Download mayorías, minorías y estado de derecho

Document related concepts

Etnocracia wikipedia , lookup

Declaración y Programa de Acción de Viena wikipedia , lookup

Derecho de autodeterminación wikipedia , lookup

Democracia liberal wikipedia , lookup

Derechos de las minorías wikipedia , lookup

Transcript
MAYORÍAS, MINORÍAS Y ESTADO DE
DERECHO
Alberto Hidalgo Tuñón
Universidad de Oviedo. MPDLA.
El argumento que voy a desarrollar en esta ponencia es muy simple.
Es muy frecuente desde el punto de vista del ciudadano crítico oponer su
visión supuestamente «realista» y pegada a los hechos de la vida cotidiana
(donde hay minorías, opresión e injusticia) al mundo etéreo del Derecho,
donde los conflictos se resuelven limpiamente mediante normas diseñadas
con tiralíneas. Según el enfoque la teoría pura del Estado de Derecho la
protección jurídica de las minorías parece cosa fácil: “coser y cantar”. La
crítica del ciudadano no se hace esperar, pues bien parece que la teoría
jurídica tiene que ver poco con la práctica mundana; en consecuencia, que
la teoría es papel mojado, porque lo que realmente importa es la acción
práctica y la política. «Obras son amores y no buenas razones», reza el
refrán popular.
Pero en un segundo momento, cuando analizamos los conceptos
mismos que se nos proponen «mayorías, minorías y Estado de Derecho»,
pronto constatamos que las teorías ni son tan nítidas y transparentes, ni son
neutrales, que las razones y las explicaciones no son indiferentes, sino que
vienen ya ideológicamente cargadas. Por ejemplo, existen dos conceptos tan
diferentes del Estado de Derecho, de tal modo que la suerte que corren las
minorías, según se aplique un concepto u otro, resulta completamente
antagónica. El concepto liberal del Estado de Derecho conduce directamente
al mantenimiento del statu quo de opresión e inferioridad de las minorías,
mientras un concepto social del Estado de Derecho conduce a una
transformación de su estado de partida y a una mejora efectiva de los
derechos que amparan a sus miembros individualmente considerados. Pero
además, «mayoría» y «minoría» son conceptos correlativos y su significado
varía según el contexto. ¿De dónde sacan su legitimación las mayorías?
¿Qué son realmente las minorías y cuál es su relación con la exclusión
social, que es el asunto que aquí nos convoca? ¿Qué diferencias pueden
reclamar legítimamente las minorías del Estado de Derecho?
321
Animado por estas preguntas, emprendo en tercer lugar un análisis de
la formación de las nuevas minorías que son objeto de exclusión y/o
subordinación desde el punto de vista de las Ciencias Sociales
(antropología, sociología y psicología), porque una mejor comprensión del
fenómeno mismo puede ayudarnos a resolver sus problemas prácticos.
Por último, hago una reflexión
sobre el rebrote actual del
nacionalismo, en tanto constituye una de las fuentes principales de la
xenofobia y, paradójicamente, una nueva justificación ideológica para violar
«impunemente» los derechos humanos. ¿Puede una minoría nacionalista
buscar la separación de un Estado sin traicionar al mismo Estado de
Derecho en el que se encuadra?
1. — La visión del jurista y la visión del ciudadano.
Vincular estos tres términos en el título («Mayorías», «Minorías» y
«Estado de Derecho»), como me proponen los organizadores de estas
Jornadas, puesto que se supone que vivimos en una democracia, en la que
rige sin discusión ni apelación el llamado «principio de gobierno de la
mayoría», parece exigir que centre mi discurso sobre el excitante asunto de
«la protección jurídica de las minorías en la democracia» ¿Por qué sino
mentar el «Estado Derecho» —ya en el título de la ponencia— en unas
Jornadas dedicadas a «excluidos», «gitanos», «inmigrantes», «presos»,
«drogodependientes», «enfermos de SIDA», «gays», «lesbianas»,
«transexuales», «prostitutas», etc.?
Pero como yo no soy jurista, no soy la persona más indicada para
informarles de cómo anda la protección «legal» positiva, efectiva —en
nuestro país en Europa o en Latinoamérica— de los derechos de estos
colectivos, tan heterogéneos entre sí que el único rasgo común que
comparten consiste, al parecer, en «ser minoría». Por otro lado, sin embargo,
no se me escapa que la expresión «derechos de las minorías» no es muy
afortunada No ya porque cause la sospechosa impresión de que hay un tipo
de derechos especiales para personas «especiales», al margen de los
derechos generales y fundamentales de todos los ciudadanos, sino porque
de hecho y en la práctica, todos los «derechos especiales de las minorías»
que en el mundo han sido constituyen o bien «sistemas de privilegios y
prebendas» o bien, todo lo contrario, «sistemas de discriminación y
exclusión». Por eso, cuando oigo hablar de los derechos de las minorías, no
322
se si irritarme o llorar: alguna discriminación —positiva o negativa— va a
dejar de ser un hecho escandaloso para entrar en el etéreo mundo de la
norma, para convertirse —por mor de la ley— en algo legal y, por tanto,
«normal».
Por ignorante que uno sea en asuntos de Derecho, debe saber que lo
único que debe y puede garantizar el ordenamiento jurídico de un Estado de
Derecho es la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la exigencia de
un trato igual —sin discriminaciones— por parte de las administraciones
públicas y el espacio legal necesario para el ejercicio de los derechos y
libertades fundamentales. El objetivo a lograr por un Estado de Derecho
democrático es la igualdad moral, política y jurídica en el disfrute de los
derechos y libertades fundamentales sin distinción entre mayorías ni
minorías. Así pues, desde un punto de vista estrictamente jurídico el tema
de los medios ideológicos, políticos y jurídicos para lograr la protección
efectiva de las minorías no puede estar más claro. Pasa por la articulación
práctica de dos tipos de actuaciones: (A) las que motu propio debieran
promover los gobernantes y demás poderes del Estado de Derecho, y (B)
las que pueden enarbolar las propias minorías en defensa de sus intereses y
derechos. Ambas constituyen importantes pruebas de la solidez y calidad de
un Estado de Derecho. Siguiendo a Eusebio Fernández169, pueden resumirse
en cinco proposiciones los mecanismos tópicos que se usan para promover
la protección jurídica de las minorías. Los tres primeros se encuadran
cómodamente en (A), mientras los dos últimos son de tipo (B):
1ª) El reconocimiento jurídico total del derecho a la autonomía
moral y a la libertad personales de cada ciudadano para elaborar el propio
plan de vida, sin más limitación que la exigencia de compatibilidad con la
libertad y autonomía de los demás ciudadanos. Para este reconocimiento no
se precisa apelar en absoluto a la condición mayoritaria o minoritaria del
sujeto dotado de autonomía moral y de libertad, porque la única libertad que
se protege es la libertad negativa “de” (libertad de coacción), pero no la
libertad “para” (que se supone debe determinar particularmente cada sujeto
moralmente autónomo).
2ª) El respeto y garantía de los derechos humanos fundamentales
reconocidos por los tratados internacionales. A este respecto conviene
169Eusebio Fernández, «Identidad y diferencias en la Europa democrática: la protección
jurídica de las minorías» Sistema, núm 106, Enero, 1992, pp. 71-80
323
recordar que muchas declaraciones internacionales de Derechos Humanos
mencionan explícitamente a las minorías: V.g. el artículo 14 de la
«Convención de salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades
fundamentales»170 de 1950, el artículo 27 del «Pacto internacional de los
derechos civiles y políticos»171 de 1966, «La declaración sobre los
principios que rigen las relaciones entre los estados participantes» en el acta
final de Helsinki de 1975172, y, sobre todo, la «carta de París para una
nueva Europa» de 1990173
3ª) La institucionalización de la tolerancia como virtud cívica de
carácter público, ejercida por los poderes públicos y estimulada y apoyada
por las instituciones políticas y jurídicas. La tolerancia supone el
reconocimiento del pluralismo filosófico, religioso, axiológico, etc. e implica
la renuncia a considerarse portadores de la verdad absoluta. Históricamente
aparece como la negación dialéctica de una virtud cristiana que era la
«intolerancia hacia el mal». Como quiera que la tolerancia es un
instrumento, pero no un fin en sí misma, el concepto laico conserva el
formato lógico de su precedente cristiano, por lo que ya Locke tropezó con
límites reconocibles: «no se puede ser tolerante ni con los papistas, ni con
los ateos, ni con los intolerantes». Las paradojas que suscitan las
limitaciones internas de la tolerancia han sido muy analizadas y no voy a
170«El goce de los derechos y libertades reconocidos en la Presente Convención ha de
ser asegurado sin distinción alguna, tales como los fundados en el sexo, la raza, el color,
la lengua, la religión, las opiniones políticas u otra cualquiera, el orígen nacional o social,
la pertenencia a una minoría nacional, la fortuna, el nacimiento o cualquier otra
situación»
171«En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas no se negará
a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en
común con los demás miembros del grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y
practicar la propia religión y a emplear su propio idioma»
172«Los Estados participantes en cuyo territorio existan minorías nacionales respetarán
el derecho de los individuos pertenecientes a tales minorías a la igualdad ante la ley, les
proporcionarán la plena oportunidad para el goce de los derechos humanos y las
libertades fundamentales y, de esta manera, protegerán los legítimos intereses de aquéllos
en esta esfera»
173«Afirmamos que la identidad étnica, cultural, lingüística y religiosa de las minorías
nacionales será protegida y que las personas pertenecientes a minorías nacionales tienen
el derecho de expresar, preservar y desarrollar libremente esa identidad sin
discriminación alguna y en plena igualdad ante la ley». Cfer. Fernando M. Mariño, «La
Carta de París para una nueva Europa», Revista de Instituciones Europeas, Madrid,
1991.
324
recordarlas aquí. 174
4ª) Reconocimiento y ejercicio efectivo del derecho a la objeción de
conciencia, que en el marco de la civilización cristiana ha servido como
muro de contención e instrumento de resistencia contra excesos autoritarios.
Aún cuando la objeción de conciencia no esté sancionada jurídicamente, se
usa en el marco de la cultura cristiana (sobre todo protestante) como
mecanismo de defensa moral contra las imposiciones del derecho. En los
regímenes democráticos suele estar sancionada jurídicamente.
5ª) La desobediencia civil, por último, es un mecanismo de defensa
de los derechos de las minorías que, por principio, no puede encontrar
apoyo explícito en el ordenamiento jurídico, porque de los contrario no sería
desobediencia al Derecho. Para Habermas es la piedra de toque de las
democracias porque «su existencia forma parte de su cultura política»175.
La polémica se centra en qué tipo de actos de desobediencia civil son
compatibles con la democracia. No basta violar alguna disposición legal
para encontrarnos con un acto de desobediencia civil. El acto tiene que ser
además, «público» o incluso publicitado, «voluntario» y, sobre todo, «no
violento».
Aunque la objeción de conciencia y la desobediencia civil hablan
elocuentemente de límites extremos del Estado de Derecho, su existencia
parece ser marginal, por lo que no se apartan mucho de la visión típica de
quienes ven el mundo sub specie jurisprudentiae. Esta visión contrasta con
la percepción de la realidad social que tiene el ciudadano de a pie. Para
decirlo en los términos apocalípticos de Alejandro Nieto:
«Dentro del Estado oficial descrito en la Constitución con unos
poderes majestuoso y armónicos, en los que todo está pensado para defensa
de los ciudadanos y garantía de los intereses generales, hay otro Estado
semiclandestino que es donde realmente se desarrolla la vida pública. Las
salas de palacio sólo se utilizan para los actos de ceremonia; la
administración cotidiana discurre en pasillos laberínticos en los que resulta
174Cfer. G. Bueno « El concepto de tolerancia», en Diez palabras clave sobre
Racismo y Xenofobia, de F. Javier Ruíz Blázquez (Dir.), Ed. Verbo divino, Estella,
1996. pp. 373- 423
175Jürgen Habermas, Ensayos políticos, trad. de R. García Cotarelo, Península,
Barcelona, 1988, pp.54-64.
325
imposible encontrar salida sin cierta ayuda. Hay una entrada para señores y
una entrada de servicio; hay ascensor y escalera. En los corredores oscuros
de los servicios públicos sólo hay una luz que ilumina: la corrupción. El
soborno es aceite que abre todas las puertas, motor que de todas las
facilidades, bula de todos los persones, llave de todas las arcas, polvo de
arena que ciega a jueces e inspectores, viento en popa para los negocios,
seguro de políticos cesantes, trampolín hacia el éxito»176
Dicho más sucintamente, el hecho real, que percibe el ciudadano de a
pie, es que no existe la tan cacareada igualdad ante la ley, que existen
sectores de la población que se sienten discriminados en cuanto al trato
recibido por la sociedad, o en cuanto a su representación en el sistema
político o incluso en cuanto al trato dispensado por las leyes mismas. La
base de esta discriminación se encuentra en el simple hecho de que tales
sectores de la población expresan alguna «diferencia» en relación con los
otros o respecto a la mayoría.
En relación al Estado de Derecho las preguntas claves que plantean
estos hechos de discriminación son dos:
(1ª) ¿Qué elementos permiten «identificar» un ordenamiento jurídico
para que pueda catalogarse como un Estado de Derecho? ¿Es compatible el
Estado de Derecho con algún tipo de discriminación de este género? Y
(2ª), supuesta la existencia de un Estado de Derecho, ¿qué
peculiaridades de un sector de población y qué «diferencias», por tanto, son
asumibles en su seno? ¿Puede estimarse, por ejemplo, un nacionalismo
«separatista» como una reivindicación aceptable en un Estado de Derecho?
Debemos plantear este caso límite en el último párrafo, porque su naturaleza
estrictamente política afecta de manera directa a la organización misma del
Estado de Derecho y plantea el asunto de las minorías desde una óptica
absolutamente singular. Frecuentemente las aspiraciones nacionalistas se
asocian a otras cuestiones económicas, sociales (e incluso políticas) que no
son estrictamente de carácter nacional. El poder del nacionalismo nace
muchas veces de esa asociación, por lo que conviene “disociar” nítidamente
las aspiraciones y quejas de las minoría de “carácter nacional” de las
aspiraciones y quejas de las minorías de carácter nacional.. Es un asunto de
176Alejandro Nieto, Corrupción en la España democrática. Ariel , Barcelona,
1997.pp.10-11
326
rigor analítico imprescindible.
2. — Definiciones: estado de derecho y minorías.
2.1.— Estado de Derecho.
Constatemos para empezar que hay dos concepciones distintas de esta
noción en pugna permanente: A) La concepción liberal del Estado de
Derecho, que podemos llamar estrecha, restrictiva o «pura» y B) la
concepción social del Estado de Derecho, que podemos llamar laxa,
generosa o «promiscua».
(A) La primera concepción se articula sobre dos exigencias básicas y
una serie de principios formales concernientes al carácter que deben
revestir las disposiciones jurídicas. Las exigencias básicas son: (a) el
imperio de la ley, mediante el que se tiende a limitar el arbitrio del soberano
y a vincular las actuaciones de la Administración y de los jueces a las Leyes
y no a las personas, y (b) la división de los tres poderes (legislativo,
ejecutivo y judicial) en línea con El Espíritu de las Leyes de Montesquieu,
pero mirando sobre todo a que «la independencia del poder judicial quede
garantizada»177. Los principios formales, a su vez, establecen requisitos que
deben cumplir las leyes, tales como (1) que «deben ser abiertas y claras»,
(2) que deben durar bastante o ser «relativamente estables», para que no
generen inseguridad entre los administrados, (3) que deben estar ordenadas
por rango, de manera que las particulares dependan de las generales, para
evitar la arbitrariedad jurídica, etc. Como lo resume Frederich A. Hayek uno
de los adalides de esta concepción restrictiva o «pura». La «expresión
Estado de Derecho, despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado
está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de
antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente
certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes
coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este
conocimiento»178.
177Joseph Ratz, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre derecho y moral, UNAM,
México, pp. 264 y ss.
178Friedrich A. Hayek, Camino de servidumbre, Alianza, Madrid, 1978, p. 103
327
Digo que esta concepción del Estado de Derecho es estrecha,
restrictiva y formalista porque paradigmáticamente en el caso de Hayek,
ahora citado, se convierte en el principal instrumento para garantizar la
pureza del liberalismo económico frente a cualquier tipo de planificación de
la economía que tienda a promover la igualdad material y efectiva de todos
los ciudadanos. Para Hayek cualquier planificación, cualquier atisbo de
Estado Benefactor que interfiera en el mercado puro y duro supone un
atentado contra el Estado de Derecho mismo. «La igualdad formal ante la
ley — apostrofa enfáticamente — está en pugna y de hecho es incompatible
con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualdad
material o sustantiva de los individuos, y toda política directamente dirigida
a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la
destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para
personas diferentes significa, por fuerza, tratarles diferentemente»179.
(B) La anterior concepción choca abiertamente con la concepción que
Ratz llama despectivamente «promiscua» del Estado de Derecho, porque
confunde el Estado de Derecho con la Democracia y contamina su concepto
con contenidos materiales de índole social. Sin embargo, debe tenerse en
cuenta que la construcción del Estado de Derecho ha sido un proceso
histórico de oposición y diferenciación del estado absoluto y totalitario. Para
García Pelayo, por ejemplo, «El Estado de Derecho no se identifica con
cualquier ley o conjunto de leyes con indiferencia hacia su contenido —...
pues el Estado absolutista no excluía la legalidad—, sino con una
normatividad acorde con la idea de legitimidad, de la justicia, de los fines y
de los valores a que debe servir el Derecho»180. Aún concediendo que la
construcción del Estado de Derecho es una labor histórica de diferenciación
respecto al estado absolutista, la polémica surge cuando se trata de concretar
los valores materiales que deben informar su legitimidad.
Un ejemplo de generosidad a la hora de concretar las características
del Estado de Derecho puede hallarse en el famoso libro de Elías Díaz
Estado de Derecho y sociedad democrática, que tuvo una notable influencia
en la transición española hacia la democracia. Cuatro exigencias
indispensables utilizaba Elías Díaz en su definición:
179Ibid. p. 111
180M. García Pelayo, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza,
Madrid, 1977
328
(a) Imperio de la ley: ley como expresión de la voluntad general.
(b) División de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.
(c) Legalidad de la Administración: actuación según ley y suficiente
control judicial.
(d) Derechos y libertades fundamentales: garantía jurídico formal y
efectiva realización material»181. (VER. Explicaciones adjuntas
de Elías Díaz)
Lo que suele reprocharse a esta concepción laxa del Estado de
Derecho es que lo confunde con la democracia, que es sólo una de las
modalidades en las que puede realizarse. De hecho, cuando Elías Díaz pasa
a concretar la cuarta característica recién mencionada, considera «conquistas
históricas (que) cabe considerar hoy exigencias humanas fundamentales»,
las siguientes:
- derecho a la vida y a la integridad física.
- respeto a la dignidad moral de la persona,
- libertades de pensamiento, expresión e información veraz,
- libertades religiosas y de creencias,
- libertades de reunión, asociación, circulación y residencia,
- derechos a la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia,
- igualdad ante la ley,
- derecho a la seguridad y garantía en la administración de la justicia.
- derechos políticos tendentes a la institucionalización de la
democracia y del Estado de Derecho,
- derechos económicos y sociales tendentes a una efectiva nivelación
e igualdad socioeconómica, y
- derecho efectivo de todos los hombres a una participación igualitaria
en los rendimientos de la propiedad que «tenderá así a adoptar
formas de carácter colectivo»182.
Mientras las 7 ú 8 primeras exigencias podrían ser abrazadas con las
respectivas matizaciones por todos los tratadistas del Estado de Derecho, es
evidente que el mencionado como 9 adolece de una coyunturalidad que raya
181Elías Díaz, Estado de Derecho y sociedad democrática, Editorial Cuadernos
para el Diálogo, Madrid, 1966,Varias ediciones. Reed. revisada y actualizada en Taurus,
Madrid, 1981.
182Elías Díaz, «Estado de Derecho: exigencias internas, dimensiones sociales», Sistema,
núm, 125, marzo, 1995, pp. 5-22.
329
el ridículo, pues parte del supuesto de que la inexistencia de la democracia
conlleva automáticamente la supresión del Estado de Derecho. Esta premisa
es ideológica y funcionó como tal en la transición española, porque el
régimen franquista fue catalogado sin piedad como «absolutista, autoritario
o totalitario». Muchos estiman, sin embargo, que el Estado de Derecho no se
opone a regímenes autoritarios, siempre que en ellos se garantice la
seguridad jurídica de los ciudadanos, cosa difícil en la práctica, incluso
cuando los regímenes pasan el test de la «democracia formal». Porque bien
mirado, el Estado de Derecho no es sólo una ofensiva contra el poder
absoluto, autoritario o totalitario, sino también una defensa contra la
infección de democratitis que padecen todos aquellos que piensan que la
legitimidad democrática es una razón que sirve para justificar cualquier
actuación, incluidas las ilegales (como ponen de manifiesto los confusos
argumentos que se esgrimen hoy respecto al feo asunto de la «corrupción»).
Tropezamos aquí con uno de los temas centrales del título, pues la
democracia ilimitada e incontrolada puede conducir, como denunciaba el
conservador Burke ya en el siglo XVIII, en lo que suele denominarse la
«tiranía de las mayorías». La tiranía de las mayorías es una tentación
peculiar de la llamada democracia «procedimental», que da por buenos
todos los resultados que se atienen al procedimiento y lo respetan
escrupulosamente.
Pero las exigencias que mayores polémicas suscitan respecto a la
concepción liberal del Estado de Derecho son las referidas a los puntos 10 y
11, pues su amparo jurídico conduciría a regímenes colectivistas, que según
cierta ideología neoliberal, hoy dominante, constituyen los antípodas mismos
de la democracia. Pero este argumento neoliberal también es ideológico
como las polémicas centradas sobre el Estado de Bienestar —hoy
amenazado de ruinas— demuestra sobradamente. Pero esta es otra historia,
que no nos concierne aquí directamente. En cualquier caso, lo que interesa
subrayar es que los llamados derechos de las minorías no quedan amparados
automáticamente y sin discusión por el concepto jurídico de Estado de
Derecho, si bien en la Constitución española de 1978, que autoproclama a
España como una «Estado social y democrático de Derecho», se abre, según
Elías Díaz en 1995, una posibilidad de acoger un conjunto de «nuevos
derechos». ¿Cuáles son estos?: Para el catedrático de Filosofía del Derecho
socialista Elías Díaz no caben dudas: «derechos de las minorías étnicas,
sexuales, lingüísticas, marginadas por diferentes causas, derechos de los
inmigrantes, ancianos, niños, mujeres, derechos en relación al medio
ambiente, las generaciones futuras, la paz, el desarrollo económico de los
330
pueblos, la demografía, las manipulaciones genéticas, las nuevas
tecnologías, etc., en una lista todo menos arbitraria, cerrada y exhaustiva».
¿Cabe tanta generosidad en la noción de Estado de Derecho?
2.2.Mayorías.
El pasado 16 de Noviembre apareció en El Comercio una protesta
avalada por 15 firmas con el curioso título de ¿Qué se entiende por mayoría?
El asunto la jornada escolar del colegio público Maestro Casanovas, de
Cangas de Narcea. Extracto dos frases: «¿Se puede exigir el 90 % de votos
a favor para implantar un tipo determinado de jornada en el centro?...Nos
gustarían que nos explicaran cómo es posible que en democracia un 30 %
consiga su objetivo frente a un 70 % que pretende lo contrario». En términos
políticos, en efecto, el principio de que el voto de la mayoría —incluso de la
mayoría simple, que es el 51 %— es vinculante para todo el grupo, excluye
que la minoría pueda imponerse a la mayoría, o que suponga un contrapeso.
No es del caso discutir aquí sobre los contenidos materiales de la decisión
(que plantean un problema adicional de jurisdicción), pero el ejemplo sirve
para ilustrar cómo, incluso en asuntos de contenido estrictamente político, la
democracia representativa permite obviar la voluntad mayoritaria. El pasado
sábado 22 de Noviembre, por ejemplo, Carlos Martínez Gorriarán
denunciaba el proyecto del Ayuntamiento de San Sebastián de
«euskaldunizar al 100% del vecindario hasta hacer del euskera la lengua
dominante», siendo así que en la actualidad «el 27 % del vecindario declara
conocer bien el euskera, pero sólo el 9% lo usa de modo preferente»183. En
esta caso, la anormal medida de normalización se adopta con los votos
representativos de HB, EA, PSOE e IU, y la abstención del PP y el PNV.
Dejando de lado su carácter inviable, lo que solivianta a Gorriarán es en esta
caso la inversión o perversión de la representación de que hacen gala las
fuerzas políticas que no sólo «hacen lo contrario» de expresar las
aspiraciones e intereses de la mayoría, cediendo al chantaje de una minoría,
sino que para más inri, con la falsa presunción de la unanimidad en política
lingüística, conculcan la esencia misma de la democracia (que es el
pluralismo) y violan las libertades fundamentales de la mayoría de los
ciudadanos particulares, cargándose de paso el Estado de Derecho. Estas y
otras muchas paradojas exigen aclarar el concepto mismo de Mayoría, los
méritos del «mayoritarismo» y sus límites.
183Carlos Martínez Gorriarán, «La anormal amenaza de normalización», El
País,22.11.97, p. 12
331
Es doctrina del democratismo liberal desde 1690 (Locke) que la
esencia de la ética democrática exige que el voto de una mayoría simple
debe prevalecer sobre la oposición a la hora de gobernar. Pragmáticamente
se sostiene que el «principio del gobierno de la mayoría» es irrenunciable
para evitar obstruccionismos de minorías interesadas, siempre que se
mantengan vigentes las libertades fundamentales de las minorías. Los
adversarios del mayoritarismo estricto desde Burke184 esgrimen siempre los
mismos argumentos: la posible destrucción de las condiciones de
supervivencia de las minorías, la potencial injusticia ligada a una falta de
institucionalización de la igualdad real ante la ley, y la insensibilidad ante la
intensidad de los intereses y exigencias minoritarias, que pueden llevar a una
ruptura del consenso básico. En abstracto, el principio del gobierno de las
mayorías es impecable, pero tan etéreo que su aplicación a la vida práctica
resulta difícil. En primer lugar, porque, salvo en el caso de la democracia
directa no está claro qué puede significar el «gobierno de las mayorías»: por
un lado, en los sistemas pluralistas la representación está fragmentada, pues
puede haber varias minorías enfrentadas entre sí; por otro lado, esta
situación favorece que los representantes no siempre expresen la voluntad
de los electores. Las mayores polémicas, sin embargo, afectan, a los
dispositivos institucionales y electorales que habría que arbitrar para lograr
la máxima satisfacción de la mayoría, porque bien pudiera ser que el deseo
mayoritario consistiese antes que nada en preservar el consenso, sostener el
régimen democrático o atender no sólo a la diversidad, sino a la intensidad
de las opiniones e intereses de los ciudadanos. A este respecto, la moderna
teoría de los juegos ha puesto en evidencia que el principio mayoritario no
siempre logra la satisfacción máxima de los electores. Por ejemplo, cuando
las preferencias de los votantes son socialmente intransitivas, la elección de
las mayorías puede ser puramente fortuita y depender del orden de elección.
Es lo que se conoce como la paradoja de los electores: «quiero a, pero elijo
c»: Si X prefiere a a b, b a c y a a c, pero Y prefiere b a c y c a a, pero b a
184 «Estoy, en todo caso, seguro de que en una democracia la mayoría de los
ciudadanos son capaces de ejercer sobre la minoría la opresión más cruel cada vez que se
produzcan profundas divergencias de carácter político, lo que debe ocurrir con
frecuencia. Esta opresión ejercida sobre las minorías se extenderá a un número de
individuos y será ejercida con mucha más crueldad de la que se puede, de una manera
general, temer de la dominación de un solo cetro...Pues aquellos que sufren la opresión
de las multitudes están privados de todo consuelo externo. Parecen abandonados por la
humanidad, aplastados por la conjura de toda la especie humana». Edmund Burke,
Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Centro Estudios Constitucionales, Vers. de
E. Tierno Galván, Madrid, 1978, pp. 301-2
332
a, mientras Z prefiere c a a y a a b, pero c a a, parecería que la comunidad
racional debería elegir siempre a, pero en la práctica, según el orden en que
se elija entre parejas resultará c la más votada185.
Más allá de las dificultades técnicas, los demócratas liberales
mayoritaristas suelen estar dispuestos a aceptar la protección de los
derechos individuales y de las minorías contra el abuso de las mayorías
tiránicas, pero no suelen ponerse de acuerdo a la hora de decidir cuáles son
las mejores: muchos estiman que basta el fair play informal, mientras otros
quieren atar disposiciones formales apropiadas. Sólo que la inmensa mayoría
de estas medidas son susceptibles de perversión, pues en las sociedades
industriales modernas caracterizadas por el pluralismo, el triunfo de un tipo
de acción requiere sumar el apoyo de varios grupos de poder muchas veces
minoritarios (banca, prensa, empresas, sindicatos, asociaciones, etc.). Las
campañas educativas, la discusión pública, las presiones de grupos
minoritarios bien consolidados, los mecanismos de formación y toma de
decisiones hacen fácil blanco de críticas al principio mayoritario, pero es
difícil ofrecer otro mejor. En realidad y por paradójico que parezca, la mejor
garantía de las minorías parece residir en la propia precariedad de las
mayorías y en las dificultades que encuentra una justificación teórica de su
dominio, al margen del supuesto de la igualdad, que también favorece a los
miembros de las minorías.
2.3. — Minorías.
Para la mayor parte de los teóricos, sin embargo, son las relaciones
desiguales o asimétricas con la sociedad mayoritaria, y los procesos
concomitantes de incorporación/ exclusión
el factor decisivo en la
configuración de las nuevas minorías, que actualmente son objeto de
preocupación social. Y ello precisamente, como muestra Carlos Giménez en
un magnífico artículo conceptual, porque «la subordinación, marginación o
subalternidad es el rasgo esencial en la definición de las minorías»186. Claro
185Kenneth Arrow, Social Choice and Individual Values, Wiley, New York, 1963
(vers, castellana Elección social y valores Individuales, con Introducción de A. MasColell, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1974). Cfer. et. James Buchanan y Gordon
Tullock, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional
Democracy, Univ. of Michigan Press, Ann Arbor, 1962
186Carlos Giménez Romero, «La formación de nuevas minorías étnicas a partir de la
inmigración» en VV.AA. Hablar y dejar hablar (Sobre racismo y xenofobia), Ed.
Univ. Autónoma de Madrid, 1994, p. 183. Como apoyo cita las definiciones de Wirth
333
que si el criterio para adscribir a un grupo étnico, religioso, político o
cultural en la categoría de «minoría» es su subordinación, su posición
desventajosa, la opresión política o la explotación económica, entonces las
«minorías» conceptuales pueden ser las mayorías numéricas reales (como la
«minoría bantú», por ejemplo, en Sudáfrica es en realidad una mayoría del
80 % de la población frente a la «mayoría blanca») y viceversa. Por tanto, o
bien distinguimos entre «minoría» y «grupo dominante», o bien
abandonamos la palabra y la sustituimos por «grupo subordinado».
Los propios antropólogos reconocen la confusión que se produce
cuando las «minorías étnicas» son las «mayorías numéricas», pero también
cuando las minorías son —políticamente ahora— «nacionalidades
culturales» (v.g. la minoría vasca o catalana). La Enciclopedia
Internacional de las Ciencias Sociales distingue cuatro tipos de minorías,
de los que tenemos ejemplos tradicionales en España:
raciales; (por ejemplo, los gitanos)
nacionales, (por ejemplo, los vascos y los catalanes)
lingüísticas (valen los mismos ejemplos) y
religiosas (como por ejemplo, los protestantes, los musulmanes o los
ateos) 187.
No hace falta explicar el rasgo diferencial que caracteriza a cada una
de ellas respecto al grupo dominante. Sin embargo, una minoría no necesita
ser un grupo tradicional, autoidentificado de antiguo, sino que puede surgir
por efecto de la modificación de las definiciones sociales y como resultado
de modificaciones económicas y políticas. Por ejemplo, los inmigrantes
forman nuevas «minorías étnicas», aunque no aspiren a configurarse como
«nacionalidades autónomas» en el país de acogida. Las nuevas «minorías»
nos obligarán a abordar aquí la confusión terminológica, porque cuando se
habla de racismo, xenofobia o «exclusión» suelen meterse en el mismo saco
(«El estatus minoritario lleva consigo la exclusión de la participación total en la vida de
la sociedad»), Van der Bergue, Wagley y Harris(«Las minorías son segmentos
subordinados de las sociedades estatales complejas»), y la del Diccionario de SeymurSmith: «un grupo marginal o subordinado que puede ser definido en términos raciales o
étnicos o en términos de algunas características especiales o estigma».
187 Arnold Rose, «Minorías», Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales,
Aguilar, Madrid, 1979, Vol. 7, pp.134-139 remite a las voces: Antisemitismo,
Asimilación, Derecho constitucional, Derechos civiles, Grupos étnicos, Raza, Relación
entre las razas, Sectas y Cultos.
334
indiscriminadamente a toda suerte de minorías. Por ejemplo, se puede decir
que los «gitanos» son objeto de una discriminación racista, pero, hablando
con propiedad, no pueden llamarse «xenófobas» las reacciones que suscitan.
Tampoco puede haber xenofobia, ni siquiera racismo respecto a grupos
marginales, que no constituyen ni minorías étnicas, ni lingüísticas, ni
nacionales, ni siquiera religiosas, tales como los «enfermos de SIDA», los
«presos» , los «gays» o los «drogodependientes». ¿Qué clase de minorías
son estas? Porque, si el criterio de la minoría es la subordinación, ¿puede
constatarse tal fenómeno en el caso de los grupos mencionados? Ni los gays,
ni los drogodependientes, ni los enfermos de SIDA se hallan, en principio y
qua tales, en una posición subordinada, aunque sufran «exclusión social»¿Es
el carácter minoritario lo que provoca la subordinación? ¿Es la exclusión la
que conlleva la subordinación o ocurre al revés?
Según la literatura estandar, las relaciones entre mayorías y minorías
suponen siempre algún conflicto que puede tomar distintas formas y actuar
en distintos niveles. Tres son, tópicamente, las actitudes de hostilidad o
prejuicio con las que el grupo dominante obsequia a la minoría y
recíprocamente tres suelen ser las actitudes hostiles con las que las minorías
corresponden a la mayoría.
(1ª) Cuando lo que se cuestiona es un asunto de poder, el grupo
dominante explota a la minoría con fines económicos, políticos o sexuales y
la pertenencia a un grupo u otro es una cuestión de prestigio social. En estos
casos, aunque las manifestaciones del poder puedan ser brutales (hasta la
esclavitud de la minoría) rara vez reviste componentes personales.
(2ª) Las actitudes negativas respecto a la minoría pueden basarse en
motivos ideológicos: en este caso el grupo dominante reclama el monopolio
de la «verdad», cosa que reactivamente también puede hacer la minoría. Si
uno de los grupos consigue el poder, es de temer que lo utilicen para hacer
desaparecer a sus antagonistas mediante el exilio o la muerte.
Y (3ª) Las actitudes racistas, por último, se basan en la creencia de
la superioridad biológica o cultural del grupo dominante y suele manifestarse
a través de los estereotipos despectivos y negativos con los que categoriza a
las minorías subordinadas. Por supuesto, que quienes son objeto de prejuicio
racial suelen desarrollar un contrarracismo no menos virulento y de signo
contrario.
335
Estas tres actitudes, sin embargo, no suelen presentarse como formas
puras. En el prejuicio y la exclusión muchas veces se amalgaman
componentes de las tres categorías. Los extranjeros, por ejemplo, pueden
convertirse en un cómodo chivo expiatorio a quien culpar ideológicamente
de cualquier problema, aparte de ser objeto de explotación económica y de
desprecio racista. Pero hay muchas clases de extranjeros y gran diversidad
de situaciones económicas. El colectivo IOÉ ofrece esta tipología de la
inmigración extranjera en España:
rentistas y jubilados del norte de Europa desparramados en cotos
privados por la costa mediterránea;
empleados en las 3.000 empresas radicadas en todo el Estado, que
acompañan a los flujos de capital;
profesionales cualificados y técnicos del sector servicios a quienes
resulta ventajoso instalarse aquí; y
inmigrantes que huyen de la falta de oportunidades económicas en
sus países de origen.
Sólo esta última categoría, que, no obstante, representa un 60 % del
total, es susceptible de generar nuevas minorías étnicas. Máxime, si se tiene
en cuenta que ella polariza los estratos laborales más bajos y concentra las
procedencias culturales más distantes: africanos y asiáticos. Cuando
hablamos de racismo, exclusión y xenofobia, así pues, cometemos un error
al suponer que la intolerancia se ejerce contra los extranjeros sin
distinciones: «Los escasos estudios realizados muestran que la opinión
pública discrimina a los extranjeros en los dos sentidos de la palabra:
distingue diversas "clases" y califica negativamente a algunas de ellas»188
No podemos concluir esta introducción terminológica sin aludir al
importante papel de las minorías en los procesos de transformación social.
Como quiera que las minorías son con frecuencia portadoras de una cultura
diferente de la del grupo dominante, resultan ser un factor esencial en el
proceso civilizatorio del «choque cultural», es decir, del proceso de
contacto entre concepciones y valores distintos, cuya mezcla ha resultado
siempre una fuente privilegiada de innovaciones y transformaciones
culturales. A esto debe agregarse que la propia insatisfacción de las minorías
188 Colectivo IOÉ, «La inmigración extranjera en España: sus características
diferenciales en el contexto europeo» en J. Contreras (comp.) Los retos de la
Inmigración. Racismo y Pluriculturalidad, Talasa, Madrid, 1994 , pp. 110 y ss.
336
respecto al statu quo, obliga a los grupos dominantes a cambios internos
para promocionar su asimilación. Esta dialéctica característica suele
ejecutarse mediante mecanismos bien conocidos. Por ejemplo, las minorías
suelen incorporarse a las facciones más revolucionarias o a los partidos
reformistas que surgen dentro del grupo dominante, ya que suelen buscar
sus oportunidades promocionando un cambio en las élites de la sociedad.
Pero, además, no es infrecuente encontrar entre los grupos minoritarios un
contingente más numeroso de individuos creadores y de inventiva, por
aquello del que el «hambre agudiza el ingenio». Aunque hay cierta dosis de
idealismo en la identificación del «hombre marginado» como «hombre
creador» en esta época de nivelación mediática casi absoluta, no deja de ser
cierto que muchos grupos marginales, además de un problema, constituyen
muchas veces fuentes constantes de innovación social.
Las relaciones entre mayoría y minoría suelen analizarse en términos
generales desde la sociología como relaciones conflictivas, de acomodación
o de asimilación. Desde la perspectiva antropológica, sin embargo, es más
frecuente la mirada del etnólogo dedicada a captar las peculiaridades
internas de una minoría determinada. La situación actual de «globalización»
obliga a que ambos puntos de vista se pongan simultáneamente a
contribución, pues ya no quedan sociedades geográficamente separadas,
sino una situación móvil de migraciones y contactos permanentes. En las
actuales situaciones de pluralismo democrático, no es fácil que la mayoría
asigne consistentemente a la minoría ocupaciones de rango inferior y peor
remuneradas, ni esté en condiciones de suprimir sus derechos políticos o de
aplicar la ley de forma discriminada. Al contrario, con frecuencia es la
minoría la que lleva la iniciativa, tanto de la segregación como de la
integración. Si unas veces es la minoría la que se excluye voluntariamente
de las áreas de participación ciudadana, otras muchas se aprovecha de la
indiferencia mayoritaria para imponer sus puntos de vista.
En estas circunstancias se entiende la insistencia de los teóricos en
privilegiar los factores estructurales de dominio y poder, antes que los
rasgos diferenciadores —lingüísticos, ideológicos, religiosos o culturales —,
para explicar la formación de minorías étnicas a partir de la inmigración.
Como quiera, no obstante, que la discriminación estructural (resultante de la
segmentación del mercado de trabajo) se expresa a través de la
subordinación jurídico-laboral que sufren la mayor parte de los flujos
laborales provenientes del Tercer Mundo, Luis Abad realiza un encomiable
esfuerzo para categorizar los dos niveles o mecanismos —el
337
socioeconómico y el simbólico— que en las relaciones interétnicas provocan
la formación de minorías inmigrantes diferenciadas, utilizando para ello el
«prisma de Pike»189. En lo que sigue voy a reformular ese modelo para
explicar el proceso de formación de las nuevas minorías que nos competen
en estas jornadas, de acuerdo con un esquema que he ensayado en un
trabajo anterior sobre la «Xenofobia»
3. — ¿Cómo se forman nuevas minorias?190
En estas jornadas se trata de analizar a una serie de minorías, cuyo
rasgo común intensional—más que alguna característica objetiva que
compartan— parece consistir en la apreciación subjetiva de que se
consideran «excluidas» por la mayoría en una o más de estas cuatro esferas
de actuación humana: económica, política, jurídica, y social-educativa.
Extensionalmente estamos hablando de «gitanos», «inmigrantes», «presos»,
«lesbianas», «drogodependientes», «enfermos de SIDA», «gays»,
«transexuales», «prostitutas», o incluso «astur-parlantes» o «bableadictos».
Excepto el caso de los «gitanos», que es una minoría racial de tipo
tradicional en España, y los «presos», de los que puede predicarse la
exclusión, pero en relación a los cuales es abusivo hablar de minorías, el
resto parecen minorías de nueva formación. Por su claridad, tomemos el
modelo de las minorías de inmigrantes para tratar de entender social y
antropológicamente cómo se forman.
Desde la perspectiva etic la mayoría nacional relega a la minoría
inmigrante hacia la periferia del sistema productivo. Esta exclusión de la
dinámica central del sistema que deriva necesariamente en la marginación
del grupo inmigrante (o de la mayoría de sus miembros) constituye el factor
socioeconómico determinante de las relaciones de dominación y
explotación entre ambos grupos. Desde la perspectiva emic, sin embargo,
las prácticas reales de exclusión/marginación se enmascaran por parte de la
mayoría dominante mediante «dos mecanismos dialécticamente opuestos: la
exigencia (imposible) de una perfecta asimilación de las minorías a la
cultura dominante, y la reivindicación del derecho de las minorías a
permanecer diferentes... porque no es la diferencia, sino la proximidad de
189G. Bueno, Nosotros y ellos, (Pentalfa, Oviedo, 1990)
190 A. Hidalgo, «Xenofobia », Diez palabras clave sobre Racismo y Xenofobia, de F.
Javier Ruíz Blázquez (Dir.), Ed. Verbo divino, Estella, 1996. pp. 93- 165
338
una diferencia competitiva la que despierta los demonios de la inseguridad,
la insolidaridad y el rechazo». Por su parte, las minorías responden a la
situación real de marginación mediante mecanismos simbólicos simétricos:
«A la exigencia de asimilación responden con la aspiración de una fidelidad
nostálgica a la ortodoxia de sus orígenes culturales. A la reivindicación del
derecho a permanecer diferentes responden con un esfuerzo de
superintegración imposible»191
Claro que, como reconoce el propio Abad, esta imagen especular es
tan estática y esencialista que debe modificarse inmediatamente «a partir
del juego dinámico tanto de las condiciones reales de su existencia, como de
los procesos cognitivos y afectivos con que se justifican y elaboran». Y es
que Abad al aplicar el «prisma de Pike» de forma matricialmente cruzada
entre mayorías y minorías interpreta lo etic como la dimensión económica y
objetivante de la sociedad y lo emic como una suerte de dimensión
subjetiva o simbólica. Así visto, la ideología de la minoría étnica es el
reverso de la ideología de la mayoría nacional. Anverso y reverso que sólo
juegan en el plano imaginario de los símbolos, de manera que para mantener
la simetría entre exigencia de asimilación / mito de los orígenes, por un
lado, y derecho a la diferencia / superintegración, por otro, el propio Abad
debe recurrir a las diferencias entre la primera y la segunda generación de
inmigrantes. Pero al actuar así, su «construcción» regresa a un plano distinto
que no es emic, ni etic, ni una yuxtaposición de los dos, sino un marco
inteligible abstracto que trata de modelizar el proceso de inmigración,
asentamiento, agrupación familiar, «segunda generación», etc, según unas
pautas o momentos clave que constituyen un auténtico tipo ideal. Y es
precisamente este marco abstracto típico-ideal el que proporciona el
escenario móvil que permite observar el carácter variable (no esencial, sino
estratégico) de las identidades étnicas, máxime en una situación como la
española, en la que entran en juego situaciones de gran heterogeneidad en
cuanto al orígen étnico de las minorías. Sólo así puede entenderse tanto la
movilidad de la delimitación de lo que Barth llamaba las «fronteras étnicas»,
cuanto el modo diferenciado de asentamiento y jerarquización de las
diferentes minorías a partir de la interacciones cada vez más complejas.
191 Luis Abad Márquez, «La educación intercultural como propuesta de integración» en
Inmigración, Pluralismo, Tolerancia, Ed, Popular, Madrid, 1993. pp 36-8
339
Por nuestra parte usaríamos el «prisma de Pike» para explicar el
carácter eminentemente emic de la xenofobia y su inanidad etic. Desde el
punto de vista del revés emic mayoritario los argumentos xenófobos que se
esgrimen contra los inmigrantes laborales mezclan, en efecto, el plano
socioeconómico con el simbólico sin solución de continuidad. Así, el
argumento económico de que los trabajadores extranjeros ocupan muchos
puestos de trabajo e impiden a los nacionales el acceso al mundo laboral se
refuerza con la consideración sociológica de que el número de inmigrantes
es excesivo, sobrepasándose ya el «umbral de tolerancia», es decir, el
número máximo de inmigrantes susceptibles de ser integrados en una
población. Y ésta, a su vez, se apoya en el prejuicio acerca de la
imposibilidad de la integración total, porque muchos inmigrantes pertenecen
a culturas radicalmente distintas a la del país en el que viven, y no quieren
asimilarse a ella, teniendo su marginación carácter voluntario. En esta línea,
la mayoría alcanza el clímax del delirio xenófobo emic , cuando arguye que
su propia identidad nacional está amenazada por la inmigración.«Una
Francia con fuerte población negra o magrebí ya no sería Francia, sería otra
cosa: un Brasil de Europa, una Arabia del norte o un Islam de occidente» —
decía Le Pen en discurso paradigmático vindicativo del ius sanguinis.
Sin embargo, esta nueva sensibilidad referida a las minorías, a las
identidades étnicas redivivas y a la percepción de las diferencias frente a las
uniformidades ocurre por efecto de transformaciones globales de mayor
calado. En los últimos años, como consecuencia del desmantelamiento del
Estado del Bienestar y de la crisis de los Estados nacionales integrados,
diversas «minorías» de distinta laya han comenzado a llorar como jamás lo
habían hecho en el pasado supuestas situaciones de exclusión y de
avasallamiento por parte de la cultura universal dominantes, potenciando de
este modo añejas lealtades tribales y redivivas identidades culturales. De
esta manera la exacerbación de la xenofobia ha venido a tomar el relevo
ideológico del desacreditado racismo biológico en el discurso políticoelectoral de la extrema derecha europea: Republicanos en Alemania, Frentes
Nacionales en Francia, Italia o España. Tal fue la amenaza que alertó al
Parlamento Europeo en 1984:
«Un fantasma de nuevo cuño se cierne hoy sobre la Europa política: la xenofobia.
Esta palabra es apropiada no sólo para quienes contribuyen a fomentar los sentimientos
xenófobos para explotarlos políticamente, sino también para quienes, desaprobando las
tendencias xenófobas, no dejan de intentar sacar provecho político de ellas.
340
En los Estados europeos existen elementos racialmente discriminatorios que se
pueden encontrar en la legislación, en la jurisprudencia y tal vez sobre todo en las
prácticas administrativas. Esta situación presenta unas características que permiten hablar
a veces de discriminación racial institucionalizada...»192
Al margen de que la motivación política última de la mayoría
socialista que incoa esta denuncia sea evitar el ascenso de la derecha o del
fascismo racista de Le Pen, la consideración de la xenofobia como una
«ideología» delata su cambio de papel, su función vicaria. Sin solución de
continuidad la xenofobia es el doble del nuevo racismo, caracterizado ahora
porque «desplaza su argumentación de la raza y de la biología a la etnia y la
cultura; sustituye la defensa de la desigualdad por el énfasis en la
preservación de la diferencia... y alerta sobre la amenaza de destrucción que
acecha a la identidad nacional-cultural a consecuencia del crecimiento de la
inmigración»193 ¿Qué ha ocurrido para que de repente se produzca este
desdoblamiento, esta metamorfosis?
Respecto a los inmigrantes ya establecidos en Europa, la actitud de
los ciudadanos nacionales hacia ellos es cada vez más hostil, extendiéndose
la xenofobia de forma preocupante pese a las advertencias y
recomendaciones de las instituciones comunitarias ¿Traen estas actitudes
como reacción inevitable que los grupos de inmigrantes se «reconcentren»
sobre sí mismos y resuciten en su seno el mito de la identidad cultural,
como sostienen los circunstancialistas o, más bien, es la previa asunción
de esa identidad étnica, su reagrupamiento previo en guetos de solidaridad
distintiva, su negativa a abandonar a través de una «integración disolvente»
sus símbolos culturales, lo que ha provocado el rechazo de las cultas y
escépticas mayorías occidentales, que simplemente sienten su propia
identidad «racionalista» (pero emic ) amenazada, como sostienen los
primordialistas ? Puesto que lejos de desaparecer entropizadas por la
creciente tecnologización y estandarización del modo de vida occidental, en
192Apud
M. Angeles Montoya, Las claves del racismo contemporáneo,
Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1994 p. 117.Constituida en octubre de 1984, la «Comisión
de investigación sobre el ascenso del fascismo y el racismo en Europa», su primer
informe pone el dedo en la llaga, al ubicar en la xenofobia la raíz de los males políticos
que se investigan: el ascenso del fascismo y del racismo. El eurodiputado Juan de Dios
Martínez Heredia ha recogido la larga serie de iniciativas comunitarias que se han
producido desde entonces en Europa contra el racismo. Repertorio de iniciativas
comunitarias, Barcelona, 1993
193Ignasi Álvarez Dorronsoro, «Los retos de la inmigración» en J. Contreras (comp.)
Los retos de la Inmigración. Racismo y Pluriculturalidad, Talasa Madrid, 1994. p. 43
341
los últimos veinte años se ha producido un revival de las identidades étnicas
culturales ¿a quién puede extrañar que los inmigrantes retornen hacia el
particularismo de sus orígenes, abominando del supuesto universalismo
occidental, develado como particularismo?
Desde el envés etic, tales argumentaciones adolecen de parcialidad.
Ni siquiera toman en cuenta los beneficios (incluso económicos) que la
inmigración proporciona a los países europeos. Los emigrantes de los países
pobres han sido y son una fuerza laboral a la que la CEE no puede
renunciar. No hay demagogia, ni cinismo en el reconocimiento etic que
desde los antípodas de Le Pen hace Javier de Lucas sobre este asunto:
«Dos de los más recientes periodos de esplendor social, económico y cultural de
Europa, se han construido sobre la exclusión a la que se somete a los extranjeros; me
refiero, en primer lugar, al auge de las metrópolis europeas, que sólo fue posible sobre la
base del expolio colonial. Mucho más recientemente, la reconstrucción de Europa tras la
Segunda Guerra Mundial ha sido viable, entre otros factores (...) gracias a la mano de
obra barata y sin derechos (ciudadanos de segunda) que supone la inmigración, sobre
todo la del sur de Europa»194
También desde la perspectiva etic cabe relativizar el concepto
sociológico de «umbral de tolerancia». Puesto que no es un límite absoluto
puede modificarse social y colectivamente, como se modifican de continuo
tanto las identidades étnicas de los inmigrantes y la cultura propia en
función de las constantes reconstrucciones históricas de las imágenes
nacionales.195 Pero incluso aceptando que tal umbral esté situado hoy en
torno al 10% de la población autóctona, hay que reconocer que tal índice de
inmigrantes sólo se sobrepasa en Luxemburgo y que en España con menos
del 2% la alarma social ante la presencia «masiva» de emigrantes suena a
broma sociológica o a manipulación ideológica. Por lo demás, es de
justicia reconocer que en los procesos migratorias son los países de orígen
quienes realmente pierden al sufrir una sangría del sector más dinámico y
emprendedor de su población activa, sobre todo, si contabilizamos el brain
drain y la fuga de las élites cualificadas, que supone una rémora para su
propio desarrollo. En lo que se refiere a la marginación voluntaria de los
extranjeros y a la imposibilidad de integración, no hace falta ir muy lejos
para observar con Touraine el crecimiento del nivel profesional y de la
194 J. de Lucas, El desafío de las fronteras .Derechos humanos y xenofobia frente a
una sociedad plural, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1994 p. 45
195 Anthony D. Smith, La identidad nacional, Trama Editorial, Madrid, 1997
342
participación ciudadana de las minorías inmigradas a partir de la «segunda
generación» cuando los programas de educación intercultural tienen éxito.
Por lo demás, entre la marginación y la diferenciación impuestas por
quien tiene el dominio y la asimilación que supuestamente conlleva la
pérdida de los valores de las minorías, siempre hay fórmulas transaccionales
intermedias que comporten el enriquecimiento de mayoría y minorías.
Incluso en los casos de conflicto objetivo de valores como el caso de la
escisión-ablación de las niñas africanas «el camino de la criminalización
jurídica» con ser el más fácil, no es más efectivo que las «vías de la
medicalización y de la educación», como ha señalado Alessandra Facchi:
«La acción disuasoria del Estado de acogida puede concretarse en la atribución
de beneficios económicos, políticos y sociales específicos para aquellos que renuncien a
imponer la escisión a sus hijas. Una medida con seguros efectos disuasorios en lo
inmediato es la exclusión de las familias responsables de las formas de asistencia social
corriente, tales como las ayudas familiares»196
Por último, el delirio xenófobo del nacionalismo paranoico que siente
amenazada su identidad cultural por insignificantes minorías sin poder,
parte del supuesto (insostenible en la perspectiva etic ) de que las complejas
sociedades industriales europeas son todavía monoculturales. Lo grave es
que los supuestos defensores de las minorías marginadas y ellas mismas,
responden a estas provocaciones fascistas con el mismo argumento:
intentando imponer sus propios valores monoculturales al resto de la
población.
4.— El problema de las minorías nacionalistas.
El nacionalismo parecía un asunto decimonónico y tercermundista
cuando estalló el conflicto balcánico: «Conforme se va acercando a su final,
el siglo XX parece encontrarse de nuevo con su comienzo -sentencia Gert
Weisskirchen-- El nacionalismo nos ha catapultado al infierno del
chauvinismo con una fuerza brutal. El post-comunismo entra en la etapa del
196Alessandra Facchi, «La escisión: un caso judicial», en J. Contreras (comp.), op. cit.
p. 190.
343
nacionalismo»197 El caso yugoslavo se ha convertido este fin de milenio en
paradigma de la más maligna confluencia entre nacionalismo y xenofobia.
No se trata sólo de que incipientes estados etnocéntricos reclamen mediante
la fuerza de las armas el derecho a la autodeterminación y al territorio de
los clanes serbios, croatas, musulmanes o eslovenos. El nacionalismo, como
ideología, se ha convertido en el cómplice de la «limpieza étnica». Actúa
como si fuera el salvador del particularismo, pero destruye cuantas
diferencias sospecha, ya no de lengua, raza o religión, sino simplemente de
apellido. Se alimenta de la muerte de los demás con la insolencia de la
fuerza bruta. Los nuevos profetas del nacionalismo se esconden detrás de las
emociones narcisistas y el desprecio por los extranjeros.
La «Europa de las pueblos» reacciona contra la Europa de las
naciones, acusándola de «exclusivismo», pero el regionalismo integrista que
practican ciertos partidos independentistas (vascos, catalanes, gallegos)
parecen insinuar un proceso de balcanización hispánica. Ocurre en los
países más desarrollados y la intelligentsia juega un papel esencial en el
separatismo. Sirva de paradigma de ideología nacionalista el discurso de
Xavier Arzallus: con afirmaciones descriptivas (refutables científicamente)
se refuerzan sentimientos exclusivistas (inmunes a la refutación). En la
confusión de pensamiento reside su gran fuerza emocional:
«Primero anduvieron los antropólogos con su craneometría. Luego vinieron los
hematólogos con el RH de la sangre: siempre encontraron alguna especificidad entre los
vascos. Ahora vienen los biólogos con el monogenismo y el neomonogenismo. Esto es,
que esta sociedad de la que formamos parte viene de una única pareja. Y cuentan, se
trata de algo sorprendente, cómo vinieron a Europa y cómo su sangre (se trata de algo
ocurrido hace 25.000 años, me refiero al hombre de Cromagnon) perdura únicamente en
los vascos. Esto puede ser importante o no, pero muestra la realidad: la especificidad de
este pueblo»198
197Gert Weisskirchen, «Tras el telón: Reflexiones sobre el nacionalismo en la antigua
Yugoslavia» en Josep Palau y Radha Kumar, Ex-Yugoslavia: de la guerra a la paz,
Generalitat Valenciana, Valencia, 1993, pp. 69-72.
198Discurso en euskera de X. Arzallus en Tolosa, el 30 de Enero de 1993, que levantó
una ligera polvareda bien analizada por Paz Moreno Feliu en «Cerraduras de sombra:
racismo, heterofobia y nacionalismo» en J. Contreras (comp.) op. cit. pp. 224-27. No
obstante, la opción abertzale no es unánime entre los vascos y la crítica a la violencia
unilateral de ETA es cada vez más notable. Cfer. Juan Aranzadi, Jon Juaristi y Patxo
Unzueta, Auto de Terminación. El País-Aguilar, Madrid, 1994, que examinan la
mitología pseudocientífica en que se funda la ideología nacionalista para legitimar la
violencia
344
El mito de los orígenes, la «pureza racial» convertida en «dato
objetivo» consagrado por la ciencia salta por encima de 25.000 años de
historia para justificar una supuesta singularidad cultural, que reclama como
corolario la autodeterminación política. El padre Arzallus predica con
unción y convicción sus mitos «originarios», pero ¿en que se diferencia su
discurso —pregunta con razón Paz Moreno— del de Pedro Varela,
presidente del CEDADE cuando reclama «una Europa de las etnias»,
incluida «la catalana, que no coincide racialmente con la del resto de los
pobladores de España»? ¿Y del de los que vindican la cooficialidad de una
supuesta llingua asturiana recién fabricada lo que implicará a la larga su
uso obligatorio?
En el mundo se hablan más de 8.000 lenguas, mientras apenas hay
dos centenares de Naciones-Estado. No hace falta ser matemático para
calcular que la inmensa mayoría de los grupos étnicos o culturales han
renunciado de grado o por fuerza a constituir organizaciones políticas
homogéneas o monoculturales. Aunque muchos de los Estados surgidos en
los dos últimos siglos han apelado a movimientos nacionalistas, otros
muchos paises como Suiza, Bélgica, Finlandia y, hasta hace poco, también
Yugoslavia y la Unión Soviética han demostrado en la práctica la existencia
de medios alternativos no violentos para conciliar Estado y nación en
situaciones pluriéticas y pluriculturales: federalismos, bilingüismos,
regímenes autonómicos, integraciones graduales. Fiebre decimonónica
europea, el nacionalismo remite después de la Segunda Guerra Mundial y
sólo puede prender ya en las zonas subdesarrolladas del planeta aliándose al
anticolonialismo. Pero el fenómeno es recurrente. A la fragmentación étnica
de lo grandes imperios, sigue el separatismo étnico poscolonialista y ahora
prende el fenómeno en las sociedades industriales, poniendo en peligro
proyectos de convivencia supranacionales como la Comunidad Europea.
Para Benjamín Akzin, sin embargo, que proclama «la relativa
debilidad del nacionalismo durante la mayor parte del curso de la historia»,
«el nacionalismo moderno aparece primero como una extensión de las ideas
liberales y democráticas y como su aplicación, más allá del individuo, a todo
el grupo étnico con el que el individuo mismo se considera unido». Ideología
nacida como reacción de resistencia a las campañas napoleónicas de
unificación, fruto siempre de una minoría selecta, cuyo foro principal
siempre fue una Europa de zonas fronterizas muy disputadas y una
población étnicamente mixta, dispuesta a fortalecer sus lazos con mitos y
leyendas de glorioso pasado, el nacionalismo hoy «parece estar cediendo el
345
paso»199
En la misma línea argumental, Ernst Gellner, quien niega que las
naciones sean clases naturales y que el destino final de los grupos étnicos
sea convertirse en Estados nacionales, considera el nacionalismo como una
ideología psicológicamente débil para arraigar en las conciencias de los
individuos y, sobre todo, lógicamente impresentable ante el público cada
vez más culto y alfabetizado de las sociedades industrializadas:
«La ideología nacionalista está infestada de falsa conciencia. Sus mitos trastocan
la realidad: dice defender la cultura popular, pero de hecho forja una cultura
desarrollada; dice proteger una sociedad popular, pero de hecho ayuda a levantar una
anónima sociedad de masas...Predica y defiende la diversidad cultural, pero de hecho
impone la homogeneidad tanto en el interior como, en menor grado, entre las unidades
políticas. La imagen que de sí mismo tiene y su verdadera naturaleza se relacionan de
forma inversa y con una perfección irónica que pocas veces se ha visto, siquiera en otras
ideologías triunfantes. Esta es la razón por la que creemos que, en términos generales, no
podemos aprender demasiado acerca del nacionalismo estudiando a sus profetas»200
Y sin embargo, en contra de las previsiones de Gellner, que veía
disminuir «la acritud del conflicto nacionalista» en 1983 y que acordaba con
el marxista Nairn sobre el hecho de «que la sociedad industrial tardía no
engendra ya profundas brechas sociales que la etnicidad pueda activar», la
violencia etnófoba salta a primer plano por tercera vez en el siglo XX. Al
igual que el mítico gigante Anteo, que, cada vez que era derribado,
recobraba energías y vitalidad al contactar con su madre, la Tierra, así
también parece que el nacionalismo resurge con fuerza, cada vez que ha sido
derrotado. Esta es la dialéctica del problema nacionalista. El nacionalismo
suele ser decapitado cada vez que levanta el vuelo ideológico de la ira, la
revancha, el terrorismo, o infla el fantasma destructivo de la xenofobia y el
racismo. Pero nunca ha sido destruido por completo, porque su sangre riega
siempre el suelo patrio, donde germina la exaltación vitalista e instintiva de
la diferencia, de la diversidad, de lo propio, el legítimo orgullo familiar de la
peculiaridad del linaje y la cultura de cada cual. En realidad, como recuerda
Smith, bastan seis componentes para resucitar al Anteo de la comunidad
étnica («1. un gentilicio; 2. un mito de orígen común; 3. recuerdos históricos
compartidos; 4. uno o varios elementos de cultura colectiva de carácter
199Benjamín Azkin, Estado y Nación, F.C.E., Breviario 200, México, 1968, pp 57-59 y
85
200Ernest Gellner, Naciones y Nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988, p. 161.
346
diferenciador; 5. una asociación con una patria específica; y 6. un sentido de
solidaridad hacia sectores significativos de población»)201
No se trata de resucitar aquí la falsa teoría de los «dioses oscuros»,
que Gellner denuncia para poner en evidencia la cortedad de sus análisis. La
etología ha probado la existencia de preprogramaciones genéticas de
identificación con el grupo, que son algo más que elucubraciones de
psicología profunda y que están a la base del etnocentrismo. Pero ¿de dónde
nace la creencia de que la única identificación legítima es la que procede del
nacimiento (la nación) y la exigencia de que tal identificación sólo se realiza
cuando cristaliza en la forma de Estado nación? Es obvio que se trata de un
producto moderno. Ya el viejo Kant (a quien Gellner trata de defender a
toda costa de la inculpación de nacionalismo), a priori, antes de que se
produjera la generalización del Estado—nación como estructura jurídicopolítica típica de la sociedad moderna, a cuya progresiva consolidación
hemos asistido estos dos últimos siglos, había advertido en el proceso
civilizatorio hacia la construcción de una comunidad mundial de derechos y
deberes la existencia de una contradicción. Para alcanzar La Paz Perpetua
hace falta, decía Kant, una federación o pacto entre los pueblos, «una
Sociedad de naciones, que no podría ser, sin embargo, un Estado de
naciones...porque muchos pueblos, reunidos en un Estado, vendrían a ser un
solo pueblo, lo cual sería contradictorio», pues «el derecho de los pueblos»
consiste precisamente en que cada uno forme «diferentes Estados», que no
pueden fundirse en uno sólo202.
No hace falta ser muy sagaces para advertir que la contradicción
detectada por Kant se produce respecto al supuesto de que «los pueblos son
Estados», por definición. Antes de que Mazzini enunciara el credo
nacionalista de que «un pueblo destinado a realizar grandes cosas en aras de
la humanidad debe constituirse un día u otro como nación», Kant, y tras él
todo el círculo de intelectuales germanos (Herder, Fichte, Hegel, Schlegel,
etc.,etc.) había procedido ya a identificar al pueblo (Volk ), con la «nación»
y el «Estado», de manera que la base teórica para todas las explosiones
nacionalistas, sean de tipo centrípeto como las que tuvieron lugar para la
unificación de Italia y Alemania, o sean de tipo centrífugo, como las que
llevaron a la disolución del imperio latinoamaericano español en varios
201 Smith, op. cit. p. 19
202Manuel Kant, La Paz Perpetua, 1795, 2_ art. definitivo: «El derecho de gentes debe
fundarse en una federación de Estados libres»
347
estados criollos o a la desintegración del imperio austríaco, estaba, así pues,
bien consolidada en la práctica antes de entrar en el siglo XIX203.
Hay aquí un malentendido histórico, producto del esquematismo de
las tesis radicales, que no conviene mantener por más tiempo. Suele
oponerse la idea ilustrada y mecanicista de nación, entendida como mera
ficción jurídica, que tiene lugar a través del «consenso de las voluntades
individuales» a la idea romántica y organicista de nación como «comunidad
de lengua, cultura y tradición» de claro formato metafísico e ideológico. En
la práctica, ambos conceptos (el liberal-ilustrado y el conservadorromántico) estuvieron amalgamados, dependiendo de circunstancias
específicas. El caso del nacionalismo criollo latinoamericano, en el que el
liberalismo político se alía descaradamente con la vindicación indigenista de
los mitos prehispánicos para conformar un proceso cultural integrador del
alma o del espíritu del nuevo pueblo ìcriolloî es paradigmático. El proceso
repite lo ocurrido tras la Revolución francesa, donde la Convención, apenas
abolidos los símbolos de fidelidad monárquica, los suplanta por «coronas
cívicas», «legiones de honor» y toda una nueva mitología nacional
revolucionaria tendente a fomentar un nuevo sentimiento nacional.
Es cierto que frente al cantonalismo feudal y a las estructuras
corporativas medievales, la doble columna vertebral sobre las que se asienta
la sociedad moderna son el individuo aislado (sujeto ético por antonomasia)
y el Estado como cuerpo político que engloba como Leviathan a estos
individuos en tanto que ciudadanos. Pero no es menos cierto que el
sentimiento nacional, que se desarrolla en Europa en plena vorágine
revolucionaria, es uno de los fulcros más poderosos a los que pudo
amarrase simultáneamente el individuo flotante y cosmopolita sin referentes
y la idea abstracta de Estado, como estructura jurídica vacía, que requiere un
pueblo para encarnarse. De ahí que no sea casual que la idea moderna de
nación sea coetánea con la idea de «Estado moderno», y que sus
categorizaciones jurídico-políticas tiendan a confundirlos con el pueblo. Esta
conexión resulta meridiana cuando el nacionalismo se considera, no tanto
como un «estado mental», «la expresión de una conciencia nacional», una
203Hans Kohn, Historia del nacionalismo, F.C.E., México, 1949 (reimp. 1984) y El
nacionalismo, su significado y su historia, Paidos, Buenos Aires, 1966, le otorga gran
importancia como factor integrador de la nación y valora positivamente sus complejas
manifestaciones culturales ( «En otro tiempo fué una gran fuerza vital que aguijoneaba la
evolución de la humanidad»), lo considera también un valor periclitado («ahora tal vez se
vuelva un lastre para la marcha de esta»), p. 32
348
ideología o una doctrina política, sino en su praxis política efectiva:
«El nacionalismo debe comprenderse como una forma de política, que sólo tiene
sentido en términos del contexto político y de los objetivos particulares del propio
nacionalismo. El Estado moderno es un aspecto fundamental de la comprensión de ese
contexto y esos objetivos. El Estado moderno no sólo configura la política nacionalista,
sino que proporciona a la misma su principal objetivo: la posesión del Estado»204.
Por más que la idea de nación desde un punto de vista analítico
aparezca como una construcción metafísica, basada sobre inanidades
mitológicas y pseudocientíficas para fundamentar ficticias identidades
étnicas, su fuerza ideológica es tal que ni siquiera las doctrinas más
internacionalistas y apátridas han podido renunciar a sus cantos de sirena.
La Iglesia Católica, cuyo reino no es de este mundo, no sólo se ha
configurado como un mosaico de iglesias nacionales, sino que, en muchas
ocasiones, ha servido de alma mater, refugio y tabla de salvación a
nacionalismos independentistas (v.g., el irlandés o el vasco), supuestamente
sojuzgados por poderosos Estados opresores. Incluso el proletariado
internacional, organizado mundialmente, acaba sucumbiendo de diversa
forma a las vindicaciones nacionalistas. Aunque su objetivo era la
revolución mundial y el socialismo universal, a cuyos dictados debía
someterse cualquier otra estrategia, Lenin acabó reconociendo a los
austromarxistas (Bauer, Renner, etc) la importancia táctica de los
movimientos de «liberación nacional» (el nacionalismo emancipador de las
pequeñas naciones sometidas) como arma de desgaste contra el
nacionalismo imperialista de las grandes potencias. Esta sutil distinción
política no impedirá a Stalin operar un reduccionismo cultural, cuya
consigna respecto a las minorías nacionales («Permitidles servirse de su
lengua materna y el descontento desaparecerá por sí solo») está
demostrando ahora su verdadera inoperancia ante los conflictos inter-étnicos
desatados en los territorios de la antigua URSS o de la extinta
Yugoslavia205.
204No es preciso, sin embargo, suscribir la interesantísima tesis de John Breuilly,
Nacionalismo y Estado, Ed. Pomares-Corredor, Barcelona, 1990 (p. 370 y ss) de que el
nacionalismo surgió en oposición al Estado moderno como una forma de hacer avanzar
los intereses de ciertas élites, para establecer la conexión que postulamos en el texto.
205 J. Stalin, El marxismo, la cuestión nacional y la lingüistica, Akal, Madrid, 1977
(tg.Anagrama, Barcelona, 1977), de O.Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la
socialdemocracia, Siglo XXI, Madrid, 1979, las interpretaciones marxistas más
recientes y potentes son las de N. Poutlanzas, Poder político y clases sociales en el
349
¿Qué tiene que ver el nacionalismo con el problema del Estado de
Derecho que planteamos aquí? Por debajo de las unificaciones formales y
jurídicas de los Estados, los sentimientos históricos de pertenencia e
identidad
siguen pesando confusamente y pueden ser explotados
oportunistamente por distintos intereses nacionales o internacionales.
Conviene prevenirse contra ellos Por ejemplo, el resentimiento de los
ucranianos contra los polacos se debe a que in illo tempore la nobleza
polaca explotó y asesinó a campesinos ucranianos, que eran sus vasallos. Y
no sólo en Europa los polvos históricos embadurnan el presente con sus
lodos. En la India la minoría musulmana sufre intermitentes arremetidas de
la mayoría hindú, mientras en Paquistán ocurre al revés. Las graves
matanzas actuales entre la mayoría hutu y la minoría tutsi en RuandaBurundi no es un mero residuo de tribalismo (diagnóstico típicamente
«racista»), sino la consecuencia de una larga dominación de la etnia invasora
tutsi desde el siglo XVI (aliada después de las potencias coloniales
europeas) sobre la mayoría hutu. En resumen, el problema de los
nacionalismos es complicado, porque implica la existencia de pautas
comunitarias y endogrupales etnocéntricas como resultado de largos
procesos históricos, que siguen conservándose como elementos de
identificación en las tradiciones de distintos pueblos. Abolir los reflejos
nacionalistas equivaldría, pues, a erradicar la mayoría de las tradiciones
culturales o a borrar la memoria histórica de los pueblos, en los que, a veces
mitológicamente, fundan sus identidades originarias. Pero la misma instancia
internacional que protege los Derechos Humanos, las Naciones Unidas
protegen también los derechos diferenciales de las minorías étnicas, las
minorías nacionales y sus tradiciones y peculiaridades, así como el derecho
a la autodeterminación de los pueblos. De ahí una de las mayores
dificultades para trazar en la práctica una línea divisoria entre movimientos
universalistas e igualitaristas, capaces de erradicar todo vestigio de
«exclusión» y xenofobia, y los movimientos «nacionalistas» de
autodeterminación. Nos hallamos ante una contradicción tan real como la
vida misma.
Estado capitalista y Estado, poder y socialismo (ambas en s.XXI, Madrid, 1976 y
1979) y T. Nairn, Los nuevos nacionalismos en Europa, Península, Barcelona, 1979
350