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Transcript
Para empezar, queríamos presentar a San Jerónimo de una manera distinta. Así que nos hemos imaginado que
cuatro amigos de Jerónimo se encuentran en Venecia para analizar la situación después de un año, o poco más,
de su muerte.
Nos encontramos en un momento histórico crucial para la Iglesia: Lutero ha llevado a cabo su separación de
Roma. Pero en la parte católica se nota un enorme fermento espiritual, no sólo en la piedad personal –
iluminada por el famoso libro “La imitación de Cristo” – sino también por el despertar eclesial de base. La
Compañía del “Divino Amor” fue una muestra de este fermento, que animaba a los cristianos, laicos o clérigos,
al ejercicio de la caridad y de la fraternidad. Los cuatro amigos participaron en ello, igual que Jerónimo.
Los cuatro amigos en orden de aparición son:
Cayetano de Thiene:
Fundador de los Teatinos, fue amigo sincero de Jerónimo. Se le cita en la oración que cada día Jerónimo hacía
recitar a los suyos.
Agustín Barili:
Uno de los primeros compañeros de Jerónimo, sacerdote. Fue, aún en vida de Jerónimo, el primer superior de
la Compañía de los Siervos de los Pobres.
Juan Pedro Carafa:
Obispo de Chieti, co-fundador de la congregación de los Teatinos, futuro Papa Pablo IV. En compañía de
Cayetano de Thiene llevó a Venecia la Compañía del Divino Amor, a la cual perteneció San Jerónimo. Será
también su padre espiritual.
Esteban Bertazzoli:
De Salò, sacerdote, fue amigo común de Jerónimo y del Carafa.
Venecia, 9 de agosto de 1538
Era una cálida tarde de agosto en los Tolentinos.
A la iglesia, dedicada a
San Nicolás, se puede
llegar desde el Canal
Grande…
…pasando precisamente
por las Fondamenta de
los Tolentinos y desde
allí, continuando por la
Calle Chiavere se llega al
Campo de San Roque.
Llegado de Roma, el Rvmo. Obispo de
Chieti, Juan Pedro Carafa, se dió cita ahí
mismo en los Tolentinos con algunos
amigos. Llegó Cayetano y se reunió con
Juan Pedro Carafa que los hospedaba. Y,
mientras, llegaron desde Saló Esteban
Bertazzoli y desde Bérgamo, Agustín
Barili.
Después de una frugal cena se
trasladaron a un lugar un poco
más reservado. A pesar de que
la ventana estaba abierta para
refrescarse del calor veraniego,
el olor intenso a aceite
quemado del candil llenaba la
habitación.
Empezó a hablar Cayetano de
Thiene:
Continuó el cardenal
Carafa:
(Juan Pedro)
«Fui yo a aconsejar al
bueno delLippomano
a reclamar la
presencia de
Jerónimo:
Intervino Agustín Barili:
Un organizador nato
con un corazón
grande como el suyo
era el ideal para
reorganizar las obras
de caridad de la
diocesis de
Bérgamo».
(Agustín Barili)
(Cayetano de Thiene)
(Cayetano de Thiene)
«Aún no logro acostumbrarme a
la idea de que Jerónimo ya no
está entre nosotros…».
«Era una de aquellas personas
que una vez encontradas no te
las puedes quitar de la mente.
Cuando lo vi por primera vez,
hace seis años, en Bérgamo, ni
siquiera sabía quién era; sin
embargo fue un encuentro
fulminante. También monseñor
Lippomano quedó
profundamente impresionado».
«Y pensar que hace
sólo un año Jerónimo,
perdidas las
esperanzas de una
carrera política, se
había dedicado al
cuidado de los
negocios familiares y
de los numerosos
sobrinos, que habían
quedado huérfanos.
Cierto, ¡vaya carácter
que tenía! Me
informaron que si
alguien se hubiese
atrevido a cortarle el
paso, hubiera sido
capaz de despedazarlo
con sus dientes».
(Juan Pedro)
«Sin embargo cuando lo conocí en 1528
llevaba por lo menos dos años intentando
dominar su mal carácter con una asidua
frecuencia a escuchar la palabra de Dios
y una continua y tenaz oración. Cuando
en compañia de Cayetano abrimos aquí
en Venecia el oratorio del Divino Amor,
para él fue una verdadera providencia».
(Cayetano de Thiene)
«¡Ya! Nos encontramos aquí ,
precisamente en los Tolentinos, en esta
habitación. Nos animábamos en la
caridad y en la oración...
Recuerdo que en
ese tiempo
Jerónimo nos
decía que a
menudo lloraba
bajo el peso de
los muchos
errores
cometidos en el
pasado. Con
todo, insistía en
ponerse delante
del Crucifijo
pidiéndole que no
fuera juez, sino
Salvador. ¡Y lo
salvó!».
(Juan Pedro)
«¡Claro que lo salvó!
Me parece que fue al año siguiente de llegar a
Venecia: con la generosidad de su temperamento
impetuoso se entregaba en alma y cuerpo al
cuidado de los apestados hasta el punto de quedar
él mismo contagiado. Ya no se podía hacer nada y
se preparaba a morir en gracia de Dios, cuando
improvisadamente recuperó fuerzas y curó».
(Cayetano de Thiene)
«Fue después de aquel trance cuando vendió todo
lo que tenía para seguir a Cristo e imitar a su
amado Maestro».
En aquel momento también Esteban empezó a
recordar:
(Esteban Bertazzoli)
«No he conocido a nadie como él; realmente para él la
imitación de Cristo no eran palabras. Recorrió ciudades y
campos con sus huérfanos: si alguien los encontraba,
ciertamente no pensaba en una banda de harapientos. Es
verdad que eran muy pobres, pero daban testimonio de ser
auténticos cristianos reformados. Trabajaban con el sudor
de su frente con los campesinos, y en los momentos de
descanso les explicaban la verdad del Evangelio, hablando
al corazón de las personas».
(Agustín Barili)
«Imitar a su Maestro era su
obsesión… O tal vez, sea mejor
decir, su amor apasionado. Yo lo he
visto repetir gestos del Señór Jesús,
que uno duda en creerlos, al oírlo...
Y sin embargo yo los he visto...
… Como cuando multiplicó los panes en cierta ocasión en que, por culpa de la nieve, llevaban días sin comer. O
aquella vez que resucitó al hijo de una viuda desesperada... O cuando, poco antes de morir, reunió a sus huérfanos y
les lavó los pies. Todo por el amor hacia aquellos chicos, sus discípulos, sus hermanos con quienes quería vivir y
morir...».
Se le quebró la voz al Barili y el silencio envolvió a los
cuatro amigos.
Fue Juan Pedro quien lo rompió, dirigiéndose con
decisión a Agustín:
(Carafa)
«Entonces, Agustín, ¿a nosotros?... Ya ha
transcurrido un año desde que el bienaventurado
Jerónimo nos ha dejado... Y vosotros ¡aún seguís en
la nubes...!».
Respondió Agustín:
(Agustín Barili)
«Por la gracia de Dios algo empieza a moverse. El
Obispo de Bérgamo, su Excelencia, monseñpr
Lippomano, la semana pasada ha contestado a
nuestra petición. Nos ha dado el permiso de
reunirnos y elegir un superior».
(Cayetano de Thiene)
«¡Esta sí que es una buena noticia!»
Juan Pedro continuó:
(Carafa)
«¡Bien! Esperemos que el buen hombre de Pedro no
haya malentendido las intenciones de Jerónimo,
embarcándonos en una vida de monjes».
(Agustín Barili)
«¡No, no!»
- Irrumpió Agustín con voz alarmada,
como quien aleja de sí el espectro de
un peligro.
(Agustín Barili)
«Me parece que ha entendido y no ha
aportado cambios especiales a nuestra
petición».
Se inclinó hacia su mochila y sacó un
rollo de pergamino con su
correspondiente cuño.
(Agustín Barili)
«Escuchad lo que ha escrito: todos
vosotros, movidos por el deseo de
servir al Dios Altísismo, abandonadas
las tareas paternas y los compromisos
del mundo, pedís de común acuerdo:
querer vivir en común como se
acostumbraba en los tiempos de los
Apóstoles... Que algunos puedan
anunciar la palabra de Dios, otros
puedan ocuparse del cuidado de los
niños abandonados... Y ser enviados a
las ciudades para consuelo de las
Iglesias, como los apóstoles Pablo,
Bernabé y Silas».
Enrollando el pergamino, Agustín concluyó:
(Agustín Barili)
«¿Qué os parece? Me parece que está bastante claro. Por otra parte, es lo que Jerónimo
nos animaba a pedir en la oración de cada día: reformar al pueblo cristiano según aquel
estado de santidad , que tuvo en tiempo de los Apóstoles».
(Cayetano de Thiene)
«Siempre ha sido algo que le quemaba por dentro: reformar la Iglesia, volver a darle
aquel respiro de comunión que hoy en día parece haberse apagado. ¡Cuántas veces
hemos estado hablando con él y los demás amigos del Divino Amor! Reformar la Iglesia,
volver a darle el espíritu de la primera comunidad de Jerusalén, pero sin divisiones, no
como ha hecho Lutero. Al contrario, trabajar para unir, para despertar las comunidades
cristianas por medio de la caridad».
(Carafa)
«¡Ya! Lo recuerdo bien. Un cabezón como él... Era un tipo que no se echaba atrás:
siempre en medio de los enfermos, de los hospitales o entre los pobres de la ciudad.
Caridad, caridad, caridad... Tenía algo distinto en relación con los demás hermanos
del Divino Amor: nunca nadie había vendido sus bienes y dejado la familia como
había hecho él. Siendo sincero me parecía que era un poco exagerado, que estaba
algo tocado... Se lo habían dicho cuando dejó su casa para vivir aquí cerca, en los
talleres de San Roque, en compañía de esos muchachos...»
(Agustín Barili)
«Y sin embargo fue esa la genialidad de transformar una
obra de caridad en una realidad de comunión. De chicos sin
familia hacer una familia de hijos de Dios, un trozo de
Iglesia viva que todos pueden ver, tocar, experimentar…»
Intervino Bertazzoli:
(Esteban Bertazzoli)
«Lo recuerdo como si lo tuviera ante mis ojos aquí y ahora. ¿Os acordáis
monseñor Carafa, cuando, hace dos años, nos llamasteis a Verona,
durante vuestro traslado a Roma con monseñor Giberti, donde os había
convocado Pablo III para preparar el Concilio de Mantua? Jerónimo
parecía como transfigurado por el Espíritu Santo. En mis oídos aún
resuenan sus palabras con la fuerza de una profecía: Jesús ha tenido en
su tiempo testigos convencidos, dispuestos a morir para confirmar que
Él es el Cristo Señor; ahora es la Iglesia que necesita testigos creíbles
que estén dispuestos a morir para recuperar su esplendor; y estos
mártires serán numerosos. Parecía seguro que la división luterana no
tendría éxito en Alemania y que la herejía no impediría a la Iglesia
volver a ser como Cristo la había querido».
(Carafa)
«Reconozco no haber entendido en seguida la fuerza de su
celo, su frenético viajar por la zona de Bérgamo, de Como y de
Milán para fundar obras para niños y niñas huérfanas, para
prostitutas y mujeres sin esperanza; su celo en reorganizar
hospitales y obras de caridad, con todo ese torbellino de gente
de toda condición social a su alrededor.
Le escribí diciéndole de no echar las campanas al vuelo por lo
que hacía, de no dar motivo de confusiones y tumultos... ».
(Cayetano de Thiene)
«¡Claro que sí, Juan Pedro! El ímpetu de
Jerónimo molestaba a muchos que se asustaban
ante esas masas de pobres que recobraban su
dignidad de seres humanos e hijos de Dios.
Quien te contaba de tumultos no entendía que
no se trataba de una revolución, sino del
despertar de una comunidad viva, donde no
importaba el status social. Lo que importaba era
que confiando en Dios solo y no en otros, el
Señor peregrino había vuelto a caminar entre
los suyos, como con los discípulos de Emaús».
Agusín Barili, con el rostro reflexivo, como
quien se adentra en la profundidad del alma
para hacer brotar un sentimiento profundo,
dijo:
(Agustín Barili)
«Ese ere su deseo más profundo. Una vez lo
dejó escrito en una carta suya: si la
compañía estará con Cristo se logrará el
intento, en caso contrario todo se perderá.
Rogad, pues, a Cristo peregrino: quédate con
nosotros, Señor... También hablaba de un
“Lugar de Paz”. Dios mío, cómo podría
olvidar el día que nos llevó a Somasca...»
Agustín se paró, dominado por la emoción. El silencio se hizo intenso
y cargado de espera, hasta que por fin logró recuperar la palabra:
(Agustín Barili)
«Llegados a la pequeña aldea no entendía
como pudiera ser aquello del “Lugar de Paz”
de que nos había hablado con tanto
esntusiasmo en la carta. Con todo, cuando
reunió a los más íntimos en casa de sus
amigos, nos abrió su alma. Se abrió como
nunca antes había hecho, revelándonos lo
que había rondado por su cabeza en todos
aquellos frenéticos años.
Nos reveló que no se trataba únicamente de crear comunidades de huérfanos para sacarlos de
la miseria, sino que junto con esas comunidades había que crear otras más amplias formadas
por cristianos, laicos o sacerdotes, en las que unos administraran las cosas materiales, y otros
las del espíritu.
Con tal que todos,
huérfanos,
sacerdotes, laicos se
santificaran juntos,
adquiriendo la
gracia y la gloria de
Dios».
Se quedaron en silencio unos
instantes, como en
contemplación.
Por la ventana entró un chorro de aire que inundó la habitación con el olor a salitre de la laguna,
reavivando la llama del candil. Los cuatro amigos se miraron en silencio.
Tal vez, no era cierto que Jerónimo ya no estuviese presente allí...
Fuera, con su cuarto luminoso, la luna reflejada en el agua acariciaba las
calles y canales de aquella Venecia que a Jerónimo parecieron
insuficientes, y desde las que, un día, se había lanzado hacia la Iglesia y la
historia.
Fin