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1i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 1d Canarias: Una economía insular y atlántica MACÍAS HERNÁNDEZ,Antonio Manuel (2001): "Canarias: Una economía insular y atlántica" — pp. 476-506 de: GERMÁN ZUBERO, Luis ... et al. (2001) [eds.]: Historia económica regional de España, siglos XIX y XX / Editores: Luis Germán [Zubero], Enrique Llopis [Agelán], Jordi Maluquer de Motes [Bernet], y Santiago Zapata [Blanco] — Barcelona : Crítica, 2001 — 619 pp. — (Crítica/Historia del Mundo Moderno) — ISBN: 84-8432-190-8. CANARIAS: UNA ECONOMÍA INSULAR Y ATLÁNTICA ANTONIO M. MACÍAS HERNÁNDEZ Universidad de La Laguna El Archipiélago ocupa una franja de unos 100.000 km2 en el sector Noreste del Atlántico central. Formado por procesos magmáticos asociados a la tectónica de placas, su acción sigue una secuencia que se inicia en el Cretáceo inferior, y la superficie total insular, de 7.501 km2, oscila entre los 287 km2 de El Hierro y los 2.036 km2 de Tenerife. La proximidad de las Islas al continente africano (de Fuerteventura a Berbería se va y se viene en un día), junto con su orientación, altitud media y ubicación atlántica, han configurado una gran diversidad de climas locales; Fuerteventura, Lanzarote y las vertientes meridionales del resto del territorio insular se caracterizan por su aridez casi extrema y vegetación xerófila, mientras las vertientes meridionales, irrigadas por la humedad de los vientos alisios, cuentan con una masa forestal cuyo origen se remonta a la era Terciaria. Así es, en síntesis, el Archipiélago, pero las gentes que lo poblaron a partir del siglo XVI tenían horizontes mucho más amplios. Porque, en realidad, las Islas eran atalayas en un océano surcado, cada vez de forma más intensa, por múltiples banderas y credos, y el isleño fue el primer producto de este cruce cultural, enriqueciéndose luego su naturaleza criolla a medida que adquiría igual atributo un sistema económico cuyo escenario era a la vez insular y atlántico. El primer colono de las Islas Canarias llegó del África vecina en torno al siglo V a. C. Trajo consigo una tecnología muy rudimentaria (industrias lítica y ósea) y un exiguo capital (cereales, leguminosas y ganado menor), y aquí, en estos espacios insulares, nuestra cultura primigenia quedó aislada hasta su descubrimiento —causa a la vez de su ocaso— a finales del siglo XIII por los 2i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) nautas europeos que buscaban una ruta marítima a las fuentes del oro africano. Durante la centuria posterior, los mercaderes mallorquines, castellanos y portugueses ejercieron un intenso tráfico transculturativo y depredador con los indígenas canarios, mientras las monarquías ibéricas rivalizaban por el control del territorio. Finalmente, en el último cuarto del Cuatrocientos, este conflicto se decantó en favor de Castilla, y ocurrió entonces una segunda colonización, impulsada por un modelo de crecimiento económico cuya operatividad dependía de la estrategia productiva que maximizara de manera interactiva la eficiencia económica y de clase de sus tres elementos constitutivos: una economía de producción ligada al comercio exterior; una economía de servicios que facilitaba este vínculo y generaba a su vez rentas de situación; y, por último, un factor institucional favorable al desarrollo de ambas economías. La primera «puesta en valor» del Archipiélago obedeció a su papel de economía de enclave en el proyecto africanista de las potencias ibéricas. Pero el motor de su colonización fue una oferta exportadora —primero azucarera, luego vitícola— vinculada al mercado internacional; esta oferta amortizó la deuda externa contraída en la colonización inicial, sufragó las importaciones que requería el aparato productivo, y generó el ahorro-inversión necesario para su posterior crecimiento. Y como la intensidad de éste dependía del valor de cambio alcanzado por aquella oferta en sus mercados exteriores, cuando aquel valor mostraba un signo negativo todo era depresión y crisis. Era preciso entonces evitar al menos que las causas endógenas arruinasen la competitividad de dicha oferta y su favorable relación de intercambio, y esta estrategia se conseguía mediante una política concejil que regulaba de forma severa los salarios y los precios de las subsistencias. La renta generada por la actividad exportadora se canalizaba a través de un mercado interior e interinsular de manufacturas europeas, de bienes-salario (principales artículos de consumo directo) de producción local y de servicios (trabajo), y la dimensión de este mercado crecía a medida que la especialización agraria articulaba toda la potencialidad productiva del territorio. Las relaciones económicas con el exterior eran extremadamente complejas. La vertebración del escenario atlántico surgido a raíz de la expansión europea exigió el apoyo logístico de los enclaves insulares. El modelo isleño contó entonces con una economía de servicios vinculada al comercio internacional; una economía que tenía por bandera el contrabando. Las mercancías europeas llegaban a los puertos insulares para su posterior traslado a los mercados coloniales de África y América; igual destino tenía el excedente de tales bienes abonado por la oferta exportadora y no absorbido por el mercado doméstico, y los beneficios de todo este tráfico, abonados en plata indiana y productos coloniales, seguían los derroteros trazados por sus perceptores locales y foráneos (Canarias, Sevilla, Génova, Lisboa, Amberes, Londres). En síntesis, la balanza de pagos isleña registraba ingresos y Canarias: Una economía insular y atlántica 2d débitos de las economías europeas y coloniales que utilizaban los servicios de los puertos canarios, y esta negociación generaba pingües rentas para la economía insular. Finalmente, las Canarias no fueron el vértice más próximo del imperio colonial hispano; por el contrario, su modelo de crecimiento económico dispuso de un marco institucional favorable a la libre asignación de su potencial productivo. La Corona facilitó la tarea colonizadora, al suprimir todo obstáculo a la movilidad de la tierra y el agua, así como de hombres y capitales, evitando incluso fricciones por razones de credo o de bandera. La principal y casi única renta de la Hacienda real eran las aduanas; gravaban con un 6% ad valorem la entrada y salida de mercancías, y con un 2,5% los embarques a Indias, pues los puertos canarios, dado su papel estratégico, eran la única excepción al régimen de monopolio. Los insulares tenían plena libertad para acceder a los mercados que ofrecían mejores ventajas relativas a su oferta agroexportadora, mientras la producción agropecuaria doméstica se destinaba de forma prioritaria al abastecimiento de las áreas dedicadas al cultivo exportador, convertidas por ello en centros neurálgicos del poder económico y político regional. Así pues, la economía canaria del periodo moderno contó con un modelo de crecimiento que podríamos denominar de librecambio mercantilista. Y este modelo, en su transcurrir durante el citado periodo, conoció tres grandes etapas. La primera fue de esplendor, se inició con la colonización y duró hasta 1640. La exportación azucarera a los mercados del Mediterráneo y del Noroeste europeo fue pronto sustituida por la exportación vitícola y entonces las Islas adoptaron su definitivo perfil atlántico. Ingleses, holandeses y hanseáticos adquirían los mejores caldos (malvasías) a cambio de bienes manufacturados, mientras los caldos de inferior calidad (vidueños) navegaban a las colonias africanas y americanas. El enclave portuario adquirió cada vez mayor importancia en el tráfico triangular, y la masa monetaria se nutrió de plata indiana en tal magnitud que hasta los segundones de la elite contaron con el capital necesario para construirse un patrimonio en la otra orilla (Cuba y Venezuela). La segunda etapa tuvo su principio en la pérdida del imperio lusitano; la recuperación fue posible, pero a lo largo del siglo XVIII se produjo una grave recesión. El contrabando directo de las potencias europeas con el mercado indiano arruinaba la función de intermediación de la economía de servicios, mientras las medidas mercantilistas restrictivas a la entrada de la oferta vitícola isleña en los mercados europeo y colonial acentuaban sus dificultades para competir con las ofertas lusitana e hispana en los citados mercados. La terratenencia se tomó rentista, acaparó más tierra y agua, especialmente del patrimonio comunitario, y facilitó la emigración de los desheredados cuando su «moral popular», ultrajada por aquella privatización, ponía en peligro la armonía social. Finalmente, la 3i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) coyuntura cambió de signo a finales del Setecientos; aumentaron las exportaciones vitícolas y surgió un nuevo producto exportador, la barrilla, comprada por la industria textil europea y norteamericana. 1. VINO NUEVO EN ODRES VIEJOS: LA «VÍA ISLEÑA» AL CAPITALISMO El periodo 1820-1850 tiene un especial significado en la historia económica de las Islas. Hasta entonces gozaban de un régimen fiscal diferenciado del vigente en la España peninsular; este régimen, de muy baja imposición, desempeñaba un papel destacado en su modelo económico y había permanecido casi intacto durante tres siglos. Pues bien, el sistema tributario del nuevo estado burgués sostenía, en esencia, la igualdad territorial e individual frente al fisco, de modo que su aplicación al territorio insular supuso un duro revés para su economía, que afrontaba ahora el pago de nuevas cargas fiscales y, además, estas nuevas obligaciones no sólo eran onerosas sino también inoportunas, al coincidir con una grave crisis en su aparato productivo. Sin embargo, el causante de los mayores males fue quizás el apartado aduanero del nuevo sistema tributario. Sus elevados aranceles intentaban preservar el mercado nacional a las fuerzas emergentes del capitalismo hispano. Por consiguiente, los elevados aranceles cerraron el espacio insular a las economías extranjeras que habían contribuido a dinamizar su aparato productivo durante tres centurias, y ofrecían ahora este espacio a unas fuerzas extrañas al mismo; extrañas porque desde que la exportación azucarera se vio desplazada por la vitícola — segunda mitad del siglo XVI—, la economía isleña se había vinculado a los mercados del Noroeste europeo, los únicos que adquirían sus caldos y, además, a cambio de una oferta industrial más competitiva que la peninsular. Finalmente, como esta relación mercantil, si bien deteriorada, no había sufrido modificación alguna, los elevados aranceles ampliaban este deterioro. Asistimos, pues, a la primera «conquista» del territorio insular por las fuerzas del capitalismo hispano, ayudadas por un marco institucional creado a su medida. Pero, como cabía esperar en una economía que había crecido al amparo del librecambio, esta «conquista» motivó desafectos al régimen absolutista y también al liberal. Las Islas sólo políticamente se pueden considerar como un miembro de la Monarquía Española, de modo que la «fidelidad» de este miembro exigía un pacto institucional que respetase la herencia del pasado. Un pacto que, en síntesis, acomodase los intereses del nuevo Estado con los de una burguesía que consideraba la inserción de la economía isleña en el escenario internacional como Canarias: Una economía insular y atlántica 3d la pieza esencial de su modelo mercantil y productivo. Como sostenía en 1827 nuestro autorizado coetáneo, Alonso de Nava Grimón, trátesenos..., en suma, como a extranjeros en el sistema mercantil, a fin de tratarnos y alimentarnos como a hijos y vasallos en el sistema político, civil y administrativo. Y así comenzamos a ser tratados en 1852, luego de treinta años de penuria e intensa emigración, pero también de concentración de la riqueza y del poder sobre los recursos productivos. 1.1. Crisis económica, presión rentista y migración Las economías de producción y de servicios conocieron una fase de recuperación y auge entre 1790 y 1815. Las crisis bélicas de este periodo arruinaron a los competidores de la oferta agroexportadora isleña (vinos y barrilla) y eliminaron de facto todo obstáculo institucional al libre comercio, es decir, las restricciones al contrabando. Los navíos norteamericanos descargaban en los puertos insulares harinas, maderas y salazones, y cargaban víveres y caldos para su venta en los mercados esclavistas africanos, o bien retornaban a sus bases con caldos y barrilla. Los ingleses intercambiaban manufacturas por estos bienes o bien avituallaban en los citados puertos a los buques que hacían la ruta a las colonias africanas y asiáticas. La negociación fue muy intensa y en ella participó de forma activa la clase mercantil canaria. En navíos de su propiedad o consignados, las harinas americanas y las manufacturas europeas cruzaban el charco para su venta en Venezuela y Cuba, y el comercio esclavista de esta colonia contó también con la intervención de los agentes isleños. Pero una vez restaurada la paz y un marco institucional cada vez más restrictivo, comenzó un calvario que tocó fondo en la década de 1840. Si, en 1800, los caldos y la barrilla reportaban una riqueza de 19.658.460 reales, en 1839 esta riqueza se había reducido a 3.827.900 reales. La ruina vitícola y barrillera originó entonces un déficit en la balanza comercial con las economías del Noroeste europeo, y este déficit no podía cubrirse ahora con la plata indiana por la caída del comercio colonial tras la emancipación. Si en 1800 los embarques a las colonias por el puerto de Santa Cruz de Tenerife fueron valorados en 15.044.213 reales, entre julio de 1825 y diciembre de 1826 los envíos a la Península y América sumaron 454.680 reales. Las exportaciones a Cuba y Puerto Rico, principalmente del vinos y aguardientes, se sostenían ahora con el flete de los emigrantes y con la demanda de productos isleños por parte de este colectivo inmigratorio. El déficit comercial debía cubrirse entonces con el circulante existente en el país, y la sangría monetaria fue de tal magnitud que hasta los impuestos tuvieron que pagarse en productos de la tierra. 4i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) El retroceso de la especialización agraria procuraba igual efecto en un mercado interior que había crecido gracias a las medidas liberalizadoras ilustradas y al despegue económico de la etapa 1790-1814. Los precios del grano se hundieron al combinarse la contracción de la demanda de los productores vitícolas y barrilleros con una sobreoferta, motivada por el aumento de la producción con el fin de contrarrestar la caída de sus cotizaciones y por las llegadas de granos y harinas norteamericanos. Era preciso entonces protegerse de esta oferta ultramarina. Sin embargo, a esta medida se oponía una clase agromercantil que argumentaba la necesidad de su libre entrada con objeto de favorecer las ventas de caldos y barrilla a los Estados Unidos y de garantizar el abastecimiento del mercado interior en los años carenciales. La razón agromercantil era sólida, pero ocultaba otra de igual peso: el contrabando de granos y harinas con Cuba y Puerto Rico y, por supuesto, con el territorio peninsular. La ofensiva rentista de la clase propietaria y la carencia de medios de pago metálicos determinaron el pago de salarios en especie y de rentas en trabajo, así como la generalización del contrato de medianería, donde el respeto a la palabra dada era la única garantía del colono. Y como más tierra suponía más renta, la presión rentista acentuó el proceso de privatización del patrimonio comunal, que alcanzó su clímax con la desamortización civil. Asistimos entonces a la destrucción de las «economías campesinas tradicionales» y a su efecto: un incremento de la proletarización rural. Los nuevos jornaleros encontraban un mercado de trabajo saturado, y aunque el pan era barato, únicamente podían comprarlo quienes tenían la fortuna de hallar empleo. La subalimentación fue cualitativa y también cuantitativa y se expresó en la hambruna de 1847 y el cólera morbo de 1851 (Gran Canaria). Y por primera vez en la historia insular, la población permaneció estancada en 234.000 habitantes entre 1835 y 1857, pues un «enjambre» de isleños marchó a Cuba, a Puerto Rico y a las jóvenes repúblicas americanas. Se trató, además, de una emigración sin la perspectiva del retorno. 1.2. El proteccionismo agrava la miseria Canarias no tenía nada que proteger del avance de las cotonadas inglesas. Su oferta agroexportadora sufragaba las importaciones manufactureras, de modo que el telar doméstico sólo funcionaba cuando aquella oferta no pagaba con ventaja tales importaciones. El elevado arancel deterioraba esta ventaja, más aún cuando habían disminuido los volúmenes exportados y sus cotizaciones. Por consiguiente, el arancel contribuyó a reducir la demanda de cotonadas inglesas y a sustituir esta oferta por manufacturas nacionales, que llegaron con una nutrida colonia de Canarias: Una economía insular y atlántica 4d comerciantes de origen mallorquín y catalán, vinculada al comercio colonial y al contrabando. El arancel canario de 1831 trató de acallar las protestas de la burguesía isleña. Los frutos del país quedaban libres de derechos y se reducían los devengados por los géneros peninsulares, trasladándose el importe de la recaudación liberada a los efectos extranjeros. El arancel benefició entonces al comercio Canarias-Península, pero mantuvo el deterioro de la relación de intercambio vinos-barrilla por manufacturas extranjeras, al tiempo que justificó la aplicación de un trato arancelario similar sobre la oferta canaria por parte de sus países compradores. Además, el comercio Canarias-Península provocaba una continua extracción de numerario. En 1837, la Junta de Comercio calculó el déficit comercial en más de 7,5 millones de reales, una «cantidad que es superior con mucho a los ingresos de América», y propuso un aumento de los derechos sobre las manufacturas nacionales y una rebaja en las extranjeras, el beneficio de bandera y la libre extracción de los granos al mercado peninsular. En resumen, la Junta argumentaba que a las Canarias les es más útil pagar muchos más caros los géneros extranjeros que tomar baratos los mismos géneros peninsulares, pues aquellos se pagan a cambio de vinos y barrillas, y ni vinos ni barrillas reciben en cambio los comerciantes de la Península. La protección de la marina nacional fue otra grave rémora para el comercio exterior canario. Porque si esta marina negociaba los fletes del corto comercio Canarias-Península, los del intercambio con el Norte se reservaban a la marina del país que adquiría la oferta agroexportadora a cambio de bienes manufacturados. Se trataba de buques consignados al efecto o de navíos en tránsito que beneficiaban estos fletes aprovechando su escala obligada en los puertos insulares. Por consiguiente, los elevados impuestos exigidos en estos puertos a la entrada de esta marina elevaron el precio de los fletes, con grave quebranto para la economía local. Finalmente, estos elevados derechos ahuyentaron a los buques en tránsito, especialmente a los mercantes ingleses que hacían el tráfico con África y Asia a través del Cabo de Buena Esperanza, y cuyos armadores preferían suministrarse de aguada y víveres en los puertos de Madeira, Cabo Verde y Dakar, abiertos al libre comercio. En este sentido, el proteccionismo perjudicaba no sólo a las economías de producción y de servicios, sino también a las potencias europeas que necesitaban el enclave portuario insular para sus transacciones internacionales. 1.3. De lo viejo a lo nuevo: el puertofranquismo Era necesario, pues, hacer un frente común contra el proteccionismo. Y esta fue la tarea acometida por la burguesía agromercantil conectada con el tráfico 5i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) atlántico. Defendieron, en síntesis, una opción librecambista, es decir, la supresión de todo obstáculo a la inserción internacional de la economía isleña. El flujo comercial animaría los puertos insulares y sus comisiones beneficiarían a su clase mercantil; la propietaria contaría con buques y módicos fletes para transportar su oferta a los mercados europeos, de donde se importarían los bienes y manufacturas necesarios para abastecer el mercado doméstico. La reducción de los aranceles o su eliminación elevaría la competitividad de la oferta agroexportadora y mejoraría su relación de intercambio. Ahora bien, esta estrategia de crecimiento económico tropezaba con una Hacienda que defendía sus rentas de aduanas y monopolio del tabaco, que representaban por término medio el 65% de los ingresos fiscales en la década de 1840. La liberalización del tráfico exterior mediante la rebaja o supresión de los derechos de aduanas y de otros renglones gravosos al comercio y a la circulación interior, así como la eliminación del monopolio del tabaco —cuyo cultivo e industria se trataba de impulsar—, no podían significar una disminución de los ingresos fiscales. Era preciso, por consiguiente, arbitrar una fórmula de compromiso entre los intereses fiscales y la estrategia librecambista isleña, y esta fórmula fue el Real Decreto de 11-07-1852, que creaba los puertos francos de Canarias. En esencia, el decreto suprimía las aduanas y el estanco del tabaco, y compensaba la pérdida de estos ingresos mediante lo recaudado por los nuevos arbitrios de puertos francos (consistentes en unos moderados derechos sobre el tabaco, el producto de lo recaudado por la importación de harinas y granos extranjeros de acuerdo con las bases establecidas en el arancel de 1831 y el 1 por mil sobre la facturación de toda clase de mercancías), y por la imposición de dos recargos: uno del 2% sobre la contribución territorial y otro del 50% exclusivamente sobre la contribución comercial. 2. LAS «VIRTUDES» DEL MODELO LIBRECAMBISTA En 1852 se consolida la herencia del pasado. Canarias sería provincia de España en lo político, pero no en lo económico. Este apartado quedaba en manos de los agentes insulares, quienes potenciaron sus economías de producción y servicios en el marco de un modelo económico muy sensible a la coyuntura internacional; en su etapa de bonanza generaba un ciclo expansivo y, terminado éste, una migración que retroalimentaba el modelo. La economía de producción contó pronto con una nueva oferta agroexportadora, la grana o cochinilla, al tiempo que el librecambio facilitaba una diversificación de la estructura productiva. Las importaciones a precios internacionales abastecían el mercado Canarias: Una economía insular y atlántica 5d interior de bienes-salario, pero también de las materias primas, energía y bienes de equipo necesarios para el desarrollo de una vía industrial vinculada al mercado interior, al suministro de los buques en tránsito y al mercado exterior, especialmente colonial. La apertura de los puertos insulares al tráfico atlántico permitió la expansión de un activo comercio de comisión y el desarrollo de economías de escala ligadas a la infraestructura portuaria. Y como la industria del ocio, el turismo, nació en los países europeos avanzados cuya marina frecuentaba los puertos insulares, nació también en Canarias la actividad turística. Ahora bien, el nuevo modelo de crecimiento también marginaba la herencia que no se correspondía con los nuevos tiempos. Porque si, de una parte, la demanda externa, la baja fiscalidad y las franquicias estimulaban la concentración de los factores productivos en la oferta agroexportadora, de otra, esa misma fiscalidad y franquicias, junto con una oferta ultramarina cuya presencia crecía en virtud de la revolución de los transportes y del librecambio, ampliaban el proceso de proletarización campesina desencadenado por la reforma agraria burguesa. Los recargos sobre la contribución territorial y pecuaria, debidos a la supresión de las aduanas y al déficit presupuestario de los municipios y de la Diputación Provincial, hicieron subir la carga fiscal sobre la tierra. Pero como los productores de cochinilla cotizaban como cualquier otro cultivo ordinario, la mayor carga fiscal recayó sobre los productores de granos, quienes soportaban, además, la competencia foránea. El sector productivo vinculado al mercado interior experimentó entonces un continuado retroceso, que se expresó socialmente en la destrucción de las economías familiares incapaces de competir en el nuevo escenario. La totalidad o parte de sus activos se vieron forzados a buscar empleo en los cultivos exportadores o bien en una migración que desde los años de la gran diáspora tendía a vertebrar un mercado de trabajo agrícola entre ambas orillas (Canarias-Cuba); las remesas garantizaban la reproducción de la unidad doméstica, frenaban el citado proceso de proletarización y mantenían un minifundismo que reproducía a su vez la oferta estacional de brazos que exigían los nuevos cultivos exportadores. La terratenencia dispuso entonces de un mercado laboral hecho a su medida y, además, con baja remuneración gracias a las crecientes importaciones de bienes-salario. Unas importaciones que, por último, eran beneficiadas por la clase mercantil, que naturalizaba parte de ellas para su posterior introducción en el mercado peninsular. El nuevo modelo tenía su propio espacio económico. A la agonía de las Islas cuya oferta agropecuaria perdía competitividad en el mercado interior, se oponía la bonanza del espacio-isla que contaba con una oferta agroexportadora y con una economía de servicios ligada al comercio internacional. Los agentes de cada espacio-isla rivalizaban por atraer a sus respectivos territorios todo recurso foráneo 6i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) (económico o institucional) que optimizara el desarrollo de sus estrategias productivas. Surge así el legado «maldito» de la vía isleña al capitalismo, el conflicto interinsular responsable de la precaria unidad política regional, conseguida con frágil urdimbre mediante la Diputación Provincial en 1813, liquidada de facto con la creación de los Cabildos insulares en 1912 y con la división provincial en 1927, y reconstruida con el Estatuto de Autonomía (1982). El proceso económico descrito conoció dos grandes etapas. La primera fue de ensayo; transcurrió entre 1850 y 1880 y su brusca crisis cuestionó la operatividad del modelo librecambista. Al final se apostó por su continuidad, y se produjo entonces un crecimiento económico «moderno»; la estructura productiva se diversificó e incorporó importantes mejoras tecnológicas, al tiempo que la sociedad isleña lograba crecientes cotas de bienestar relativo. Y fue entonces cuando el modelo librecambista alcanzó su edad de oro, aunque su brillo se viera eclipsado por la Primera Guerra Mundial y por los efectos de la depresión de 1929. 2.1. Tres décadas de éxito acaban en desastre La nueva oferta agroexportadora fue la grana o cochinilla, un minúsculo insecto empleado como colorante por la industria textil. La aclimatación del nopal y su parásito se efectuó a mediados de la década de 1820, a instancias de la industria peninsular, y su verdadera expansión comenzó en 1850, cuando la política librecambista inglesa y las franquicias mejoraron su oferta con respecto a la de sus competidores americanos. La producción de cochinilla creció de manera exponencial, alcanzando la cifra de 2,7 millones de toneladas en 1870, y su productor era sensible a la innovación tecnológica, único modo de garantizar la presencia de la grana isleña en mercados con precios a la baja, recogidos puntualmente por la prensa económica local. Aumentó la presión sobre los recursos hídricos, se importaron por primera vez abonos naturales y artificiales, y se discutió la conveniencia del medio financiero moderno con objeto de reducir los altos tipos de interés. La supresión de las aduanas y la libre entrada de la marina extranjera mejoraron la competitividad y la capacidad de compra en el exterior de nuestra única oferta exportadora, la grana, y la economía de servicios obtuvo sustanciales beneficios del tráfico atlántico. Los buques de aquella marina (sobre todo ingleses y franceses) que hacían el derrotero atlántico se avituallaban en los puertos insulares, descargaban los bienes que demandaba la economía local y negociaban los fletes del transporte de la cochinilla a los mercados europeos. La balanza comercial con Inglaterra, nuestro principal mercado exterior, presentó un débil equilibrio entre 1845 y 1865, y luego una etapa de elevados saldos favorables hasta 1882. La Canarias: Una economía insular y atlántica 6d grana, de representar únicamente el 6% del valor total de las exportaciones canarias en 1839, subió a casi el 90% en la década de 1870. El incremento de la capacidad exportadora corrió paralelo a la ampliación de la capacidad importadora, debida al retroceso de la oferta local y a la mejora del poder adquisitivo de los insulares. Su número, aquejado del mal emigratorio durante la etapa anterior, cambió de signo; la tasa anual de crecimiento acumulativo subió al 0,92% entre 1857 y 1877, y la población regional se situó en esta última fecha en 280.974 habitantes. La contribución agropecuaria, a pesar de su infravaloración, duplicó su valor entre 1852-56 y 1872-77, mientras la contribución industrial y la de comercio se multiplicaron por 2,2 en idéntico periodo. Los salarios nominales se duplicaron también durante este periodo (de 0,6-0,7 ptas. en 1840 a 1,5 ptas. en 1870), y las migraciones interiores revelan que la nueva economía elevó el nivel de empleo y, además, exigió una mayor cualificación a su capital humano. La enseñanza primaria, arruinada por una desamortización eclesiástica y civil que enajenó el patrimonio que sustentaba su presupuesto, comenzó a renacer a medida que los intercambios interiores y el consumo procuraban mayores ingresos fiscales; la enseñanza secundaria contó con centros privados y públicos; aumentó la matrícula en las Escuelas de Comercio y de Náutica y se discutió la conveniencia de restaurar los estudios universitarios. Finalmente, los primeros centros urbanos embellecieron sus estructuras principales, al preocuparse sus ediles por la higiene y salud públicas. Así pues, los contemporáneos acertaron al afirmar que la expansión de la cochinilla y de las actividades urbanas generaban auténticos «ríos de oro». Pero los más avispados también acertaron al señalar que el manantial se secaría con la misma rapidez con que había manado porque la química aplicada, responsable de la ruina de la exportación barrillera en 1840, preparaba un destino similar a la grana desde 1860. Y, en efecto, sus precios se hundieron quince años más tarde por el uso industrial generalizado de las anilinas artificiales. Los 2,7 millones de toneladas exportadas a principios de la década de 1870 se redujeron en un 66% a mediados de la siguiente y las consecuencias del desastre llegaron todas juntas. El saldo de la balanza comercial con Inglaterra fue negativo después de 1883 y tocó fondo en 1888-1889. Los pequeños cultivadores se quedaron sin caudal para amortizar los préstamos contraídos en la febril expansión del cultivo, los asalariados perdieron empleo y renta, y ambos colectivos optaron entonces por colocar el excedente laboral de sus unidades familiares en Cuba; una decisión que apoyó la elite local y el propio Estado, y la tasa emigratoria fue la más alta de España. 7i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 2.2. Está decidido: españoles en lo político, país tercero en lo económico La recesión fue, no obstante, de carácter coyuntural. La miseria no siguió su curso gracias a una migración que aportaba remesas al sistema productivo y articulaba el mercado de trabajo cubano con el isleño, al tiempo que este último recuperó y amplió su demanda de activos luego de 1900 en virtud de una nueva expansión de las economías de producción y de servicios. El jornal subió de 1,251,30 a 2,5-3,0 ptas. y su expresión real mejoró por la baratura de las importaciones de bienes-salario y de manufacturas por efecto del librecambio. El movimiento obrero, primero urbano y luego rural, sustituyó su asociacionismo católico y gremial por otro de clase, y los indicadores de bienestar social de la etapa precedente alcanzaron un mayor dinamismo, surgiendo ahora facultativos y boticas en los principales centros urbanos. Creció, en síntesis, la demanda de infraestructuras y equipamientos sociales, y ante la insuficiencia de la inversión estatal, las corporaciones locales reclamaron una participación en los beneficios del ciclo económico para atender aquella demanda. Los arbitrios, principal renta de los Cabildos insulares, creados en 1912, gravaban con un moderado arancel las importaciones y exportaciones de mercancías, y desde entonces estas instituciones desempeñaron un papel esencial en la promoción de la actividad productiva de sus respectivos territorios. Las claves de este nuevo avance en el proceso de cambio social y económico protagonizado por el modelo librecambista residen en la nueva fase expansiva de las economías de producción y de servicios. Una fase que se fundamentó en dos estrategias. La primera, surgida a raíz de la crisis de la grana, debilitaba la opción librecambista, al plantear sus agentes, la burguesía agromercantil indígena, la conveniencia de colocar la oferta exportadora al amparo del proteccionismo mediante su vinculación al mercado peninsular, mientras toda la importación tendría libre acceso a los mercados internacionales. Se trataría entonces de impulsar aquella industria agroalimentaria que posibilitaba el marco librecambista isleño; una industria que contaría con energía (carbón) y materias primas importadas (pesca, cereales), además de materia prima local (azúcar y tabaco). La pesca tradicional en el banco pesquero sahariano recibiría, además, el apoyo del Estado, pues reforzaba la presencia hispana en la costa occidental de África cuando se debatía el reparto del continente entre las potencias europeas. Y mientras se discutía y consolidaba esta primera estrategia, iniciaba su andadura una nueva oferta agroexportadora, basada en los plátanos, tomates y papas. Esta segunda estrategia productiva restablecía los tradicionales vínculos con la economía británica, coincidiendo con la revitalización del enclave portuario isleño para esta potencia. La reconversión agraria tuvo indudable éxito. Las exportaciones comenzaron a finales de la década de 1880; en 1905 ascendieron a Canarias: Una economía insular y atlántica 7d 43.191 toneladas de plátanos, 12.742 de tomates y 8.065 de papas; en 1914, las toneladas exportadas fueron 70.350, 18.336 y 7.023, respectivamente. El mercado inglés absorbía el 90% del total exportado. El desarrollo de los nuevos cultivos exportadores intensificó el proceso modernizador que tuvo su principio con la grana. Era preciso ahora acondicionar los terrenos (bancales, cortavientos, labores de desmonte o «sorriba») para los platanales, que desplazaron a las arruinadas nopaleras de las tierras bajas e irrigadas de Gran Canaria, Tenerife, La Palma y La Gomera; las variedades de papas adaptadas al consumidor británico y de ciclo corto ocuparon las tierras húmedas de las medianías, y el tomate comenzó a redimir los áridos secanos de las vertientes meridionales, antaño tierras de grano, al contratar aparceros para su zafra entre las colectividades campesinas de pequeños propietarios. La nueva expansión agraria requería invertir en la explotación de nuevos recursos hídricos, construir canales y embalses, y emplear mayores cantidades de abonos químicos (el importe de los de origen británico subió de 14.076 libras en 1890 a 111.663 en 1914) para garantizar una productividad que, en el caso del plátano, le permitiera competir con la oferta de América Central en el mercado europeo. El sector agrario se financió con sus propios ahorros, con recursos ajenos de entidades bancarias locales, nacionales y extranjeras (Bank of British West África), y, sobre todo, con las remesas de los emigrantes, llegadas ahora en mayor cuantía como consecuencia de la fase expansiva del ciclo económico. Finalmente, en estas inversiones destacan las compañías extranjeras (Fyffes, Elder-Dempster, Wolfson, Yeoward); arrendaban tierras a la terratenencia, compraban parcelas para destinarlas a los nuevos cultivos, o adelantaban el capital necesario para su implantación, exigiendo a cambio la venta del producto en su mercado exterior. La economía de servicios inició un nuevo ciclo expansivo, impulsado ahora por la carrera imperialista. Se requería únicamente construir en el enclave insular una infraestructura portuaria y de servicios adecuada a la demanda del comercio internacional. La elite agromercantil logró que esta infraestructura fuera pagada por el Estado, y acordó también con éste que la economía local se abriera a la presencia efectiva del capital privado extranjero. Y gracias a esta apertura, las consignatarias y compañías foráneas que hacían las rutas atlánticas (Swaston, Blandy Brothers, Cory, Wilson, Elder-Dempster) construyeron las instalaciones y ofertaron los nuevos servicios que requería el tráfico internacional (consignación y suministros de diversa índole; seguros y banca comercial; talleres para las reparaciones navales; remolcadores, gabarras). Se trataba de instalaciones y servicios cuyos principales usuarios eran, en definitiva, las economías externas que necesitaban el enclave insular para el desarrollo de su comercio exterior. La actividad marítima corrió paralela a la demanda del tráfico internacional y los puertos insulares ocuparon los primeros puestos en el ranking nacional. Los 8i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) buques en tránsito se avituallaban de agua, víveres, bienes manufacturados, material naval y de energía de procedencia foránea, representada primero en el carbón mineral (hulla), de origen principalmente británico, y en el petróleo luego de la Primera Guerra Mundial. En 1913, el carbón suministrado en los puertos de Las Palmas de Gran Canaria y de Santa Cruz de Tenerife ascendió a 1.177.436 toneladas y los buques atracados en sus muelles desplazaron un total de 20.470.042 toneladas de arqueo. Y como, según se ha dicho, el capital extranjero era el dueño de la mayor parte de sus instalaciones, una proporción elevada de sus beneficios debió de fluir al exterior; no obstante, en las Islas quedaban una parte de las rentas del trabajo, los ingresos abonados al Estado por la utilización de la infraestructura portuaria y, por último, los pagos a la economía de producción por sus ventas a los buques en tránsito. La nueva economía de servicios portuarios procuró también otros beneficios a la economía local. Las empresas navieras extranjeras trataban de rentabilizar la escala de sus flotas y este comportamiento empresarial generó nuevos e importantes «efectos de arrastre» sobre la economía de producción, pues impulsó la diversificación del aparato productivo e incrementó su dimensión y capacidad exportadora. En síntesis, la economía de servicios portuarios desempeñaba un papel crucial en la estrategia defendida por la burguesía indígena para superar la crisis de la grana. Las compañías marítimas extranjeras ofertaban a la economía local y a precios internacionales bienes-salario, materias primas, productos manufacturados y, sobre todo, energía, un bien considerado estratégico desde entonces, pues las Islas carecen de fuentes energéticas de naturaleza fósil. La economía local pudo por fin disponer de una energía barata para sus fábricas de gas y luego de electricidad; para las máquinas de vapor y los motores que extraían del subsuelo las aguas que irrigaban los cultivos exportadores; para un transporte terrestre que adquiría mayor vuelo a medida que retrocedía el cabotaje insular; y, por último, para su original industria agroalimentaria (destilerías, fábricas de harina y derivados, pesca, tabaco). Y como la oferta de materia prima local, tanto en volumen como en precio y calidad, era inferior a la internacional, los fabricantes optaron cada vez más por elaborar esta última con el fin de cubrir una triple demanda manufacturera. En primer término, la interior, que tendía a subir por el aumento de la renta familiar disponible en los centros más dinámicos de las economías de producción y de servicios; el suministro de los buques en tránsito era otro importante segmento de demanda industrial, así como las ventas a los mercados africanos, americanos e incluso europeos. Interesadas en negociar cualquier tipo de mercancía que procurase cómodos fletes de ida y retorno, las compañías marítimas extranjeras pronto se percataron de que el clima y el paisaje insular facilitaban el desarrollo de la nueva fuente de Canarias: Una economía insular y atlántica 8d riqueza que nacía en la Europa de la segunda industrialización, el turismo; de ahí que el primer negocio hotelero de las Islas estuviera en sus manos y los turistas fueran en su mayoría de origen británico. Las compañías ofertaban también a precios internacionales todos los servicios que requería el comercio exterior isleño, mejorando así los márgenes de competitividad de su oferta exportadora. En síntesis, la infraestructura mercantil y financiera (banca comercial) y los fletes necesarios para colocar esta oferta en los mercados africanos, europeos e incluso en el mercado de la España peninsular. Y, de nuevo, surgió el problema del contrabando que, como en el pasado, obedecía a la propia naturaleza y dinámica de las economías de producción y de servicios. Porque si buena parte de las materias primas que empleaba esta industria agroalimentaria eran importadas, el acceso de su oferta al mercado de la España peninsular, protegido por fuertes barreras arancelarias, era considerado un comercio ilícito y, además, ruinoso para la economía peninsular, especialmente en lo que respecta a las industrias azucarera, tabaquera y harinera. La reforma de los puertos francos de 1900 aclaró las cosas: o se eliminaba el librecambio, es decir, la vinculación de las Islas a la economía internacional, responsable indirecta del citado contrabando por la economía de servicios portuarios, o se soltaban definitivamente las amarras, es decir, el territorio isleño recibiría la categoría de país tercero, de modo que cualquier producto procedente del Archipiélago que entrase en la España peninsular estaría sometido al arancel general de comercio. La elite agromercantil discutió ampliamente la opción que debía seguirse y apostó de forma más decidida aún por la continuidad de su herencia librecambista, es decir, por seguir obteniendo sustanciales beneficios de su inserción en el escenario internacional. 2.3. Crisis, década prodigiosa y nueva recesión La Primera Guerra Mundial provocó inflación, paro y emigración. Las exportaciones agrícolas a los mercados europeos se hundieron al disminuir su demanda como consecuencia de la contienda, y las compras del mercado peninsular no amortiguaron la crisis por el carácter exiguo de su demanda. El brusco descenso del tráfico marítimo internacional afectó con igual intensidad a la venta de suministros a los buques en tránsito; se paralizaron entonces la economía de servicios portuarios y la incipiente actividad turística. Los precios de las subsistencias conocieron una fuerte subida, debido a la reducción de la oferta por la caída de las importaciones y a la incapacidad de la producción local —a pesar de su claro esfuerzo productivo— para cubrir el déficit. Se debatió la conveniencia de una vía industrial sustitutiva de las importaciones, protegida mediante una 9i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) modificación del marco librecambista, con el fin de solucionar la grave penuria de bienes manufacturados. Pero las dificultades de la industria agroalimentaria, motivada por el retroceso de las importaciones de materias primas y de la demanda, ante la contracción de la capacidad adquisitiva y la ruina de su comercio exterior, mostraban que el desarrollo industrial isleño repudiaba el proteccionismo, es decir, dependía de su vinculación al escenario económico internacional. Arreciaron entonces el paro y la conflictividad obrera en las zonas urbanas y en el subsector agrario vinculado al mercado exterior, y la espiral migratoria temporera o golondrina se manifestó con fuerte intensidad, conduciendo nuevos isleños a los cañaverales y haciendas de tabaco de Cuba, así como a los más cualificados hacia sus empleos urbanos. La población, que había crecido a una tasa anual acumulativa del 2,2% entre 1900 y 1910 hasta alcanzar los 444.018 habitantes, redujo este ritmo al 0,3% entre este último año y 1920. Asistimos, en síntesis, a una grave crisis económica y social que no alcanzó mayor vuelo gracias a esta riada migratoria a Cuba y al papel desempeñando por sus remesas en la reproducción social de las unidades familiares de este lado. Las secuelas de esta breve e intensa coyuntura crítica se remontaron a principios de 1920. El subsector agrario exportador aceleró su ritmo de crecimiento, estimulado por los elevados precios obtenidos por su oferta a principios de la década una vez recuperada la demanda en los mercados europeos. La exportación frutera creció vertiginosamente: de poco más de 70.000 toneladas de plátanos y de 18.000 de tomates en 1914, pasamos a 226.298 y 105.772, respectivamente, en 1930. El mercado británico absorbía ahora un 50%, seguido del francés (30%) y del peninsular (15%). La nueva expansión agraria incrementó la productividad, en primer lugar, del factor trabajo, pues si bien aumentó el nivel de empleo rural, igual signo tuvo la inversión en tecnología; aparecen las primeras máquinas ahorradoras de mano de obra en los empaquetados y en otras labores agrícolas, y la población activa en el sector se redujo en 17 puntos entre 1920 y 1930 (del 64 al 47%). El empleo de abonos químicos casi se duplicó: de 13 millones de kg en 1924 se pasó a 24 millones en 1930. La expansión agraria requirió también mayores dosis de capital, tanto foráneo como sobre todo autóctono, acumulado durante la fase anterior de auge. Las remesas procedentes de Cuba llegaron ahora en mayor cuantía, pues la fase de bonanza de la economía isleña, frente a la contracción de la economía azucarera y tabaquera cubana, posibilitaron los retornos definitivos. La expansión agraria exigió, finalmente, un incremento en la disponibilidad de recursos hídricos y los datos al respecto son bastante elocuentes. En 1927, la propiedad de un litro de agua por segundo valía 100.000 ptas.; una cifra astronómica si consideramos que el precio de la fanegada de platanera (5.248 m2) era de 15.000 ptas., subiendo a 35.000 ptas. si contaba con su correspondiente Canarias: Una economía insular y atlántica 9d dotación de agua en propiedad. Se abrieron galerías y pozos, predominando la fórmula de sociedades anónimas, que permitía captar el pequeño ahorro local urbano o rural y las remesas. En 1922 existían 21 sociedades hídricas con un capital social de 13.349.086 ptas. y Canarias presentaba la ratio más alta de capital social por habitante (29,2 ptas./hab.) de todo el Estado. Por último, entre 1920 y 1934 se construyeron en Gran Canaria 19 nuevos embalses, con una capacidad total de 9.178.946 m3, cuadruplicando la capacidad de los construidos entre 19031916. El desarrollo de los cultivos exportadores concentró la mayor parte de los factores productivos. La recuperación y auge de nuestra capacidad compradora otorgó un nuevo ritmo a las importaciones de productos agrarios para cubrir el déficit de una oferta doméstica que retrocedía de nuevo por su bajo nivel de competitividad. Ásí, la superficie dedicada a los cereales y leguminosas, con 149.709 hectáreas en 1922, se redujo a 67.662 hectáreas en el quinquenio 1931135, lo cual supuso una pérdida neta del 44%, mientras que el valor de su producción en el conjunto del sector agrario, que había significado el 40,3% en 1922, descendió al 25,3% en 1929. No obstante, el sector agrario tradicional debió conocer algunos cambios positivos en su estructura productiva. La demanda urbana de frutas y hortalizas determinó un incremento de los cultivos de huerta y frutales. La cabaña ganadera experimentó un sensible aumento, sobre todo el cabrío y el vacuno, relacionado el primero con la ampliación de la superficie baldía y, ambos, con la mayor demanda de productos lácteos, sobre todo de leche fresca, de unos centros urbanos en continua expansión. La economía de servicios portuarios recobró su dinamismo, generando efectos de arrastre sobre el resto de los sectores productivos. Destaquemos la intensa actividad constructora, con especial incidencia en los dos centros capitalinos del Archipiélago. El aumento de la demanda energética, tanto local como sobre todo de los buques en tránsito, contribuyó al establecimiento de una refinería por la Compañía Española de Petróleos (CEPSÁ) en 1929 y en Santa Cruz de Tenerife, con una capacidad de refino inicial de 280.000 toneladas. La producción de energía eléctrica de las empresas ubicadas en las dos capitales insulares pasó de 1.347 millones de kw/h en 1914 a 15.939 millones en el quinquenio 1931-35. La industria tabaquera, a pesar de sus roces con el monopolio, aparece ya plenamente consolidada, así como la industria pesquera, gracias sobre todo a la demanda de los mercados coloniales. El resto de la industria agroalimentaria conoció sus días de gloria, al incrementarse la demanda local y exterior (suministros de buques), aunque debe citarse el cierre de la industria azucarera, debido al retroceso de su presencia en el mercado peninsular y a la competencia del azúcar de remolacha. Mencionemos, por último, el nuevo auge de la actividad turística, propiciada ahora de forma creciente por el capital indígena. 10 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) Fue, pues, una década de indudable crecimiento económico, con rasgos propios respecto de la etapa anterior. Si sus principales agentes habían sido los intereses foráneos, ahora le correspondió este protagonismo a la burguesía indígena; el mercado interior pasó progresivamente bajo su control, así como buena parte de la exportación frutera. Por su parte, la clase obrera, con un mayor grado de cohesión, logró incrementar sus retribuciones: el máximo de 2,5-3,0 ptas. del jornal agrícola de 1914 subió a 5,0-5,5 en 1930, siendo muy superior en el caso de los obreros portuarios y de la mano de obra cualificada. Asistimos entonces a una sensible mejora en la distribución social de la renta y este cambio debe relacionarse con la génesis de las primeras entidades de ahorro. Las Cajas surgieron en Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria en 1911 y 1913, respectivamente, y el saldo total de sus imposiciones en ptas. corrientes se multiplicó por 3,4 entre 1920 y 1930. Las tasas de mortalidad decrecieron gracias a los avances en la sanidad pública. La inversión por habitante en la enseñanza primaria subió de 0,87 ptas. corrientes en 1916 a 4,02 ptas. en 1927, y dos años más tarde Canarias ocupaba el octavo y séptimo lugar en el conjunto del Estado en lo que respecta a niños por escuela y a niños escolarizados por cada mil habitantes. Y es que, en fin, el aparato productivo exigía de nuevo un capital humano más cualificado. Y de ahí el aumento de la matrícula en los estudios secundarios y el establecimiento de la primera universidad en La Laguna (Tenerife) en 1927. Y, de nuevo, la crisis. El modelo librecambista fue alcanzado en 1933 por la depresión de 1929, aunque con la fortuna de que ésta no afectó a toda la estructura productiva. La exportación de tomates no experimentó ninguna recesión, mientras la de plátanos se redujo en más de un tercio entre 1930 y 1936, descendiendo sus precios en los principales mercados europeos de 0,615 a 0,276 ptas/kg. La política arancelaria y de contingentes impuesta por los países consumidores en beneficio de la oferta bananera de sus respectivas colonias, hundió una exportación frutera que se hallaba herida de otros males; de un lado, por su incapacidad real para competir, a pesar de su mejor calidad, con la oferta colonial, obtenida a menores costes; de otro, por las graves deficiencias existentes en la comercialización, siendo uno de sus defectos la elevada atomización del grupo exportador. Los reajustes en el comercio internacional, consecuencia del activo proteccionismo practicado por la mayoría de las economías europeas, condujeron a un descenso del comercio de tránsito y de la actividad portuaria. La construcción se paralizó y la crítica situación de los diferentes países europeos afectó a las rentas de sus ciudadanos, haciendo desaparecer la incipiente actividad turística. El paro y la conflictividad social alcanzó su climaterio en 1933, no existiendo ahora la opción migratoria, pues la depresión también afectó a los países de América Latina; únicamente Venezuela escapó a la recesión gracias a su oro negro y con futuro provecho para la migración isleña. Canarias: Una economía insular y atlántica 10 d 3. EL CALVARIO AUTÁRQUICO EN VERSIÓN ISLEÑA El periodo 1936-1959 debe interpretarse como algo ajeno al devenir históricoeconómico del Archipiélago. Si la Guerra Civil liquidó la tensión social que pretendía mejorar la distribución de la riqueza y la Segunda Guerra Mundial cegó su fuente externa, la política económica de la Dictadura no alivió su caudal al suprimir de facto el modelo librecambista. Se interrumpió entonces el proceso de modernización que, en virtud de este modelo, se había iniciado en el último cuarto del siglo XIX y con mayor vigor en los años veinte; un proceso que no retornaría sino en la década de 1960, cuando, de nuevo, la economía isleña recuperó su secular vocación atlántica. Ásí pues, durante cinco lustros, factores exógenos «robaron» a la sociedad insular una parte sustancial de su renta, aquella que fluía por su entramado librecambista, y aunque carecemos de indicadores adecuados para medir esta pérdida, todo sugiere que se tradujo en ganancias para otros agentes. En primer lugar, para el Estado, dado el montante de divisas que la economía canaria aportó a la «causa nacional» y al sector público, y, en segundo lugar, para las empresas peninsulares. La autarquía limitó las compras en los mercados exteriores y favoreció la segunda «conquista» del mercado isleño por un capitalismo hispano que hasta entonces había tenido una escasa presencia en este mercado, debido a su incapacidad para competir con la oferta foránea. Esto significa que las pérdidas ocasionadas por el diferencial de precios existente entre los bienes y servicios internacionales y los bienes y servicios nacionales, más caros y de peor calidad, se convertían en beneficios para las empresas peninsulares. Las cosas ocurrieron, no obstante, de forma mucho más compleja, y tal circunstancia exige distinguir tres ciclos. Los años de la Guerra Civil, con sus secuelas de dura represión y lo que ello supone de pérdida de capital humano y de debilidad en la esfera de su formación; el sexenio siguiente tiene también entidad propia, pues durante la contienda mundial la economía isleña estuvo bajo los dictados del Mando Económico de Canarias (1941-1946); finalmente, la etapa 1946-1959 se caracteriza, entre otros rasgos, por los esfuerzos de una economía que intenta desembarazarse del corsé autárquico para recuperar su legado librecambista. 11 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 3.1. La economía en la Guerra Civil: divisas para los alzados Nada más iniciarse el golpe de estado, todas las decisiones de política económica quedaron bajo el control de la autoridad militar golpista, asesorada por miembros de la patronal. Esta intervención tenía por objeto destinar una parte de las divisas generadas por la economía isleña a financiar el ejército rebelde. En síntesis, el país debía contribuir a la «causa nacional» con hombres y con las ganancias de sus sectores productivos más dinámicos. Y esta segunda aportación se obtuvo básicamente mediante la apropiación violenta de una parte sustancial de las rentas del trabajo. El régimen militar suprimió las conquistas sociales de la República, aunque mantuvo algunas de sus medidas laborales, como la contratación de dos obreros por hectárea de plátanos; una exigencia que no supuso un aumento de sus costes laborales, pues las empresas redujeron las horas semanales por activo. La patronal y el régimen también coincidieron en resolver la crisis bananera, debida a la continuidad del proteccionismo impuesto a raíz de la gran depresión. Un nuevo organismo, la Confederación Regional del Plátano, negociaba la fruta en los mercados europeos, mientras los exportadores de tomates gozaban de mayores márgenes de libertad en sus transacciones. Finalmente, en las materias de comercio exterior y cambiaria, la herencia librecambista persistió —aunque aminorada por nuevas figuras fiscales y el rígido control de los intercambios— y los pagos con Alemania, Bélgica, Holanda, Portugal y el Reino Unido se realizaron mediante acuerdos de compensación privados, firmados gracias a la intervención de los agentes internacionales que operaban en la economía isleña. El balance económico de estos años no se conoce con exactitud. Á primera vista, el comportamiento de las macromagnitudes respondió a los efectos perniciosos del proteccionismo sobre una economía cuya esencia vital era el librecambio. La economía de servicios ligada al comercio internacional persistió en su contracción; las 514.000 toneladas de petróleo suministradas a los buques en tránsito entre 1931 y 1935 se redujeron a 399.000 en el quinquenio siguiente. Pero las exportaciones agrarias y sus precios recuperaron su ritmo ascendente, y esto debe imputarse a las medidas tomadas por el régimen militar y sus consejeros, como también la cohabitación de esta recuperación con un fuerte retroceso en el bienestar relativo de los insulares. La contribución financiera a la «causa rebelde» fue un éxito: las divisas canarias representaron un tercio del total «nacional». La contracción de la economía de servicios indica que la mayor parte de estas divisas se obtuvieron en el sector agroexportador. Y como aquí las rentas del capital aumentaron, frente al retroceso de las rentas del trabajo, cabe sostener que las pérdidas en divisas por el control del tipo de cambio recayeron en los salarios y en la participación de los Canarias: Una economía insular y atlántica 11 d aparceros del tomate en los beneficios de la zafra. Finalmente, la política de ahorro de divisas redujo la oferta de bienes-salario importados, teniendo su demanda igual signo al contraerse la capacidad adquisitiva de las unidades familiares como consecuencia de la congelación salarial y del incremento de los precios, efecto éste, en fin, de aquella política. 3.2. La etapa del ordeno y mando La Segunda Guerra Mundial agravó estas duras condiciones sociales. Ante el peligro de una invasión aliada, la Dictadura «administró» la economía isleña a través del Mando Económico de Canarias (1941-1946). Y, en principio, había razones para tal intervención. La contienda arruinó los servicios portuarios y las actividades urbanas; así, entre 1941-1945 sólo se suministra-ron 26.000 toneladas de petróleo a los buques en tránsito, frente a las 399.000 del quinquenio anterior. La crisis bélica también arruinó la oferta agroexportadora y las importaciones foráneas de bienes-salario y de inputs para el aparato productivo. Y el efecto inmediato de esta brusca alteración del pulso económico internacional fue un fuerte aumento del desempleo y de los precios. La autoridad militar y sus asesores hicieron frente a la coyuntura congelando las leyes de mercado y aplicando medidas de autarquía. Mediante el control de precios y salarios y agregando más tierra y trabajo al proceso productivo, se trató de incrementar la oferta destinada al mercado interior, mientras las escasas dotaciones en capital, agua y fertilizantes se concentraron en la oferta dirigida a la economía peninsular (plátanos, tomates, tabaco, algodón), que se convirtió en el principal mercado de la economía isleña. La política autárquica se preocupó de la diminuta industria, y las pesquerías iniciaron su década de oro, al aumentar el consumo de sus salazones en el mercado peninsular por la desaparición de las importaciones de bacalao. El tejido económico respondió a esta terapia como cabía esperar. Mientras la incorporación de más tierra y trabajo al aparato productivo hundía los rendimientos de ambos factores y las rentas del capital se mantenían al parecer estables, las rentas del trabajo experimentaron un nuevo retroceso. La insuficiencia de la oferta doméstica y la también escasa y cara oferta peninsular hicieron que los precios subieran muy por encima de la media nacional (un 78,7%, frente al 54,3%), con la consiguiente ruina de los salarios reales. El racionamiento y las tasas acompañaron a un activo mercado negro, y a finales del sexenio la sequía y el hambre expresaron su lado más oscuro en un aumento de la mortalidad. El desastre no fue mayor porque el Mando Económico suavizó sus bandos y el corsé autárquico. La caída del salario por debajo de su «mínimo vital» obligó a la 12 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) autoridad a subir su valor nominal en 1943, a mejorar su expresión real adquiriendo trigo y millo argentino para elaborar el preciado «gofio», y a conceder licencias de importación para aliviar determinadas carencias. Debió, además, tolerar la actividad de los «funcionarios» del extraperlo, los cambulloneros, que «asaltaban» los buques en tránsito para intercambiar la «pacotilla» local (bordados, tabaco) por divisas y bienes de elevado precio (medicinas). Y como las obras públicas no aliviaron el paro, el Mando debió reconocer que el mercado de trabajo local incluía el de la otra orilla. Porque, a pesar de la normativa antiemigratoria, puso escasos reparos a la salida de jóvenes activos hacia la Venezuela del petróleo; una emigración que reforzó y amplió las cadenas migratorias ya establecidas y que darían luego acomodo a la diáspora que se avecinaba. 3.3. General, devuélvanos nuestras franquicias En 1950 el General volvió al lugar donde fraguó su victorioso golpe. Las Cámaras de Comercio le manifestaron entonces sus quejas; toda la grandiosidad del régimen... ha tenido en este trozo lejano de la patria un eco limitado, de repercusiones un tanto extrañas, y el mejor modo de recompensar la contribución humana y financiera de este trozo lejano de la patria a su «causa», residía en la vuelta íntegra al sistema de puertos francos, sagrada herencia de nuestros mayores, y cuya custodia es para nosotros ineludible deber. La etapa de apoyo a los «destinos patrios» había concluido y la reconstrucción de la economía europea avalaba esta propuesta de retornar al librecambio. Pero las cosas no cambiaron en la dimensión esperada; se opusieron a ello los intereses locales y foráneos enriquecidos con la administración de la miseria de la década 1936-1946. Y continuó entonces el calvario autárquico en su modalidad isleña. Las economías de producción y servicios retomaron con nuevo vigor su orientación exportadora. Las ventas de servicios portuarios siguieron las tendencias de recuperación y auge del tráfico mundial. El declive de las exportaciones de plátanos a los mercados exteriores se vio compensado por el aumento de su consumo peninsular, que duplicó al extranjero en 1960, mientras las ventas de papas y, sobre todo, de tomates, se concentraron en este mercado, creciendo los envíos a una tasa anual del 2,7% entre 1947-1960. Pero la estrategia exportadora no absorbió todo el potencial laboral y la emigración a Venezuela alcanzó niveles de verdadera diáspora cuando la libertad emigratoria redujo los costes de traslado. Esto significa que «elementos extraños» a la economía isleña drenaban parte de las rentas de su comercio exterior y mermaban su capacidad para crear nuevas fuentes de riqueza. Y tales «elementos» eran un factor Canarias: Una economía insular y atlántica 12 d institucional insensible con la sagrada herencia de nuestros mayores y los intereses surgidos a su amparo. El Estado no alteró su política cambiaria y comercial. Abonaba las divisas, incrementadas ahora con la venta de la mercancía trabajo, a un tipo muy inferior al vigente en el mercado libre. Mantenía su cicatera concesión de medios de pago externos, al ceder sólo un tercio del valor total de las importaciones; el comercio de Estado y el mercado peninsular debían absorber el resto. Y fue así como, un siglo más tarde, la segunda «conquista» del mercado isleño por el capitalismo peninsular alcanzó su clímax, al tener ahora éxito la estrategia de sustituir la oferta de bienes y servicios internacionales por bienes y servicios nacionales (banca, marina, capitales, presentes incluso en la agricultura exportadora). Se privaba así a la economía isleña de parte de su potencial de riqueza, constituido por las economías de escala que en el pasado habían nacido al calor de su vinculación al mercado exterior, y a su estructura social de mejores cotas de bienestar relativo. El predominio de la oferta de bienes y servicios nacionales, más caros y de peor calidad que los foráneos, hizo que la inflación continuara su curso, mientras las rentas del trabajo, a pesar de sus puntuales subidas, crecían muy por debajo del coste de la vida. Y si las obras públicas y un activo mercado negro, nutrido con el contrabando de divisas y con los productos del cambullón, aliviaron las penurias, también enriquecieron a la minoría que administró el mercado interior como si de una finca propia se tratara. Las rentas de la tierra, sobre todo de los cosecheros-exportadores de tomates, conocieron un fuerte crecimiento. La escasez y carestía de los inputs que requería el sector se compensaron agregándole más trabajo, tierra y agua; una estrategia que recibió el apoyo institucional a través del control de los salarios y de créditos y subvenciones. La superficie cultivada se duplicó, y la estructura productiva recordó un pasado ya lejano; en 1959, la participación del sector agrario en el producto interior bruto y en el empleo era del 30,2% y 55,0%, respectivamente. Por su parte, el sector servicios languidecía por la cortedad de la demanda —a pesar de las subidas en los salarios y de la ayuda familiar representada por las remesas—, y lo mismo le ocurría al sector industrial; su débil acceso a los inputs del mercado mundial minaba su esfuerzo por competir con la oferta peninsular, y la edad de oro de las pesquerías palidecía a medida que se recuperaba el consumo de bacalao en el mercado peninsular. 13 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 4. TURISTAS Y MÁS TURISTAS: ¿HASTA CUÁNDO? Este triste escenario económico conoció un profundo cambio en las últimas cuatro décadas del siglo XX. Entre 1959 y 1998, el PIB per capita aumentó a una tasa anual del 3,8% (en ptas. de 1998), situándose en este año en el 79,3% del PIBB medio per capita de la Unión Europea. El turismo fue el motor principal de este crecimiento; en 1998, el 87,7% de la estructura productiva correspondía al bloque servicios-construcción, que a su vez concentraba el 86,4% del total de empleos. Y si a estos índices agregamos los avances en el plano sociocultural y político, podemos afirmar que Canarias se presenta ante el próximo milenio con los rasgos propios de una sociedad moderna. Ahora bien, interesa advertir que la sociedad isleña tuvo una primera y brillante modernidad. Recordemos que el sector servicios de los años veinte incluía el turismo, y que a su promotor extranjero se le agregó luego el autóctono; recordemos también el papel de fuerza motriz que ejerció este sector en el cambio socio-cultural de aquella década. Y dicho esto, la lectura del crecimiento económico de los últimos cuarenta años del siglo XX es más nítida. La supresión del corsé autárquico y la vuelta al sistema de franquicias liberaron a la economía canaria de los obstáculos al desarrollo de un modelo productivo cuyas bases se habían configurado en los años veinte. Ahora, sus novedades son la apuesta por el turismo, la destacada participación del sector público y la presencia del capital peninsular. Y sus resultados: un crecimiento con cotas de bienestar relativo en aumento, pero también con inquietantes sombras sobre su inmediato futuro. La expansión de los años 1960-1975 se vio acompañada por bruscos reajustes en la estructura productiva y en su localización. La crisis del petróleo inicia una década (1975-1985) de recesión y de nuevos reajustes, en cuya adopción adquieren mayor protagonismo los agentes insulares gracias al Estatuto de Áutonomía (1982). Finalmente, los ciclos de auge y penuria de la etapa que cierra el siglo XX se desarrollan en un contexto de clara incertidumbre, debida a la adaptación de las especificidades canarias al marco comunitario y a una globalización de la economía en la que predominan los intereses del capital sobre la condición de ciudadano. 4.1. Retroceso agrario y primer auge turístico El Plan de Estabilización, la liberalización del tipo de cambio y la suspensión de las restricciones en los medios de pago externos devolvieron a la economía isleña toda la riqueza generada por su actividad exportadora y su capacidad de Canarias: Una economía insular y atlántica 13 d compra en el exterior. Esta devolución era, además, oportuna, pues facilitaba la reinserción del Archipiélago en la nueva expansión de la economía internacional del ocio. Y cuando los agentes insulares vieron confirmada la bondad del modelo librecambista, resolvieron sus riesgos consolidando de iure parte de sus antiguas franquicias (se mantuvo el monopolio nacional en los transportes y en la banca) mediante el régimen económico-fiscal de 1972 (en adelante REF-72), que convirtió de nuevo a Canarias en territorio aduanero exento, es decir, en país tercero a efectos comerciales y de fiscalidad indirecta. La economía respondió de inmediato a la restitución de su librecambio. Entre 1959 y 1975, el PIB creció a una tasa anual del 7,2%, y si su distribución per capita lo hizo al 5,1%, fue por la tardía transición demográfica y la débil emigración, pues ahora había empleo para todos. Porque, en efecto, el aparato productivo amplió su estrategia exportadora con la venta de servicios turísticos, al tiempo que las rentas generadas por esta estrategia forjaron nuevas economías de escala. Y como la capacidad competitiva de aquella estrategia y de estas economías residía, como en el pasado, en sostener bajos los precios interiores para garantizar un comportamiento del mismo signo en los salarios, la economía incrementó su compra de bienes-salario y de inputs (materias primas, energía) en los mercados exteriores con el fin de abastecer el mercado local y el aparato productivo. El motor responsable de este crecimiento fue el binomio servicios-construcción; su participación en el PIB subió del 51,1% al 78,4% entre 1959 y 1975. La libertad comercial favoreció el capítulo de servicios al comercio mundial, mientras el capítulo vinculado al mercado interior también ampliaba su magnitud al crecer su demanda en volumen y calidad por el aumento de las rentas familiares y el consumo de los no residentes. El turismo transformó todo; primero, su enclave urbano tradicional, y luego creó nuevos emporios de riqueza allí donde sólo había suelo marginal, sol y playa. Y para hacer esto absorbió fuerza de trabajo rural, así como el ahorro indígena, las remesas venezolanas y capital peninsular y extranjero, mientras el sector público construía nuevas infraestructuras. Pero como la locomotora llamada turismo iba mucho más deprisa que la responsable de ejecutar obras y servicios sociales, surgieron bolsas de «miseria urbana» en municipios donde las nuevas cargas comunitarias superaban sus ingresos. El REF72 atendió este problema; lo recaudado por el arbitrio a la entrada de mercancías y el arbitrio insular sobre el lujo se destinó a dotar de autonomía financiera a las corporaciones locales. La libertad comercial mejoró la competitividad del sector industrial, al permitirle un acceso más fluido a la oferta internacional de inputs y materias primas, al tiempo que la ampliación del mercado interior creaba nuevas oportunidades empresariales. Ahora bien, a pesar de todos los propósitos, no hubo 14 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) ningún despegue industrial; en realidad, lo que ocurrió fue una relativa modernización de la industria exportadora (tabaco, derivados petrolíferos, pesca) y el desarrollo de pequeñas empresas destinadas a cubrir la demanda interna. Y cuando creció la competencia, llegó el REF-72; su arbitrio insular a la entrada de mercancías incluía una tarifa especial protectora, mientras las industrias que elaboraban materias primas extranjeras obtuvieron bonificaciones arancelarias a la entrada de sus productos en el mercado peninsular. Finalmente, el sector agrario reinició su modernización, estimulada por la competencia de la oferta foránea en el mercado interior y el aumento relativo de sus costes laborales, provocado por el auge del binomio construcción-servicios. Esta doble circunstancia explica el fuerte retroceso del sector en el PIB (del 30,2 al 9,7%) y en el empleo (del 55,0 al 23,1%) en el periodo 1959-1975, así como su respuesta: la concentración de sus recursos propios y externos —bienes de equipo y capitales (subvenciones y remesas)— en la oferta exportadora (plátanos, tomates, papas, cultivos en invernadero). Y cuando el plátano perdió definitivamente el mercado exterior europeo y el tomate sufría en este mercado la competencia de la oferta peninsular, el REF-72 garantizó la reserva del mercado nacional para el plátano, así como la protección del tomate en el sistema de cupos y calendario de exportación. 4.2. Una década de recesión y reajustes Los efectos de la crisis internacional, debida al aumento de los precios energéticos, fueron limitados por la escasa entidad del sector industrial. El PIB creció a una tasa anual del 2,1% entre 1975-1985, y su distribución per capita lo hizo al 2,3%, al contribuir un denominador que respondía ahora a los dictados de la transición demográfica. Pero la crisis causó, como en el pasado, inflación, paro y emigración, variables que no alcanzaron mayores guarismos gracias a los ajustes aplicados para superar la recesión. De ahí que su impacto fuera inmediato (1973) y temprana su superación (1983), y tal comportamiento revela la elevada flexibilidad del aparato productivo isleño al ciclo económico. La principal oferta exportadora, la venta de servicios turísticos, aminoró su tendencia expansiva, al contraerse el ahorro familiar europeo que adquiría aquellos servicios; el número de turistas, cifrado en 2,5 millones en 1978, se mantuvo en torno a este guarismo hasta 1983. Por su parte, el mal inflacionario llegó también de fuera. La crisis energética elevó los precios de los bienes y servicios internacionales, y la economía local importó esta inflación debido al predominio de aquella oferta en el mercado interior. Asistimos entonces al deterioro progresivo de la estrategia competitiva del modelo económico isleño (precios y salarios Canarias: Una economía insular y atlántica 14 d bajos), pues al aumento de los precios le siguió una tendencia similar en los salarios al liberarse la acción sindical. Y como la patronal respondió adecuando a la nueva coyuntura primero el factor trabajo y luego el factor capital, esta respuesta incrementó el desempleo: la tasa de paro, del 2,5% en 1973, subió de forma constante —sobre todo después de 1980, cuando la migración a Venezuela cambió bruscamente de signo— hasta alcanzar el 26,8% en 1985. La empresa turística ajustó precios y plantillas, favoreció el empleo sumergido y la contratación temporal, y aumentó su oferta con menores costes laborales, las plazas extrahoteleras, cuya construcción atrajo ahora al capital foráneo (nacional y extranjero) y al ahorro indígena acumulado en la fase expansiva precedente. No obstante, esta última estrategia dio sus frutos a partir de 1983, cuando se incrementó de nuevo la afluencia de turistas. Mientras tanto, el sector de la construcción experimentó un brusco retroceso en el PIB y en el empleo, arrastrando en su caída a las economías de escala vinculadas a su demanda. Y si el mal no alcanzó mayores cotas fue por la intervención del sector público estatal y local; una intervención que creció en proporciones, flexibilidad y eficacia gracias a la autonomía financiera de las entidades locales. Porque al incremento de personal debido a la creación y consolidación de la Administración Autonómica, debemos agregar las inversiones destinadas a cubrir el elevado déficit en infraestructuras y equipamientos sociales; un déficit que tiene ahora dos nuevos responsables, una población que demanda mayores prestaciones educativas y sanitarias, y un aparato productivo que exige mayor cualificación a su capital humano. El sector industrial reajustó su estrategia productiva. La carestía de los inputs importados (materias primas y energía) se transmitió al precio final de los bienes industriales. Y ante la contracción de las ventas y el incremento de los costes laborales, las empresas optaron por ajustar sus plantillas y luego por incrementar su productividad, contando al efecto con subvenciones y créditos oficiales. Una estrategia que afectó especialmente a la industria tradicional, sobre todo a su rama tabaquera, mientras la industria pesquera retrocedía con motivo de la pérdida del caladero africano a la raíz de la «descolonización» del Sahara. Por su parte, el PIB del sector agrario experimentaba un nuevo retroceso, más acusado aún que el de la etapa precedente, al tiempo que insistía en la modernización productiva de su oferta exportadora. Porque, ahora, a la carestía del factor trabajo y de los inputs importados y locales se agregó la del factor agua, ocasionada por la competencia del sector servicios y por el descenso de los recursos hídricos, a cuya escasez natural se unía la debida a su «irracional» explotación y a la imperfección de su «mercado». 15 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 4.3. Los costes de crecer en la incertidumbre La etapa que cierra el siglo XX comienza con un ciclo expansivo (1985-1991), seguido de una recesión (1991-1993) y luego de una recuperación cuyo empuje no parece haber acabado. Ahora bien, el rasgo singular que define esta etapa es la sensación de incertidumbre que envuelve todo el tejido económico; una sensación cuya raíz reside en la necesidad de adecuar el modelo isleño a la normativa comunitaria y a la creciente globalización de la economía. La adhesión a la Unión Europea suscitó un amplio debate. Inicialmente se optó por mantener la herencia del pasado; el territorio insular siguió siendo un país tercero en materia aduanera y fiscal, no siendo aplicables al mismo las políticas comunitarias ni su impuesto sobre el valor añadido. Y tal decisión mostró de inmediato sus perjuicios. Mientras la entrada del tomate isleño al mercado único continuaba sometida a contingentes y precios de referencia, su viejo competidor, el tomate peninsular, tenía libre entrada en este mercado. Por su parte, el plátano veía peligrar su reserva del mercado peninsular por las disposiciones comunitarias sobre la importación de banano extracomunitario. Finalmente, las importaciones procedentes de la Unión Europea debían quedar exentas del arbitrio a la entrada de mercancías, y esta exención afectaba a los ingresos de las entidades locales y al sector industrial, al desaparecer su tarifa especial protectora, incluida en el citado arbitrio. En 1991 se optó por la plena integración, aunque con importantes matices económicos y fiscales. La aplicación de las políticas agrícola y comercial comunitarias no debía provocar un aumento de los precios interiores ni alterar los tradicionales flujos comerciales; es decir, no debía cuestionar uno de los pilares del modelo económico isleño, el fundamento de su competitividad. El régimen especial de abastecimiento permite que los productos agrarios esenciales para el consumo y para la industria continúen siendo adquiridos a precios internacionales, y gozan también de exenciones arancelarias transitorias los bienes considerados sensibles o estratégicos para los sectores productivos o para el consumo local. En el apartado fiscal, el impuesto general indirecto canario (IGIC), similar al IVA comunitario, sustituye al impuesto general sobre el tráfico de las empresas y al arbitrio insular sobre el lujo, destinándose su recaudación a la Comunidad Autónoma y a los Cabildos Insulares. Las entidades locales cuentan ahora con el arbitrio sobre la producción e importación de las Islas Canarias (APIC), que reemplaza al arbitrio sobre la entrada de mercancías, con la salvedad de que su gravamen se reduce de forma progresiva a partir de 1996 y desaparecerá en diciembre de 2000, al igual que la tarifa especial protectora para la industria. La reserva para inversiones, deducida de la base imponible del impuesto sobre sociedades, se destinará a la adquisición de activos fijos, de deuda pública emitida Canarias: Una economía insular y atlántica 15 d por las entidades locales, y a la suscripción de títulos de empresas canarias o con domicilio insular. Las consecuencias de este cambio institucional han sido notorias. El sector agrario modificó su tendencia a partir de aquella fecha; los cosecheros de tomates acentuaron la modernización de sus estructuras productivas y comerciales y creció la exportación, aunque su nivel actual se encuentra amenazado por la competencia del tomate magrebí. En 1993, la Organización Común de Mercados (OCM) del plátano garantizó su comercialización, y se inició entonces una fase de recuperación y auge del cultivo. Otras producciones se han visto también favorecidas por la política agrícola comunitaria (viñedo, ganadería), dando todo ello como resultado una creciente capitalización del sector agrario, en la que, hecho insólito, han participado capitales ajenos al mismo, así como —y de forma creciente— una fuerza de trabajo inmigrante de origen africano. El capital privado extranjero ha acentuado su presencia en el sector servicios, reforzando su expansión, tanto de su capítulo turismo como del vinculado al mercado interior, pues a la demanda local se agrega la de los no residentes, cuya cuantía se cifra en unos diez millones anuales. Las infraestructuras y los equipamientos sociales han crecido de forma exponencial gracias a las inversiones de las Administraciones Central y Autonómica y a la declaración de Canarias como objetivo I y zona ultraperiférica, que ha permitido a su aparato productivo beneficiarse de los fondos comunitarios. La expansión de los servicios turísticos y de la inversión pública han reactivado el sector de la construcción, y esta bonanza ha reducido la tasa de paro, no sólo local sino de otras economías, al atraer mano de obra inmigrante (andaluces, gallegos, portugueses). La hermana pobre en este proceso ha sido el sector industrial. Su vocación exportadora declina por la desaparición de sus ventajas fiscales, la falta de liquidez en medios de pago externos de sus compradores africanos y la pérdida de su renta de situación, consecuencia ésta de los procesos de reubicación de la industria en el ámbito internacional. Las multinacionales del tabaco han cancelado o reducido su actividad; igual desgracia corre la industria pesquera, afectada desde tiempo atrás por la industrialización pesquera marroquí; por último, la industria petrolera (CEPSÁ) ha terminando ajustando su producción a la demanda del mercado interior. Por su parte, la industria agroalimentaria retrocede ante la competencia de la oferta foránea, gestionada ahora por nuevos y poderosos importadores, las grandes superficies. Su única ventaja competitiva, el ahorro en los costes de transporte de los productos terminados, tiende a desaparecer por efecto de las tecnologías que «encogen el espacio» económico y de la progresiva liberalización de los transportes. La zona especial canaria (ZEC) pretende reactivar este pobre tejido industrial con el fin de reducir el fuerte desequilibrio intersectorial de la economía isleña, ocasionado por la sobredimensión de su sector servicios. 16 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) 5. CONCLUSIONES «Exportar de forma competitiva para poder importar de igual forma lo mucho que nos falta». Esta podría ser la máxima que sintetiza la estrategia que durante cinco siglos dominó la asignación de los factores productivos en las Canarias. Una estrategia cuya eficiencia económica y de clase dependió del comportamiento dinámico e interactivo de los tres elementos constitutivos de un modelo específico de crecimiento económico: una economía de producción cuya oferta exportadora se esforzaba por minimizar sus costes y por tener libre acceso a los mercados internacionales que maximizaban su intercambio con «lo mucho que nos falta»; una economía de servicios que reducía los costes de transacción del comercio exterior y rentabilizaba la situación del enclave insular en el derrotero marítimo atlántico; y, por último, un factor institucional que evitó todo obstáculo a la expansión de ambas economías. De ahí que sus agentes mantuvieran estrechos vínculos con Europa (países del Noroeste), África occidental y América (Cuba y Venezuela), y fuera a la vez insular y atlántico el escenario del sistema económico isleño. Cuatro grandes etapas resumen su historia contemporánea. La primera transcurre entre 1820 y 1850 y se caracterizó por una grave crisis social, económica y política. La herencia del Ántiguo Régimen incluía un trato fiscal y aduanero diferenciado del vigente en el territorio peninsular y, por supuesto, totalmente ajeno al que había regido la economía colonial hispana. Pues bien, esta herencia fue violentada por el proteccionismo, que pretendía incorporar las Islas a la economía nacional, eliminando así tres siglos de librecambio mercantilista con los mercados internacionales. Los elevados aranceles agravaron la recesión e hicieron más dura la reforma agraria burguesa para la mayoría campesina; arreció la presencia del hambre y de su socio inseparable, la muerte, y la emigración se convirtió en una auténtica diáspora. Y como era de esperar, la elite agromercantil propuso diversas soluciones a la crisis y entre ellas estaba la de frustrar esta fórmula de «conquista» de la economía canaria por parte del capitalismo peninsular. Su pugna política con el nuevo Estado terminó en 1852 con el decreto de Puertos Francos, cuyo entramado jurídico-administrativo restablecía la secular adecuación del factor institucional al crecimiento de las economías de producción y de servicios. La vieja herencia librecambista se vistió entonces con ropas nuevas, y volvíamos a ser españoles en lo político, pero país tercero en lo económico. La segunda etapa se extiende hasta 1936 y se caracteriza por ciclos alternativos de bonanza y de grave crisis. La expansión de la oferta exportadora concentra los recursos tierra, agua y trabajo, y atrae el ahorro interior, los capitales foráneos y, Canarias: Una economía insular y atlántica 16 d sobre todo, las remesas acumuladas por la exportación de capital humano hacia la otra vertiente del sistema económico isleño. El librecambio mejora su competitividad, al facilitarle el acceso a los mercados exteriores y las importaciones de bienes-salario y de manufacturas para cubrir la demanda interior, acrecentada ahora por el aumento de la capacidad adquisitiva de los insulares y por el retroceso de la oferta doméstica, ante la baratura de la foránea. El auge del comercio internacional revaloriza el papel de enclave de la economía de servicios portuarios y este hecho genera «efectos de arrastre» sobre la economía de producción; en síntesis, reduce los costes de transacción de su oferta exportadora y asegura la diversificación del aparato productivo mediante una industria agroalimentaria cuya producción se destina al mercado interior, al suministro de los buques en tránsito y a los mercados exteriores, especialmente coloniales. La crisis comienza con la contracción del comercio exterior, debida a la ruina de la oferta exportadora o a una complicada coyuntura internacional (Primera Guerra Mundial, Gran Depresión, Segunda Guerra Mundial). El descenso de la oferta foránea provoca una brusca y elevada inflación que agrava de inmediato el nivel de desempleo en las economías de producción y de servicios. Pero el paro y la miseria no alcanzan, por fortuna, cotas extremas porque al ciclo negativo en esta vertiente del sistema económico insular y atlántico le corresponde otro de signo positivo en su otra vertiente; y hacia allá exportamos de nuevo capital humano, garantizando sus remesas en concepto de ayuda familiar la reproducción de las economías domésticas y, en fin, de todo el sistema social hasta la próxima etapa de bonanza. Los agentes sociales estudiaron estos ciclos y consideraron muy positivo el resultado de su modelo económico; le denominaron la sagrada herencia de sus mayores, y cuya custodia es para nosotros ineludible deber. Y, en efecto, la custodiaron durante los años que soportaron con resignación patriótica el calvario autárquico, una fase de la historia insular extraña al discurrir de su economía y que supuso la segunda «conquista» de ésta, ahora con éxito, por el capitalismo peninsular gracias al paraguas de la autarquía. Fueron años duros, pues la fuente externa de nuestra riqueza quedó cercenada, si bien la minoría afecta al régimen y vinculada a los intereses peninsulares se enriqueció con la administración de una miseria que, de nuevo, se vio amortiguada por una corriente emigratoria que adquirió guarismos de verdadera diáspora en la década de 1950. Finalmente, Canarias recuperó aquella herencia de sus mayores a partir de 1960 y su modelo económico conoce desde entonces una nueva fase de expansión, impulsada ahora por la locomotora llamada turismo. El proceso modernizador retoma su cauce, la deuda histórica en infraestructuras y equipamientos sociales tiende a saldarse, y mejoran el resto de los indicadores de bienestar social. Pero las incertidumbres que encierra el futuro se hacen cada vez más evidentes. ¿Hasta 17 i Antonio Manuel Macías Hernández (2001) cuándo la economía insular podrá soportar la persistente expansión de un sector productivo, el turismo, que constituye ya una seria amenaza para el débil equilibrio ecológico y medioambiental de los espacios insulares, y que, además, agrava la extrema fragilidad de su economía. Canarias: Una economía insular y atlántica 17 d BIBLIOGRAFÍA SOBRE CANARIAS AGUILERA KLINK, Federico y otros (1993): Canarias. Economía, Ecología y Medio Ambiente, Santa Cruz de Tenerife, Lemus. 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