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RECENSIONES
europea a través de la progresiva creación de
un concepto y un cierto sentimiento de ciudadanía europea2, dotada de determinados derechos sociales, que devuelve así su sentido a
los pilares sobre los que se inició su andadura.
«INTRODUCCIÓN
AL DERECHO SOCIAL
DE LA UNIÓN EUROPEA»
JOAQUIN APARICIO TOVAR
Básicos de Derecho Social, núm. 13
Edit. Bomarzo
Albacete, 2005
92 páginas
Tras el intenso debate político y jurídico
despertado por la Constitución Europea1; y el
breve entusiasmo animado por el «sí» de la
ciudadanía española a su texto –seguido por
el «no» rotundo de la francesa–, el proceso de
consolidación política de la Unión Europea
parece haberse estancado o, al menos, haber
quedado en suspenso a la espera de mejores
tiempos que no acaban de llegar.
Una vuelta a los orígenes siempre resulta
de interés; más aún cuando el objetivo es reemprender el camino con un recuerdo más
fresco de las aspiraciones que impulsaron la
creación de un modelo europeo, no sólo económico, sino también social y, finalmente,
político. En este sentido, el Derecho Social
Comunitario se convierte en el eslabón entre
la «unión económica» y la «unión política»
pues, de manera más o menos silenciosa, ha
ido aportando fundamentos a la construcción
1
Véase el monográfico dedicado a la misma en el
número 57 de esta misma revista.
En esta línea hay que ubicar esta Introducción al Derecho Social de la Unión Europea que, como tal introducción, es una obra
breve y sencilla, que nos devuelve a la esencia de la Unión Europea, desde su historia a
sus instituciones y a la complejidad de su
funcionamiento interno en relación con los
Estados miembros. Esta sencillez aparece
acompañada de la lucidez que clarifica conceptos, así como de una crítica constante que
reclama el retorno al espíritu genuino de la
Unión como mecanismo con el que enfrentarse a los retos de la Europa actual.
La obra se ordena en torno a dos grandes
bloques: El primero, referido a los derechos
sociales en el origen y la naturaleza de la
Unión Europea; y el segundo, a la autonomía
del Derecho Social de la Unión Europea y los
principios de articulación con los ordenamientos internos.
En el primer bloque se ofrece un repaso a
la historia y la estructura de la Unión Europea, siempre desde una perspectiva social,
pues se concibe este ámbito como el motor del
desarrollo político de la Unión más allá del
estrictamente económico. De este modo, se
analiza la tensión permanente entre la Unión
Europea y los Estados miembros respecto a
los derechos sociales: fruto de la historia de
consecución de la paz en el espacio europeo y
de la lucha por aquellos mantenida a lo largo
del s. XX, es decir, en la génesis de la Unión
Europea. Así, se recuerda el nacimiento de
las Comunidades Europeas y los avances en
el proceso de integración a través de su am2
Se trata de un proceso ciertamente inacabado,
pero efectivamente progresivo, en el que sin duda el
Tribunal de Justicia de la Unión ha desempañado un
papel fundamental.
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pliación. El autor se detiene y reflexiona
acerca de cómo la progresiva incorporación de
nuevos países en las comunidades ha traído
como consecuencia la crisis el concepto de
«Estado-nación»3. Posteriormente pasa a exponer la parte institucional de la Unión Europea, analizando sus competencias y la legalidad de sus actos, así como la base jurídica y
el papel que desempeñan sus instituciones en
la actividad de la Unión contemporánea.
El segundo bloque se centra en la delimitación de la autonomía del Derecho Social de
la Unión Europea y los principios de su articulación con los ordenamientos internos. Así,
analiza los principios comunitarios de autonomía; primacía; eficacia directa de las normas europeas; y el de interpretación de las
normas internas conforme al Derecho Comunitario4, este último unido a la determinación de una responsabilidad del Estado por
los daños derivados del incumplimiento del
Derecho comunitario. Igualmente son objeto
de atención las normas de subsidiariedad y
proporcionalidad que rigen en la aplicación
de la legislación comunitaria. Este bloque se
cierra con una reflexión del autor, que expresa opiniones, esperanzadoras para los tiempos que corren, sobre la evolución del Derecho Social de la Unión Europea.
3
Esta crisis tiene también su origen en el interior de
los propios Estados. Sirva como ejemplo más cercano el
de nuestro país, en el que el actual debate sobre el desarrollo autonómico y la distribución de competencias
aviva dicha crisis. En mi opinión, este proceso sólo aparentemente supone un elemento «desintegrador» o incompatible con la idea de la Unión Europea.
4
Lo que supone un signo más de la integración europea, de su función uniformadora y con ello promotora de un espíritu europeo. No hay que olvidar que muchas de nuestras normas internas, asumidas como
propias, encuentran su fuente en la Unión Europea. A
pesar de nuestra falta de conciencia, la Unión Europea
se halla presente más allá de las reformas económicas,
que en ocasiones resultan difíciles de compatibilizar
con un Estado Social como es el declarado por el art. 1
CE. Por su parte, las reformas sociales sí han supuesto
para España, y más en determinados momentos políticos, un claro avance hacia la unificación europea.
314
Se abre el primer bloque, referido al papel
desempeñado por los derechos sociales en el
origen y naturaleza de la Unión Europea,
con el epígrafe que lleva por título Los derechos sociales en tensión entre la Unión Europea y los Estados miembros.
El autor inicia su exposición indicando la
dificultad para encajar el conjunto de normas sociales emanadas de la Unión Europea
en el concepto de Derecho Social que manejamos habitualmente, ya que no ha entrado a
regular las materias centrales de esta disciplina, como son los salarios – si bien se ha legislado de forma contundente en favor de la
igualdad de retribución entre hombres y mujeres, lo que viene a configurar más un derecho ciudadano o un derecho político europeo
que un derecho estrictamente social–; los
sindicatos –aunque se han introducido medidas de representación de los trabajadores en
empresas de ámbito comunitario, y de reconocimiento de sindicatos con legitimación en
este nivel, que participan de forma activa en
la negociación de normas comunitarias de
naturaleza social–; así como los conflictos
–huelgas incluidas–. Esta carencia sería motivo suficiente para no poder hablar de un
Derecho Social, en sentido estricto, de la
Unión Europea5.
A pesar de la falta de regulación de materias que constituyen ramas esenciales de
nuestro concepto de Derecho Social, sí que
existe una constante producción de normas
que regulan distintos aspectos de la vida de
Se trata de materias de difícil regulación uniforme
en el ámbito de la Unión. En primer lugar, porque hasta ahora no han existido problemas productivos comunitarios. Cada país ha presentado sus peculiaridades y
diferencias en los sectores más conflictivos. No obstante, con el fenómeno de la globalización económica, de
la que deriva el de la deslocalización empresarial (en
parte hacia países recién integrados en la Unión), y la
incorporación de competidores económicos de gran
importancia como son China e India, está exigiendo la
inmediata regulación de tales derechos como forma de
consolidar un modelo estable que garantice el bienestar
social de los ciudadanos.
5
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los trabajadores y trabajadoras europeos,
moldeando de forma latente y uniforme los
ordenamientos laborales de los Estados
miembros. Por esta razón el autor afirma
que: «el Derecho Social de la Unión Europea
como tal no existe o está por construir, pero
los derechos nacionales en una importante
medida están comunitarizados, por lo que está justificado hablar entonces de un Derecho
Social de la Unión Europea». De hecho, su
presencia en la vida cotidiana hace que
«cuanto más se hable de ese derecho, tanto
más se reafirm(e) su existencia» (Romagnoli).
Valorando en este punto la ausencia de
una constitución formal de la Unión Europea, el autor sostiene que aquella no debe ser
considerada como un obstáculo para el desarrollo de la Unión en cuanto sus contenidos
esenciales –valores y tradiciones constitucionales comunes a los países que la conformanse encuentran ya vigentes en los Tratados
(arts. 2 y 6 TUE; 2 y 3 TCE) y desarrollados
por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia.
Del mismo modo, se refiere al fenómeno
de la «erosión del constitucionalismo estatal», cuyo origen se encuentra en la pérdida
por parte de los Estados nacionales de su capacidad para regular aspectos básicos de su
orden político a favor de la ampliación de
competencias del ente supranacional. El problema destacado aquí por el autor es que la
apertura de los Estados a la Unión Europea
se ha hecho no sólo en materias de contenido
social, sino también, y en mayor medida, de
índole económica, lo que deja un espacio carente de reglas seguras y típicas del constitucionalismo estatal, en el que se pueden adoptar decisiones que afecten, incluso cercenen,
derechos sociales consolidados en los ordenamientos internos. Tales decisiones quedan
impregnadas de un «déficit democrático» que
puede terminar afectando a la propia esencia
de la democracia.
Aparece aquí un elemento presente en toda la obra y, en mi opinión, fundamental: el
binomio «economía/derechos sociales». De
manera que, si la Unión Europea continúa
rigiéndose por una «lógica económica», como
así ha sido desde su fundación, unida a la debilidad de los Estados en determinadas materias, derivada de esa «erosión del constitucionalismo estatal», se estará poniendo en
serio peligro el desarrollo social y los derechos de los ciudadanos europeos. Queda subrayada pues la tensión dialéctica presente
entre el ámbito interno de los Estados y el de
la Unión. Con el autor entiendo que en la
Unión Europea se debe avanzar hacia un
modelo no dirigido exclusivamente por los
derechos económicos sino en conciliación con
los derechos sociales de sus ciudadanos, consolidándolo.
A continuación, se arriesga un concepto de
la Unión que sirva para encuadrarla entre
las categorías jurídicas conocidas. Así, se define como «una organización internacional
intergubernamental que nace de los Tratados de la Unión Europea, Comunidad Europea y EURATOM, ratificados actualmente
por 25 países miembros». Se trata de una organización sin personalidad jurídica reconocida de manera expresa, sin que ello tenga
relevancia en la medida en que, a pesar de
ello, viene ejerciendo de facto importantes
competencias. Pero además, se califica como
organización internacional intergubernamental atípica, que agota los presupuestos
de su propia definición, pues sus competencias le permiten crear un derecho propio que
se aplica a los ciudadanos de los Estados
miembros, más allá de los propios Estados.
Por otra parte, se trata de una categoría inacabada, no consolidada, con vocación de
cambio y transformación, pero sin un plan
definido, que de hecho se ve marcado por los
vaivenes políticos y económicos de los países
miembros.
En último término, y entendiendo que la
memoria histórica debe contribuir a explicar
la situación actual de la Unión Europea, el
autor recorre aquellas circunstancias producidas en el s. XX que, de forma rápida y pro-
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funda, transformaron Europa y de las que
sin duda son fruto valores, como el de la promoción del progreso económico y social (art.
2 TUE), que motivaron la fundación de la
Unión. Tales valores entran hoy en contradicción con los efectos de la globalización económica, por lo que se reivindica el protagonismo de la Unión como espacio más idóneo
que el nacional, para la defensa y mejora de
aquellos y la de los derechos políticos en una
Unión Europea que «presupone la democracia como patrimonio de valores y de instituciones compartidas por sus Estados miembros...», que se enfrenta a dos grandes
desafíos: el mantenimiento de la paz, y la
erosión del Estado-nación6.
La paz y la lucha por los derechos sociales
en el s. XX en la génesis de la Unión Europea
es el título del segundo epígrafe que conforma este primer bloque, y que yo subtitularía:
«O cómo hacer compatible la economía con
los derechos sociales».
La Unión Europea es el resultado de las
angustias y los miedos a las guerras que destruyeron Europa, así como a la revolución social de los más desprotegidos, precisamente
porque en las sociedades europeas de la primera mitad del siglo pasado no se propiciaron la paz ni el reconocimiento de derechos
democráticos y sociales a una gran parte de
su población. Este epígrafe es el dedicado por
el autor a recorrer los momentos históricos
más relevantes y determinantes de la conformación de la originaria Comunidad Europea:
la revolución industrial; la conformación de
la clase obrera, hambrienta de justicia social;
la revolución rusa; etc. Poco a poco va des-
6
Paz en su más amplio sentido. Hoy no es posible
hablar sólo de guerras entre Estados, sino de terrorismo
global. Por otra parte, las revueltas de Francia están
mostrando las deficiencias de un modelo político y económico. Con el autor, entiendo que la Unión Europea
puede ser el ámbito adecuado para promover medidas
de integración en la mundialización, colaborando con
una europeización no sólo económica sino también política y social.
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granando la historia europea, deteniéndose
con un interés especial en la II Guerra Mundial, una guerra que define como «ideológica», y que puso en cuestión los principios éticos que gran parte de la población creía
«inamovibles».
Igualmente, se refiere al Informe Beveridge de 1942, que contiene las bases teóricas
en las que se fundamentan los Sistemas de
Seguridad Social modernos, y que efectivamente surgieron en todos los países europeos
con las reformas puestas en práctica a partir
de 1946. Asimismo, el autor llama la atención sobre el hecho de que la única institución que ha perdurado, de entre las creadas
por el Tratado de Versalles en 1919, sea la
Organización Internacional del Trabajo, en
cuya Constitución se declara que «la paz universal y permanente sólo puede basarse en
la justicia social», lo que hoy debe tener plena vigencia, y que no conviene olvidar. La
ausencia de justicia social «fue» origen de
una de las más traumáticas barbaries humanas, y desde mi punto de vista, reaviva los
actuales focos de violencia, desgraciadamente también globalizados.
El tercer epígrafe se centra en el nacimiento de las Comunidades Europeas.
Tras el desastre de la II Guerra Mundial
los países europeos se hacen conscientes de
la necesidad de desactivar dos fuentes básicas de conflicto: la exclusión social de una
importante parte de la población; y la tradicional rivalidad franco-germana, que tantos
males había generado. Además debían afrontar su pérdida de protagonismo en un contexto mundial dominado desde entonces por
los EE.UU.
En este escenario, el primer paso a dar para alcanzar sus objetivos de paz era conseguir la reconstrucción económica, y a este
proyecto se dedicaron con desiguales resultados, sin un horizonte claro pero sí con unas
necesidades inminentes por cubrir. Así se va
avanzando hasta que en 1952 Francia, Ale-
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mania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo constituyen la Comunidad Europea del
Carbón y del Acero (CECA), momento en que
se abrió el camino hacia una Unión Europea.
El objetivo de esta comunidad quedó expresado certeramente por la famosa Declaración
Schuman (ministro francés de Asuntos Exteriores), en la que se reconocía como fin político de la nueva organización acabar con el antagonismo franco-alemán mediante el
establecimiento de objetivos económicos comunes, limitados inicialmente a los sectores
del carbón y el acero. El autor califica esta
decisión como una apuesta por una integración funcionalista frente a la federal, destacando que con esta primera comunidad se
ponía en práctica un «mercado común, unos
objetivos comunes y... unas instituciones dotadas de poderes efectivos e inmediatos», lo
que dejaba abierta la puerta a una ulterior
integración por la vía federalista.
Los años 70 del s. XX constituyen la época
dorada de Europa. Se produjo un incremento
extraordinario de la riqueza, acompañado
del cumplimiento de la anhelada aspiración
del pleno empleo. Es un momento en el que
la economía favorece a los derechos sociales,
consolidándose el principio democrático en
cada uno de los Estados nacionales. Nace entonces la concepción del Estado Social; un
Estado que se responsabiliza de la redistribución de la riqueza y de la articulación de la
solidaridad entre sus ciudadanos a través de
políticas de fomento de la educación, del acceso a la vivienda, de la protección de los derechos de los trabajadores y del desarrollo de
los Sistemas de Seguridad Social.
1957, fecha en la que los mismos seis países
signatarios del Tratado por el que se fundó
aquella firmaron en Roma los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de la
Energía Atómica o EURATOM.
La Comunidad de mayor relevancia en el
proceso de integración ha sido la Económica,
adjetivo que perdió a partir del Tratado de
Maastricht de 1992 (TUE), pasando a denominarse Comunidad Europea. Esta modificación supuso un gran avance en la concepción política –más allá de la económica– de la
unidad europea. En ella se activa nuevamente el binomio economía/derechos sociales,
considerando que la elevación del nivel de vida de los ciudadanos vendría de la mano del
«desarrollo armonioso de las actividades económicas en el conjunto de la Comunidad».
Por esta razón se puso en práctica un mercado común y se promovió la progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados miembros. Todo ello en torno a cuatro
pilares básicos: libertad de circulación de
personas, de circulación de mercancías, de
circulación de servicios y establecimiento, y
de circulación de capitales. Del mismo modo,
se articuló una protección común frente a los
mercados exteriores y se pusieron en marcha
políticas comunes sectoriales, como en agricultura, pesca o transportes.
A partir de aquí, en el cuarto epígrafe se
describe El progreso del proceso de integración europea: la ampliación de las comunidades.
Hasta febrero de 1986 en que se aprobó el
Acta Única Europea, el proceso de integración fue experimentando importantes ampliaciones. La primera de ellas mediante la
incorporación el 1 de enero de 1973 del Reino
Unido, Dinamarca e Irlanda; Grecia se sumó
seis años después con el Tratado de 1979; y
en 1985 ingresaron España y Portugal a través del Tratado de Adhesión, que entró en vigor el 1 de enero de 1986.
Si bien la CECA puede ser valorada positivamente desde la perspectiva de la integración económica, los sucesivos intentos por
avanzar en la integración política europea
fueron fracasando hasta el 25 de marzo de
La tercera ampliación de la comunidad
dio lugar a una profunda reforma interna a
través del ya citado Acta Única Europea,
aprobado los días 17 y 28 de febrero de 1986.
Las instituciones comunitarias recibieron
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nuevas transferencias de competencias estatales y experimentaron medidas de adaptación a la realidad más reciente. Todo ello implicaba un fuerte compromiso político por
parte de todos los Estados miembros.
En 1989 se firmó en Estrasburgo, con la excepción de Gran Bretaña, la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales
de los Trabajadores, documento meramente
testimonial, pues no se le dotó de fuerza jurídica alguna7. Pero cuando en 1992 se aprueba
en Maastricht el ya mencionado TUE, se le
añade una serie de Protocolos sobre diversos
aspectos de la política comunitaria; en concreto, el Protocolo 14 anexionaba el importante
Acuerdo sobre Política Social, sólo aceptado
por once Estados miembros. Se confirma que
es en aquel momento en el que nace la Unión
Europea, con el reconocimiento de la ciudadanía de la Unión. Esta última idea se ve reforzada por el Tratado de Ámsterdam en 1997.
Sin embargo, a partir de este año la evolución
de la Unión se ralentiza. Entre los motivos citados por el autor se encuentra la falta de
adaptación de la Unión a los retos que plantea
la incorporación de nuevos países (últimamente los del Este), minúsculos, «pero con
una capacidad extraordinaria para frenar los
avances de la Unión en materia social».
Otra de las cuestiones que plantea la ampliación europea es el proceso de erosión del
Estado-nación. Por una parte, porque como
señala el autor, se han producido problemas
en la organización y funcionamiento de las
instituciones de la Unión, que no han ido reformándose al ritmo de las nuevas incorporaciones. Por otra, aquel proceso se intensifica
con fenómenos como el de la globalización,
En efecto, se trata de una cuestión ciertamente
polémica. Para entender la evolución del papel de la
Carta de Derechos Fundamentales en el ordenamiento
europeo resulta gráfica la distinción elaborada por CRUZ
VILLALÓN, P., en su obra La Constitución Inédita. Estudios
ante la constitucionalización de Europa. Madrid (Trotta),
2004, entre la carta prescindible, la carta transparente y
la carta explicada.
7
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que hace que los ordenamientos jurídicos estatales queden encerrados dentro del territorio marcado por sus fronteras, «mientras que
el mercado, de dimensión mundial, escapa a
la acción estatal y pasa a regirse por una lex
mercatoria que regula de un modo uniforme
las relaciones comerciales».
Otro «efecto erosivo» de la globalización es
la separación de los centros de poder económicos de aquellos otros de poder político; es
decir, los legitimados por quienes quedan
afectados por las decisiones de los primeros
para someterlos a un control democrático.
Esta separación de poderes –económicos y legitimados políticamente–, afecta gravemente
a los derechos sociales de naturaleza prestacional que garantiza el Estado, también a la
mayoría de los protegidos por el Derecho del
Trabajo, pues se ponen en cuestión cada vez
que se desea atraer la inversión de capitales
y evitar los fenómenos de deslocalización
productiva.
Frente a esta pérdida de poder por los Estados nacionales el autor propone la atribución de facultades a la Unión Europea para
adoptar decisiones que impongan al mercado
los correctivos inalcanzables por la acción limitada del Estado nacional. Se trataría de
dotar de un nuevo protagonismo a la Unión
dentro de una economía globalizada, devolviendo la primacía a la política sobre la economía. Pero el autor avanza un poco más con
una propuesta sumamente ambiciosa, aunque realmente eficaz: un constitucionalismo
mundial que globalice también los derechos
fundamentales para todos los seres humanos, incluyendo así la garantía de los derechos laborales como instrumentos garantes
de la igualdad y la dignidad humanas; lo que
viene a propugnar la consolidación de una
ciudadanía del mundo.
El quinto epígrafe del primer bloque profundiza en la estructura de la Unión bajo el
título Las competencias y legalidad de los actos de la Unión Europea. La base jurídica.
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Un rasgo destacado en el texto, por tipificar a la Unión Europea entre otras entidades
supraestatales, es que su ordenamiento jurídico crea derechos y obligaciones no sólo para los Estados miembros, sino también para
los ciudadanos de los mismos. Por esta peculiaridad se define a la Unión como una «comunidad de derecho», si bien se critica la carencia de medios institucionales propios
para imponer coactivamente la aplicación
del mismo, función que desempeñan en la actualidad los propios Estados nacionales.
Dentro de este ordenamiento se sitúa el conjunto de normas que regulan la relación de
trabajo y la Seguridad Social, cuyo objetivo
inicial –coherente con los fines económicos
presentes en la primera etapa de la Unión–
era la consecución de un mercado común favorecido por la libre circulación de trabajadores, y cuyo efecto a largo plazo es la consolidación de los principios de igualdad y
dignidad de los ciudadanos europeos.
El autor destaca las tres materias contenidas en el Tratado de la Unión que dotan de
sentido al Derecho Social Europeo. Estas
son: a) la inclusión del progreso social y un
alto nivel de empleo entre los objetivos de la
Unión; b) el compromiso de la Unión en el
respeto de los derechos fundamentales tal y
como se garantizan en el Convenio Europeo
para la Protección de los Derechos Humanos
y las Libertades Fundamentales y, como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, como principios generales del derecho comunitario; c) la
creación de una ciudadanía de la Unión.
La legitimación de las instituciones europeas para generar normas jurídicas con eficacia para los Estados y sus ciudadanos proviene de los mismos países miembros, que
han cedido a favor de la Unión algunas de
sus competencias y poderes soberanos. Sin
embargo, en todo este proceso, se mantiene
una duda en torno a un elemento fundamental para dotar de un verdadero sentido democrático a la organización: la identificación de
un pueblo europeo. Esta duda, unida a otras,
desvelan un ordenamiento «inacabado», en
proceso de construcción, un proceso en el que
el Derecho Social desempeña un papel fundamental.
El primer bloque de la obra que se comenta cierra su exposición crítica de la evolución
de la Unión y su estructura, adentrándose en
la situación actual de sus Instituciones.
De forma clara y útil para quienes se
acercan por primera vez al Derecho Comunitario, el autor hace un recorrido por las instituciones europeas más importantes. Empezando por el Parlamento europeo, se
llama la atención –por su colisión con el concepto de Parlamento presente en nuestro
sistema nacional– sobre su limitado poder
normativo, compartido –por no decir subordinado– con el del Consejo Europeo. Este déficit democrático ha tratado de ser corregido
a través del Tratado de Niza, por el que se
amplió las materias sobre las que se aplica el
procedimiento de codecisión. De hecho, casi
todos los contenidos de carácter social (la no
discriminación; la libre circulación de trabajadores; condiciones de trabajo, Seguridad
Social, etc.) se regulan a través de este procedimiento.
Por su parte, el Consejo –actual protagonista de la estructura institucional europea–
está formado por un representante de cada
Estado miembro de rango ministerial, facultado para comprometer al Gobierno de dicho
Estado. Se trata de una institución «multiforme», pues adopta diversos diseños según
la materia de que se ocupe (Se pone como
ejemplo el ECOFIN, que es el nombre que
adopta el Consejo cuando se reúnen los ministros de Economía y Finanzas de los Estados miembros). En este punto se critica la
opacidad, por su complejidad, del procedimiento de generación de normas de la Unión,
que inactiva la movilización de una «opinión
pública europea» acerca de un ordenamiento
jurídico de tanto impacto para los ciudadanos. En consecuencia, se descubre nuevamente la carencia de elementos democráticos
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en la organización europea. Una puerta
abierta a la conformación de aquella opinión
pública es la presencia de la Confederación
Europea de Sindicatos pues, como señala el
autor, «sin sindicatos no hay democracia y
sin acción sindical no hay vida democrática».
Las funciones ejecutivas están en gran
medida cedidas a otra institución europea:
La Comisión. En contraste con el Consejo, es
independiente de los Estados, al tiempo que
tiene un carácter permanente. Por otra parte, el Tribunal de Justicia Europeo es el que
mejor encaja en el esquema de división de
poderes –característico de los sistemas democráticos–, ejercidos por un órgano específico y separado.
Finalmente, se destaca entre los órganos
auxiliares de la Unión el Comité Económico
y Social, pues se considera que el diálogo social ha de ser una de las bases de la vida democrática y favorecer el crecimiento y el empleo (art. I-48 TCEu).
Todo este entramado institucional funciona apoyándose en el «principio de equilibrio
institucional», configurado y defendido por el
Tribunal de Justicia y conforme al cual cada
institución ejerce sus poderes de manera autónoma, según las competencias que les hayan sido atribuidas, pero con un expreso «deber de colaboración interinstitucional» que
dota de cierta unidad a una fórmula inacabada que, como pone de manifiesto el autor en
diversas ocasiones, debe evolucionar hacia
su consolidación democrática.
Avanzando desde los orígenes históricos
de la Unión hasta su conformación actual, el
autor dedica el segundo bloque de su Introducción a explicar la Autonomía del Derecho
Social de la Unión Europea y principios de
articulación con los ordenamientos internos.
Tal y como ha sido configurado el ordenamiento jurídico de la Unión Europea, hasta
el momento funciona de manera superpuesta
a los ordenamientos jurídicos de cada Esta-
320
do. Una adecuada armonización de ambos
ámbitos exige criterios de articulación que limiten las fricciones. Estos criterios han sido
perfilados por el Tribunal de Justicia de las
Comunidades dando forma a los principios
generales del Derecho Comunitario. Llama
la atención que las controversias que han favorecido la conformación de estos principios
se sitúan en el ámbito social, subrayando la
importancia del Derecho Social europeo como nexo entre la Europa económica y la política. Esos principios son: el de autonomía;
primacía; eficacia directa; responsabilidad
del Estado por incumplimiento del derecho
comunitario; subsidiariedad y proporcionalidad; los dos últimos con especial relevancia
en materia social. A la definición de cada uno
de estos principios se dedican las siguientes
páginas.
En primer lugar, el principio de autonomía del Derecho Comunitario –resultado de
un proceso de atribución de competencias soberanas desde los Estados miembros a las
Comunidades– significa que posee sustantividad propia respecto a los ordenamientos
internos y el Derecho Internacional vigente.
Encuentra su fundamento en el concepto de
la Unión Europea como una «comunidad de
derecho».
De la aplicación de este principio resulta
que los parámetros para valorar la validez de
las normas comunitarias sólo se pueden encontrar en el propio Derecho Comunitario ya
que, tal y como expresa el autor «otra solución traería como resultado atentar a la unidad y eficacia del derecho comunitario». La
principal consecuencia de su aplicación es el
hecho de que los ciudadanos europeos verán
reguladas determinadas materias que les
afectan de manera directa por normas de origen comunitario, en ocasiones en convivencia
con otras normas de origen interno, asumiéndolas todas ellas como normas propias.
La presencia en un mismo ámbito de ordenamientos jurídicos autónomos no da lugar a
conflictos por la aplicación del principio de
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primacía del Derecho Comunitario sobre el
interno y por el de eficacia directa. Ambos
son los dos pilares gemelos de la autonomía,
sin los cuales aquella carecería de eficacia.
El principio de primacía del Derecho Comunitario sobre el interno supone que las
normas comunitarias deben aplicarse con
preferencia, cualquiera que sea el rango de
la norma interna, y con independencia de
que ésta haya sido aprobada con posterioridad. Aunque no aparece enunciado en ninguno de los textos comunitarios, por obra de la
intervención del Tribunal de Justicia (Sentencia Costa c. ENEL; y la Sentencia Administration des finances de l’Etat c. Societé
anonyme Simmenthal), adquiere significado
desde la propia naturaleza de la Unión en
cuanto ente supranacional con poderes y finalidades propias. El autor lo define como un
principio absoluto e incondicional, sin el que
el Derecho comunitario no podría existir. En
la medida en que los ordenamientos internos
en principio son completos, no se descarta la
concurrencia de normas de origen comunitario e interno en una misma materia. De no
aplicarse este principio, el Derecho Comunitario carecería de utilidad, perdiendo de vista los objetivos de unidad europea.
El segundo de los principios comunitarios
que apuntala el de autonomía es el de eficacia directa del ordenamiento europeo. Como
el anterior, tampoco aparece reconocido expresamente en los textos comunitarios pero
su contenido se deduce de la naturaleza de la
Unión y su vocación de «unión de pueblos», lo
que trae consigo que la legislación europea
no sólo sea aplicable a los Estados miembros,
sino también a los ciudadanos europeos. No
obstante, si el principio de primacía no requería especificación, el de eficacia directa sí
porque, tal y como se establece en el TCE, no
todas las normas gozan en igual medida de
esta eficacia.
Con el objeto de hacer más comprensible
este principio, el autor propone distinguir
dos tipos de relaciones generadas por las
normas comunitarias: unas son aquellas que
se establecen entre los poderes públicos y los
particulares –relaciones verticales–; y otras,
las que se establecen entre los particulares
entre sí –relaciones horizontales–. Así, los
contenidos normativos de los Tratados tendrán una eficacia directa plena sobre las relaciones verticales y horizontales siempre
que cumplan los requisitos de ser claras, precisas e incondicionadas; es decir, que no necesiten de la intervención de ninguna otra
norma comunitaria u órgano interno para su
aplicación. Esta misma eficacia en los dos niveles de relaciones es predicable de los Reglamentos comunitarios. Así se precisa en el
art. 249 TCE cuando establece que «el Reglamento tendrá alcance general. Será obligatorio en todos sus elementos y directamente
aplicable en cada Estado miembro».
Sin embargo, hay que matizar el despliegue del principio de eficacia directa en el específico supuesto de las Directivas. Una vez
más, la contribución del Tribunal de Justicia
a la definición del principio ha sido fundamental. En este sentido el órgano judicial
precisa la distinción de la eficacia directa de
esta categoría normativa en función del momento en que se encuentre su aplicación. Dado que las Directivas establecen un plazo para su ejecución o trasposición al derecho
interno, se considera que una vez superado
ese plazo sin que el Estado miembro obligado
haya traspuesto la Directiva, la norma podrá
ser invocada por los particulares sin que los
Estados puedan oponer su propio incumplimiento para evitar la aplicación de la misma.
Eso sí, esta extensión queda sujeta a que el
contenido de la norma sea «suficientemente
precisa y clara y que se permita a los beneficiarios conocer la totalidad de sus derechos
y, en su caso, invocarlos ante los Tribunales
nacionales». La obligación frente al particular de cumplir lo preceptuado en la Directiva
alcanza también a las Comunidades Autónomas y todos los Entes Municipales, Organismos Públicos y determinadas empresas públicas.
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No obstante, el autor precisa con claridad
que la Directiva no es idónea para crear de
forma directa obligaciones del particular hacia el Estado, ni para crear directamente
obligaciones entre los particulares; es decir,
que respecto de aquellas Directivas no traspuestas o inadecuadamente traspuestas,
existe eficacia vertical pero no horizontal. La
Directiva aparece así como la única norma
de eficacia directa limitada dentro del ordenamiento básico comunitario.
El cuarto principio de interpretación conforme al Derecho Comunitario de las normas
internas encuentra su fundamento en la obligatoriedad de la aplicación de las mismas establecida por el art. 10 TCE. La utilización de
este principio se impone a todas las autoridades de los Estados miembros –incluidos los
jueces–, en el ámbito de sus competencias.
Posee una trascendencia práctica muy importante porque permite resolver los problemas
de aplicación del ordenamiento comunitario
en las relaciones entre empresarios y trabajadores pero exige una posición activa del juez
nacional, en absoluto asegurada.
De la eficiencia de los principios de eficacia directa y de primacía del Derecho Comunitario se deriva el quinto principio de responsabilidad del Estado por daños derivados
del incumplimiento del Derecho Comunitario, principio totalmente construido por el
Tribunal de Justicia, curiosamente a partir
de decisiones emitidas en materia social. Así,
los Estados están obligados a ejecutar en su
ordenamiento las Directivas comunitarias,
respetando en todo caso su contenido básico
de forma clara y precisa, garantizando la plena aplicación de la misma. El incumplimiento parcial o total de esta obligación atenta
contra los derechos reconocidos a los particulares por las normas comunitarias, interrumpiendo el proceso de armonización europea. Por este motivo se impone un deber de
reparar los derechos lesionados por la inactividad del Estado miembro.
Pero el Tribunal de Justicia limita el nacimiento de la responsabilidad del Estado a los
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supuestos en que se den las tres circunstancias siguientes: a) que el objetivo de la Directiva sea atribuir unos derechos determinados a los ciudadanos europeos; b) que el
contenido de esos derechos sea identificable
e identificado a partir del texto de la Directiva; c) que se dé una relación de causalidad
entre la pasividad del Estado y la lesión del
derecho reconocido a los particulares. El autor descubre la flaqueza de este sistema de
responsabilidad en la inexistencia de una
normativa comunitaria propia y completa
que regule esta materia, lo que hace obligado
el recurso al Derecho interno para deducir la
indemnización correspondiente al daño sufrido.
Un lugar especial merece en esta introducción el examen de los complejos principios de subsidiariedad y proporcionalidad.
El de subsidiariedad limita su ámbito de intervención a aquel en el que la Unión carece
de competencias exclusivas (Ejemplo fundamental es la materia social), ofreciendo las
pautas a seguir para su ejercicio. Por su parte, el de proporcionalidad afecta a todas las
competencias –exclusivas o no–, y viene referido a la intensidad de la intervención de la
Unión en cada una de ellas. En palabras del
autor parece que «son criterios políticos para
el ejercicio de los poderes derivados del reparto de competencias entre los Estados y
las Comunidades fijado en los Tratados a favor de las Instituciones Comunitarias».
Dada la intrínseca vinculación de estos
principios con el mecanismo de reparto de
competencias entre los Estados miembros y
la Unión (Art. 2 TUE), se hace obligada una
referencia al mismo. La primera conclusión
alcanzada es que la existencia de este mecanismo de reparto, que obliga a distinguir entre competencias exclusivas de la Unión Europea y competencias compartidas, pone en
evidencia un ordenamiento jurídico europeo
incompleto; es decir, en aquellas materias cedidas por los Estados nacionales y competencia exclusiva de la Unión, que no sean reguladas por ésta, no podrán intervenir los
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Estados miembros, pudiendo dar lugar a peligrosos vacíos jurídicos.
La aplicación del principio de subsidiariedad tiene como objetivo hacer más eficaz el
sistema normativo del espacio europeo (art.
5 TCE). Supone que, en aquellas materias de
competencia compartida por los Estados
miembros y la Unión, se legitima la intervención comunitaria en los casos en que no
puedan alcanzarse los objetivos previstos o
no puedan serlo de manera suficiente por la
mera acción de los Estados miembros. A través de esta vía, la libertad de los Estados para regular materias compartidas como la social –a excepción de todo lo que afecte a la
libre circulación de trabajadores–, queda limitada en beneficio del cumplimiento de los
objetivos comunitarios.
Las razones que justifican la intervención
comunitaria son controlables por el Tribunal
de Justicia, lo que exige por parte de las instituciones europeas una especial atención en
la redacción de las Exposiciones de Motivos
de estas normas que, en cierto modo, se
adentran en competencias de los Estados nacionales no cedidas a la Comunidad.
Sobre el principio de proporcionalidad
únicamente se añade que, como el de subsidiariedad, es un criterio controlable por el
Tribunal de Justicia a través de la evaluación de la adecuación entre los medios elegidos y los fines que se pretende conseguir con
la norma comunitaria. Así, cuando deba elegirse entre varias medidas apropiadas, deberá recurrirse a la menos gravosa.
El cierre de la obra corresponde a Una reflexión final sobre la evolución del Derecho
Social de la Unión Europea.
El objetivo inicial de la unificación europea era pacificar un continente herido por los
conflictos bélicos y sociales. Todos aquellos
ideales fueron volcados en la creación de un
ente supraestatal que convirtiera en recuerdos el pasado de los Estados que lo integra-
ban. Pero el olvido no pretendía extenderse a
los valores que se aspiraba a defender: el respeto de los derechos cívicos y sociales y las
relaciones pacíficas con otras comunidades.
El autor percibe que estos valores iniciales no se reflejan de forma continua en la
evolución de la Unión, quedando empañados
en ocasiones por el protagonismo otorgado a
su dimensión más económica. Uno de los obstáculos a su efectiva consagración es la ausencia de un «pueblo europeo»; es decir, no
existe entre las poblaciones de los diversos
Estados un sentimiento de pertenencia a
una entidad común. En este punto es donde
los derechos sociales juegan un papel central
en un doble sentido; de una parte, porque
son contenido sustantivo de la democracia;
de otra, porque son expresión de los valores
que las diversas sociedades europeas de la
segunda posguerra han alumbrado y expresado en sus respectivas constituciones.
Se reivindica «un modo europeo de estar en
sociedad», consistente en vivir con el reconocimiento de unos mínimos derechos en el trabajo, de un Sistema de Seguridad Social, de educación gratuita en amplios niveles, etc. Se
propone la consolidación de una ciudadanía
europea coherente con la tradición humanista
y democrática de los países que lo integran.
No obstante, se reconoce que se ha producido una «comunitarización» de los derechos
nacionales en parte provocada por los años
de crisis económicas, con un determinante
aumento del desempleo, y graves retrocesos
en las garantías de los derechos sociales en
los ordenamientos nacionales, acompañados
de la reducción del poder de los sindicatos.
En estos momentos el Derecho Social Comunitario se convierte en el garante de un suelo
mínimo de protección en algunas materias
laborales, aunque renunciando a la armonización de sistemas con importantes diferencias morfológicas.
Como subraya el autor, lo que él denomina «activismo comunitario» no hubiera sido
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posible sin el progresivo abandono del requisito de la unanimidad en la adopción de decisiones en materia de política social para ser
sustituido por el de mayoría cualificada. Ante la eficacia de estas medidas, se propone un
aumento de las competencias de la Unión
que hagan efectivos en su ámbito los derechos sociales. Por supuesto, la vía más rápida para alcanzarla sería conceder un valor
jurídico o carácter vinculante a los derechos
contenidos en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, incomprensible fracaso que ha acompañado el estancamiento de
la aprobación de la Constitución Europea. El
reconocimiento de los derechos fundamentales sociales contenidos en aquel instrumento
operarían como límites a la acción de la
Unión, sobre todo en aquellas ocasiones en
que su dimensión económica se priorice sobre la social.
Como he ido indicando a lo largo de estas
páginas, Aparicio Tovar ha conseguido aportar, de una manera clara y sencilla, una obra
manejable y útil para quienes se acercan al
Derecho Social Europeo por primera vez, y
para aquellos otros que, en su especialización, parecen haber olvidado los principios y
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valores que inspiraron esta Comunidad en la
que nos hallamos integrados, así como los
conceptos básicos que articulan su funcionamiento. Todo ello de forma coherente con la
función de una introducción a cualquier disciplina jurídica.
Se trata de una obra producto de la reflexión y el debate, metodología que no puede
quedar adormecida. El debate en torno a la
Unión Europea, la identidad europea y el papel fundamental que ha desempeñado y debe
desempeñar el Derecho Social en su evolución, ha de mantenerse vivo. Fundamentalmente porque de él se pueden extraer soluciones a los «nuevos» problemas que aquejan
a sus Estados miembros sin dejar en el camino las razones que impulsaron su creación.
El siguiente paso debería ser la elaboración
de un manual de Derecho Social Europeo,
que comparta las ventajas de esta introducción, labor que agradeceríamos quienes nos
dedicamos a esta especial rama del Derecho.
MARAVILLAS ESPÍN SÁEZ
Profesora Ayudante
de Derecho del Trabajo y Seguridad Social
Universidad Autónoma de Madrid
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