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2. LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA IBEROAMERICANAS. LA
CONFIGURACIÓN DE LOS NUEVOS ESTADOS. CONSTITUCIONALISMO Y
MILITARISMO. REFORMAS SOCIALES Y DEPENDENCIA ECONÓMICA.
DOS VISIONES DE AMÉRICA: MONROE Y BOLÍVAR.
©Gabriela Dalla Corte
Profesora Titular de Historia de América
Universitat de Barcelona
Las guerras de independencia iberoamericanas.
La emancipación de Iberoamérica fue consecuencia de un proceso político,
social, económico y militar que afectó, entre 1808 y 1825, a los territorios americanos
sometidos a las monarquías portuguesa y española desde finales del siglo XV, con una
frontera regulada por el Tratado de Tordesillas.
A inicios del siglo XIX, el imperio colonial español en América estaba
organizado en unidades
administrativas de inmensas dimensiones territoriales. La
América hispánica abarcaba a inicios del siglo XIX desde California hasta el Cabo de
hornos, y estaba dividida administrativamente en cuatro virreinatos (Nueva España,
Perú, Nueva Granada y Río de la Plata) y cuatro capitanías generales (Guatemala,
Venezuela, Chile y La Habana). El poder local estaba en manos de Cabildos y
Consulados de Comercio, mientras las poblaciones indígenas sometidas hasta entonces
conservaban algunas de sus formas tradicionales de gobierno. Había por entonces
amplios territorios americanos inexplorados en los que sus poblaciones no habían sido
conquistadas ni incorporadas al Imperio español.
Desde finales del siglo XVIII, diversas circunstancias inciden para provocar una
gran tensión y malestar entre los distintos sectores de las colonias iberoamericanas,
especialmente en las que dependían de la monarquía hispánica. La Ilustración sirvió de
justificación ideológica para las guerras de independencia, pero no fue exactamente la
causa que las originó. Entre otras razones del malestar encontramos el fuerte control
ejercido por la dinastía borbónica en todos los aspectos de la vida de las colonias; la
implementación de las reformas borbónicas que procuraron centralizar el control
político y económico; el desarrollo de la burocracia como signo de control de las
diversas funciones administrativas; la exclusión de la población “criolla” o “blanca” de
los cargos públicos de máxima jerarquía; un desarrollo económico desigual y
fundamentado en la dependencia de las regulaciones y mandatos provenientes de la
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metrópoli; una política fiscal sostenida por altos impuestos; y una crónica carencia de
recursos para mantener el imperio, especialmente en el ámbito militar. En ese contexto,
un hecho de trascendental importancia fue la pérdida de la flota española en la batalla de
Trafalgar del año 1805, situación que aprovechó la vencedora Gran Bretaña para
enseñorearse de los circuitos de comercialización en el Atlántico.
El proceso de independencia en Iberoamérica da inicio, según una nueva línea
historiográfica dedicada a la materia, hacia el año 1808, a partir de la crisis de las
monarquías portuguesa y española propiciada por la invasión de Napoleón Bonaparte
(ungido emperador de Francia en 1804) a la península ibérica a partir de 1807. En ese
año, al producirse la entrada de las tropas napoleónicas, la corte portuguesa, de la casa
de Braganza, decidió abandonar Lisboa y refugiarse en sus colonias americanas. Los
reyes eligieron como destino Río de Janeiro que a partir de entonces se convertiría en un
importante centro político y económico en todo el subcontinente, y un lugar de presión
para el resto de las colonias hispanas.
La corte española, por su parte, sufrió un singular proceso de pérdida de
legitimidad tanto en la península como en América. En 1808 las tropas francesas
penetraron en España y ocuparon, entre otras ciudades, San Sebastián, Pamplona,
Vitoria, Burgos, Valladolid y Barcelona. En un hecho histórico que se conoce como
Farsa de Bayona, el rey Carlos IV acabó cediendo la corona a favor del hermano de
Bonaparte, José, que fue proclamado rey de España y de las Indias (término con el que
se conocía la América hispana). La familia real fue hecha prisionera en Francia, y en las
colonias americanas de filiación hispana este hecho (particularmente el confinamiento
de Fernando VII, que duró hasta el año 1814), fue percibido como un vacío de poder
monárquico que, con los años, se convertiría en la plataforma de la ruptura política
independentista.
Los territorios que dependían de la monarquía española siguieron destinos
diferentes a los que habían sido colonizados por la monarquía portuguesa. En el caso de
la colonia portuguesa, la presencia de la corte lusitana reforzó la unidad del territorio y
la adhesión al modelo colonial. En el caso de las colonias hispanas, la ausencia de
Fernando VII, llamado “el deseado” por sus súbditos, así como la pérdida de
legitimidad de los poderes peninsulares alternativos creados ad hoc, llevaron
paulatinamente a la emergencia de un proceso independentista que tendría diversas
etapas condicionadas por un proceso de luchas intestinas que se conocen como “guerras
de independencia” que fueron especialmente cruentas en las colonias españolas.
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Mientras tanto, la sociedad española se organizó en juntas provinciales que
dirigieron la resistencia contra los invasores franceses considerados ilegítimos
depositarios del poder. En 1808 quedó conformada la Junta Suprema Central y
Gubernativa de España e Indias con un total de 34 diputados que en el mes de diciembre
se trasladó a Sevilla al tomar conocimiento de que los franceses habían conseguido
cruzar Somosierra. Al compás de estos procesos, en América empieza a producirse un
tenso debate entre “fidelistas” y “secesionistas”: algunos territorios reafirmaron su
lealtad al rey Fernando VII y, tomando el ejemplo peninsular, establecieron juntas que
se sometieron a la Junta Suprema Central y Gubernativa. No obstante, comenzaba a
perfilarse una clara crisis de lealtad: basándose en el principio de que la soberanía
radicaba en las instituciones locales, algunos territorios comenzaron a tomar sus propias
determinaciones políticas y a no reconocer la legitimidad de la Junta Suprema Central y
Gubernativa.
La situación se volvió más complicada hacia el año 1810 cuando las fuerzas
napoleónicas pusieron sitio a los centros de resistencia españoles, entraron en Sevilla, y
forzaron a la Junta Suprema Central y Gubernativa a trasladarse a Cádiz donde se
disolvió. Se constituyó en su lugar el Consejo de Regencia que tuvo naturaleza
profernandina y quedó formado por cinco personas con mandato para convocar a Cortes
con representación tanto de España como de América. Las Cortes redactaron y
aprobaron la Constitución en 1812 con apoyo de representantes americanos que
acompañaron el proceso. La Constitución consta de 10 títulos y 384 artículos, fue jurada
por las Cortes españolas el 19 de marzo de 1812, y fue promulgada en México un año
después. Reafirmó la autoridad de las Cortes, abolió la Inquisición e impuso severas
restricciones al monarca, al punto de que las oficinas públicas dejaron de añadir a su
denominación el adjetivo real. Además, promulgó la abolición del tributo indígena y de
los servicios personales o mitas (trabajo tributario originario de las poblaciones andinas
de la América del Sur).
Las etapas del proceso de independencia americano, en relación al devenir
histórico de la antigua metrópoli, pueden ser definidas de la siguiente manera. Una
primera fase, que va de 1808 a 1810, es considerada como la del “seísmo
revolucionario”; una segunda fase, que va de 1814 a 1819, suele ser calificada como la
del “sexenio absolutista” en virtud del regreso de Fernando VII al poder y al
reforzamiento del poderío español en América; y una tercera etapa de la independencia,
que va desde 1820 a 1822 aproximadamente, coincide con la emancipación en el
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“trienio liberal” y con la declaración formal de un buen número de independencias
hispanoamericanas que llega hasta 1825-1826.
Si diferenciamos estas etapas, entre 1808 y 1810 los diversos gobiernos locales
adoptaron una administración propia hasta la restauración de la Corona española.
Resulta significativa en esta etapa la labor de los cabildos (que en algunos casos
adoptaron la fórmula de “cabildo abierto”), los cuales reunieron a las personalidades
más destacadas y algunos vecinos para decidir nuevas fórmulas de autogobierno
(modelo de Caracas, Quito, Buenos Aires). Al mismo tiempo, ciertos territorios optaron
por declararse independientes de las antiguas capitales virreinales. Es el caso, por
ejemplo, de Paraguay, que decidió separarse tempranamente, en 1811, de las Provincias
del Río de la Plata, y entre 1814 y 1840 fue gobernado de manera autónoma por Gaspar
Rodríguez de Francia. O el de La Paz, que tras organizar una Junta Tuitiva formada con
el método de cabildo abierto en julio de 1809 y con un régimen de gobierno autónomo
aunque a nombre de Fernando VII, la experiencia fracasó antes de 1810 y el territorio
conocido como Alto Perú (actual Bolivia) dejó de depender del Virreinato del Río de la
Plata (entonces en plena secesión) y pasó al Virreinato de Lima hasta su independencia.
En México, la noticia de la Farsa de Bayona había llegado en julio de 1808 y fue
dada a conocer por el virrey José de Iturrigaray que se mantuvo en el cargo pero dispuso
no obedecer a ninguna junta peninsular a menos que fuera creada por Fernando VII. En
realidad, estando el rey prisionero era posible desligarse de la autoridad española. Las
autoridades peninsulares (oidores, arzobispo y otros sectores notables locales)
consideraron que la colonia peligraba y decidieron deponer al virrey y sustituirlo por el
mariscal de campo Pedro Garibay. Garibay reconoció la Junta Suprema Central y
Gubernativa y la apoyó enviándole dinero y armas. Poco después fue sustituido por el
arzobispo de México que reconoció el Consejo de Regencial. No obstante estos
cambios, el imperio español fue fortalecido en el Virreinato de Nueva España y la
capital, la Ciudad de México, se mantuvo leal hasta el año 1921.
No obstante, en México, a diferencia de otros espacios en los que la revuelta
tuvo carácter urbano, y mientras en la capital se reforzaba la adhesión a la monarquía, el
movimiento rupturista contó con la participación de mestizos, indígenas, campesinos y
mineros, liderados por un religioso, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, que se apoderó
de las ciudades de Guadalajara y Guanajuato a nombre de Fernando VII. El movimiento
independentista mexicano se inició en la parroquia de la localidad de Dolores –razón
por la cual se denomina este hecho “Grito de Dolores”–. Hidalgo apoyaba la abolición
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del tributo indígena y de la esclavitud, y llegó a proponer una importante reforma
agraria. El movimiento se derrumbó cuando Hidalgo fue capturado y fusilado en
Chihuahua en 1811.
En la segunda fase del proceso de independencias, el proyecto de liberación se
mantuvo en algunas zonas del antiguo Virreinato del Río de la Plata, Nueva Granada y
Nueva España, pero las tropas realistas lograron sofocar casi todas las rebeliones y
recobraron el control de los territorios. La junta de Caracas cayó hacia 1812, las de
Montevideo y Santiago de Chile en 1814, al año siguiente las de Bogotá y Cartagena en
la actual Colombia, y en México fue detenido un segundo intento revolucionario
dirigido por otro religioso que asumió el liderazgo, José María Morelos. Morelos
propuso que la población no fuese identificada como indios, mulatos o mestizos, sino
bajo el calificativo genérico de “americanos”. El Congreso de Chilpancingo reunido en
1813 declaró la independencia de México, decretó la abolición esclavitud, y fijó el
catolicismo como religión oficial. Al calor de la Constitución de Cádiz, el Congreso de
Chilpancingo elaboró una primera carta constitucional el año 1814 en la cual reconocía
la legitimidad de un poder ejecutivo formado por tres personas. No obstante, las fuerzas
peninsulares otorgaron el mando militar al español Agustín de Iturbide y consiguieron
mantener el dominio en México. En 1815, Morelos fue capturado y ejecutado.
La guerra civil entre “patriotas”, que apoyaban la independencia, y “realistas”,
fieles a la monarquía, se intensificó cuando Fernando VII regresó al trono tras el tratado
de Valençay del 11 de noviembre de 1813. En virtud de su intento de recuperar los
dominios coloniales y el control del poder, algunos territorios se separaron formalmente
de la metrópoli. Es el caso, por ejemplo, de las Provincias del Río de la Plata en 1816
que, tras años de luchas y de un cruento proceso de fragmentación política, se
declararon independientes. En este proceso, uno de los militares más destacados en las
guerras de independencia que sostuvieron la causa calificada de “patriótica”, José de
San Martín, se unió a otro destacado “libertador”, Simón Bolívar, para derribar el
poderío español en América. Desde Buenos Aires, en 1818 San Martín reunió sus
fuerzas militares con las de Bernardo O’Higgins y venció a los “realistas” (así llamados
los leales a la monarquía española) en la famosa batalla de Maipú. Con el triunfo, Chile
declaró su independencia en 1818. Posteriormente San Martín se dirigió a Lima, capital
de uno de los centros realistas más fuertes de la época, y la ocupó en 1821.
Paralelamente, Simón Bolívar, que por entonces se encontraba refugiado en
Haití tras huir de Caracas, había comenzado los preparativos para tomar Venezuela. En
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1817 emprendió su campaña libertadora en la región del río Orinoco y estableció en
Angostura su centro de operaciones (la localidad fue luego bautizada como Ciudad
Bolívar). A mediados de 1819, Bolívar venció a las tropas españolas en Boyacá y ocupó
Bogotá, lo cual le permitió proclamar la independencia de la República de Colombia y
convertirse en su primer presidente. En 1821, con el triunfo de Carabobo, acabó con los
realistas en la región. En 1822 el territorio de Quito fue incorporado a la Gran
Colombia, que ya estaba compuesta por Venezuela y Nueva Granada (actual Colombia).
En la tercera fase de independencias, pese a que los realistas mantuvieron
durante un tiempo el puerto de Callao, Perú se declaró independiente. Tras las
conversaciones mantenidas por San Martín y Bolívar en Guayaquil, se reemprendió la
lucha contra las fuerzas realistas que aún permanecían en Perú. En diciembre de 1824,
el lugarteniente de Bolívar, Antonio José de Sucre, derrotó a los realistas en Ayacucho
en una batalla que se considera como la del fin de las guerras de independencia. Al año
siguiente se independizó la República Bolívar (posteriormente denominada Bolivia)
mientras Uruguay, que desde 1821 había sido invadido por Brasil y se había integrado
al Imperio con el nombre de Provincia Cisplatina, fue ocupado por el ejército “patriota”
de Juan Antonio Lavalleja, quien proclamó su independencia en 1825 como “Provincia
Oriental”.
México siguió un camino particular. Agustín de Iturbide consiguió conservar el
poder. Pero ya en la década de 1820, el Plan de Iguala intentó establecer una monarquía
moderada, con Fernando VII como emperador o, en su defecto, con algún príncipe de la
familia borbónica. Fernando recibió la oferta de gobernar México y Agustín de Iturbide
nombró una junta provisional gubernativa y esta última hizo lo propio con un Consejo
de Regencia presidido por el propio Iturbide y formado por cuatro vocales. En febrero
de 1822 se reunió un Congreso Constituyente mientras Fernando se negaba a aceptar el
trono y reconocer así la independencia fáctica de México. Los Tratados de Córdoba
(Veracruz) habilitaron al Congreso a designar un emperador, cargo que recagó en mayo
de 1822 en Agustín de Iturbide. La vida del Imperio fue breve: Iturbide abdicó en 1823
y fue desterrado a Italia, siendo posteriormente declarado proscrito de por vida y
penalizado con la pena capital. El antiguo emperador, no obstante, regresó a México,
donde fue apresado y ejecutado en 1824.
América Central decidió en 1822 compartir la suerte del imperio de Iturbide y
anunció su anexión a México. Cuando Iturbide abdicó en 1823, los estados de
Centroamérica (Guatemala, Costa Rica, El Salvador, Honduras y Nicaragua, con
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exclusión de Panamá) se convirtieron en Provincias Unidas de América Central. Fueron
disueltas en 1841.
La configuración de los nuevos estados.
Si bien el Imperio español llegó a su fin en la América continental (no así en la
insular), las nuevas naciones entraron en estrecha relación con Gran Bretaña que desde
hacía décadas dominaba el mercado atlántico. Debemos considerar, además, que si bien
el ciclo de independencia resultó repentino, violento y aparentemente general en toda
Hispanoamérica, no fue el resultado de un movimiento concertado ni tampoco efecto de
una efervescencia nacionalista que podría haber estado en la base de la organización de
los nuevos Estados. Aunque las aspiraciones fueron generales para todo el territorio, no
se plasmaron en un movimiento homogéneo e integrado. De hecho, inclusive antes del
inicio de las luchas independentistas las distintas colonias rivalizaban entre sí y
mostraban la fragmentación económica, política y administrativa colonial que
difícilmente pudo conducir, a partir de 1810, a la configuración de un proyecto
“americano”.
Diversos autores señalan que a finales del periodo colonial el Virreinato de
Nueva España (que hoy se reparte entre México, América Central y Caribe) producía
textiles, cereales, añil, ganado, oro y plata, y tabaco y azúcar en la zona caribeña; el
Virreinato de Nueva Granada (territorio que hoy se distribuye entre Paraná, Venezuela,
Colombia y Ecuador) exportaba cacao, cueros, oro, plata y textiles; el Virreinato de
Perú (territorio que se distribuye hoy día entre Perú y Bolivia) producía mercurio, plata,
azúcar y algodón; y el Virreinato del Río de la Plata (espacio que hoy está repartido
entre Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay), vino, yerba mate, azúcar, ganado bovino,
sebo y cueros. Brasil, mientras tanto, se había especializado en la explotación de oro,
diamantes, ganado, azúcar y producción silvícola en la zona amazónica. Sobre esta base,
el Estado borbónico en Hispanoamérica no fue reemplazado inmediatamente por nuevos
estados-naciones. Hubo una etapa intermedia en la que ejércitos libertadores o los
regímenes de caudillos desafiaron el poder político y militar español, y luego crearon
rudimentarios Estados de guerra capaces de recaudar impuestos y reclutar tropas. De
manera paralela, los diversos Virreinatos sufrieron un proceso de fragmentación
territorial al tiempo que se independizaban de la monarquía española.
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Los nuevos estados latinoamericanos surgidos en esas primeras décadas del siglo
XX se apoyaron en términos territoriales en las jurisdicciones heredadas de los tiempos
coloniales, es decir, en el diseño previo de Virreinatos, Reales Audiencias e
Intendencias que a lo largo y ancho del Imperio había dibujado la monarquía española
en América. La división de los diversos espacios en que había sido administrativamente
dividida la colonia respetó una fórmula que se conoce como “uti possidetis jure”, y que
significa que los Estados independientes surgidos en las primeras décadas del siglo XIX
continuarían teniendo jurisdicción sobre los territorios poseídos durante la colonia.
Según diversos autores, este importante principio fue presentado por Simón Bolívar en
el Congreso de Panamá de 1826 y aseguró que los nuevos Estados hispanoamericanos
ajustasen sus fronteras a las demarcaciones hechas por la Corte de España hasta 1810,
posesionándose de los territorios que en aquella fecha le pertenecían, y determinando
las fronteras definitivas según dicha posesión efectiva.
A lo largo del siglo XIX, Puerto Rico y Cuba se manifestaron leales a España,
aunque en ambas islas se perfiló un movimiento independentista y libertario. El pueblo
puertorriqueño, por ejemplo, se negó a participar militarmente en la defensa de la
monarquía. Luego de las luchas independentistas continentales, que podríamos
considerar como acabadas a finales del primer cuarto del siglo XIX, la monarquía
española reforzó su sistema represivo, lo cual le aseguró permanecer en el territorio
insular, en Cuba y Puerto Rico que, junto con Filipinas, acabaron por desvincularse
recién en el año 1898. Además, República Dominicana, que se había declarado
independiente en 1821, volvió al poder español entre 1861 y 1865. En 1864 la
monarquía española también ocupó las islas Chinchas (Perú).
En Cuba, los independentistas lograron unificarse en 1868 y tras una guerra que
se conoce como “de los diez años”, que concluyó con el Pacto de Zanjón, tampoco
consiguieron romper el vínculo colonial. En 1895 estalló un nuevo conflicto en el que
destacaría José Martí, fundador del Partido Revolucionario Cubano y autor de la
monumental obra Nuestra América (1891), que vivió en España entre 1871 y 1874, y
que fue asesinado por las tropas españolas en 1895. Tres años después, en 1898, la
guerra entre España y Estados Unidos se decantaría a favor de los estadounidenses. Por
el tratado de París, la reina regente María Cristina renunció a Cuba, que logró su
independencia; entregó Puerto Rico a los Estados Unidos que instituyó un protectorado
hasta que en 1951 le otorgó la condición de Estado Libre Asociado que Puerto Rico
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mantiene; y perdió las islas Guam y las Filipinas en el Pacífico. Así se puso fin a que la
historiografía ha definido como “Imperio Colonial”.
Como hemos dicho más arriba, el imperio portugués en América siguió un
recorrido distinto al de las posesiones españolas. La monarquía portuguesa ideó un
sistema de gobierno simple, sin desplegar una importante red burocrática, y creó el
Virreinato de Brasil el cual, hacia 1780, contenía las siguientes capitanías generales: Río
de Janeiro, Sao Paulo, Grao Para, Mato Grosso, Minas Gerais, Goias, Bahía, Maranhao
y Pernambuco. Durante dos siglos, las exportaciones brasileras se habían basado en la
producción agrícola en el norte y ganadera en el centro y extremo sur del país, a
diferencia de las colonias hispanas que poseían oro y plata. En los siglos de dominación
colonial, se calcula que Brasil recibió más de dos millones y medio de africanos, es
decir, aproximadamente un tercio del tráfico esclavista, gran parte del cual se dedicó al
trabajo de plantación de azúcar en el norte. Al inicio del proceso independentista en
Iberoamérica, la mitad de la población brasilera tenía origen africano.
Con la invasión napoleónica a la península ibérica la monarquía lusitana huyó a
Brasil donde se sostuvo el imperio. Se asignó el nombre de Reino Unido de Portugal,
Brasil y Algarve y duró hasta el año 1821. Tras la expulsión francesa de Portugal,
fueron convocadas las Cortes Gerais (asamblea) para redactar una nueva constitución.
El monarca portugués, Joao, regresó a Lisboa dejando en Brasil a su hijo Pedro como
príncipe regente de los Reinos conjuntos. En un inusitado reforzamiento del poderío
portugués sobre las colonias, y con la pretensión de limitar la autonomía de Brasil, las
Cortes restauraron el monopolio comercial de Lisboa, pero Pedro reaccionó a mediados
de 1822 convocando la Asamblea Constituyente de Brasil.
Brasil obtuvo su independencia el 7 de setiembre de 1822 (Grito de Ipiranga, de
Independencia o Muerte) y se transformó nominalmente en Imperio de Brasil. Al año
siguiente, y con el apoyo del poderoso grupo de plantadores, Pedro I dio inicio a una
monarquía constitucional independiente de Europa, la única en América Latina, con el
nombre de emperador Pedro I. Pese a que en Bahía una junta proclamara lealtad al rey,
los independentistas recibieron el apoyo del almirante británico Thomas Alexander
Cochrane, destacado militar que apoyó las luchas de emancipación de América latina.
Hacia 1825 podemos afirmar que Portugal había perdido todas sus tierras
americanas pero hasta entonces había conseguido mantener su dominio en manos de la
monarquía instalada en el propio Brasil. En 1827, Brasil abrió el mercado a la
importación británica, se convirtió en el principal mercado de Gran Bretaña, y
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desprotegió su producción. El país, además, tenía una población de más de cuatro
millones de personas, un millón de los cuales conservaban la condición de esclavos. A
mediados de siglo, el país tenía más de dos millones y medio de esclavos, régimen que
resultó abolido muy tardíamente, el 13 de mayo de 1888, cuatro décadas después que el
resto de la América hispana (a excepción de Cuba y Puerto Rico que se mantenían
entonces en poder de la monarquía española). En síntesis, la vía brasileña a la
independencia fue diferente a la española ya que no fue contra el poder establecido ni
alteró el tipo de sociedad en el que se había fundado el modelo de país, el cual estaba
sostenido en una economía esclavista. La monarquía en Brasil duró hasta el 15 de
noviembre de 1889 cuando se declaró el inicio de la República (conocida como
República Vieja que duraría hasta el año 1930).
En relación al derecho internacional, en la década de 1820 empiezan a firmarse
tratados internacionales de amistad, comercio y navegación con Gran Bretaña, que
apoyan el dominio mercantil británico pero no una dominación política directa. La
monarquía española sólo comenzaría a reconocer a las nuevas repúblicas muy
tardíamente, a partir de 1836. Con este proceso, cambia la relación entre
Hispanoamérica y el mundo.
Constitucionalismo y militarismo.
En una sociedad en formación basada en la desigualdad que suponía el
predominio de la población blanca o “criolla” (tal el término utilizado en buena parte de
los territorios hispanoamericanos), la legitimidad se vinculó al mando militar. Así, pese
a que la forma de Estado adoptada en el territorio fue la República, este tipo de régimen
republicano presentaba grandes dificultades de legitimidad ya que los regímenes
republicanos se orientaron pronto hacia el militarismo y el caudillismo. Se afirma así
que las primeras dos décadas de descolonización contemplaron la aparición de figuras
militares de gran fortaleza. La militarización en Hispanoamérica coincide con el poderío
creciente de las clases terratenientes en países abrumadoramente rurales.
Las luchas por la independencia tuvieron serias implicaciones en los territorios
hispanoamericanos ya que no aseguraron el fin de las guerras civiles. Los conflictos
regionales se agudizaron y las tensiones políticas y étnicas polarizaron las nuevas
sociedades. También debemos considerar que los diversos proyectos que comenzaron a
darse los antiguos territorios coloniales coincidieron con una Europa convulsionada por
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el poderío del imperio napoleónico, el intento de las potencias de restaurar el orden
europeo anterior a la Revolución francesa, y los movimientos liberales de 1820, 1830 y
1848. El pensamiento político iberoamericano fue condicionado por este contexto
político.
El proceso emancipador iberoamericano presenta una gran complejidad. Para
algunos autores, sería consecuencia de una revolución liberal fruto de la proliferación de
las nuevas ideas progresistas, ilustradas y liberales. Para otros autores, fue una reacción
local a la crisis de las monarquías peninsulares. En lo que hay mayor coincidencia es
que uno de los grandes cambios propiciados por las guerras de independencia y el
proceso emancipador iberoamericano fue la modificación de las bases económicas,
sociales y políticas, que condujeron a la militarización de la sociedad civil, es decir, a lo
que la historiografía ha definido como “militarismo”, y a la formación de una serie de
repúblicas.
Producido el proceso de independencias, Iberoamérica se transforma: si antes el
poder lo ostentaban los sectores mercantiles y burocráticos, a partir de 1810 crece el
poder de los militares y del sector de los terratenientes. Algunos autores hablan de una
especie de “ruralización del poder” para explicar el cambio de la naturaleza del poder
social, económico y político iberoamericano. El vacío producido por la destrucción de
la organización colonial y el aislamiento geográfico condujo a un siglo de guerras
civiles, caudillismo y autocracias. El régimen de caudillos que se basaba en un lazo
personal de lealtad, significó la conservación de una estructura social no equitativa y la
militarización de la sociedad civil. Los casos del Río de la Plata, en la figura de los
gauchos de Juan Manuel de Rosas; de Santiago Mariño y de los llaneros en Venezuela;
de Diego Portales en Chile; son los ejemplos citados para refrendar la militarización de
la sociedad civil y del poder creciente de los terratenientes.
La emancipación supone el paso de una unidad colonial (administrativa,
económica, social y política), a la emergencia de diversidades “nacionales” que tienen
su expresión en la organización republicana. No obstante, cabe señalar que la identidad
nacional, tal como la conocemos hoy día, fue una construcción tardía que pasó por
diversas etapas a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo, una distinción inicial en la
identidad política fue la que se dio entre “españoles americanos” y “españoles
peninsulares”, estos últimos denominados, según los territorios, "gachupines",
"chapetones" o “sarracenos”. Posteriormente, con la fragmentación territorial de la
primera mitad del siglo XIX, observamos la emergencia de identidades regionales y
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locales, algunas de las cuales han derivado a las nacionalidades actuales que han
permitido diferenciar los Estados Nacionales desde finales del siglo XIX. Algunos
autores sostienen que la ineficacia en organizar identidades nacionales inmediatamente
de producidas las independencias se debió a la iinexistencia de burguesías nacionales
suficientemente desarrolladas hasta finales de la centuria.
Además, si durante la colonia los grupos sociales preponderantes eran aquellos
vinculados al comercio y al ejercicio de la administración, el proceso de independencia
–que algunos definen también como revolución de independencia– y la guerra contra la
monarquía española, reforzarían el poder de los líderes militares y locales. Destacan
particularmente en América del Sur las figuras de Simón Bolivar, José de San Martín,
Bernardo de O´Higgins, entre otros.
La militarización de la sociedad civil se acompañó de un proceso de reflexión
sobre la organización constitutiva de los nuevos Estados. En algunas regiones el modelo
elegido fue el constitucional y en otras el régimen de caudillos pareció resolver el
desorden social aportando un ordenamiento de tipo localista. El constitucionalismo
hispanoamericano se desarrolló con diversos ritmos según los territorios y fue influido
por las propuestas de la Constitución de Cádiz de 1812 y por el ideario norteamericano.
El constitucionalismo formal aceptó la idea de la existencia en cada país de un texto
normativo escrito en el que estuviesen reunidas las características esenciales relativas a
la naturaleza del Estado, a la situación de la población, sus derechos, su soberanía,
condiciones sobre nacionalidad y ciudadanía, derecho al sufragio, y estructura del
gobierno. Las constituciones fueron textos únicos, rígidos, con una parte dogmática y
una parte orgánica, que fueron redactándose desde la primera década del siglo XIX
hasta 1830 aproximadamente, para organizar política e institucionalmente a los nuevos
Estados independientes.
La idea de la necesidad de la existencia de una Constitución formal fue
impulsada por las élites políticas e intelectuales urbanas que asumieron el papel de
constituyentes. La palabra constitución se usó en un sentido normativo, como conjunto
de disposiciones de carácter supremo, referidas a la organización del Estado y del
gobierno independientes. Por ello, en América la aparición de las primeras
constituciones estuvo ligada a la proclamación de la independencia que era la instancia
previa a la aprobación de aquellas. El constitucionalismo –y la consecuente
codificación– que emerge de las independencias incluye tanto el nuevo Derecho escrito
emanado de la revolución, como el de las sociedades indígenas que conservaron sus
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tradiciones en el pasaje de la sociedad colonial a la republicana con la consecuente
organización de los nuevos Estados.
Los caracteres esenciales de las Constituciones iberoamericanas podrían
resumirse en: independencia, libertad, Estado confesional católico, gobierno
representativo republicano, alternancia en el gobierno, división de poderes, sufragio
limitado, soberanía que radica en el pueblo, y ausencia de caracterización democrática.
Los Estados republicanos se basaron en un sistema representativo y presidencialista, es
decir, en general se subrayó el predominio del poder ejecutivo presidencial y se reforzó
el ejercicio caudillista de los primeros presidentes. Los Congresos que funcionaron en
algunos territorios fueron órganos que carecieron de peso real.
En la organización constitucional latinoamericana se adoptó tanto la estructura
de Estado federal (Argentina, México, Colombia, Venezuela y Brasil) como unitario
(Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador y los países centroamericanos). Al
mismo tiempo, la fórmula republicana adoptada por el constitucionalismo
iberoamericano se fue imponiendo a fuertes corrientes monárquicas que subsistieron en
la época en que se adoptó la república como sistema de gobierno. De hecho, en América
la fórmula republicana no fue unánime. Brasil, como hemos visto, mantuvo un sistema
monárquico hasta 1889, adoptando una Constitución republicana en 1891. México, por
su parte, tuvo un interregno imperial con Agustín de Iturbide y, posteriormente, existió
un segundo imperio entre 1863 y 1867 en virtud de los planes de Napoleón III y de la
intervención militar francesa en el territorio. En efecto, Ferdinand Maximilian Joseph
von Habsburg-Lothringen, archiduque de Austria y príncipe de Hungría y Bohemia,
renunció a sus títulos, se convirtió en el emperador Maximiliano I de México, y fue
asesinado en Querétaro en 1867.
El constitucionalismo no tuvo en cuenta ni reglamentó el multiculturalismo y el
plurilingüismo. Las poblaciones indígenas fueron prácticamente ignoradas en esta etapa
en la que no se tuvo conciencia plena del fenómeno indígena y de la necesidad de su
adecuada consideración jurídica. El fenómeno de la esclavitud no podía ser ignorado
por el constitucionalismo naciente: algunas pocas constituciones incluyeron referencias
a la
esclavitud, declarando por ejemplo que nadie nacería esclavo en el futuro
(Asamblea de Buenos Aires del año XIII como ejemplo) sin abolir el estatuto de manera
formal. La abolición fue un largo proceso que cubrió todo el siglo XIX; en Estados
Unidos, por ejemplo, la prohibición constitucional de la esclavitud llegó en 1865.
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En general, se dieron numerosas constituciones entre las destacan por su
trascendencia histórica e influencia política y jurídica: la Constitución del Imperio del
Brasil de 1824; las de las Provincias Unidas del Río de la Plata de 1819 y 1826; la de
Uruguay de 1830; la de Chile de 1833; las de Paraguay de 1813, 1844 y 1870 al acabar
la Guerra de la Triple Alianza; las numerosas de Bolivia entre 1826 y 1851; la de
Argentina de 1853; las de México de 1824 y 1857; las de Perú entre 1823 y 1879; las de
Ecuador entre 1812 y 1884; las de Colombia entre 1819 y 1886; las de Venezuela de
1811, 1819, 1830; la de América Central de 1824; las de Costa Rica entre 1823 y 1871;
las de El Salvador de 1841 y 1864; la de Honduras de 1825, 1831 y 1838; las de
Nicaragua entre 1826 y 1893; las de Guatemala de 1825 y 1851; la de la República
Dominicana de 1844, 1854, 1858 y 1865; y las de Haití de 1801 a 1816. Esta
proliferación demuestra la inestabilidad política de la región.
En síntesis, Iberoamérica quedó dividida en una veintena de territorios que
afrontaron la formación de sus respectivos Estados y Naciones. Uno de los problemas
de más difícil resolución fue la definición de fronteras. Los nuevos Estados
iberoamericanos surgidos a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, que en
tiempos de guerra fueron verdaderamente rudimentarios, tuvieron una suerte distinta en
función de la potencia de la cual dependieron: España o Portugal. Prácticamente todos
los países hispanoamericanos se enfrentaron en sus fronteras, a excepción de Brasil, que
heredó prácticamente intacto el territorio colonial que fue ampliando a costa del
sacrificio de los antiguos límites fijados por el Tratado de Tordesillas.
Reformas sociales y dependencia económica.
Uno de los rasgos principales de la sociedad iberoamericana fue el mestizaje,
nacido desde el mismo momento en que se dieron el descubrimiento, la conquista y la
colonización. Muy rápidamente surge un sistema de clasificación o división en “castas”
para dar cuenta del mestizaje: así, aparecen categorías tales como mulatos, zambos,
pardos cuarterones…. En el vértice de la pirámide social, esta última de naturaleza
conservadora, las minorías blancas y criollas conservan el poder económico y político.
En las zonas de más densa población de origen indígena (poblaciones originarias), el
estatuto particular que distingue a los “indios” tarda en desaparecer, especialmente de
los textos legales. La revolución, que cambia el sentido de la división en castas, apenas
toca la situación de las masas indias de México, Guatemala y el macizo andino.
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Los cambios políticos no se tradujeron necesariamente en transformaciones
sociales y económicas. Los sectores privilegiados siguieron siendo los mismos y la
riqueza permaneció en las mismas manos. La sociedad colonial era esencialmente
agraria y rural, naturaleza que conservó durante la consolidación de las nuevas
sociedades surgidas al calor de la revolución y la guerra, que heredan la estratificación
colonial. La sociedad urbana durante el siglo XIX fue minoritaria. En los Estados
surgidos de los virreinatos más antiguos (Nueva España y Perú), la población “de
color”, los indios y los mestizos gozaban de un bajo nivel económico. Los blancos y
criollos que podían remontar su pertenencia a los peninsulares eran en términos
numéricos minoritarios, pero gozaban de los mayores privilegios. Entre ellos
encontramos a quienes ocupaban los cargos políticos, eclesiásticos, las profesiones
liberales, poseían grandes propiedades o ejercían la actividad mercantil. En los Estados
surgidos de los virreinatos más nuevos (Nueva Granada y Río de la Plata), si bien no
existe un grupo aristocrático y ennoblecido como en los anteriores virreinatos
mencionados ya que fueron organizados tardíamente en el siglo XVIII en el contexto de
las reformas borbónicas, también se había producido una sociedad diferenciada y con
grupos socio-económicos distanciados que se conservan después de la emancipación.
En relación a la organización económica, al desaparecer el monopolio de la
metrópoli las nuevas repúblicas organizan de manera independiente su relación
internacional. Los patriotas impulsan la libertad de comercio y la ruta de Liverpool
sustituye a la tradicional ruta dominada por el eje Sevilla-Cádiz; sus emisarios dominan
el mercado como lo habían hecho los del puerto español, pero introducen circulante
monetario y una gran cantidad de producción textil que especialmente Gran Bretaña
produce en virtud de la revolución industrial que lidera. Latinoamérica se convierte
lentamente en el desemboque para la exportación metropolitana que acentúa
la
situación favorable para las metrópolis.
La guerra innovó los circuitos internos al debilitarse los grandes mercaderes
locales. En la costa atlántica y en el sur de la del Pacífico, significó un paso más en la
apertura directa al comercio ultramarino y, en consecuencia, la parte más prestigiosa del
comercio local quedó en manos extranjeras. No obstante, en la primera mitad del siglo
XIX ni Inglaterra ni ningún país europeo realizó apreciables inversiones de capitales en
Iberoamérica, en parte por los desórdenes posrevolucionarios.
Una de las herencias de Iberoamérica fue la dependencia económica unida a la
pobreza crónica de buena parte de sus poblaciones. Desde las sucesivas declaraciones
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de independencia, las economías de las nuevas naciones se basaron en la agricultura y la
minería y aumentaron las exportaciones hacia el Atlántico norte: trigo y nitratos de
Chile; tabaco de Colombia; cueros, carne salada y lana de Argentina; guano de Perú,
azúcar de Cuba; café de Brasil; cacao de Venezuela, son las exportaciones básicas sobre
las que se basan las economías de los nuevos países. La dependencia respecto del
mercado consumidor, hegemonizado por Gran Bretaña, condicionó la evolución del
subcontinente cuyo comercio internacional en 1850 era prácticamente el mismo que en
1810 cuando estallaron los conflictos revolucionarios.
El modelo de dependencia económica se reforzaría con las economías de tipo
primarioexportador y dependiente que se organizan desde la segunda mitad del siglo
XIX. Iberoamérica sufre una fuerte concentración de la riqueza, con una fuerte alianza
de los sectores de poder con las metrópolis externas de Europa Occidental y los Estados
Unidos, que desde mediados de siglo aportan al subcontinente capital y tecnología,
mientras otros territorios europeos hacen lo propio con población. La incorporación al
mercado internacional se hizo de manera dependiente de las demandas y necesidades de
otras potencias, aunque el crecimiento económico no fue igual para todos los habitantes
ya que se sostuvo en enormes desigualdades sociales que subsisten hoy día.
Dos visiones de América: Monroe y Bolivar.
Caracas fue sede en 1810 de una junta que desconoció la legitimidad de la Junta
Suprema Central y Gubernativa que gobernaba en nombre de Fernando VII, primero en
Sevilla y luego en Cádiz. Simón Bolívar fue el dirigente más famoso de este
movimiento que a mediados de 1811 declaró la independencia de Venezuela. El
Consejo de Regencia envió tropas para aplastar a los negros y llaneros que resultaron
vencidos por Francisco de Miranda. Bolívar inició un ataque militar a partir de 1813 por
el que obtuvo el título de “Libertador”. Al año siguiente, con el regreso al trono español
de Fernando VII, la anulación de la Constitución liberal de Cádiz, y la restauración de la
monarquía absoluta, Bolívar se refugió en la isla inglesa de Jamaica en donde escribe su
"Carta de Jamaica". En 1816 Bolívar regresó a Venezuela en compañía del líder de los
llaneros, José Antonio Páez y con el apoyo militar británico. A comienzos de 1819
derrotó a las tropas realistas en Nueva Granada creando el Congreso de Angostura en
donde fundó la Gran Colombia (Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador) y es
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nombrado presidente. El proyecto fracasó en 1830; en ese año Bolívar falleció en Santa
Marta, Colombia, como consecuencia de la enfermedad que padecía: tuberculosis.
No obstante, el subcontinente ha heredado las propuestas bolivarianas basadas
principalmente en la defensa de la unidad territorial y del panamericanismo. De hecho,
el propio Bolívar fue el gran artífice o iniciador de una serie de encuentros, congresos y
conferencias con la idea de frenar la fractura territorial de las colonias hispanas en
América. En particular señalamos el Congreso de Panamá (territorio que dependió hasta
1903 de Colombia), y que fuera convocado por Simón Bolívar en 1826. Asistieron al
encuentro representantes de Colombia, Perú, Centroamérica y México, con el propósito
de mancomunar esfuerzos para una defensa común; crear un sistema de conciliación en
caso de disputas; aliarse en las relaciones internacionales; resguardar la soberanía e
independencia de todas las repúblicas americanas contra toda dominación extranjera; y
sostener un pacto perpetuo que se aprobó mediante un Tratado de Unión, Liga y
Confederación Perpetua.
Cabe señalar que tras la muerte de Bolívar hubo otros encuentros que buscaban
evitar de manera mancomunada cualquier posibilidad de guerra. En Lima se reunió en
1847 un Congreso Internacional Americano con la asistencia de Bolivia, Chile,
Ecuador, Colombia y Perú, que pretendió establecer la solidaridad americana frente a
posibles ataques extra-continentales. En 1856, esta vez en Santiago de Chile, se reunió
otro Congreso con el resultado de la firma de un Tratado Continental y la asistencia de
Perú, Ecuador y Chile. Posteriormente se adhirieron Costa Rica, El Salvador,
Guatemala, México, Nueva Granada y Venezuela. En 1864, en el contexto de la
ocupación española de las Islas Chinchas, Perú convocó un Congreso Internacional
Americano que contó con la participación de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador,
Guatemala, Venezuela y Perú.
Simón Bolívar nació en 1783 en el seno de una familia acomodada de Caracas y,
a la muerte de sus padres cuando sólo tenía nueve años, fue formado por su tutor, Simón
Rodríguez, quien lo introdujo al movimiento filosófico ilustrado de aquella época y con
quien viajó a España en el año 1804. Durante ese viaje Bolívar formula un juramento en
el Monte Sacro de Roma, que se ha hecho famoso, de no descansar hasta que América
fiese libre. Sus ideales panamericanos, que se conocen como “el sueño bolivariano”,
hunden sus raíces en las luchas por la independencia contra las monarquías europeas, en
particular contra la española. El pensamiento bolivariano se fundó en el principio de que
era necesario unir las naciones recientemente independizadas de la corona española
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(sobre la base de un sistema de cooperación de ámbito interamericano) ya que tenían
una historia y varios elementos en común.
Los planes unificadores de Simón Bolívar, a diferencia de los del presidente
norteamericano James Monroe, consideraban que las repúblicas hispanoamericanas
debían protegerse de la injerencia europea y estadounidense, aunque sin romper
relaciones con Gran Bretaña. Su postura estaba justificada por los intentos de algunas
metrópolis, particularmente la española, de recuperar sus excolonias. Cabe señalar que
hubo otros proyectos de unidad continental, como el sostenido por José de Artigas en
sus instrucciones para la Asamblea de Buenos Aires del año 1813, o el intento del
Congreso de Tucumán de 1816; o las Provincias Unidas de Centroamérica.
Desde Norteamérica, el proyecto de James Monroe –responsable del mensaje
anual al Congreso anunciado el 2 de diciembre de 1823 y que luego se conocería con el
nombre de Doctrina Monroe– tiene filiación en las propuestas de Thomas Jefferson, el
padre de la Constitución americana de 1785, y de John Quincy Adams, que tuvo un
importante papel en la formulación de la Doctrina otorgando un nuevo papel a los
Estados Unidos. Fue formulado ante la posible “reconquista” americana por parte de la
Santa Alianza. Inmediatamente después de la independencia de la mayor parte de los
países hispanoamericanos, los Estados Unidos se mostraron ansiosos por reconocer la
legitimidad de las nuevas repúblicas. Junto con Inglaterra fue el primer país que
reconoció formalmente a los nuevos países. A partir de entonces, los Estados Unidos
intentaron desplazar progresivamente la influencia europea en el continente americano,
y lo hicieron creando un conjunto de normas e instituciones con América Latina
(conocido como Sistema Interamericano) que acabaría por tomar forma definida
después de la Segunda Guerra Mundial. La Doctrina Monroe es el primer antecedente
de la formulación de aquel sistema.
Sería a finales del siglo XIX, con el posicionamiento de Norteamérica con el
status de gran potencia, cuando la Doctrina Monroe se convierte en la piedra angular de
la política exterior norteamericana y comienza a ser considerada uno de los grandes
temas de la historia de las relaciones internacionales del continente americano, y el
origen del ideal panamericano entendido como un medio de hegemonía y explotación.
Por ello, podemos interpretarla en dos sentidos: primero, como una declaración
unilateral con proyección hemisférica de la política norteaméricana del aislacionismo; y,
segundo, como una estrategia creada para evitar cualquier avance europeo en el nuevo
mundo. De este modo, la doctrina Monroe se basa en dos principios: el de separación
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entre viejo y nuevo mundo, poniendo énfasis en la idea de las dos esferas; y el de no
intervención (no colonización), haciendo lo propio en el rechazo a toda influencia
europea en el continente americano.
El Mensaje de Monroe decía: "Los continentes americanos, por la libre e
independiente condición que han asumido y que mantienen, no deberán ser
considerados ya como susceptibles de futura colonización por cualquiera de las
potencias europeas". En su famoso discurso, el Presidente Monroe separó al nuevo
mundo del viejo, alertando contra cualquier nueva incursión colonial y advirtiendo de
que cualquier amenaza a estas nuevas repúblicas sería vista como una amenaza,
peligrosa para su paz y seguridad, a los Estados Unidos. Desde esta perspectiva, la
doctrina es una prohibición contra la influencia y poderío europeos en América, pero no
implica que los Estados Unidos se obliguen, al mismo tiempo, a abstenerse de toda
actividad diplomática y de toda injerencia en los asuntos de otros Estados.
En el orden conceptual, la Doctrina Monroe implicó la ideología hegemónica de
los Estados Unidos para justificar a través de su política exterior hacia las naciones
latinoamericanas cualquier clase de intervencionismo y expansionismo. Desde un punto
de vista histórico, la doctrina se apoyó en el llamado "destino manifiesto" que es el
privilegio que Estados Unidos afirma haber recibido de Dios para guiar y gobernar el
mundo. La Doctrina Monroe es la piedra angular de la idea de Panamericanismo según
la cual existe un cuerpo común de interés y aspiración con América Latina.
La interpretación posterior del contenido de esta doctrina ha variado con el
tiempo. En las décadas siguientes a su formulación, la Doctrina Monroe fue
frecuentemente invocada por los presidentes norteamericanos para sentar firmemente
que Estados Unidos actuarían con decisión para asegurar que el hemisferio fuese el
dueño de su destino. Con el tiempo, se sostuvo que la Doctrina Monroe, también
conocida como “América para los americanos”, constituía una verdadera luz verde a
las acciones imperialistas estadounidenses. Algunos hechos históricos refrendaron esta
idea: a mediados del siglo XIX, por ejemplo, Estados Unidos se había anexionado más
de la mitad del territorio mexicano (un total de dos millones de km2) que incluye Alta
California, Nuevo México, Texas y parte de Tamaulipas.
La fama de la Doctrina Monroe creció a inicios del siglo XX cuando el canciller
argentino Luis María Drago se pronunció con el principio de que "la deuda pública no
puede dar lugar a intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las
naciones americanas por una potencia europea”. La Doctrina Drago hace referencia al
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principio que ya había estado proclamado en la Doctrina Monroe, de que las potencias
europeas no podían intervenir en América, en este caso por cobro de deudas
contractuales, ni apoderarse de sus territorios.
El corolario de este proceso de independencias, en el que surgen las dos visiones
de América de Simón Bolívar y de James Monroe, es que América Latina ingresó como
un actor fracturado, traduciéndose la presencia norteamericana en un avance sobre la
frontera de las tierras iberoamericanas. La influencia de las metrópolis ibéricas fue
sustituida progresivamente por la de la Gran Bretaña, y después por la estadounidense,
aunque hubo voces contrarias a este proceso. La constelación internacional de
Hispanoamérica y Brasil está signada por la presencia británica, afirmada durante las
guerras de independencia en que las colonias quedaron aisladas respecto de las antiguas
metrópolis.