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Unidad I. Introducción general a la Teología
1) La enseñanza católica acerca de la relación entre fe ‘y’ razón (cf. A. Léonard, ‘Razones para creer’):
i) La reflexión sobre las razones para creer en Dios y en Jesucristo que lo ha revelado pone en juego la
más fundamental justificación de la fe ante el enigma de la existencia humana. I Pe 3,15b: ‘Estén
siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes
tienen’.
ii) Proponemos una afirmación triple acerca de la fe (aplicando el principio teológico fundamental: ‘la
gracia presupone, no destruye y perfecciona la naturaleza’):
•la fe no es irracional: creer no es indigno del hombre, el hombre no sólo conoce racionalmente la
realidad, la fe no niega la razón;
•la fe es razonable: puede mostrarse una conveniencia para creer al ampliar el horizonte de la mera
razón, la fe es digna de la razón;
•la fe es transracional: solamente lo que supera nuestra medida humana es verdaderamente medida
nuestra por ser el hombre un ‘ser-fronterizo’ y en permanente tensión entre su finitud y la infinitud que
puede ser su auténtica plenitud.
iii) Para comprender algo del misterio de la Revelación de Dios necesitamos como presupuesto la
analogía de la amistad humana (cf. Ex 33,11 y Jn 15,15) que es comunicación interpersonal, palabra,
testimonio y confianza; cf. CEC 142 y 236.
iv) Si Dios existe y si nos habla en la historia, no podría engañarse ni engañarnos, si no no sería
verdaderamente Dios. Pero sucede que Dios no nos habla inmediatamente y que su misma existencia no
nos resulta evidente. Son unos ‘signos complejos’ (=mundo y hombre) los que manifiestan su existencia
y unos ‘testimonios humanos muy elaborados’ (=Iglesia, Tradición, Escritura, etc.) los que pretenden que
Él se ha revelado históricamente en Jesucristo.
v) En la relación entre razón y fe deben evitarse dos errores:
-Racionalismo: rechazo de la revelación por concebir a la razón como única forma de conocimiento, así
menosprecia el carácter transracional de la fe.
-Fideísmo: la fe no se apoya en ningún preámbulo racional, la revelación no requiere ninguna
justificación ante la razón, solamente es necesaria la experiencia, el sentimiento o la convicción de la fe;
de este modo se olvida la dimensión razonable de la fe.
La posición adoptada por la Iglesia Católica es de equidistancia entre el racionalismo y el fideísmo, con
una confianza realista, optimista y cauta a la vez, en las posibilidades de la razón y la naturaleza humana
herida por el pecado pero no totalmente corrupta. Fe y razón no se oponen, se prestan mutua ayuda: cf.
D 1796 y 1799. Por ello dirá San Anselmo: ‘Creo para entender y entiendo para creer más’ (‘Cur Deus
homo’ V,1). Esta concepción entre fe y razón tiene como presupuesto una antropología católica signada
por una relación positiva entre la gracia divina y la naturaleza humana. Sólo el hombre verdaderamente
humano por su propia naturaleza (=razonable) puede recibir de manera digna de Dios el don inmerecido
de la gracia que lo perfecciona más allá de sí mismo (=transracional). San Ireneo de Lyon enseña
magistralmente: «La gloria de Dios es el hombre viviente [=razonable], la vida del hombre es la visión de
Dios [=transracional]» (‘Contra las herejías’ IV,20,7).
2)
Objeto material: es la realidad de la que propiamente se ocupa la Teología. El objeto es Dios (primario o
principal) y todas las realidades por Él creadas y gobernadas por su designio salvador en cuanto
ordenadas a Él (secundario).
Objeto formal: es el aspecto particular bajo el que considera su propio objeto material; por ejemplo «el
hombre» puede ser el objeto material de varias ciencias: Filosofía, Sociología, Psicología, Antropología,
etc., y cada una de ellas lo verá bajo un aspecto diferente. Distinguimos en el objeto formal de la
Teología:
•quod: lo que es propio de Dios, considerado según su divinidad;
•quo: luz intelectual bajo la que el objeto es considerado, la razón iluminada o guiada por la fe.
1
3) La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe
(cf. I Pe 3,15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya
el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rom 1,19-20), había llamado la atención
sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente.
Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la
Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe
mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su
camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del
misterio revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento
natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa
y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada por todas estas
verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en
la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía. Del mismo
modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia
fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. Así,
la fe sabrá mostrar «plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este
modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al
mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no
podría llegar por sí misma».
4) El método teológico: escucha y reflexión de la fe revelada:
a) El método de una ciencia se determina a partir de su objeto y de su fin. Pues bien, el objeto de la
Teología es Dios en su vida íntima y en su plan de salvación, y el fin de la Teología es comprender mejor
el plan de Dios salvador, que consiste en introducir a la criatura humana en la intimidad de la vida
divina. Tal es, en efecto, el misterio oculto en Dios desde toda la eternidad: la redención del hombre y su
retorno al Padre por medio de Cristo. De ahí se sigue que el método de la Teología supone dos
momentos esenciales:
•el de la determinación del objeto de fe, o Teología en su función positiva;
•el de la inteligencia o comprensión de ese objeto de fe o Teología en su función propiamente reflexiva,
especulativa o sistemática.
b) Son funciones propias de la teología (cf. Cong. Ed. cat. Formación teológica de los futuros sacerdotes
II.I.2.):
•Indagar y profundizar el dato revelado, circunscribir sus límites y cooperar a su desarrollo homogéneo
de acuerdo con las exigencias de la fe y las indicaciones de los ‘signos de los tiempos’, en los cuales lee
los signos del mismo Dios.
•Incidir decisivamente en la vida espiritual, al clarificar y ahondar el sentido de la salvación y del camino
del progreso espiritual, que la Revelación ofrece a la vida cristiana.
•Iluminar toda la obra evangelizadora (catequística, sacramental, pastoral, misionera, etc.) de la Iglesia:
‘la ortopraxis presupone la ortodoxia’.
c) El método de la teología implica siempre dos momentos que se corresponden con la definición
agustiniana de la fe: ‘creer es consintiendo pensar’:
•recepción del dato revelado: el escuchar creyente, asintiendo con docilidad a la Palabra de Dios
revelada en la Escritura y la Tradición e interpretada rectamente por el Magisterio de la Iglesia;
•apropiación del dato revelado: el preguntar inteligente, la reflexión en donde el cristiano moviliza
todas sus dimensiones para comprender la trascendencia teologal del mensaje cristiano.
De este modo, como decía San Anselmo, ‘creo para entender y entiendo para creer’. El primer momento
corresponde a la teología llamada positiva (bíblica, patrística, magisterial, etc.), el segundo a la
sistemática. La ciencia teológica es una, los dos aspectos se distinguen no se separan. Toda la tarea
teológica está llamada a constituir una verdadera sabiduría de la fe.
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Unidad II. La búsqueda del hombre: el ser humano es «capaz de Dios»
6) Valoración católica de las religiones no cristianas:
•Pablo VI: Exh. Ap. ‘Evangelii nuntiandi’ nº 80: «No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador
examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por
otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero
¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que San Pablo llamaba
avergonzarse del Evangelio-, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?».
•Catequesis de Juan Pablo II: «Fe cristiana y religiones no cristianas» (5-VI-1985):
1. La fe cristiana se encuentra en el mundo con varias religiones que se inspiran en otros maestros y en
otras tradiciones, al margen del filón de la revelación. Ellas constituyen un hecho que hay que tener en
cuenta. Como dice el Concilio, los hombres esperan de las diversas religiones ‘la respuesta a los enigmas
recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el
hombre? Cuál es el sentido y fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y que es el pecado? ¿Cuál es el origen
y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio,
y cuál es la retribución después de la muerte? ¿Cual es, finalmente, aquel último e inefable misterio que
envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?’ (Nostra aetate nº 1). De
este hecho parte el Concilio en la Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas. Es muy significativo que el Concilio se haya pronunciado sobre este tema. Si
creer de modo cristiano quiere decir responder a la auto-revelación de Dios, cuya plenitud está en
Jesucristo, sin embargo, esta fe no evita, especialmente en el mundo contemporáneo, una relación
consciente con las religiones no cristianas, en cuanto que en cada una de ellas se expresa de algún modo
‘aquello que es común a los hombres y conduce a la mutua solidaridad’ (nº 1). La Iglesia no desecha esta
relación, más aún, la desea y la busca. Sobre el fondo de una amplia comunión en los valores positivos
de espiritualidad y moralidad, se delinea ante todo la relación de la ‘fe’ con la ‘religión’ en general, que
es un sector especial de la existencia terrena del hombre. El hombre busca en la religión la respuesta a
los interrogantes arriba enumerados y establece de modo diverso su relación con el ‘misterio que
envuelve nuestra existencia’. Ahora bien, las diversas religiones no cristianas son, ante todo, la
expresión de esta búsqueda por parte del hombre, mientras que la fe cristiana que tiene su base en la
Revelación por parte de Dios. Y en esto consiste -a pesar de algunas afinidades en otras religiones- su
diferencia esencial en relación con ellas.
2. La Declaración Nostra aetate, sin embargo, trata de subrayar las afinidades. Leemos: ‘Ya desde la
antigüedad y hasta nuestras días se encuentran en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella
fuerza misteriosa que se haya presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida
humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Sensibilidad y
conocimiento que penetran toda la vida humana, y un íntimo sentido religioso’ (nº 2). A este propósito
podemos recordar que desde los primeros siglos del cristianismo se ha querido ver la presencia inefable
del Verbo en las mentes humanas y en las realizaciones de cultura y civilización: ‘Efectivamente, todos
los escritores, mediante la innata semilla del Logos, injertada en ellos, pudieron entrever oscuramente la
realidad’, ha puesto de relieve San Justino (II,13,3), el cual, con otros Padres, no ha dudado en ver en la
filosofía una especie de ‘revelación menor’. Pero en esto hay que entenderse. Ese ‘sentido religioso’, es
decir, el conocimiento religioso de Dios por parte de los pueblos, se reduce al conocimiento de que es
capaz el hombre con las fuerzas de su naturaleza, como hemos visto en su lugar; al mismo tiempo, se
distingue de las especulaciones puramente racionales de los filósofos y pensadores sobre el tema de la
existencia de Dios. Ese conocimiento religioso implica a todo el hombre y llega a ser en él un impulso de
vida. Se distingue, sobre todo, de la fe cristiana, ya sea como conocimiento fundado en la Revelación, ya
como respuesta consciente al don de Dios que está presente y actúa en Jesucristo. Esta distinción
necesaria no excluye, repito, una afinidad y una concordancia de valores positivos, lo mismo que no
impide reconocer, con el Concilio, que las diversas religiones no cristianas (entre las cuales en el
Documento conciliar se recuerdan especialmente el hinduismo y el budismo, de los que se traza un
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breve perfil) ‘se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano,
proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados’ (nº 2).
3. ‘La Iglesia católica -continúa el Documento- considera con sincero respeto los modos de obrar y de
vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y
enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres’ (nº 2).
Mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, puso de relieve de modo sugestivo esta posición de la
Iglesia en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. He aquí sus palabras que sintonizan con textos
de los antiguos Padres: ‘Ellas (las religiones no cristianas) llevan en sí mismas el eco de milenios a la
búsqueda de Dios, búsqueda incompleta pero hecha frecuentemente con sinceridad y rectitud de
corazón. Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente religiosos. Han enseñado a
generaciones de personas a orar. Todas están llenas de innumerables semillas del Verbo y constituyen
una auténtica preparación evangélica’ (nº 53). Por esto, también la Iglesia exhorta a los cristianos y a los
católicos a fin de que ‘mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando
testimonio de la fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y
morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen’ (nº 2).
4. Se podría decir, pues, que creer de modo cristiano significa aceptar, profesar y anunciar a Cristo que
es ‘el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14,6), tanto más plenamente cuanto más se ponen de relieve los
valores de las otras religiones, los signos, los reflejos y como los presagios de Él.
5. Entre las religiones no cristianas merece una atención particular la religión de los seguidores de
Mahoma, a causa de su carácter monoteísta y su vínculo con la fe de Abrahán, a quien San Pablo definió
el ‘padre de nuestra fe [cristiana]’ (cf. Rom 4,16). Los musulmanes ‘Adoran al único Dios, viviente y
subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a
cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abrahán, a quien
la fe islámica mira con complacencia’. Pero aún hay más: los seguidores de Mahoma honran también a
Jesús: ‘Aunque no reconocen a Jesús como Dios, lo veneran como Profeta; honran a María, su Madre
virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios
remunerará a todos los hombres resucitados. Por ello, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre
todo, con la oración, las limosnas y el ayuno’ (nº 3).
6. Una relación especial -entre las religiones no cristianas- es la que mantiene la Iglesia con los que
profesan la fe en la Antigua Alianza, los herederos de los Patriarcas y Profetas de Israel. Efectivamente,
el Concilio recuerda ‘el vínculo con que el pueblo del Nuevo Testamento está unido con la estirpe de
Abrahán’ (nº 4). Este vínculo, al que ya aludimos en la catequesis dedicada al Antiguo Testamento, y que
nos acerca a los judíos, se pone una vez más de relieve en la Declaración Nostra aetate, al referirse a
esos comunes inicios de la fe, que se encuentran en los Patriarcas, Moisés y los Profetas. La Iglesia
‘reconoce que todos los cristianos, hijos de Abrahán según la fe, están incluidos en la vocación del
mismo Patriarca. La Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento, por
medio de aquel pueblo con el que Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua
Alianza’ (nº 4). De este mismo Pueblo proviene ‘Cristo según la carne’ (Rom 9,5), Hijo de la Virgen María,
así como también son hijos de él sus Apóstoles. Toda esta herencia espiritual, común a los cristianos y a
los judíos, constituye como un fundamento orgánico para una relación recíproca, aun cuando gran parte
de los hijos de Israel ‘no aceptaron el Evangelio’. Sin embargo, la Iglesia (juntamente con los Profetas y
el Apóstol Pablo) ‘espera el día que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con
una sola voz y le servirán como un sólo hombre (Sof 3,9)’ (nº 4).
7. Como saben, después del Concilio Vaticano II, se ha constituido un Secretariado encargado de las
relaciones con las religiones no cristianas. Pablo VI vio en estas relaciones uno de los caminos del
«diálogo de la salvación», que la Iglesia debe llevae adelante con todos los hombre en el mundo de hoy
(cf. Ecclesiam suam nº 56). Todos nosotros estamos llamados a orar y actuar para que la red de estas
relaciones se haga más fuerte y se amplíe, suscitando en medida cada vez más amplia la voluntad de
conocimiento mutuo, de colaboración y de búsqueda de la plenitud d ela verdad en la caridad y en la
paz. A esto nos impulsa precisamente nuestra fe.
•CDF, Inst. ‘Dominus Iesus’, cap. VI:
4
20. De todo lo que ha sido antes recordado [que Jesucristo es la plenitud y la definitiva revelación de
Dios: cap. I; que sólo Él es el Verbo encarnado: cap. II; que es el único y universal salvador para todos los
hombres por su Encarnación, Muerte y Resurrección: cap. III; que a Él está indisolublemente unida la
Iglesia Católica una y única que posee en plenitud los medios de gracia y verdad para la salvación: cap.
IV y que ella es signo e instrumento del Reino de Dios: cap. V], derivan también algunos puntos
necesarios para el curso que debe seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la
Iglesia y de las religiones con la salvación. Ante todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia
peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación,
presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad
del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los
hombres entran por el bautismo como por una puerta». Esta doctrina no se contrapone a la voluntad
salvífica universal de Dios (cf. I Tm 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos
verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la
Iglesia en orden a esta misma salvación». La Iglesia es «sacramento universal de salvación» porque,
siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de
Dios, tiene una relación indispensable con la salvación de cada hombre. Para aquellos que no son formal
y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun
teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los
ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto
de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo». Ella está relacionada con la Iglesia, la cual
«procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo», según el diseño de Dios Padre.
21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en
el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio
Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por caminos que Él sabe». La Teología está tratando de
profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los
designios salvíficos de Dios y de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora
ha sido recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las «relaciones singulares y únicas» que la
Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres -que substancialmente es el Reino de Cristo,
salvador universal-, queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino
de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la
Iglesia, o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del
Reino escatológico de Dios. Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen
elementos de religiosidad, que proceden de Dios, y que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en
los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones». De hecho algunas
oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o
pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios. A
ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato,
que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no
cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. I Cor 10,20-21), constituyen más
bien un obstáculo para la salvación.
22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los
hombres (cf. Hch 17,30-31). Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las
religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista
«marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como
otra”». Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que
objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que,
en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos. Sin embargo es necesario recordar a «los hijos
de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia
especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse,
serán juzgados con mayor severidad». Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de
Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la
obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), en
5
quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las
cosas». La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva íntegra, hoy como siempre,
su fuerza y su necesidad». «En efecto, ‘Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad’ (I Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la
verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad
están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al
encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la
Iglesia debe ser misionera». Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora,
constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes. La paridad, que es presupuesto
del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales,
ni mucho menos a Jesucristo -que es el mismo Dios hecho hombre- comparado con los fundadores de
las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe
empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el
Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del
bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino
aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.
7) características de la Nueva Religiosidad
4. Nueva religiosidad:
Junto con la difusión de la indiferencia religiosa en los países más secularizados, la encuesta sobre la
increencia ha revelado un aspecto nuevo entre personas que experimentan una dificultad real para
abrirse a lo infinito, ir más allá de lo inmediato y emprender un itinerario de fe, un fenómeno a menudo
calificado como el regreso de lo sagrado. En realidad, se trata más bien de una forma romántica de
religión, una especie de religión del espíritu y del «yo», que hunde sus raíces en la crisis del sujeto, se
encierra progresivamente en el narcisismo y rechaza todo elemento histórico-objetivo. Se convierte así
en una religión fuertemente subjetiva, donde el espíritu puede refugiarse y contemplarse en una
búsqueda estética, donde no hay que rendir cuentas a nadie acerca del propio comportamiento.
4.1. Un dios sin rostro: Esta nueva religiosidad se caracteriza por la adhesión a un dios que, a menudo,
carece de rostro o de características personales. A la pregunta por Dios, muchos, se llamen creyentes o
no, responden que creen en la existencia de una fuerza o de un ser superior, trascendente, pero sin las
características de una persona, mucho menos de un padre. La fascinación por las religiones orientales,
trasplantadas a Occidente, va acompañada de esta despersonalización de Dios. En los ambientes
científicos, el materialismo ateo del pasado deja lugar a una nueva forma de panteísmo, donde el
universo es concebido como algo divino: Deus, sive natura, sive res. El desafío es grande para la fe
cristiana, que se funda sobre la revelación del Dios tri-personal, a cuya imagen, cada hombre está
llamado a vivir en comunión. La fe en un Dios en tres personas es el fundamento de toda la fe cristiana,
así como la constitución de una sociedad auténticamente humana. De ahí la necesidad de profundizar
en el concepto de persona en todos los campos para llegar a comprender la oración como diálogo entre
personas, las relaciones interpersonales en la vida cotidiana y la vida eterna del hombre tras la muerte
temporal.
4.2. La religión del «yo» La nueva religiosidad se caracteriza porque coloca el «yo» en el centro. Si los
humanismos ateos de otrora eran la religión de la «humanidad», la religiosidad post-moderna es la
religión del «yo», que se funda en el éxito personal y en el logro de las propias iniciativas. Los sociólogos
hablan de una «biografía del hágalo-usted-mismo», en la que el yo y sus necesidades constituyen la
medida sobre la que se construye una nueva imagen de Dios en las distintas fases de la vida, a partir de
diferentes materiales de naturaleza religiosa, utilizados en una especie de «bricolaje de lo sagrado». Es
aquí propiamente donde se halla el abismo que separa esta religión del yo de la fe cristiana, que es la
religión del «tú» y del «nosotros», de la relación, que tiene su hontanar en la Trinidad, donde las
Personas divinas son relaciones subsistentes. La historia de la salvación es un diálogo de amor de Dios
con los hombres, jalonado por las sucesivas alianzas establecidas entre Dios y el hombre, que
caracterizan esta experiencia de relación, a la vez personal y personalizadora. La llamada a la
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interioridad y a colocar en el corazón de la vida los misterios de la cruz y la resurrección de Cristo, signo
supremo de una relación que va hasta el extremo don de sí al otro, es una constante de la espiritualidad
cristiana.
4.3. Quid est veritas?: Otro rasgo característico de esta nueva religiosidad es la falta de interés por la
verdad. La enseñanza de Juan Pablo II en sus encíclicas Veritatis splendor y Fides et ratio, acogidas con
favor incluso por intelectuales no creyentes, no parece haber tenido, aparte alguna honrosa excepción,
gran eco en el interior de la Iglesia, comenzando por las universidades católicas. En una cultura marcada
por el «pensamiento débil», las convicciones fuertes provocan rechazo: más que creer con el absoluto
de la fe, se trataría de creer dejando siempre una zona de incertidumbre, una especie de «salida de
emergencia». Sucede así que la pregunta acerca de la verdad del cristianismo o sobre la existencia de
Dios es ignorada, considerada irrelevante o sin sentido. La pregunta de Pilatos, respondiendo a la
declaración de Cristo, es siempre actual: «¿Qué es la verdad?». Para muchos, la verdad tiene una
connotación negativa, asociada a conceptos como «dogmatismo», «intolerancia», «imposición»,
«inquisición», «poder», a causa, principalmente, de algunos acontecimientos donde la verdad ha sido
manipulada para imponer por la fuerza decisiones de conciencia que no tenían que ver con el respeto de
la persona y la búsqueda de la verdad. En realidad, la Verdad en el Cristianismo no es una simple idea
abstracta o un juicio éticamente válido, o una demostración científica. Es una persona, cuyo nombre es
Jesucristo, Hijo de Dios y de María. Cristo se presentó como la Verdad (Jn 14,6), y ya Tertuliano observa
al respecto que Cristo dijo «Yo soy la verdad» y no «Yo soy la tradición». Hablar hoy del Evangelio
requiere afrontar el hecho de que la Verdad se manifiesta en la pobreza de la impotencia, de Aquel que
por amor, ha aceptado de morir en la cruz. En este sentido, verdad y amor son inseparables: «En
nuestro tiempo, la verdad es confundida a menudo con la opinión de la mayoría. Además, muchos están
convencidos de que el amor y la verdad son antagonistas. Pero la verdad y el amor necesitan el uno del
otro. Sor Teresa Benedicta es testigo de ello. La “mártir por amor”, que dio su vida por los amigos, no se
dejó superar en el amor. Al mismo tiempo, buscó la verdad con toda su alma... Sor Teresa Benedicta nos
dice a todos: ¡No aceptéis nada como verdad que esté privado de amor. Y no aceptéis como amor nada
que esté privado de verdad! El uno sin el otro se convierten en una mentira destructora» [11]. Así, «sólo
el amor es digno de fe», el amor se vuelve el gran signo de credibilidad del Cristianismo, porque no está
separado de la verdad.
4.4. Fuera de la Historia: La nueva religiosidad está íntimamente ligada a la cultura contemporánea
secularizada, antropocéntrica, y propone una espiritualidad subjetiva que no se funda sobre una
revelación ligada a la historia. Lo que importa es hallar el modo y las vías para «sentirse bien». La crítica
de la religión, que antaño se dirigía contra las instituciones que la representaban, se basaba sobre todo
en la falta de coherencia y de testimonio de algunos de sus miembros. Hoy, es la existencia misma de
una mediación objetiva entre la divinidad y el sujeto la que se niega. El regreso de la espiritualidad
parece orientarse entonces hacia la negación de lo trascendente, con el consiguiente rechazo de una
institución religiosa, y hacia el rechazo de la dimensión histórica de la revelación y del carácter personal
de la divinidad. Y al mismo tiempo, este rechazo va acompañado por publicaciones de gran difusión y
emisiones para el gran público, en un intento de destrucción de la objetividad histórica de la revelación
bíblica, de sus personajes y los acontecimientos que en ella se narran. La Iglesia está arraigada en la
historia. El Símbolo de la fe menciona a Poncio Pilatos para señalar el anclaje de la profesión de fe en un
momento particular de la historia. Así, la adhesión a la dimensión histórica concreta es fundamental
para la fe y su necesidad se siente entre muchos cristianos que desean ver la concordancia entre la
verdad del cristianismo y de la revelación bíblica, por una parte, y los datos de la historia, por otra. La
Iglesia es sacramento de Cristo, prolongación en la historia de los hombres del misterio de la
Encarnación del Verbo de Dios, acontecida hace dos mil años. Bossuet, el «águila de Meaux», lo
expresaba así: «La Iglesia es Jesucristo, pero Jesucristo difundido y comunicado».
4.5. Nuevas formas discutidas: Para completar esta rápida descripción, aparecen, como respuesta a la
aparición de esta religiosidad multiforme, sin nombre ni rostro, nuevas formas destacadas del panorama
religioso en la cultura contemporánea.
-Nacen «en la Iglesia nuevos movimientos religiosos» con una estructura bien determinada y un
sentimiento fuerte de pertenencia y solidaridad. La existencia y la vitalidad de estos movimientos, que
7
corresponden a la nueva búsqueda espiritual, dan testimonio de una religiosidad fuerte, no narcisística
y, sobre todo, arraigada en el encuentro personal y eclesial con Cristo, en los sacramentos de la fe, en la
oración, la liturgia celebrada y vivida como Mistagogía, en la participación del misterio del Dios vivo,
fuente de vida para el hombre.
-Los fundamentalismos, tanto cristianos como islámicos o hindúes, acaparan hoy la actualidad: en una
época de incertidumbre, estos movimientos actúan como catalizadores de la necesidad de seguridad,
fosilizando la religiosidad en el pasado. La fascinación indiscutible que ejercen en un mundo sometido a
constantes mutaciones, responde a necesidades de espiritualidad e identificación cultural. Es justo decir
que el fundamentalismo se presenta como el reverso de la nueva religiosidad.
-El intento de elaborar una nueva religión civil, que se manifiesta progresivamente en diferentes países
de Europa y en América del Norte, nace de la necesidad de hallar símbolos comunes y una ética fundada
sobre el consenso democrático. El despertar de los valores vinculados a la Patria, la búsqueda del
consenso ético a través de la creación de Comités ad hoc, la simbología de los grandes acontecimientos
deportivos en los estadios, con ocasión de los Juegos Olímpicos o los Mundiales de Fútbol, dejan
traslucir la necesidad de recuperar los valores trascendentales y de fundar la vida de los hombres a
partir de signos visibles compartidos, aceptados en una cultura pluralista.
Integrando estos fenómenos en sus aspectos positivos y negativos, la pastoral de la Iglesia trata de
responder a los desafíos que la nueva religiosidad presenta al anuncio de la Buena Nueva de Cristo.
8) Doble ‘vía’ de acceso al conocimiento natural de Dios:
Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas
‘vías’ para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también ‘pruebas de la existencia de Dios’, no
en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de ‘argumentos
convergentes y convincentes’ que permiten llegar a verdaderas certezas. Estas ‘vías’ para acercarse a
Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana (CEC 31).
•Desde la realidad de todo el mundo creado, CEC 32; cf. 286 y 299:
El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo
se puede conocer a Dios como origen y fin del universo. S. Pablo afirma refiriéndose a los paganos: ‘Lo
que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios,
desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su
divinidad’ (Rm 1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).Y San Agustín: ‘Interroga a la belleza de la
tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a
la belleza del cielo... interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas.
Su belleza es una profesión (‘confessio’). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la
Suma Belleza (‘Pulcher’), no sujeta a cambio?’ (serm. 241, 2). Del mundo a Dios o meta-físico =más allá
de la naturaleza, este proceso consiste en partir del mundo o de la naturaleza y superarlos para afirmar
la existencia de un más allá de ellos; aquí juega fundamentalmente el principio de causalidad: si el
mundo, tanto en sus partes como en su conjunto, encierra en sí una realidad, una cualidad de ser, de la
que no posee la clave, será que tal realidad le es conferida por un más allá del mundo, por un ser
distinto del mundo: Dios.
•Desde la realidad del hombre, CEC 33-34:
El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la
voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia
de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La ‘semilla de eternidad que lleva en sí,
al ser irreductible a la sola materia’ (GS 18,1; cf. 14, 2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.
Del espíritu humano a Dios o meta-noético =más allá del espíritu, San Agustín lo define así: ‘del mundo
exterior al alma interior, del espíritu interior al Dios trascendente y superior’; proceso de la inteligencia
que a partir de la limitación del espíritu finito, afirma la existencia necesaria, más allá del espíritu
humano, del espíritu divino infinito; esta ‘vía’ se apoya en la trascendencia del yo humano en relación
con el mundo.
Unidad III. Dios al encuentro del hombre:
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el «acontecimiento» de la Revelación de Dios en Jesucristo
1. Credibilidad general y conveniencia de la Revelación cristiana:
9)
a) ‘Razones’ para creer en Jesucristo y la Iglesia:
•El proceso metafísico y metanoético (cf. Unidad II.4) de la inteligencia hacia Dios resulta
intrínsecamente frágil porque es infrecuente que la fe en Dios sea suscitada en un hombre a través de
una ‘prueba’ de la existencia de Dios. ¡Las pruebas convencen generalmente a quienes no las necesitan
para creer en Dios!
•En su búsqueda religiosa el hombre experimenta la paradoja de la cercanía y la lejanía de Dios como la
insinúa el texto de He 17,26-28. El mismo Concilio Vaticano I que define la validez de nuestro
conocimiento natural de Dios, da muestras de mucha prudencia. No se da de hecho, no es fácil ni rápido
este proceso: cf. D 1786 y CEC 36-38.
•La ayuda de la revelación es requerida ‘en la condición presente del género humano’ porque la misma
está signada por el opaco misterio del mal. Y por ello, en cierto sentido, la existencia del mal es el único
argumento serio del ateísmo; pero a la vez hay que afirmar que sin Dios no hay nada más natural que el
mal; sólo si Dios existe el problema del mal se plantea de modo agudo. El escándalo del mal parece
plantear para Dios esta terrible alternativa: ‘bueno pero no omnipotente o malo y omnipotente’
(Epicuro). Sólo la fe en Jesucristo permite conciliar la plena afirmación de Dios y el pleno reconocimiento
del mal, porque sólo esta fe nos muestra a Dios como ser personal y sensible al mal, hasta el punto de
sufrir bajo su peso, y que respetando su misterio, triunfa sobre él. Fuera de la fe en Cristo, no se llega
generalmente más que a la negación del mal o de Dios o al menos de su carácter personal.
•La afirmación cristiana de Dios -la única que puede ser sólida, duradera y completa- se sitúa en el
punto de convergencia de un doble movimiento:
ascendente: de nuestra inteligencia que, de modo metafísico o metanoético, se eleva hacia Dios
(filosofías, religiones naturales, pensar espontáneo de la humanidad);
descendente: de Dios que se auto-revela y desciende libremente hacia nuestra historia para asumir en
ella la dura realidad de nuestra condición humana y transfigurarla desde el interior en la persona de
Jesucristo.
b) Rasgos esenciales de la ‘figura’ de Jesús que lo hacen incomparable:
•Pretensión expresada, en sus palabras y actos, de ser de condición divina.
•Humillación extrema de Jesús en la hora de su muerte en la Cruz por los pecadores (cf. Mc 10,32-34),
cumpliendo así las profecías de Israel (Mesías, Rey davídico, Profeta, Sacerdote, Hijo del hombre, Siervo
de Yahvé, etc.).
•El ‘testimonio’ de su resurrección de entre los muertos (cf. I Cor 15,12-20). De ningún hombre de la
historia se ha afirmado seriamente algo semejante.
A diferencia de los dos primeros rasgos que son hechos materialmente inscriptos en la historia (fue
crucificado bajo Poncio Pilato a causa de su reivindicación divina), la resurrección no es un hecho
empíricamente comprobable según los criterios del método histórico; y esto es así por la naturaleza
misma del misterio sobrenatural. Lo que es absolutamente histórico y satisface las exigencias del
método científico es el hecho del ‘testimonio’ dado por los apóstoles y los primeros discípulos. La
resurrección es la rehabilitación del crucificado por blasfemo; la Pascua confiere a Jesús su auténtica
figura gloriosa y en Él Dios inaugura una humanidad y un mundo nuevos que han cruzado el doble
abismo del pecado y la muerte. Todos los artículos del Credo emanan, por deducción o explicitación
progresiva, de esta ‘figura total’ de Jesús. En Él todo el dogma está en germen.
c) La credibilidad de esta figura:
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•Jesús engendra una atracción y convicción incomparables y abre una esperanza única de salvación
frente al enigma del mal como sufrimiento, pecado y muerte. Ofrece la salvación de todo el hombre
(cuerpo y alma) y a todos los hombres (universalidad). Su figura es digna de fe por su coherencia
indestructible y su unicidad incomparable. Es convincente pero no ineludible porque es la revelación de
Dios que se ofrece a la libertad humana. •Jesucristo es una figura integral que permanentemente está
amenazada por herejías simplificadoras que subrayan:
-su divinidad, despreciando su humanidad (=docetismo y monofisismo);
-o su humanidad, despreciando su divinidad (=adopcionismo y arrianismo);
-o, finalmente, yuxtaponen ambas naturalezas (=nestorianismo).
•La fe católica confesará equilibradamente la misteriosa y realísima unión de la naturaleza divina y la
naturaleza humana en la única persona del Verbo o Palabra de Dios: cf. D 148 y CEC 464-469 (cf.
Cristología y Eclesiología). La desemejanza de la figura de Jesús en relación con cualquier otro
personaje de la historia es mayor que cualquier semejanza que se pudiera alegar (cf. D 432). Sólo puede
salvar al hombre y conducirlo a su plenitud un Dios hecho hombre, muerto y resucitado.
10) El carácter histórico de la Revelación cristiana:
•La historia es el ‘lugar’ de la revelación de Dios en Jesucristo, que vivió bajo los emperadores romanos
Augusto y Tiberio, probablemente desde el año 7 ó 6 antes de nuestra era hasta el 7 de abril del año 30
de nuestra era ‘cristiana’. En nuestro Símbolo de Fe o Credo (cf. D 4) el realismo de la relación con la
historia queda subrayado por la mención de ‘bajo Poncio Pilato’ (cf. refrán popular: ‘más perdido que
Poncio Pilato en el Credo’).
•La encarnación del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no sorprende que la
historiografía profana no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas alusiones (cf.
TMA n. 5):
i) Testimonios paganos:
-Hacia el año 112, Plinio el Joven, legado imperial en las provincias de Bitinia y del Ponto (situadas en la
actual Turquía) escribió una carta al emperador Trajano para preguntarle qué debía hacer con los
cristianos, a muchos de los cuales había mandado ejecutar. En esa carta menciona tres veces a Cristo a
propósito de los cristianos. En la tercera oportunidad dice que los cristianos «afirmaban que toda su
culpa y error consistía en reunirse en un día fijo antes del alba y cantar a coros alternativos un himno a
Cristo como a un dios» (‘Cartas’ 10,96).
-Hacia el año 116, el historiador romano Tácito escribió sus ‘Annales’, en el libro XV narra el pavoroso
incendio de Roma del año 64. Se sospechaba que el incendio había sido ordenado por el emperador
Nerón. Tácito escribe que «para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los
más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias. Aquel
de quien tomaban nombre, Cristo [Christus], había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el
procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo
no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad...» y continúa el relato de la persecución
de los cristianos (XV,44,3).
-Hacia el año 121, el historiador romano Suetonio escribió una obra llamada ‘Sobre la vida de los
Césares’. En el libro dedicado al emperador Claudio (41-54), Suetonio escribe que Claudio «expulsó de
Roma a los judíos, que provocaban alborotos continuamente a instigación de Cresto» (25,4). La
expulsión de los judíos de Roma por orden de Claudio se menciona también en los Hechos de los
Apóstoles (18,2).
-En la segunda mitad del siglo II, el escritor Luciano de Samosata, oriundo de Siria, se refirió a Jesús en
dos sátiras burlescas (‘Sobre la muerte de Peregrino’ y ‘Proteo’). En la primera de ellas habla así de los
cristianos: «Después, por cierto, de aquel hombre a quien siguen adorando, que fue crucificado en
Palestina por haber introducido esta nueva religión en la vida de los hombres... Además su primer
legislador les convenció de que todos eran hermanos y así, tan pronto como incurren en este delito,
reniegan de los dioses griegos y en cambio adoran a aquel sofista crucificado y viven de acuerdo a sus
preceptos».
10
-A fines del siglo I, el sirio Mara ben Sarapión se refirió así a Jesús en una carta a su hijo: «¿Qué
provecho obtuvieron los atenienses al dar muerte a Sócrates, delito que hubieron de pagar con carestías
y pestes? ¿O los habitantes de Samos al quemar a Pitágoras, si su país quedó pronto anegado en arena?
¿O los hebreos al ejecutar a su sabio rey, si al poco se vieron despojados de su reino? Un dios de justicia
vengó a aquellos tres sabios. Los atenienses murieron de hambre; a los de Samos se los tragó el mar; los
hebreos fueron muertos o expulsados de su tierra para vivir dispersos por doquier. Sócrates no murió,
gracias a Platón; tampoco Pitágoras, a causa de la estatua de Era; ni el rey sabio, gracias a las nuevas
leyes por él promulgadas».
ii) Testimonios sobre Jesús de autores judíos de esa misma época:
-Todavía en el siglo I, el historiador samaritano Thallos aludió en sus escritos a las tinieblas que
sobrevinieron en ocasión de la muerte de Jesús e intentó explicarlas como un eclipse de sol. Esta parte
de sus escritos fue citada luego por los historiadores romanos Julio Africano y Flegón Tralliano.
-El Talmud, compendio de la antigua literatura rabínica, contiene varias referencias a Jesús. Ellas están
inspiradas por una actitud polémica anticristiana, que les da un carácter calumnioso. No obstante
pueden ser de alguna utilidad para una investigación histórica sobre Jesús, no tanto por lo que afirman
falsamente, sino por lo que suponen: la existencia histórica de Jesús, su condena a muerte con
intervención de las autoridades religiosas judías, sus milagros (rechazados como producto de la magia),
etc. Pasaje del Talmud babilónico: «En la víspera de la fiesta de pascua se colgó a Jesús. Cuarenta días
antes, el heraldo había proclamado: ‘Es conducido fuera para ser lapidado, por haber practicado la
magia y haber seducido a Israel y haberlo hecho apostatar. El que tenga algo que decir en su defensa,
que venga y lo diga’. Como nadie se presentó para defenderlo, se lo colgó la víspera de la fiesta de
pascua» (Sanhedrin 43a).
-El más conocido de los testigos extrabíblicos sobre Jesús: el historiador judío Tito Flavio Josefo, del siglo
I. Flavio Josefo se refirió a Jesús en dos pasajes de sus ‘Antiquitates judaicae’ (XVIII,63-64 y XX,200) El
primero de ellos es el célebre Testimonium Flavianum (a. 93-94) El texto recibido dice lo siguiente: «Por
aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre; porque realizó
grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos
judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los príncipes responsables de entre los nuestros,
Pilato lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se
les apareció al tercer día de nuevo vivo: los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos
maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos que
de él toma nombre». Sobre el problema de la autenticidad del Testimonium Flavianum se ha discutido
mucho. En general se puede decir que en torno a este problema existen tres posturas básicas: la tesis de
la autenticidad total (Flavio Josefo escribió el texto tal como lo conocemos); la tesis de la interpolación
total (todo el pasaje fue introducido en la obra de Josefo por un autor cristiano posterior) y la hipótesis
del retoque (un copista cristiano medieval habría hecho algunas modificaciones al texto original de
Josefo, que es la base del texto actual). La tesis de la autenticidad total no explica suficientemente los
elementos cristianos; el texto actual parece una confesión de fe cristiana, cosa bastante improbable en
un autor judío. La tesis de la interpolación total tampoco es convincente, porque el Testimonium
Flavianum contiene muchos términos y expresiones inusuales en el lenguaje cristiano y propios del
lenguaje de Flavio Josefo. Por eso hoy en día prevalece ampliamente la hipótesis del retoque. Se han
hecho muchos intentos de reconstrucción de la forma original del Testimonium Flavianum. Un reciente
descubrimiento parece confirmar esta hipótesis: En 1971 el autor judío S. Pines citó por primera vez en
el contexto de este debate una versión árabe del Testimonium Flavianum que Agapio, obispo de
Hierápolis (del siglo X), incluyó en su historia universal. El texto árabe coincide significativamente con las
reconstrucciones críticas del texto original de Josefo. Dice así: «Josefo refiere que por aquel tiempo
existió un hombre sabio que se llamaba Jesús. Su conducta era buena y era famoso por su virtud. Y
muchos de entre los hebreos y de otras naciones se hicieron discípulos suyos. Pilato lo condenó a ser
crucificado y a morir. Pero los que se habían hecho discípulos suyos no abandonaron su discipulado.
Ellos contaron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; quizás,
por esto, era el Mesías, del que los profetas contaron maravillas». Un texto como éste pudo
perfectamente haber sido escrito por Flavio Josefo.
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•Está claro que la mayoría de los conocimientos acerca de Jesús nos vienen por los escritos del Nuevo
Testamento, que obviamente no nos ofrecen un ‘reportaje’ sobre la vida del Señor, sino un testimonio de
fe eclesial sobre acontecimientos históricos. El N.T. sería impensable e imposible sin la fe de los discípulos
en la resurrección de Jesús porque fue escrito en función y a la luz de esa fe en el Misterio Pascual. Pero
sin la experiencia real de las apariciones del Resucitado, la fe en la resurrección también hubiera sido
impensable e imposible. ¿Cómo se hubieran atrevido los ‘cobardes’ discípulos a testimoniar tamaña
enormidad, riesgosa, provocativa y con una audacia y esperanza tan contagiosas? El fenómeno del
cristianismo sin la resurrección sería un enigma incomprensible e inexplicable, no puede perdurar de
este modo en la historia una fantasía o una proyección consoladora. El cristianismo no es demasiado
hermoso para ser verdadero, es a la vez verdadero con toda la grave verdad de la historia efectiva, y
hermoso con todo el esplendor de la gloria de Dios que salva al hombre integralmente.
La ‘comprobación’ por la experiencia y el testimonio:
•Conviene para la credibilidad de la revelación y la fe cristiana una cierta ‘comprobación existencial’. En
la Iglesia Católica sigue resonando la invitación del Rabbí de Galilea: ‘Vengan y lo verán’ (Jn 1,39). Puesto
que la fe no es sólo conocimiento sino una vida nueva es preciso comprometerse existencialmente. Y
aquí aparece la cuestión de la Iglesia como el lugar de encuentro con Cristo resucitado.
•La Iglesia participa del ‘escándalo de la Encarnación’. Es una institución compuesta por hombres que
sufre inevitablemente deficiencias humanas, lo que no es razón suficiente para prescindir de su servicio
o ministerio. La objeción contra la ‘mediación’ eclesial es la extensión de la objeción dirigida al mismo
Cristo (cf. Mc 6,3), Dios hecho hombre, en quien lo universal se entrega en lo singular, lo eterno en el
tiempo, el todo en la parte. «...si todo es contraste y paradoja en Jesucristo, más lo es todavía en su
Iglesia [...] ¡Cuánto más que para contemplar a Cristo, será necesario, por consiguiente, para contemplar
a la Iglesia sin escandalizarse, que la mirada se purifique y se transforme! [...] la creencia en Dios apenas
nos compromete en nada [...] Pero la Iglesia siempre está allí presente [...] Cuánto más escandalosa y
cuánto más loca es esta creencia en una Iglesia en la que no sólo están unidos lo divino y lo humano,
sino que lo divino se nos manifiesta y se nos ofrece necesariamente a través de lo demasiado humano»
•La vida de la Iglesia está regida por una Tradición que se nos impone como proveniente de Cristo y de
los Apóstoles, y por una Sagrada Escritura que es regla intangible de la fe, y por estar la vida cristiana
vinculada a unos sacramentos instituidos por Cristo y administrados por un sacerdocio ordenado para tal
efecto, sus miembros tienen la garantía, si Cristo es verdadero, de que sin duda es a Él, Hijo de Dios
venido a este mundo, a quien encuentran en la Iglesia Católica.
•Sólo la Iglesia Católica Apostólica y Romana, a pesar de sus miserias históricas innegables, es, a través
de los siglos, la realización permanente y sustancial de la institución querida por Jesús como lugar
normal y normativo de encuentro con Él. Esto lo mostramos desde los mismos textos del N.T. en tres
etapas:
-1ª: Jesús tuvo verdaderamente la intención de fundar la Iglesia como lugar permanente, hasta el fin de
los siglos, de encuentro histórico de la humanidad con la salvación de la que Él y sólo Él es portador. Mt
16,18-19: esta promesa de edificar la Iglesia resultaría inexplicable sin la elección, instrucción y envío
misionero de los Apóstoles y la institución de la Eucaristía (cf. Lc 22,20).
-2ª: Jesús al enviar a sus Apóstoles les confió no solamente el ministerio de la Palabra de Dios y de los
Sacramentos, sino también el de la autoridad con vistas a conducir a la Iglesia en su nombre; autoridad
que igualmente prometió y confirió a un apóstol, Simón Pedro, confiándole así la responsabilidad
pastoral suprema de la Iglesia. Jesús fundó un Iglesia institucional y estructuralmente visible y no sólo
espiritual.
-3ª: En relación con todas las demás confesiones cristianas, únicamente dentro de la Iglesia Católica, a
pesar de sus debilidades, se presenta en todos sus elementos esenciales la Iglesia fundada por Jesucristo.
El Salvador ha querido que esta Iglesia permanezca hasta el fin del mundo de acuerdo con una
estructura jerárquica, en el sentido de ordenar que los apóstoles tuvieran ininterrumpidamente y para
siempre sucesores (=los obispos) en el triple ministerio de la enseñanza, la santificación y el gobierno; y
que, en particular, el primado de Pedro se perpetúe a través de sus sucesores (=los obispos de Roma).
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•Con esta estructura Jesús quiso asegurar su Iglesia como indefectible en lo que debe creer, infalible en
lo que debe enseñar y administradora de la plenitud de los medios de gracia para la salvación de los
hombres.
•En la Iglesia Católica encontramos a Jesús y su única mediación salvadora (cf. Jn 14,6; He 4,12), pero
¿cómo se comprueba experimentalmente, hay algún testimonio?
-La Iglesia es a la vez ‘fuente’ de la Escritura, que fue engendrada por la fe apostólica, y ‘servidora’ de la
Escritura, desde el momento que la considera su propia norma y regla de fe. Por eso debe leerse la
Sagrada Escritura con docilidad al Espíritu Santo que conduce a la Iglesia en una Tradición viviente y en
una interpretación auténtica a través del Magisterio del Papa, los obispos y los concilios (cf. Unidades
IV-V).
-Los Sacramentos de la fe suponen la maravilla que la vida de gracia del mismo Resucitado se nos
comunique en la Iglesia, particularmente en el alimento eucarístico y el perdón de los pecados.
•Un testimonio objetivo y experimental: el milagro, que es un prodigio producido en un contexto
religioso como intervención especial de la causalidad divina y que Dios dirige a los hombres como signo
de la salvación ofrecida en Jesús; supone la fe y aumenta la fe; el milagro por excelencia es la
Resurrección del Señor.
•Un testimonio subjetivo e interior: el ejemplo de los santos, de un modo particular los mártires capaces
de perder la vida como atestación de sus ‘razones’ para creer en Dios Uno y Trino revelado en
Jesucristo.
11) ...a Jesucristo único mediador de la salvación y plenitud de toda revelación sobrenatural de Dios
en la historia:
-Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para
siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después
de Él.
-Catequesis de Juan Pablo II: n° 10. «Jesucristo es el cumplimiento definitivo del Misterio de Dios que
se revela» (3-IV-1985):
1. La fe -lo que encierra la expresión ‘creo’- está en relación esencial con la Revelación. La respuesta al
hecho de que Dios se revela ‘a Sí mismo’ al hombre, y simultáneamente desvela ante él el misterio de la
eterna voluntad de salvar al hombre mediante la ‘participación de la naturaleza divina’, es el ‘abandono
en Dios’ por parte del hombre, en el que se manifiesta la ‘obediencia de la fe’. La fe es la obediencia de
la razón y de la voluntad a Dios que revela. Esta ‘obediencia’ consiste ante todo en aceptar ‘como
verdad’ lo que Dios revela: el hombre permanece en armonía con la propia naturaleza racional en este
acoger el contenido de la revelación. Pero mediante la fe el hombre se abandona del todo a este Dios
que se revela a Sí mismo, y entonces, a la vez que recibe el don ‘de lo Alto’, responde a Dios con el don
de la propia humanidad. De este modo, con la obediencia de la razón y de la voluntad a Dios que revela,
comienza un modo nuevo de existir de toda la persona humana en relación a Dios. La Revelación -y, por
consiguiente, la fe- ‘supera’ al hombre, porque abre ante él las perspectivas sobrenaturales. Pero en
estas perspectivas está puesto el más profundo cumplimiento de las aspiraciones y de los deseos
enraizados en la naturaleza espiritual del hombre: la verdad, el bien, el amor, la alegría, la paz. San
Agustín expresó esta realidad con la famosa frase: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en Ti» (Confesiones, I,1).Santo Tomás dedica las primeras cuestiones de la segunda parte de la Suma
Teológica a demostrar, como desarrollando el pensamiento de San Agustín, que sólo en la visión y en el
amor de Dios se encuentra la plenitud de la realización de la perfección humana y, por tanto, el fin del
hombre. Por esto, la divina Revelación se encuentra, en la fe, con la capacidad transcendente de
apertura del espíritu humano a la Palabra de Dios.
2. La Constitución conciliar Dei Verbum hace notar que esta «economía de la Revelación» se desarrolla
desde el principio de la historia de la humanidad. «Se realiza por obras y palabras intrínsecamente
ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las
realidades que las palabras significan; a la vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio»
(Dei Verbum, 2). Puede decirse que esa economía de la Revelación contiene en sí una particular
‘pedagogía divina’. Dios ‘se comunica’ gradualmente al hombre, introduciéndole sucesivamente en su
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‘auto-revelación’ sobrenatural, hasta el culmen, que es Jesucristo. Al mismo tiempo, toda la economía
de la Revelación se realiza como historia de la salvación, cuyo proceso impregna la historia de la
humanidad desde el principio. «Dios creando y conservando el universo por su Palabra, ofrece a los
hombres en la creación un testimonio perenne de Sí mismo; queriendo además abrir el camino de la
salvación sobrenatural, se revelo desde el principio a nuestros primeros padres» (Dei Verbum, 3). Así,
pues, como desde el principio el «testimonio de la creación» habla al hombre atrayendo su mente hacia
el Creador invisible, así también desde el principio perdura en la historia la auto-revelación de Dios, que
exige una respuesta justa en el ‘creo’ del hombre. Esta Revelación no se interrumpió por el pecado de
los primeros hombres. Efectivamente, Dios «después de su caída, los levantó a la esperanza de la
salvación (cf. Gén 3,15), con la promesa de la redención: después cuidó continuamente del género
humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas
obras (cf. Rom 2,6-7). Al llegar el momento, llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo (cf.
Gén 12,2-3). Después de la edad de los Patriarcas. Instruyó a dicho pueblo por medio de Moisés y los
Profetas, para que lo reconociera a Él como Dios único y verdadero, como Padre providente y justo juez;
para que esperara al Salvador prometido. De este modo fue preparando a través de los siglos el camino
del Evangelio» (Dei Verbum, 3). La fe como respuesta del hombre a la palabra de la divina Revelación
entró en la fase definitiva con al venida de Cristo, cuando ‘al final’ Dios ‘nos habló por medio de su Hijo’
(Heb 1,1-2).
3. «Jesucristo, pues, Palabra hecha carne, ‘hombre enviado a los hombres’, ‘habla las palabras de Dios’
(cf. Jn 3,34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5,36; 17,4). Por eso, quien ve a
Jesucristo, ve al Padre (cf. 14,9); Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y
milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a
plenitud toda la Revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei
Verbum, 4). Creer en sentido cristiano quiere decir acoger la definitiva auto-revelación de Dios en
Jesucristo, respondiendo a ella con un ‘abandono en Dios’, del que Cristo mismo es fundamento, vivo
ejemplo y mediador salvífico. Esta fe incluye, pues, la aceptación de toda la ‘economía cristiana’ de la
salvación como una nueva y definitiva alianza, que «no pasará jamás». Como dice el Concilio: «… no hay
que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Dei
Verbum, 4). Así el Concilio, que en la Constitución Dei Verbum nos presenta de manera concisa, pero
completa, toda la ‘pedagogía’ de la divina Revelación, nos enseña, al mismo tiempo, que es la fe, que
significa ‘creer’, y en particular ‘creer cristianamente’, como respondiendo a la invitación de Jesús
mismo; ‘Crean en Dios, crean también en mí’ (Jn 14,1).
-DI 5. Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar,
ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto,
firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es
«el camino, la verdad y la vida» (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina:
«Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno
del Padre, Él lo ha revelado» (Jn 1,18); «porque en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad
corporalmente» (Col 2,9-10). Fiel a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: «La verdad íntima
acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un
tiempo mediador y plenitud de toda la revelación». Y confirma: «Jesucristo, el Verbo hecho carne,
‘hombre enviado a los hombres’, habla palabras de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación
que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9)-,
con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su
muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad,
lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino [...]. La economía cristiana,
como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública
antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. I Tm 6,14; Tit 2,13)». Por esto la
encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como
plenitud de la verdad: «En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo
14
más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo
fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el
Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo». Sólo la
revelación de Jesucristo, por lo tanto, «introduce en nuestra historia una verdad universal y última que
induce a la mente del hombre a no pararse nunca».
6. Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de
la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que
está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no
podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto,
tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo. Esta posición contradice radicalmente las precedentes
afirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio
salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun
siendo limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la Persona divina del
Verbo encarnado, «verdadero Dios y verdadero hombre» y por eso llevan en sí la definitividad y la
plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí
mismo siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea
dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y
actúa es el Hijo de Dios encarnado. Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en
todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente, participada mas real, y el
cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios a la humanidad, y que el Espíritu Santo, que es el
Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, «la
verdad completa»
13) Revelación y revelaciones «privadas»: cf. CEC 65-67
•«De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por
medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de
Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá
otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa,
comentando Hb 1,1-2:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo
habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes
en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que
ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino
haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad
(San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5)
«La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (DV 4). Sin embargo,
aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana
comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.
•A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido
reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su
función no es la de mejorar o completar la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más
plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los
fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada
auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia. La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que
pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones
no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes revelaciones.
12) Cuadro acerca del triple modo de conocimiento de Dios
Modo
de Medio objetivo
Luz subjetiva Contenido
más Donación de Donación del
conocimiento
profundo
de Dios
hombre
conocimiento
15
Natural
Obras
de
creación
la Razón
humana
Sobrenatural- Obras de Dios en
histórico
la Historia de
Salvación
que
culmina con la
Encarnación,
anuncio del Reino
de Dios, Pasión y
Resurrección de
Jesucristo y en el
envío del Espíritu
Santo a la Iglesia
en Pentecostés
Sobrenatural- Esencia
divina
escatológico misma
Existencia de Dios y
algunos atributos suyos
(p.e.:
creador,
providente, etc.)
Da el signo y
la facultad
de
reconocerlo
en
el
Universo
La Palabra
de Dios inicia
al hombre en
la intimidad
del
ser
divino y su
misterioso
plan
de
salvación
Obsequio de la
glorificación y
agradecimient
o natural
«Luz de la Visión beatífica y facial Dios mismo
gloria»
del mismo Dios Uno y se
hace
Trino
presente al
hombre y se
da Él sin
mediación
alguna
Plena
donación del
hombre a Dios
por
el
conocimiento
y el amor que
Dios mismo le
da sin medida
Fe y profecía Misterio íntimo de Dios
(A.T.)
Uno y Trino (=teología)
y su designio amoroso
de
salvación
(=economía)
Apoyado en la
Palabra
de
Dios responde
con la fe que
orienta su vida
de
modo
nuevo
Unidad IV. La «transmisión» de la Revelación divina I:
la Tradición y el Magisterio
14) Catequesis de Juan Pablo II: «La transmisión de la Revelación divina»
1. ¿Dónde podemos encontrar lo que Dios ha revelado para adherirnos a ello con nuestra fe convencida
y libre? Hay un ‘sagrado depósito’, del que la Iglesia toma comunicándonos sus contenidos. Como dice el
Concilio Vaticano II: «Esta Sagrada Tradición con la Sagrada Escritura de ambos Testamentos, son el
espejo en el que la Iglesia peregrina contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue
a verlo cara a cara, como Él es (cf. I Jn 3,2)» (Dei Verbum, 7). Con estas palabras la Constitución conciliar
sintetiza el problema de la transmisión de la Revelación divina, importante para la fe de todo cristiano.
Nuestro ‘credo’, que debe preparar al hombre sobre la tierra a ver a Dios cara a cara en la eternidad,
depende, en cada etapa de la historia, de la fiel inviolable transmisión de esta auto-revelación de Dios,
que en Jesucristo ha alcanzado su ápice y su plenitud.
2. Cristo mandó «a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad
salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos» (Dei Verbum, 7). Ellos
ejecutaron la misión que les fue confiada ante todo mediante la predicación oral, y al mismo tiempo
algunos de ellos «pusieron por escrito el mensaje de salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Dei
Verbum, 7). Esto hicieron también algunos del círculo de los Apóstoles (Marcos, Lucas). Así se formó la
transmisión de la Revelación divina en la primera generación de cristianos: «Para que este Evangelio se
conservara siempre vivo e íntegro en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos,
‘dejándoles su función en el magisterio’ (según expresión de San Ireneo cf. Adv Haer III,3,1)» (Dei
Verbum, 7).
16
3. Como se ve, según el Concilio, en la transmisión de la divina Revelación en la Iglesia se sostienen
recíprocamente y se completan la Tradición y la Sagrada Escritura, con las cuales las nuevas
generaciones de los discípulos y de los testigos de Jesucristo alimentan su fe, porque «lo que los
Apóstoles transmitieron... comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del
Pueblo de Dios» (Dei Verbum, 8). «Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del
Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los
fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), cuando comprenden
internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en
el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que
se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum, 8). Pero en esta tensión hacia la
plenitud de la verdad divina la Iglesia bebe constantemente en el único ‘depósito’ originario, constituido
por la Tradición apostólica y por la Sagrada Escritura, las cuales «manan la una misma fuente divina, se
unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin» (Dei Verbum, 9).
4. A este propósito conviene precisar y subrayar, también de acuerdo con el Concilio, que «... La Iglesia
no saca exclusivamente de la Sagrada Escritura la certeza de todo lo revelado» (Dei Verbum, 9). Esta
Escritura «es la Palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo». Pero «la Palabra de
Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, la transmite íntegra a los sucesores,
para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente
en su predicación» (Dei Verbum, 9). «La misma Tradición da a conocer a la Iglesia el canon íntegro de los
Libros sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre activos» (Dei
Verbum,8). «La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la
Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus
Pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica...» (Dei Verbum, 10). Por ello ambas, la Tradición y
la Sagrada Escritura, deben estar rodeadas de la misma veneración y del mismo respeto religioso.
5. Aquí nace el problema de la interpretación auténtica de la Palabra de Dios, escrita o transmitida por la
Tradición. Esta función ha sido encomendada «únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual la
ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum, 10). Este Magisterio «no está por encima de la palabra
de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la
asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de
este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (Dei verbum,
10).
6. He aquí, pues, una nueva característica de la fe: creer de modo cristiano significa también: aceptar la
verdad revelada por Dios, tal como la enseña la Iglesia. Pero al mismo tiempo el Concilio Vaticano II
recuerda que «la totalidad de los fieles... no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa
peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando ‘desde
los obispos hasta los últimos fieles laicos’ prestan su consentimiento universal en las cosas de fe y
costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se
adhiere indefectiblemente ‘a la fe confiada de una vez para siempre a los santos’ (Jds 3), penetra más
profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida guiado en todo por el
sagrado Magisterio» (LumenGentium, 12).
7. La Tradición, la Sagrada Escritura, el Magisterio de la Iglesia y el sentido sobrenatural de la fe de todo
el pueblo de Dios forman ese proceso vivificante en el que la divina Revelación se transmite a las nuevas
generaciones. «Así Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando con la esposa de su Hijo amado;
así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo
entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la
palabra de Cristo» [cf. Col 3,16] (Dei Verbum, 8). Creer de modo cristiano significa aceptar ser
introducidos y conducidos por el Espíritu a la plenitud de la verdad de modo consciente y voluntario.
e) Conclusión: CEC 173-175; San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara en su Adversus haereses:
«La Iglesia, en efecto, aunque dispersada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo
recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe... guarda (esta predicación y esta fe) con cuidado,
17
como no habitando más que una sola casa, cree en ella de una manera idéntica, como no teniendo más
que una sola alma y un solo corazón, las predica, las enseña y las transmite con una voz unánime, como
no poseyendo más que una sola boca […] Porque, si las lenguas difieren a través del mundo, el
contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u
otra Tradición, ni las que están entre los Íberos, ni las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, de
Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo...» (I,10,1-2). «El mensaje de la
Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo
entero» (V,20,1). «Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar,
bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente,
rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (III,24,1).
15) Catequesis de Benedicto XVI:
•«La Tradición, comunión en el tiempo» (26-IV-2006):
En la nueva serie de catequesis comenzada hace poco, tratamos de comprender el designio originario de
la Iglesia querida por el Señor para comprender mejor nuestra participación, nuestra vida cristiana, en la
gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y
sostenida por el Espíritu Santo, custodiada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, a
la que llamamos Iglesia, no se extiende sólo a todos los creyentes de un cierto momento histórico, sino
que abraza también a los de todos los tiempos y de todas las generaciones. Por tanto, nos encontramos
ante una doble universalidad: la universalidad sincrónica -estamos unidos con los creyentes en todas las
partes del mundo- y la universalidad llamada diacrónica, es decir, nos pertenecen todos los tiempos: los
creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única y gran comunión. El
Espíritu se presenta como el garante de la presencia activa del misterio en la historia, quien asegura su
realización a través de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado, hecha por la
comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, podrá ser vivida siempre por las generaciones
sucesivas, en la medida en que es transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del
Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo. Y, de este modo, nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos
el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de
la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los
bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del
Espíritu, de la comunión originaria. Es llamada de este modo porque nació del testimonio de los
apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue entregada bajo la guía
del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y la
Iglesia hace referencia continuamente a ella -a esta Tradición que es la realidad siempre actual del don
de Jesús- como su fundamento y su norma a través de la sucesión sin interrupción del ministerio
apostólico. En su vida histórica, Jesús limitaba su misión a la casa de Israel, pero ya daba a entender que
el don estaba destinado no sólo al pueblo de Israel, sino a todo el mundo y a todos los tiempos. El
resucitado confía después, explícitamente a los apóstoles (cf. Lc 6,13) la tarea de hacer discípulos a toos
los pueblos, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,19ss). La
universalidad de la salvación exige, entre otras cosas, que el memorial de la Pascua se celebre sin
interrupción en la historia hasta el regreso glorioso de Cristo (cf. I Cor 11,26). ¿Quién actualizará la
presencia salvífica del Señor Jesús, mediante el ministerio de los apóstoles -jefes del Israel escatológico
(cf. Mt 19,28)- y de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta está clara: el Espíritu Santo.
Los Hechos de los Apóstoles -continuando con el designio del Evangelio de Lucas- presentan en vivo la
compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la
acción del Paráclito, los apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida por el
Resucitado: «Ustedes son testigos de estas cosas. Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi
Padre…» (Lc 24,48ss). «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). Y esta
promesa, al inicio increíble, ya se realizó en el tiempo de los apóstoles: «Nosotros somos testigos de
estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hech 5,32). Por tanto,
es el mismo Espíritu quien, a través de la imposición de las manos y de la oración de los apóstoles,
18
consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (p.e., en Hech 13,3ss y I Tim 4,14). Es interesante
observar que, mientras en algunos pasajes se dice que Pablo establece a los presbíteros en las Iglesias
(cf. Hech 14,23), en otros se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf.
Hech 20,28). La acción del Espíritu y la de Pablo están de este modo profundamente compenetradas. En
la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta
presencia-guía del Espíritu Santo se experimenta particularmente en el Concilio de Jerusalén, en cuyas
palabras conclusivas resuena la afirmación: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hech
15,28); la Iglesia crece y camina «en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu
Santo» (Hech 9,31). Esta permanente actualización de la presencia activa del Señor Jesús en su pueblo,
realizada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión
fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la mera transmisión
material de lo que fue entregado al inicio a los apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús,
crucificado y resucitado, que acompaña y guía en el Espíritu a la comunidad reunida por él. La Tradición
es la comunión de los fieles alrededor de los legítimos pastores en el transcurso de la historia, una
comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el nexo entre la experiencia de la fe apostólica,
vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras
palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, Templo santo de Dios Padre, edificado
sobre el fundamento del Espíritu: «Así pues, ya no son extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los
santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra
angular, Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en
el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el
Espíritu» (Ef 2,19-22). Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los apóstoles y de sus
sucesores, el agua de la vida surgida del costado de Cristo y su sangre salvadora llega a las mujeres y a
los hombres de todos los tiempos. De este modo, la Tradición es la presencia permanente del Salvador
que nos sale al encuentro, nos redime y santifica en el Espíritu a través del ministerio de su Iglesia para
gloria del Padre. Concluyendo y resumiendo, podemos por tanto decir que la Tradición no es la
transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que nos
une a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes siempre están presentes. El gran río que nos lleva al
puerto de la eternidad. En este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor, que hemos
escuchado al inicio de los labios del lector: «He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28,20).
•«La Tradición apostólica» (3-V-2006):
En esta catequesis queremos comprender un poco lo que es la Iglesia. La última vez meditamos sobre el
tema de la Tradición apostólica. Vimos que no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de
cosas muertas. La Tradición es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta
nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad. Este tema de la Tradición es tan
importante que quisiera seguir reflexionando un poco más sobre él. En efecto, es de gran trascendencia
para la vida de la Iglesia. El concilio Vaticano II destacó, al respecto, que la Tradición es apostólica ante
todo en sus orígenes: «Dios, con suma benignidad, quiso que lo que había revelado para salvación de
todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso
Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. II Cor 1,20 y 3,16; 4,6), mandó a los Apóstoles
predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de
conducta, comunicándoles así los bienes divinos» (Dei Verbum, 7). El Concilio prosigue afirmando que
ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles, los cuales «con su predicación, sus ejemplos, sus
instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo
que el Espíritu Santo les enseñó» (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también «otros
de su generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo»
(ib.). Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo elegido,
prosiguen la «recolección» iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo transmitiendo fielmente el don
recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres en Jesucristo. Su número no sólo expresa la
continuidad con la santa raíz, el Israel de las doce tribus, sino también el destino universal de su
ministerio, que llevaría la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor
19
simbólico que tienen los números en el mundo semítico: doce es resultado de multiplicar tres, número
perfecto, por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al mundo
entero. La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de los
primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por Él. Sabe que puede contar con la
guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando progresivamente como sucesores en el
ministerio de la Palabra y en el servicio a la comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente
comprometida a transmitir a otros la «alegre noticia» de la presencia actual del Señor y de su misterio
pascual, operante en el Espíritu. Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas
de san Pablo: «Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí» (I Cor 15,3). Y esto es importante.
Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal, es un
verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la fidelidad a lo que
había recibido. No quería «inventar» un nuevo cristianismo, por llamarlo así, «paulino». Por eso, insiste:
«Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí». Transmitió el don inicial que viene del Señor y es
la verdad que salva. Luego, hacia el final de su vida, escribe a Timoteo: «Conserva el buen depósito
mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (II Tim 1,14).
También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por Tertuliano
alrededor del año 200: «[Los Apóstoles] al principio afirmaron la fe en Jesucristo y establecieron Iglesias
en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el mundo, anunciaron la misma doctrina y una
misma fe a las naciones; y luego fundaron Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la
ramificación de su fe y las semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De
esta manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los
Apóstoles» (De praescriptione haereticorum, 20: PL 2, 32). El concilio Vaticano II comenta: «Lo que los
Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del
pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las
edades lo que es y lo que cree» (Dei Verbum, 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo
transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el Evangelio vivo,
anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su experiencia única e irrepetible: por
obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta nosotros, hasta el fin del mundo. Por consiguiente, la
Tradición es la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los
Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes. Es lo que precisa el
Papa san Clemente Romano hacia finales del siglo I: «Los Apóstoles -escribe- nos predicaron el Evangelio
enviados por nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. En resumen, Cristo viene de
Dios, y los Apóstoles de Cristo: una y otra cosa, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de
Dios. (...) También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor
Jesucristo, que se disputaría sobre la dignidad episcopal. Por esta causa, pues, previendo perfectamente
el porvenir, establecieron a los elegidos y les dieron la orden de que, al morir ellos, otros que fueran
varones probados les sucedieran en el ministerio» (Ad Corinthios I,42.44: PG 1,292.296). Esta cadena del
servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En efecto, el mandato que dio Jesús a
los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores. Más allá de la experiencia del contacto personal
con Cristo, experiencia única e irrepetible, los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne
al mundo que recibieron del Maestro. La palabra Apóstol viene precisamente del verbo griego
apostéllein, que quiere decir enviar. El envío apostólico -como muestra el texto de Mt 28,19s- implica un
servicio pastoral («hagan discípulos a todas las naciones...»), litúrgico («bautizándolas...») y profético
(«enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado»), garantizado por la presencia del Señor
hasta la consumación del tiempo («he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo»). Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una
verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico
Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado
se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran
alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente
presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino
hacia el futuro.
20
•La sucesión apostólica (10-V-2006):
En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que significa la Tradición en la Iglesia y hemos visto
que es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su pueblo. Pero la palabra, para
estar presente, necesita una persona, un testigo. Así nace esta reciprocidad: por una parte, la palabra
necesita la persona; pero, por otra, la persona, el testigo, está vinculado a la palabra que le ha sido
confiada y que no ha inventado él. Esta reciprocidad entre contenido -palabra de Dios, vida del Señor- y
persona que la transmite es característica de la estructura de la Iglesia. Y hoy queremos meditar en este
aspecto personal de la Iglesia. El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en
los que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato recibido del Señor, los
Doce, después de su Ascensión, primero completan su número con la elección de Matías en lugar de
Judas (cf. Hech 1,15-26); luego asocian progresivamente a otros en las funciones que les habían sido
encomendadas, para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a Pablo (cf. Gál 1,1), pero
Pablo, a pesar de haber sido llamado por el Señor como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio
de los Doce (cf. Gál 1,18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. I Cor 11,23; 15,3-4), y en la
distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles, junto con otros, por ejemplo con
Bernabé (cf. Gál 2,9). Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un
envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del
Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Este es el camino por
el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará ministerio
episcopal, episcopé. Tal vez sea útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la palabra que
usamos para traducir la palabra griega epíscopos. Esta palabra indica a una persona que contempla
desde lo alto, que mira con el corazón. Así, san Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús
«pastor y obispo -guardián- de sus almas» (I Pe 2,25). Y según este modelo del Señor, que es el primer
obispo, guardián y pastor de las almas, los sucesores de los Apóstoles se llamaron luego obispos,
epíscopoi. Se les encomendó la función del episcopé. Esta precisa función del obispo se desarrollará
progresivamente, con respecto a los inicios, hasta asumir la forma -ya claramente atestiguada en san
Ignacio de Antioquía al comienzo del siglo II (cf. Ad Magnesios, 6,1: PG 5,668)- del triple oficio de obispo,
presbítero y diácono. Es un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el
discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más definidas entre
múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes en la comunidad de los orígenes.
Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía
de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. El
vínculo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles se entiende, ante
todo, en la línea de la continuidad histórica. Como hemos visto, a los Doce son asociados primero
Matías, luego Pablo, Bernabé y otros, hasta la formación del ministerio del obispo, en la segunda y
tercera generación. Así pues, la continuidad se realiza en esta cadena histórica. Y en la continuidad de la
sucesión está la garantía de perseverar, en la comunidad eclesial, del Colegio apostólico que Cristo
reunió en torno a sí. Pero esta continuidad, que vemos primero en la continuidad histórica de los
ministros, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión apostólica en el
ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo. Un
eco claro de estas convicciones se percibe, por ejemplo, en el siguiente texto de san Ireneo de Lyon
(segunda mitad del siglo II): «La Tradición de los Apóstoles, que ha sido manifestada en el mundo
entero, puede ser percibida en toda la Iglesia por todos aquellos que quieren ver la verdad. Y nosotros
podemos enumerar los obispos que fueron establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores
hasta nosotros (...). En efecto, (los Apóstoles) querían que fuesen totalmente perfectos e irreprensibles
aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si
obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero, si hubiesen caído, la mayor calamidad»
(Adversus haereses, III,3,1: PG 7,848). San Ireneo, refiriéndose aquí a esta red de la sucesión apostólica
como garantía de perseverar en la palabra del Señor, se concentra en la Iglesia «más grande, más
antigua y más conocida de todos», «fundada y establecida en Roma por los más gloriosos apóstoles,
Pedro y Pablo», dando relieve a la Tradición de la fe, que en ella llega hasta nosotros desde los
21
Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos. De este modo, para san Ireneo y para la Iglesia
universal, la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de
la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica: «Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente
(propter potiorem principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los
fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles»
(ib., III,3,2: PG 7,848). La sucesión apostólica -comprobada sobre la base de la comunión con la de la
Iglesia de Roma- es, por tanto, el criterio de la permanencia de las diversas Iglesias en la Tradición de la
fe apostólica común, que ha podido llegar hasta nosotros desde los orígenes a través de este canal: «Por
este orden y sucesión, han llegado hasta nosotros aquella tradición que, procedente de los Apóstoles,
existe en la Iglesia y el anuncio de la verdad. Y esta es la prueba más palpable de que es una sola y la
misma fe vivificante, que en la Iglesia, desde los Apóstoles hasta ahora, se ha conservado y transmitido
en la verdad» (ib., III,3,3: PG 7,851). De acuerdo con estos testimonios de la Iglesia antigua, la
apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los
Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo. La
sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio
apostólico. Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los
orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los
orígenes y la Iglesia actual. No es una simple concatenación material; es, más bien, el instrumento
histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a
través de los que son ordenados para el ministerio mediante la imposición de las manos y la oración de
los obispos. Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de
los Apóstoles y de sus sucesores es Él quien nos habla; mediante sus manos es Él quien actúa en los
sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos
en el corazón de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y guardián de
nuestras almas, al que seguimos con gran confianza, gratitud y alegría.
16)
d) Distinción entre «Tradición» y «tradiciones»: cf. CEC 83.
La «Tradición» de que hablamos aquí es la que viene de los apóstoles y transmite lo que estos recibieron
de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo. En efecto, la
primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento escrito, y el Nuevo Testamento
mismo atestigua el proceso de la Tradición viva. Es preciso distinguir de ella las «tradiciones» teológicas,
disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas
constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos
lugares y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquellas pueden ser mantenidas,
modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
e) Conclusión: CEC 173-175; San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara en su Adversus haereses:
«La Iglesia, en efecto, aunque dispersada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo
recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe... guarda (esta predicación y esta fe) con cuidado,
como no habitando más que una sola casa, cree en ella de una manera idéntica, como no teniendo más
que una sola alma y un solo corazón, las predica, las enseña y las transmite con una voz unánime, como
no poseyendo más que una sola boca […] Porque, si las lenguas difieren a través del mundo, el
contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u
otra Tradición, ni las que están entre los Íberos, ni las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, de
Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo...» (I,10,1-2). «El mensaje de la
Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo
entero» (V,20,1). «Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar,
bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente,
rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (III,24,1).
12 cuadro acerca de las formas de ejercicio del magisterio de la Iglesia según Lumen gentium
22
Titular
Obispo individual
Su magisterio es
Ordinario
El Colegio de los obispos Ordinario
junto al Papa
Concilio ecuménico bajo Extraordinario
la presidencia del Papa
Papa de Roma
Ordinario
Extraordinario:«ex cathedra»
Sus afirmaciones son
Auténticas,no
necesariamente
infalibles
Infalibles (=exentas de error) sin
son propuestas como definitivas
Auténticas, si no son propuestas
como definitivas
Infalibles, si son propuestas como
definitivas
Auténticas, si no son propuestas
como definitivas
Auténticas
Infalibles
18. La relación entre la Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio: cf. CEC 80-100; cf. 2032-2040.
En virtud de su sentido sobrenatural de la fe, todo el Pueblo de Dios no cesa de acoger el don de la
Revelación divina, de penetrarla más profundamente y de vivirla de modo más pleno. El oficio de
interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al
Papa y a los obispos en comunión con él. Dios quiso edificar su Iglesia, para lo cual dispuso los medios
capaces de conservar fielmente el Depósito de la Revelación: la SE, Tradición y Magisterio. La SE es la R.
de Dios escrita bajo la asistencia del Espíritu Santo. La Tradición es la transmisión oral y viva de la verdad
revelada que, teniendo el inicio de los Apóstoles, perdura en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu
Santo. Los Padres atestiguan la presencia de esta Tradición a la cual debemos el conocimiento de los
Libros Sagrados y de su más profunda inteligencia (DV 8). Tradición y SE, están unidos y se comunican
entre sí, de modo que la Iglesia no alcanza de la sola SE su certeza sobre todas las cosas reveladas. El
primer testimonio de la Tradición es el Magisterio de la Iglesia, luego, los Padres, la praxis litúrgica, el
«consensus fidei» (credendum est quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est), y de los
teólogos. El oficio de interpretar la Palabra de Dios, escrita o transmitida, está confiado al Magisterio de
la Iglesia, el cual no es superior a la Palabra de Dios sino que sirve a ésta, enseñando sólo lo transmitido.
El Magisterio de la Iglesia está formado por el Romano Pontífice y los Obispos en cuanto legítimos
sucesores de los Apóstoles. Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio, están así unidos de tal forma que
no pueden subsistir independientemente, y todos ellos juntos contribuyen a la salvación de las almas.
Unidad V. La «transmisión» de la Revelación divina II:
la Sagrada Escritura
1. Cristo: la Palabra única de la Sagrada Escritura: cf. CEC 101-104; 134.
Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, «porque toda la Escritura divina habla de Cristo,
y toda la Escritura divina se cumple en Cristo» (Hugo de San Víctor, De arca Noe 2,8: PL 176, 642; cf.
Ibid., 2,9: PL 176, 642-643).
2. Inspiración e inerrancia bíblicas: cf. CEC 105-108; 135-136.
a) «La sagrada Escritura contiene la palabra de Dios y, en cuanto inspirada, es realmente Palabra de
Dios» (DV 24). Dios es el Autor de la Sagrada Escritura porque inspira a sus autores humanos: actúa en
ellos y por ellos. Da así la seguridad de que sus escritos enseñan sin error la verdad salvífica (cf. DV 11).
23
b) Catequesis de Juan Pablo II: n° 14. «La inspiración divina de la Sagrada Escritura y su interpretación»
1-V-1985):
1. Repetimos hoy una vez más las hermosas palabras de la Constitución conciliar Dei Verbum: «Así Dios,
que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado (que es la
Iglesia); así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el
mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente
la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)» (Dei Verbum, 8). Digamos, de nuevo qué significa ‘creer’. Creer de
modo cristiano significa precisamente: ser introducidos por el Espíritu Santo en la verdad plena de la
divina Revelación. Quiere decir: ser una comunidad de fieles abiertos a la Palabra del Evangelio de
Cristo. Una y otra cosa son posibles en cada generación, porque la viva transmisión de la divina
Revelación, contenida en la Tradición y la Sagrada Escritura, perdura íntegra en la Iglesia, gracias al
servicio especial del Magisterio, en armonía con el sentido sobrenatural del Pueblo de Dios.
2. Para completar esta concepción del vínculo entre nuestro ‘credo’ católico y su fuente, es importante
también la doctrina sobre la divina inspiración de la Sagrada Escritura y de su interpretación auténtica.
Al presentar esta doctrina, seguimos (como en las catequesis anteriores) ante todo la Constitución Dei
Verbum. Dice el Concilio: «La Santa Madre Iglesia fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto
que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; II Tim 3,16; II Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a
Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia» (Dei Verbum, 11). Dios -como Autor
invisible y transcendente- «se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos;
de este modo... como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (Dei
Verbum, 11). Con este fin el Espíritu Santo actuaba en ellos y por medio de ellos (cf. Dei Verbum, 11).
3. Dado este origen, se debe reconocer «que los libros de la Sagrada Escritura enseñan sólidamente,
fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (Dei
Verbum, 11). Lo confirman las palabras de San Pablo en la Carta a Timoteo: ‘Toda la Escritura es
divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de
que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena’ (II Tim 3,16-17). La Constitución
sobre la divina Revelación, siguiendo a San Juan Crisóstomo, manifiesta admiración por la particular
‘condescendencia’, es como un ‘inclinarse’ de la eterna Sabiduría. «La Palabra de Dios, expresada en
lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del Eterno Padre, asumiendo
nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, 13).
4. De la verdad sobre la divina inspiración de la Sagrada Escritura se derivan lógicamente algunas
normas que se refieren a su interpretación. La Constitución Dei Verbum las resume brevemente: El
primer principio es que «porque Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje
humano, el intérprete de la Sagrada Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe
estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras»
(Dei verbum, 12). Con esta finalidad -y éste es el segundo punto- es necesario tener en cuenta, entre
otras cosas, «los géneros literarios». «Pues la verdad se presenta y enuncia de modo diverso en obras de
diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios» (Dei Verbum, 12).
El sentido de lo que el autor expresa depende precisamente de estos géneros literarios, que se deben
tener, pues, en cuenta sobre el fondo de todas las circunstancias de una poca precisa y de una
determinada cultura. Y, por esto, tenemos el tercer principio para una recta interpretación de la Sagrada
Escritura: «Para comprender exactamente lo que el autor sagrado propone en sus escritos, hay que
tener muy en cuenta los habituales y originarios modos de pensar, de expresarse, de narrar que se
usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces solían emplearse en la
conversación ordinaria» (Dei Verbum, 12).
5. Estas indicaciones bastantes detalladas, que se dan para la interpretación de carácter históricoliterario, exigen una relación profunda con las premisas de la doctrina sobre la divina inspiración de la
Sagrada Escritura. «La escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»
(Dei Verbum, 12). Por esto, «hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura,
la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe» (Dei Verbum, 12). Por «analogía de la fe»
24
entendemos la cohesión de cada una de las verdades de fe entre sí y con el plan total de la Revelación y
la plenitud de la divina economía encerrada en él.
6. La misión de los exegetas, es decir, de los investigadores que estudian con métodos idóneos la
Sagrada Escritura, es contribuir, según dichos principios, «para ir penetrando y exponiendo el sentido de
la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia» (Dei Verbum,
12). Puesto que la Iglesia tiene «el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la Palabra
de Dios», todo lo que se refiere «al modo de interpretar la Escritura, queda sometido al juicio definitivo
de la Iglesia» (Dei Verbum, 12). Esta norma es importante decisiva para precisar la relación recíproca
entre exégesis (y la teología) y el Magisterio de la Iglesia. Es una norma que está en relación muy íntima
con lo que hemos dicho anteriormente a propósito de la transmisión de la divina Revelación. Hay que
poner de relieve una vez más que el Magisterio utiliza el trabajo de los teólogos-exégetas y, al mismo
tiempo, vigila oportunamente sobre los resultados de sus estudios. Efectivamente, el Magisterio está
llamado a custodiar la verdad plena, contenida en la divina Revelación.
7. Creer de modo cristiano significa, pues, adherirse a esta verdad gozando de la garantía de verdad
que por institución de Cristo mismo se le ha dado a la Iglesia. Esto vale para todos los creyentes: y, por
tanto -en su justo nivel y enl grado adecuado-, también para los teólogos y los exégetas. Para todos se
revela en este campo la misericordiosa providencia de Dios, que ha querido concedernos no sólo el don
de su auto-revelación, sino también la garantía de su fiel conservación, interpretación y explicación,
confiándola a la Iglesia.
3. «El Espíritu Santo es su propio exégeta»: la interpretación y el sentido de la Escritura: cf. CEC 109119; 137; Pontificia Comisión Bíblica, ‘La interpretación de la Biblia en la Iglesia’ II.B.1-3:
a) La interpretación de las Escrituras inspiradas debe estar sobre todo atenta a lo que Dios quiere
revelar por medio de los autores sagrados para nuestra salvación. «Lo que viene del Espíritu sólo es
plenamente percibido por la acción del Espíritu» (cf Orígenes, hom. in Ex. 4,5).
b) Tres criterios:
En la Sagrada Escritura, Dios habla al hombre a la manera de los hombres. Por tanto, para interpretar
bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente
afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras (cf. DV 12,1). Para descubrir la
intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su
cultura, los ‘géneros literarios’ usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en
aquel tiempo. ‘Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole
histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios’ (DV 12,2). Pero, dado que la
Sagrada Escritura es inspirada, hay otro principio de la recta interpretación, no menos importante que el
precedente, y sin el cual la Escritura sería letra muerta: ‘La Escritura se ha de leer e interpretar con el
mismo Espíritu con que fue escrita’ (DV 12,3). El Concilio Vaticano II señala tres criterios para una
interpretación de la Escritura conforme al Espíritu que la inspiró (cf. DV 12,3):
1º. Prestar una gran atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura». En efecto, por muy
diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de
Dios , del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua (cf. Lc 24,25-27.44-46). «El
corazón (cf. Sal 22,15) de Cristo designa la sagrada Escritura que hace conocer el corazón de Cristo. Este
corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta
después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de
qué manera deben ser interpretadas las profecías’ (S. Tomás de Aquino Expos. in Ps. 21,11).
2º. Leer la Escritura en «la Tradición viva de toda la Iglesia». Según un adagio de los Padres: «La
Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos». En
efecto, la Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da
la interpretación espiritual de la Escritura: «... secundum spiritualem sensum quem Spiritus donat
Ecclesiae» [«según el sentido espiritual que el Espíritu dona a la Iglesia»] (Orígenes, Hm. in Lev. 5,5).
25
3º. Estar atento «a la analogía de la fe» (cf. Rom 12,6). Por analogía de la fe entendemos la cohesión de
las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.
c) Sentidos de la Sagrada Escritura: literal, espiritual (alegórico, moral y escatológico) y pleno:
Según una antigua tradición, se pueden distinguir dos sentidos de la Escritura: el sentido literal y el
sentido espiritual; este último se subdivide en sentido alegórico, moral y anagógico. La concordancia
profunda de los cuatro sentidos asegura toda su riqueza a la lectura viva de la Escritura en la Iglesia. El
aporte moderno de las hermenéuticas filosóficas y los desarrollos recientes del estudio científico de la
literatura, permiten a la exégesis bíblica profundizar la comprensión de su tarea, cuya complejidad se ha
vuelto más evidente. La exégesis antigua, que evidentemente no podía tomar en consideración las
exigencias científicas modernas, atribuía a todo texto de la Escritura diferentes niveles de sentido. La
distinción más corriente se establecía entre el sentido literal y el sentido espiritual. La exégesis medieval
distinguía en el sentido espiritual tres aspectos diferentes, que se relacionan, respectivamente, a la
verdad revelada, a la conducta que se debía mantener, y al cumplimiento final. De allí el célebre dístico
de Agustín de Dinamarca (siglo XIII): «Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quid
speres anagogia» [«El sentido literal enseña los acontecimientos, para que creas su sentido espiritual,
para que obres según el sentido moral y para que esperes su sentido escatológico»]. En reacción contra
esta multiplicidad de sentidos, la exégesis histórico-crítica ha adoptado, más o menos abiertamente, la
tesis de la unidad de sentido, según la cual un texto no puede tener simultáneamente diferentes
significados. Todo el esfuerzo de la exégesis histórico-crítica se dirige a definir ‘el’ sentido de tal o cual
texto bíblico en las circunstancias de su producción. Pero esta tesis choca ahora con las conclusiones de
las ciencias del lenguaje y de las hermenéuticas filosóficas, que afirman la polisemia de los textos
escritos. El problema no es simple y no se presenta del mismo modo en todos los géneros de texto:
relatos históricos, parábolas, oráculos, leyes, proverbios, oraciones, himnos, etc. Se pueden dar, sin
embargo, algunos principios generales, teniendo en cuenta la diversidad de opiniones.
+El sentido literal: Es el sentido significado por las palabras de la Escritura y descubierto por la exégesis
que sigue las reglas de la justa interpretación. «Omnes sensus (sc. sacrae Scripturae) fundentur super
litteralem» (S. Tomás de Aquino, S.th. I,1,10,1m), «Todos los sentidos de la Sagrada Escritura se fundan
sobre el sentido literal». Es no solamente legítimo, sino indispensable, procurar definir el sentido preciso
de los textos tal y como han sido producidos por sus autores. El sentido literal no se debe confundir con
el sentido ‘literalista’ al cual se adhieren los fundamentalistas. No basta traducir un texto palabra por
palabra para obtener su sentido literal. Es necesario comprenderlo según las convenciones literarias de
su tiempo. Cuando un texto es metafórico, su sentido literal no es el que resulta inmediatamente de una
comprensión palabra por palabra (por ejemplo: ‘Tengan ceñida la cintura’, Lc 12,35) sino el que
corresponde al empleo metafórico de los términos (‘Tengan una actitud de disponibilidad y servicio’).
Cuando se trata de un relato, el sentido literal no comporta necesariamente la afirmación de que los
hechos narrados se han producido efectivamente, ya que un relato puede no pertenecer al género
histórico, sino ser una obra de imaginación. El sentido literal de la Escritura es aquel que ha sido
expresado directamente por los autores humanos inspirados. Siendo el fruto de la inspiración, este
sentido es también querido por Dios, autor principal. Se lo puede discernir gracias a un análisis preciso
del texto, situado en su contexto literario e histórico. La tarea principal del exégeta es llevar a buen
término este análisis, utilizando todas las posibilidades de investigación literaria e histórica, para definir
el sentido literal de los textos bíblicos con la mayor exactitud posible (cf. Divino afflante Spiritu,
Enchiridion Biblicum, 550). Con este fin, el estudio de los géneros literarios antiguos es particularmente
necesario (ibíd., 560). El sentido literal de un texto, ¿es único? En general sí, pero no se trata de un
principio absoluto, y esto por dos razones. Por una parte, un autor humano puede querer referirse al
mismo tiempo a varios niveles de realidad. El caso es corriente en poesía. La inspiración bíblica no
desdeña esta posibilidad de la psicología y del lenguaje humano. El IV evangelio ofrece numerosos
ejemplos de esta situación. Por otra parte, aun cuando una expresión humana parece no tener más que
un significado, la inspiración divina puede guiar la expresión de modo de producir una ambivalencia. Tal
es el caso de la palabra de Caifás en Jn 11,50. Ella expresa a la vez un cálculo político inmoral y una
revelación divina. Estos dos aspectos pertenecen, uno y otro, al sentido literal, ya que ambos son
26
puestos en evidencia por el contexto. Este caso es significativo, aunque sea extremo, y pone en guardia
contra una concepción demasiado estrecha del sentido literal de los textos inspirados. Conviene en
particular estar atento al aspecto dinámico de muchos textos. El sentido de los salmos reales, por
ejemplo, no debería estar limitado estrechamente a las circunstancias históricas de su producción.
Hablando del rey, el salmista evoca a la vez una institución concreta, y una visión ideal de la realeza,
conforme al designio de Dios, de modo que su texto sobrepasa la institución monárquica tal como se
había manifestado en la historia. La exégesis histórico-crítica ha tenido demasiado frecuentemente la
tendencia a limitar el sentido de los textos, relacionándolos exclusivamente con circunstancias históricas
precisas. Ella debería, más bien, procurar precisar la dirección de pensamiento expresada por el texto;
dirección que, en lugar de invitar al exégeta a detener el sentido, le sugiere, al contrario, percibir las
extensiones más o menos previsibles. Una corriente de hermenéutica moderna ha subrayado la
diferencia de situación que afecta a la palabra humana puesta por escrito. Un texto escrito tiene la
capacidad de ser situado en nuevas circunstancias, que lo iluminan de modo diferente, añadiendo a su
sentido determinaciones nuevas. Esta capacidad del texto escrito es especialmente efectiva en el caso
de los textos bíblicos, reconocidos como palabra de Dios. En efecto, lo que ha llevado a la comunidad
creyente a conservarlos, es la convicción de que ellos continúan siendo portadores de luz y de vida para
las generaciones venideras. El sentido literal está, desde el comienzo, abierto a desarrollos ulteriores,
que se producen gracias a ‘relecturas’ en contextos nuevos. De aquí no se sigue que se pueda atribuir a
un texto bíblico cualquier sentido, interpretándolo de modo subjetivo. Es necesario, por el contrario,
rechazar, como no auténtica, toda interpretación heterogénea al sentido expresado por los autores
humanos en su texto escrito. Admitir sentidos heterogéneos equivaldría a cortar el mensaje bíblico de
su raíz, que es la palabra de Dios comunicada históricamente, y abrir la puerta a un subjetivismo
incontrolable.
+El sentido espiritual: Gracias a la unidad del designio de Dios, no solamente el texto de la Escritura,
sino también las realidades y los acontecimientos de que habla pueden ser signos.
•El sentido alegórico: Podemos adquirir una comprensión más profunda de los acontecimientos
reconociendo su significación en Cristo; así, el paso del Mar Rojo es un signo de la victoria de Cristo y por
ello del Bautismo (cf. I Cor 10,2).
•El sentido moral: Los acontecimientos narrados en la Escritura pueden conducirnos a un obrar justo.
Fueron escritos ‘para nuestra instrucción’ (I Cor 10,11; cf. Hb 3-4,11).
•El sentido anagógico: Podemos ver realidades y acontecimientos en su significación eterna, que nos
conduce (gr.: ‘anagoge’) hacia nuestra Patria. Así, la Iglesia en la tierra es signo de la Jerusalén celestial
(cf. Ap 21,1-22,5).
Conviene, sin embargo, no tomar ‘heterogéneo’ en un sentido estrecho, contrario a toda posibilidad de
perfeccionamiento superior. El acontecimiento pascual, la muerte y resurrección de Jesús, ha
establecido un contexto histórico radicalmente nuevo, que ilumina de modo nuevo los textos antiguos y
les hace sufrir una mutación de sentido. En particular, algunos textos que, en las circunstancias antiguas,
debían ser considerados como hipérboles (por ejemplo, el oráculo donde Dios, hablando de un
descendiente de David, prometía afirmar ‘para siempre’ su trono, II Sam 7,12-13; I Cró 17,11-14), deben
ser tomados ahora a la letra, porque ‘el Cristo, habiendo resucitado de los muertos, no muere más’
(Rom 6,9). Los exégetas que tienen una noción estrecha, ‘historicista’, del sentido literal, considerarán
que hay aquí heterogeneidad. Los que están abiertos al aspecto dinámico de los textos, reconocerán una
continuidad profunda, al mismo tiempo que un pasaje a un nivel diferente: el Cristo reina para siempre,
pero no sobre el trono terrestre de David (cf. también Sal 2,7-8; 110,1.4). En estos casos se habla a veces
de ‘sentido espiritual’. Como regla general, se puede definir el sentido espiritual comprendido según la
fe cristiana, como el sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del
Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de Él. Este
contexto existe efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras.
Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu.
De la definición dada se pueden deducir varias precisiones útiles sobre las relaciones entre sentido
espiritual y sentido literal. Contrariamente a una opinión corriente, no hay una necesaria distinción
entre ambos. Cuando un texto bíblico se refiere directamente al misterio pascual de Cristo o a la vida
27
nueva que resulta de él, su sentido literal es un sentido espiritual. Este es el caso habitual en el Nuevo
Testamento. Por eso es el Antiguo Testamento la parte de la Biblia a propósito de la cual la exégesis
cristiana habla más frecuentemente de sentido espiritual. Pero ya en el Antiguo Testamento los textos
tienen, en numerosos casos, un sentido religioso y espiritual como sentido literal. La fe cristiana
reconoce en estos textos una relación anticipada con la vida nueva traída por Cristo. Cuando hay
distinción, el sentido espiritual no puede jamás estar privado de relación con el sentido literal. Este
continúa siendo la base indispensable. De otro modo, no se podría hablar de ‘cumplimiento’ de la
Escritura. Para que haya ‘cumplimiento’, es esencial una relación de continuidad y de conformidad. Pero
es necesario también que haya un pasaje a un nivel superior de realidad. El sentido espiritual no se debe
confundir con las interpretaciones subjetivas dictadas por la imaginación o la especulación intelectual.
Aquel proviene de la relación del texto con datos reales que no le son extraños: el acontecimiento
pascual y su inagotable fecundidad, que constituyen el punto más alto de la intervención divina en la
historia de Israel, para beneficio de la humanidad entera. La lectura espiritual, hecha en comunidad o
individualmente, no descubre un sentido espiritual auténtico si no se mantiene en esta perspectiva. Hay
entonces una relación de tres niveles de realidad: el texto bíblico, el misterio pascual y las circunstancias
presentes de vida en el Espíritu. Persuadidos de que el misterio de Cristo da la clave de interpretación de
todas las Escrituras, los exégetas antiguos se esforzaban por encontrar un sentido espiritual en los
menores detalles de los textos bíblicos (por ejemplo, en cada prescripción de las leyes rituales),
sirviéndose de métodos rabínicos o inspirándose en el alegorismo helenístico. La exégesis moderna no
puede considerar este tipo de intentos como interpretación válida, no obstante cuál haya podido ser en
el pasado su utilidad pastoral (Divino afflante Spiritu, Enchiridion Biblicum, 553). Uno de los aspectos
posibles del sentido espiritual es el tipológico, del cual se dice habitualmente que pertenece, no a la
Escritura misma, sino a las realidades expresadas por la Escritura: Adán es figura de Cristo (cf. Rom
5,14), el diluvio figura del bautismo (I Pe 3,20-21), etc. De hecho, la relación tipológica está basada
ordinariamente sobre el modo cómo la Escritura describe la realidad antigua (por ejemplo la voz de
Abel: Gén 4,10; Heb 11,4; 12,24), y no simplemente sobre esta realidad. En consecuencia, se trata
propiamente, en tal caso, de un sentido de la Escritura.
+El sentido pleno: La categoría relativamente reciente de ‘sentido pleno’ (sensus plenior) suscita
discusiones. El sentido pleno se define como un sentido profundo del texto, querido por Dios, pero no
claramente expresado por el autor humano. Se descubre la existencia de este sentido en un texto
bíblico, cuando se lo estudia a la luz de otros textos bíblicos que lo utilizan, o en su relación con el
desarrollo interno de la revelación. Se trata, pues, del significado que un autor bíblico atribuye a un
texto bíblico anterior, cuando lo vuelve a emplear en un contexto que le confiere un sentido literal
nuevo; o bien de un significado, que una tradición doctrinal auténtica o una definición conciliar, da a un
texto de la Biblia. Por ejemplo, el contexto de Mt 1,23 da un sentido pleno al oráculo de Is 7,14 sobre la
‘almah’ que concebirá, utilizando la traducción de los Setenta (‘parthenos’): ‘La virgen concebirá’. La
doctrina patrística y conciliar sobre la Trinidad expresa el sentido pleno de la enseñanza del Nuevo
Testamento sobre Dios, Padre, Hijo y Espíritu. La definición de pecado original del Concilio de Trento
proporciona el sentido pleno de la enseñanza de Pablo, en Rom 5,12-21, a propósito de las
consecuencias del pecado de Adán para la humanidad. Pero cuando falta un control de esta naturaleza,
por un texto bíblico explícito o por una tradición doctrinal auténtica, el recurso a un pretendido sentido
pleno podría conducir a interpretaciones desprovistas de toda validez. En definitiva, se puede considerar
el ‘sentido pleno’ como otro modo de designar el sentido espiritual de un texto bíblico, en el caso en
que el sentido espiritual se distingue del sentido literal. Su fundamento es que el Espíritu Santo, autor
principal de la Biblia, puede guiar al autor humano en la elección de sus expresiones de tal modo que
ellas expresen una verdad de la cual él no percibe toda su profundidad. Esta es más completamente
revelada en el curso del tiempo; por una parte, gracias a realizaciones divinas ulteriores que manifiestan
mejor el alcance de los textos; y por otra, gracias a la inserción de los textos en el canon de las
Escrituras. Así se constituye un nuevo contexto, que revela potencialidades de sentido que el contexto
primitivo dejaba en la oscuridad».
28
4. El canon de las Sagradas Escritura: cf. CEC 120-130; 138-139.
a) La Iglesia recibe y venera como inspirados los cuarenta y seis libros del Antiguo Testamento y los
veintisiete del Nuevo. Los cuatro evangelios ocupan un lugar central, pues su centro es Cristo Jesús.
b) Una importante observación preliminar:
DI 8. «Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras
religiones. Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los
cuales multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía hoy pueden alimentar y
conservar su relación religiosa con Dios. Por esto, considerando tanto los modos de actuar como los
preceptos y las doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II -como se ha recordado antesafirma que «por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces
reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». La tradición de la Iglesia, sin
embargo, reserva la calificación de textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo
Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo. Recogiendo esta tradición, la Constitución
dogmática sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: «La santa Madre Iglesia, según la fe
apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas
sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; II Tm 3,16; II Pe 1,19-21;
3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia». Esos libros
«enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas
letras de nuestra salvación». Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y
comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos
modos «no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya
expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan ‘lagunas, insuficiencias y errores’».
Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus
seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos
presentes».
c) Los dos Testamentos:
•Antiguo Testamento (46 libros):
Catequesis de Juan Pablo II: n° 15. «El Antiguo Testamento» (8-V-1985):
1. La Sagrada Escritura, como es sabido, se compone de dos grandes colecciones de libros: el Antiguo y
el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento, redactado todo él antes de la venida de Cristo, es una
colección de 46 libros de carácter diverso. Los enumeraremos aquí, agrupándolos de manera que se
distinga, al menos genéricamente, la índole de cada uno de ellos.
2. El primer grupo que encontramos es el llamado ‘Pentateuco’, formado por: Génesis, Éxodo, Levítico,
Números y Deuteronomio. Casi como prolongación del Pentateuco se encuentra el Libro de Josué y,
luego, el de los Jueces. El conciso Libro de Rut constituye, en cierto modo, la introducción al grupo
siguiente de carácter histórico, compuesto por los dos Libros de Samuel y por los dos Libros de los Reyes.
Entre estos libros deben incluirse también los dos de las Crónicas, el Libro de Esdras y el de Nehemías,
que se refieren al período de la historia de Israel posterior a la cautividad de Babilonia. El Libro de
Tobías, el de Judit y el de Ester, aunque se refieren a la historia de la nación elegida, tienen carácter de
narración alegórica y moral, más bien que de historia verdadera y propia. En cambio, los dos Libros de
los Macabeos tienen carácter histórico (de crónica).
3. Los llamados ‘Libros didácticos’ forman un propio grupo, en el cual se incluyen obras de diverso
carácter. Pertenecen a él: el Libro de Job, los Salmos, y el Cantar de los Cantares, e igualmente algunas
obras de carácter sapiencial-educativo: el Libro de los Proverbios, el de Qohelet (es decir, el Eclesiastés),
el Libro de la Sabiduría y la Sabiduría de Sirácida (esto es, el Eclesiástico).
4. Finalmente, el último grupo de escritos del Antiguo Testamento está formado por los ‘Libros
Proféticos’. Se distinguen los cuatro llamados Profetas ‘mayores’: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Al
Libro de Jeremías se añaden las Lamentaciones y el Libro de Baruc. Luego vienen los llamados Profetas
29
‘menores’: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Naún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y
Malaquías.
5. A excepción de los primeros capítulos del Génesis, que tratan del origen del mundo y de la
humanidad, los libros del Antiguo Testamento, comenzando por la llamada de Abraham, se refieren a
una nación que ha sido elegida por Dios. He aquí lo que leemos en la Constitución Dei Verbum:
«Deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en
particular a quien confiar sus promesas. Hizo primero una alianza con Abraham (cf. Gén 15,18); después,
por medio de Moisés(cf. Ex 24,8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con
obras y palabras, como el único Dios vivo y verdadero. De este modo Israel fue experimentando la
manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por
medio de los Profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones(cf. Sal 21, 28-29; 95, 1-3;
Is 2, 1-4; Jer 3, 17). La economía de la salvación anunciada, contada y explicada por los escritores
sagrados, se encuentra, hecha palabra de Dios, en los libros del antiguo Testamento; por eso dichos
libros, divinamente inspirados, conservan para siempre su valor...» (Dei Verbum, 14).
6. La Constitución conciliar indica luego lo que ha sido la finalidad principal de la economía de la
salvación en el Antiguo Testamento: ‘preparar’, anunciar proféticamente (cf. Lc 24,44; Jn 5,39; I Pe 1,10)
y significar con diversas figuras (cf. I Cor 10,11) la venida de Cristo redentor del universo y del reino
mesiánico (cf. Dei Verbum, 15). Al mismo tiempo, los libros del Antiguo Testamento, según la condición
del género humano antes de Cristo, «muestran a todos el conocimiento de Dios y del hombre y de que el
modo como Dios, justo y misericordioso, trata con los hombres. Estos libros, aunque contienen
elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina» (Dei Verbum, 15). En ellos se
expresa «un vivo sentido de Dios», «una sabiduría salvadora acerca del hombre» y, finalmente,
«encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación» (Ibíd.). Y por esto, también
los libros del Antiguo Testamento deben ser recibidos por los cristianos con devoción.
6. La Constitución conciliar explica así la relación entre el Antiguo y Nuevo Testamento: «Dios es el autor
que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo
descubriera el Antiguo» (según las palabras de San Agustín: «Novum in Vetere latet, Vetus in Novo
patet»). «Pues, aunque Cristo estableció con su sangre la Nueva Alianza (cf. Lc 22,20; I Cor 11,25), los
libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran
su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5,17; Lc 24,27; Rom 16,25-26; II Cor 3,14-16) y a
su vez lo iluminan y lo explican» (Dei Verbum, 16). Como ven, el Concilio nos ofrece una doctrina precisa
y clara, suficiente para nuestra catequesis. Ella nos permite dar un nuevo paso en la determinación del
significado de nuestra fe. ‘Creer de modo cristiano’ significa sacar, según el espíritu que hemos dicho,
la luz de la Divina Revelación también de los Libros de la Antigua Alianza.
•Nuevo Testamento (27 libros):
Catequesis de Juan Pablo II: n° 16. «El Nuevo Testamento» (22-V-1985):
1. El Nuevo Testamento tiene dimensiones menores que el Antiguo. Bajo el aspecto de la redacción
histórica, los libros que lo forman están escritos en un espacio de tiempo más breve que los de la
Antigua Alianza. Está compuesto por veintisiete libros, algunos muy breves. En primer lugar tenemos los
cuatro Evangelios: según Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Luego sigue el libro de los Hechos de los
Apóstoles, cuyo autor es también Lucas. El grupo mayor está constituido por las Cartas Apostólicas, de
las cuales las más numerosas son las Cartas de San Pablo: una a los Romanos, dos a los Corintios, una a
los Gálatas, una a los Efesios, una a los Filipenses, una a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, dos a
Timoteo, una a Tito y una a Filemón. El llamado ‘corpus paulinun’ termina con la Carta a los Hebreos,
escrita en el ámbito de influencia de Pablo. Siguen: la Carta de Santiago, dos Cartas de San Pedro, tres
Cartas de San Juan y la Carta de San Judas. El último libro del Nuevo Testamento es el Apocalipsis de San
Juan.
2. Con relación a estos libros se expresa así la Constitución Dei Verbum: «Todos saben que entre los
escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios, por ser el testimonio principal de la vida y
doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador. La Iglesia siempre y en todas partes ha mantenido
y mantiene que los cuatro Evangelios son de origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por
30
mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros de su generación lo escribieron por inspiración
del Espíritu Santo y nos lo entregaron como fundamento de la fe: el Evangelio cuádruple, según Mateo,
Marcos, Lucas y Juan» (Dei Verbum, 18).
3. La Constitución conciliar pone de relieve de modo especial la historicidad de los cuatro Evangelios.
Dice que la Iglesia «afirma su historicidad sin dudar», manteniendo con constancia que «los cuatro...
Evangelios... transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos, hasta el día de la Ascensión (cf. Hech 1,1-2)»
(Dei Verbum, 19). Si se trata del modo como nacieron los cuatro Evangelios, la Constitución conciliar los
vincula ante todo con la enseñanza apostólica, que comenzó con la venida del Espíritu Santo el día de
Pentecostés. Leemos así: «Los Apóstoles, después de la Ascensión del Señor, comunicaron a sus oyentes
esos dichos y hechos con la mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo e
iluminados por la enseñanza del Espíritu de la Verdad» (Dei Verbum, 19). Estos «acontecimientos
gloriosos» están constituidos principalmente por la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo.
Se comprende que, a la luz de la resurrección, los Apóstoles creyeron definitivamente en Cristo. La
resurrección proyectó una luz fundamental sobre su muerte en la cruz, y también sobre todo lo que
había hecho y proclamado antes de su pasión. Luego, el día de Pentecostés sucedió que los Apóstoles
fueron ‘iluminados por el Espíritu de verdad’.
4. De la enseñanza apostólica oral se pasó a la redacción de los Evangelios, respecto a lo cual se expresa
así la Constitución conciliar: «... los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo
datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas
Iglesias, conservando el estilo de la proclamación: así nos transmitieron siempre datos auténticos y
genuinos acerca de Jesús. Sacándolos de su memoria o del testimonio de los ‘que asistieron desde el
principio y fueron ministros de la palabra, lo escribieron para que conozcamos la verdad’ (cf. Lc 1,2-4) de
lo que nos enseñaban» (Dei Verbum, 19). Este conciso párrafo del Concilio refleja y sintetiza brevemente
toda la riqueza de las investigaciones y estudios que los escrituristas no han cesado de dedicar a la
cuestión del origen de los cuatro Evangelios. Para nuestra catequesis es suficiente este resumen.
5. En cuanto a los restantes libros del Nuevo Testamento, la Constitución conciliar Dei Verbum se
pronuncia del modo siguiente: «... Estos libros, según el sabio plan de Dios, confirman la realidad de
Cristo, van explicando su doctrina auténtica, proclaman la fuerza salvadora de la obra divina de Cristo,
cuentan los comienzos y la difusión maravillosa de la Iglesia, predicen su consumación gloriosa» (Dei
Verbum, 20). Se trata de una breve y sintética presentación de contenido de esos libros,
independientemente de cuestiones cronológicas, que ahora nos interesan menos. Sólo recordaremos
que los estudiosos fijan para su composición la segunda mitad del siglo I. Lo que más cuenta para
nosotros es la presencia del Señor Jesús y de su Espíritu en los autores del Nuevo Testamento, que son,
por lo mismo, medios a través de los cuales Dios nos introduce en la novedad revelada. «El Señor Jesús
asistió a sus Apóstoles, como lo había prometido (cf. Mt 28,20), y les envió el Espíritu Santo, que los
fuera introduciendo en la plenitud de la verdad (cf. Jn 16,13)» (Dei Verbum, 20). Los libros del Nuevo
Testamento nos introducen precisamente en el camino que lleva a la plenitud de la verdad de la divina
Revelación.
6. Y tenemos aquí otra conclusión para una concepción más completa de la fe. Creer de modo cristiano
significa aceptar la auto-revelación de Dios en Jesucristo, que constituye el contenido esencial del Nuevo
Testamento. Nos dice el Concilio: «‘Cuando llegó la plenitud de los tiempos’ (cf. Gál 4,4), ‘la Palabra se
hizo carne y habitó entre nosotros llena de gracia y de verdad’ (cf. Jn 1,14). Cristo estableció en la tierra
el reino de Dios, se manifestó a Si mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra
muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae todos hacia Sí (cf. Jn
12,32), pues es el único que posee palabras de vida eterna’ (cf. Jn 6,68)» (Dei Verbum, 17). «De esto dan
testimonio divino y perenne los escritos del Nuevo Testamento» (Dei Verbum, 17). Y por lo mismo
constituyen un particular apoyo para nuestra fe.
•La unidad del A.T. y del N.T.: cf. CEC 128-130; 140; Pontificia Comisión Bíblica: ‘La interpretación de la
Biblia en la Iglesia’, III.A.2).
31
-La unidad de los dos Testamentos se deriva de la unidad del plan de Dios y de su Revelación. El Antiguo
Testamento prepara el Nuevo mientras que éste da cumplimiento al Antiguo; los dos se esclarecen
mutuamente; los dos son verdadera Palabra de Dios.
-«Las relaciones intertextuales toman una extrema densidad en los escritos del Nuevo Testamento,
todos ellos tapizados de alusiones al Antiguo Testamento y de citas explícitas. Los autores del Nuevo
Testamento reconocen al Antiguo Testamento valor de revelación divina. Proclaman que la revelación
ha encontrado su cumplimiento en la vida, la enseñanza y sobre todo la muerte y resurrección de Jesús,
fuente de perdón y vida eterna. ‘Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras y fue sepultado;
resucitó al tercer día según las Escrituras y se apareció...’ (I Cor 15,3-5). Este es el núcleo central de la
predicación apostólica (I Cor 15,11). Como siempre, entre las Escrituras y los acontecimientos que las
llevan a cumplimiento, las relaciones no son de simple correspondencia material, sino de iluminación
recíproca y de progreso dialéctico: se constata a la vez, que las Escrituras revelan el sentido de los
acontecimientos y que los acontecimientos revelan el sentido de las Escrituras; es decir, que obligan a
renunciar a ciertos aspectos de la interpretación recibida, para adoptar una interpretación nueva. Desde
el tiempo de su actividad pública, Jesús había tomado una posición personal original, diferente de la
interpretación tradicional de su tiempo, la ‘de los escribas y fariseos’ (Mt 5,20). Numerosos son los
testimonios: las antítesis del Sermón de la montaña (Mt 5,21-48), la libertad soberana de Jesús en la
observancia del sábado (Mc 2,27-28 par), su modo de relativizar los preceptos de pureza ritual (Mc 7,123 par.), su exigencia radical, al contrario en otros campos (Mt. 10,2-12 par; 10,17-27 par) y sobre todo
su actitud de acogida hacia los ‘publicanos y pecadores’ (Mc 2,15-17 par). Esto no era un capricho
contestatario sino, al contrario, fidelidad profunda a la voluntad de Dios expresada en la Escritura (cf. Mt
5,17; 9,13; Mc 7,8-13 par; 10,5-9 par). La muerte y la resurrección de Jesús han llevado al extremo la
evolución comenzada, provocando, en algunos puntos, una ruptura completa, al mismo tiempo que una
apertura inesperada. La muerte del Mesías, ‘rey de los judíos’ (Mc 15,26 par.), ha provocado una
transformación de la interpretación histórica de los salmos reales y de los oráculos mesiánicos. Su
resurrección y su glorificación celestial como Hijo de Dios han dado a esos mismos textos una plenitud
de sentido, antes inconcebible. Expresiones que parecían hiperbólicas deben, a partir de ese momento,
ser tomadas literalmente. Ellas aparecen como preparadas por Dios para expresar la gloria de Cristo
Jesús, ya que Jesús es verdaderamente ‘Señor’ (Sal 110,1), en el sentido más fuerte del término (He
2,36; Flp 2,10-11; Heb 1,10-12). Él es el Hijo de Dios (Sal 2,7; Mc 14,62; Rom 1,3-4), Dios con Dios (Sal
45,7; Heb 1,8; Jn 1,1; 20,28). ‘Su reino no tendrá fin’ (Lc 1,32-33; cf. I Cr 17,11-14; Sal 45,7; Heb 1,8), y Él
es al mismo tiempo ‘sacerdote eterno’ (Sal 110,4; Heb 5,6-10; 7,23-24). A la luz del acontecimiento de la
Pascua, los autores del Nuevo Testamento han releído el Antiguo Testamento. El Espíritu Santo enviado
por el Cristo glorificado (cf. Jn 15,26; 16,7) les ha hecho descubrir el sentido espiritual. Han sido así
llevados a afirmar, más que nunca, el valor profético del Antiguo Testamento; pero, por otra parte, a
relativizar fuertemente su valor como institución salvífica. Este segundo punto de vista, que aparece ya
en los evangelios (cf. Mt 11,11-13 par; 12,41-42 par; Jn 4,12-14; 5,37; 6,32), se manifiesta con todo su
vigor en algunas cartas paulinas, así como en la carta a los Hebreos. Pablo y el autor de la carta a los
Hebreos demuestran que la Torah, como revelación, anuncia ella misma su propio fin como sistema
legislativo (cf. Gál 2,15; 5,1; Rom 3,20-21; 6,14; Heb 7,11-19; 10,8-9). Por ello, los paganos que se
adhieren a la fe en Cristo no deben ser sometidos a todos los preceptos de la legislación bíblica,
reducida ahora, como conjunto, a la institución legal de un pueblo particular. Pero ellos deben, sí,
nutrirse del Antiguo Testamento como palabra de Dios, que les permite descubrir mejor todas las
dimensiones del misterio pascual del cual viven (cf. Lc 24,25-27.44-45; Rom 1,1-2). Las relaciones entre
el Nuevo y el Antiguo Testamento en la Biblia cristiana no son, pues, simples. Cuando se trata de utilizar
textos particulares, los autores del Nuevo Testamento han recurrido naturalmente a los conocimientos y
procedimientos de interpretación de su época. Sería un anacronismo exigir de ellos que estuvieran
conformes a los métodos científicos modernos. El exégeta debe más bien adquirir el conocimiento de
los procedimientos antiguos, para poder interpretar correctamente el uso que se hace de ellos. Es
verdad, por otra parte, que no se puede otorgar un valor absoluto a lo que es conocimiento humano
limitado. Conviene finalmente añadir que en el Nuevo Testamento, como ya en el Antiguo Testamento,
se observa la yuxtaposición de perspectivas diferentes, a veces en tensión unas con otras; por ejemplo
32
sobre la situación de Jesús (Jn 8,29; 16,32 y Mc 15,34), o sobre el valor de la Ley mosaica (Mt 17-19 y
Rom 6, 4), o sobre la necesidad de las obras para la justificación (St 2,24 y Rom 3,28; Ef. 2,8-9). Una de
las características de la Biblia es precisamente la ausencia de un sistema, y por el contrario, la presencia
de tensiones dinámicas. La Biblia ha acogido varios modos de interpretar los mismos acontecimientos o
de pensar los mismos problemas. Ella invita así a rechazar el simplismo y la estrechez de espíritu».
5. La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia: cf. CEC 131-133; 141.
a) ‘Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo’ (San Jerónimo).
b) «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo» (DV
21): aquellas y éste alimentan y rigen toda la vida cristiana. ‘Para mis pies antorcha es tu palabra, luz
para mi sendero’ (Sal 119,105; Is 50,4).
c) Catequesis de Juan Pablo II: n° 19. «Creer de modo cristiano: la fe enraizada en la Palabra de Dios»
(19-VI-1985):
1. Reanudamos el tema sobre la fe. Según la doctrina contenida en la Constitución Dei Verbum, la fe
cristiana es la respuesta consciente y libre del hombre a la auto-revelación de Dios, que llegó a su
plenitud en Jesucristo. Mediante lo que San Pablo llama ‘la obediencia de la fe’ (cf. Rom 16,26; 1,5; II Cor
10,5-6), todo el hombre se abandona a Dios, aceptando como verdad lo que se contiene en la palabra
divina de la Revelación. La fe es obra de la gracia que actúa en la inteligencia y en la voluntad del
hombre, y, a la vez, es un acto consciente y libre del sujeto humano. La fe, don de Dios al hombre, es
también una virtud teologal y simultáneamente una disposición estable del espíritu, es decir, un hábito
o actitud interior duradera. Por esto exige que el hombre creyente la cultive siempre, cooperando activa
y conscientemente con la gracia que Dios le ofrece.
2. Puesto que la fe encuentra su fuente en la Revelación divina, un aspecto esencial de la colaboración
con la gracia de la fe se da por el constante y, en cuanto sea posible, sistemático contacto con la
Sagrada Escritura, en la que se nos ha transmitido la verdad revelada por Dios en su forma más genuina.
Esto halla expresión múltiple en la vida de la Iglesia, como leemos también en la Constitución Dei
Verbum. «Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con
la Sagrada Escritura. En los libros sagrados hay puestos tanta eficacia y poder, que constituyen sustento
y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida
espiritual. Por eso se aplica a la Escritura de modo especial aquellas palabras: la palabra de Dios es viva y
enérgica (Heb 4,12), «puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados’ (Hech 20,32; cfr. 1 Tes
2,13)» (Dei Verbum, 21).
3. He aquí por qué la Constitución Dei Verbum, refiriéndose a la enseñanza de los Padres de la Iglesia, no
duda en poner juntas las ‘dos mesas’, es decir, la mesa de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor, y
hace notar que la Iglesia no cesa «sobre todo en la sagrada liturgia de tomar el pan de la vida» de ambas
mesas, «y de repartirlo a sus fieles» (cf. Dei Verbum, 21). Efectivamente la Iglesia siempre ha
considerado y continúa considerando la Sagrada Escritura, juntamente con la Sagrada Tradición, «como
suprema norma de su fe» (ibíd.), y como tal la ofrece a los fieles para su vida cotidiana.
4. De aquí se derivan algunas orientaciones prácticas que tienen gran importancia para la consolidación
de la fe en la palabra del Dios vivo. Se aplican de modo particular a los obispos, «depositarios de la
doctrina apostólica» (San Ireneo, Ad. Haer. IV,32,1), que ‘han sido constituidos por el Espíritu Santo para
apacentar la Iglesia de Dios’ (cf. Hech 20,28); pero respectivamente también a todos los sectores del
Pueblo de Dios: los presbíteros, especialmente los párrocos, los diáconos, los religiosos, los laicos, las
familias. Ante todo «los fieles han de tener fácil acceso la Sagrada Escritura» (Dei verbum, 22). Aquí
surge la cuestión de las traducciones de los libros sagrados. «La Iglesia desde el principio hizo suya la
traducción del Antiguo Testamento llamada de los Setenta; y siempre ha honrado las demás
traducciones orientales y latinas» (ibíd.). La Iglesia procura también incesantemente que «se hagan
traducciones exactas y adaptadas en diversas lenguas, sobre todo partiera de los textos originales»
33
(ibíd.). La Iglesia no es contraria a la iniciativa de traducciones «en colaboración con los hermanos
separados» (Dei Verbum, 22): las llamadas traducciones ecuménicas. Estas con el oportuno permiso de
la Iglesia, pueden usarlas también los católicos.
5. La tarea sucesiva se conexiona con la correcta comprensión de la palabra de la divina Revelación: el
‘intellectus fidei’, que culmina en la teología. Con esta finalidad recomienda el Concilio «el estudio de los
Padres de la Iglesia, orientales y occidentales, y el estudio de la liturgia» (Dei Verbum, 23), y atribuye
gran importancia al trabajo de los exégetas y de los teólogos, siempre en íntima relación con la Sagrada
Escritura: «La sagrada teología se apoya, como en cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura, unida a
la Sagrada Tradición; así se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad
escondida en el misterio de Cristo... Por eso, la Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum,
24). El Concilio dirige una llamada a los exégetas y a todos los teólogos, para que ofrezcan «al Pueblo de
Dios el alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el
corazón de los hombres en amor a Dios» (Dei Verbum, 23). Conforme con lo que se ha dicho antes sobre
las reglas de la transmisión de la Revelación, los exegetas y los teólogos deben ejercer su tarea «bajo la
vigilancia del Magisterio» (ibíd.) y, al mismo tiempo, con la aplicación de los medios oportunos y
métodos científicos (cf. Dei Verbum, 23).
6. Luego se abre el amplio y múltiple ministerio de la Palabra en la Iglesia: «La predicación pastoral la
catequesis, toda la instrucción cristiana» (especialmente la homilética litúrgica)... Todo este ministerio
«se nutre con la palabra de la Escritura» (cf. Dei Verbum, 24). Por esto, a todos los que ejercen el
servicio de la Palabra se les recomienda que «comuniquen a los fieles... las sobreabundantes riquezas de
la Palabra divina» (Dei Verbum, 25). Con este fin, es indispensable la lectura, el estudio y la meditaciónoración, a fin de que no sea un «predicador vacío de la Palabra de Dios, quien no la escucha dentro de
sí» (San Agustín, Serm. 179,1; PL 38, 966).
7. El Concilio dirige esta exhortación a todos los fieles, haciendo referencia a las palabras de San
Jerónimo: «pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo, Comm. in Is., pról.: PL
24-27). El Concilio recomienda, pues, a todos no sólo la lectura, sino también la oración, que debe
acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura: «...por la lectura y estudio de los libros sagrados... el
tesoro de la Revelación, encomendado a la Iglesia, vaya llenando el corazón de los hombres» (Dei
Verbum, 26). Este «llenar el corazón» es simultáneo a la consolidación de nuestro ‘credo’ cristiano en
la Palabra del Dios viviente.
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