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La ética de la bioética: valores, principios y normas
Antonio Pardo
Ponencia en el Congreso Internacional de Bioética.
México, 11-12 de octubre de 2012.
Resumen:
Quienes trabajamos el campo de la bioética, recibimos con cierta frecuencia consultas sobre qué se debe hacer en una cierta situación. Loable preocupación en la actividad biomédica. Sin embargo, la respuesta puede aparecer por registros muy variados, de
los que veremos tres. El experto en bioética puede llamar la atención sobre los distintos
valores que hay implicados en la situación que se plantea, con lo que abre una caja de
Pandora: ¿qué valores tienen preferencia? Y, dado que los valores implican siempre una
apreciación subjetiva, ¿qué nos garantiza que no caeremos en el relativismo al fijarnos
en ellos? Una segunda respuesta apunta a los principios que deben seguirse para actuar
éticamente; en el contexto biomédico, dichos principios equivalen casi inexorablemente
a los formulados por Beauchamp y Childress a finales de los años 70; y el problema que
plantea esta respuesta, como ya ha sido comentado repetidamente, es que resulta incapaz de dar respuestas unívocas y genuinamente éticas, a no ser que esconda algo más
que los principios. La tercera solución podría apuntar a normas de comportamiento, reglas de corte juridicista, que garanticen un buen funcionamiento de la sanidad, del comportamiento del personal sanitario (no menciono a los pacientes pero, stricto sensu,
también entrarían en esas normas); y nuevamente surgen los problemas: esa normativa,
que apunta a las acciones externas, ¿es realmente ética? ¿No es, más bien, un conjunto
de reglamentaciones con un objetivo meramente utilitarista? Tras estas respuestas, frecuentes, estamos en condiciones de entender que, para una comprensión adecuada de la
acción éticamente correcta en biomedicina, debemos ser conscientes del bien que está
detrás de los valores, que no son el resultado de meras decisiones autónomas; debemos
saber que los principios son un sistema procedimental para intentar coordinar los valores cuando se entienden como decisiones autónomas incondicionadas; y debemos ser
conscientes de que la auténtica norma no se refiere a la acción física, sino que se refiere
a la voluntad: es adecuado querer ciertos objetivos y ciertos medios, y no lo es querer
otros objetivos o medios. Estos puntos de partida abren la reflexión a la ética médica,
que incluye el deber vocacional de ayudar a los pacientes a recuperar la salud, en diálogo con ellos. La respuesta de la bioética (valores puramente subjetivos que luego se han
de armonizar mediante los principios o las leyes) queda fuera de la ética.
Introducción
La bioética, o la ética biomédica, seamos realistas, no da la impresión de interesar
especialmente a los clínicos; es frecuente que su práctica cotidiana no haga surgir situaciones que obliguen a pensar específicamente sobre ética; y las cuestiones cotidianas, o
bien contienen poca “sustancia ética” (por decirlo de algún modo; realmente no es cierto), o bien se trata de asuntos que los clínicos ya han resuelto con claridad desde los
comienzos de su labor profesional. De aquí se deriva que quienes nos dedicamos a la
ética profesional recibamos un número de consultas bastante pequeño, si se compara
con el número de actos médicos que se llevan a cabo, y nos llevan a esa visión quizá un
tanto pesimista.
Sin embargo, esas consultas existen, y resultan muy interesantes, porque hacen reflexionar a consultores y consultados. Vamos a articular esta intervención alrededor de
la formulación que suele adoptar esa consulta ética, y que podría resumirse como sigue:
tengo entre manos esta situación. ¿Qué debo hacer? Presentaré a continuación algunos
de los tipos de respuesta comunes a esta pregunta, junto con sus debilidades (quizá cabría decir deformaciones actuales de la ética médica); la revisión de esas respuestas nos
servirá de guía para, a continuación, apuntar algunos de los elementos básicos que debe
contener una respuesta genuinamente ética a la pregunta por el ¿qué debo hacer?
Simplemente el hecho de que la pregunta aparezca es algo de alabar. Significa que
el consultor se ha dado cuenta, con más o menos acierto, de que hay un aspecto ético de
las acciones, de que hay un bien y un mal o, en lenguaje común, que hay actuaciones
correctas e incorrectas, justas o erradas1. Y me parece loable porque, con excesiva frecuencia, las personas no se plantean en su vida el aspecto de bondad o maldad, en su
versión más básica o radical; reciben impulsos externos que les instan a obrar de un
modo u otro, pero no existe un norte interior ético que discrimine entre esos estímulos
externos; exagerando, podríamos decir que van por la vida como bolas de billar, sujetos
permanentemente a los golpes que reciben de fuera. Dicho de un modo más clásico, podemos decir que no saben distinguir su derecha de su izquierda, expresión bíblica para
referirse a esa gran masa de gente que no sabe distinguir el bien del mal2, y esto en el
sentido fuerte y radical de los términos bien y mal, que es compatible con emplear estas
palabras en un sentido parcial o relativo.
1. Valores
Pero pasemos a las posibles respuestas a esa pregunta, pregunta que probablemente tratará de una cuestión con derivaciones, y no será un asunto sencillo; de haber sido
sencillo, probablemente no habría habido consulta.
Una primera respuesta posible podría ir por el derrotero siguiente: esta cuestión es
compleja; para poder resolverla adecuadamente, es necesario analizar en detalle los valores implicados en ella: personas a las que afecta, modo de ver la vida que tienen, pros
y contras de tipo técnico y su valoración por el paciente o quienes le atienden, etc. Una
vez analizados esos valores, se hace necesario establecer un orden de precedencia entre
ellos y, según el resultado, inclinar la acción en una u otra dirección3.
1
Esta visión que remite al lenguaje común, la más realista, es poco frecuente en ámbitos biosanitarios, en cuyos documentos y artículos se entra muchas veces a hablar de ética dejando simplemente que la
cuestión de la naturaleza de la ética se decante tras la exposición de diversas cuestiones; en este sentido,
hay excepciones notables, como la siguiente: The Board of Directors International Confederation of Dietetic Associations. Ethics and Standards: The underpinnings of quality professional practice. A discussion
Paper for Action. 2007, pp. 4-5. Disponible en http://www.internationaldietetics.org/Downloads/Ethicsand-Standards-A-Discussion-Paper-2007.aspx Accedido el 22 de agosto de 2012 (toma la idea básica de
que hablar de ética es hablar de lo que se entiende comúnmente por bueno o malo de Preston N. Understanding Ethics. Sydney: The Federation Press, 1996, que cita literalmente).
2
Véase, por ejemplo, la respuesta de Dios al profeta Jonás, hablando de los habitantes de Nínive
(Jonás 4,11). Como la naturaleza humana no ha cambiado, afirmar que hoy la situación es bastante similar
no es exagerar. Sólo se encuentra una proporción distinta en las sociedades cristianas, en que la Redención sana, en parte, la naturaleza. Puede verse un análisis parecido en la homilía del arzobispo Charles
Chaput sobre la libertad, pronunciada el 4 de julio pasado, especialmente el comienzo, en que muestra
cómo el alejamiento de Dios estuvo en el origen de dos guerras mundiales y de ideologías que llevaron a
la
muerte
a
decenas
de
millones
de
inocentes
durante
el
siglo
XX.
http://www.lifenews.com/2012/07/05/archbishop-chaput-closes-fortnight-for-freedom-with-amazinghomily/ Accedido el 6 de julio de 2012.
3
Este modo de ver las cosas no tiene por qué ser exclusivo, y no suele serlo. De hecho, está como
prolegómeno necesario para el análisis ético en muchos modos distintos de enfocar la bioética. Véase,
como un ejemplo entre muchos posibles, Bertrán JM, Collazo E, Gérvas J, et al. Intimidad, confidencialidad y secreto. Guías de ética en la práctica médica, t. 1. Madrid: Fundación de Ciencias de la Salud, 2005,
133; en la Introducción, ya en la página 1, en que describe el método que se empleará en la Guía, hace la
referencia al análisis de valores. Disponible en http://www.fcs.es/docs/publicaciones/guia_final_pdf.pdf
Accedido el 22 de agosto de 2012.
2
Esta respuesta, como se puede ver, no dice “hay que hacer esto”; muestra un panorama más detallado, y deja abierta la acción a quien consulta. Este dejar abiertas las
respuestas prácticas es lo correcto cuando se recibe una consulta de tipo ético. Sólo en
muy pocos casos se podrá dar una respuesta taxativa acerca de lo que se debe hacer y,
normalmente, sólo negativa: un determinado curso de acción sería inaceptable, pero
quedarían abiertos varios caminos, razonablemente aceptables.
Pero entremos a los problemas que plantea el análisis de los valores implicados en
la situación.
Ante todo, una vez vistos los valores implicados en la situación, hace falta un criterio para establecer el orden de precedencia que hemos mencionado. Y este criterio es,
obviamente, externo a los valores mismos. Los valores no se “autoordenan”, por decirlo
de algún modo. Para aclarar este extremo, debemos entrar en algún detalle más.
Adjudicar a algo un valor es una apreciación subjetiva, es decir, del sujeto; nos resulta valioso algo que apreciamos; su valor proviene de la apreciación que realiza una
persona.
Sin embargo, la adjudicación de un cierto valor a una cosa o situación puede
hacerse de dos modos distintos: apreciando la cualidad de fin deseable que tiene esa cosa o situación o, por el contrario, aplicando ese valor a partir de una elección personal
desconectada parcialmente de la realidad. En el primer caso, el valor de algo es el bien
de algo real apreciado subjetivamente. En el segundo, el valor es la proyección de los
deseos y la emotividad personales4, que puede estar en correlación con el bien de las cosas o no. En ambos casos hay una conexión con la realidad, pero con una diferencia: en
el primero manda la realidad, en el segundo manda el sujeto.
Actualmente, en nuestro imaginario colectivo, es frecuente oír hablar de los valores que sostiene cada persona. Pero casi nadie distingue entre estas dos versiones de valores, la que parte de la realidad o la que parte de la persona; normalmente, lo que se
suele entender es solamente la segunda versión: los valores se derivan de las decisiones
autónomas que hace la persona, y que determinan su estilo de vida, distinto del de los
demás5.
En este contexto, el consejo ético se vuelve sumamente problemático. Si se trata
solamente de analizar los valores que se encuentran implicados en una situación, dejando aparte la complejidad de la cuestión, no existe propiamente consejo ético, hay sólo
despliegue de un paisaje “ético” de valores. Pero no hay una ordenación de los distintos
valores según un criterio rector que sirva de ayuda para tomar una decisión. Porque, si
en el consejo se apunta que un cierto valor tiene preferencia sobre otro, nos encontraríamos simplemente con la imposición de los valores de quien aconseja, es decir, de sus
preferencias autónomas, sobre las de quien consulta o las de otros implicados en la situación que se consulta. Si los valores tienen como único fundamento las decisiones autónomas, el resultado sólo puede ser conflictos de intereses entre dichas decisiones autónomas.
Pretender resolver estos conflictos mediante algún procedimiento democrático,
para buscar algún tipo de consenso o algo por el estilo, es utópico. O hay puntos en común entre las decisiones autónomas (“valores”) de los implicados, y entonces no hace
falta buscar el consenso, pues ya lo hay; o no existen esos puntos comunes, con lo que
4
Cf. Polo L. Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos. Madrid: Unión Editorial,
1996, p. 122.
5
Aunque pueda parecer que me estoy refiriendo a un contexto social muy concreto, como puede
ser el que se da en bastantes países occidentales, hemos de tener en cuenta que, actualmente, esta mentalidad se está difundiendo progresivamente por todo el mundo, en parte por influencia cultural, en parte
por presión decidida de numerosos organismos internacionales.
3
el consenso sólo puede significar imposición de los “valores” (decisiones autónomas) de
una persona sobre los de otra. Y en esta civilización, que estima tanto la libertad de
elección, esta imposición es inviable, al menos de modo abierto. La aceptación de la autonomía personal como algo intangible convierte en inviable el diálogo sobre los valores.
La utopía de conciliar lo inconciliable se ha intentado; ahí tenemos, como una de
las salidas más razonables, la teoría del discurso de Habermas6. Pero, incluso esos intentos más sensatos se ven irrealizables en la práctica. ¿Cómo podría establecerse un diálogo en que los dialogantes se enfrenten, sin ideas previas –ni decisiones ni juicios de valor-, a la situación, para juzgar objetivamente sobre ella? La contaminación de este diálogo por las ideas de las personas es inevitable, dejando aparte que la resolución de las
situaciones no llegaría nunca a buen puerto si existen discrepancias reales entre las personas.
En todo caso, además de las dificultades prácticas que hemos visto (insolubles),
existe otro problema derivado de este fijarse en los valores. Hablar de valores, en tanto
éstos apuntan a cosas apreciadas por los sujetos, es lo mismo que hablar de fines elegidos. Es muy difícil percibir la bondad de lo que se hace, es decir, de la decisión de estar
haciendo algo, mientras que es fácil ver la bondad de un objetivo final (el “valor”). La
buena voluntad, en este contexto, se reduce a perseguir objetivos adecuados.
Pero si la discusión sobre los valores es, en el fondo, una discusión sobre fines,
propiamente no se está hablando de las decisiones de los agentes, sino sólo de su querer
un cierto objetivo: hay una situación o cosa que es pretendida por un agente (que, en el
fondo, puede ser cualquier persona). Dicho de otro modo: aparece un problema muy típico de la ética contemporánea, que las acciones no tienen actor aparente7. Se buscan
cosas o situaciones, y se trata de organizar los medios para que sean conseguidas. La
ética de la acción personal se disuelve en “cosas que suceden”.
La conexión con el consecuencialismo es evidente: se trata de que sucedan cosas
queridas o deseadas. Como el conflicto de voluntades está servido desde el primer momento (no todas las voluntades son conciliables, como ya hemos visto), sólo queda intentar conseguir lo máximo posible, el mayor bien para el mayor número (entiéndase
“bien” en el sentido que estamos empleando: lo que cada uno considera valioso, lo que
elige autónomamente). Hemos obtenido así la formulación clásica del consecuencialismo o utilitarismo.
Quedan algunos flecos, que vivimos hoy: si se trata de conseguir el mayor bien
para el mayor número, o sea, que el mayor número de personas posible satisfaga sus deseos autónomos (“valores”), aparecen limitaciones en las posibilidades de acción de
otros miembros de la sociedad. Concretamente, en el ámbito biomédico, se ha propuesto
que la manera de minimizar en lo posible esta limitación mutua consistiría en que los
agentes sanitarios deberán prestar sus servicios para cumplir con la voluntad autónoma
del paciente (que comienza a recibir la denominación de cliente), aunque piensen que la
6
Puede verse un resumen breve de su teoría de la acción comunicativa y del papel de lo que él denomina
discurso
en
Wikipedia:
Anónimo.
Acción
comunicativa.
Disponible
en
http://es.wikipedia.org/wiki/Acción_comunicativa Accedido el 22 de agosto de 2012.
7
Aunque, a primera vista, el problema que surge como corolario de los valores es el subjetivismo
en la apreciación del bien, ese bien conecta con la intención, y no llega a rozar las decisiones. Sólo así se
explican ciertas actuaciones desastrosas en las que el mismo agente no tiene la menor consciencia de
haber hecho algo censurable. Véase, como ejemplo, Arendt H. Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la
banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 1999. 460 p., especialmente el capítulo 2, pp. 37 y ss, en que
Eichmann se declara inocente, y se explica en buena medida por qué (dentro de la dificultad objetiva del
tema): él no era un sádico ni buscaba (fines) el mal para los judíos.
4
elección de éste está equivocada8. Dicho de otro modo: la conciencia del agente no existe9, y debe prestar los servicios aunque piense que se trata de una acción incorrecta; es
la lógica que subyace a toda la discusión, no pequeña, de la administración Obama con
los proveedores de seguros médicos que no quieren incluir el aborto y la contracepción
entre sus prestaciones: se trata de un servicio que no puede coartar la libertad de los demás. En una sociedad democrática, dicen, los valores y opiniones personales no se pueden imponer10.
Por último, deseo mencionar otro problema que plantean los valores como derivados de la autonomía o de la pretensión puramente subjetiva, y que tiene cierta conexión
con la visión contemporánea que considera la ciencia como un saber objetivo, no sujeto
a las consideraciones y opciones personales. Se trataría de encontrar un modo de resolver esos conflictos de valores (“dilemas éticos”) de modo que, ante unas voluntades en
contraste, pudiéramos resolver cuál sería el curso de acción más adecuado (es decir, el
que salvaría más valores en liza, no el mejor en el sentido ético, fuerte, de esta palabra).
Esto nos lleva de la mano al apartado siguiente, los principios. Pero, a la vez, si recapacitamos sobre este problema, podemos darnos cuenta de que se trataría de una solución
teórica para un problema que tiene que ver con la acción de las personas y que, por tanto, no puede resolverse de modo teórico, sino solamente de modo práctico.
Dicho de otro modo: si, para intentar dilucidar el curso de acción en caso de conflictividad (cuestión práctica), recurrimos a una solución teórica (unos principios universales, unas reglas de algún tipo, etc.), estamos empleando un procedimiento que no
puede aportar dicha solución, pues esta solución reclama un procedimiento práctico, tal
como es la situación planteada. Una solución teórica daría una solución válida independientemente de que las personas implicadas sean éstas o aquéllas, lo cual es absurdo,
pues los conflictos entre personas siempre tienen que ver con personas concretas. En este intento radica el parecido con la pretensión de objetividad pura de la ciencia contemporánea, que desea conocimientos, pero desligados de la influencia (inevitable) de las
personas que los poseen.
8
Engelhardt lleva este argumento hasta el final lógico que hemos mencionado. Cf. Engelhardt HT
Jr. The Foundations of Bioethics. New York: Oxford University Press, 1986, pp. 82 y ss.
9
Puede parecer a primera vista que la extrapolación extrema de Engelhardt sobre este asunto no
pasa de ser una exageración, con poca conexión con la realidad. Puede comprobarse lo contrario buscando en PubMed la expresión “objeción de conciencia” (“conscientious objection”), que es el polo opuesto
al servilismo a la autonomía del paciente; se obtiene un total de 164 registros en un total de más de 22 millones de referencias bibliográficas sobre literatura biomédica. No sale mucho más la materia “conciencia”, que se introdujo en MedLine en 1991, con la absorción del BioethicsLine (que tenía este término
desde 1975); actualmente hay registrados un total de 1050 artículos con ese Medical Subject Heading, entre
9
y
60
anuales
(véase
http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed?term=%22Conscience%22%5BMesh%5D Accedido el 22 de agosto de 2012), o sea, menos del 0,5 por 10.000. Esta cuestión encaja con lo que hemos afirmado anteriormente: parece que, en el contexto biosanitario, las acciones no tienen agente.
10
El razonamiento es completamente falaz, pues se le podría dar la vuelta: los “clientes” no pueden imponer sus valores y opiniones personales a los agentes sanitarios. Dicho sea de paso, hemos igualado valores y opiniones personales porque, en este contexto, se piensa que las decisiones autónomas son
sólo eso, decisiones autónomas, pero carentes de racionalidad intrínseca (no se pueden imponer racionalmente pues son simplemente una opción voluntaria autónoma); en los orígenes de esta visión contemporánea se encuentra la intuición personal de los valores, con los problemas del intuicionismo moral de
Moore y de los deberes prima facie de Ross. Cf. Sánchez Migallón S. Un esbozo de ética filosófica. Cuadernos de Anuario Filosófico. Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998;
136 (Colección Cuadernos de Anuario filosófico. Serie universitaria; 57) Disponible en
http://dspace.unav.es/dspace/bitstream/10171/5995/1/57.pdf Accedido el 19 de junio de 2012; véanse especialmente pp. 121 y ss.
5
Pasemos ahora a otra posible respuesta a la consulta ética, que hemos planteado
como punto de partida: los principios éticos.
2. Principios
Un tópico, ya manidísimo, de casi todos los textos de bioética, consiste en afirmar
que, en la situación contemporánea de la atención sanitaria, la tecnificación progresiva
ha producido la aparición de problemas inéditos en la ética médica (o en la bioética, si
preferimos la terminología de moda, aunque, propiamente, la bioética no es ética médica), que obligan a repensar muchas cuestiones del comportamiento profesional. En realidad, estas situaciones inéditas (sobre todo técnicas, aunque también sociales) no plantean problemas inéditos desde el punto de vista ético, pues las “herramientas éticas”, los
componentes éticos de las acciones buenas, siguen siendo los mismos: previsión suficiente, intención correcta, decisión correcta, y efectos tolerados y efectos secundarios
proporcionados con lo que se intenta11.
El efecto más claro que sí ha producido esta tecnificación y complejidad progresiva de la Medicina es la dificultad de un médico para conocer todo lo relativo a su profesión. Y está más lejos aún pretender que nuestros alumnos sean un Leibniz, que conozca
toda la ciencia de su tiempo. Hoy, esto es impracticable, incluso dentro de la Medicina,
aunque siempre se debe exigir que los médicos tengan una aproximación al método y
contenidos de otros saberes, para no crear especialistas sin espíritu y vividores sin corazón, en expresión de Max Weber. Hay que mantener la tradición humanista de la Medicina: un médico tiene que interesarse por cuestiones no técnicas si quiere ser buen médico; de lo contrario, no verá pacientes, sino trabajo técnico.
Éste es el problema auténtico que ha creado la tecnificación moderna: médicos
que saben resolver su trabajo como un problema técnico. El paciente se convierte en un
“mecanismo” estropeado, y el médico trata de repararlo. Incluso las facetas humanas del
paciente se enfocan de modo técnico (para comprobarlo, no hay más que ver cómo tratan los textos o la docencia cuestiones de psicología o empatía). Las deformaciones profesionales que se derivan de esta actitud son numerosas, pero nos interesa quedarnos sólo con un aspecto, que veremos ahora.
Recordemos el punto de partida: un clínico que acude a un comité o a un experto
en bioética preguntando qué debe hacer. Y sigue siendo loable que se haya planteado la
consulta.
En el panorama tecnificado que hemos planteado, resulta obligado servirse de protocolos normalizados para la actuación profesional. Ante una cefalea, un dolor articular,
etc., el médico no parte de cero, sino que tiene ya, al menos para las cuestiones más comunes, un diagrama de flujo que le permite, con pocas preguntas, hacer el diagnóstico
diferencial de la patología, empleando, si acaso, un número mínimo de pruebas complementarias.
Para seguir este proceso, no es necesario pensar apenas, resulta casi automático12.
Estos protocolos técnicos, elaborados por una comisión creada por una entidad médica o
11
Cf. Pardo A. Sobre el acto humano: aproximación y propuesta. Persona y Bioética 2008; 12(2):
78-107.
12
Y, dicho sea de paso, aplicar este diagrama de flujo deja fuera al paciente como persona: al médico le interesa preguntar lo siguiente en el diagrama, mientras que el paciente está interesado en contar lo
que le preocupa o considera más relevante, y se ve interrumpido por la pregunta técnica del médico. El
resultado de esta actitud profesional es calamitoso desde el punto de vista del trato humano. Además, su
aplicación mecánica, o casi mecánica, lleva a olvidar los aspectos peculiares del paciente concreto que
estamos tratando, de modo que, en último término, puede proporcionarle un consejo terapéutico inadecuado para su caso; dicho de otro modo: un protocolo no excusa del deber de razonar sobre la enfermedad
y peculiaridades del paciente, y esto obliga a “saltarse las reglas” cada vez que se estime oportuno.
6
a raíz de un Congreso, son indudablemente útiles, pues aplican los criterios de los colegas más expertos en la materia en vez de las luces, mayores o menores, del médico que
los aplica.
Por este motivo, la idea de elaborar, o de que debe haber, unas reglas normalizadas para enfrentarse con las situaciones es parte de la mentalidad común en Medicina.
Cada situación tiene su protocolo. Y la ética profesional no escapa a esta mentalidad
común: cuando el médico hace la consulta ética, muchas veces supone –más o menos
inconscientemente- que existe un protocolo de actuación, unas reglas estructuradas y
normalizadas que le permitan saber lo que debe hacerse (éticamente hablando)13.
Este protocolo normalizado de ética de la actuación médica existe: los archiconocidos principios de la bioética de Beauchamp y Childress, que ya llevan demasiados
años entre nosotros, cumplen perfectamente con lo que se espera de ellos: son unas reglas que, al aplicarlas, dan como resultado qué se debe hacer (desde el punto de vista
ético). Es relativamente frecuente encontrar, en artículos de cuestiones clínicas que
aborden sus aspectos éticos, un apartado que se limita, básicamente, a aplicar las cuatro
reglas: respeto a la autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia. Y, del mismo
modo que los protocolos técnicos, permiten resolver el problema sin pensar apenas: basta seguir el procedimiento14.
No es necesario que me extienda demasiado en criticar los principios: ya para mediados de los 80 se habían dicho la mayor parte de los argumentos de esta crítica, que
no dejaba muy bien parada la obra de Beauchamp y Childress15. Veamos ahora los aspectos de los principios que son más relevantes para la exposición en curso.
Lo primero que salta a la vista es que los principios son incapaces de cumplir su
objetivo: resolver qué hay que hacer en esta situación concreta. El motivo radica en que
sus autores no establecen un orden de precedencia entre los diversos principios16, que
son propuestos como meras orientaciones, pistas por donde debe ir la actuación profesional –aunque sean presentados a la vez como reglas procedimentales, como un protocolo de actuación-; esta carencia de orden hace que, dependiendo de qué principios reciban más peso por quien los aplica, el resultado de su aplicación a una misma situación
puede ser completamente distinto. Y eso sin contar con la indefinición y ambigüedad
que dichos principios poseen en su versión popularizada: no sólo se aplican en un orden
distinto, sino que se pueden estar aplicando principios que, en el fondo, tienen un contenido diferente (y esto sin entrar en los casos en que se da a los principios, expresamente,
un significado distinto al original de Beauchamp y Childress). En todo caso, lo que sí
está claro es que distintos comités de ética que dicen aplicar los principios, discrepan en
lo que ha de hacerse.
13
Resulta llamativo que, al igual que vimos al hablar de los valores autónomos, tampoco la aplicación de los principios deja lugar a un actor, un agente que tome decisiones, sino que toda la discusión versa sobre las cosas hechas. La consulta ética se resuelve en un juicio que afirma que cierto estado de cosas
debe producirse con preferencia a su contrario, pero sin afirmaciones del estilo “es inadecuado –o inhumano, o antinatural, etc.- que una persona decida y actúe así”.
14
Esto, que en protocolos técnicos ya es censurable, en el ámbito de la ética es completamente inadmisible, pues la ética versa sobre la acción correcta, que sólo puede ser tal cuando se refiere al actuar
deliberado, es decir, cuando ha pasado por la racionalidad. Prescindir de la racionalidad para actuar es dejar de ser hombre, y convertir la actuación humana en menos que instintiva: queda reducida a mero comportamiento mecánico. Cf. las reflexiones sobre lo voluntario, la elección y la deliberación de Aristóteles.
Ética a Nicómaco, III, 1-3, BK 1109b-1113a.
15
Cf. Pellegrino E. The metamorphosis of medical ethics. A 30–year retrospective. JAMA 1993;
269 (9): 1158-62.
16
Cf. Beauchamp TL, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. 4 ed. New York: Oxford,
1994; 546.
7
Hay autores que solucionan la cuestión estableciendo un orden de precedencia entre los principios17. El problema de este orden radica en que se debe hacer con un criterio que, lógicamente, no puede proceder de los principios mismos. Por tanto, el criterio
ético último de estos “principios estructurados” no son los propios principios, sino la
idea de fondo que establece su valor relativo, y los principios prácticamente sobrarían.
Lo normal, en todo caso, es dar preferencia al principio del respeto a la autonomía
del paciente. Su presencia en la argumentación bioética causa ya náuseas. Para apoyar
esta prioridad del respeto a la autonomía del paciente, aparte de la mentalidad contemporánea de creencia en la libertad autónoma (bastante rudimentaria) y la ya mencionada
argumentación sobre las nuevas situaciones técnicas y sociales (que no tiene mucho que
ver), el argumento rey consiste en afirmar que la Medicina ha ejercido un paternalismo
inaceptable hasta épocas históricamente muy recientes, y que hoy, con la bioética aparecida en los años 70, hemos rehabilitado la dignidad del paciente en su relación con el
médico, instaurando el respeto a la autonomía como punto focal.
El problema de este argumento es que es históricamente falso y conceptualmente
falaz, como se ha demostrado recientemente18. Ha sido, más bien, una argumentación
retórica que, apoyándose en la utopía de la libertad autónoma presente en nuestra sociedad, ha cubierto de denuestos la preocupación del médico hacia su paciente, y el diálogo
entre el médico y el enfermo, que siempre existe, aunque no adopte una forma explícita
en muchas ocasiones. Esto no quita que haya habido o que existan hoy médicos prepotentes. Pero eso es distinto de afirmar que el médico ordena y el paciente obedece; el
paciente obedece si quiere, lo cual significa que, cuando cumple las indicaciones médicas, hay una cierta aquiescencia con lo que el médico le dice, o sea, hay acuerdo y diálogo, al menos implícito y parcial.
Por otra parte, al ver estas argumentaciones que intentan aupar la autonomía incondicionada, parece como si la ética médica clásica, hipocrático-cristiana, hubiera defendido que no se deben tener en cuenta las preferencias y peculiaridades del paciente.
La realidad es que no hay ningún inconveniente en tener en cuenta al paciente, es más,
se le debe tener en cuenta; si no, ¿para qué está la atención sanitaria? Cuestión distinta
es que se deba aceptar y colaborar con cualquier decisión del paciente. Hay algunas decisiones, muy pocas, con las que un médico no puede cooperar.
Visto de otro modo: la exaltación de la autonomía, que va unida casi inexorablemente a los principios, en el fondo es un intento de poner en un plano de igualdad las
decisiones, preferencias, etc., del paciente que son éticamente aceptables (muchas más
de lo que puede parecer a primera vista) con las que son éticamente inaceptables. Actualmente, se intenta que estas segundas, por el hecho de ser autónomas, se conviertan
en algo aceptable. Se olvida así la diferencia entre el bien y el mal, y todo queda reducido, de nuevo, a autonomías en conflicto, conflicto que se pretende solucionar con la
aplicación de los principios (utopía divertida, si no fuera penosa). Ya Aristóteles dejó
claro que la mera deliberación que termina en malas acciones19 no es parte de la prudencia y, en todo caso, podría llamarse astucia. Las decisiones éticamente inaceptables,
por muy autónomas que sean, no deben ser tenidas en cuenta en el diálogo médicopaciente, ni en el diálogo social del que éste forma parte.
17
Cf. Gracia Guillén D. Fundamentos de bioética. Madrid: EUDEMA, 1989; 605 y también Gracia Guillén, D. Procedimientos de decisión en ética clínica. Madrid: EUDEMA, 1991; 157 (de esta última
obra existe una edición de 2008 con nueva introducción).
18
Cf. Mccullough LB. Was bioethics founded on historical and conceptual mistakes about medical
paternalism? Bioethics 2011; 25(2): 66-74.
19
Cf. Aristóteles. Ética a Nicómaco, VI, 9, BK 1142b.
8
Resumiendo: la respuesta de los principios no entiende que la relación médicopaciente es una relación entre personas, que se ponen de acuerdo para intentar juntos la
mejoría del enfermo. Y, por supuesto, son pura mecánica referida a hechos externos: no
tienen relación con lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, palabras con las que
en el lenguaje normal nos referimos a los aspectos éticos de las acciones20.
Pasemos ahora a una tercera posible respuesta a la consulta ética que hemos puesto como telón de fondo: las normas.
3. Normas
Cuando, a los comienzos de mi carrera, estudié la bioética de Hugo Tristram Engelhardt21, me sorprendió notablemente su casi constante referencia a la jurisprudencia
estadounidense sobre las cuestiones que iba tratando. Indudablemente, las sentencias
judiciales intentan establecer lo justo en las situaciones que deben juzgar y, por tanto,
tienen un fundamento más o menos remoto en la ética: en principio, lo dictaminado es
lo éticamente correcto en esa situación, o se le intenta aproximar en la medida de lo posible.
Sin embargo, por el contexto de ideas en que aparecían esas referencias, se veía
claramente que no se refería a ese papel de las sentencias. Todo el objetivo de su bioética consiste en mantener una convivencia pacífica en la que cada cual pueda conseguir
los objetivos que ha decidido autónomamente. Las sentencias establecen la normativa
para conseguir esa convivencia pacífica, y los objetivos los pone cada cual con sus decisiones autónomas. Es la moral en dos niveles (el público y el privado)22 que propone
como solución a los conflictos de intereses que ya hemos tenido ocasión de ver.
Como la aplicación de los principios es ineficaz, la salida para regular la convivencia humana consiste en un conjunto de leyes que consiga la paz social, incluso aunque los miembros de la sociedad dejen que desear desde el punto de vista ético.
Se vuelve así a poner sobre el tapete una idea ilustrada muy clásica: la manera de
conseguir el comportamiento adecuado de las personas consiste en un cuerpo adecuado
de leyes; según los diversos autores, esto se combina con una visión del hombre naturalmente bueno, naturalmente egoísta, naturalmente lobo para el hombre, etc., pero el
resultado es el mismo: la ley garantiza que, sea como sea el hombre, tendremos una
convivencia y una sociedad (convencional, no natural) factible.
En todo caso, la cuestión ha hecho fortuna en diversos ámbitos; quizá sea la economía el más conocido. Vicios privados, virtudes públicas. La envidia es el motor del
progreso económico. La ley de la oferta y de la demanda y la “mano invisible”23.
Ahora, con la bioética, esta visión entra también en las relaciones humanas que se
establecen en la atención sanitaria: con leyes adecuadas, todo funcionará bien. No hay
más que ver el volumen de normativas sanitarias24, y más si el Estado intenta el mono20
Véase nota 1.
Engelhardt HT Jr. The Foundations … (cit.).
22
Engelhardt incurre en un error lógico al hacer este planteamiento, pues, mientras que la ética de
un grupo particular sólo tiene validez dentro de dicho grupo, la ética de la tolerancia social que propugna
se aplica a todos. Cf. Engelhardt HT Jr. The Foundations … (cit.), pp. 50 y ss. En realidad, no puede arrogarse estar por encima de las demás, sino que es una opinión más, de validez limitada, y no la solución
universal a la convivencia social.
23
Aunque se ha exagerado su visión sobre el ser humano como egoísta radical, en Adam Smith se
puede encontrar la idea del egoísmo como motor de las relaciones comerciales (que ya se encuentra en
Locke perfectamente articulada), junto con matices mucho más sensatos. Cf. Anónimo. Adam Smith
http://es.wikipedia.org/wiki/Adam_Smith Accedido el 23 de agosto de 2012; este egoísmo se ve regulado
por la coacción de las leyes externas, que permiten el intercambio comercial justo.
24
En España, el Real Decreto-ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la
sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones,
21
9
polio de los servicios de salud, cuestión lógica: si la norma debe cumplirse, no queda sitio para la libertad y originalidad de la persona.
El problema de las normas como solución a la convivencia social de individuos
autónomos es que, de hecho, no funcionan. No hay más que considerar la actual crisis
económica para darse cuenta: se ha desarrollado amparada en un ámbito bursátil regulado por leyes y, curiosamente, se pretende regular más aún este intercambio bursátil y la
actividad bancaria con nuevas leyes para solucionarla. Se desconoce así la complejidad
del mundo actual, que impide solucionar con nuevas normas los problemas que las
normas existentes van provocando como efectos secundarios morales25.
A pesar de las abrumadoras evidencias en contra de nuevas normas para arreglar
este mundo, continúa muy difundida la idea de que ese proyecto es posible. La paz perpetua de Kant sigue en el imaginario colectivo de muchas personas: ¡pretenden que este
mundo tiene arreglo simplemente con las leyes adecuadas! Me pregunto quién vigilará
al que vigila en esa estructura legal, que sabemos abocada a la corrupción (y no me refiero a ningún país concreto, sino a todos en general).
Recuerdo, en una clase de ética médica, en que se hizo mención a la jurisdicción
colegial, y al Código de Ética Médica; la reacción de una alumna fue fulgurante: era
impensable que con la ética y la jurisdicción colegial se pudiera conseguir un buen
comportamiento de la clase médica. La solución debería pasar, para ella, por una normativa legal adecuada: sin una coacción externa real le parecía imposible que las cosas
funcionen bien.
Lo que nos lleva de nuevo a una conclusión ya vista en otros apartados anteriores:
el objetivo de la norma es un estado de cosas deseable, una situación externa; desaparece de nuevo la visión propiamente ética de un sujeto que actúa. La ley, así concebida,
pretende que se haga una cierta cosa, no que quien la haga decida de modo éticamente
correcto realizar esa cosa. Y la ética, como es sabido, “sólo” pretende la buena actuación, no intenta arreglar este mundo (aunque, marginalmente, consiga algo a veces26).
Tengo que reconocer, antes de continuar, que algunos modos de docencia de la
ética médica tienen buena parte de la culpa en esta despersonalización de la ética, que
queda reducida a un modo de comportarse que produce ciertos resultados. Así, con un
interés pedagógico loable, es frecuente que el profesorado, para dejar más clara una
idea, le aplique un rótulo que ayude a memorizarla: “el principio X” (el de respeto a la
autonomía, por mencionar uno concreto).
Sin embargo, el alumno, con mucha facilidad, en poco tiempo sólo recordará la
palabra “autonomía”, sin ser capaz de rememorar el contenido detallado de lo que se le
dijo. La formalización docente, que también se da en la normativa deontológica, hace
que se pierda de vista la realidad, si la palabra que describe ese principio no está exquisitamente elegida, de modo que sea lo más unívoca posible. Y el “principio de autonomía”, de ser una orientación para la conciencia que lleve a respetar las decisiones legíque se ocupa de perfilar algunos detalles de cara a la crisis económica tiene ¡35 páginas!
http://www.boe.es/boe/dias/2012/04/24/pdfs/BOE-A-2012-5403.pdf Accedido el 12 de julio de 2012.
25
Cf. Llano A. La empresa ante la nueva complejidad. Pamplona: Cuadernos de Empresa y
Humanismo,
1987,
Cuaderno
15,
pp.
2-16.
Disponible
en
http://dspace.unav.es/dspace/bitstream/10171/3646/1/Cuaderno015.pdf Accedido el 23 de agosto de 2012
(la fecha parece ser una errata, pues el texto es resultado de una ponencia del año 1989). Cf. también
Spaemann R. Los efectos secundarios como problema moral. En: Spaemann R. Crítica de las utopías políticas. Pamplona: Eunsa, 1980, pp. 289-313.
26
Cf. Guardini R. Ética: lecciones en la Universidad de Múnich. Madrid: Biblioteca de Autores
Cristianos, 1999, pp. 209-11, en que habla de la evidencia “de que algo de riqueza inagotable, grande y
con capacidad creadora anda descompuesto” en lo más íntimo del hombre, y sólo se endereza parcialmente con los esfuerzos educativos.
10
timas de los demás, se convierte en una regla normativa (legal o deontológica), que se
confunde con el principio “ético” de respeto a la autonomía del principlismo estadounidense, con lo que la docencia ética ha fallado, en este caso, su cometido. Creo que, para
evitar dicho problema, en la docencia hay que hacer más hincapié del contenido de la
ética, que en la simplificación terminológica para facilitar el aprendizaje.
Pero volvamos a la cuestión de las normas, en este caso, las profesionales relativas al comportamiento éticamente correcto en Medicina.
Los Códigos éticos de los Colegios profesionales son bastante peculiares, pues
constituyen una mezcla de exhortaciones éticas y de normativas legales, que tienen sanciones aparejadas. En algunos países, el Código de ética médica es ley civil (Francia),
aunque está elaborado por la clase médica; en otros, se reconoce el ámbito profesional
como jurisdicción independiente del poder judicial normal (España). En todo caso, tienen esa peculiaridad de mezcla de recomendaciones éticas y ley relativa a las acciones
externas.
En este contexto, no es fácil entender que el objetivo de la norma moral es la voluntad: lo bueno o lo malo es querer (intentar, decidir) algunas cuestiones. La mezcla
con la descripción tipificada de acciones externas y su obligatoriedad o prohibición hace
que se piense el Código como algo relativo a los hechos, no a la acción humana, que
implica siempre aspectos internos de la voluntad (sin los que no se puede comprender lo
que un hombre hace).
Esta confusión hace que se encuentre con facilidad el argumento de que hay acciones médicas objetivamente malas (la herida que realiza un cirujano) que son permisibles por un fin bueno (curar cierta patología)27: el fin justifica los medios. Afortunadamente, el sentido común impera en esos casos, y el cirujano sabe que, cuando realiza
una intervención, está haciendo algo bueno28.
Pero, además, la mera norma no permite averiguar qué se debe hacer ante una situación concreta. Hay muchas cosas buenas que tenemos como posibles perspectivas de
acción. Con las normas solamente, es indecidible el curso de acción adecuado aquí y
ahora. De ahí que la norma propiamente moral suela formularse de forma negativa:
prohibición de algunas acciones, pues suponen siempre una actuación voluntaria incorrecta. Basta repasar los siete últimos mandamientos del Decálogo para comprobarlo.
Lo cual no impide que los Códigos éticos recomienden ciertas acciones o actitudes, con
el consiguiente problema para quien confía solamente en ellos. La norma, sin virtud de
la prudencia (el arte de decidir bien), no puede guiar las acciones29.
4. Una visión ética
De las posibles respuestas al “qué debo hacer” nos hemos quedado con algunas
parciales, frecuentes, que, contemporáneamente, como ya han comprobado, se articulan
mutuamente para formar la imagen de la bioética actual; podríamos resumirlo del modo
siguiente:
27
Esta es, por ejemplo, la postura de Schüller, que afirma que se pueden aceptar medios malos si
el fin es bueno. Así, pone el ejemplo de la acción del médico que, para curar, debe herir (realizar una operación quirúrgica) a su paciente. Ese medio malo sería aceptable por el fi n bueno (curar). Y el principio
moral de no infligir lesiones debe admitir excepciones. Schüller B. Wholly human. Essays on the
Theory and Language of Morality. Washington: Georgetown University Press; 1986, pp. 150-160. Schüller pierde de vista que el médico, al operar, está haciendo algo bueno (el quid de su decisión es tratar quirúrgicamente, y es bueno), aunque la acción pudiera parecer lesiva y mala.
28
Aunque no suela estar en condiciones de expresar teóricamente en que consiste su actuación.
29
“La ética completa ha de ser una ética de bienes, de normas y de virtudes”: Polo L. Ética. Hacia
una versión moderna … (cit.), p. 112. Esta idea nos ha servido de matriz, en buena medida, para el desarrollo de este trabajo.
11
Una respuesta que apunta al análisis de los valores; éstos se suelen entender como
las opciones personales, no como el reconocimiento subjetivo del bien real; los valores,
así entendidos, son, por tanto, algo que pertenece a la pura subjetividad del sujeto que
formula su preferencia por esos valores, y éstos no pueden ser argumentados racionalmente.
Esta primera respuesta lleva de la mano a las otras dos: ya que no se puede argumentar la preferencia personal por unos ciertos valores, la cuestión consistirá, no en ver
qué valores son los “auténticos” y cuáles no, sino en articular esos valores heterogéneos
sin intentar modificarlos. Esto puede hacerse mediante los principios de la bioética, que
se quedan en un procedimiento para dilucidar el curso de acción entre la diversidad de
valores que prefieren las personas; es el manidísimo tema de los “dilemas éticos” de la
bioética, que no existe en ética. Otra posibilidad es el recurso a las normas, sean éstas
puramente legales o sean las ético-legales contenidas en los códigos éticos profesionales; en todo caso, incluso estas últimas suelen ser vistas sólo como algo relativo a las
acciones externas.
Todas estas respuestas rodean la ética, pero, tal como suelen ser entendidas (y
hemos ido viendo), no entran de verdad en ella. El cóctel de valores subjetivos autónomos, procedimientos normalizados para resolver conflictos concretos, y normas “ético”legales para hacer que el sistema funcione, independientemente de la calificación ética
de las decisiones de las personas, sólo conduce al comportamiento mecánico en sanidad;
y me explico: la bioética es la ilustración que entra en el ámbito de la biomedicina; ahora que la Medicina (¿cabría decir “por desgracia”?) consigue resultados y puede dar lugar a deseos autónomos de las personas (“valores”), éstos pueden (en teoría) ser satisfechos técnicamente y, con el procedimiento (“principios”) y las normas (leyes) adecuados, pueden ser hechos compatibles con los deseos autónomos de los demás. Tenemos
así el modelo de sociedad ilustrada individualista trasladado a la atención sanitaria.
Para esquivar este camino, que lleva a convertir la ética en un modo de decidir, de
modo políticamente correcto, cursos de acción entre “extraños morales”, soy personalmente cuidadoso con la terminología. Esquivo emplear el término “autonomía”, porque
transmite la idea, falsa, de una libertad absoluta, que establece las reglas de juego sin
condicionante alguno; y porque transmite la idea de que, en el diálogo entre personas,
las decisiones que ha tomado otro son irreductibles al razonamiento y a la conversación
argumentada; esquivo mencionar la expresión “dilemas éticos”, pues son algo que, propiamente hablando, no se da en ética, sino que es una manera oculta de mencionar los
conflictos de intereses entre voluntades autónomas irreductibles; y evito hablar de
“principios de la bioética” porque, aunque la palabra “principio” tiene un noble historial
en filosofía, en el contexto bioético es, casi inexorablemente, un método procedimental
de resolución de conflictos de intereses, cuestión que sólo podemos considerar ética de
modo marginal.
Evidentemente, las respuestas y la terminología de la bioética admiten algo de verosimilitud, o mucha, porque tienen elementos de verdad. Si fueran meras disquisiciones en el éter, serían insostenibles. Así, autores de reconocido prestigio, como Pellegrino, no tienen inconveniente en emplear la palabra “autonomía”30, aunque dándole un
sentido más razonable: se trataría de la capacidad de decidir libremente de una persona,
pero basada en motivos, algo razonable, en suma.
Sin embargo, me parece preferible, por lo antedicho, no dejar lugar a esas posibles
confusiones. Así, en vez de hablar de valores, es mucho más unívoco hablar del bien del
paciente y de su salud, que es el objetivo de la atención sanitaria (no sus deseos arbitra30
12
Véase nota 15.
rios); es lo que, en ambiente anglosajón, se ha dado en llamar, el mejor interés del paciente (“the best interest of the patient”), al que se recurre en los tribunales cuando no
hay constancia de sus preferencias personales; por algo será.
En vez de hablar de principios (cuestión que con cierta frecuencia se solapa con
las normas), es menos confuso hablar del deber de entenderse con el paciente: la atención sanitaria es acción conjunta de médico y paciente, y el diálogo, en que cada una de
las partes influye en la otra, es básico para llegar a buen puerto, como sabe sobradamente cualquier clínico; o también, si “principios” se refiere a normas morales, emplear esa
terminología: normas éticas o morales; o, si se prefiere, para evitar la connotación voluntarista contemporánea de las normas, se puede hablar de “lo más correcto”, “lo más
adecuado”, etc.; en todo caso, esquivar la terminología “principios”, que muchas veces
sólo consigue desorientar.
En el contexto de ética profesional, esto debe complementarse con una referencia,
al hablar de leyes y normas, a que estamos hablando de un mínimo jurídico, que afecta a
las personas desde su interior; estamos hablando de lo que se debe intentar y decidir, no
simplemente de lo que se debe hacer (externa y físicamente). Es hablar de normas morales. Lo que significa hablar de ética, de afectación de la persona desde dentro a la hora
de actuar. No de reglamentos externos que harán que “esto funcione bien”. Eso es utópico, aparte de salirse del campo de la ética.
Me doy cuenta de que este resumen abre muchas puertas a temas que no se pueden tratar en esta intervención. Así, si la pregunta ética se responde con la cuestión de
los valores, entendiendo estos correctamente (apreciación subjetiva del bien real), se
abre el campo de la educación ética para apreciar adecuadamente ese bien. Y el bien
principal con el que tratamos en la atención sanitaria es la persona; se trata de un bien
máximo (no absoluto), que es el fin de la actividad médica. La bioética, sin embargo,
nunca habla de la persona como un bien, sólo la considera origen (no se termina de decir cómo) de decisiones autónomas, decisiones que deben ser respetadas (tampoco se
dice por qué).
En una ética razonable, estos enigmas tienen respuesta, porque se plantean de otro
modo: la actividad humana se entiende por su finalidad; hay una cuestión básica en la
conducta humana: el hombre se debe ocupar de los demás; el individualismo moderno
es irreal (y la novela Robinson Crusoe un panfleto). Y, cuando media el compromiso
personal de ayudar a los demás a recuperar la salud (la profesión sanitaria entendida
como vocación), esa finalidad natural toma la forma de cuidado sanitario, en sus distintas formas. Como se puede ver, aquí habría mucho más que decir. Nada más lejano de
los principios entendidos como un mero procedimiento.
Este fundamento ético no quita que los hombres debamos entendernos. Entenderse forma parte de la ética. Pero no es resultado de la aplicación de unos principios formales. Es resultado del diálogo interpersonal, en que unas personas influyen en las decisiones de otras y en su modo de pensar (es decir, sólo funciona si la libertad autónoma
no está dominando el panorama). Y este diálogo es el punto básico para la ética profesional; y entenderse no es el resultado de un diálogo ideal, sostenido por personas no
implicadas o sin intereses, sino justo lo contrario: es el diálogo real de personas con intereses, el paciente de curarse, el médico de ayudarle y tratarle en la medida que se pueda; por supuesto, un diálogo constructivo no es resultado de una técnica para conseguir
la empatía ni nada por el estilo: es el resultado de amar al paciente y procurar su bien.
En este contexto, las cuestiones procedimentales o la aplicación de protocolos
pueden ayudar a identificar detalles que quizá pasarían inadvertidos de otro modo; pero
ese procedimiento o protocolo no lleva a entenderse, como si fuera un mecanismo; el
acuerdo es resultado de la influencia mutua y del intercambio de ideas de médicos y pa-
13
cientes a raíz de su diálogo. Y en este diálogo puede haber desacuerdos éticos de los que
se puede y se debe hablar; pero eso no significa que se pueda colaborar con todo: el diálogo con el paciente puede terminar en el disenso educado31.
Debajo de ese diálogo, se entiende que la auténtica norma profesional no es la que
se refiere a la acción, sino la que se refiere a la voluntad: es adecuado querer ciertos objetivos y ciertos medios, y no lo es querer otros objetivos o medios. Decir que, en una
situación, lo correcto es hacer (físicamente) esto o lo otro se queda fuera de la ética. Y,
junto con las respuestas que hemos dado anteriormente (los valores autónomos y los
principios procedimentales) se quedan en el nivel externo, en la realización física de la
acción. Si se aplicara con rigor la idea de que las respuestas éticas se refieren a la realidad física (cuestión que, afortunadamente, no se hace, pues la gente tiene sentido común), el resultado sería un comportamiento automático con un componente elevadísimo
de irracionalidad.
***
Hemos realizado un recorrido por diversas desviaciones de la respuesta a la pregunta por la ética en el ámbito biomédico, y eso nos ha permitido precisar algunos de
sus elementos básicos.
Este recorrido se queda en un mero prolegómeno a un estudio a fondo de la ética
médica, que sea genuinamente ético, y que no se conforme con un barniz de conducta
que lleve a una convivencia pacífica entre opiniones dispares, cediendo alguna de las
partes (suele ser el médico) en cuestiones que considera moralmente equivocadas, y
considerando dicha cesión como un auténtico “deber moral”, esquizofrenia frecuentísima hoy.
31
14
Debo esta feliz expresión a mi maestro, el Dr. Gonzalo Herranz.