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Reseñas
de lecturas sobre
geopolítica y
economía global
The World in Conflict: Understanding
the World’s Troublespots
Andrews, J., (2015), Profile Books Ltd., Londres.
“Si el presente sirve de guía, el futuro será marcado por frecuentes
conflictos – se trata de la confirmación de que la violencia es parte
de la condición humana y de que los hombres y mujeres seguirán
recurriendo a las armas para lograr sus objetivos.”
Sinopsis
La palabra “conflicto” se puede aplicar a todo: desde una disputa en el campo de juego
hasta la Segunda Guerra Mundial. En The World in Conflict (El mundo en conflicto),
John Andrews lo aplica para referirse a una diferencia de opiniones –entre naciones,
personas o movimientos políticos– que desencadena el uso de la violencia mortífera.
Hasta el momento, en el siglo XXI, Estados Unidos y sus aliados han invadido Iraq y
Afganistán; Rusia declaró la guerra a Georgia; Francia y Reino Unido unieron fuerzas
para derrocar al régimen en Libia, que posteriormente sucumbiría a una anarquía
fratricida; el brutal Estado Islámico ha emergido en Oriente Medio; y una competición
constante por minerales preciosos ha provocado (y financiado) guerras y masacres en
Asia. Otros conflictos son menos sangrientos, pero aun así continúan siendo
peligrosos, como el pulso entre India y Paquistán en Cachemira, o el estancamiento
continuo entre Corea del Norte y Corea del Sur. En el Pacífico, por otra parte, las
disputas territoriales y marítimas enredan China, Taiwán, Japón, Filipinas, Malasia,
Vietnam y Brunei, y nadie puede estar seguro de que las disputas actuales no
desemboquen en conflicto armado. Que se trate de una explosión o de una situación
que se cuece a fuego lento, el número de conflictos violentos en el mundo es bastante
alto. Por ese motivo, Andrews examinará, aunque de forma general, los conflictos que
están aconteciendo hoy en día, región por región. En definitiva, The World in Conflict
será de interés para el lector que quiera tener una primera impresión de los focos de
tensión que afectan a cada región del mundo.
El autor
John Andrews es autor y periodista especializado en política internacional. Es editor
colaborador de Project Syndicate y colaborador para The Economist, revista para la
que ha ejercido de corresponsal durante más de 24 años desde Singapur, Hong Kong,
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Bruselas, Washington DC, Paris y Los Ángeles. Andrews es también entrevistador de la
conferencia anual World Policy Conference y es frecuente moderador y ponente en
conferencias. En 2010 publicó The Economist Book of Isms. Su libro más reciente es
The World in Conflict.
Idea básica y opinión
Los conflictos pueden tener muchas causas, que a menudo se solapan, como la
religión, la raza, el territorio, los recursos o la ideología. La opción más fácil para
categorizarlos, en opinión del autor, es por geografía y país, incluso aunque muchos de
estos conflictos, especialmente en África y Oriente Medio, atraviesan fronteras
nacionales –el mejor ejemplo de ello es el ascenso del islamismo violento–.
Oriente Medio y Norte de África: conectados por el islam
El mundo árabe, que se extiende desde la península Arábiga en el este hasta el océano
Atlántico en el oeste, con una población de más de 400 millones, está dividida por sus
políticos y un legado de colonialismo que resultó en 22 países, según está reconocido
por la Liga Árabe. Sus gobiernos van desde monarquías autocráticas, como en los
países del Golfo, a supuestas repúblicas socialistas, como en Siria y Argelia. Sus
economías varían desde las que presentan un sistema basado en el petrodólar, como
Arabia Saudí y Qatar, hasta las que están sumidas en un estado de pobreza que
desemboca en conflicto, como en Somalia. Pero casi todos los países están
atormentados por tensiones políticas y sociales en las que se ve implicado el rol del
islam.
En esta región Andrews presta especial atención a la Primavera Árabe. Pregunta por
qué resultó ser una fase tan inútil, en la que tantos países árabes se sumieron en el
caos, desde Yemen a Somalia, pasando por Iraq y Libia. Una razón, según el autor, es
que los desafíos sociales, económicos y políticos son demasiado grandes para ser
resueltos de la noche a la mañana, o incluso en una generación. Otra razón es que las
guerras que han tenido lugar este siglo en Iraq y en Afganistán han engendrado grupos
islamistas como Al Qaeda. Estos grupos están dispuestos a usar la extrema violencia
para atacar al supuesto Occidente anti-musulmán y establecer una sociedad
musulmana fundamentalista, llamada a menudo salafista. La proeza más notoria de Al
Qaeda fue el 11-S, pero en años recientes Al Qaeda se ha visto ensombrecida por la
organización conocida como Dáesh (Estado Islámico de Iraq y el Levante) o EI (Estado
Islámico de Iraq y Siria). Mientras que Al Qaeda utilizaba ataques suicidas e
improvisaba explosivos para generar terror, el EI ha empleado estas tácticas para crear
lo que llama el Estado Islámico, en el que su líder, Abu Bakr al-Baghdadi, se proclamó
el nuevo califa de la umma o comunidad musulmana. Si el Estado Islámico sobrevive,
habrá borrado las líneas dibujadas en el mapa de Oriente Medio en 1916 por Sir Mark
Sykes de Reino Unido y François Georges-Picot de Francia, cuando los poderes
europeos dividieron el territorio del derrotado imperio otomano.
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La existencia continuada del Estado Islámico amenazará, además, los regímenes árabes
en todo el mundo, incluida la monarquía en Arabia Saudí, cuyos esfuerzos por
propagar una interpretación tan fundamentalista (aunque pacífica) del Islam han
ayudado perversamente a crear Al Qaeda y el EI. Algunos historiadores ven similitudes
entre el EI y el jariyismo, una secta fanática del siglo VII que primero apoyó a Ali Ibn
Abi Talib y luego se separó; finalmente acabaría desapareciendo en el siglo IX. El EI,
según Andrews, también terminará por ser derrotado en algún momento, quizás por
presiones sociales y económicas más que por acciones militares. Sin embargo,
mientras la gobernanza en Oriente Medio y el Norte de África sigue siendo corrupta e
inepta, es probable que el fundamentalismo islamista continúe siendo poderoso en las
mentes de los jóvenes descontentos en el mundo musulmán, y más allá. Además,
apunta el autor, la geografía del Norte de África proporciona vastas áreas de santuario
en las que los extremistas pueden esconderse y avanzar. La esperanza, según John
Andrews, es que la brutalidad del EI acabe disminuyendo su popularidad. No obstante,
puede que la herramienta más eficaz en la lucha contra la organización sean las redes
sociales: las mismas que le dieron su popularidad e inspiraron a jóvenes a unirse
puede ser utilizada para difundir la crueldad de sus acciones. Por último, añade
Andrews, el líder del EI, Abu Bakr al-Baghdadi, está corriendo el gran riesgo de
extralimitarse. Mientras reclama la lealtad de todos los musulmanes y varios grupos
yijadistas como Ansar al-Sharia en Libia y Boko Haram en Nigeria le respaldan, los
regímenes de la región, sobre todo Arabia Saudí, Egipto y Jordania coincidirán
inevitablemente con Occidente en ver al Estado Islámico como una entidad que tiene
que ser eliminada.
África: rica en recursos, pobre en gobernanza
Con más de 50 países, una población de más de 800 millones y un sinfín de lenguas y
tribus, África nunca podrá ser un continente tan homogéneo como Europa –pese a
frecuentes intentos por terceros de aplicar el mismo modelo–. Las similitudes son bien
escasas desde un punto de vista topográfico entre la amplia Nigeria y la montañosa
Etiopía, y desde un punto de vista étnico entre, por ejemplo, los Ashanti de Gana y los
Hutus de Ruanda. El “África negra” es una cómoda abreviatura para los no africanos,
pero no significa nada más allá de una aproximación basada en el color de la piel.
Pese a ello, apunta Andrews, existen algunos rasgos deprimentes que son comunes a
la mayoría de los países del continente: flagrantes desigualdades sociales,
poblaciones jóvenes (a menudo con altos índices de desempleo) y gobiernos
ineficientes y corruptos. En un continente en el que muchos países están actualmente
marcados por conflictos, la mala gobernanza y la corrupción son factores importantes.
Sin embargo, también entran en juego otros factores: conflictos sobre recursos
naturales, desde petróleo (como en Nigeria), a diamantes (como en el Congo);
conflictos entre tribus, como en Kenia o Ruanda; y conflictos entre religiones, como en
Mali y Nigeria. Inevitablemente, estos varios factores suelen solaparse. El resultado ha
sido guerras dentro y fuera de las fronteras nacionales.
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Sin lugar a dudas, el peor de los conflictos tuvo lugar en 1990 en Ruanda. En tan solo
100 días, unos 800.000 Tutsis y Hutus moderados fueron masacrados por el ejército
ruandés y la milicia Hutu Interahamwe, hasta que el Frente Patriótico Ruandés
emergió victorioso en julio de 1994 y estableció un gobierno de unidad nacional. Hoy,
con 12 millones de habitantes, Ruanda es a menudo elogiada como un ejemplo para
otros en África de modernización y gobierno estable y efectivo, con esfuerzos
convincentes para reconciliar Hutus y Tutsis. Sin embargo, apunta Andrews, los críticos
señalan la negativa de muchos refugiados Hutus a regresar y las acusaciones de que el
régimen de Ruanda está asesinando a oponentes políticos (principalmente Hutus
establecidos en el extranjero). Las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (la
principal milicia Hutu en el exilio) declararon en 2005 que abandonaba su lucha
armada, pero en su lugar está acusada de cometer actos de terror y saqueos en la
vecina República Democrática del Congo. Esto demuestra, para Andrews, que el
genocidio de Ruanda aún tiene consecuencias para gran parte de África Central.
También es también sorprendente ver las incursiones realizadas por los extremistas
islamistas como Boko Haram en Nigeria. El esfuerzo para confrontarlos ha implicado el
despliegue de tecnología de vigilancia de Estados Unidos, y que tropas europeas y
africanas luchen juntas en Mali. Incluso en lugares donde los islamistas extremistas no
están activos puede haber conflictos influenciados por la religión, como es el caso en la
República Centroafricana. Pero si el trazo erróneo de fronteras ayudó a provocar
conflictos, sostiene Andrews, rediseñarlas conlleva el riesgo de perjudicar más que
beneficiar. Por este motivo, la Unión Africana ha insistido siempre en la inviolabilidad
de las fronteras de sus miembros. Solo Eritrea y Sudán del Sur han logrado separarse
de un estado africano post-colonial. Pese a este escenario, hay optimistas, apunta
Andrews, que predicen que África, con su población joven y sus recursos naturales,
reemplazará a Asia como el continente del siglo XXI. El progreso hacia esta situación
estará sin duda lleno de obstáculos. No obstante, es importante notar que ya se han
realizado algunos avances: desde 1991, más de 30 líderes africanos han sido
expulsados de forma pacífica en las urnas, algo bastante mejor de lo sucedido en el
mundo árabe.
Reino Unido y Europa: pasado sangriento, presente
complaciente y futuro incierto
La Unión Europea, con una población de más de 500 millones de personas es el bloque
económico más grande del mundo. La OTAN, cuyos 28 miembros incluyen 26 estados
europeos, sigue siendo la alianza militar más grande y exitosa del mundo. Así, a
primera vista, los ciudadanos europeos deberían sentirse seguros; al menos aquellos
que se encuentran en la Unión Europea. De hecho, en 2012, se le concedió el premio
Nobel de la Paz a la Unión Europea por haber contribuido durante más de seis
décadas al fomento de la paz, reconciliación, democracia y los derechos humanos. No
obstante, este premio no debería inducir a la Unión Europea a la autocomplacencia.
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La paz y la seguridad europea no son absolutas. Una primera amenaza la forman los
movimientos secesionistas (como en España e Irlanda del Norte), marcados por una
probada propensión al conflicto violento. Una segunda viene del islamismo
extremista: los yihadistas europeos, en particular musulmanes franceses y británicos,
regresan de los conflictos en Oriente Medio dispuestos a cometer actos de terrorismo
en sus países de origen. Una tercera amenaza reside en que algunos países europeos
se encuentren arrastrados a guerras más allá de Europa, como en Iraq, Afganistán,
Mali o la República Centroafricana. Para Andrews existe una cuarta amenaza que hasta
hace poco parecía inconcebible: que se reavive la Guerra Fría entre Occidente y Rusia,
con momentos álgidos. Evidencia de esto es el conflicto que empezó en 2014 en
Ucrania, y que resultó en la secesión de Crimea y su anexión a Rusia. Posteriormente,
llevó al desafío a las fuerzas armadas ucranianas por parte de los hablantes rusos en el
país, en un horrible intento de erosionar Ucrania y anexionarlo a Rusia. Dada la
simpatía del presidente ruso Vladimir Putin por las personas procedentes de Rusia, los
antiguos satélites de la Unión Europea que forman parte ahora de la UE y de la OTAN
están cada vez más nerviosos, y enfatizan la importancia del artículo 5 del tratado de
la OTAN: un ataque a uno de los miembros es un ataque hacia todos y provocará una
respuesta colectiva. Hasta ahora, el artículo 5 solo se ha invocado en respuesta al 11-S.
El autor de The World in Conflict enfatiza que la Europa del siglo XXI no es (al menos
por el momento) tan oscura como la del siglo XX. Sin embargo, continúa presentando
bastantes penumbras. Muchas proceden del colapso de la Unión Soviética. Incluso los
Balcanes tienen que eliminar aún las sombras de sus guerras en los 90, que costaron la
vida a más de 130.000 personas y desplazaron a más de dos millones. Aunque las
naciones que han emergido del desmiembre de la Yugoslavia comunista parecen
pacíficas, existen aún elevadas tensiones étnicas y religiosas en Bosnia entre los
musulmanes bosnios, croatas y serbios, y también en Serbia, entre los musulmanes de
Kosovo y los cristianos ortodoxos. Solo Montenegro ha logrado independizarse de
forma pacífica de Serbia en 2006, tras un referéndum. Desgraciadamente, concluye
Andrews, pese a la estabilidad en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial,
quedan conflictos en la mayor parte del continente, así como la amenaza de muchos
más.
Las Américas: fe, drogas y revolución
La influencia de Estados Unidos es muy importante en el continente americano, y
especialmente durante la Guerra Fría, provocó conflictividad, cuando Estados Unidos
actuó con determinación en su oposición al comunismo y al socialismo. Esto fue
especialmente evidente en el derrocamiento del presidente socialista Salvador Allende
en 1973, que fue tramado por la CIA. Sin duda, el conflicto más duradero ha sido la
oposición de Estados Unidos al régimen comunista de Cuba, que incluyó varios
intentos de asesinar a Fidel Castro. Sin embargo, también hay tensiones que nada
tienen que ver con Estados Unidos, como las comunes disputas fronterizas en
Centroamérica y América del Sur: Nicaragua tiene reivindicaciones marítimas o
territoriales que molestan a Colombia, Costa Rica, Panamá y Jamaica; Bolivia y Perú
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están en disputas con Chile; y El Salvador, Guatemala, Venezuela, Colombia y Guayana
todos han recurrido a amenazas a sus vecinos. Sin embargo, las guerras reales han sido
raras.
Otros dos elementos contribuyen a la violencia en el continente. Uno es la influencia
de la teología de la liberación, que comenzó en los años 60. Se trata de una
interpretación radical que busca reconciliar la fe cristiana y el ejercicio de la religión
con las realidades de la pobreza y desigualdad de la región. La implicación de esta
creencia para muchos, subraya Andrews, es que el Jesús moderno hubiera sido
marxista, luchando por poner fin a las desigualdades sociales de las que la élite
latinoamericana y la poderosa Iglesia Católica Romana han sido cómplices. Esta
creencia, la respaldan muchos curas, monjes y monjas listos a desafiar la autoridad
papal. Otra de las amenazas en la región es la producción e importación de narcóticos
ilegales. Los cálculos del valor de las drogas ilegales en el mercado estadounidense
oscilan entre $100 a $750 mil millones al año. Estados Unidos ha respondido
mediante una guerra contra las drogas en la región, que mantiene desde hace
décadas. En su territorio, esto ha significado el aumento de las penas de prisión por el
uso de drogas. Fuera de Estados Unidos, ha implicado estrategias para eliminar los
cultivos, además del despliegue de ayuda, tanto financiera como militar, a los
gobiernos latinoamericanos para que luchen contra las guerrillas que apoyan el
comercio de drogas. A menudo las consecuencias han sido perversas: los agricultores
pobres, privados de sus cultivos, se unen a las bandas de narcos; las fuerzas del
gobierno abusan de su poder; el crimen y los índices de asesinatos se convierten en los
más altos del mundo; y los políticos y militares se ven a menudo envueltos de forma
corrupta en un comercio que en teoría tendrían que estar combatiendo.
Andrews concluye que mientras el tráfico de drogas, la corrupción y las flagrantes
desigualdades sociales continúen existiendo, también se mantendrá el conflicto en la
región. Las tensiones sociales y disparidades en la distribución de la riqueza dieron
lugar al bolivarianismo, una plataforma política socialista y anti-estadounidense
llamada en honor a Simón Bolívar, líder independentista del siglo XIX. El más conocido
defensor de una revolución bolivariana fue el antiguo presidente de Venezuela, Hugo
Chávez, cuyo tono anti-imperialista también resonaba en otros países de la región.
Estados Unidos: superpotencia y Goliat
Estados Unidos domina el mundo. Su poder económico, tecnológico, cultural y sobre
todo militar no tiene rival. En 2014, sus fuerzas especiales estuvieron desplegadas en
133 países, en misiones que iban desde redadas nocturnas hasta el asesinato de Bin
Laden o ejercicios de entrenamiento. Dada la necesidad de proteger los intereses
económicos y comerciales, el poder económico y militar de Estados Unidos han ido
mano a mano, sobre todo en un mundo en el que, como resultado de la globalización,
las economías son cada vez más interdependientes. En el siglo XIX, esto significó, entre
muchos otros conflictos, guerras con España y China, y la ocupación de Filipinas. En el
siglo XX, Estados Unidos participó en la Primera y Segunda Guerra Mundial y luchó
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contra China y la Unión Soviética en la península de Corea. Y grabado en la memoria
estadounidense está la guerra en Vietnam. Estos conflictos principales estuvieron
acompañados de otros menores, desde intervenciones en el Líbano y la invasión en
Panamá hasta la primera guerra del Golfo en 1990-91, o el bombardeo de las
posiciones serbias en la guerra de los Balcanes en 1993-95. Un rasgo significativo a lo
largo del siglo fue la gran superioridad de Estados Unidos en las guerras
convencionales.
Esta realidad, sin embargo, es diferente en el siglo XXI, donde no es inevitable que
Estados Unidos salga victorioso de sus incursiones. Tal como Colin Powell advirtió
cuando era Jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos bajo George W.
Bush: “si lo rompes, lo pagas”. Lo que había sido una guerra convencional contra las
fuerzas de un estado, en este caso Iraq, se había convertido en una guerra
interminable contra un ejército de insurgentes tercos. Esto llevó, sobre todo en la
presidencia de Obama, a cambiar las tácticas, con el uso de vehículos aéreos no
tripulados (conocidos por todos como drones), para atacar a objetivos en Paquistán,
Afganistán, Yemen o Somalia. Su uso no vino sin consecuencias, como el asesinato de
civiles inocentes, lo cual aumentó el resentimiento hacia Estados Unidos y fomentó
que la población local se uniese a las mismas organizaciones que Estados Unidos
estaba intentando destruir, como Al Qaeda en Yemen, Al-Shabab en Somalia o los
Talibanes en Afganistán y Paquistán.
La pregunta a la que se enfrenta ahora cada presidente de Estados Unidos es cómo
confrontar el desafío que representa el islamismo extremista. Pese a la alarma de
Occidente sobre la anexión rusa de Crimea y el apoyo ruso a los secesionistas del este
de Ucrania, los conflictos en los que se encuentra Estados Unidos se llevan a cabo
contra actores no estatales, y en particular con Al Qaeda y otros islamistas extremistas.
Además, luchar contra el islamismo extremista en el extranjero, subraya Andrews,
también le está ocasionando riesgos en su propio territorio. Una nación que confiere a
sus habitantes el derecho constitucional de llevar armas y protege celosamente la
libertad de expresión, prosigue el autor, es también un terreno fértil para un
conflicto violento entre la población y su gobierno.
Asia: gente y potencial – tanto para la paz como para la
guerra
El área entre los montes Urales y el océano Pacífico es demasiado vasta como para
encontrar adjetivos que abarquen todo. Sin embargo, anota Andrews, algunas
generalizaciones son difíciles de ignorar: el noreste de Asia, en el que Rusia (un poder
asiático y europeo), China y Corea del Norte están en posesión de armas nucleares,
representa un punto de inflamación con repercusiones en todo el mundo; el sur de
Asia es una permanente fuente de conflicto, que enfrenta sobre todo a India,
nuclearmente armado, y ahora casi tan poblado como China, contra Paquistán,
también en posesión de armas nucleares; Afganistán y Paquistán están cerca de ser
considerados estados fallidos, con la amenaza constante de exportar el terrorismo
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islamista al resto del mundo; y los estados del sudeste asiático se encuentran en una
situación en la que China enseña cada vez más su poder en las disputas sobre sus
fronteras marítimas. Un consuelo es que el presente es más benigno que el pasado.
La invasión de Japón en China en los años 30 resultó en la muerte de unos 10-20
millones de chinos y la violación de 80.000 mujeres. La guerra de Corea de 1950-53
(técnicamente aún inacabada) se saldó con la muerte de 1,6 millones de civiles. El
número de víctimas en la guerra de Vietnam se estima en unos 3,5 millones entre 1969
y 1975. En cambio, el continuado conflicto en Afganistán ha sido bastante menos
sangriento: se estima que desde la invasión de Estados Unidos en 2001 hasta la
marcha de sus tropas de combate en 2014 unos 20.000 civiles han muerto y unos
3.500 de las tropas americanas y aliados extranjeros.
En opinión de Andrews, una explicación de esta realidad es que las guerras entre los
estados han desaparecido, más o menos. Otra segunda explicación, relacionada con la
anterior, es el fin de la Guerra Fría, en la que Estados Unidos, China y la Unión
Soviético estaban comprometidos a apoyar a sus ‘estados clientes’. Sin embargo,
irónicamente, la Guerra Fría ayudó a fomentar la violencia islamista que se ha
convertido en un rasgo de Asia en el siglo XXI. Los muyahidines –de inspiración
religiosa y apoyados por Estados Unidos– que lucharon en los 80 para expulsar a las
tropas soviéticas de Afganistán han evolucionado para convertirse en una variedad de
grupos yihadistas en Asia Central. Andrews confluye recalcando dos factores: primero,
que dada la influencia duradera de Al Qaeda en la región, y la atracción de jóvenes por
el Estado Islámico en Iraq y Siria, el yihadismo violento continuará siendo una fuente
mayor de conflicto en Asia, desde Kabul hasta Beijing. Y segundo, que es ingenuo
pensar que las supuestas guerras entre los estados de Asia seguirán siendo
protagonistas de los libros de historia. El poder económico viene a menudo
acompañado de poder militar y una voluntad de querer recurrir a él. China ya ha
superado a Estados Unidos como la mayor economía del mundo en términos de poder
adquisitivo, y dentro de un par de décadas lo superará militarmente. Mientras tanto,
los estados del Pacífico, temerosos de una agresiva China, ven sus alianzas con Estados
Unidos como una garantía de seguridad. Por el momento, finaliza Andrews, los
conflictos que más preocupan a los gobiernos asiáticos son los que surgen dentro de
sus fronteras, ya sean de ideología, raza, religión, o una combinación de las tres.
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