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HOPENHAYN: TRABAJO PARA EL HOMBRE
Al descomponerse el trabajo en un sinnúmero de operaciones de precisión que
deben ser controladas, ante la invención de las máquinas cuya posesión exige
grandes capitales y cuyo funcionamiento requiere la presencia en un mismo lugar de
los obreros que trabajan en un mismo proceso productivo, se crea la fábrica
capitalisma moderna.
El capital ahora concentra a sus trabajadores en un mismo lugar donde controla la
fabricación, la calidad del producto, el uso de la maquinaria, el aprovechamiento de
los insumos y el máximo rendimiento de la mano de obra.
Al dominar el nuevo sistema productivo la empresa capitalista altera radicalmente
las relaciones de trabajo, el concepto de trabajo y la situación social del trabajo.
El obrero tenía entonces libertad de contratación, pero también se veía forzado
por la complejidad creciente de la producción a vender su trabajo en el mercado
para ganarse la vida. Este gradual proceso de subordinación del trabajo a los
designios del capital se consolida en el curso del siglo pasado con el afianzamiento
de la técnica de producción de maquinarias mediante maquinarias. Esta fase de
automatización en la revolución industrial perseguía, además de la reducción de los
costos, separar a los trabajadores del proceso de producción.
La disolución del orden artesanal es también la disolución del horizonte de
referencia con que el trabajador urbano podría sentir su existencia como algo
pleno de sentido. El trabajo fabril, sujeto a contrato, sustrae al asalariado todo
control sobre el proceso que la comprime y toda posesión de las herramientas de
trabajo; arroja al trabajador a un mundo anónimo, en el que trabaja para
incrementar las utilidades de personas que ni siquiera conoce.
El sindicato promueve la identidad personal que el trabajo fabril tiende a
aniquilar.
El trabajo parece, pues, perder el contenido espiritual que la había dado la
antigua organización económica y se somete a criterios cuantitativos de la
acumulación privada.
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Es una valoración puramente instrumental del trabajo. Cree en el ilimitado poder
del hombre sobre la naturaleza. El trabajo que aporta a la acumulación de riqueza y
al control de la energía que provee la naturaleza se suma al carro sin freno del
progreso.
Todo trabajo, sin distinción cualitativa, es bueno en tanto fuente de riqueza y
progreso.
El concepto de trabajo adecuado a la sociedad capitalista promueve por un lado una
exaltación del progreso, y por otro una visión cosifante del trabajo. Es una noción
ambivalente del trabajo a la vez endiosado y cosificado.
Solo esta combinación de mistificación y reificación del trabajo humano, su
reducción a mero capital humano y su elevación a generador del progreso, la
riqueza y la historia, forjaban un concepto ambivalente y operativo del trabajo e la
cuna del capitalismo industrial.
Pareciera que tras este conjunto de transformaciones y de ambivalencias resalta
una ambivalencia fundamental en torno al trabajo, a saber: que éste contiene,
simultaneamente, un enorme potencial de señorío y un enorme potencial de
servidumbre.
El trabajo moderno se encuentra exaltado en la teoría y degradado en la práctica;
dignificado por la moral, cosificado por la economía política; máximo socializador,
máximo atomizador.
Tal vez sea precisamente esta tensión la que hace del trabajo un fenómeno
inconfundiblemente humano: campo fértil para que el sujeto promueva su
autodesarrollo, transforme su entorno, despliegue y construya su identidad, se
integre con sus semajante sy potencia sus capacidades, pero también es
fuente de esclavización, de disolución de identidad, de privación y de libertad,
de conflicto social, de atrofia de capacidades y de embotamiento.
Sin duda las condiciones materiales y sociales en que el trabajo se ejecuta pueden
contribuir a minimizar la negatividad del trabajo y maximizar su potencia creativa
y solidaria. Pero eso no debiera movernos a confiar en el día redentor en que el
trabajo y felicidad sean una sola cosa.
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Lo humano del trabajo reside, entre otras cosas, en esta tensión y contradicción,
en esta elasticidad que lo lleva a ser el mejor y el peor amigo del hombre
FERRER: LA HISTORIA DE LA GLOBALIZACIÓN
La expansion del comercio, las operaciones transnacionales de las empresas, la
integración de las plazas financieras en un megamercado de alcance planetario y el
espectacular desarrollo de la información; han estrechado los vínculos entre los
países.
La globalización coexiste, pues, con el peso decisivo de la cultura, los mercados y
los recursos propios. La articulaci{on de esta dimensión endógena de la realidad con
su contexto externo determina el desarrollo o el atraso de los países.
En el siglo XV por primera vez en la historia se verificaron simultáneamente dos
condiciones: el aumento de la productividad del trabajo y un orden mundial global.
En ausencia de una o ambas de estas condiciones no se plantea el dilema del
desarrollo en un mundo global.
En la antigüedad y en la alta edad media la actividad económica se destinaba a la
subsistencia de la fuerza de trabajo y al sostenimiento de las clases dominantes. El
impacto de los vínculos con el mundo externo sobre el desarrollo económico era
insignificante.
Durante la baja edad media europea, entre los siglos XI y XV, el desarrollo del
capitalismo comercial, el incipiente progreso técnico y las transformaciones
sociales permitieron un lento pero persistente crecimiento de la productividad. En
estas nuevas condiciones las relaciones externas de los países comenzaron a
ejercer mayor influencia sobre la producci{on, la distribución de la riqueza y la
acumulación de capital.
El incipiente desarrollo económico de Europa planteó, por primera vez, una de las
dos condiciones fundacionales del dilema dimensión endógena/contexto externo.
El sistema internacional global recién se constituye a partir de la última década del
siglo XV con el descubrimiento de América y la llegada de los portugueses a
Oriente.
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La presencia de los europeos en Africa, Asia y el Nuevo mundo integró, por primera
vez, un mercado de dimensión planetaria.
En el siglo XVI convergieron: el aumento persistente de la productividad y la
existencia de un sistema internacional globalizado. Recien entonces se plantea, a
escala planetaria, el dilema fundamental de las interacciones entre el ámbito
interno y el contexto mundial como determinante del desarrollo y el subdesarrollo
de los países y del reparto del poder.
El poder tangible de un país está constituido por el tamaño de su población y sus
recursos naturales. La respuesta al contrapunto entre el ámbito interno y el
contexto externo condiciona la gestación de los factores intangibles asentados en
la tecnología y la acumulación del capital.
El tráfico de armamentos, la difusión de armas de destrucción masiva, el
narcotráfico, las migraciones internacionales, el crecimiento demográfico, la
destrucción de la naturaleza y de recursos no renovables, los fundamentalismos de
diverso signo y la violencia están íntimamente asociados a la globalización de
aquellas cuestiones cruciales del orden contemporaneo. Actualmente, ellas forman
parte esencial del viejo dilema desarrollo-subdes.
Las transformaciones que dieron lugar a la construcción de la hegemonía de Europa
en el transcurso del Primer Orden Económico Mundial abarcaron todo el continente
y todos los planos de la realidad.
A lo largo de tres siglos las disputas dinásticas, el cisma religioso, la centralización
del poder y la participación, la revolución del conocimiento científico y de las ideas
sobre el hombre y la sociedad modificaron racicalmente la realidad de Europa y
conformaron el emergente sistema internacional.
Nada semejante ocurría en el resto del mundo. De este modo, se comenzó a abrir
la brecha entre el desarrollo y el subdesarrollo, y a sentar las bases del reparto
del poder en el emergente orden mundial.
La formación del P.O.E.M. se decidió en el escenario europeo. Las transformaciones
en las sociedades europeos y el reparto del poder dentro del continente decidieron
el curso de los acontecimientos.
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Desde principios del siglo XVI la historia de Europa comenzó a ser historia
mundial.
En el transcurso de los tres siglos del P.O.E.M. todas las civilizaciones quedaron
vinculadas a un sistema mundial organizado en torno de los objetivos de las
potencias atlánticas.
Las respuestas de aquellas frente a la presencia europea fueron distintas y
dependieron de sus propias circunstancias internas.
Así observamos distintas formas de responder al dilema del desarrollo en un
mundo global
1. Oriente y Africa
En Oriente se trataba de civilizaciones tanto o más desarrolladas que las europeas.
Pero, fueron incapaces de incorporar las fuerzas dinámicas que estaban
transformando a parte de Europa o impulsos alternativos que repercutieran,
también, en el desarrollo económico y la transformación social y política. No
pudieron responder con eficacia al dilema del desarrollo en un mundo global y de
alli resultó su subordinación a las potencias imperiales.
En Africa la presencia europea introdujo el fenómeno del tráfico de esclavos. Pero,
quedaron intactos los comportamientos tradicionales de las sociedades africanas
2. Nuevo Mundo
Conformado por Iberoamérica y el Caribe, en donde los europeos crearon nuevas
civilizaciones sometidas a la dominación colonial e incapaces de dar respuestas
eficaces y autocentradas a los dilemas del desarrollo en un mundo global
3. Estados Unidos
Eran las colonias británicas continentales en América del Norte. Desembocaron en
la formación del único sistema, dentro de la expansión europea de ultramar en el
P.O.E.M., en el cual se movilizan los factores endógenos del desarrollo y la
generación del poder intangible.
Los dos primeros modelos configuraron la posición periférica y subordinada
respecto del polo hegemónico y fundaron el mundo subdesarrollado. El tercer
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modelo culmina con la aparición de una nación independiente. En ella se logran
combinar el poder tangible con el factor intangible.
Japón no encaja en estos modelos. Tempranamente consolidó elementos de
desarrollo de un alto grado de autonomía en su insersión en el orden mundial.
Además, su presencia en el escenario mundial comienza a ser importante recién a
mediados del siglo XIX
En resumen, durante el transcurso de los tres siglos del P.O.E.M. emergió por
rpiera vez el dilema del desarrollo en un sistema global. Parte de Europa y las
colonias de América del Norte lograron incorporar la inserción en el mercado
mundial como un agente de su propia transformación e integración interna.
Europa se convirtió así en el polo articulador del emergente orden mundial y logró
dominar el Nuevo Mundo, un conjunto de islas del archipiélago malayo y la India.
La presencia europea en el resto del mundo se limitó a una interferencia más o
menos profunda en los asuntos internos de los países pero sin modificar sus
sociedades.
Bien sea por la subordinación al dominio colonial o la ausencia de factores
endógenos de transformación, el resto del mundo no logró resolver con éxito del
dilema del desarrollo global
Cuando convergieron los factores tangibles del poder con los intangibles surgieron
las grandes potencias hegemónicas.
Desde el siglo XVIII la incorporación masiva del cambio técnico al proceso
productivo produjo cambios sobre la acumulación del capital, la estructura
productiva, la estratificación, la organización del mercado mundial y el reparto del
poder. Esa es la trama del S.O.E.M.
TOURRAINE: ¿PODREMOS VIVIR JUNTOS?
Las informaciones, como los capitales y las mercancías, atraviesan las frontersa.
La respuesta a la pregunta es: ya vivimos juntos. Pero, lo característico de los
elementos globalizados es que están separados de una organización social
particular. Están presentes en todas partes, es decir, no están en ninguna, no se
vinculan a ninguna sociedad ni a ninguna cultura en particular.
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Esta indiferencia de los signos de la modernidad al lento trabajo de socialización
que cumplen las familias y las escuelas se transforma en una desocialización de la
cultura de masas.
Nuestra cultura ya no gobierna nuestra organización social.
Vemos deshacerse ante nuestros ojos los conjuntos a la vez políticos y
territoriales, sociales y culturales que llamabamos sociedades
De las ruinas de las sociedades modernas y sus instituciones salen por un lado
reder globales de producción, consumo y comunicación, y por el otro crece un
retorno a la comunidad.
Solo vivimos juntos al perder nuestra identidad. A la inversa, el retorno de las
comunidades tras consigo el llamado a la homogeneidad.
Lo que hay que percibir no es una mutación acelerada de las conductas sino la
fragmentación creciente de la experiencia de individuos que pertenecen
simultáneamente a varios continentes y varios siglos. El yo ha perdido su unidad, se
ha vuelto múltiple.
La desocialización de la cultura de masas nos sumerge en la globalización pero
también nos impulsa a defender nuestra identidad apoyándonos sobre grupos
primarios.
Nuestros sabios equilibrios entre la ley y la costumbre, la razón y la creencia, se
derrumban como los estados nacionales, por un lado invadidos por la cultura de
masas y por el otro fragmentados por el retorno de las comunidades.
Gobernar un país consiste hoy, ante todo, en hacer que su organización económica y
social sea compatible con las exigencias del sistema económico internacional, en
tanto las normas sociales se debilitan y las instituciones se vuelven cada vez más
modestas, lo que libera un espacio creciente para la vida privada y las
organizaciones voluntarias.
Vivimos juntos, pero a la vez fusionados y separados.
Touraine
Introducción y conclusión
Plantea que los seres humanos ya vivimos juntos en una sociedad globalizada, que invade
en todas partes la vida privada y publica de la mayoría de las personas. Pero eso no quiere decir
que pertenezcamos a la misma sociedad o a la misma cultura, pues lo característico de los
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elementos globalizados (bienes de consumo, medios de comunicación, tecnología o flujos
financieros) es que está separados de una orga social particular, no se vinculan con ninguna
sociedad aunque estén n todas artes. Esto que el autor llama desocialización de la cultura de
masas hace que vivamos juntos pero sólo en la medida que compartimos gestos y objetos, sin
ser capaces de comunicarnos entre nosotros más allá de intercambiar signos de la modernidad.
Nuestra cultura ya no gobierna la orga social, y ésta ya no gobierna la actividad técnica y
económica. Cultura y economía, o bien mundo simbólico y mundo instrumental se separan.
Se separan por un lado el universo objetivado de los signos de la globalización, y por el
otro los conjuntos de valores y expresiones culturales que ya no constituyen sociedades en la
medida en que quedan privados de su actividad instrumental, que está globalizada, y que se
cierran sobre sí mismos dando prioridad a la tradición por sobre las innovaciones. De las ruinas
de estas sociedades modernas salen, entonces, por un lado redes de producción, consumo y
comunicación globales, y por el otro un retorno a la comunidad: agrupamientos fundados en una
pertenencia común, sectas, nacionalismos. Así, solamente vivimos juntos al perder nuestra
identidad; pero la inversa el retorno de las comunidades trae consigo el llamado a la
homogeneidad y la pureza, y se combate al diferente.
Así, el mundo se divide en dos continentes alejados: el de las comunidades que se
defienden contra la penetración de lo externo y aquel cuya globalización tiene un débil influjo
sobre las conductas personales y colectivas.
Esta ruptura entre mundo instrumental y simbólico, entre técnica y valores, atraviesa toda
nuestra experiencia, desde la vida individual hasta la situación mundial. Somos de todas partes y
de ninguna, la experiencia se fragmenta, el yo se fragmenta para volverse múltiple. Se han roto
los vínculos -que se daban a través de las instituciones- que la sociedad establecía entre nuestra
memoria y nuestra participación en la sociedad de producción. Nos quedamos con la gestión, no
mediada por nada, de dos ordenes separados de experiencia. Y eso hace pesar sobre cada uno
una dificultad para definir la personalidad, que deja e ser un conjunto coherente de roles
sociales.
La política se desintegra del mismo modo que el yo individual. En tanto las instituciones
se debilitan, gobernar un país ha llegado a ser un cómo hacer que su orga económica y social
sea compatible con el orden mundial. Vivimos juntos, pero a la vez separados: ciudadanos del
mundo sin derechos ni deberes, y por otra parte defensores de un espacio privado que invade el
espacio publico sumergido en la cultura mundial. De ese modo, ya no se puede definir a
individuos y grupos por sus relaciones sociales.
La experiencia de esta disociación entre mundo objetivado y espacio de la subjetividad
plantea la pregunta de cómo vivir juntos y a la vez comunicarnos, cómo combinar nuestras
diferencias con la unidad de una vida colectiva. Ante estos planteos, Touraine sugiere que no
hay que revivir los modelos sociales pasados, porque conducen a la exclusión del diferente y a
la posible reedición de modelos totalitarios. También, señala que hay que rechazar la idea
posmoderna de vivir esa ruptura como liberadora al no estar ya definidos por nuestra situación
social, y ello porque si la decadencia de lo político se acepta sin reservas, sólo el mercado
regulará la vida colectiva, y además porque ese elogio del vacío impide la comunicación con
otras culturas. Para superar a oposición entre quienes quieren la unidad a ultranza y quienes sólo
quieren la diversidad, se construyó también una respuesta “inglesa”, la democracia
procedimental, la buena convivencia con el otro diferente. También el autor s opone a esto,
porque sostiene que si bien se reconoce la presencia del diferente no permite la comunicación
con él, la interacción.
Lo que el autor propone es no mirar hacia el pasado sino dar cuenta de la confusión de la
realidad actual; reconocer que las respuestas pasadas son ya inaplicables y caducas, ya que no
existe ya un orden estable, político o económico, sino cambios torrenciales e innovaciones. Una
respuesta nueva y eficaz a la disociación de economía y cultura debe introducir un nuevo
principio de combinación entre los dos universos que se separan: se trata de encontrar un punto
fijo en este mundo en movimiento en el que la experiencia está fragmentada y donde el lugar de
las instituciones fue reemplazado por estrategias técnicas, económicas y mediáticas. Encontrar
un punto de anclaje en una sociedad gobernada por la incertidumbre, una fuerza de
reintegración d la economía y la cultura, de combinación de la razón instrumental con las
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identidades culturales, del universo tecnológico y mercantil con la diversidad de culturas y
personalidades. Y va a decir que el único lugar de combinación posible es el proyecto de vida
personal, para que la existencia no sea una experiencia caleidoscópica y fragmentada y para
movilizar la personalidad y la cultura en actividades técnicas y económicas, en vez de responder
a tontas y a locas estímulos del entorno. Se trata de transformar las experiencias vividas en
construcción de sí mismo como actor social. Ese esfuerzo por ser un actor es lo que Touraine
llama sujeto, que no tiene otro contenido que la producción de sí mismo, que su deseo de
resistirse al desmembramiento en un mundo sin orden ni equilibrio.
El sujeto así entendido es una afirmación de libertad contra el poder de los estrategas y los
aparatos, doble combate contra las ideologías que quieren adaptarlo al orden del mundo o al de
la comunidad. La apelación al sujeto s la respuesta del autor a la disociación entre economía y
cultura, a la vez que la única fuente posible de los movimientos sociales que se oponen a las
viejas recetas totalitarias y a los dueños del cambio económico. El sujeto es afirmación de
libertad personal, y al mismo tiempo movimiento social.
Y la transformación del individuo en sujeto sólo es posible mediante el reconocimiento
del otro como sujeto que trabaja en el mismo sentido de combinar los dos órdenes que se han
separado. Esto define una sociedad multicultural, alejada de la fragmentación de la vida social n
comunidades tanto como de una sociedad de masas unificada.
Pero la reconstrucción de la vida personal y colectiva así planteada, supone que el sujeto
personal, como la comunicación de los sujetos entre sí, necesita de protecciones institucionales.
Lo que lo lleva a reemplazar la idea antigua de democracia por una nueva de instituciones al
servicio de la libertad del sujeto y de la comunicación entre sujetos.
Podremos vivir juntos si aceptamos que la elección no es entre adaptarse pasivamente al
desorden presente y retornar al orden pasado. Se trata más bien de construir nuevas formas de
vida colectiva y personal. Manejar las mutaciones en curso y determinar las opciones posibles.
Ser capaces de comprender el mundo en el que ya hemos ingresado.
El espacio social y político se ha vaciado, dominado por un lado por las realidades
técnicas y económicas dl mundo globalizado y por otro, por la presión de los nacionalismos o
los integrismos religiosos. El camino está en encontrar aquello que resiste tanto a la
omnipotencia de los mercados como a las políticas comunitaristas autoritarias, y que pueda
generar una reconstrucción impidiendo que la disociación de los dos ordenes (instrumental y
simbólico) se vuelva irreversible. Es indispensable, porque la disociación implica que la
economía quede reducida a los flujos y estrategias financieras, y la cultura degradada en poderes
autoritarios. Y lo único capaz de unir los dos ordenes separados es el sujeto personal, lugar
desde el cual la lucha en esos dos frentes es posible y además complementaria. En efecto, el
evolucionismo optimista de los defensores del progreso aplasta los movimientos sociales en
nombre de un mundo racionalizado, y el comunitarismo apela a la homogeneidad cultural de la
sociedad y no reconoce a las personas más que como portadoras de una pertenencia colectiva.
Ambos responden a la lógica delos sistemas, y a esta lógica se opone el sujeto personal y su
libertad.
Se trata de una confianza depositada en el deseo de los individuos de ser actores de sus
propias vidas, de ser sujetos. La libertad del sujeto es lo que le permite luchar en dos frentes,
para combinar identidad cultural y participación en sistemas de acción instrumental, volviendo
a juntar os dos continentes hoy escindidos. Se trata de que el individuo pueda combinar en su
vida personal las fuerzas que parecen enfrentarse en l plano mundial; pero eso no quiere decir
volver la espalda a los asuntos públicos en actitud individualista, sino todo lo contrario: se trata
de fortalecer la intervención de los actores sociales en la vida pública, puesto que sólo ellos
pueden conducir a una reconstrucción de lo político y a una transformación de la sociedad.
Se trata, entonces, de una política del sujeto. Y la fuerza está en el deseo y en la voluntad
del sujeto en unir esos dos ordenes para actuar y ser reconocido como sujeto, en el deseo de ser
actor de la vida propia, y no en categorías objetivas (como los presuntos intereses de clase y la
toma de conciencia). Quizás por eso en los últimos tiempos los actores políticos más notorios
son las minorías feministas, ecologistas, indigenistas, etc. Se trata de la afirmación de si mismos
y no meramente del rechazo de un adversario o de un orden social; de la voluntad del sujeto de
ser a la vez memoria y proyecto, cultura y actividad. Y llama sociedad civil a ese espacio en que
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se forman actores que quieren ser reconocidos como sujetos. Efectivamente, en el mundo
globalizado no tiene que ser el vacío lo que reina.
Esta expresión de libertad del sujeto personal que defiende Touraine se opone a la vez a
los imperativos de la economía globalizada y al orden impuesto por los comunitarismos. Opone
un principio absoluto de libertad y justicia a quienes hablan en nombre de una racionalidad
económica o de una identidad cultural. Por eso el autor dice que es más ética que política,
porque en vez de lanzarse a una conquista se opone a una invasión, resiste desde una afirmación
de si, de la diversidad (como reconocimiento de los derechos sociales y culturales de las
minorías) y de la solidaridad; desde el sostenimiento de la dignidad de la persona, el derecho de
cada uno a ser sujeto y a que lo reconozcan como tal. La democracia así entendida debería ser
protectora de garantías, de libertades, diversidad y dignidad de los seres humanos que, más que
ciudadanos, son individuos que defienden su derecho a ser sujetos. De este modo, la base de
una nueva cultura política mundial está constituida por dos pilares: conciencia del sujeto y
conciencia de la totalidad concreta de la que formamos parte.
Al faltar una definición del adversario (el poder ya no es el de los empleadores sino el de
las grandes redes financieras, se hace inasible y dificulta el conflicto), los actores sociales no se
constituyen más que por una afirmación positiva: la de un deseo de existencia responsable y
feliz. La acción colectiva que parte del sujeto personal está más dirigida hacia sí misma y hacia
un esfuerzo de subjetivación que hacia una guerra en pos de la destrucción de un adversario.
Pero para que se formen nuevos actores sociales es necesario que se reconozca primero la
existencia de un nuevo tipo de sociedad. Si la ideología que hoy domina presenta al mundo
como un conjunto de flujos incontrolables en permanente transformación, lo que lleva a juzgar
imposible la construcción de toda acción transformadora, la acción colectiva, por el contrario, se
basa en la voluntad de cada individuo, grupo o nación de actuar sobre os hechos económicos,
construir y transformar su identidad e integración y defender su ideal de solidaridad. También es
indispensable que los intelectuales no continúen aferrándose a las categorías de pensamiento y
acción de una sociedad desaparecida, para que se reduzca el defasaje entre la nueva cultura
política en formación y los marcos ideológicos y partidarios de la vida política. Es urgente que
propongan una representación del mundo, de sus cambios y de los actores que pueden poner en
marcha una transformación de las tendencias espontáneas de afirmación del sujeto en verdadera
acción política. Por ahora, parece que las prácticas están adelantadas a las teorías.
Pero la base está en el sujeto personal y su libertad. Sin él no hay comunicación
interpersonal e intercultural posible. Se trata de combinar una experiencia vivida particular con
la acción racional para dar al individuo su libertad creadora. Se trata de una redefinición del
sujeto, de los movimientos sociales y de la política. Se trata de refundar una modernidad en base
a la comunicación de individuos y colectividades que son a la vez semejantes y diferentes.