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HOMILÍA EN LA CLAUSURA DEL AÑO DE LA FE
Santa Iglesia Catedral (23 de noviembre de 2013)
Queridos: Sr. Deán y cabildo Catedral; Sr. Vicario General, Secretario Canciller, Vicarios
episcopales, sacerdotes concelebrantes; religiosos, religiosas; seminaristas, representantes de
instituciones diocesanas; hermanos/as todos en el Señor:
El año de la fe
En este día en que concluimos el año litúrgico celebrando la solemnidad de Cristo Rey del
Universo, hemos venido a la Catedral para clausurar el año de la fe, que inauguró el entonces Papa
Benedicto XVI.
Al proclamar el Año de la Fe, el Papa emérito, nos decía que dicho año tenía como gran
objetivo, renovar la fe en cada uno de nosotros y en la Iglesia entera. Los motivos que le llevaron a
proclamarlo fueron, sobre todo, los siguientes: la escasa práctica de fe en muchos católicos; la
fuerte descristianización que ocurre en muchos países del occidente, principalmente en Europa; y el
conocimiento insuficiente y confuso que muchos católicos tienen de su propia fe. A su vez, para
renovar la fe propuso como camino la profundización y el conocimiento en la palabra de Dios en la
Biblia, de la Doctrina de la Iglesia Católica en el Catecismo y del Magisterio del Concilio Vaticano
II.
Es eso lo que hemos intentado hacer durante este tiempo donde las diferentes Delegaciones
habéis trabajado de forma incansable para poder vivir con fuerza este año de la fe. Aprovecho para
felicitaros a todos por vuestro trabajo y, al mismo tiempo, os animo a que esta clausura no
signifique un final del camino, sino más bien la necesidad de seguir avanzando para que cada uno
de nosotros podamos seguir día a día renovando nuestra fe. Por tanto, en esta clausura tenemos que
volver a preguntarnos ¿qué es la fe? Y para ello nada mejor que centrar nuestra mirada en el diálogo
de fe que hemos escuchado en el Evangelio entre Jesús y el buen ladrón.
¿Qué es la fe?
En el encuentro de San Dimas con el Rey del Universo subido en el trono de la Cruz,
descubrimos que el primer paso de la fe es un encuentro personal y fuerte con Jesucristo. Encuentro
en el que está implicado todo el ser y toda la vida. La fe conlleva, por tanto, ponernos frente a frente
a Jesucristo y experimentar que nos acoge con inmenso amor y atención.
En este encuentro, si tenemos el corazón abierto, lo escuchamos, nos ilumina con su palabra
y su persona y nos sentimos profundamente atraídos, encantados y envueltos por Él. Entonces,
como ocurrió en el Calvario, nace en nosotros la fe, que es adhesión personal a Jesús, es entregarse,
fiarse incondicionalmente de Él y dejarle que conduzca nuestra vida por donde quiera,
convirtiéndonos así en sus discípulos. A partir de entonces nuestra fe nos llevará, con la fuerza del
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Espíritu Santo, a acoger toda su doctrina y orientación moral, así como a integrarnos en la
comunidad de la Iglesia a través de los sacramentos. Ese es el origen y el recorrido de la fe.
Es esa fe la que vemos en el buen ladrón que abrazado por el perdón y el amor de Cristo
asume toda su vida y puede vivir el sufrimiento en paz y lleno de esperanza. Ha encontrado el
sentido de su ser, incluso las páginas equivocadas del libro de su vida se convierten en bien, como
San Agustín, también el buen ladrón puede decir “¡Oh feliz culpa que mereció tan grande
redentor!”. Es esa la fe de los mártires de nuestra Iglesia española y diocesana, que fueron
beatificados recientemente en Tarragona. Es esa la renovación de la fe que cada día tenemos que
pedir al Señor, buscando el diálogo con Él a través de su Palabra, de los sacramentos y
especialmente buscando espacios de intimidad con Jesús presente en medio de nosotros en el pan
eucarístico.
La luz de la fe
Pero en este año de la fe también hemos vivido un acontecimiento que marca el presente y el
futuro de la Iglesia. La elección del papa Francisco que no sólo ha asumido íntegramente el
programa de su predecesor, sino que lo ha enriquecido haciendo suya y ampliando la encíclica
Lumen Fidei. Ahora el texto nos llega enriquecido con el estilo y el acento pastoral del Papa
Francisco, y nos sirve «como programa sobre cómo continuar viviendo esta experiencia», del Año
de la fe, «que ha visto a toda la Iglesia comprometida en tantas manifestaciones significativas.
De la gran aportación de Lumen fidei podemos sacar dos datos importantes para continuar el
programa del año de la fe: vivir la luz de la fe y estar dispuesto a ser luz.
Vivir la luz de la fe
Siguiendo Lumen Fidei vivir la luz de la fe es descubrir en toda su grandeza el sentido
cristiano de creer, a menudo desdibujado incluso en muchos católicos, que lo son quizá más por
tradición o inercia que por verdadera conversión. Es tener siempre presente el carácter luminoso
propio de la fe», su «capacidad de iluminar toda la existencia del hombre»; guiar su existencia
terrena, a partir del encuentro con Jesucristo, que «no es sólo Aquel en quien creemos», sino
también la Persona «con quien creemos», porque, en definitiva, la fe consiste en «ser habitado por
Otro», en permitir que Cristo ensanche nuestra vida, y en empezar a ver la realidad con «los ojos
de Jesús, sus sentimientos, su condición filial...».
Vivir el don de la fe es poder con Pablo dar gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces
de compartir la herencia del Pueblo Santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y
nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el
perdón de los pecados. Es esa luz que se nos ha revelado en la cruz e hizo clamar al buen ladrón:
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Es saber que a través de la sucesión apostólica llega a nosotros el rostro de Cristo
permitiéndonos la posibilidad de beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la Vida y el
Amor con mayúscula. Es saber que es en su Iglesia donde se nos abre la puerta a participar de los
sacramentos a través de los cuales el mismo Cristo transforma radicalmente nuestra realidad
personal haciéndonos hijos adoptivos de Dios.
En definitiva, como nos dice el Papa Francisco, vivir la luz de la fe es saber que un cristiano
triste es un triste cristiano. El cristiano debe vivir alegremente su fe, su condición de hijo de Dios,
pues “Cristo no es sólo Aquel en quien creemos, sino Aquel con quien nos unimos para poder
creer. La fe no sólo mira a Jesús sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es
una participación en su modo de ver (n. 18).
Estar dispuesto a ser luz
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El otro dato importante a tener en cuenta es, como nos dice Lumen Fidei, saber que “la luz
humana no se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al
alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo
que refleja su esplendor».
Debemos, por tanto, iluminar el mundo con esa luz de la fe. Hoy, como a lo largo de los
últimos dos mil años, la Iglesia ha de evangelizar, ha de mostrar a cada hombre que Dios lo ama;
debe y tiene que hacer creíble la preocupación que Dios tiene por cada persona humana; hacer sentir
a cada uno ese amor que fundamenta y da sentido a la vida.
Y todo ello porque, como nos recordaba Pablo VI, la evangelización es el mayor acto de
amor a la humanidad. Así es; cuando un hombre ha descubierto el amor de Dios, cuando Cristo se
ha manifestado como el tesoro escondido, sería una injusticia, pero sobre todo una falta de amor no
comunicarlo a los demás. Si amamos al mundo hemos de hablarle de Cristo, hemos de facilitar a
nuestros hermanos los caminos que conducen al encuentro con Dios.
Para poder ser testigos del amor de Dios hoy es necesaria, como nos recuerda el Papa
Francisco desde el inicio de su pontificado, una Iglesia pobre y para los pobres. Una iglesia
misericordiosa, que va hacia las periferias a llevar amor, solidaridad, cercanía, encuentro, diálogo y
cariño, a los que más sufren y a los abandonados. Una Iglesia que no se limite a acoger y ponerse al
servicio de los que vienen a Ella, sino que, se levante, que salga en búsqueda de los que se hallen
lejos y excluidos. Por lo tanto, una Iglesia que derriba los muros, que facilita el acercamiento de los
más abandonados a Ella y que siga los pasos de Jesús, que vino a llamar a los pecadores, que tomó
su alimento con ellos, que se hizo compañero de camino y los recondujo a Dios, que es Padre
Misericordioso.
En definitiva hermanos el Año de la Fe, debe llevarnos también a participar de la
transmisión de la fe a los demás, o sea, debe llevarnos a ser evangelizadores dentro de nuestras
condiciones y estado de vida. El verdadero discípulo siente en sí la pasión de anunciar a los otros lo
que él mismo ha podido experimentar en su encuentro con Jesucristo. De hecho la Iglesia siente
hoy, la urgencia de una nueva evangelización con ardor misionero, con nuevos métodos y nuevas
expresiones.
Los últimos Papas y también el Papa Francisco insisten en esa urgencia, sin embargo, no
bastan reflexiones, documentos ni asambleas, hace falta decidirse a comenzar, salirse del punto
muerto, dejarse convocar por el Espíritu Santo, con la certeza que Jesucristo nos acompañará en la
misión.
El Beato Juan Pablo II en el comienzo del milenio sacudió la Iglesia con el mismo reto que
había lanzado Jesús a Pedro, y la invitó a remar mar adentro. Al igual que Pedro también hoy
nosotros tenemos que aceptar el desafío de remar sabiendo que Jesús nos acompaña en la misión y
poder experimentar, como Pedro, que si confiamos en Él el resultado será grande, pero es necesario
tener fe.
Pues ánimo hermanos, pidamos en esta tarde a nuestra Madre y Patrona la Inmaculada Concepción
que nos ayude a escuchar a su Hijo y unidos a Ella en la barca de la Iglesia que camina en Asidonia
Jerez podamos remar con alegría mar adentro.
+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez
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