques en tránsito.
La nueva economía de servicios portuarios procuró también otros beneficios a
la economía local. Las empresas navieras extranjeras trataban de rentabilizar la
escala de sus flotas y este comportamiento empresarial generó nuevos e
importantes «efectos de arrastre» sobre la economía de producción, pues impulsó
la diversificación del aparato productivo e incrementó su dimensión y capacidad
exportadora. En síntesis, la economía de servicios portuarios desempeñaba un
papel crucial en la estrategia defendida por la burguesía indígena para superar la
crisis de la grana.
Las compañías marítimas extranjeras ofertaban a la economía local y a precios
internacionales bienes-salario, materias primas, productos manufacturados y, sobre
todo, energía, un bien considerado estratégico desde entonces, pues las Islas
carecen de fuentes energéticas de naturaleza fósil. La economía local pudo por fin
disponer de una energía barata para sus fábricas de gas y luego de electricidad;
para las máquinas de vapor y los motores que extraían del subsuelo las aguas que
irrigaban los cultivos exportadores; para un transporte terrestre que adquiría mayor
vuelo a medida que retrocedía el cabotaje insular; y, por último, para su original
industria agroalimentaria (destilerías, fábricas de harina y derivados, pesca,
tabaco). Y como la oferta de materia prima local, tanto en volumen como en precio
y calidad, era inferior a la internacional, los fabricantes optaron cada vez más por
elaborar esta última con el fin de cubrir una triple demanda manufacturera. En
primer término, la interior, que tendía a subir por el aumento de la renta familiar
disponible en los centros más dinámicos de las economías de producción y de
servicios; el suministro de los buques en tránsito era otro importante segmento de
demanda industrial, así como las ventas a los mercados africanos, americanos e
incluso europeos.
Interesadas en negociar cualquier tipo de mercancía que procurase cómodos
fletes de ida y retorno, las compañías marítimas extranjeras pronto se percataron
de que el clima y el paisaje insular facilitaban el desarrollo de la nueva fuente de
Canarias: Una economía insular y atlántica
8d
riqueza que nacía en la Europa de la segunda industrialización, el turismo; de ahí
que el primer negocio hotelero de las Islas estuviera en sus manos y los turistas
fueran en su mayoría de origen británico. Las compañías ofertaban también a
precios internacionales todos los servicios que requería el comercio exterior isleño,
mejorando así los márgenes de competitividad de su oferta exportadora. En
síntesis, la infraestructura mercantil y financiera (banca comercial) y los fletes
necesarios para colocar esta oferta en los mercados africanos, europeos e incluso
en el mercado de la España peninsular.
Y, de nuevo, surgió el problema del contrabando que, como en el pasado,
obedecía a la propia naturaleza y dinámica de las economías de producción y de
servicios. Porque si buena parte de las materias primas que empleaba esta industria
agroalimentaria eran importadas, el acceso de su oferta al mercado de la España
peninsular, protegido por fuertes barreras arancelarias, era considerado un
comercio ilícito y, además, ruinoso para la economía peninsular, especialmente en
lo que respecta a las industrias azucarera, tabaquera y harinera. La reforma de los
puertos francos de 1900 aclaró las cosas: o se eliminaba el librecambio, es decir, la
vinculación de las Islas a la economía internacional, responsable indirecta del
citado contrabando por la economía de servicios portuarios, o se soltaban
definitivamente las amarras, es decir, el territorio isleño recibiría la categoría de
país tercero, de modo que cualquier producto procedente del Archipiélago que
entrase en la España peninsular estaría sometido al arancel general de comercio.
La elite agromercantil discutió ampliamente la opción que debía seguirse y apostó
de forma más decidida aún por la continuidad de su herencia librecambista, es
decir, por seguir obteniendo sustanciales beneficios de su inserción en el escenario
internacional.
2.3. Crisis, década prodigiosa y nueva recesión
La Primera Guerra Mundial provocó inflación, paro y emigración. Las
exportaciones agrícolas a los mercados europeos se hundieron al disminuir su
demanda como consecuencia de la contienda, y las compras del mercado
peninsular no amortiguaron la crisis por el carácter exiguo de su demanda. El
brusco descenso del tráfico marítimo internacional afectó con igual intensidad a la
venta de suministros a los buques en tránsito; se paralizaron entonces la economía
de servicios portuarios y la incipiente actividad turística. Los precios de las
subsistencias conocieron una fuerte subida, debido a la reducción de la oferta por
la caída de las importaciones y a la incapacidad de la producción local —a pesar
de su claro esfuerzo productivo— para cubrir el déficit. Se debatió la conveniencia
de una vía industrial sustitutiva de las importaciones, protegida mediante una
9i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
modificación del marco librecambista, con el fin de solucionar la grave penuria de
bienes manufacturados. Pero las dificultades de la industria agroalimentaria,
motivada por el retroceso de las importaciones de materias primas y de la
demanda, ante la contracción de la capacidad adquisitiva y la ruina de su comercio
exterior, mostraban que el desarrollo industrial isleño repudiaba el proteccionismo,
es decir, dependía de su vinculación al escenario económico internacional.
Arreciaron entonces el paro y la conflictividad obrera en las zonas urbanas y en
el subsector agrario vinculado al mercado exterior, y la espiral migratoria
temporera o golondrina se manifestó con fuerte intensidad, conduciendo nuevos
isleños a los cañaverales y haciendas de tabaco de Cuba, así como a los más
cualificados hacia sus empleos urbanos. La población, que había crecido a una tasa
anual acumulativa del 2,2% entre 1900 y 1910 hasta alcanzar los 444.018
habitantes, redujo este ritmo al 0,3% entre este último año y 1920. Asistimos, en
síntesis, a una grave crisis económica y social que no alcanzó mayor vuelo gracias
a esta riada migratoria a Cuba y al papel desempeñando por sus remesas en la
reproducción social de las unidades familiares de este lado.
Las secuelas de esta breve e intensa coyuntura crítica se remontaron a principios
de 1920. El subsector agrario exportador aceleró su ritmo de crecimiento,
estimulado por los elevados precios obtenidos por su oferta a principios de la
década una vez recuperada la demanda en los mercados europeos. La exportación
frutera creció vertiginosamente: de poco más de 70.000 toneladas de plátanos y de
18.000 de tomates en 1914, pasamos a 226.298 y 105.772, respectivamente, en
1930. El mercado británico absorbía ahora un 50%, seguido del francés (30%) y
del peninsular (15%).
La nueva expansión agraria incrementó la productividad, en primer lugar, del
factor trabajo, pues si bien aumentó el nivel de empleo rural, igual signo tuvo la
inversión en tecnología; aparecen las primeras máquinas ahorradoras de mano de
obra en los empaquetados y en otras labores agrícolas, y la población activa en el
sector se redujo en 17 puntos entre 1920 y 1930 (del 64 al 47%). El empleo de
abonos químicos casi se duplicó: de 13 millones de kg en 1924 se pasó a 24
millones en 1930. La expansión agraria requirió también mayores dosis de capital,
tanto foráneo como sobre todo autóctono, acumulado durante la fase anterior de
auge. Las remesas procedentes de Cuba llegaron ahora en mayor cuantía, pues la
fase de bonanza de la economía isleña, frente a la contracción de la economía
azucarera y tabaquera cubana, posibilitaron los retornos definitivos.
La expansión agraria exigió, finalmente, un incremento en la disponibilidad de
recursos hídricos y los datos al respecto son bastante elocuentes. En 1927, la
propiedad de un litro de agua por segundo valía 100.000 ptas.; una cifra
astronómica si consideramos que el precio de la fanegada de platanera (5.248 m2)
era de 15.000 ptas., subiendo a 35.000 ptas. si contaba con su correspondiente
Canarias: Una economía insular y atlántica
9d
dotación de agua en propiedad. Se abrieron galerías y pozos, predominando la
fórmula de sociedades anónimas, que permitía captar el pequeño ahorro local
urbano o rural y las remesas. En 1922 existían 21 sociedades hídricas con un
capital social de 13.349.086 ptas. y Canarias presentaba la ratio más alta de capital
social por habitante (29,2 ptas./hab.) de todo el Estado. Por último, entre 1920 y
1934 se construyeron en Gran Canaria 19 nuevos embalses, con una capacidad
total de 9.178.946 m3, cuadruplicando la capacidad de los construidos entre 19031916.
El desarrollo de los cultivos exportadores concentró la mayor parte de los
factores productivos. La recuperación y auge de nuestra capacidad compradora
otorgó un nuevo ritmo a las importaciones de productos agrarios para cubrir el
déficit de una oferta doméstica que retrocedía de nuevo por su bajo nivel de
competitividad. Ásí, la superficie dedicada a los cereales y leguminosas, con
149.709 hectáreas en 1922, se redujo a 67.662 hectáreas en el quinquenio 1931135, lo cual supuso una pérdida neta del 44%, mientras que el valor de su
producción en el conjunto del sector agrario, que había significado el 40,3% en
1922, descendió al 25,3% en 1929. No obstante, el sector agrario tradicional debió
conocer algunos cambios positivos en su estructura productiva. La demanda
urbana de frutas y hortalizas determinó un incremento de los cultivos de huerta y
frutales. La cabaña ganadera experimentó un sensible aumento, sobre todo el
cabrío y el vacuno, relacionado el primero con la ampliación de la superficie
baldía y, ambos, con la mayor demanda de productos lácteos, sobre todo de leche
fresca, de unos centros urbanos en continua expansión.
La economía de servicios portuarios recobró su dinamismo, generando efectos
de arrastre sobre el resto de los sectores productivos. Destaquemos la intensa
actividad constructora, con especial incidencia en los dos centros capitalinos del
Archipiélago. El aumento de la demanda energética, tanto local como sobre todo
de los buques en tránsito, contribuyó al establecimiento de una refinería por la
Compañía Española de Petróleos (CEPSÁ) en 1929 y en Santa Cruz de Tenerife,
con una capacidad de refino inicial de 280.000 toneladas. La producción de
energía eléctrica de las empresas ubicadas en las dos capitales insulares pasó de
1.347 millones de kw/h en 1914 a 15.939 millones en el quinquenio 1931-35. La
industria tabaquera, a pesar de sus roces con el monopolio, aparece ya plenamente
consolidada, así como la industria pesquera, gracias sobre todo a la demanda de los
mercados coloniales. El resto de la industria agroalimentaria conoció sus días de
gloria, al incrementarse la demanda local y exterior (suministros de buques),
aunque debe citarse el cierre de la industria azucarera, debido al retroceso de su
presencia en el mercado peninsular y a la competencia del azúcar de remolacha.
Mencionemos, por último, el nuevo auge de la actividad turística, propiciada ahora
de forma creciente por el capital indígena.
10 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
Fue, pues, una década de indudable crecimiento económico, con rasgos propios
respecto de la etapa anterior. Si sus principales agentes habían sido los intereses
foráneos, ahora le correspondió este protagonismo a la burguesía indígena; el
mercado interior pasó progresivamente bajo su control, así como buena parte de la
exportación frutera. Por su parte, la clase obrera, con un mayor grado de cohesión,
logró incrementar sus retribuciones: el máximo de 2,5-3,0 ptas. del jornal agrícola
de 1914 subió a 5,0-5,5 en 1930, siendo muy superior en el caso de los obreros
portuarios y de la mano de obra cualificada. Asistimos entonces a una sensible
mejora en la distribución social de la renta y este cambio debe relacionarse con la
génesis de las primeras entidades de ahorro. Las Cajas surgieron en Santa Cruz de
Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria en 1911 y 1913, respectivamente, y el
saldo total de sus imposiciones en ptas. corrientes se multiplicó por 3,4 entre 1920
y 1930. Las tasas de mortalidad decrecieron gracias a los avances en la sanidad
pública. La inversión por habitante en la enseñanza primaria subió de 0,87 ptas.
corrientes en 1916 a 4,02 ptas. en 1927, y dos años más tarde Canarias ocupaba el
octavo y séptimo lugar en el conjunto del Estado en lo que respecta a niños por
escuela y a niños escolarizados por cada mil habitantes. Y es que, en fin, el aparato
productivo exigía de nuevo un capital humano más cualificado. Y de ahí el
aumento de la matrícula en los estudios secundarios y el establecimiento de la
primera universidad en La Laguna (Tenerife) en 1927.
Y, de nuevo, la crisis. El modelo librecambista fue alcanzado en 1933 por la
depresión de 1929, aunque con la fortuna de que ésta no afectó a toda la estructura
productiva. La exportación de tomates no experimentó ninguna recesión, mientras
la de plátanos se redujo en más de un tercio entre 1930 y 1936, descendiendo sus
precios en los principales mercados europeos de 0,615 a 0,276 ptas/kg. La política
arancelaria y de contingentes impuesta por los países consumidores en beneficio
de la oferta bananera de sus respectivas colonias, hundió una exportación frutera
que se hallaba herida de otros males; de un lado, por su incapacidad real para
competir, a pesar de su mejor calidad, con la oferta colonial, obtenida a menores
costes; de otro, por las graves deficiencias existentes en la comercialización,
siendo uno de sus defectos la elevada atomización del grupo exportador. Los
reajustes en el comercio internacional, consecuencia del activo proteccionismo
practicado por la mayoría de las economías europeas, condujeron a un descenso
del comercio de tránsito y de la actividad portuaria. La construcción se paralizó y
la crítica situación de los diferentes países europeos afectó a las rentas de sus
ciudadanos, haciendo desaparecer la incipiente actividad turística. El paro y la
conflictividad social alcanzó su climaterio en 1933, no existiendo ahora la opción
migratoria, pues la depresión también afectó a los países de América Latina;
únicamente Venezuela escapó a la recesión gracias a su oro negro y con futuro
provecho para la migración isleña.
Canarias: Una economía insular y atlántica
10 d
3. EL CALVARIO AUTÁRQUICO EN VERSIÓN ISLEÑA
El periodo 1936-1959 debe interpretarse como algo ajeno al devenir históricoeconómico del Archipiélago. Si la Guerra Civil liquidó la tensión social que
pretendía mejorar la distribución de la riqueza y la Segunda Guerra Mundial cegó
su fuente externa, la política económica de la Dictadura no alivió su caudal al
suprimir de facto el modelo librecambista. Se interrumpió entonces el proceso de
modernización que, en virtud de este modelo, se había iniciado en el último cuarto
del siglo XIX y con mayor vigor en los años veinte; un proceso que no retornaría
sino en la década de 1960, cuando, de nuevo, la economía isleña recuperó su
secular vocación atlántica.
Ásí pues, durante cinco lustros, factores exógenos «robaron» a la sociedad
insular una parte sustancial de su renta, aquella que fluía por su entramado
librecambista, y aunque carecemos de indicadores adecuados para medir esta
pérdida, todo sugiere que se tradujo en ganancias para otros agentes. En primer
lugar, para el Estado, dado el montante de divisas que la economía canaria aportó a
la «causa nacional» y al sector público, y, en segundo lugar, para las empresas
peninsulares. La autarquía limitó las compras en los mercados exteriores y
favoreció la segunda «conquista» del mercado isleño por un capitalismo hispano
que hasta entonces había tenido una escasa presencia en este mercado, debido a su
incapacidad para competir con la oferta foránea. Esto significa que las pérdidas
ocasionadas por el diferencial de precios existente entre los bienes y servicios
internacionales y los bienes y servicios nacionales, más caros y de peor calidad, se
convertían en beneficios para las empresas peninsulares.
Las cosas ocurrieron, no obstante, de forma mucho más compleja, y tal
circunstancia exige distinguir tres ciclos. Los años de la Guerra Civil, con sus
secuelas de dura represión y lo que ello supone de pérdida de capital humano y de
debilidad en la esfera de su formación; el sexenio siguiente tiene también entidad
propia, pues durante la contienda mundial la economía isleña estuvo bajo los
dictados del Mando Económico de Canarias (1941-1946); finalmente, la etapa
1946-1959 se caracteriza, entre otros rasgos, por los esfuerzos de una economía
que intenta desembarazarse del corsé autárquico para recuperar su legado
librecambista.
11 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
3.1. La economía en la Guerra Civil: divisas para los alzados
Nada más iniciarse el golpe de estado, todas las decisiones de política
económica quedaron bajo el control de la autoridad militar golpista, asesorada por
miembros de la patronal. Esta intervención tenía por objeto destinar una parte de
las divisas generadas por la economía isleña a financiar el ejército rebelde. En
síntesis, el país debía contribuir a la «causa nacional» con hombres y con las
ganancias de sus sectores productivos más dinámicos. Y esta segunda aportación
se obtuvo básicamente mediante la apropiación violenta de una parte sustancial de
las rentas del trabajo.
El régimen militar suprimió las conquistas sociales de la República, aunque
mantuvo algunas de sus medidas laborales, como la contratación de dos obreros
por hectárea de plátanos; una exigencia que no supuso un aumento de sus costes
laborales, pues las empresas redujeron las horas semanales por activo. La patronal
y el régimen también coincidieron en resolver la crisis bananera, debida a la
continuidad del proteccionismo impuesto a raíz de la gran depresión. Un nuevo
organismo, la Confederación Regional del Plátano, negociaba la fruta en los
mercados europeos, mientras los exportadores de tomates gozaban de mayores
márgenes de libertad en sus transacciones. Finalmente, en las materias de comercio
exterior y cambiaria, la herencia librecambista persistió —aunque aminorada por
nuevas figuras fiscales y el rígido control de los intercambios— y los pagos con
Alemania, Bélgica, Holanda, Portugal y el Reino Unido se realizaron mediante
acuerdos de compensación privados, firmados gracias a la intervención de los
agentes internacionales que operaban en la economía isleña.
El balance económico de estos años no se conoce con exactitud. Á primera
vista, el comportamiento de las macromagnitudes respondió a los efectos
perniciosos del proteccionismo sobre una economía cuya esencia vital era el
librecambio. La economía de servicios ligada al comercio internacional persistió
en su contracción; las 514.000 toneladas de petróleo suministradas a los buques en
tránsito entre 1931 y 1935 se redujeron a 399.000 en el quinquenio siguiente. Pero
las exportaciones agrarias y sus precios recuperaron su ritmo ascendente, y esto
debe imputarse a las medidas tomadas por el régimen militar y sus consejeros,
como también la cohabitación de esta recuperación con un fuerte retroceso en el
bienestar relativo de los insulares.
La contribución financiera a la «causa rebelde» fue un éxito: las divisas
canarias representaron un tercio del total «nacional». La contracción de la
economía de servicios indica que la mayor parte de estas divisas se obtuvieron en
el sector agroexportador. Y como aquí las rentas del capital aumentaron, frente al
retroceso de las rentas del trabajo, cabe sostener que las pérdidas en divisas por el
control del tipo de cambio recayeron en los salarios y en la participación de los
Canarias: Una economía insular y atlántica
11 d
aparceros del tomate en los beneficios de la zafra. Finalmente, la política de ahorro
de divisas redujo la oferta de bienes-salario importados, teniendo su demanda igual
signo al contraerse la capacidad adquisitiva de las unidades familiares como
consecuencia de la congelación salarial y del incremento de los precios, efecto
éste, en fin, de aquella política.
3.2. La etapa del ordeno y mando
La Segunda Guerra Mundial agravó estas duras condiciones sociales. Ante el
peligro de una invasión aliada, la Dictadura «administró» la economía isleña a
través del Mando Económico de Canarias (1941-1946). Y, en principio, había
razones para tal intervención. La contienda arruinó los servicios portuarios y las
actividades urbanas; así, entre 1941-1945 sólo se suministra-ron 26.000 toneladas
de petróleo a los buques en tránsito, frente a las 399.000 del quinquenio anterior.
La crisis bélica también arruinó la oferta agroexportadora y las importaciones
foráneas de bienes-salario y de inputs para el aparato productivo. Y el efecto
inmediato de esta brusca alteración del pulso económico internacional fue un
fuerte aumento del desempleo y de los precios.
La autoridad militar y sus asesores hicieron frente a la coyuntura congelando las
leyes de mercado y aplicando medidas de autarquía. Mediante el control de precios
y salarios y agregando más tierra y trabajo al proceso productivo, se trató de
incrementar la oferta destinada al mercado interior, mientras las escasas dotaciones
en capital, agua y fertilizantes se concentraron en la oferta dirigida a la economía
peninsular (plátanos, tomates, tabaco, algodón), que se convirtió en el principal
mercado de la economía isleña. La política autárquica se preocupó de la diminuta
industria, y las pesquerías iniciaron su década de oro, al aumentar el consumo de
sus salazones en el mercado peninsular por la desaparición de las importaciones de
bacalao.
El tejido económico respondió a esta terapia como cabía esperar. Mientras la
incorporación de más tierra y trabajo al aparato productivo hundía los
rendimientos de ambos factores y las rentas del capital se mantenían al parecer
estables, las rentas del trabajo experimentaron un nuevo retroceso. La insuficiencia
de la oferta doméstica y la también escasa y cara oferta peninsular hicieron que los
precios subieran muy por encima de la media nacional (un 78,7%, frente al
54,3%), con la consiguiente ruina de los salarios reales. El racionamiento y las
tasas acompañaron a un activo mercado negro, y a finales del sexenio la sequía y
el hambre expresaron su lado más oscuro en un aumento de la mortalidad.
El desastre no fue mayor porque el Mando Económico suavizó sus bandos y el
corsé autárquico. La caída del salario por debajo de su «mínimo vital» obligó a la
12 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
autoridad a subir su valor nominal en 1943, a mejorar su expresión real
adquiriendo trigo y millo argentino para elaborar el preciado «gofio», y a conceder
licencias de importación para aliviar determinadas carencias. Debió, además,
tolerar la actividad de los «funcionarios» del extraperlo, los cambulloneros, que
«asaltaban» los buques en tránsito para intercambiar la «pacotilla» local (bordados,
tabaco) por divisas y bienes de elevado precio (medicinas). Y como las obras
públicas no aliviaron el paro, el Mando debió reconocer que el mercado de trabajo
local incluía el de la otra orilla. Porque, a pesar de la normativa antiemigratoria,
puso escasos reparos a la salida de jóvenes activos hacia la Venezuela del petróleo;
una emigración que reforzó y amplió las cadenas migratorias ya establecidas y que
darían luego acomodo a la diáspora que se avecinaba.
3.3. General, devuélvanos nuestras franquicias
En 1950 el General volvió al lugar donde fraguó su victorioso golpe. Las
Cámaras de Comercio le manifestaron entonces sus quejas; toda la grandiosidad
del régimen... ha tenido en este trozo lejano de la patria un eco limitado, de
repercusiones un tanto extrañas, y el mejor modo de recompensar la contribución
humana y financiera de este trozo lejano de la patria a su «causa», residía en la
vuelta íntegra al sistema de puertos francos, sagrada herencia de nuestros
mayores, y cuya custodia es para nosotros ineludible deber. La etapa de apoyo a
los «destinos patrios» había concluido y la reconstrucción de la economía europea
avalaba esta propuesta de retornar al librecambio. Pero las cosas no cambiaron en
la dimensión esperada; se opusieron a ello los intereses locales y foráneos
enriquecidos con la administración de la miseria de la década 1936-1946. Y
continuó entonces el calvario autárquico en su modalidad isleña.
Las economías de producción y servicios retomaron con nuevo vigor su
orientación exportadora. Las ventas de servicios portuarios siguieron las
tendencias de recuperación y auge del tráfico mundial. El declive de las
exportaciones de plátanos a los mercados exteriores se vio compensado por el
aumento de su consumo peninsular, que duplicó al extranjero en 1960, mientras las
ventas de papas y, sobre todo, de tomates, se concentraron en este mercado,
creciendo los envíos a una tasa anual del 2,7% entre 1947-1960. Pero la estrategia
exportadora no absorbió todo el potencial laboral y la emigración a Venezuela
alcanzó niveles de verdadera diáspora cuando la libertad emigratoria redujo los
costes de traslado. Esto significa que «elementos extraños» a la economía isleña
drenaban parte de las rentas de su comercio exterior y mermaban su capacidad
para crear nuevas fuentes de riqueza. Y tales «elementos» eran un factor
Canarias: Una economía insular y atlántica
12 d
institucional insensible con la sagrada herencia de nuestros mayores y los
intereses surgidos a su amparo.
El Estado no alteró su política cambiaria y comercial. Abonaba las divisas,
incrementadas ahora con la venta de la mercancía trabajo, a un tipo muy inferior al
vigente en el mercado libre. Mantenía su cicatera concesión de medios de pago
externos, al ceder sólo un tercio del valor total de las importaciones; el comercio
de Estado y el mercado peninsular debían absorber el resto. Y fue así como, un
siglo más tarde, la segunda «conquista» del mercado isleño por el capitalismo
peninsular alcanzó su clímax, al tener ahora éxito la estrategia de sustituir la oferta
de bienes y servicios internacionales por bienes y servicios nacionales (banca,
marina, capitales, presentes incluso en la agricultura exportadora).
Se privaba así a la economía isleña de parte de su potencial de riqueza,
constituido por las economías de escala que en el pasado habían nacido al calor de
su vinculación al mercado exterior, y a su estructura social de mejores cotas de
bienestar relativo. El predominio de la oferta de bienes y servicios nacionales, más
caros y de peor calidad que los foráneos, hizo que la inflación continuara su curso,
mientras las rentas del trabajo, a pesar de sus puntuales subidas, crecían muy por
debajo del coste de la vida. Y si las obras públicas y un activo mercado negro,
nutrido con el contrabando de divisas y con los productos del cambullón, aliviaron
las penurias, también enriquecieron a la minoría que administró el mercado
interior como si de una finca propia se tratara.
Las rentas de la tierra, sobre todo de los cosecheros-exportadores de tomates,
conocieron un fuerte crecimiento. La escasez y carestía de los inputs que requería
el sector se compensaron agregándole más trabajo, tierra y agua; una estrategia que
recibió el apoyo institucional a través del control de los salarios y de créditos y
subvenciones. La superficie cultivada se duplicó, y la estructura productiva
recordó un pasado ya lejano; en 1959, la participación del sector agrario en el
producto interior bruto y en el empleo era del 30,2% y 55,0%, respectivamente.
Por su parte, el sector servicios languidecía por la cortedad de la demanda —a
pesar de las subidas en los salarios y de la ayuda familiar representada por las
remesas—, y lo mismo le ocurría al sector industrial; su débil acceso a los inputs
del mercado mundial minaba su esfuerzo por competir con la oferta peninsular, y
la edad de oro de las pesquerías palidecía a medida que se recuperaba el consumo
de bacalao en el mercado peninsular.
13 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
4. TURISTAS Y MÁS TURISTAS: ¿HASTA CUÁNDO?
Este triste escenario económico conoció un profundo cambio en las últimas
cuatro décadas del siglo XX. Entre 1959 y 1998, el PIB per capita aumentó a una
tasa anual del 3,8% (en ptas. de 1998), situándose en este año en el 79,3% del
PIBB medio per capita de la Unión Europea. El turismo fue el motor principal de
este crecimiento; en 1998, el 87,7% de la estructura productiva correspondía al
bloque servicios-construcción, que a su vez concentraba el 86,4% del total de
empleos. Y si a estos índices agregamos los avances en el plano sociocultural y
político, podemos afirmar que Canarias se presenta ante el próximo milenio con
los rasgos propios de una sociedad moderna.
Ahora bien, interesa advertir que la sociedad isleña tuvo una primera y brillante
modernidad. Recordemos que el sector servicios de los años veinte incluía el
turismo, y que a su promotor extranjero se le agregó luego el autóctono;
recordemos también el papel de fuerza motriz que ejerció este sector en el cambio
socio-cultural de aquella década. Y dicho esto, la lectura del crecimiento
económico de los últimos cuarenta años del siglo XX es más nítida. La supresión
del corsé autárquico y la vuelta al sistema de franquicias liberaron a la economía
canaria de los obstáculos al desarrollo de un modelo productivo cuyas bases se
habían configurado en los años veinte. Ahora, sus novedades son la apuesta por el
turismo, la destacada participación del sector público y la presencia del capital
peninsular. Y sus resultados: un crecimiento con cotas de bienestar relativo en
aumento, pero también con inquietantes sombras sobre su inmediato futuro.
La expansión de los años 1960-1975 se vio acompañada por bruscos reajustes
en la estructura productiva y en su localización. La crisis del petróleo inicia una
década (1975-1985) de recesión y de nuevos reajustes, en cuya adopción adquieren
mayor protagonismo los agentes insulares gracias al Estatuto de Áutonomía
(1982). Finalmente, los ciclos de auge y penuria de la etapa que cierra el siglo XX
se desarrollan en un contexto de clara incertidumbre, debida a la adaptación de las
especificidades canarias al marco comunitario y a una globalización de la
economía en la que predominan los intereses del capital sobre la condición de
ciudadano.
4.1. Retroceso agrario y primer auge turístico
El Plan de Estabilización, la liberalización del tipo de cambio y la suspensión
de las restricciones en los medios de pago externos devolvieron a la economía
isleña toda la riqueza generada por su actividad exportadora y su capacidad de
Canarias: Una economía insular y atlántica
13 d
compra en el exterior. Esta devolución era, además, oportuna, pues facilitaba la
reinserción del Archipiélago en la nueva expansión de la economía internacional
del ocio. Y cuando los agentes insulares vieron confirmada la bondad del modelo
librecambista, resolvieron sus riesgos consolidando de iure parte de sus antiguas
franquicias (se mantuvo el monopolio nacional en los transportes y en la banca)
mediante el régimen económico-fiscal de 1972 (en adelante REF-72), que
convirtió de nuevo a Canarias en territorio aduanero exento, es decir, en país
tercero a efectos comerciales y de fiscalidad indirecta.
La economía respondió de inmediato a la restitución de su librecambio. Entre
1959 y 1975, el PIB creció a una tasa anual del 7,2%, y si su distribución per
capita lo hizo al 5,1%, fue por la tardía transición demográfica y la débil
emigración, pues ahora había empleo para todos. Porque, en efecto, el aparato
productivo amplió su estrategia exportadora con la venta de servicios turísticos, al
tiempo que las rentas generadas por esta estrategia forjaron nuevas economías de
escala. Y como la capacidad competitiva de aquella estrategia y de estas
economías residía, como en el pasado, en sostener bajos los precios interiores para
garantizar un comportamiento del mismo signo en los salarios, la economía
incrementó su compra de bienes-salario y de inputs (materias primas, energía) en
los mercados exteriores con el fin de abastecer el mercado local y el aparato
productivo.
El motor responsable de este crecimiento fue el binomio servicios-construcción;
su participación en el PIB subió del 51,1% al 78,4% entre 1959 y 1975. La libertad
comercial favoreció el capítulo de servicios al comercio mundial, mientras el
capítulo vinculado al mercado interior también ampliaba su magnitud al crecer su
demanda en volumen y calidad por el aumento de las rentas familiares y el
consumo de los no residentes. El turismo transformó todo; primero, su enclave
urbano tradicional, y luego creó nuevos emporios de riqueza allí donde sólo había
suelo marginal, sol y playa. Y para hacer esto absorbió fuerza de trabajo rural, así
como el ahorro indígena, las remesas venezolanas y capital peninsular y
extranjero, mientras el sector público construía nuevas infraestructuras. Pero como
la locomotora llamada turismo iba mucho más deprisa que la responsable de
ejecutar obras y servicios sociales, surgieron bolsas de «miseria urbana» en
municipios donde las nuevas cargas comunitarias superaban sus ingresos. El REF72 atendió este problema; lo recaudado por el arbitrio a la entrada de mercancías
y el arbitrio insular sobre el lujo se destinó a dotar de autonomía financiera a las
corporaciones locales.
La libertad comercial mejoró la competitividad del sector industrial, al
permitirle un acceso más fluido a la oferta internacional de inputs y materias
primas, al tiempo que la ampliación del mercado interior creaba nuevas
oportunidades empresariales. Ahora bien, a pesar de todos los propósitos, no hubo
14 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
ningún despegue industrial; en realidad, lo que ocurrió fue una relativa
modernización de la industria exportadora (tabaco, derivados petrolíferos, pesca) y
el desarrollo de pequeñas empresas destinadas a cubrir la demanda interna. Y
cuando creció la competencia, llegó el REF-72; su arbitrio insular a la entrada de
mercancías incluía una tarifa especial protectora, mientras las industrias que
elaboraban materias primas extranjeras obtuvieron bonificaciones arancelarias a la
entrada de sus productos en el mercado peninsular.
Finalmente, el sector agrario reinició su modernización, estimulada por la
competencia de la oferta foránea en el mercado interior y el aumento relativo de
sus costes laborales, provocado por el auge del binomio construcción-servicios.
Esta doble circunstancia explica el fuerte retroceso del sector en el PIB (del 30,2 al
9,7%) y en el empleo (del 55,0 al 23,1%) en el periodo 1959-1975, así como su
respuesta: la concentración de sus recursos propios y externos —bienes de equipo
y capitales (subvenciones y remesas)— en la oferta exportadora (plátanos,
tomates, papas, cultivos en invernadero). Y cuando el plátano perdió
definitivamente el mercado exterior europeo y el tomate sufría en este mercado la
competencia de la oferta peninsular, el REF-72 garantizó la reserva del mercado
nacional para el plátano, así como la protección del tomate en el sistema de cupos
y calendario de exportación.
4.2. Una década de recesión y reajustes
Los efectos de la crisis internacional, debida al aumento de los precios
energéticos, fueron limitados por la escasa entidad del sector industrial. El PIB
creció a una tasa anual del 2,1% entre 1975-1985, y su distribución per capita lo
hizo al 2,3%, al contribuir un denominador que respondía ahora a los dictados de
la transición demográfica. Pero la crisis causó, como en el pasado, inflación, paro
y emigración, variables que no alcanzaron mayores guarismos gracias a los ajustes
aplicados para superar la recesión. De ahí que su impacto fuera inmediato (1973) y
temprana su superación (1983), y tal comportamiento revela la elevada flexibilidad
del aparato productivo isleño al ciclo económico.
La principal oferta exportadora, la venta de servicios turísticos, aminoró su
tendencia expansiva, al contraerse el ahorro familiar europeo que adquiría aquellos
servicios; el número de turistas, cifrado en 2,5 millones en 1978, se mantuvo en
torno a este guarismo hasta 1983. Por su parte, el mal inflacionario llegó también
de fuera. La crisis energética elevó los precios de los bienes y servicios
internacionales, y la economía local importó esta inflación debido al predominio
de aquella oferta en el mercado interior. Asistimos entonces al deterioro progresivo
de la estrategia competitiva del modelo económico isleño (precios y salarios
Canarias: Una economía insular y atlántica
14 d
bajos), pues al aumento de los precios le siguió una tendencia similar en los
salarios al liberarse la acción sindical. Y como la patronal respondió adecuando a
la nueva coyuntura primero el factor trabajo y luego el factor capital, esta
respuesta incrementó el desempleo: la tasa de paro, del 2,5% en 1973, subió de
forma constante —sobre todo después de 1980, cuando la migración a Venezuela
cambió bruscamente de signo— hasta alcanzar el 26,8% en 1985.
La empresa turística ajustó precios y plantillas, favoreció el empleo sumergido y
la contratación temporal, y aumentó su oferta con menores costes laborales, las
plazas extrahoteleras, cuya construcción atrajo ahora al capital foráneo (nacional y
extranjero) y al ahorro indígena acumulado en la fase expansiva precedente. No
obstante, esta última estrategia dio sus frutos a partir de 1983, cuando se
incrementó de nuevo la afluencia de turistas. Mientras tanto, el sector de la
construcción experimentó un brusco retroceso en el PIB y en el empleo,
arrastrando en su caída a las economías de escala vinculadas a su demanda. Y si el
mal no alcanzó mayores cotas fue por la intervención del sector público estatal y
local; una intervención que creció en proporciones, flexibilidad y eficacia gracias a
la autonomía financiera de las entidades locales. Porque al incremento de personal
debido a la creación y consolidación de la Administración Autonómica, debemos
agregar las inversiones destinadas a cubrir el elevado déficit en infraestructuras y
equipamientos sociales; un déficit que tiene ahora dos nuevos responsables, una
población que demanda mayores prestaciones educativas y sanitarias, y un aparato
productivo que exige mayor cualificación a su capital humano.
El sector industrial reajustó su estrategia productiva. La carestía de los inputs
importados (materias primas y energía) se transmitió al precio final de los bienes
industriales. Y ante la contracción de las ventas y el incremento de los costes
laborales, las empresas optaron por ajustar sus plantillas y luego por incrementar
su productividad, contando al efecto con subvenciones y créditos oficiales. Una
estrategia que afectó especialmente a la industria tradicional, sobre todo a su rama
tabaquera, mientras la industria pesquera retrocedía con motivo de la pérdida del
caladero africano a la raíz de la «descolonización» del Sahara. Por su parte, el PIB
del sector agrario experimentaba un nuevo retroceso, más acusado aún que el de la
etapa precedente, al tiempo que insistía en la modernización productiva de su
oferta exportadora. Porque, ahora, a la carestía del factor trabajo y de los inputs
importados y locales se agregó la del factor agua, ocasionada por la competencia
del sector servicios y por el descenso de los recursos hídricos, a cuya escasez
natural se unía la debida a su «irracional» explotación y a la imperfección de su
«mercado».
15 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
4.3. Los costes de crecer en la incertidumbre
La etapa que cierra el siglo XX comienza con un ciclo expansivo (1985-1991),
seguido de una recesión (1991-1993) y luego de una recuperación cuyo empuje no
parece haber acabado. Ahora bien, el rasgo singular que define esta etapa es la
sensación de incertidumbre que envuelve todo el tejido económico; una sensación
cuya raíz reside en la necesidad de adecuar el modelo isleño a la normativa
comunitaria y a la creciente globalización de la economía.
La adhesión a la Unión Europea suscitó un amplio debate. Inicialmente se optó
por mantener la herencia del pasado; el territorio insular siguió siendo un país
tercero en materia aduanera y fiscal, no siendo aplicables al mismo las políticas
comunitarias ni su impuesto sobre el valor añadido. Y tal decisión mostró de
inmediato sus perjuicios. Mientras la entrada del tomate isleño al mercado único
continuaba sometida a contingentes y precios de referencia, su viejo competidor, el
tomate peninsular, tenía libre entrada en este mercado. Por su parte, el plátano veía
peligrar su reserva del mercado peninsular por las disposiciones comunitarias
sobre la importación de banano extracomunitario. Finalmente, las importaciones
procedentes de la Unión Europea debían quedar exentas del arbitrio a la entrada
de mercancías, y esta exención afectaba a los ingresos de las entidades locales y al
sector industrial, al desaparecer su tarifa especial protectora, incluida en el citado
arbitrio.
En 1991 se optó por la plena integración, aunque con importantes matices
económicos y fiscales. La aplicación de las políticas agrícola y comercial
comunitarias no debía provocar un aumento de los precios interiores ni alterar los
tradicionales flujos comerciales; es decir, no debía cuestionar uno de los pilares del
modelo económico isleño, el fundamento de su competitividad. El régimen
especial de abastecimiento permite que los productos agrarios esenciales para el
consumo y para la industria continúen siendo adquiridos a precios internacionales,
y gozan también de exenciones arancelarias transitorias los bienes considerados
sensibles o estratégicos para los sectores productivos o para el consumo local. En
el apartado fiscal, el impuesto general indirecto canario (IGIC), similar al IVA
comunitario, sustituye al impuesto general sobre el tráfico de las empresas y al
arbitrio insular sobre el lujo, destinándose su recaudación a la Comunidad
Autónoma y a los Cabildos Insulares. Las entidades locales cuentan ahora con el
arbitrio sobre la producción e importación de las Islas Canarias (APIC), que
reemplaza al arbitrio sobre la entrada de mercancías, con la salvedad de que su
gravamen se reduce de forma progresiva a partir de 1996 y desaparecerá en
diciembre de 2000, al igual que la tarifa especial protectora para la industria. La
reserva para inversiones, deducida de la base imponible del impuesto sobre
sociedades, se destinará a la adquisición de activos fijos, de deuda pública emitida
Canarias: Una economía insular y atlántica
15 d
por las entidades locales, y a la suscripción de títulos de empresas canarias o con
domicilio insular.
Las consecuencias de este cambio institucional han sido notorias. El sector
agrario modificó su tendencia a partir de aquella fecha; los cosecheros de tomates
acentuaron la modernización de sus estructuras productivas y comerciales y creció
la exportación, aunque su nivel actual se encuentra amenazado por la competencia
del tomate magrebí. En 1993, la Organización Común de Mercados (OCM) del
plátano garantizó su comercialización, y se inició entonces una fase de
recuperación y auge del cultivo. Otras producciones se han visto también
favorecidas por la política agrícola comunitaria (viñedo, ganadería), dando todo
ello como resultado una creciente capitalización del sector agrario, en la que,
hecho insólito, han participado capitales ajenos al mismo, así como —y de forma
creciente— una fuerza de trabajo inmigrante de origen africano.
El capital privado extranjero ha acentuado su presencia en el sector servicios,
reforzando su expansión, tanto de su capítulo turismo como del vinculado al
mercado interior, pues a la demanda local se agrega la de los no residentes, cuya
cuantía se cifra en unos diez millones anuales. Las infraestructuras y los
equipamientos sociales han crecido de forma exponencial gracias a las inversiones
de las Administraciones Central y Autonómica y a la declaración de Canarias
como objetivo I y zona ultraperiférica, que ha permitido a su aparato productivo
beneficiarse de los fondos comunitarios. La expansión de los servicios turísticos y
de la inversión pública han reactivado el sector de la construcción, y esta bonanza
ha reducido la tasa de paro, no sólo local sino de otras economías, al atraer mano
de obra inmigrante (andaluces, gallegos, portugueses).
La hermana pobre en este proceso ha sido el sector industrial. Su vocación
exportadora declina por la desaparición de sus ventajas fiscales, la falta de liquidez
en medios de pago externos de sus compradores africanos y la pérdida de su renta
de situación, consecuencia ésta de los procesos de reubicación de la industria en el
ámbito internacional. Las multinacionales del tabaco han cancelado o reducido su
actividad; igual desgracia corre la industria pesquera, afectada desde tiempo atrás
por la industrialización pesquera marroquí; por último, la industria petrolera
(CEPSÁ) ha terminando ajustando su producción a la demanda del mercado
interior. Por su parte, la industria agroalimentaria retrocede ante la competencia de
la oferta foránea, gestionada ahora por nuevos y poderosos importadores, las
grandes superficies. Su única ventaja competitiva, el ahorro en los costes de
transporte de los productos terminados, tiende a desaparecer por efecto de las
tecnologías que «encogen el espacio» económico y de la progresiva liberalización
de los transportes. La zona especial canaria (ZEC) pretende reactivar este pobre
tejido industrial con el fin de reducir el fuerte desequilibrio intersectorial de la
economía isleña, ocasionado por la sobredimensión de su sector servicios.
16 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
5. CONCLUSIONES
«Exportar de forma competitiva para poder importar de igual forma lo mucho
que nos falta». Esta podría ser la máxima que sintetiza la estrategia que durante
cinco siglos dominó la asignación de los factores productivos en las Canarias. Una
estrategia cuya eficiencia económica y de clase dependió del comportamiento
dinámico e interactivo de los tres elementos constitutivos de un modelo específico
de crecimiento económico: una economía de producción cuya oferta exportadora
se esforzaba por minimizar sus costes y por tener libre acceso a los mercados
internacionales que maximizaban su intercambio con «lo mucho que nos falta»;
una economía de servicios que reducía los costes de transacción del comercio
exterior y rentabilizaba la situación del enclave insular en el derrotero marítimo
atlántico; y, por último, un factor institucional que evitó todo obstáculo a la
expansión de ambas economías. De ahí que sus agentes mantuvieran estrechos
vínculos con Europa (países del Noroeste), África occidental y América (Cuba y
Venezuela), y fuera a la vez insular y atlántico el escenario del sistema económico
isleño.
Cuatro grandes etapas resumen su historia contemporánea. La primera
transcurre entre 1820 y 1850 y se caracterizó por una grave crisis social,
económica y política. La herencia del Ántiguo Régimen incluía un trato fiscal y
aduanero diferenciado del vigente en el territorio peninsular y, por supuesto,
totalmente ajeno al que había regido la economía colonial hispana. Pues bien, esta
herencia fue violentada por el proteccionismo, que pretendía incorporar las Islas a
la economía nacional, eliminando así tres siglos de librecambio mercantilista con
los mercados internacionales. Los elevados aranceles agravaron la recesión e
hicieron más dura la reforma agraria burguesa para la mayoría campesina; arreció
la presencia del hambre y de su socio inseparable, la muerte, y la emigración se
convirtió en una auténtica diáspora. Y como era de esperar, la elite agromercantil
propuso diversas soluciones a la crisis y entre ellas estaba la de frustrar esta
fórmula de «conquista» de la economía canaria por parte del capitalismo
peninsular. Su pugna política con el nuevo Estado terminó en 1852 con el decreto
de Puertos Francos, cuyo entramado jurídico-administrativo restablecía la secular
adecuación del factor institucional al crecimiento de las economías de producción
y de servicios. La vieja herencia librecambista se vistió entonces con ropas nuevas,
y volvíamos a ser españoles en lo político, pero país tercero en lo económico.
La segunda etapa se extiende hasta 1936 y se caracteriza por ciclos alternativos
de bonanza y de grave crisis. La expansión de la oferta exportadora concentra los
recursos tierra, agua y trabajo, y atrae el ahorro interior, los capitales foráneos y,
Canarias: Una economía insular y atlántica
16 d
sobre todo, las remesas acumuladas por la exportación de capital humano hacia la
otra vertiente del sistema económico isleño. El librecambio mejora su
competitividad, al facilitarle el acceso a los mercados exteriores y las
importaciones de bienes-salario y de manufacturas para cubrir la demanda interior,
acrecentada ahora por el aumento de la capacidad adquisitiva de los insulares y por
el retroceso de la oferta doméstica, ante la baratura de la foránea. El auge del
comercio internacional revaloriza el papel de enclave de la economía de servicios
portuarios y este hecho genera «efectos de arrastre» sobre la economía de
producción; en síntesis, reduce los costes de transacción de su oferta exportadora y
asegura la diversificación del aparato productivo mediante una industria
agroalimentaria cuya producción se destina al mercado interior, al suministro de
los buques en tránsito y a los mercados exteriores, especialmente coloniales.
La crisis comienza con la contracción del comercio exterior, debida a la ruina
de la oferta exportadora o a una complicada coyuntura internacional (Primera
Guerra Mundial, Gran Depresión, Segunda Guerra Mundial). El descenso de la
oferta foránea provoca una brusca y elevada inflación que agrava de inmediato el
nivel de desempleo en las economías de producción y de servicios. Pero el paro y
la miseria no alcanzan, por fortuna, cotas extremas porque al ciclo negativo en esta
vertiente del sistema económico insular y atlántico le corresponde otro de signo
positivo en su otra vertiente; y hacia allá exportamos de nuevo capital humano,
garantizando sus remesas en concepto de ayuda familiar la reproducción de las
economías domésticas y, en fin, de todo el sistema social hasta la próxima etapa de
bonanza.
Los agentes sociales estudiaron estos ciclos y consideraron muy positivo el
resultado de su modelo económico; le denominaron la sagrada herencia de sus
mayores, y cuya custodia es para nosotros ineludible deber. Y, en efecto, la
custodiaron durante los años que soportaron con resignación patriótica el calvario
autárquico, una fase de la historia insular extraña al discurrir de su economía y que
supuso la segunda «conquista» de ésta, ahora con éxito, por el capitalismo
peninsular gracias al paraguas de la autarquía. Fueron años duros, pues la fuente
externa de nuestra riqueza quedó cercenada, si bien la minoría afecta al régimen y
vinculada a los intereses peninsulares se enriqueció con la administración de una
miseria que, de nuevo, se vio amortiguada por una corriente emigratoria que
adquirió guarismos de verdadera diáspora en la década de 1950.
Finalmente, Canarias recuperó aquella herencia de sus mayores a partir de 1960
y su modelo económico conoce desde entonces una nueva fase de expansión,
impulsada ahora por la locomotora llamada turismo. El proceso modernizador
retoma su cauce, la deuda histórica en infraestructuras y equipamientos sociales
tiende a saldarse, y mejoran el resto de los indicadores de bienestar social. Pero las
incertidumbres que encierra el futuro se hacen cada vez más evidentes. ¿Hasta
17 i
Antonio Manuel Macías Hernández (2001)
cuándo la economía insular podrá soportar la persistente expansión de un sector
productivo, el turismo, que constituye ya una seria amenaza para el débil equilibrio
ecológico y medioambiental de los espacios insulares, y que, además, agrava la
extrema fragilidad de su economía.
Canarias: Una economía insular y atlántica
17 d
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