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ESTADO, SOCIEDAD Y ECONOMÍA EN LA ARGENTINA (1930-1997) UNIDAD 1 1º clase 1.- PLANTEOS, DEFINICIONES Y PROBLEMAS: Redes sociales. Estructura socioeconómica, poder y Estado. Estado y mercado nacional. Las crisis: tipos y características. La crisis del Estado oligárquico. Democracia y partidos políticos. Del Estado intervencionista al Estado burocrático-autoritario Legitimidad, conflicto, gobernabilidad y transformación socioeconómica. La cuestión de la hegemonía. El Estado democrático y la política deliberativa. 1° eje: Estado y mercado nacional. Existe una producción social del espacio territorial de orden natural que genera las diferencias inter-regionales, fácilmente visibles en un país como la República Argentina. Espacio y actor social conforman una relación-tensión entre la fragmentación regional de los sectores dominantes y la formación de un Estado Nacional centralizado. Una ecuación que implica reconocer en la Argentina la conformación de un sector dirigente nacional a través de alianzas entre sectores dominantes regionales y explican la formación de un Estado y de un mercado nacional. El Estado Nacional es -conforme a lo expuesto- una instancia de organización del poder y de ejercicio de la dominación política; vale decir, es una relación social y -al mismo tiempo- un aparato institucional. Sus propiedades aparecen claramente definidas (Oszlak, 1985): 1.- Externalizar el poder. 2.- Institucionalizar su autoridad como expresión de las relaciones de poder. 3.- Crear un conjunto funcional. 4.- Internalizar una identidad colectiva. 2° eje: Del Estado intervencionista al Estado burocrático-autoritario. En 1930 se produce en la Argentina la crisis del Estado oligárquico y liberal, que cierra una etapa de la historia argentina: la del crecimiento hacia fuera y da origen a la presencia del Estado militar intervencionista. Se inaugura entonces en el país un ciclo de crisis permanente (Kaplan, 1983), de democracia restringida, que habrá de desembocar hacia 1966 en el Estado burocrático autoritario (O´Donnell,1982). Entre ambos extremos el Estado nacionalista y popular que cobra cuerpo en la Argentina en los años ´40 y hasta 1955, inaugura una nueva etapa de transformación del Estado nacional. Con el Ejército en el poder (1930) -y junto a él una fracción importante del nacionalismo y la colaboración del neoconservadorismo- se rompe por primera vez en el país el orden institucional, al mismo tiempo que cobra cuerpo el Estado intervencionista que deja sentir su presencia en la economía, las finanzas y la sociedad argentinas. El auge del poder militar coincide con la crisis de un sistema económico agroexportador que hiciera próspera a la Argentina (Rouquie, 1981 ) El golpe militar del 4 de junio de 1943 inaugura una etapa del proceso histórico signada por el liderazgo vertical, popular y nacionalista de Juan Domingo Perón. Nace el Estado dirigista y planificador, sustentado en el principio democrático pero más heterogéneo y complejo que lo que su estructura monolítica permite suponer. En este caso -como en todo populismo- la “participación popular” no sólo es el ejercicio regular del sufragio; es 1 asistencia a actos públicos, ritos y festivales donde se exhibe el entusiasmo, con símbolos que identifica colectivamente el ideario democrático-popular. El populismo es en este sentido “un movimiento político con fuerte apoyo popular, con la participación de sectores de clases no obreras con importante influencia en el partido, y sustentador de una ideología anti-statu quo. Sus fuentes de fuerza o `nexos de organización´ son: a) una elite ubicada en los niveles medios o altos de la estratificación y provista de motivaciones anti-statu quo; b) una masa movilizada formada como resultado de la `revolución de las aspiraciones´; y, c) una ideología o un estado emocional difundido que favorezca la comunicación entre líderes y seguidores y cree un entusiasmo colectivo”. (Di Tella, 1977, pp. 47-48). Luego tras la caída del peronismo y los intentos "semi-democráticos" de Frondizi e Ilia se instala el llamado "Estado Burocrático Autoritario" que resulta garante y organiza la dominación ejercida a través de una estructura de clases subordinada a los sectores superiores de una burguesía oligopólica y transnacionalizada, como su principal base social. Institucionalmente está compuesto por un conjunto de organizaciones coactivas y dedicadas a la “normalización de la economía”; para cumplir dos tareas esenciales de este Estado: la reimplantación del “orden” en la sociedad subordinando al sector popular y restaurar el sistema económico. Al mismo tiempo, se estructura como un sistema de exclusión política de los sectores populares previamente activados; consolidando la dominación social y sesgando la distribución general de recursos. El Estado Burocrático Autoritario suprime la ciudadanía y la democracia política; representa la prohibición de lo popular y se respalda en la coacción. Tiende a acrecentar las desigualdades preexistentes al suprimir las instituciones canalizadoras de las demandas sustantivas de justicia social, que son incompatibles con la imposición del orden y la “normalización económica”. Suprime, pues, dos mediaciones fundamentales entre el Estado y la sociedad: la ciudadanía y lo popular. Ahora bien les propongo la siguiente actividad a partir de estas reflexiones y del material de estudio que tienen: Elabore un cuadro conforme a las siguientes indicaciones: Formación y transformaciones del Estado nacional entre 1880 y 1966. Diseñe etapas históricas y consigne para cada etapa: * Qué sectores tienen la titularidad del gobierno; * Enumere por lo menos 3 características distintivas para cada caso; * Refiera dos factores del proceso histórico que condicionan el cambio. * Indique para cada etapa si hay gobernabilidad con democracia o sin ella. 2 UNIDAD 2 Clase 2 2.- EL ESTADO NEOCONSERVADOR, EL INTERVENCIONISMO ECONOMICO Y LA SOCIEDAD DE LOS AÑOS ´30: 2.1. La crisis estructural, nacional y orgánica de 1930, el “ocaso de un paradigma” y la ruptura del orden institucional en la Argentina. 2.2. La crisis de la economía agroexportadora, el sistema financiero y el intervencionismo de Estado. 2.3. La industrialización por sustitución de importaciones. 2.4. El bilateralismo y la crisis. El Tratado Roca-Runciman. 2.5. Población, migraciones internas, trabajo y movimiento obrero. 2.6. La Segunda Guerra Mundial, sus efectos en la Argentina y las previsiones del frustrado Plan Pinedo de 1940. Espero que se encuentren muy bien. Este segundo encuentro tiene como objetivo central reflexionar acerca del cambio de rol del Estado Nacional en el contexto de la crisis de 1930 caracterizando el llamado “intervencionismo estatal” y su relación con la sociedad y la economía. Esta temática esta a su vez fuertemente relacionada con la tercer clase, en donde trabajaremos algunas consecuencias de la crisis y las transformaciones políticoeconómicas que se dan en el marco de la Segunda Guerra Mundial. El “crack” internacional de 1929 que induce cambios en las condiciones de desarrollo, agrava el convulsionado panorama político, social y económico interno y sus secuelas se manifiestan con todo rigor en nuestro país hacia 1932. La crisis se exporta desde Wall Street a los países del área capitalista desarrollada y periférica. Termina por imponer “la diplomacia del dólar”, consolida los nacionalismos económicos, realinea el mercado mundial y acentúa la caída de los precios de los productos primarios. El Estado liberal entra en crisis y se activa la polarización social y el derrumbe del mercado del capital internacional. La crisis nacional, orgánica y estructural argentina -que se preanuncia en el “Manifiesto de los 44” dirigido a Hipólito Yrigoyen el 25 de abril de 1930- muestra sus múltiples y complejas causas y sus efectos impregnan todos los planos del quehacer nacional, incluyendo el político-institucional. Tal como lo plantearan en la década de 1960 los teóricos Gabriel Almond y Lucien Pye, la Argentina padece los resultados de una “crisis nacional”; es decir y conforme a esta teoría, nuestro país sufre una crisis de identidad, aquélla que lleva a un cuestionamiento por parte de la sociedad hacia la dirigencia, por su incapacidad para dar respuestas a los desajustes del modelo. Padece al mismo tiempo una crisis de dependencia relacionada con el “crecimiento hacia afuera” que comienza a mostrar sus efectos negativos y genera respuestas de adaptación a las exigencias externas cada vez más firmes de parte del sector dirigente del país. A ellas se suma una crisis de distribución relacionada con la agudización de los problemas sociales, que reconoce dos niveles: el que se da entre los sectores dirigentes y los sectores bajos de la sociedad y aquél que se manifiesta al interior de la propia dirigencia, que complejizan aún más la crisis. Por último, las crisis de participación y de legitimidad, que completan la multicausalidad del fenómeno, son indicativas de la ineficacia del sector dirigente para resolver dentro del sistema los problemas nacionales y expresión de respuestas cada vez más autoritarias, que implican incluso el uso del fraude. Como expone Waldo Ansaldi “el drama reside tanto en la incapacidad de la clase dominante (burguesía terrateniente) para se dirigente, cuanto en las subalternas para construir un sistema hegemónico alternativo”. 3 Esta “crisis orgánica” que -como demuestra el mismo Ansaldi- no alcanza a transformarse en “crisis revolucionaria”, y muestra los perfiles de un proceso económico atípico (W.W.Rostow), si -en cambio- deja al descubierto la presencia de un sector dirigente que mantiene pendiente viejos problemas y no alcanza a presentar respuestas acertadas ante los nuevos problemas emergentes de esta crisis multifacética, que pone al descubierto el agotamiento histórico de una etapa del desarrollo argentino. La reorganización jurídico-institucional que coloca al Ejército en la cúpula del poder político y reordena las relaciones sociales, la reinserción del país en el mercado mundial que alienta el bilateralismo en favor de Inglaterra, las “oportunidades alternativas” que se presentan ya antes de los años ´30 -como la industria- con grupos económicos más diversificados y estrategias empresariales más cercanas al capital comercial o financiero que al productivo, indican los cambios en las reglas de juego que conllevan a la pérdida de la credibilidad o del “estado de confianza” -al que hace referencia John Keynes- y obligan a replantear la discusión en las relaciones entre la sociedad y el Estado. La dirigencia, por su parte, ante los desajustes del modelo, se preocupa -como expone Alain Touraine“más por su equilibrio que por su transformación”. La crisis de 1930 -por sus orígenes y por sus implicancias- genera profundos cambios económicos, pero también sustanciales mutaciones políticas, apreciables alteraciones en la escala de valores vigente (orden, propiedad, ahorro) y en las mentalidades colectivas que avanzan entre la vanguardia y la tradición, generando condiciones favorables para la formulación de políticas equidistantes en el mundo occidental. Ante estas condiciones el Estado argentino replantea su papel, emprende una búsqueda constante del equilibrio social y económico en una sociedad que se mantiene, desde 1880, en un proceso al que Horacio Pereyra llama de “integración vertical”. Sus bases: la acumulación capitalista del sector primario, la fuerte expansión en servicios, la urbanización temprana y la traslación de la renta agraria hacia áreas urbanas, dan pruebas de esta aseveración. De ahí que el golpe de estado del 6 de setiembre de 1930 resulte una respuesta a la frustración de expectativas, más que a una situación de “miseria profunda” o de mantenimiento del “statu quo”, dice Leopoldo Allub. En la Argentina la crisis golpea con particular dureza al sector agrario. Es evidente un retraso en la tasa de crecimiento, pierden importancia -en término de valores- las exportaciones y se ve reducida la tasa de inversión. Las diferencias de esta crisis con la ocurrida en 1890 son notorias: * En 1890 la cantidad de moneda se triplica, en los años ´30 disminuye; * En 1890 los precios agropecuarios ascienden, en los ´30 descienden en un 48 % promedio; * La “crisis del progreso” de los ´90 aparece ligada a factores monetarios y fiscales sin afectar a las fuentes productivas. En 1930 culmina la expansión, se llega al “fin de un paradigma”, el del crecimiento hacia afuera; * Por último, puede afirmarse que en 1890 los deudores rurales -por el alza en los precios de los productos- alivian sus deudas en unas dos terceras partes; en los años ´30 la carga de las deudas es agobiadora, ante el descenso en los precios de los productos agrícolas. En 1931, cuando es inocultable la depreciación de la moneda (un 40%) por la transferencia de capitales al exterior, se implanta el control de cambios, que actúa selectivamente como un freno a las importaciones y genera el traslado de ingresos desde el sector agrícola al sector industrial que -como el textil- usa preferentemente materia prima nacional. La agricultura y la ganadería disminuyen su participación en el ingreso nacional, que en 1926 era de un 27,5 % y en 1933 desciende al 25,8 %, en tanto la representación de la industria fabril se incremente de un 17,2 % a un 18,6 % en igual período. El sector industrial es el líder en cuanto a tasa de crecimiento durante los años 1933-38. Contribuyen a esa expansión: la desvalorización de la moneda, el control de 4 cambios, el repliegue del país sobre sí mismo como consecuencia de la crisis, y la política oficial. La recuperación de la depresión de los años ´30 es financiada por la transferencia de ingresos de los sectores rurales a los urbanos. En 1933 se hace evidente la sostenida declinación en los precios de los cereales. Por esta razón el 28 de noviembre se dicta un decreto que crea la Junta Reguladora de Granos, destinada a tonificar el mercado agrícola. El objetivo -como el de otras Juntas similares: del azúcar, del vino, de la yerba mate- es regular la comercialización de la producción, evitar ventas precipitadas ante la desvalorización de la moneda corriente, mantener el nivel interno de los precios en beneficio de los productores y fijar oficialmente las cotizaciones -tal como en otros países- para comprar a precios que resulten redituables para el productor y vender al exterior al precio vigente en el mercado internacional. El Estado subsidia una vez más -y ahora de manera institucional- al agro. Los productores se amparan en los alcances de esa política que los beneficia a pesar de la poco propicia situación internacional. Como complemento de esta medida se promueve la construcción de elevadores de granos para alentar el embarque a granel y en 1932 se crea la Red General de Elevadores de Granos, que en 1935 se constituye en una Dirección Nacional de Estado. Al mismo tiempo, se dispone la tipificación de cereales sobre standards y se organiza el crédito para los agricultores. De todos modos, cuando en 1934-35 los precios graneros mejoran, el motivo obedece a la prolongada sequía que afecta al Canadá y los Estados Unidos. En 1935 la Argentina ocupa el primer puesto entre los exportadores mundiales de trigo. Entre 1930-34 los productos agrícolas representan el 59,8 % del valor total de nuestras exportaciones. El agro pampeano recibe los beneficios de estas buenas cotizaciones hasta 1937. Desde 1938 una nueva caída en las cotizaciones reactiva el accionar de la Junta Reguladora de Granos La crisis de los años ´30 también obliga a revisar el débil sistema bancario argentino. En 1935 se lleva a cabo la reforma monetaria y bancaria. Se crean entonces el Banco Central de la República Argentina (ley 12.155) con un capital mixto de 30 millones de m$n (10 millones suscriptos por el gobierno) destinado a ajustar la oferta de moneda a la demanda, y el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias (ley 12.157) para movilizar los activos fijos. La autoridad monetaria se propone entonces evitar fluctuaciones de la actividad económica interna debidas a modificaciones de orden externo Entre 1930 y 1945 se preparan los cambios -de ritmo desparejo en toda la región pampeana- que son más importantes en la zona maicera: * Una fuerte despoblación del medio rural; * Una progresiva extinción del productor tradicional; * Una gradual urbanización del productor agrario; y * La ampliación de la escala óptima de la empresa agrícola. Se pasa a unidades más grandes, con el consiguiente proceso de concentración de la producción en una cantidad menor de explotaciones. Por otra parte, nuevos reagrupamientos de los sectores agrarios dan origen a corporaciones diferenciadas que los representan. A las tradicionales Sociedad Rural Argentina (1866), la Bolsa de Cereales (nacida en 1854 como Sala de Comercio Once de Septiembre) y la Federación Agraria Argentina (1912) se suman ahora la CAP (1934, Corporación Argentina de Productores de Carnes) y los criadores nucleados en la CARBAP (1932), que en todos los casos se esfuerzan para aumentar sus márgenes de influencia en las gestiones efectuadas ante el Estado. La Argentina rural ante la diversificación productiva se corporativiza, conserva su importancia y procura así ajustarse a las nuevas exigencias del mercado mundial. 5 A partir de esta breve síntesis les propongo que lean y analicen los dos primeros items del segundo capítulo de la carpeta de trabajo y que a partir de esa lectura trabajen la ficha de O´Connell con el siguiente esquema: Resolver las siguientes guías de lectura: 1.- Enuncie el objetivo central de este trabajo. 2.- Reseñe brevemente las características del ciclo económico en la Argentina. 3.- Aspectos centrales de la crisis de 1930. 4.- ¿Qué tipo de política económica se aplicó en la Argentina durante la depresión frente a los problemas globales? 5.- Confeccione un cuadro con las principales consecuencias de la crisis de 1930 sobre la economía argentina. 6.Reseñe las conclusiones a las que arriba el autor. 6 UNIDAD 3 Clase 3 3.- EL ESTADO BENEFACTOR, DIRIGISTA Y PLANIFICADOR. CONTINUIDAD Y CAMBIO EN LA ECONOMIA Y LA SOCIEDAD ARGENTINAS: El populismo, el ascenso del peronismo al poder y las características de la “Nueva Argentina”. Dirigismo estatal, reforma financiera y planificación económica. El Estado, el agro y la industria como expresión de una relación de fuerzas. Población y organización del movimiento obrero. Nuevos y viejos actores sociales. El “cambio de rumbo” y la “vuelta al campo”. La “tercera posición”, el sistema de Bretton Woods y las inversiones del capital externo. Continuidad y cambio. Balance de los mitos y realidades del peronismo. En este tercer encuentro continuaremos con los cambios que se producen en el contexto crítico de la década de 1930. Quiero hacer especial hincapié -a modo de síntesis- es las siguientes cuestiones - El proceso de industrialización por sustitución de importaciones. - El bilateralismo y la crisis. El Tratado Roca-Runciman. - La Segunda Guerra Mundial, sus efectos en la Argentina y las previsiones del frustrado Plan Pinedo de 1940. En la parte final de la 2º clase había sintetizado los cambios en la zona central de la Argentina de la siguiente manera: * Una fuerte despoblación del medio rural; * Una progresiva extinción del productor tradicional; * Una gradual urbanización del productor agrario; y * La ampliación de la escala óptima de la empresa agrícola. Se pasa a unidades más grandes, con el consiguiente proceso de concentración de la producción en una cantidad menor de explotaciones. En ese contexto de cambios hay nuevos reagrupamientos de los sectores agrarios que dan origen a corporaciones diferenciadas que los representan. A las tradicionales Sociedad Rural Argentina (1866), la Bolsa de Cereales (nacida en 1854 como Sala de Comercio Once de Septiembre) y la Federación Agraria Argentina (1912) se suman ahora la CAP (1934, Corporación Argentina de Productores de Carnes) y los criadores nucleados en la CARBAP (1932), que en todos los casos se esfuerzan para aumentar sus márgenes de influencia en las gestiones efectuadas ante el Estado. La Argentina rural ante la diversificación productiva se corporativiza, conserva su importancia y procura así ajustarse a las nuevas exigencias del mercado mundial. La ganadería aunque sufre los efectos de la crisis de 1930 se recupera más rápidamente que la agricultura. Las carnes resultan un rubro significativo en el comercio exterior argentino. Su destino más importante -y casi exclusivo- es el Reino Unido; un comercio que es altamente dependiente de convenios bilaterales. Son los sectores ganaderos quienes nuevamente se dirigen al Estado. En esta ocasión solicitan la creación de un organismo que represente sus intereses ante los vaivenes externos. Se crea entonces la Junta Nacional de Carnes con oposición de los socialistas y apoyo decidido de la Concordancia y el Partido Demócrata Progresista. Este organismo autárquico que se propone ejercer el control del comercio de carnes, fijar normas de clasificación y tipificar el producto, revela un triunfo parcial de los ganaderos sobre los frigoríficos y reactiva los conflictos entre la Sociedad Rural Argentina y la CARBAP que exige una más 7 amplia participación en la Junta. El conflicto ya no compromete sólo a criadores e invernadores, se traslada al sistema político. Los intereses de la industria ganadera argentina históricamente ligados a los del sector exportador que opera con el mercado de Smithfield en Gran Bretaña, expone su poder cuando como consecuencia de las Conferencias de Ottawa de 1932, el Reino Unido fija restricciones a las cuotas de importación sobre productos cuyo origen no fuera el de los dominios británicos. Los ganaderos argentinos se sienten afectados. Tienen temor de perder el mercado inglés, receptor de un 90 % de nuestras exportaciones de carnes. La presión de los estancieros para modificar la política comercial exterior de la Argentina cobra cuerpo, mientras los ingleses propician -y obtienen en 1933- el descongelamiento de fondos fijado por el control de cambios desde 1931. Tras seis meses de negociaciones el Vicepresidente argentino Julio Roca (h) firma en Londres con el ministro de comercio británico Runciman, el 1 de mayo de 1933 el Tratado Roca-Runciman, impulsado por invernadores, frigoríficos y grandes criadores en medio de la oposición parlamentaria y nacionalista. El convenio garantizaba evitar restricciones en las importaciones de carne por debajo del 90 % correspondiente al año terminado el 30 de junio de 1932- año de compras bajas para las carnes argentinas en beneficio de las de procedencia australiana y neozelandesa-; un 85 % de las importaciones quedaban en manos anglo-norteamericanas y un 15 % se reservaba a la C.A.P.. Ante la vigencia del control de cambios, Inglaterra obtiene un cambio favorable para las compras que de allí procedieran, cuando se fija una base doble de cambio: libre y oficial; se aseguran divisas disponibles al Reino Unido, equivalente al monto total del cambio en libras esterlinas que surgen de las ventas de productos argentinos allí. Se resuelve no gravar con impuestos el carbón y otros productos de procedencia británica, al tiempo que se asegura un “trato benévolo” por parte de la Argentina a las inversiones británicas. Amparándose en estas cláusulas, en 1934 el gobierno compra sobrevaluado el Ferrocarril Central Británico de Córdoba, mientras se negocia con la Corporación de Transportes de Buenos Aires, el otorgamiento del monopolio de los servicios urbanos, tranviarios y ferroviarios a las compañías británicas; mientras se programa un plan de nacionalización de las inversiones británicas deficitarias en la Argentina, que culminará luego de la Guerra con la compra de los ferrocarriles por parte del Estado. A mediados de 1935 los alcances del tratado respecto del comercio de carnes, se discuten en el Congreso Nacional, la oposición más contundente en nombre de los criadores y pequeños y medianos ganaderos la encabeza el senador demócrataprogresista Lisandro de la Torre, quien enfrenta la defensa que hace del Tratado el Ministro de Agricultura y ganadero Luis Duhau, con los resultados por todos conocidos, que culminan con el asesinato del senador Enzo Bordabehere el 23 de julio de 1935. Entre 1933 y 1938 aumentan las exportaciones de carnes congeladas y en conserva, pero debido a las compras que hacen Alemania e Italia a nuestro país, en tanto aumenta significativamente el consumo interno y mejoran en calidad los novillos, cuya cria se expande en toda la pampa húmeda. El estallido de la Guerra Mundial beneficia la comercialización de carnes y los ganaderos argentinos se benefician con precios elevados pagados por el producto que venden. Cuando en la postguerra la coyuntura se modifique, la Junta Nacional de Carnes pasará a subsidiar momentáneamente a la actividad pecuaria. Una vez más, el estado sale a proteger al poder agrario. Es hacia 1940 cuando en la dirigencia nacional comienza a cobrar cuerpo la necesidad de alentar “cambios estructurales”, que comprendan el desarrollo del mercado interno; es cuando es manifiesta la desaceleración del crecimiento y la diversificación de las fuentes más dinámicas de esa expansión. El Ministro de Hacienda Federico Pinedo, presenta entonces ante el Congreso Nacional -para anticiparse a los temidos efectos de la conflagración- el Plan de Reactivación de la Economía Nacional. Plan pro-aliado, 8 considerado por Juan José Llach como el primer documento de Estado donde se intenta modificar parcialmente la estrategia de desarrollo económico vigente. Es de carácter industrialista, procura conciliar industrialización y economía abierta, intenta fomentar el comercio con los Estados Unidos y crear un mercado de capitales. Propone alentar un programa de préstamos industriales, aumentar la construcción de viviendas, revisar las tarifas aduaneras y promover la adquisición por parte del gobierno de los saldos exportables agrícolas no colocados; en síntesis, mantener abierta la economía “oficializando” la industrialización, pero dejando claramente establecido que el agro sigue siendo “la gran rueda de la economía” y que la industria actuaría a la manera de engranajes secundarios, cuyo funcionamiento sería activado cuando aquélla tuviera dificultades. La propuesta de Pinedo da cuenta de la creciente hegemonía de las posiciones industrialistas, de las dificultades por las que atraviesa el comercio internacional y de la necesidad de dinamizar la alicaída demanda interna. La acción estatal es vista como la única alternativa. El tránsito del intervencionismo al dirigismo estatal en la economía avanza. Pinedo propone movilizar los recursos financieros a través del Banco Central como ente de colocación en el mercado de bonos de ahorro y promoviendo la transferencia y movilización de los depósitos bancarios. La falta de apoyo político que lideran el General Agustín P. Justo y el radical Marcelo T. de Alvear hace naufragar el plan propuesto; “modernizante” pero tardío, con muchas cláusulas provisorias y sin contar con el respaldo de una amplia alianza socio-política. De todos modos, a través de su lectura y el debate de sus propuestas, queda al descubierto el paulatino ascendiente del mercadointernismo entre los empresarios, militares, obreros e intelectuales. “El Plan Pinedo de 1940 y la economía política mercadointernista del peronismo originario -dirá Juan José Llach- fueron dos momentos cultminantes del gran debate sobre el desarrollo económico nacional.” Aunque a la Argentina le haya sido difícil lograr una estrategia de industrialización perdurable, entre 1940 y 1943 se dictan varias leyes de promoción industrial atendiendo a las exigencias del mercado interno; así en 1943 el gobierno crea el Banco de Crédito Industrial Argentino, liderado por el empresario de la industria alimenticia Miguel Miranda (durante parte de la gestión peronista Presidente del Banco Central) y al año siguiente se crea con jerarquía ministerial la Secretaría de Industria y Comercio. Frente a los cambios los sectores agrarios también se reorganizan y el 24 de febrero de 1943 se funda Confederaciones Rurales Argentinas (CRA). Más allá de la frustración del Plan Pinedo, el país sigue esperando “la vuelta a la normalidad” y se apresta a ponderar en sus propuestas futuras el mercado interno. Un mercadointernismo que el peronismo y su planificación procurarán llevar a su máxima expresión. Un balance de los hechos ocurridos durante el período 1930-1943, muestra la vigencia de una política de contraste que se enlaza a la vulnerabiliad propia de una economía abierta como la argentina. Por un lado el propósito, alentado desde el poder, es restaurar la hegemonía agroexportadora, frente a un comercio mundial limitado. Por otro, se destaca la creciente importancia del sector industrial en medio de bajas tasas de inversión. En todo el período hay dos grandes sectores sociales ausentes, paradójicamente los más desarrollados merced a las nuevas condiciones económicas: la burguesía industrial -inconmovible frente al fracaso del Plan Pinedo y el predominio de los intereses del agro- y la clase obrera, que no se encuentra representada por ninguna de las fuerzas políticas actuantes en la Argentina de entonces. Les propongo como actividad la guía que podrán encontrar en el Cuaderno de trabajo sobre el tetxo obligatorio de Juan José Llach “El Plan Pinedo de 1940, su significado histórico y los orígenes de la economía política del peronismo” Desarrollo Económico 92, vol. 23, enero-marzo 1984, pp. 515-558. Este artículo es 9 importante en relación al análisis del Plan y porque nos permite comenzar a reflexionar acerca de algunas ideas que estuvieron presentes en los orígenes del peronismo. 1.- ¿Cuál es el objetivo central del trabajo de Llach? 2.- ¿Cuál es la situación de la Argentina hacia 1940? 3.- ¿Quién es Federico Pinedo? 4.- Reseñe las propuestas del Plan Pinedo en relación con: * Los problemas del sector externo. * Las perspectivas de desarrollo de la economía. * El papel del Estado. * El nivel de precios. 5.- ¿Cómo concilia el Plan industrialización y economía agroexportadora abierta? 6.- ¿Qué destino corrió el Plan? ¿Por qué? 7.- Relacione: mercado interno-nivel de ocupación-salarios reales. 8.- Reseñe las conclusiones del autor. Clase 4 En este cuarto encuentro comenzaremos con una Unidad temática que probablemente genere en todos ustedes interrogantes particulamente intensos: esto es entramos en el núcleo temático que tiene como eje al peronismo. Pero antes de empezar con el tema específico recordemos los temas centrales de la clase anterior: El proceso de industrialización por sustitución de importaciones. El bilateralismo y la crisis. El Tratado Roca-Runciman. La Segunda Guerra Mundial, sus efectos en la Argentina y las previsiones del frustrado Plan Pinedo de 1940. Ahora si entrando directamente al tema, el triunfo de Juan Domingo Perón -líder programático de los golpistas de 1943- en las elecciones presidenciales de febrero de 1946, profundiza la propuesta de una economía volcada al mercado interno y puesta al servicio de amplios sectores populares, a quienes el propio Perón impulsara desde 1943 cuando estuviera al frente del Departamento Nacional de Trabajo, primero, y de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social pocos meses después, y desde donde catapultara su candidatura a la Presidencia de la República. Una política económica mercadointernista, conducida por un Estado nacionalista y popular, dirigista y planificador, capaz de concretar la redistribución del ingreso en favor de la pequeña y mediana industria que produce para ese mercado interno expandido, es la que se implementa entonces en la Argentina acreedora de la postguerra. La alianza entre los sectores más nuevos y pujantes de la burguesía industrial y la clase obrera organizada, con la garantía estatal, definen la esencia del flamante gobierno populista de Juan Perón. El viraje supone un cambio en el sistema de intereses económicos dominantes y en la estructura de poder existente, para encarar las soluciones a las crisis de dependencia y distribución que en 1930 quedan al descubierto, en un país esencialmente agropecuario como el nuestro. El Estado peronista afirmándose en la doctrinaria y pendular “tercera posición”, se orienta, en consecuencia, a consolidar la autonomía económica del país, como hilo conductor y motor de ese proceso que aspira a construir una Nación “socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. Para superar la crisis de dependencia, el Poder Ejecutivo Nacional nacionaliza, a partir de 1947, los servicios públicos (ferrocarriles, teléfonos, gas, usinas eléctricas, flota fluvial, etc.), inicia la repatriación de la deuda externa -que concreta en 1952- y enuncia 10 los principios de la ya mencionada “tercera posición”. Para remontar la crisis de distribución, acredita a su favor los beneficios de la reforma financiera de 1946 que estatiza la banca, considerando patrimonio nacional el capital del Banco Central de la República Argentina, y nacionaliza los depósitos para dar al Estado libertad de acción en materia de política monetaria y crediticia. Lleva a cabo un diagnóstico socioeconómico a través del Consejo Nacional de Postguerra, primer organismo argentino de planificación, y eleva al rango de entidad autárquica al Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (I.A.P.I.) que -creado en 1944- dos años después monopoliza el comercio exterior argentino y se convierte en eje del proceso de redistribución del ingreso en favor de la pequeña y mediana industria nacional. Estos instrumentos financieros, económicos y políticos, son los que permiten llevar adelante los objetivos del Primer Plan Quinquenal que entra en vigencia en 1947. En él resulta claro que los sectores agrarios productores y comercializadores, soportan el mayor peso del cambio que se opera desde entonces en la economía argentina. Se inicia a partir de ese momento y hasta 1949, una etapa de expansión económica en la cual -y a pesar de las advertencias del discurso oficial- el sector rural juega un papel estratégico de gran significación. Discusiones, confrontaciones y acuerdos signan el diálogo entre el Estado -empeñado en tomar distancia de los rasgos más tradicionales de la Argentina agroexportadora sin prescindir de ella- y los diversificados actores sociales agrarios, dispuestos a responsabilizar al gobierno de los desfasajes por los que pasa el sector rural y sin renunciar a los beneficios que directa o indirectamente el cambio de política económica les puede brindar. Es por estas razones que la política agraria desplegada desde el Estado peronista, tanto antes como después de 1950, se nutre de controversias y acuerdos que -en cualquier caso- refuerzan el papel primordial jugado por este sector de la producción en la economía del país. Las expectativas de los actores sociales rurales, arrendatarios y propietarios, frente al accionar del gobierno peronista se acrecientan. Ambos esperan definiciones. En tanto el Estado que comprende las posibilidades de la nueva coyuntura e intenta satisfacer las necesidades de un electorado rural importante en número (31 % del total de votantes), se esfuerza por orientar y dirigir ese proceso para mantener el control del mismo, en momentos en que se perfilan exigencias desde dentro y desde fuera de la estructura agraria. El Estatuto del Peón Rural de 1944, dado para reglamentar las condiciones laborales de los asalariados agrarios permanentes, el Estatuto del Tambero-Mediero de 1946, la atención prestada al Centro de Oficios Varios que sindicaliza a los peones estacionales o transitorios, así como la propuesta de reforma agraria sustentada por el Consejo Agrario Nacional, a través de los planteos de Antonio Molinari y Mauricio Birabent, que incluye -en 1945- la entrega de títulos provisorios de propiedad, algunas expropiaciones y un gran despliegue propagandístico, son decisiones que aunque adoptadas -en muchos casos- antes de 1946, el peronismo hace suyas; pero que no se profundizan en toda su extensión después del ascenso de Juan Domingo Perón al gobierno de la República. Entonces, el flamante Presidente de los argentinos expone ante el Congreso Nacional que la política agraria podía resumirse en una advertencia; aquélla que en esta ocasión se empeña en recordar que: “la tierra no debe ser un bien de renta, sino un bien de trabajo”. Si el discurso suena amenazante, los hechos muestran confrontaciones pero también acuerdos, ya que por ejemplo los titulares de la cartera de Agricultura durante los inicios de la gestión peronista, quedan en manos miembros de la Sociedad Rural Argentina y de empresas agropecuarias. Además, las reformas sociales que se dirigen a beneficiar a los sectores más bajos del campo, son presentadas por el Ejecutivo Nacional como indispensables para la evolución de la empresa agraria, que debe amortiguar potenciales conflictos. La oscilación entre disensos y acuerdos permite -por ejemplo- al 11 mismo Poder Ejecutivo de la Nación disponer el recorte de las atribuciones del Consejo Agrario Nacional cuando quienes lo conducen alientan una reforma agraria radical. La planificación económica sustentada por el peronismo motiva la necesidad de sostener una producción agropecuaria creciente y minimizar el conflicto social, para hacer posible -sobre bases genuinas- la redistribución del ingreso en favor de la pequeña y mediana industria. Para lograr sus fines Perón cuenta con dos instrumentos de financiación de notable eficiencia: el I.A.P.I. y la reforma bancaria de 1946. El primero comercializa la producción agraria, comprando a precios mínimos al productor y vendiendo en un mercado mundial que por entonces paga precios altos por los cereales. La diferencia así generada constituye el capital para implantar una política crediticia que, a partir de esa reforma, se ajusta a los objetivos fijados por el Estado. Las grandes fábricas radicadas en el Gran Buenos Aires y en el interior del país, pero también los pequeños y medianos emprendimientos, se benefician con el apoyo financiero que les otorga el Banco de Crédito Industrial Argentino y -en menor medida- el Banco de la Nación Argentina y el de la Provincia de Buenos Aires. El crédito concedido es utilizado no sólo para la expansión de sus plantas, sino para la compra de materias primas, el pago de sus deudas y de los salarios, jornales, aguinaldos y vacaciones del personal que ocupan. Pero, más allá de las advertencias del discurso oficial y de los reales subsidios que la industria recibe, los sectores agrarios no quedan excluídos del otorgamiento de créditos en esta etapa de fomento industrial. Los parámetros de la política agraria peronista combinan medidas económicas, política de tierras y concesiones laborales para dar respuesta a una creciente “presión nacional sobre la tierra” que pretende un aumento sostenido de la producción para beneficiar a los sectores priorizados por el Plan Quinquenal de 1947 y -a la vezanticiparse a los posibles conflictos entre los diversos sectores rurales y entre ellos y el Estado nacional. El discurso oficial advierte, el de los sectores agrarios reniega de ese avance estatal sobre sus intereses, pero ni uno ni otro llevan el enfrentamiento al terreno financiero. El crédito no es un instrumento de confrontación. Los bajos precios que el I.A.P.I. paga a los productores rurales, la prórroga de los contratos de arrendamiento, el congelamiento de los cánones pagados por el arriendo de campos y el aumento de los salarios rurales, distorsionan las relaciones agrarias y -sin duda- se reflejan en el decrecimiento del área sembrada. Al mismo tiempo, las posturas del sector agrario frente al proceder estatal se dividen y varían según el grado de diversificación inversora de la cúpula agraria, pero -de todos modos- parte de ese deterioro se repara con el apoyo oficial que llega a través del crédito concedido aun para que los patrones y propietarios puedan pagar las mejoras sociales acordadas por el oficialismo a los peones rurales. Hacia 1949-50 las condiciones internacionales cambian, descienden los precios agrícolas mundiales ante las abundantes cosechas de Europa, el Canadá y los Estados Unidos de América del Norte y la inflación -después de la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central (1949) que suprime la restricción en la emisión monetaria- comienza a jaquear a la economía argentina. El plan económico peronista muestra sus limitaciones. Los sectores agrarios aprovechan la coyuntura y endurecen sus reclamos frente al gobierno, al que obligan a definirse. El sistema financiero puesto al servicio del Estado es el que permite entonces alentar un rápido “cambio de rumbo” y con el “la vuelta al campo”. Se abre así otro ciclo económico para la “Nueva Argentina”. 12 UNIDAD 4 Clase 5 y 6 4.- EL ESTADO, LOS ACTORES SOCIALES Y LA ECONOMIA ANTE LA COYUNTURA DESARROLLISTA Y LA CRISIS DE MEDIADOS DE LOS AÑOS ´60: 4.1. La “Revolución Libertadora”, proscripción y resistencia del peronismo. 4.2. Las democracias “débiles”. 4.3. Neoliberalismo y desarrollo. 4.4. Política industrial y radicación de capitales extranjeros. 4.5. Transformaciones del sector agropecuario. 4.6. La sociedad de los años ´60. 4.7. Conflictividad social y cambio político. Comenzamos hoy con los temas correspondientes a El Estado, los actores sociales y la economía ante la coyuntura desarrollista y la crisis de mediados de los años 60. Tal como estaba previsto en el plan de trabajo, vamos a dedicar tres clases al desarrollo de esta unidad. Hoy nos vamos a concentrar en el tema del Estado y los actores sociales, punto sobre el cual volveremos a considerar al final de la unidad, cuando abordemos el tema de la sociedad, la conflictividad social y el cambio político en los años sesenta. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: James, Daniel. Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976, Sudamericana., Buenos Aires, 1990, pp.69-218. (Material digitalizado). Carpeta de Trabajo, pp. 111-149 (Les recomiendo una primera lectura de toda la unidad para tener una visión de conjunto de los temas que estamos desarrollando). Gernuchoff, Pablo y Llach, Lucas; El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas (Este libro figura en el plan como lectura obligatoria, para estos temas les recomiendo el final del cap. V, pp. 231- 242 y también es conveniente ir adelantando la lectura del cap. VI, pp. 243-287). Empecemos, pues, retomando algunos de los temas de la clase anterior para tratar de comprender el complejo panorama que se abre con la caída de Perón en 1955. En el artículo de Juan José Llach, habíamos visto algunas de las principales características de la estrategia “mercadointernista”, con la cual el peronismo aborda el tema de la promoción del desarrollo industrial, tendiente a sostener el proceso de sustitución de importaciones. ¿Qué suponía dicha estrategia? Tal como expone Llach, es importante recordar que, en parte por los condicionamientos externos impuestos por la segunda guerra mundial, se tiende a cerrar la economía para independizarla de los vaivenes del intercambio externo. Y, bajo la fuerte dirección del Estado, el fomento de la producción industrial tendrá por destino principal el mercado interno. Para que esto fuera viable, en principio como estrategia económica, era necesario implementar una política de alza del salario real: evidentemente, si una mayoría antes excluida del acceso a algunos bienes, disponía de más recursos, también podía consumir y así alimentar la demanda de productos industriales cuya importación estaba fuertemente restringida. Pero este constituye tan sólo un costado de la cuestión. Tal como reconocen Gernuchoff y Llach, también concurrieron a fomentar la expansión salarial durante el primer trienio peronista (1946-1949) las urgencias políticas: en efecto, Perón encontró en los “trabajadores” una importante base de poder político. Ciertamente, ese incremento del salario real duró poco tiempo, pero los efectos sociales y políticos fueron de larga duración. Primero, porque en efecto, la prosperidad era palpable para el ciudadano común, especialmente los más pobres; y segundo, porque esta prosperidad no aparecía como un “fruto natural” o producto espontáneo de las iniciativas del mercado, sino más bien como un efecto de la mano férrea de un Estado dispuesto a imponer importantes 13 reformas sociales cuyo impacto se sentía fuertemente en las prácticas cotidianas, entre otras, aquellas que tenían con las actividades en los talleres y fábricas. En este sentido, tal como afirma Daniel James, por un lado, “salarios basados en pagas altas por hora, junto a beneficios marginales como los aumentos por antigüedad, las asignaciones familiares, etc., introducidos en los contratos del período 1946-48, eran considerados una conquista decisiva por la clase trabajadora”. Y, también, por otro lado, si bien la ideología peronista no cuestionaba la aceptación general de las relaciones de producción capitalista y el derecho del empleador a ejercer el control y la autoridad, ciertamente en la práctica el Estado había impulsado ciertos cambios en las condiciones de trabajo que limitaban los derechos de la empresa en lo relativo a movilidad de mano de obra y especificación de la tarea, garantizando además beneficios sociales como la licencia por enfermedad sin pérdida de haberes. Esta nueva situación socio-política de los asalariados generaba un problema permanente en torno al tema de la productividad. Es decir, junto a un aumento en la inversión, era necesario realizar cambios en la organización de las empresas, con el fin de lograr una mayor eficiencia. Este problema había sido visto por Perón, y de hecho en 1954 había impulsado a la CGT a la organización de un Congreso de la Productividad y el Bienestar Social, del cual se esperaban algunos acuerdos entre sindicalistas y empresarios. Los sindicalistas se atroquelaron detrás de sus posiciones, negaron todo acuerdo en torno a los puntos fuertes del problema (como medidas contra el ausentismo, la posibilidad de usar incentivos que estimularan el esfuerzo de los trabajadores o un mayor margen de maniobra en los convenios colectivos por parte de los empresarios) y solo accedieron a algunas conclusiones formales, sin ningún efecto práctico. Es decir, el mismo Perón se encontraba ya con un dilema difícil de resolver: las reformas que había implementado junto al poder otorgado a los sindicatos habían consolidado su base política, pero estas comenzaban a resultar un obstáculo para lograr una industria fuerte y competitiva. Si para el propio Perón esta situación resultaba una encrucijada, mucho más complicada se tornaría después de su caída, para mandatarios cuya legitimidad aparecería fuertemente cuestionada desde aquellos sectores que habían apoyado al régimen anterior. En efecto, ¿cuál es el dato que pronto salta a la arena política después de la llamada “Revolución libertadora”? La lealtad de una parte importante de la población al líder depuesto, lealtad que se manifestaba en múltiples formas (huelgas, protestas, comandos organizados para el sabotaje, etc.). Sostenida con insistencia, cuestionó fuertemente la legitimidad de cada uno de los gobiernos que se sucedieron a la “Revolución Libertadora” durante el período que estamos considerando. En relación a esto, deberíamos tener en cuenta una cuestión más general: una de las premisas de la gobernabilidad constituye el hecho de que tanto un régimen como un gobierno sean considerados legítimos, es decir, más allá del acuerdo concreto sobre determinadas políticas, debe imperar sobre el conjunto de la población la idea de que tal gobierno tiene derecho al poder. Y el derecho no es la fuerza: ese consenso básico no se logra mediante la represión, que tiene más bien el efecto contrario, el de poner de manifiesto la debilidad y falta de legitimidad de un régimen o un equipo de gobierno. Esa lealtad al régimen depuesto va a asumir distinta formas, pero es importante remarcar aquel dato que enfatiza James: la distancia entre los líderes sindicales y las bases, que limitaban las opciones de la dirigencia. Por ejemplo, durante el gobierno de Lonardi es muy clara la reacción muy fuerte de las bases, que impedía a la dirigencia tomar posiciones menos intransigentes que tal vez hubieran evitado la renuncia de un militar como Lonardi, nacionalista y católico, que no estaba a favor de una total aniquilación del legado peronista. Ciertamente, otro dato con el que nos encontramos es que el conjunto de actores, encabezados por las fuerzas armadas –a quienes se habían sumado gran parte de los grupos empresarios, la iglesia, la clase media y los partidos opositores (no sólo el 14 radicalismo, sino también el Partido Comunista y el Partido Socialista)- constituía un conjunto sumamente heterogéneo, en el cual no había demasiados acuerdos en torno a diagnósticos y programas para enfrentar la situación presente. Un acuerdo básico estaba planteado: aquel que sostenía no solamente el alejamiento de Perón, sino también la proscripción del peronismo. Pero mientras algunos consideraban necesario rescatar algunos aciertos del gobierno anterior, y otros creían que el recuerdo de Perón se iba a esfumar rápidamente de la memoria colectiva, lo cierto es que nada de esto sucedió. En principio, porque las necesidades económicas imponían la urgencia de modificar algunos hábitos de trabajo, que eran visualizados como conquistas adquiridas por la clase trabajadora; y en segundo lugar porque la represión no hizo sino acentuar y consolidar una identidad peronista en las masas trabajadoras. Tal como reconoce James, en este sentido, esa adhesión no significó simplemente una “lealtad emocional sin conciencia política”. Suponía una interpretación selectiva del pasado, en pos de la construcción de un mito que servía para impugnar las condiciones del presente. En palabras de James, “la vuelta de Perón llegó a simbolizar y sintetizar una gama de aspiraciones de los trabajadores en cuanto a dignidad, justicia social y fin de la aflicción”. Encontramos aquí un dicotomía que divide a la sociedad argentina por esos años: peronismo/antiperonismo, dicotomía que atraviesa las divisiones de clase y que se transforma en un antagonismo irreductible, porque no había acuerdo posible entre quienes deseaban la vuelta de Perón y quienes repudiaban esa posibilidad. Otras divisiones también van a ser patentes en el período: de hecho, el conjunto de las fuerzas que se opusieron a Perón tampoco compartían un programa de acción. El rápido reemplazo de Lonardi por Aramburu muestra claramente las tensiones en las fuerzas armadas, así como también el levantamiento del levantamiento del Ejército a manos del Gral. Valle en 1956. Que estas tensiones perduran se manifiesta en el enfrentamiento de diversas fracciones del ejército (los “azules” y “colorados”) luego de la caída de Frondizi, durante el gobierno del presidente del Senado, José María Guido en (1962-63). El motivo del enfrentamiento entre estos dos bandos tiene que ver con la tolerancia hacia el peronismo y el rol de las fuerzas armadas: mientras la fracción liderada por Onganía creía en un retorno a la legalidad que mantuviera la proscripción del peronismo, pero considerara la aceptación paulatina del movimiento; la fracción “colorada” se inclinaba por una dictadura prolongada a manos de las fuerzas armadas. El triunfo, provisorio, correspondió a la fracción azul, y en 1963 Illia asumía la presidencia, habiendo obtenido tan sólo el 25 por ciento del aval de la ciudadanía. Ahora bien, ¿a qué se debe el acrecentamiento de las tensiones entre fracciones de las fuerzas armadas enfrentadas? Posiblemente, al balance de la experiencia frondicista. En la convocatoria a elecciones para la Convención Constituyente en 1957, fue patente el importante caudal de votos que en silencio pronunciaban su adhesión a Perón, respondiendo a su mandato de votar en blanco. Esto incitó a Frondizi a un acercamiento con los peronistas, a través de un acuerdo secreto con Perón. Finalmente, en 1958, con el apoyo de los votos peronistas, Frondizi asume como presidente, pero su mandato va a estar sometido a una red de presiones: por un lado, la necesidad de cumplir ciertos acuerdos con el movimiento sindical, como el de devolver los gremios ocupados por militantes antiperonistas y militares a los líderes cuyas listas conquistaran una amplia mayoría electoral en elecciones internas y la aplicación de la ley de Asociaciones Profesionales que, modelada con arreglo al código laboral peronista, estipulaba el reconocimiento de una sola unidad negociadora en cada industria, junto a la promesa del reestablecimiento de la CGT. Todo esto en la práctica significaba devolver al menos una parte del poder perdido a los sindicatos y los líderes peronistas. Pero, por otro lado, también Frondizi debía satisfacer las demandas de las fuerzas armadas y los grupos empresarios, quienes sostenían una fuerte oposición a toda medida tendiente a reconstruir, lideradas por sus enemigos, las estructuras de poder sindical. 15 Ciertamente, se trataba de un equilibrio delicado, que exigía una respuesta prácticamente imposible, porque los intereses de las partes eran inconciliables. Así, la desconfianza frente a Frondizi va a ser un punto común entre ambos bandos: tanto la apertura al capital externo, la concesión de contratos a petroleras extranjeras –ambas medidas exigidas y justificadas dentro del programa económico desarrollista que impulsaba este gobierno-, como las medidas de reorganización del trabajo en las fábricas, le valieron a Frondizi el mote de “traidor” de parte de los peronistas. Y, por el otro lado, contaba con la total desconfianza de los militares, quienes rechazaban tanto su acercamiento al peronistas, como ciertas tendencias exageradamente caracterizadas como “izquierdistas”. De hecho, su principal asesor en la construcción del plan económico, Rogelio Frigerio va a despertar las sospechas de las fuerzas armadas, por su pasado ligado al Partido Comunista, tanto es así los militares piden su reemplazo como ministro de economía en 1959, y en un contexto de crisis y de alta inflación, le sucede Alvaro Alsogaray. En síntesis, posiblemente Frondizi sea el primero en reconocer que sin el peronismo no se puede gobernar. Pero si esta era la conclusión de 1957, apenas dos años después tampoco resultaba factible satisfacer las concesiones que solicitaba el peronismo y las demandas de las fuerzas armadas. Posiblemente, la conclusión de esta experiencia haya marcado el acrecentamiento de la desconfianza, de parte de los militares, hacia todo gobierno civil constitucional. En esta clase, he procurado desarrollar el panorama que se dibuja a partir del posicionamiento político de los actores del período, en pos de mostrar cómo ese posicionamiento establecía una enfrentamiento entre peronistas y antiperonistas que dividía y polarizaba a la sociedad argentina. El programa económico del desarrollismo será expuesto en la próxima clase, pero es importante detenerse a considerar los límites que la política impone a la economía: cuando la legitimidad de un gobierno es cuestionada, también se verá socavada su autoridad para poner en marcha las medidas que requieren un plan económico. Les propongo realizar la siguiente actividad: En base a la lectura del texto de Daniel James, Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina 1946-1976, exponga las distintas modulaciones que adquiere en este período la relación entre los líderes sindicales y sus bases. ¿Cómo contribuyó esa relación a la modificación de las estructuras sindicales? (Máximo: dos carillas) Clase 7 Continuamos con los temas correspondientes a El Estado, los actores sociales y la economía ante la coyuntura desarrollista y la crisis de mediados de los años 60. Más específicamente, en esta clase, vamos a centrarnos en el análisis de la economía ante la coyuntura desarrollista. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Schvarzer, Jorge. La industria que supimos conseguir. Una historia político-social de la industria argentina, Planeta, Buenos Aires, 1996, cap.7. (Material digitalizado) Carpeta de Trabajo, especialmente: pp. 120-139. No se olviden de continuar con la lectura del libro de Gernuchoff y Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas. Recomiendo para esta clase el cap. VI, “El impulso desarrollista” (1958-1963), pp. 243-287. Habíamos visto en la clase anterior un panorama de los posicionamientos políticos de los diversos actores en este período, fundamentalmente el enfrentamiento entre peronistas y antiperonistas, y vamos a ver hoy los diagnósticos y los programas de política económica que se ponen en marcha por esos años. 16 Casi inmediatamente a la caída de Perón, la administración de Lonardi encarga a Raúl Prebisch un informe acerca de la situación económica del país. Este Informe resultaba lapidario para la administración anterior, a la cual se cargaba la responsabilidad de dos problemas que resultaban acuciantes para el nuevo gobierno: las dificultades en la balanza de pagos y la inflación. El primer problema, según Prebisch, era una consecuencia de la política de precios seguida por el gobierno peronista respecto de los productos del campo: la producción agraria se hallaba postrada porque el gobierno anterior mantenía bajos los precios de productos agrarios, lo cual traía como consecuencia una baja en las exportaciones, y el consiguiente desequilibrio de la balanza de pagos. En relación a este punto, las soluciones propuestas por Prebisch (una devaluación que reajustara los tipos de cambio) tendían a provocar un aumento del ingreso rural a costa del urbano. Es decir, la conclusión (no del todo inexacta) -a partir de la cual el Informe y el plan posterior fueron impugnados- era la siguiente: los trabajadores y el conjunto de consumidores urbanos eran los que debían pagar el aumento del ingreso del sector rural. Ciertamente, no se trataba de que Prebisch propusiera una “vuelta a la economía agroexportadora” o que planteara un plan antiindustrialista (acusaciones que debió enfrentar), sino que efectivamente sin las divisas necesarias para adquirir insumos externos, la industria no podía funcionar. Y esas divisas solo podía venir de las exportaciones agropecuarias y/o del capital externo. En el difícil contexto político de los primeros años de la “Revolución Libertadora”, esas opciones incitaban al debate. ¿Por qué? Porque tanto el llamado al capital externo, como un plan que sugería austeridad y sacrificio de los asalariados con el objetivo de mejorar los ingresos del sector rural, planteaba más bien dudas y problemas de cara a los efectos sociales y políticos de esas iniciativas. El otro problema, el de la inflación, también resultaba difícil de resolver, básicamente porque, de nuevo, las soluciones propuestas por Prebisch apuntaban a un ajuste: la reducción de la tasa de emisión monetaria y del déficit fiscal, medidas que implicaban la disminución del empleo estatal, mayor racionalidad en el manejo de empresas públicas y contracción de los gastos del gobierno. Por supuesto, estas medidas se aplicaron solo parcialmente, dado que la situación política presionaba por mayor flexibilidad. El Informe de Prebisch presentaba un panorama sombrío en relación al pasado inmediato, y subrayaba el hecho de que la Argentina estaba atravesando una de las crisis más agudas en cuanto a su desarrollo económico. Sin embargo, Gernuchoff y Llach aclaran que la perfomance de la economía argentina en los diez años anteriores a 1958 no fue tan mala como aparece en el diagnóstico de Prebisch, pero parece evidente hacia fines de la década del cincuenta –comparada con el resto del mundo- la economía argentina exhibe los síntomas de un claro estancamiento. El gobierno que surge después de la “Revolución Libertadora” no pudo plantearse seriamente cuáles eran los obstáculos que estaban impidiendo el crecimiento de la Argentina. Un intento más firme en este sentido va a ser ensayado durante la etapa frondizista. Un dato importante en este sentido va a ser la expansión de las ideas desarrollistas. El gobierno de Frondizi fue en la Argentina un activador fundamental en la propagación de estas ideas, aún cuando lo que se propagara no siempre estuviera en sintonía con la acción gubernamental. Pero es necesario reconocer también que esta corriente de ideas tuvo diversos focos de incitación, tanto intelectuales como políticos, algunos de ellos de carácter internacional. Entre estos focos, hay que contar al de la CEPAL, aunque su influencia no fuera equiparable a la alcanzada en Brasil o Chile. Y, ya en la década del sesenta, el programa de cooperación para el desarrollo conocido como “Alianza para el progreso”, propuesto por el presidente Kennedy, con el objetivo de estimular un camino de reformas alternativo al de la Revolución Cubana. Ahora bien, ¿cuáles eran las tesis generales y recomendaciones que sustentaba el desarrollismo? 17 En primer lugar, la importancia del objetivo de la industrialización, como base de una economía nacional menos vulnerable a las vicisitudes del mercado internacional y también como eje de una sociedad plenamente moderna. Gernuchoff y Llach señalan acertadamente que no era éste un objetivo novedoso: ya desde el peronismo, la expansión de la industria nacional a costa de las importaciones (“industrialización como sustitución de importaciones”) se había transformado en política oficial. Pero en la década del 50 aparecía como evidente la necesidad de profundizar ese proceso: avanzar en el abastecimiento de insumos que la industria necesitaba para funcionar y en la elaboración de equipos y bienes de capital. En segundo lugar, desde la perspectiva del desarrollismo, la Argentina debía abandonar el rango de país especializado en bienes primarios que ocupaba en la división internacional del trabajo. Esto explica que, entre las prioridades del gobierno a largo plazo no se encontrarán las actividades agropecuarias (más allá de la necesidad de divisas para la coyuntura). ¿Por qué? Porque se cree firmemente que los países dedicados a la exportación de materias primas están destinados al estancamiento y al atraso. Este diagnóstico respondía también a la situación del mercado internacional: de hecho, Europa había optado por el proteccionismo agropecuario. En tercer lugar, la edificación de una estructura industrial integrada –que eventualmente supondría el cambio de posición de la Argentina, de país exportador de bienes primarios a productos industriales- no sobrevendría por evolución económica espontánea. Es decir, se sostenía que los países de la periferia no saldrían del atraso en que estaban si confiaban en repetir, con retardo, la secuencia histórica de las naciones adelantadas. Era necesario que el crecimiento económico deseado fuera especialmente promovido bajo el impulso del Estado. Y aquí encontramos la principal diferencia del desarrollismo con el liberalismo: para el desarrollismo, el Estado debía establecer prioridades y dirigir el proceso. Desde una posición liberal ortodoxa, se considera que la intervención estatal debe ser mínima. Por el contrario, los desarrollistas postulaban la necesidad de la acción del Estado en un papel rector de la economía. De hecho, el gobierno frondizista estableció políticas de acuerdo con sus prioridades: el abastecimiento de gas y petróleo, el impulso a la siderurgia y a las industrias químicas y petroquímicas, etc. A estas tesis generales, se agrega una cuarta que resultaba particularmente importante para el equipo de Frondizi: tal como señalan Gernuchoff y Llach, “no era sólo cuestión de alcanzar el amplio desarrollo industrial previsto en sus prioridades; también tenía que conseguirse rápido y en todos los frentes al mismo tiempo”. ¿Qué implicaba este diagnóstico? Dado que ni el Estado ni el sector privado tenían la posibilidad de generar el ahorro necesario para financiar las grandes inversiones básicas (siderurgia, química pesada, energía, etc.), la única forma de despegarse del estancamiento era la de recurrir al capital externo, mediante empréstitos internacionales y radicaciones directas del capital privado extranjero. En esta visión, el Estado no se limitaría a crear condiciones favorables para la actividad de capitales internos y externos, dejando librada a la espontaneidad del mercado la localización de las inversiones. Por el contrario, de acuerdo a lo que vimos en la premisa anterior, el Estado debía controlar, dirigir y encauzar las inversiones hacia las metas que pretendía alcanzar. Si estas eran las grandes líneas del programa frondizista, podemos preguntarnos ahora cuáles fueron los dificultades que debió enfrentar en la coyuntura, así como también los problemas que planteó el conjunto de estas estrategias a largo plazo. En la coyuntura, Frondizi debió hacer frente fundamentalmente a dos problemas económico-políticos: la necesidad de contener el gasto y parar la inflación, por un lado; y la de resolver el tema de las concesiones petroleras. En cuanto al primer punto, si bien ese plan auguraba un futuro no lejano de prosperidad, en lo inmediato requería de un ajuste, es decir, combatir el problema del déficit comercial mediante la contención del gasto interno. Y esto fue el llamado Plan de Estabilización y Desarrollo, implementado 18 a fines de 1958. Como podrán imaginar, la combinación de devaluación, contención de sueldos, reducción del empleo estatal, cancelación de algunas obras públicas, incremento en las tarifas de transportes no eran medidas que podían ser bien recibidas por los sectores peronistas que apenas un año antes habían prestado sus votos a Frondizi. Y con respecto al tema de las concesiones petroleras, también se enfrentó a la resistencia generalizada de amplios sectores, dado que el nacionalismo en este punto era un patrimonio no sólo del peronismo, sino también de las fuerzas armadas. Además, Frondizi había sido un ferviente opositor de esa política: así lo había manifestado ante los acuerdos que Perón había intentado llevar adelante con la Standard Oil de California, apenas unos años antes. El argumento de Frondizi en el 58, a favor de la firma de contratos de explotación con empresas petroleras, apeló a la necesidad de bajar el nivel de importaciones, utilizando el capital extranjero para extraer las propias reservas. Pero incluso más allá del hecho de que esos acuerdos habían sido tramitados en forma personal y secreta por el propio Frondizi, el gesto era inesperado y resultaba difícil de armonizar con las pos0iciones anteriores del presidente. La necesidad de retractarse de dichas posiciones socavó su credibilidad, dado que –como señalan Gernuchoff y Llachperonistas y militares comprobaron que no se podía confiar en un conductor tan flexible. De todas formas, podemos asumir que las medidas tomadas por Frondizi impulsaron un crecimiento considerable de la economía argentina, sin embargo también dejan al descubierto algunos problemas más estructurales que van a estar presente en esta segunda etapa del proceso de sustitución de importaciones. Vamos a anotar aquí los más relevantes: En primer lugar, lo que se ha llamado el “problema de la escala insuficiente” (especialmente visible en la industria automotriz, pero que también acuciaba a otras actividades industriales): tal como vimos, el objetivo del desarrollismo a largo plazo era transformar la estructura productiva, de tal forma que la Argentina pudiera recibir divisas de la exportación de productos industriales. Para que esto sea posible, es necesario lograr un nivel de eficiencia que permita alcanzar una buena relación calidad-producto, de tal manera que el excedente de la demanda interna, pueda ser colocado en el mercado internacional. Ahora bien, ¿qué se necesita para lograr una buena relación preciocalidad? Plantas de producción de gran tamaño, lo cual supone limita la radicación de empresas extranjeras. El camino elegido fue el contrario: permitir la instalación de varias fábricas, algunas de cuales proponían un trabajo de muy baja escala (con lo cual, suben los costos) que en la práctica solo pudieron competir en un mercado interno protegido. Del mismo modo, el hecho de no haber concentrado la producción industrial en las ramas que tenían más chances de competir internacionalmente, generó la proliferación de fábricas e instalaciones ineficientes. Ciertamente, podríamos decir: de todas formas, contribuyeron al aumento del trabajo. Pero el problema es que en pocos años estas empresas encuentran su “techo” de crecimiento: cuando el mercado interno se satura, no hay otro lugar donde colocar productos cuyo precio es inevitablemente alto. Un segundo problema, conectado con el anterior, aparece insistentemente subrayado en el texto de Jorge Shvarzer. Se trata de la actitud del empresariado local, que en general se muestra renuente a asumir las tareas de una verdadera élite económica. Es decir, en vez de disponerse a bajar costos, mejorar sus plantas y estructuras productivas, realizar las inversiones convenientes para expandirse y ganar en eficiencia, muchos de los empresarios tradicionales prefirieron “vaciar” sus empresas: ya sea perderlas, asociándose con una exitosa multinacional, o bien directamente mantenerlas con equipos obsoletos, dejando al Estado o a los acreedores una planta inexistente. Otro problema es aquel reconocido como la “falacia del ahorro de divisas”: es claro que esa industria no generaba divisas, pero sí gastos: requería un aumento de los insumos importados, con lo cual las divisas ahorradas –por ejemplo, en petróleo y energía- 19 terminan siendo consumidas por otras ramas industriales, generando el problema permanente del desequilibrio en la balanza de pagos. Más allá de estos problemas, e incluso del hecho de que 1962 un nuevo episodio de crisis hizo pensar que era imposible para el desarrollismo conseguir la meta de un crecimiento rápido y sostenido en el tiempo; sin embargo –tal como apuntan Gernuchoff y Llach- el boom de inversiones que esta política consiguió atraer fue exitoso y constituyó un factor importante en el crecimiento de la economía argentina durante la década del sesenta. Me gustaría finalizar esta clase proponiendo la realización de un actividad ligada al texto de Jorge Schvarzer: Según la visión de Schvarzer, ¿qué cambios se observan en las industrias del período como consecuencia del impacto de las medidas adoptadas por el gobierno de Frondizi? ¿Qué roles asumen los agentes, es decir, las empresas internacionales y el empresariado local? Clase 8 Hoy nos toca finalizar con los temas de El Estado, los actores sociales y la economía ante la coyuntura desarrollista y la crisis de mediados de los años 60. Más en particular, el punto que nos atañe es el de la crisis de mediados de los años 60, tema que –como habrán notado- nos introduce también en el primer punto de la unidad 5, que veremos en profundidad la clase que viene. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Portantiero, Juan Carlos; “Economía y política en la crisis argentina (1958-1973)” en Ansaldi, Waldo y Moreno, José Luis; Estado y sociedad en el pensamiento nacional, Cántaro, Buenos Aires, 1989. (Material digitalizado) Carpeta de Trabajo, pp. 141-146. El capítulo siguiente del libro El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas de Gerchunoff y Llach es aquel titulado “Una primavera económica” (1963-1973). Dado que estos autores nos proporcionan un panorama complementario al que ofrece Portantiero y, al mismo tiempo, constituye una excelente adelanto de los temas de la siguiente unidad, recomiendo no postergar su lectura. En la clase 5, nosotros habíamos visto los distintos posicionamientos políticos de los actores del período, lo cual unido al panorama que presenta Daniel James en su texto nos acercaba ya al problema de los graves conflictos sociales, políticos e institucionales presentes en esos años. Me gustaría centrarme en esta clase en el texto de Juan Carlos Portantiero, en pos de explicitar algunas nociones centrales que constituyen el marco teórico del mismo. Portantiero comienza este texto anunciando lo siguiente: Una imagen de sentido común preside este trabajo: la convicción generalizada acerca de la carencia , desde hace tiempo, de un verdadero orden político en la Argentina; la obvia certeza sobre la incapacidad que ostensiblemente muestran sus clases dominantes para construir alguna forma de dominación legítima sobre una sociedad progresiva y dramáticamente desintegrada en círculos de fuego. Ciertamente, este comienzo no debería crearnos falsas expectativas: si bien es cierto que esa “imagen de sentido común” recorre todo el texto, el análisis mediante el cual el autor da cuenta de la situación que responde a esa imagen está guiado por una concepción teórica compleja de las relaciones entre el Estado y la Sociedad. Apenas unos párrafos más adelante, el mismo autor “traduce” esa imagen de sentido común en términos teóricos: se trata de una “crisis de hegemonía: incapacidad de un 20 sector que deviene predominante en la economía para proyectar sobre la sociedad un orden político que lo exprese legítimamente y lo reproduzca”. Para entender cabalmente esta frase (y, en rigor, el análisis posterior que presenta el artículo de Portantiero) es necesario explicitar algunas nociones básicas con las que él trabaja. Les adelanto desde ya que todo el texto de Portantiero se sostiene a partir de la reelaboración de las nociones de Estado, Sociedad Civil y hegemonía que realizó el lúcido filósofo marxista, Antonio Gramsci (1891-1937) a principios de siglo. Pero remontémonos un poco más atrás en esta historia. ¿Cómo habían sido definidas esas nociones de Estado y Sociedad Civil? Básicamente, la diferenciación entre Estado y Sociedad civil había sido planteada por un filósofo inglés, considerado por algunos como “el padre del liberalismo”. Me refiero a John Locke (1632-1704). Principalmente en el segundo de sus Tratados sobre el gobierno civil, guiado por su oposición a la monarquía absoluta como forma de gobierno, este autor distingue entre: Sociedad civil: el conjunto de individuos libres e iguales que conviven en determinado espacio y han decidido aceptar cierto conjunto de normas que regulan esa convivencia. Estado: concentra la autoridad reconocida como “poder legítimo” que tiene la misión de asegurar la protección y la defensa de los derechos de los individuos libres que constituyen la sociedad civil. Partiendo de esta definición, suele decirse que el Estado es aquel que tiene el “monopolio de la fuerza legítima”, es decir, es el único autorizado a utilizar la fuerza para obligar a todos a ceñirse a la ley. Hacia fines del siglo pasado, estas definiciones habían sido reelaboradas por algunos teóricos marxistas, siguiendo en parte algunas de las sugerencias de Marx: desde esta perspectiva, la sociedad civil se veía fundamentalmente como el conjunto de fuerzas económicas, de relaciones materiales que se dan en el interior de una sociedad en determinado momento del desarrollo de las fuerzas productivas; y el Estado, por lo general, era contemplado como un instrumento de coacción, manipulado por las clases dominantes, en pos de mantener su lugar de privilegio frente a otras clases. Quiero aclarar que, obviamente, estoy simplificando mucho estas cuestiones –ríos de tinta han corrido en torno a Marx y el marxismo de fin de siglo-, pero mi propósito fundamental es que se entienda cuáles son las novedades que introduce Gramsci a propósito de la nociones de Estado, Sociedad Civil y hegemonía. ¿Qué es lo que le preocupa a Gramsci? Hacia principios de este siglo, desde un horizonte marxista, se esperaba una pronta caída del capitalismo, dado que se suponía que este sistema no podría soportar las crisis recurrentes que él mismo generaba. Gramsci se enfrenta con el hecho de que esta expectativa está lejos de cumplirse, debido al hecho de que el capitalismo aparecía contradictoriamente más fortalecido después de cada una de esas crisis. Esta es una de las aporías que lleva a Gramsci a reflexionar acerca de cómo se constituye, entonces, la dominación burguesa. El resultado de esta reflexión es una ampliación del concepto de Estado, que va a plasmar en la siguiente fórmula: Estado = sociedad política + sociedad civil, es decir hegemonía acorazada de coerción. ¿Qué significa esta fórmula? Vamos a ir planteando por pasos esta cuestión. En primer lugar, Gramsci advierte que el fenómeno de la dominación en las sociedades capitalistas modernas es un proceso complejo en el que, además de los aparatos de coerción –que representan una especie de “límite último” que garantiza la pervivencia del orden burgués- intervienen toda una serie de mecanismos de transmisión ideológica tendientes a lograr un consenso que otorga bases sólidas a la dominación. Como decíamos en la clase anterior, no hay dominación verdadera que solo se asiente en el uso de la fuerza. Es necesario que la coerción está acompañada por el consenso. Lo que con mayor énfasis quiere destacar Gramsci es que la clase dominante ejerce su poder no sólo por medio de la coacción, sino además porque logra imponer su visión del mundo –una filosofía, una moral, unas costumbres, un “sentido común”- que favorecen el 21 reconocimiento de su dominación por las clases dominadas. Es decir, ¿qué hace la clase dominante? Convence a las demás clases que ella es la más idónea para asegurar el desarrollo de la sociedad: eso es conseguir una supremacía hegemónica. En este sentido, para Gramsci, la supremacía de la burguesía en el capitalismo desarrollado no se debe únicamente a la existencia de un aparato de coerción (el Estado en sentido restringido), sino que logra mantener su poder mediante una compleja red de instituciones y organismos que, en el seno de la sociedad civil, organizan el consenso de las clases subalternas para la reproducción del sistema de dominación. La existencia del sufragio universal, de partidos de masas, de sindicatos obreros, de variadas instituciones intermedias, además de la escuela y la iglesia, para Gramsci, son todas formas en que se expresa la sociedad civil capitalista de Occidente. Y hablan de un denso entramado de relaciones sociales que el desarrollo de las fuerzas productivas ha permitido construir. En este sentido, el Estado no está constituido solamente como aparato represivo, abarca al conjunto de la sociedad civil, dado que desde sus instituciones también se asegura la legitimidad del poder del Estado. De ahí que la sociedad civil se introduzca en esta nueva definición ampliada de Estado. Ahora, ¿a qué se refiere el término sociedad política que también se introduce en esa fórmula? Remite a lo siguiente: la posibilidad de difusión de ciertos valores de la clase dominante está determinada por las relaciones de compromiso que esa clase efectúa con otras fuerzas sociales, expresadas en el Estado. El Estado aparece como el lugar privilegiado donde se establecen las luchas al interior de aquellos sectores que pugnan por consagrarse como “clase dominante”, es allí donde se materializan correlaciones de fuerzas cambiantes en equilibrios inestables por definición entre grupos fundamentalmente antagónicos. Es en esta instancia donde se hace presente la política de alianzas para la conformación hegemónica de una clase social. Un núcleo clave para entender la proposición gramsciana en torno a la “ampliación” del concepto de Estado es lo siguiente: si bien la fórmula propone la síntesis entre coerción y consenso, en algunos momentos puede primar la coerción y en otros, el consenso. Esto va a depender de: a) las condiciones de desarrollo de las fuerzas productivas y de los regímenes de acumulación vigentes en cada sociedad y en cada momento histórico; b) la voluntad-posibilidad de las clases dominantes de “hacer concesiones” en el plano económico y político; c) de la capacidad de las clases subalternas para modificar la correlación de fuerzas a su favor. Vayamos ahora al texto de Portantiero para ver cómo utiliza las categorías gramscianas a fin de analizar la situación argentina entre 1958 y 1973. Tal como habíamos citado, el autor detecta por esos años una “crisis de hegemonía”: esto es, “la incapacidad de un sector que deviene predominante en la economía para proyectar sobre la sociedad un orden político que lo exprese legítimamente y lo reproduzca”. El problema es por qué en esa coyuntura la clase dominante no puede cumplir los roles tradicionales que la hacen ser, precisamente, clase dominante; esto es: convencer al resto de la sociedad que ella es la más idónea para asegurar su desarrollo. Ciertamente, uno puede sentir la tentación de deslizarse hacia explicaciones psicosociales (del siguiente tipo: tan inútiles eran que ni comprendieron lo que tenían que hacer para asegurar su propio predominio), pero el autor nos invita más bien a pensar cuáles son las bases estructurales de esa crisis de hegemonía. En esta dirección, uno de los problemas centrales que identifica Portantiero son las “recurrentes dificultades que enfrentan para elaborar una coalición estable las capas más concentradas de las burguesías urbana y rural”. Tal como habíamos visto en Gramsci, la clase burguesa se divide en capas con intereses contradictorios, signados por la competencia del capitalismo. Pero se supone una de esas capas, la más dinámica, es capaz de establecer relaciones de compromisos y alianzas con las otras capas: esto es la 22 sociedad política, el sistema político o el orden político que se expresa en el Estado. Es decir, mediante el compromiso se asegura la supervivencia de todos esos intereses contradictorios y, al mismo tiempo, la clase burguesa consigue su unidad, se constituye como una clase dominante. La impresión que deja el artículo de Portantiero es que esa unidad nunca llega a constituirse, porque tanto la burguesía rural como la burguesía urbana están permanentemente en puja para dar vuelta la situación a su favor (en pos de que las medidas tomadas por el Estado favorezcan al agro, o bien al sector urbano industrial). A esta situación, se agrega la introducción de un nuevo actor en los años de Frondizi y el desarrollismo: el capital extranjero radicado en la industria, que pronto se transforma en el sector más dinámico de la economía, desplazando tanto a la burguesía industrial local como a la burguesía pampeana. Tal como sugiere Portantiero: la caída de Frondizi arrastra el desprestigio de los partidos políticos, el ascenso de la burocracia sindical y el surgimiento de una “tecnoburocracia” que, además de representar intereses directos de distintas fracciones del capital, ofrecen sus servicios en pos de articular proyectos políticos de mayor alcance. Ahora, ¿por qué cae Illia y se produce el golpe militar de Onganía? Por un lado, la Unión Cívica Radical sencillamente no vio la necesidad de otorgar un papel relevante a esa élite tecnoburocrática, de tal modo desde allí pudiera implementar un sistema de alianzas con otros sectores, tendientes a reconstruir la hegemonía. Y, por otro lado, estaban allí los militares, quienes –tal como apunta Portantiero- sí se identificaban con ese proceso de modernización capitalista. En este sentido, resulta significativa la cita de Mariano Grondona que transcribe el autor. Allí, el conocido columnista de La Nación sostiene que el golpe tenía la función de consolidar en la Argentina “una oligarquía político-militarempresaria, empeñada en asegurar el proceso de industrialización a través de grandes inversiones en la infraestructura y dispuesto a contener, por lo tanto, las prematuras presiones de los sectores populares”. Se suponía que esta era una salida rápida: un momento de fuerte acumulación de riqueza y de poder por parte de estos sectores más modernos del capitalismo, apoyados en la protección de un régimen militar; para luego, dejar paso a una segunda etapa de distribución de la riqueza y apertura del sistema democrático. Me gustaría que nos detengamos unos minutos a considerar una cuestión: tenemos que tratar de entender un poco la lógica del enemigo, porque un enemigo demonizado no sirve de mucho: ¿Cuál era el razonamiento de los militares, sostenido en toda esa ideología de la “seguridad de la patria”? Asegurar un crecimiento intensivo de la economía argentina. Desde aquí se entiende la alianza que, con este sector, buscaron establecer los sectores capitalistas más modernos, es decir, aquellos ligados al capital extranjeros. Pero aquí viene una dificultad: estos sectores necesitaban imponer ciertos valores, sobre todo aquellos relacionados con la eficiencia, la productividad, la racionalización del Estado, etc. Esta estrategia suponía también disciplinar a aquellas ramas menos dinámicas de la economía, frecuentemente asociadas al capital local. El problema es que todo este proceso –de introducir ciertos valores, de disciplinar a los otros sectores, etc.- lleva tiempo, un tiempo que en ese entonces parecía un exceso conceder al sistema político, parecía un derroche innecesario. ¿A qué se debe el fracaso de este proyecto? Precisamente al hecho de que ese Estado autoritario era un Estado demasiado vulnerable frente a los sectores de la sociedad civil excluidos del mismo. Onganía consiguió situar al Estado fuera de las presiones de la sociedad civil (para colocarlo, tal como subraya Portantiero, al servicio del proyecto hegemónico de la fracción más moderna del capitalismo), pero desde este lugar de exterioridad el Estado solo consiguió generar resistencias: resistencia de la pequeña y mediana industria urbana, resistencia de la burguesía agraria, resistencia de los trabajadores. Es decir, al no construirse desde el Estado una alianza con todos los 23 sectores de poder, esos sectores se volcaron desde la Sociedad Civil contra el Estado. Nuevamente, el problema que vio Gramsci: asegurar la dominación y el predominio de un sector o de una clase supone mucho más que la coerción, supone más bien el poder de generar consensos en torno a ciertas pautas, valores y prioridades que ese sector o clase considera esenciales. Me gustaría terminar esta clase proponiendo la realización de la siguiente actividad: Indique cuáles son los tres subperíodos que propone Portantiero para explicar los procesos que tuvieron lugar entre los años 1966 y 1973. Explique cuáles son las modificaciones que caracterizan a cada uno de esos tres subperíodos. 24 UNIDAD 5 Clase 9 5.- ESTADO, ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA ENTRE 1966 Y 1983. BALANCE Y ALTERNATIVAS: 5.1. El “Estado Burocrático Autoritario”. Alternativas militares en el campo político. 5.2. El retorno del populismo y la fragilidad de la democracia. 5.3. La crisis económica argentina: de la dictadura de Onganía a la crisis de la deuda. 5.4. Crisis de la deuda y estancamiento de la economía. 5.5. Poder y movimientos sociales en la Argentina. La radicalización como estrategia y práctica. 5.6. La disgregación del “modelo de solidaridad social”. Comenzamos hoy con los temas correspondientes a Estado, Economía y Sociedad en la Argentina entre 1966 y 1983. Balances y alternativas. Más puntualmente, en esta clase vamos a abordar las cuestiones referidas a la crisis política imperante por esos años. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: O´Donnell, Guillermo. Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, pp. 31-69. (Material digitalizado) Carpeta de Trabajo, pp. 151-159. (Conviene siempre, al comenzar una unidad, realizar una primera lectura de todo el capítulo dedicado a esa unidad, a fin de tener un panorama de conjunto). Del libro de Gerchunoff y Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, los capítulos titulados: “Una primavera económica (1963-1973)” y “Vértigo económico en tiempos violentos (1973-1983)”. Aclaro que estos capítulos son los que corresponden como bibliografía a toda la unidad 5: no es necesario leer esta bibliografía completa para esta clase, pero sí realizar esta lectura a lo largo de las semanas en las que nos ocuparemos de esta unidad. Me parece importante también señalar que en estos textos nos vamos a encontrar con enfoques distintos, que se complementan entre sí: en la Carpeta de Trabajo, el desarrollo se detiene a presentar los distintos sucesos relevantes del período, tanto en el aspecto político, como en el plano económico y social; el texto de Gerchunoff y Llach se centra en las políticas económicas, pero atiende también al contexto general en los que dichas políticas se desarrollaron; y, en este caso particular, el texto de O´Donnell presenta los acontecimientos en un análisis que los inscribe en procesos de más largo plazo. Tal como ha sucedido en la clase pasada, hoy nos vamos a concentrar en el texto de O´Donnell, porque me parece que es el que podría presentar mayores dificultades de comprensión, pero creo que es importante acompañar esa lectura con un panorama del conjunto del período que aparece desarrollado más puntualmente en el resto de la bibliografía. A grandes rasgos, ¿cuáles podríamos decir que son las dos notas que caracterizan a este período? En el plano político, una crisis de dominación política (tal como la denomina O´Donnell), que desemboca primero en la conformación de un Estado Burocrático Autoritario bajo el gobierno de Onganía, pero que también se hace patente en el fracaso de este proyecto y en el gobierno populista que le sucede. En el plano económico, hay un dato muy importante –ampliamente desarrollado en el texto de Gerchunoff y Llach- que es necesario tener en cuenta: a pesar de los ciclos de auge y de recesión, a pesar de la inflación que azotó a todo el período, a pesar de que en la época dominaba cierto pesimismo que subrayaba un cierto “estancamiento de la Argentina”, lo cierto es que entre los años 1963-1973, la economía argentina creció un ritmo espectacular, como nunca se había visto antes y nunca se vería después durante 25 el siglo XX. Sin duda, no se trata de un caso extraño: tal como señalan Gerchunoff y Llach, la economía mundial en los años 60 disfruto de un momento de gran expansión y crecimiento acelerado. Y la Argentina no permaneció ajena a ese clima: es curioso que, en una época en la que se hablaba de “una economía en crisis”, el Producto Bruto Interno crecía a un ritmo más acelerado que el de los grandes centros mundiales. Ahora, si el contexto mundial fue favorable en los años 60, es innegable que ese mismo contexto se modifica en los 70: al auge, sucede la crisis y el repliegue. Acontecimientos internacionales, como la crisis del petróleo en 1973, marcan a nivel mundial el fin de esos años de crecimiento. Me parece muy importante tener presente estos dos notas salientes y, a primera vista, disonantes, porque en general comprender una época supone tratar de armar un mapa lo más completo posible, que desaloja las explicaciones simplistas. Si la historia nos puede ayudar a comprender el presente, es porque ella nos muestra cómo se arman ciertos acontecimientos, ciertas luchas, ciertas relaciones de fuerzas, cuyo resultado no está inscripto de antemano en ningún lado. Teniendo presente esos dos datos del panorama general, vayamos al artículo de O´Donnell: ¿cuál es el objetivo que el autor se propone lograr en este artículo? Podríamos decir que se trata de dilucidar “las razones por las cuales en las últimas décadas han fracasado una y otra vez las pretensiones de establecer cualquier tipo de dominación política (o, lo que es igual, cualquier tipo de estado) en la Argentina”. Esta cita remite a una importante nota al pie donde el autor distingue tres perspectivas desde las cuales se ha abordado este problema: La primera es aquella centrada en la relación “masas-élites”: en líneas generales, desde esta perspectiva se enfatizan los trazos psicológicos que provocaron una situación en la cual, ni las masas ni las élites asumen los roles que supuestamente debieran ocupar: por un lado, las masas se niegan a obedecer, y, por otro, las élites no pueden establecer canales de comunicación con ese mundo popular, de modo tal que efectivamente se impongan sus perspectivas y sus proyectos. Entonces, el resultado es un fracaso de las élites que no pueden liderar un proceso hacia un fin determinado, considerado benéfico para todos. Como verán en el texto, la ironía con la que O´Donnell da cuenta de esta forma de encarar el problema, revela que no la considera una línea de reflexión muy provechosa. Obviamente, no es en esta línea en la que se inscribe su trabajo. Otra perspectiva desde la cual se ha intentado explicar la crisis del Estado abreva en las llamadas “teorías de la dependencia”: el problema –dice O´Donnell- es que, frecuentemente, los trabajos que se ubican en esta perspectiva, invocan la “dependencia” (es decir, la necesidad del impulso del capital extranjero para el crecimiento) como un deux ex machina, es decir aquel elemento externo que es el origen de todos los males. Evidentemente, a los ojos del autor, esta perspectiva reduce el problema a una única causa, ofreciendo en consecuencia una explicación simplista. Tampoco es desde aquí que O´Donnell pretende encarar el tema. Por último, encontramos mencionada la perspectiva en la que se inscribe este trabajo: “Han sido más fructíferas –dice el autor- las reflexiones sobre el “empate” de fuerzas políticas y sociales en la Argentina, sobre todo las que lo han ligado con la problemática gramsciana de la hegemonía”. ¿Qué es lo que va a agregar O´Donnell a lo que nosotros vimos la clase pasada? El mismo lo explícita cuando dice: “Pero más allá de la descripción de ese “empate” y del trazado de algunas de sus consecuencias, el interrogante que queda en pie –y a cuya respuesta querría contribuir- es qué es lo que ha generado las relaciones de fuerzas que habrían producido ese empate.” Esta es, en efecto, la pregunta central que recorre el trabajo de O´Donnell. Y, en pos de responder a ese interrogante, va a seguir los siguientes pasos: Primero, encontramos una reseña de las principales características del Estado Burocrático Autoritario. El objetivo de esta breve descripción es presentar las diferencias 26 del caso argentino frente a otros casos de “autoritarismo burocrático”, ya que un punto fuerte de la explicación de O´Donnell va a ser tratar de situar la especificidad del caso argentino frente a otros casos, en general del ámbito latinoamericano. Es decir, se trata de explicar –tal como aclara el autor- “los conflictos que surgieron al interior del nuevo sistema de dominación y, también, las explosiones sociales y la aguda activación política que “desde afuera” de ese estado, provocaron un colapso que todavía no se había producido en los demás casos”. Recuerden que, según vimos anteriormente en el texto de Portantiero, hablar de una crisis de hegemonía supone preguntarse por qué los sectores más dinámicos de la economía no pudieron constituirse como una clase dominante en pos de activar desde el Estado los mecanismos de dominación políticos (es decir, aquellos mecanismos que provocan la aceptación de la dominación a través del consenso). El segundo paso en el texto nos remite a una síntesis histórica, a partir de la cual se busca explicar cuáles son las características que adquieren el Estado y la sociedad civil en la Argentina en el momento de su constitución. Como es sabido, la unificación del territorio nacional y la consolidación del Estado se inicia aproximadamente en la década de 1870. A partir del triunfo de Roca en 1880, tanto el Estado como la sociedad civil adquieren una forma más precisa, que en esencia va a permanecer prácticamente inalterada hasta 1930. ¿Cuáles son los elementos principales que caracterizan a esa forma? A nivel general, uno de los elementos claves es la incorporación de la Argentina al mercado mundial como país exportador de productos primarios. Otros países latinoamericanos se vincularon también al mercado mundial como exportadores de productos primarios; sin embargo en la Argentina esa colocación adquiere algunos rasgos peculiares: La “estancia” como sistema de explotación permitió el surgimiento de una burguesía agraria local, lo que llamaríamos “una clase dominante” que proyecta su hegemonía desde el Estado Nacional. En el caso argentino, se trata de un Estado Nacional singularmente fuerte frente a las oligarquías provinciales: justamente porque, como señala O´Donnell, rápidamente la centralidad económica de la burguesía pampeana se proyecto hacia la esfera política. Otro de los rasgos distintivos de la incorporación argentina al mercado mundial es que, prácticamente, las zonas que no vinculadas directamente a esta economía no tuvieron un peso económico y demográfico significativo. ¿Qué quiere decir esto? Que en mayor o menor grado, las diversas zonas y actividades económicas se subordinaron al proyecto de la burguesía pampeana, con lo cual no se dio un proceso abrupto de diferenciación entre zonas incorporadas al mercado mundial y otras que quedaron directamente fuera de este sistema. O´Donnell se refiere a esto señalando que la Argentina constituyó un caso de homogeneidad intranacional de mayor significación que el resto de América Latina. Esto es algo que hasta hace poco se apreciaba incluso en los viajes turísticos: no existen en la Argentina zonas extremadamente ricas frente a otras extremadamente pobres, como en los casos de Brasil o México. Esto se relaciona con otra característica que recoge O´Donnell: el hecho de que la incorporación de la Argentina al mercado mundial fue más diversificada que en otros casos latinoamericanos y generó un nivel de ingresos más alto en los sectores populares, que muy rápidamente (casi podríamos decir, ya a fines del siglo pasado) contó con organizaciones propias, consolidadas durante el gobierno de Irigoyen. O´Donnell subraya también el fuerte dinamismo de la sociedad civil. Esto quiere decir que el Estado no se consolida al margen de la sociedad civil, sino más bien impulsado por el sector más dinámico de la economía: una burguesía agraria local que tenía una base propia de acumulación de capital (la tierra) y –como dice O´Donnell- tuvo éxito en la operación de incluir en su proyecto “a ´parte´ decisiva de una Argentina sin campesinado”. 27 El problema de ese panorama anteriormente expuesto es precisamente lo que nosotros vimos en unidades anteriores: qué pasa cuándo las condiciones internacionales se modifican en 1930, quebrando ese modelo de inserción en el mercado mundial. Ahí se plantean varios “dilemas”, como señala O´Donnell. Tal como subraya el autor, una de las características diferenciales del proceso argentino es “la emergencia de un sector popular, en el que tiene importante peso la clase obrera, dotada de recursos económicos y organizativos de importancia mayor que los del resto de América Latina”. Esto constituye una “ventaja” para el capitalismo (aunque no lo parezca, el capitalismo funciona mejor si no hay un sector extremadamente pobre que está en las afueras del sistema), pero también genera un problema: esa clase obrera está acostumbrada a un nivel ingresos y cuenta con organizaciones como para resistir los intentos de disminuir ese nivel de ingresos. Por otro lado, la homogeneidad intranacional provoca que no se cuente con un campesinado al que recurrir, ya sea para presionar sobre el nivel de ocupación de esa clase obrera, ya sea para transferir ingresos de ese campesinado con menos capacidad de resistencia a la clase obrera. A esto se agrega el hecho de que el principal bien de exportación son carnes y cereales, es decir, alimentos del sector popular: un alza en los precios de estos productos repercute inmediatamente sobre el nivel de ingresos del sector. ¿Cuál es el problema que esto suscita? Desde los sesenta, la expansión de la economía demanda aumentar el peso de las importaciones industriales, pero esto provocaba crisis en la balanza de pagos. La solución para esas crisis consistía en aumentar el volumen de las exportaciones, solución que podía implementarse a través de dos vías: aumentar la productividad pampeana y/o reducir el ingreso del sector popular, en pos de bajar el consumo y liberar mayores excedentes exportables. Tal como sostiene O´Donnell, estas fórmulas parecen simples, pero tropezaron con importantes dificultades políticas. Dichas dificultades son expuestas en los “ciclos” económicos y políticos: un momento de expansión y crecimiento de la economía es seguido ineluctablemente por una profunda recesión, que da paso a otra fase ascendente, seguida de otra fase descendente, y así sucesivamente. ¿Qué es lo que pone de manifiesto estos ciclos? Tal como señalaba Portantiero, el “empate” de fuerzas político-sociales, pero en el caso de O´Donnell este “empate” es producto de una sociedad civil muy dinámica, con capacidad de distintos sectores de articular alianzas en contra de otros. En este sentido, si la alianza entre la gran burguesía urbana (la industria ligada al capital internacional) y la burguesía pampeana fue inestable durante todo el período, mayor poder de resistencia y recomposición mostraron el sector popular y las fracciones débiles de la burguesía para organizar la oposición. Los intereses de la gran burguesía urbana y los de la burguesía pampeana coincidían en cierto punto: a ambos sectores les convenía un aumento de las exportaciones, dado que la industria necesitaba de insumos importados para su expansión. Habíamos dicho que uno de los caminos para aumentar el volumen de las exportaciones era el aumento de la productividad, mediante la introducción de mejoras técnicas. Pero esa transformación sólo es posible si existe la expectativa de estabilidad en los precios (es decir, si impera la idea de que conviene realizar esa inversión por la ganancia esperada de precios altos estables en el tiempo). Pero en esos años, la predicción dominante era la contraria: la experiencia señalaba que era razonable esperar una fuerte inestabilidad en los precios de venta. ¿Cuál era el otro camino para aumentar el volumen del saldo exportable? Deprimir los salarios, para que el menor consumo interno libere más bienes hacia el mercado externo. Esta solución generaba obviamente la resistencia de los trabajadores, pero no sólo de ellos: también de la industria ligada al mercado interno, que se perjudicaba enormemente con el menor consumo. Tal como señalan O´Donnell y Portantiero, la alianza entre el sector popular y las fracciones débiles de la burguesía urbana, a pesar de su subordinación económica, tuvieron éxito al presionar lo suficiente en el ámbito político como para romper, por momentos, la alianza 28 entre la gran burguesía urbana y la burguesía pampeana: al disminuir el consumo, la recesión producía un aumento de bienes exportables, pero los castigados por estas políticas comenzaban a presionar sobre el gobierno que, ante el alivio momentáneo provocado por un saldo positivo en la balanza de pagos, cedía a sus demandas. Esto iniciaba una reactivación del mercado interno, que de nuevo caía en la recesión cuando comenzaban los déficit en la balanza de pagos. ¿Cómo es que efectivamente se fractura la alianza entre la gran burguesía urbana y la burguesía pampeana? Por la posición “pendular” de la gran burguesía urbana: tal como dice O´Donnell, en cada una de las fases del ciclo (recesión y reactivación), la gran burguesía urbana “ha jugado a ganador”. ¿Qué quiere decir esto? Obviamente, sus intereses objetivos estaban con los de la burguesía pampeana, pero cuando llegaban las voces de protesta de los sectores subalternos y la amenaza de inestabilidad política, rápidamente abandonaba a su suerte a la burguesía pampeana. Y una alianza entre las fracciones superiores de la burguesía sólo hubiera tenido probabilidad de éxito si se prolongaba en el tiempo (y, de paso, también si la burguesía pampeana se subordinaba al sector más dinámico de la economía por esos tiempos, es decir la gran burguesía industrial urbana, la industria ligada al capital internacional). Pero ninguna de las dos fracciones más poderosas de la burguesía se jugó a sostener esa alianza: la burguesía pampeana porque se negaba a producir los cambios necesarios cuya introducción reclamaba la burguesía industrial (cambios relativos a la modernización y a la tecnificación de las explotaciones), y la gran burguesía industrial porque no estaba en condiciones de pagar los costos políticos de sostener hasta el final los intereses de la burguesía pampeana. Frente a estos dos grandes actores que no pueden sostener en el tiempo la alianza que los hubiera transformado en “una clase dominante” (en el sentido gramsciano), triunfa la alianza defensiva de los sectores subalternos, cuyas características describe puntualmente el artículo de O´Donnell. Como resultado, “el movimiento pendular de esa gran burguesía y sus dificultades para subordinar al conjunto de la sociedad civil son indicación palpable de una continuada crisis de dominación política”. Es decir, no hay una clase dominante que desde el Estado articule consensos con el resto de los sectores de la sociedad civil: se suceden “alianzas gobernantes” que no alcanzan a fijar políticas estables, dado que rápidamente son reemplazadas por otras. En este sentido, para el autor, es fundamentalmente la crisis política la que genera esos ciclos de ascenso y descenso de la economía. Estas son los principales momentos de la argumentación de O´Donnell, desarrollo que está presentado en forma mucho más completa en el texto. Me gustaría concluir esta clase proponiendo la realización de la siguiente actividad: Teniendo en cuenta la explicación que ofrece O´Donnell en torno a cómo la crisis de dominación política genera ciclos de ascenso y descenso de la economía argentina del período, explique el siguiente de Gerchunoff y Llach: “El año 1969 cerró con un crecimiento del producto bruto (9,6 %) mayor a la tasa de inflación (7,6 %), algo que no se daba desde 1954 y que sólo se repetiría veinticinco años más tarde. Pero a fin de año Krieger Vasena ya no estaba en el Ministerio de Economía. Había sido una de las bajas en el gabinete provocadas por el Cordobazo. En un año brillante desde el punto de vista macroeconómico, al ministro lo habían derribado, según sus propias palabras, “los obreros mejor renumerados del país”, los del cinturón industrial de Córdoba. Como contrapunto a cualquier relación simplista entre la economía y la política, ahí está el Cordobazo recordando que a veces una y otra marchan por caminos distintos.” 29 Clase 10 Continuamos hoy con los temas referidos a Estado, Economía y Sociedad en la Argentina entre 1966 y 1983. Balances y alternativas. Tal como está anunciado en el Plan de Trabajo, el objetivo de esta clase es centrarnos en aquellos procesos que desembocan en la llamada crisis de la deuda. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Bekerman, Marta. “Los flujos de capital hacia América Latina y la reestructuración de las economías centrales”, en Desarrollo Económico 111, vol. 28, octubre-diciembre de 1988. Carpeta de Trabajo, pp. 169-182. Gerchunoff, Pablo y Llach, Lucas; El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, los capítulos titulados: “Una primavera económica (19631973)” y “Vértigo económico en tiempos violentos (1973-1983)”. Dado que los autores se centran particularmente en los procesos económicos, la lectura de este material (que, como dijimos en la clase pasada, corresponde a toda la unidad 5) resulta imprescindible para una mejor comprensión del tema en cuestión. Tal como habíamos visto en la clase pasada, durante este período 1966-1983 se suceden ciclos de ascenso y descenso de la economía, fluctuación que acompaña el desarrollo y la profundización de la crisis de dominación política, visible en la Argentina de esos años. No obstante esto, de acuerdo al planteo de Gerchunoff y Llach, podemos distinguir dos subperíodos –claramente diferenciados en el libro ya desde el título mismo de los capítulos-: El primer subperíodo, marcado por un alto índice de crecimiento, comienza 1963 y finaliza en 1973, aunque podemos incluir también el año siguiente, 1974, año en el cual a pesar de haber empeorado el problema de la inflación y el de las cuentas externas, se mantuvo el crecimiento del PBI. El segundo subperíodo abarca desde 1974 hasta 1983, fueron años de recesión y estancamiento. Claramente, la situación de crisis y estancamiento de la economía en este segundo subperíodo está estrechamente vinculada a la crisis política: la muerte de Perón y la falta de una dirigencia política que tome su lugar, desencadena el desmoronamiento del Estado, como sujeto capaz de imponer ciertas normas al resto de la sociedad civil. Es decir, la alianza de poder ya era tan débil que descansaba en la persona Perón; su deceso pone en evidencia el hecho de que, prácticamente, había desaparecido el Estado: no hay poder legítimo que regule ni la lucha por los intereses en el campo económico, ni los enfrentamientos propiamente políticos que culminan en una escalada de violencia. Nuevamente, los militares se sienten llamados a intervenir en ese escenario, y en marzo de 1976, un nuevo golpe militar derroca al gobierno de Isabel Perón. ¿Cuáles eran los objetivos del llamado “Proceso de organización nacional”? Tal como aparece en la Carpeta de Trabajo y en el texto de Gerchunoff y Llach, podemos señalar rápidamente dos objetivos fundamentales, intrínsecamente relacionados: En primer lugar, la eliminación de los grupos armados, en particular el ERP y Montoneros, objetivo que se alcanza rápidamente (mediante la tortura, las detenciones clandestinas, el asesinato o el exilio): ya a principios de 1978, la aniquilación de estos grupos era un hecho. En segundo lugar, este gobierno militar se proponía erradicar ciertos “males básicos”, males que indirectamente habían conducido a una situación de desborde y crisis social. ¿Cuáles eran esos “males”? Básicamente, una conducción estatista, que intervenía para regular el mercado e inclinaba la balanza en beneficio de uno u otro sector. Es decir, así como el sindicalismo había adquirido poder por su capacidad de presionar sobre el Estado e inducirlo a adoptar políticas de mejoras de salarios, así también el sector 30 industrial, y en menor medida el agro. ¿Cómo disciplinar a estos sectores y lograr también una sociedad más despolitizada? Disminuyendo el rol de Estado e instaurando al mercado en el centro de la escena: una vez que el Estado renuncia a intervenir (y, eventualmente se pierden las expectativas de que efectivamente el Estado establezca alguna norma para elevar los salarios o algún subsidio para determinadas empresas), supuestamente el libre juego de las fuerzas en el mercado produciría la regulación adecuada para el crecimiento. En un escenario donde los subsidios para empresas desaparecen, donde las protección arancelaria (que, entre otras cosas, también permitía vender a precios a altos en el mercado interno) se disipa, también cae la demanda por salarios altos (no sólo porque las grandes empresas que sobrevivirían a ese proceso tenían más capacidad de presionar sobre la oferta de trabajo, sino también porque las manifestaciones populares podían ser reprimidas directamente por la fuerza). De esta idea, la que sostiene que “la mano invisible del mercado” es la única capaz de producir regulaciones duraderas y positivas, surgieron medidas tales como la apertura de la economía, la libre operación en el mercado de capitales y la eliminación de los privilegios fiscales. Ahora, este cambio de concepciones –de la apuesta estatista al mercado- no es impulsado sólo por el contexto político argentino. Responde también a nuevas ideas que imperan en el contexto internacional, nuevas ideas que determinan también nuevas políticas y nuevos escenarios. Habíamos visto en la clase pasada que la década del sesenta es un momento de rápido crecimiento y expansión de la economía en todo el mundo occidental. Este momento estuvo atravesado por distintas variables, pero una de ellas nos remite a ciertos consensos predominantes en el contexto internacional. Gerchunoff y Llach lo explican de la siguiente manera: “Hasta finales de los años 60 nadie cuestionaba, en esencia, el papel irrenunciable del Estado como garante del bienestar, la prioridad de los objetivos de pleno empleo y el alto crecimiento, o los instrumentos que había que usar para esos fines. Las diferencias entre republicanos y demócratas, conservadores y laboristas, demócratas cristianos y socialdemócratas, eran marginales al lado de lo que habían sido en el pasado y de lo que serían en los 70 y en los 80. Un ´capitalismo reformado´, basado en la propiedad privada pero con una presencia importante del Estado para corregir las desigualdades sociales y garantizar el pleno empleo, era aceptado por casi todos.” Es decir, nos encontramos en la década del sesenta con un momento de gran crecimiento, impulsado en las diversas regiones de Occidente por los respectivos Estados: es decir, es un momento donde la intervención del Estado en la economía está plenamente legitimada. Por supuesto, este hecho no es azaroso, responde a determinados procesos, desencadenados fundamentalmente hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, momento a partir del cual comienza la reconstrucción de Europa bajo el auspicio y el liderazgo de Estados Unidos. En este sentido, la gran apuesta que hace Estados Unidos se orienta en la dirección del crecimiento de las economías europeas, una opción destinada a expandir su propia economía y a limitar el poder de la Unión Soviética. Esto aparece claramente subrayado en el artículo de Marta Bekerman: El rápido crecimiento industrial registrado en el período fue el resultante de distintos factores. Los flujos financieros desde los Estados Unidos para la reconstrucción europea, bajo los auspicios del Plan Marshall, así como el proceso de integración económica de Europa occidental contribuyeron a la expansión industrial del viejo continente. Las medidas de liberalización del comercio exterior y de reducción de tarifas aduaneras ayudaron a estimular el comercio mundial en contraposición a la situación existente en la 31 presente década. Por otro lado, se produjo un rápido avance en la difusión de nuevas tecnologías con gran crecimiento de la productividad en los países de Europa Occidental y Japón. Junto a esto, el predominio norteamericano se afirma también en el sistema monetario internacional: en 1944, en la Conferencia de Bretton Woods, se establece al dólar como la moneda de reserva, moneda que a su vez estaba respaldada en oro; sistema similar al “patrón oro” que había predominado en las economías abiertas antes de la crisis de 1929. Si esta es la situación con respecto a Europa, ¿cómo benefició a América Latina en particular? Tal como señala Marta Bekerman, los países latinoamericanos sufrieron desde siempre una escasez crónica de divisas, producto del déficit de la balanza de pagos. En 1961, fecha clave, no ajena a las repercusiones de la revolución cubana, EEUU pone en marcha la llamada “Alianza para el Progreso”. Este programa implicaba recursos financieros netos que, encauzados a través de flujos oficiales, llegan a América Latina con el agregado de algunos otros flujos privados de capital. Sin duda, estos flujos jugaron un papel importante en la expansión y el crecimiento que tuvieron lugar en la década del sesenta. Pero este “mundo feliz” –como dicen Gerchunoff y Llach- se modifica sustancialmente en los setenta, por varios factores. Antes de la crisis del petróleo en 1973, ya es evidente una desaceleración sustancial en el crecimiento del producto industrial en los principales países industrializados, desaceleración particularmente fuerte en EEUU. ¿Cuál es el problema que esto suscita? La baja de la competitividad industrial de EEUU deteriora su posición comercial, la cual contribuye a la pérdida de confianza en el dólar en el mercado internacional. Bekerman expone esto de la siguiente manera: Ese rol especial del dólar como moneda de reserva ofrecía una contradicción intrínseca que fue señalada por Triffin (1968) y que llegaría a tener especial relevancia para el sistema financiero internacional de los años setenta. Triffin señaló que si los Estados Unidos mostraban un déficit muy grande en su balanza de pagos, ello aumentaría la liquidez internacional pero a la larga contribuiría al debilitamiento del dólar y a una situación de inestabilidad en el sistema financiero internacional. Si por el contrario este país deflacionaba su economía para reducir su déficit, ello llevaría a un fortalecimiento del dólar pero a costa de una limitación al crecimiento mundial debido a una insuficiencia de liquidez. Vamos a explicar este párrafo en términos más sencillos ese párrafo. ¿Cuál es la “contradicción intrínseca” que recoge Marta Bekerman? El problema es el siguiente: Estados Unidos libera su economía, expande sus inversiones en el viejo continente y compra productos importados. Esto fomenta la liquidez mundial: es decir, los compradores reciben dólares, pueden colocar sus productos y expandir sus empresas, lo cual contribuye al crecimiento generalizado (dado que, como dijimos, la moneda de reserva era el dólar). Pero si la producción industrial en Estados Unidos sufre un proceso de desaceleración y crece a niveles exorbitantes el déficit en la balanza de pagos, el dólar como moneda de reserva se debilita: en 1971, los flujos especulativos contra el dólar, llevaron al gobierno de Estados Unidos a abandonar la convertibilidad por oro. Estamos ante la llamada “crisis del dólar”. ¿Cómo influye esto en la situación de América Latina? Podemos referirnos a dos de las consecuencias más relevantes, dos datos intrínsecamente relacionados: Como dijimos, más marcadamente en Estados Unidos, pero en general en el conjunto de los países desarrollados, con la década del setenta se inicia la desaceleración de la producción industrial. A la crisis del dólar, se sucedería la crisis del petróleo, marcando el final de los precios baratos de este insumo industrial. A esto se sumaría otro problema: el 32 crecimiento de la inflación, atribuida con frecuencia a la intromisión del Estado en la economía. ¿Por qué? Porque según la receta keynesiana, uno de los modos de asegurar la reactivación de la economía y el pleno empleo, es la emisión monetaria. Ciertamente, hay muchas teorías acerca de cómo se genera la inflación y cuáles son los mejores remedios contra ella, pero lo que me interesa marcar acá es que, tanto en el plano de las ideas como en el de las prácticas, comienza a ser cuestionada la intervención del Estado en la economía. Por eso, decíamos anteriormente que la idea de instalar al mercado como centro y regulador de la economía no es propia y exclusiva de los militares argentinos: responde también a un cambio de clima internacional, donde es evidente que empieza a ganar adeptos la posición que sostiene que la intervención del Estado, en realidad, genera más problemas que soluciones. Una segunda consecuencia, relacionada con lo anterior, afecta directamente a los países de América Latina: aquella que tiene que ver con los flujos de capital. Tal como muestra Bekerman, a medida que los problemas con la balanza de pagos de los Estados Unidos van surgiendo de manera más evidente, aumenta la presión por suspender los flujos oficiales hacia los países latinoamericanos. Pero, en contrapartida, surge la posibilidad de contraer créditos con bancos multinacionales. Bekerman, acertadamente, se pregunta: “¿qué es lo que determina este marcado endeudamiento de algunos países latinoamericanos con la banca privada internacional?”. El hecho de que los bancos decidan otorgar prestamos en buenas condiciones a países anteriormente impensables como posibles deudores se debe a una coyuntura internacional muy precisa: la liquidez internacional, generada a partir de la crisis del dólar. Básicamente, esto quiere decir: por un lado, con un dólar en crisis, todo el mundo quiere deshacerse de esta moneda; por otro lado, dado el proceso recesivo de los países centrales, baja la demanda de créditos internos; entonces, ¿dónde podían colocar los bancos ese excedente de dólares? En los países del Tercer Mundo, ávidos de créditos para cerrar sus cuentas. Esto parecía un buen negocio para ambas partes, pero en realidad no lo fue. ¿Por qué? Porque esos países periféricos quedaron endeudados más allá de los límites apropiados. Y, después de esa coyuntura especialmente favorable, un cambio en las políticas macroeconómicas de los países centrales perjudicó a los países tomadores de prestamos: tal como sostiene Bekerman, a partir de los 80, el creciente déficit comercial y fiscal de los Estados Unidos no fue financiado con políticas expansivas, sino a través de recursos provenientes del exterior atraídos por las altas tasas de interés, tasas de interés que repercuten en los servicios de la deuda en los países periféricos. Esta situación estalla en 1982, con la llamada “crisis de la deuda”, cuando ante la amenaza de moratoria de México, se suspende la posibilidad de tomar créditos en el exterior. Gerchunoff y Llach explican muy bien esta situación y permiten visualizar más puntualmente las repercusiones del planteo de Bekerman a nivel local: Desde el punto de vista estrictamente económico, Malvinas no fue el impacto exterior más importante de 1982. Mucho más grave resultó ser la crisis de la deuda latinoamericana. Desencadenada a partir de la amenaza de moratoria de México, cortó toda posibilidad de tomar nuevos prestamos en el exterior. “Deuda” era la palabra más leída en las secciones económicas de los diarios durante 1982, porque las había en magnitudes enormes y de todos contra todos: del sector privado al exterior y a los bancos nacionales, del sector público al financiero y al exterior, de los bancos al estado y al extranjero. No es fácil comprender cómo fue que todos se habían endeudado tan por encima de sus capacidades de pago. Es cierto que las condiciones de fines de los 70 habían sido excepcionalmente favorables para gastar tomando préstamos, y que en ese entonces era imposible prever un cataclismo como el del ´82. Pero hubo también bastante de imprevisión. En el caso del sector privado, quizás influyó la ausencia de una cultura 33 financiera que hiciera notar que las tasas de interés ya no eran la ficción que habían sido durante años. Tal como explican los mismos autores, tal vez no sea tan difícil de entender cómo fue posible esa situación en la que todos los sectores de la economía aparecían endeudados más allá de sus posibilidades de pago: la liberalización de los mercados, por un lado, que permitía a los sectores (tanto públicos como privados) contraer deudas indiscriminadamente, y la necesidad de los bancos internacionales de colocar su dinero. El sistema financiero “apto, competitivo y solvente” que se pretendía construir con la reforma de 1977, estaba al borde del colapso en 1982. Me gustaría finalizar esta clase proponiendo la realización de la siguiente actividad: De acuerdo a lo leído en los textos de la bibliografía, explique cuáles son los factores externos e internos que desatan la llamada “crisis de la deuda”. Clase 11 Nos corresponde hoy terminar con los temas de la unidad 5 del Programa, titulada Estado, Economía y Sociedad en la Argentina entre 1966 y 1983. Balances y alternativas. La clase de hoy estará centrada más puntualmente en la disgregación del modelo de solidaridad social: política social y gasto público, principalmente referidos al subperíodo 1976-1983. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Marshall, Adriana. Políticas sociales. El modelo neoliberal, Legasa, Buenos Aires, 1988, caps. III y VI. (Material digitalizado) Carpeta de Trabajo, pp. 182-190. Y tal como hemos mencionado en las clases anteriores, corresponde como bibliografía obligatoria, general para toda la unidad 5, los capítulos “Una primavera económica (19631973)” y “Vértigo económico en tiempos violentos (1973-1983)” del libro de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas. Habíamos dicho en la clase pasada que durante la década del setenta comienza a ser cuestionada la intervención del Estado en la economía: si durante el período anterior, uno de los consensos básicos, reconocido internacionalmente en la teoría y en la práctica, apuntaba a señalar que una de las funciones relevantes del Estado era corregir las desigualdades que constantemente genera el capitalismo; para los años setenta, ese consenso se derrumba. En particular, en la Argentina, la cúpula militar que asume el poder en 1976 considera una de sus prioridades abandonar la impronta estatista: el disciplinamiento de la sociedad civil requería que los diversos actores se acostumbraran a prescindir del apoyo proveniente del Estado (aún cuando, para conseguir tal objetivo, ese mismo Estado apelara a la represión directa e indirecta). Dentro de esta observación general, se inscribe el tema que nos ocupa en la clase de hoy, destinada principalmente a analizar el rumbo que toman las políticas sociales en el período y cómo concretamente estas acompañan una redistribución del ingreso entre los diferentes sectores de la sociedad, redistribución que en este caso va a afectar negativamente a los trabajadores. En función de esto, la exposición va a concentrarse en los capítulos del libro de Adriana Marshall de la bibliografía obligatoria, con el objetivo de facilitar la lectura de un texto particularmente complejo. Ya al comienzo del capítulo 3 encontramos formulado un principio central que nos permite ordenar el contenido de los dos capítulos. Dice la autora: 34 “El gasto público ´directo´ en servicios sociales es, como vimos, uno de los medios a través de los cuales se canalizan recursos sociales hacia los trabajadores, aunque el impacto redistributivo neto depende también de la propia contribución de estos últimos a los ingresos del estado.” Aquí se plantea una primera relación importante: los gastos del Estado en educación, salud y vivienda (las tres principales áreas que la autora va a considerar en relación al gasto público social) contribuyen a mejorar el nivel de vida de los sectores asalariados. Es decir, se supone que a través de estos gastos, el Estado financia (total o parcialmente) algunas necesidades básicas. Pero el dinero para esos gastos del Estado proviene principalmente de la recaudación tributaria: si los impuestos son proporcionales a la renta percibida, y los que poseen más están gravados con más cargas impositivas, el impacto redistributivo es mayor porque el asalariado que, por ejemplo, no paga un impuesto a la riqueza personal, sin embargo se beneficia de los gastos en educación, salud y vivienda llevados adelante con esos ingresos del Estado. Ahora, por el contrario, si esos impuestos afectan principalmente al consumo masivo, parte de esos gastos sociales del Estado son financiados con el aporte que hace cada trabajador al efectuar una compra. Podríamos considerar que este señalamiento nos aporta una pauta para distinguir los diferentes temas que la autora va a tratar en ambos capítulos. En este sentido, el capítulo 3 está dedicado al análisis general de la política social y del gasto público social en el período; mientras que el capítulo 6 apunta más bien a evaluar el impacto redistributivo neto: es decir, qué sectores resultan más beneficiados de esos gastos sociales en función de su aporte a la recaudación tributaria. Comencemos con el primer punto: ¿qué rumbo toma el gasto público social en el período? Marshall sostiene que las medidas implementadas estaban sustentadas en dos principios básicos: Principio de subsidiariedad del Estado: sostiene la función “subsidiaria” del Estado; es decir, supuestamente la mayoría de la población tiene que afrontar sus demandas de educación, salud y vivienda acogiéndose a la oferta privada que hay en el mercado, y tan sólo corresponde al sector público hacerse cargo de los “sectores más necesitados” o de los “casos críticos”. Así, por ejemplo, en el caso de la salud, mediante la imposición de un arancel, se limita el acceso gratuito a los hospitales públicos, quedando disponible esta opción sólo para aquellos que pudieran justificar su situación de pobreza. Descentralización del Estado: remite a la transferencia de la administración (por ejemplo, de escuelas y hospitales) del gobierno central a ámbitos locales (provincias y municipalidades). Esto supone descomprimir el nivel de gastos del gobierno central, pero en muchas ocasiones esa transferencia se hizo sin la asignación correspondiente de los recursos necesarios para el funcionamiento de esas instituciones. Detengamos por un momento a considerar estos principios. Obviamente, no podemos negar que esa descentralización del Estado implicó, en muchos ocasiones, simplemente el abandono de esas instituciones públicas a su propia suerte (dado que los gobiernos locales no contaban con los recursos para sostenerlas, el deterioro progresivo fue inevitable). Pero, ¿qué pasa con el principio que sostiene el rol subsidiario del Estado? La cuestión es: ¿el gasto social del Estado debe estar dirigido sólo a los sectores carenciados o debe apuntar a una política lo más inclusiva posible? Esta pregunta es polémica. El argumento principal a favor de este rol del Estado se apoya en la siguiente pregunta: ¿por qué el Estado habría de derivar recursos hacia sectores que pueden acceder a la demanda privada?. O bien, ¿por qué el hospital público tiene que atender gratuitamente a quien puede pagar por ese servicio? Personalmente, creo que este argumento esconde una trampa: da por sentado que “naturalmente” los recursos son escasos, por lo cual deben reservarse para los más necesitados. Pero no hay nada del orden de la naturaleza allí, se trata más bien de la decisión política: ampliar el gasto 35 público social e implementar políticas lo más inclusivas posibles es el único modo viable de garantizar la igualdad de oportunidades (en salud, educación y vivienda) para todos. Esa concepción del rol subsidiario del Estado genera fragmentación social: de un lado, los que tienen algunos recursos y pueden acudir a la oferta privada (acceso que tampoco es uniforme, porque depende del nivel de ingresos), del otro lado, los “sectores más necesitados” que solamente pueden acceder a las instituciones estatales, instituciones que se degradan progresivamente por la limitación de recursos. De todas formas, tal como señala Marshall, tampoco estos principios (el de subsidiaridad y el de desencentralización) se aplicaron de manera continuada o uniforme. En efecto, es importante señalar que, a juicio de la autora, durante el período no hubo una política de gasto social. ¿Con qué nos encontramos entonces? En primer lugar, con un presupuesto que, en términos generales, contempla una reducción del gasto público social, reducción que no era uniforme para todas las partidas, sino que afectaba particularmente al sector educativo. Esta reducción, programada en el presupuesto, nos induce a pensar –tal como señala Marshall- que en el momento de mayor caída del poder adquisitivo de los salarios (1976-1978), no estaba previsto compensar esa disminución del ingreso con una política social destinada a paliar esa situación. En este sentido, Marshall afirma: Su política de gastos sociales habría reforzado las consecuencias de otras políticas que acentuaron la desigualdad en la distribución del ingreso, si no fuera porque dicha política de asignación presupuestaria afectó sólo parcialmente al volumen real de gastos sociales y a su participación relativa en el producto bruto interno, ya que estos montos se ven influidos por factores adicionales a las decisiones sobre la distribución del presupuesto. Es decir, el segundo paso –luego de analizar la asignación presupuestaria- nos lleva a concentrarnos en el comportamiento de ese gasto social, es decir, en el gasto social real, en función de comprobar si este se ajusta o no a la tendencia afirmada en el presupuesto. Según la autora, en los hechos, el gasto social real no se inclinó a disminuir porque su evolución está determinada por otros factores, como el nivel de gastos público total, que más bien se expandió por aquellos años. A esto se suma el hecho de que las normas, en ocasiones, eran contradictorias; existía una fuerte falta de coordinación de esas políticas que emanaban de distintas fuentes; y, sobre todo, tampoco podían asegurar completamente su cumplimiento dado el poder discrecional con el que contaban los interventores y los directivos, que tenían que responder a demandas y presiones concretas efectuadas sobre los servicios públicos. Esto nos habla del fracaso de esas iniciativas: “fracaso que se evidencia en la distancia que media, en muchos casos, entre propuestas, proyectos y decisiones de asignación presupuestaria, y el comportamiento del gasto estatal en servicios públicos”. Esta conclusión se refuerza en la comparación con Chile: allí se llevó hasta las últimas consecuencias una política que los militares argentinos, tal vez por ineptitud y falta de coordinación, afortunadamente no alcanzaron a implementar. Si consideramos el tema de la recaudación tributaria, el sistema se caracterizó por su tendencia regresiva: es decir, el grueso de los impuestos cayó sobre el consumo. A esto se suman, medidas como el aumento del aporte de los asalariados al sistema previsional, el recorte del salario familiar y la autorización que recibieron las obras sociales para cobrar una cuota mensual a sus afiliados. Evidentemente, todas estas medidas tendían reducir el ingreso percibido por los trabajadores y la autora las expone como puntos de partida para considerar su análisis acerca del “salario social”. La cuestión es la siguiente: teniendo en cuenta los datos enumerados anteriormente, finalmente el impacto del consumo de estos servicios “colectivos” en el conjunto total de los asalariados, ¿es positivo o negativo? 36 La respuesta de Marshall se va a detener en algunas precisiones. La autora sugiere la siguiente estrategia: distingamos sectores dentro del conjunto de los asalariados. Si nos concentramos en el sector privado (sector más formalizado de la economía porque no evade sus aportes al sistema previsional ni a las obras sociales), el impacto es positivo. ¿Por qué? Porque uno de los efectos de esas medidas es que el salario de ese sector disminuye (claramente, por ejemplo, por la reducción de los salarios familiares y el aumento de los aportes personales a la seguridad social). Menos ingreso disponible, menos consumo y –en consecuencia- menor participación en la recaudación tributaria. Esto significa que el impacto del consumo de esos bienes “colectivos” es positivo porque ese sector, a través de sus impuestos, aporta menos de los gastos que genera. Es importante remarcar una observación que realiza Marshall cuando evalúa ese impacto positivo en relación a los asalariados del sector privado más formalizado de la economía: ciertamente, ese sector se beneficia de los ingresos que –a través de su consumoaportan los sectores no asalariados de ingresos elevados, pero esto en realidad se trata de una transferencia de ingresos al sector asalariado “que ocurre en forma mecánica como consecuencia de la propia desigualdad en la distribución del ingreso y del consumo”. Tal como dijimos, en un sistema tributario que grava principalmente el consumo, los sectores que consumen más, aportan más al erario del Estado. Pero este dato no pone de manifiesto la intención de asegurar una transferencia de recursos de sectores de mayores ingresos a los asalariados, se trata más bien de un efecto automático generado por la desigualdad. Este mismo análisis se aplica a los sectores asalariados de mayores ingresos: según los datos que aporta Marshall, el 10 % de los asalariados del sector privado, ubicado en posiciones gerenciales, percibía el 33 % del ingreso asalariado. Esto nos habla de una alta concentración del ingreso. Obviamente, esos sectores pagaban más impuestos, por la sencilla razón de que tenían más capacidad de consumo. Al mismo tiempo, se beneficiaban menos de los servicios sociales que los sectores de bajos ingresos (así, por ejemplo, los sectores de altos ingresos no tienen acceso a los planes de vivienda alentados por el Estado). Por eso, la autora habla de “un impacto ´redistributivo´ sui generis al interior del sector asalariado”: sui generis porque esto es la contrapartida de una alta concentración del ingreso en los tramos superiores, y un empobrecimiento del consumo colectivo de los asalariados y ex – asalariados. En este sentido, entre sus conclusiones, la autora señala: “Si es posible especular acerca del cambio en el peso relativo del consumo ´colectivo´ en el consumo total de los asalariados con bajos ingresos con posterioridad a 1976, diríamos que posiblemente su importancia se incrementó, pero no como resultado de una deliberada política de redistribución de ingresos ´hacia abajo´ a través de la captación y canalización de recursos sociales, sino todo lo contrario, precisamente como producto de las políticas opuestas: las que propugnaron una mayor diferenciación de salarios en beneficio de un sector de elite y las que culminaron con la contracción del empleo industrial. Es decir, el impacto aparentemente progresivo del gasto público social habría sido una consecuencia no intencional del proceso de redistribución ´hacia arriba´ del ingreso y del consumo.” Claramente, para Marshall, durante esos años se produce un uso más intensivo de las prestaciones de salud, educación y vivienda realizadas por el Estado desde los sectores que menos aportan a la recaudación tributaria. Pero, tal como dijimos, lo que esto pone en evidencia no es resultado positivo de políticas progresivas, sino que más bien esto nos habla de un proceso de concentración de ingresos y consumos en determinado sector de la población (el sector asalariado y no asalariado de altos ingresos), proceso que supone también el subconsumo y empobrecimiento de las clases medias y bajas. 37 Me gustaría finalizar esta clase proponiendo la realización de la siguiente actividad: Exponga cuáles son las distintas faces que Adriana Marshall puntualiza en relación a la intervención social del Estado durante los años 1976-1983. Clase 12 Corresponde hoy terminar con los temas de Estado, Economía y Sociedad en la Argentina entre 1966 y 1983. Balances y alternativas. La clase de hoy estará centrada más puntualmente en la disgregación del modelo de solidaridad social: política social y gasto público, principalmente referidos al subperíodo 1976-1983. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Marshall, Adriana. Políticas sociales. El modelo neoliberal, Legasa, Buenos Aires, 1988, caps. III y VI. (Material digitalizado) Carpeta de Trabajo, pp. 182-190. Y tal como hemos mencionado en las clases anteriores, corresponde como bibliografía obligatoria, general para toda la unidad 5, los capítulos “Una primavera económica (19631973)” y “Vértigo económico en tiempos violentos (1973-1983)” del libro de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas. Habíamos dicho en la clase pasada que durante la década del setenta comienza a ser cuestionada la intervención del Estado en la economía: si durante el período anterior, uno de los consensos básicos, reconocido internacionalmente en la teoría y en la práctica, apuntaba a señalar que una de las funciones relevantes del Estado era corregir las desigualdades que constantemente genera el capitalismo; para los años setenta, ese consenso se derrumba. En particular, en la Argentina, la cúpula militar que asume el poder en 1976 considera una de sus prioridades abandonar la impronta estatista: el disciplinamiento de la sociedad civil requería que los diversos actores se acostumbraran a prescindir del apoyo proveniente del Estado (aún cuando, para conseguir tal objetivo, ese mismo Estado apelara a la represión directa e indirecta). Dentro de esta observación general, se inscribe el tema que nos ocupa en la clase de hoy, destinada principalmente a analizar el rumbo que toman las políticas sociales en el período y cómo concretamente estas acompañan una redistribución del ingreso entre los diferentes sectores de la sociedad, redistribución que en este caso va a afectar negativamente a los trabajadores. En función de esto, la exposición va a concentrarse en los capítulos del libro de Adriana Marshall de la bibliografía obligatoria, con el objetivo de facilitar la lectura de un texto particularmente complejo. Ya al comienzo del capítulo 3 encontramos formulado un principio central que nos permite ordenar el contenido de los dos capítulos. Dice la autora: “El gasto público ´directo´ en servicios sociales es, como vimos, uno de los medios a través de los cuales se canalizan recursos sociales hacia los trabajadores, aunque el impacto redistributivo neto depende también de la propia contribución de estos últimos a los ingresos del estado.” Aquí se plantea una primera relación importante: los gastos del Estado en educación, salud y vivienda (las tres principales áreas que la autora va a considerar en relación al gasto público social) contribuyen a mejorar el nivel de vida de los sectores asalariados. Es decir, se supone que a través de estos gastos, el Estado financia (total o parcialmente) algunas necesidades básicas. Pero el dinero para esos gastos del Estado proviene principalmente de la recaudación tributaria: si los impuestos son proporcionales a la renta 38 percibida, y los que poseen más están gravados con más cargas impositivas, el impacto redistributivo es mayor porque el asalariado que, por ejemplo, no paga un impuesto a la riqueza personal, sin embargo se beneficia de los gastos en educación, salud y vivienda llevados adelante con esos ingresos del Estado. Ahora, por el contrario, si esos impuestos afectan principalmente al consumo masivo, parte de esos gastos sociales del Estado son financiados con el aporte que hace cada trabajador al efectuar una compra. Podríamos considerar que este señalamiento nos aporta una pauta para distinguir los diferentes temas que la autora va a tratar en ambos capítulos. En este sentido, el capítulo 3 está dedicado al análisis general de la política social y del gasto público social en el período; mientras que el capítulo 6 apunta más bien a evaluar el impacto redistributivo neto: es decir, qué sectores resultan más beneficiados de esos gastos sociales en función de su aporte a la recaudación tributaria. Comencemos con el primer punto: ¿qué rumbo toma el gasto público social en el período? Marshall sostiene que las medidas implementadas estaban sustentadas en dos principios básicos: Principio de subsidiariedad del Estado: sostiene la función “subsidiaria” del Estado; es decir, supuestamente la mayoría de la población tiene que afrontar sus demandas de educación, salud y vivienda acogiéndose a la oferta privada que hay en el mercado, y tan sólo corresponde al sector público hacerse cargo de los “sectores más necesitados” o de los “casos críticos”. Así, por ejemplo, en el caso de la salud, mediante la imposición de un arancel, se limita el acceso gratuito a los hospitales públicos, quedando disponible esta opción sólo para aquellos que pudieran justificar su situación de pobreza. Descentralización del Estado: remite a la transferencia de la administración (por ejemplo, de escuelas y hospitales) del gobierno central a ámbitos locales (provincias y municipalidades). Esto supone descomprimir el nivel de gastos del gobierno central, pero en muchas ocasiones esa transferencia se hizo sin la asignación correspondiente de los recursos necesarios para el funcionamiento de esas instituciones. Detengamos por un momento a considerar estos principios. Obviamente, no podemos negar que esa descentralización del Estado implicó, en muchos ocasiones, simplemente el abandono de esas instituciones públicas a su propia suerte (dado que los gobiernos locales no contaban con los recursos para sostenerlas, el deterioro progresivo fue inevitable). Pero, ¿qué pasa con el principio que sostiene el rol subsidiario del Estado? La cuestión es: ¿el gasto social del Estado debe estar dirigido sólo a los sectores carenciados o debe apuntar a una política lo más inclusiva posible? Esta pregunta es polémica. El argumento principal a favor de este rol del Estado se apoya en la siguiente pregunta: ¿por qué el Estado habría de derivar recursos hacia sectores que pueden acceder a la demanda privada?. O bien, ¿por qué el hospital público tiene que atender gratuitamente a quien puede pagar por ese servicio? Personalmente, creo que este argumento esconde una trampa: da por sentado que “naturalmente” los recursos son escasos, por lo cual deben reservarse para los más necesitados. Pero no hay nada del orden de la naturaleza allí, se trata más bien de la decisión política: ampliar el gasto público social e implementar políticas lo más inclusivas posibles es el único modo viable de garantizar la igualdad de oportunidades (en salud, educación y vivienda) para todos. Esa concepción del rol subsidiario del Estado genera fragmentación social: de un lado, los que tienen algunos recursos y pueden acudir a la oferta privada (acceso que tampoco es uniforme, porque depende del nivel de ingresos), del otro lado, los “sectores más necesitados” que solamente pueden acceder a las instituciones estatales, instituciones que se degradan progresivamente por la limitación de recursos. De todas formas, tal como señala Marshall, tampoco estos principios (el de subsidiaridad y el de desencentralización) se aplicaron de manera continuada o uniforme. En efecto, es importante señalar que, a juicio de la autora, durante el período no hubo una política de gasto social. ¿Con qué nos encontramos entonces? 39 En primer lugar, con un presupuesto que, en términos generales, contempla una reducción del gasto público social, reducción que no era uniforme para todas las partidas, sino que afectaba particularmente al sector educativo. Esta reducción, programada en el presupuesto, nos induce a pensar –tal como señala Marshall- que en el momento de mayor caída del poder adquisitivo de los salarios (1976-1978), no estaba previsto compensar esa disminución del ingreso con una política social destinada a paliar esa situación. En este sentido, Marshall afirma: Su política de gastos sociales habría reforzado las consecuencias de otras políticas que acentuaron la desigualdad en la distribución del ingreso, si no fuera porque dicha política de asignación presupuestaria afectó sólo parcialmente al volumen real de gastos sociales y a su participación relativa en el producto bruto interno, ya que estos montos se ven influidos por factores adicionales a las decisiones sobre la distribución del presupuesto. Es decir, el segundo paso –luego de analizar la asignación presupuestaria- nos lleva a concentrarnos en el comportamiento de ese gasto social, es decir, en el gasto social real, en función de comprobar si este se ajusta o no a la tendencia afirmada en el presupuesto. Según la autora, en los hechos, el gasto social real no se inclinó a disminuir porque su evolución está determinada por otros factores, como el nivel de gastos público total, que más bien se expandió por aquellos años. A esto se suma el hecho de que las normas, en ocasiones, eran contradictorias; existía una fuerte falta de coordinación de esas políticas que emanaban de distintas fuentes; y, sobre todo, tampoco podían asegurar completamente su cumplimiento dado el poder discrecional con el que contaban los interventores y los directivos, que tenían que responder a demandas y presiones concretas efectuadas sobre los servicios públicos. Esto nos habla del fracaso de esas iniciativas: “fracaso que se evidencia en la distancia que media, en muchos casos, entre propuestas, proyectos y decisiones de asignación presupuestaria, y el comportamiento del gasto estatal en servicios públicos”. Esta conclusión se refuerza en la comparación con Chile: allí se llevó hasta las últimas consecuencias una política que los militares argentinos, tal vez por ineptitud y falta de coordinación, afortunadamente no alcanzaron a implementar. Si consideramos el tema de la recaudación tributaria, el sistema se caracterizó por su tendencia regresiva: es decir, el grueso de los impuestos cayó sobre el consumo. A esto se suman, medidas como el aumento del aporte de los asalariados al sistema previsional, el recorte del salario familiar y la autorización que recibieron las obras sociales para cobrar una cuota mensual a sus afiliados. Evidentemente, todas estas medidas tendían reducir el ingreso percibido por los trabajadores y la autora las expone como puntos de partida para considerar su análisis acerca del “salario social”. La cuestión es la siguiente: teniendo en cuenta los datos enumerados anteriormente, finalmente el impacto del consumo de estos servicios “colectivos” en el conjunto total de los asalariados, ¿es positivo o negativo? La respuesta de Marshall se va a detener en algunas precisiones. La autora sugiere la siguiente estrategia: distingamos sectores dentro del conjunto de los asalariados. Si nos concentramos en el sector privado (sector más formalizado de la economía porque no evade sus aportes al sistema previsional ni a las obras sociales), el impacto es positivo. ¿Por qué? Porque uno de los efectos de esas medidas es que el salario de ese sector disminuye (claramente, por ejemplo, por la reducción de los salarios familiares y el aumento de los aportes personales a la seguridad social). Menos ingreso disponible, menos consumo y –en consecuencia- menor participación en la recaudación tributaria. Esto significa que el impacto del consumo de esos bienes “colectivos” es positivo porque ese sector, a través de sus impuestos, aporta menos de los gastos que genera. 40 Es importante remarcar una observación que realiza Marshall cuando evalúa ese impacto positivo en relación a los asalariados del sector privado más formalizado de la economía: ciertamente, ese sector se beneficia de los ingresos que –a través de su consumoaportan los sectores no asalariados de ingresos elevados, pero esto en realidad se trata de una transferencia de ingresos al sector asalariado “que ocurre en forma mecánica como consecuencia de la propia desigualdad en la distribución del ingreso y del consumo”. Tal como dijimos, en un sistema tributario que grava principalmente el consumo, los sectores que consumen más, aportan más al erario del Estado. Pero este dato no pone de manifiesto la intención de asegurar una transferencia de recursos de sectores de mayores ingresos a los asalariados, se trata más bien de un efecto automático generado por la desigualdad. Este mismo análisis se aplica a los sectores asalariados de mayores ingresos: según los datos que aporta Marshall, el 10 % de los asalariados del sector privado, ubicado en posiciones gerenciales, percibía el 33 % del ingreso asalariado. Esto nos habla de una alta concentración del ingreso. Obviamente, esos sectores pagaban más impuestos, por la sencilla razón de que tenían más capacidad de consumo. Al mismo tiempo, se beneficiaban menos de los servicios sociales que los sectores de bajos ingresos (así, por ejemplo, los sectores de altos ingresos no tienen acceso a los planes de vivienda alentados por el Estado). Por eso, la autora habla de “un impacto ´redistributivo´ sui generis al interior del sector asalariado”: sui generis porque esto es la contrapartida de una alta concentración del ingreso en los tramos superiores, y un empobrecimiento del consumo colectivo de los asalariados y ex – asalariados. En este sentido, entre sus conclusiones, la autora señala: “Si es posible especular acerca del cambio en el peso relativo del consumo ´colectivo´ en el consumo total de los asalariados con bajos ingresos con posterioridad a 1976, diríamos que posiblemente su importancia se incrementó, pero no como resultado de una deliberada política de redistribución de ingresos ´hacia abajo´ a través de la captación y canalización de recursos sociales, sino todo lo contrario, precisamente como producto de las políticas opuestas: las que propugnaron una mayor diferenciación de salarios en beneficio de un sector de elite y las que culminaron con la contracción del empleo industrial. Es decir, el impacto aparentemente progresivo del gasto público social habría sido una consecuencia no intencional del proceso de redistribución ´hacia arriba´ del ingreso y del consumo.” Claramente, para Marshall, durante esos años se produce un uso más intensivo de las prestaciones de salud, educación y vivienda realizadas por el Estado desde los sectores que menos aportan a la recaudación tributaria. Pero, tal como dijimos, lo que esto pone en evidencia no es resultado positivo de políticas progresivas, sino que más bien esto nos habla de un proceso de concentración de ingresos y consumos en determinado sector de la población (el sector asalariado y no asalariado de altos ingresos), proceso que supone también el subconsumo y empobrecimiento de las clases medias y bajas. Me gustaría finalizar esta clase proponiendo la realización de la siguiente actividad: Exponga cuáles son las distintas faces que Adriana Marshall puntualiza en relación a la intervención social del Estado durante los años 1976-1983. 41 UNIDAD 6 Clase 13 6.- EL ESTADO DEMOCRATICO Y LA GOBERNABILIDAD. SUS EFECTOS EN LA SOCIEDAD Y LA ECONOMIA: 6.1. El retorno a la democracia y las herencias del “Proceso”. La estructura social en los ´80. 6.2. Los dilemas del alfonsinismo. 6.3. La coyuntura de 1989: hiperinflación y triunfo peronista. 6.4. Transformación económica “sin anestesia”. 6.5. La construcción de una nueva hegemonía. 6.6. Problemas sociales y valores en la Argentina de los ´90. 6.7. Los consensos y las limitaciones del modelo liberal-menemista. Comenzamos hoy con los temas correspondientes a El Estado democrático y la gobernabilidad. Sus efectos en la sociedad y en la economía. Más particularmente, nos vamos a centrar en esta clase en los procesos que tuvieron lugar en la década del 80: la transición democrática y los dilemas a los que se enfrentó el gobierno de Alfonsín. La bibliografía obligatoria para esta clase es la siguiente: Portantiero, Juan Carlos. “La transición entre la confrontación y el acuerdo” en: José Nun y Juan Carlos Portantiero (comp.), Ensayos sobre la transición democrática en la Argentina, Puntosur, Buenos Aires, 1987b, pp. 257-294. (Material digitalizado). Carpeta de Trabajo, pp. 195-214. Gernuchoff y Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, cap. IX, “La democracia y el difícil gobierno de la economía (1983-1989)”, pp. 381-419. Como uds. verán, estos textos enfocan el tema desde perspectivas ligeramente diferentes. La Carpeta de Trabajo ofrece un panorama general de la situación política, económica y social en el período. Como sabemos, el texto de Gerchunoff y Llach aborda preferentemente la política económica, en este caso, del gobierno de Alfonsín. Y el texto de Portantiero trabaja sobre la cuestión de la transición política de la dictadura a la democracia. Más allá de esto, también hay que tener en cuenta que el artículo de Portantiero fue publicado en 1987, mientras que los otros dos trabajos aparecieron diez años después. Es decir, tengamos en cuenta que en 1987 todavía no estaba claro si la democracia en la Argentina iba a sobrevivir o no. Ese es un dato con el que nosotros hoy contamos, pero no resultaba para nada obvio quince años atrás. Y, en este sentido, esta es una preocupación que evidentemente acecha al autor al abordar el tema de la transición política. Portantiero parte de un esquema general del proceso al que se denomina “transición”. Este esquema reconoce tres etapas: crisis del autoritarismo – instalación democrática- consolidación. Y si bien el autor se detiene a mostrar cómo tuvo lugar esa crisis del autoritarismo sobre el final del Proceso, lo que más le interesa es indagar en torno a las características de esa “instalación democrática”, características que en parte conspiran en contra de la siguiente etapa, la de la consolidación democrática. Como decía, nosotros hoy sabemos que esa consolidación fue exitosa: en 1989 permitió por primera vez el traspaso del mando de un presidente elegido en comicios abiertos a otro presidente de distinto signo político, elegido bajo las mismas condiciones (es decir, sin fraude electoral y sin partidos proscriptos). Este era un hecho inédito en la Argentina. Muchos otros hechos de esa misma naturaleza –sí, también inéditos- nos ha tocado vivir. Pero lo cierto es que la consolidación de la democracia es un dato con el que hoy contamos. ¿Esto quiere decir que aquellas características de la transición democrática que –según la visión de Portantiero- conspiraban contra esa consolidación perdieron 42 relevancia? No. Porque el autor reseña en esas características ciertos problemas más o menos universales que aquejan a las democracias occidentales a fines del siglo XX. El tema, para nosotros hoy, es ver cómo afectaron no tanto la consolidación del proceso democrático, sino más bien la gobernabilidad en los tiempos de Alfonsín; y en qué medida repercutieron en las opciones disponibles en el ámbito de la política económica. Comencemos por el primer punto: ¿cuáles son los dilemas o problemas políticos con los que se enfrenta la democracia y cómo jugaron en la gestión de Alfonsín? Si retomamos el texto de Portantiero, vemos que el autor identifica al Partido Radical con el liberalismo político, término que designa una corriente de la teoría política contemporánea identificada con los valores del pluralismo, la ciudadanía y el estado de derecho. Podría decirse que, desde esta perspectiva, es la elección de la mayoría la que otorga legitimidad a un gobierno, el cual –por otra parte- no se realiza de cualquier manera ni puede ejercerse de un modo arbitrario: debe respetar y canalizar sus iniciativas a través de las instituciones vigentes en la Constitución. Ahora, en la realidad, este esquema se complica, por varias razones: En primer lugar, un dato que caracteriza a las sociedades civiles modernas es que en ellas proliferan distintas asociaciones, cuyos miembros se encuentran unidos en función de intereses corporativos comunes: los sindicatos, los empresarios, la iglesia, los militares, etc.. Tal como nosotros vimos en clases anteriores, estas asociaciones concentran poder de presión, a favor de sus demandas, poder que se ejerce sobre el sistema político. En este sentido, una de las dificultades que reseña Portantiero en relación al gobierno de Alfonsín, pero que podríamos considerar en general como un problema de las democracias contemporáneas, remite a lo siguiente: una vez que una gestión, un partido, un presidente acceden al poder a través de una elección mayoritaria, podría pensarse que tienen el consenso necesario como para implementar determinadas políticas. Pero, a pesar de contar con ese consenso, dichas políticas pueden verse obstaculizada por la presión de esas corporaciones: en este sentido, una estrategia que se apoye en el consenso mayoritario para confrontar a las corporaciones (de empresarios, militares o trabajadores asociados en sindicatos) tiene pocas posibilidades de éxito. ¿Por qué? Porque esas políticas, aún contando con el consenso mayoritario de la población, pueden ser boicoteadas de distintas maneras por esas corporaciones. ¿Qué nos está indicando esto? Que una gestión de gobierno nunca es autónoma en un sentido neto, necesita consensuar sus políticas, no sólo con la “gente” en general, sino también en particular con las distintas corporaciones (o bien, contar con el poder político necesario para someterlas, pero esto tampoco es sencillo porque para someter a unos es necesario pactar con otros). Uno de los problemas de la gestión de Alfonsín es que su gobierno se inició apoyándose en la mayoría para sostener estrategias de confrontación en casi todos los frentes, desconociendo el poder de las corporaciones. El resultado fue que, también en casi todos los frentes, se vio obligado a pactar o a ceder en acuerdos forzados, que no fueron frutos de la iniciativa política del gobierno. En segundo lugar, podemos mencionar una cuestión en torno a la modalidades de la movilización ciudadana. En sentido, el modelo del liberalismo político lo constituye la “forma partido”, es decir aquella forma en la que ciudadano participa del sistema político a través de la mediación de un partido político. ¿Qué supone esta forma? Que un individuo adhiere razonadamente a una propuesta política – general o particular- que convive con otras propuestas, con las que puede tener coincidencias y enfrentamientos. Pero el núcleo de la “forma partido” radica en el razonamiento: se supone que las lealtades o adhesiones que conquista entre los ciudadanos un partido político se debe a los argumentos en los que se apoya su propuesta, por lo cual esa adhesión siempre es coyuntural: en cualquier momento, un ciudadano puede ser convencido por los argumentos –económicos o políticos- que ofrece otra propuesta política. Una forma distinta de movilización ciudadana es aquella denominada “forma movimiento”, en la cual 43 un partido se vincula con los ciudadanos no tanto a partir de la definición de un programa concreto, sino más bien identificándose con los “intereses del pueblo, de la nación o de la patria”. Ciertamente, también en la “forma partido” es necesario que una propuesta argumente en pos de los beneficios que se derivan de ella para el conjunto de la población. Pero en este caso se trata de demostrar que esas opciones políticas brindan mejores soluciones que otras. En cambio, en la “forma movimiento” –modalidad que ha caracterizado a la movilización en la historia argentina- implícitamente se niega legitimidad al adversario: se incita a la ciudadanía a que muestre su adhesión no a una propuesta particular, sino a la “patria”, a los “intereses de la nación”, etc. Esto conlleva, en mayor o menor medida, lo que Portantiero denomina como “la tentación hegemónica”: es decir, aquel partido que consigue la mayoría, se siente en pleno derecho a imponer sus propuestas, dejando de lado todo diálogo con la oposición y, consecuentemente, desplazando a las minorías. El problema para Alfonsín es que, si bien logró combinar con éxito estas dos formas –la “forma partido” y la “forma movimiento”- en el primer período de su mandato, el privilegio otorgado a la “forma movimiento” indujo al peronismo a acentuar sus rasgos opositores, imposibilitando los acuerdos que hubieran sido necesarios, por ejemplo, para implementar determinadas políticas económicas. Y, por último, encontramos una característica estrechamente conectada con la preeminencia de la “forma movimiento” –forma centrada en la figura de un líder-: la declinación de la función parlamentaria. Es decir, el Parlamento –que debería ser el ámbito privilegiado donde se acuerdan políticas, a partir de un debate serio de las iniciativas gubernamentales- es confinado a una “función ratificatoria pasiva”. Tal como señala Portantiero, este es un problema más o menos generalizado en las democracias occidentales, debido a la combinación de la crisis de representación política con la crisis de la función legislativa o decisional. Es decir, ya no se confía que el debate serio de las ideas pueda contribuir a la toma de una decisión operativa. Según la visión del autor, en la Argentina, este dato se ve particularmente agravado por una larga cultura política, signada por la presencia del caudillismo, las discontinuidades institucionales, la tradición corporativista y la debilidad del sistema de partidos. Creo que a esta lista podríamos agregar un dato más: la baja formación (profesional, académica y política) de muchos a los que acceden a las bancas parlamentarias, lo cual profundiza las sospechas de inutilidad y corrupción que se ciernen sobre el Parlamento. Podríamos considerar que todas esas peculiaridades nos remiten a un problema más general al que se enfrentan las sociedades modernas: ¿cómo es posible el ejercicio democrático del poder en una sociedad pluralista donde compiten intereses heterogéneos? En este sentido, la solución teórica a la que remite Portantiero es el de un “sistema de pactos”: es decir, el camino más plausible para una transición democrática – en situaciones de ruptura pactada, es decir donde no hubo una revolución que derribe a un gobierno de facto- es el acuerdo entre distintos sectores, corporaciones y partidos. En este sentido, durante los primeros años de su mandato, Alfonsín no privilegió esta vía: más bien, se lanzó a la confrontación, basado en un diagnóstico que “subestimaba la realidad de la crisis que vivía el país” o bien “sobreestimaba la capacidad de las herramientas políticas a su alcance para solucionarla”. Esto es notorio, para nosotros hoy, por ejemplo en el terreno de las políticas económicas. La situación heredada era gravísima. Los principales problemas, según el planteo de Gerchunoff y Llach, eran los siguientes: El problema del estancamiento y el atraso del aparato productivo: recordemos que los setenta fueron años en los cuales la economía argentina no creció, situación que – prolongada en el tiempo- daba como resultado un cuadro fuertemente recesivo. El problema de la deuda externa: después de la “crisis de la deuda” y el aumento de las tasas de interés internacionales (que rondaban cerca del 20 %), la carga de la deuda se 44 torno intolerable. Es decir, la cantidad de divisas que debían transferirse en concepto de amortizaciones e intereses impedían todo crecimiento. Para pagar la deuda, debía generarse un superavit comercial, esto suponía incrementar las exportaciones y/o reducir las importaciones. Pero, prácticamente, no había margen para comprimir más las importaciones: si se quería salir de la situación de estancamiento de la economía no se podía reducir más la adquisición de insumos industriales y bienes de capitales. Tampoco existía gran margen para aumentar las exportaciones: en primer lugar, porque los precios internacionales habían bajado, lo suficiente como para no estimular un aumento de la producción; y, en segundo lugar, porque tampoco el gobierno estaba dispuesto a llevar adelante medidas que desembocaran en una fuerte contracción del consumo. Para un gobierno democrático recién elegido, después de una prolongada dictadura militar, estas medidas fuertemente impopulares representaban un riesgo para la democracia, pero además tampoco el gobierno estaba dispuesto a considerarlas como uno de los posibles caminos. El problema del gasto público y el déficit fiscal: prácticamente, ya no había forma de financiar los gastos del Estado. Por un lado, el crédito externo estaba cortado; por otro, las empresas públicas no hacían sino acumular más déficit; y, finalmente, tampoco existían muchas opciones para aumentar la recaudación tributaria: en un contexto profundamente recesivo, aumentar los impuestos es una medida que puede agravar esa situación. Entonces, ¿cuál es la forma de salir de seguir adelante, a pesar de esta situación? La emisión monetaria, una de las principales causas del siguiente problema. El problema de la inflación: este era un problema que arrastraba la economía argentina desde largo tiempo atrás, pero fue profundamente agravado durante la gestión del primer ministro de economía de Alfonsín, Bernardo Grinspun. Tal como reseñan Gerchunoff y Llach, la estrategia de Grinspun fue alentar la reactivación mediante la expansión del empleo y el gasto público, basado en la emisión monetaria. El problema fue que, así como aumentaron los salarios, aumentaron los precios –dado que los sectores que estaban fuera del control gubernamental directamente ignoraron las directivas en torno a los precios que impartió el Ministerio de Economía-. El resultado fue que en 1985 estuvimos casi al borde una hiperinflación, situación que no pudo ser evitada en 1989. En un primer momento, el gobierno subestimó la importancia de esta situación, poniendo énfasis más bien en los problemas institucionales de la Argentina, antes que en los económicos. De hecho, la confianza de que la democracia posibilitaría una solución global de los problemas –confianza sostenida en las expectativas de la sociedad, pero también alentada desde el gobierno- constituyó un exceso de optimismo. Por otro lado, el triunfo de la Unión Cívica Radical en gran medida resultó inesperado, por lo cual, la llegada al poder los sorprendió sin un plan ni una política económica definida. Este llegó recién dos años después, de la mano de un economista que no pertenecía al riñón de la Unión Cívica Radical: el “Plan Austral” de Juan Vital Sourrouille, puesto en marcha en 1985. Este plan de estabilización fue exitoso, pero durante un corto tiempo por varias razones. Las dos causas fundamentales de su fracaso, desde la óptica de Gerchunoff y Llach, fueron: En primer lugar, el plan se basaba en un congelamiento de precios y salarios, como un necesario empujón inicial para bajar las expectativas de inflación. Pero requería de otras condiciones: el control de la emisión fiscal y la estabilización de la inflación, a partir de la contención de todos los actores económicos. Ese control fiscal no fue respetado estrictamente, en parte porque la conducción del Banco Central quedó fuera de la órbita del ministro de economía, y no acató los lineamientos de austeridad. Por otro lado, una vez levantado el congelamiento transitorio de las variables de la economía, comenzaron los conflictos distributivos entre los diversos sectores: los empresarios querían aumentar los precios y los sindicalistas exigían un aumento del salario. Como estas demandas 45 llegaron en un momento en que el gobierno se veía obligado a abandonar su estrategia de confrontación, los reclamos fueron satisfechos, pero al costo de que la inflación ganara la partida. En segundo lugar, para ser realmente viable, cualquier proyecto económico necesitaba reformas estructurales de más largo plazo, en función de corregir el déficit fiscal. Aquí el problema es el modelo de Estado –cuestión extensamente desarrollada en el texto de Gerchunoff y Llach-, porque es imposible mantener al llamado Estado de Bienestar sin fuentes de financiamiento. Sin crédito externo, sin posibilidad de tomar prestado el superávit de la seguridad social (porque ya en los setenta ese superávit se había transformado en déficit), sin contribuyentes que paguen los impuestos regularmente, sencillamente no hay forma de solventar los gastos del Estado. A esta conclusión llegó tardíamente el equipo de Sourrouille, pero la reforma del Estado no aparecía como una posibilidad viable durante el gobierno de Alfonsín. Básicamente, porque el gobierno, que sostenía la necesidad de la plena vigencia de las instituciones democráticas, al mismo tiempo que era totalmente incapaz de construir acuerdos sólidos con la oposición y las corporaciones. Esto limitó seriamente los –por otro lado- tímidos intentos tanto de avanzar sobre la reforma del Estado como aquellos referidos a la apertura de la economía al comercio internacional. Arrastrando estas problemas, los éxitos iniciales del Plan Austral no pudieron sobrevivir demasiado: ya a principios de 1987, comienza el proceso inflacionario –primero, difícil de detener, y luego, imposible de controlar- que culmina en la hiperinflación de 1989, hecho que precipita el final de la gestión de Alfonsín. A partir de la lectura de la bibliografía, la duda que queda instalada, a mi parecer, es la siguiente: ¿ese final hubiera podido ser evitado? O dicho de otra manera, ¿los acuerdos necesarios –no sólo en función de una solución más estructural de los problemas heredados en lo que concierne al funcionamiento de la economía, sino también en torno a otras cuestiones, como el tema de la represión durante la dictadura- habrían podido producirse? Es decir, ¿es suficiente la voluntad política de un gobierno para producir esos acuerdos? De parte de los otros sectores, la oposición y las corporaciones, ¿estaban dispuestas a pactar o más bien predominaba en ellos una memoria, casi una cultura instalada de la confrontación y el combate que la dictadura no hizo sino endurecer bajo la represión? En este sentido, las debilidades y limitaciones del gobierno de Alfonsín no pueden evaluarse sin tener cuenta un dato central: una sociedad civil en la cual el anhelo de la democracia no alcanzaba a compensar las deficiencias de una tradición y una cultura política caracterizada por la apuesta a la confrontación antes que al pacto. Desde otra perspectiva teórica, podría decirse: sólo una clase dominante que se proyecte como clase dirigente en el Estado, o bien sea aceptada como tal por el poder político, podría haber conseguido esos acuerdos. Según vimos en Gramsci, esa es la función de una clase dominante: encolumnar a los diversos sectores en pos de su propio proyecto. Esto que no fue posible durante el alfonsinismo, se concretará durante la gestión de Menem. Este es el tema de la próxima clase. Me gustaría finalizar esta clase proponiendo la siguiente actividad: Según lo leído en los textos de la bibliografía, expliqué por qué Portantiero sostiene que “en el momento de su instalación el gobierno (de Alfonsín), descartó una política de acuerdos a favor de la confrontación”. ¿Cuáles fueron los principales enfrentamientos que sostuvo la gestión de Alfonsín? Clase 14 Continuamos hoy con los temas de El Estado democrático y la gobernabilidad. Sus efectos en la sociedad y en la economía. Más particularmente, en la clase de hoy nos 46 vamos a centrar en los cambios que acontecen durante los años 90, bajo el mandato del Presidente Menem. Como uds. verán en el plan de trabajo, con este tema finalizamos el programa de la materia. La próxima es una clase de cierre, donde les voy a presentar el examen virtual y, entre otras cosas, también hablaremos del examen final. La bibliografía correspondiente para esta clase es la siguiente: Martuccelli, Danilo y Maristella Svampa. “Peronistas versus peronistas”, en: La plaza vacía. Las transformaciones del peronismo. Losada, Buenos Aires, 1997, pp. 133-189. (Material digitalizado). Carpeta de Trabajo, pp. 214-240 Gernuchoff y Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, “Epílogo desde los 90. ¿El fin de la historia?”, pp. 421-462. En las clases anteriores, a lo largo de diferentes textos, de una u otra manera, nos hemos referido a un problema básico del orden político en la Argentina: la crisis de dominación política. Tal como sostenía Portantiero, en un texto publicado en 1989, “Economía y política en la crisis argentina (1958-1973)”, “la convicción generalizada acerca de la carencia, desde hace tiempo, de un verdadero orden político”, a fines de los ochenta, todavía persistía como una imagen de sentido común. Es decir, la instauración de la democracia en 1983 no resuelve ese problema, tal como lo revela la renuncia adelantada de Alfonsín en 1989. Podríamos decir: en tanto el Estado no puede constituirse como el ámbito desde el cual se construyen y difunden acuerdos entre los distintos sectores y grupos de poder de la sociedad civil, esa crisis de dominación persiste, aún cuando es tramitada de manera diferente en los ochenta (los golpes militares son reemplazados por los “golpes de mercado”). Esa situación se modifica radicalmente en los noventa. Tal como se afirma en la Carpeta de Trabajo, “por primera vez, en Argentina la clase dominante logra su aceptación democrática como clase dirigente”. Esto nos exige recordar, en primer lugar, que la clase dominante nunca es “una” por naturaleza: existen siempre diversos sectores que pugnan por hacer valer su supremacía (O´Donnell nos ha mostrado, por ejemplo, las pujas internas entre la gran burguesía urbana y la burguesía pampeana). Ahora bien, ¿cómo es que esta clase burguesa, signada por conflictos y contradicciones internas, se transforma en clase dominante? En general, uno de sus sectores más dinámicos consigue, desde el Estado, sellar una serie de alianzas y compromisos con los otros sectores, de tal modo que el conjunto de esa clase burguesa (o de sus sectores más poderosos) se decidan a apoyar determinado rumbo económico. Es decir, tal como habíamos visto, es sólo desde el Estado que es posible que la clase burguesa se constituya como UNA clase dominante. Una vez que esto se produce estamos en presencia de una clase dirigente que instaura un orden político e impone determinadas metas. En la medida en que consigue que esas metas sean asumidas por el resto de los sectores sociales –con mayor o menor resistencia, pero logrando un alto de grado de aceptación y consenso-, nos encontramos en una situación en que la hegemonía de esa clase dominante resulta visible. Y esto es lo que aparece en la Argentina de los noventa: la alta burguesía, ligada al capital internacional, encuentra en Menem a un interlocutor político dispuesto a efectuar las profundas reformas que era necesario llevar a cabo para que, al menos, un modelo de capitalismo funcione en la Argentina. Por supuesto, esta conjunción no se dio por azar durante esos años. Intervinieron un conjunto de factores, entre los cuales podemos señalar: El contexto económico internacional, marcado por la tendencia a la apertura comercial y financiera. Este contexto presiona sobre la situación Argentina, dado que había capitales interesados en inversiones directas en los llamados “países emergentes”. Pero una condición necesaria para atraer esas inversiones era el reordenamiento de las variables 47 macroeconómicas: apertura de la economía, reducción del déficit fiscal, recorte del aparato estatal y estabilización. El clima intelectual de la época que, como ya vimos, a partir de los años setenta, muestra una profunda desconfianza en torno a los efectos positivos que generaría la intervención del Estado en la economía. Más bien, desde este clima intelectual, se acentuaban las voces que cuestionaban ese rol del Estado. Desde esta óptica, se considera que el Estado como productor de bienes y servicios por lo general es ineficiente y contrae irresponsablemente gastos que no puede solventar; como planificador de la economía, sus incentivos fiscales y crediticios solo resuelven los problemas de las empresas no rentables (con lo cual, se estaría financiando la incompetencia); e, incluso, se argumenta contra el Estado de Bienestar (en una situación mundial donde se hace difícil combatir el alto nivel del desempleo, a lo que se suma la crisis de financiamiento en la que se encuentran esos Estados). En síntesis, si el Estado produce déficit, derroche de fondos públicos, corrupción e ineficiencia, ¿dónde están los agentes dinámicos de una economía? Desde esta perspectiva, en el mercado, en el libre juego de la oferta y la demanda que en los noventa se concibe abierto a un mercado internacional. A estos dos factores generales, hay que sumarle algunas consideraciones en torno al contexto local. En 1989, la hiperinflación había agotado los recursos del Estado y, también, en gran medida, la capacidad de la resistencia de la sociedad. Por otro lado, Menem consigue rearticular los distintos sectores del partido justicialista en torno a su liderazgo, un liderazgo que institucionalmente se afirma a partir de la neutralización de las voces disidentes, de la negociación con los sindicatos, de la reforma del poder judicial y de los “decretos de necesidad y urgencia”. Habíamos dicho, entonces, que estos factores favorecieron el encuentro entre una conducción política y ciertos sectores de alta burguesía liberal, que sí tenía un proyecto para la Argentina y hallaba un canal político adecuado para implementarlo. Ciertamente, ese proyecto no sólo era presentado como el mejor, sino más bien como el único camino viable para garantizar el crecimiento. Veamos ahora cuáles eran las principales medidas que dicho proyecto reclamaba y, a grandes rasgos, cuáles eran los argumentos en los que se sostenían: La suspensión de los regímenes de promoción industrial, regional, de exportaciones y la preferencia de las manufacturas nacionales en las compras del Estado, medida sostenida en la ley de emergencia económica. Tal como sostienen Gerchunoff y Llach, esto era “un golpe frontal al corazón del capitalismo asistido que imperaba en la Argentina desde la posguerra”. Según lo que nosotros vimos en el texto de Jorge Schvarzer, ese “capitalismo asistido” tampoco era la panacea, porque no faltaron casos en que el subsidio del Estado en realidad dio lugar a la falta de inversión y al “vaciamiento” del capital productivo real de distintas empresas. Una medida estrechamente relacionada con la anterior es la aceleración de la apertura de la economía, medida impulsada por la drástica reducción de los aranceles de importación. Ciertamente, la apertura frenó la escalada de precios, pero como muchas empresas nacionales no estaban en condiciones de competir con los precios internacionales, esto implicó directamente su cierre en numerosos casos. La reforma del Estado, implementada a través de la privatización de las empresas públicas (teléfonos, aviación comercial, ferrocarriles, rutas, etc., etc.). Las principales privatizaciones fueron hechas al inicio del primer mandato de Menem, apuradas por la urgencia de conseguir fondos para un erario público devastado, lo cual seguramente influyo en la firma de acuerdos directamente salvajes. De todas formas, los problemas que acumulaban dichas empresas eran muchos: no sólo eran fuente de déficit fiscal, además claramente el servicio que proporcionaban era ineficiente. Plantas sobredimensionadas, con un considerable atraso tecnológico, no podían proporcionar las condiciones para un despegue productivo. Ciertamente, una vez privatizadas, el costo de 48 los servicios tampoco significó una gran ayuda a ese despegue. Más allá de si hubo o no sobornos en la adjudicación de las prestaciones, la cuestión es la siguiente: en 1990, en un contexto donde todavía dominaba la inflación, ¿hubieran podido ser negociadas mejores condiciones? La respuesta es dudosa, porque el Estado necesitaba de esos fondos para poner en marcha un plan de estabilización coherente; y una empresa extranjera que se anima a hacer una gran inversión en un contexto de inestabilidad exige ciertas ventajas. No conceder esas ventajas implicaba también no conseguir los fondos y, en consecuencia, demorar la estabilización a riesgo de profundizar la crisis. Un plan de estabilización coherente, que fue el de la convertibilidad. La paridad 1 a 1 se sostenía sobre la renuncia del gobierno a la emisión monetaria: es decir, supuestamente, pasara lo que pasara, el Banco Central debía mantener reservas en dólares, suficientes como para comprar toda la base monetaria. La reestructuración de la deuda externa. Una reforma tributaria, que dotara al Estado de los recursos necesarios para cumplir con el “pacto fiscal”. Es decir, para cumplir mínimamente con sus obligaciones, el Estado necesitaba más recursos. En un principio, esto se obtuvieron a partir de la generalización y el aumento del impuesto al valor agregado (IVA), un impuesto considerado regresivo porque grava fundamentalmente al consumo. Progresivamente, a medida que se producía la reactivación económico, fue aumentando la participación en la recaudación de otros impuestos, como el impuesto a las ganancias. Podríamos seguir enumerando otras medidas, pero creo que con lo dicho ya tenemos algunas pautas que nos permiten discernir a qué modelo de desarrollo apuntan estas políticas: un modelo de desarrollo que, evidentemente, no se centra en el crecimiento del mercado interno, más bien apuesta a la inserción de la economía argentina en el mercado mundial. El principal argumento que sostenían los defensores de este modelo era el siguiente: el mercado interno no podía crecer por sí mismo porque ni la sociedad ni el Estado disponían de los recursos necesarios para realizar las inversiones que activaran ese crecimiento. Era necesario atraer inversiones y capitales externos, pero esto exigía ciertas garantías: el Estado debía imponer un marco regulatorio que respondiera a las nuevas reglas de juego vigentes en el mercado internacional. Este era el proyecto de la alta burguesía ligada al capital externo, proyecto al cual Menem aportó la base política del peronismo. Ahora bien, nosotros habíamos visto que la noción de hegemonía de una clase dominante implicaba también el consenso de las clases subalternas: la verdadera dominación es aquella que obtiene el consentimiento de aquellos sobre quienes se ejerce. Según el planteo de Gramsci, dos mecanismos complementarios activan ese consenso: En primer lugar, esa clase dominante unificada desde el Estado impone a los otros sectores su propia visión del mundo. Es decir, a través de los diversas instituciones de la sociedad civil, esa visión del mundo queda fijada como una imagen de sentido común. En el período que estamos estudiando, es evidente que esa clase dominante, unificada como tal desde el Estado, logró el consenso necesario para llevar adelante ese proyecto. La imagen de que ese proyecto era el único camino posible, fue una imagen ampliamente difundida y –nos guste o no- aceptada. Esto explica, por ejemplo, algunos cambios institucionales de peso, como la reforma de la Constitución. En segundo lugar, para que esa clase dominante "convenza" a las demás clases de que es la más idónea para asegurar el desarrollo de la sociedad -es decir que sus intereses particulares se confunden con el interés general- es necesario que favorezca, al interior de la estructura económica, el desarrollo de las fuerzas productivas, y la elevación relativa- del nivel de vida de las masas populares. Y esto también se logró en los primeros años de la convertibilidad: el crecimiento general de la economía de 1991 a 1994 fue espectacular, impulsado por la inversión externa el PBI creció a un ritmo del 7, 7 % anual. La solución del problema de la inflación significó una mejora del poder adquisitivo de los 49 salarios, la reaparición del crédito, el incremento del poder de compra y un horizonte de estabilidad prácticamente desconocido para la sociedad argentina. La contracara de esta bonanza fue un índice creciente de desempleo, que la expansión económica no alcanzó siquiera a atenuar. Tanto las privatizaciones como la quiebra de empresas nacionales, liberaron al mercado una cantidad importante de mano de obra desocupada. Y la reactivación, además, no fue tan intensiva en trabajo como en capital. En consecuencia, este sería uno de los principales problemas estructurales de ese modelo. De todos modos, durante esos años, fue posible la consolidación hegemónica de la clase dominante: mediante la coerción directa e indirecta, pero sobre todo mediante el consenso. Hoy está de moda referirse a la convertibilidad como el emblema de un “modelo perverso”, que generó exclusión social, desempleo, marginación de muchos sectores de la sociedad, etc., etc. Creo que estas frases son verdaderas, pero ocultan lo esencial y no proporcionan claves explicativas para entender lo que pasó. Porque, de hecho, no hubo cacerolazos masivos y enfrentamientos con la policía para impedir las privatizaciones, y Menem consiguió el aval de las mayorías para su reelección en 1995. Y más aún, en 1999, la Alianza gana las elecciones en gran parte porque De La Rúa aparecía como un candidato más confiable que Duhalde para garantizar la continuidad de las líneas fundamentales de ese modelo. Esto nos da la pauta de que, por fin, la clase dominante había conseguido legitimar su proyecto ante la mayoría de la sociedad, tal vez no como el mejor de los mundos posibles, pero sí como la única solución viable. Es decir, logró imponer su propia visión del mundo, en muchos casos sus preferencias, sus valores, sus pautas de consumo. Y es cierto que ese modelo generaba exclusión social, pero también expectativas de estabilidad y crecimiento. Ahora bien, además del alto índice de desempleo, este modelo tenía otros problemas estructurales, entre los cuales podemos señalar los siguientes: El aumento del consumo y la demanda de bienes importados provocaron la reaparición del déficit en la balanza comercial: por más que las exportaciones aumentaron, no alcanzaban a financiar las importaciones. Este rojo en la cuenta corriente se cubría con prestamos externos, es decir, aumentando el volumen de la deuda externa; confiando que un rápido crecimiento favorecería la expansión del producto bruto interno y el pago de esas obligaciones en el futuro. El impacto de algunas crisis internacionales, la más profunda fue la de México, conocida como el “efecto tequila” en 1994. Esto fue una señal de alerta a los inversores externos: los llamados “mercados emergentes” ya no parecían tan confiables, lo cual unido al alza de las tasas de interés, provocó una retracción en las inversiones. La economía argentina salió airosa de esa crisis, pero ya el ritmo de la entrada de capitales fue más moderado. Otro golpe fuerte fue la devaluación brasileña en 1999: esto perjudicó seriamente tanto la competitividad de las empresas radicadas en la Argentina, como los términos de intercambio. Para que el tipo de cambio fijo, sostenido en la ley de convertibilidad, pudiera funcionar eran necesarias ciertas condiciones: la desaceleración del consumo interno en beneficio de la inversión, la baja del dólar en el mundo y la reactivación mundial, en especial la del mercado brasileño -uno de los destinos de las exportaciones argentinas-. Estas condiciones se fueron deteriorando una a una, con lo cual la sobrevaluación del peso argentino agravó el problema del déficit en la balanza de pagos, alentando un circulo vicioso recesivo: menor volumen de exportaciones – menor producción – mayor desempleo- menor recaudación tributaria – dificultad para conseguir préstamos que financien las cuentas en rojo del Estado- colapso. Por supuesto, esto es sólo una breve reseña de algunas de las principales dificultades estructurales del modelo, pero obviamente no constituye una explicación cabal de lo que 50 nosotros vivimos. Es evidente que la crisis económica arrastró también a una crisis política de gran envergadura. Y lo demás, son preguntas sin respuestas: ¿se ha quebrado tanto la hegemonía como el modelo de esa clase dominante? ¿Están dadas las condiciones para el surgimiento de un proyecto alternativo? ¿Hay algún sector capaz de transformarse en clase dirigente y de imponer un nuevo modelo de crecimiento? No lo sé. Pero como dice aquella maldición china: “te tocarán vivir tiempos interesantes...”. Para terminar esta clase, propongo la realización de la siguiente actividad: De acuerdo a lo leído en el texto de Martucelli y Svampa que corresponde como bibliografía para esta clase, explique cuáles son las transformaciones del vínculo con la política que los autores analizan a través de las tres figuras del militante peronista. ¿Qué cambios en torno a los valores predominantes en la sociedad suponen dichas transformaciones? Clase 15 Esta es la última clase de nuestro curso, y va a estar dedicada fundamentalmente al examen virtual y a un breve recapitulación general en función del examen final. Comencemos aclarando en qué consiste el “examen virtual”: es un ejercicio que sirve para preparar el examen final. En el examen final no van a tener los textos a la vista, tal como ha sucedido en la preparación de los trabajos prácticos. Esto suele generar dudas, porque se trata de una situación de evaluación distinta a las que hemos realizado. Para aligerar esas dudas y ansiedades, la universidad ofrece la oportunidad de realizar este ejercicio. Se trata de un “ensayo” del examen final. En el archivo correspondiente, uds. van a encontrar un modelo de examen, muy parecido en su estructura a lo que será el examen final (estructura, en realidad, muy similar a los de los trabajos prácticos). Pero, para que este ejercicio cumpla su objetivo, su realización requiere de algunas condiciones: es necesario abrir el archivo sólo después de haber repasado a conciencia toda la materia, como si fueran a presentarse al examen final. Luego de este primer paso, imprimen las consignas y las resuelven sin los textos a la vista, en un plazo no mayor a las dos horas. Sería conveniente incluso realizarlo a mano, con lapicera y en papel blanco (ciertamente, tanto detalle puede inducir a la risa, pero es un hecho que uno no escribe del mismo modo en la computadora que en el papel). Una vez vencido el plazo de dos horas, así como está, el ejercicio ha terminado. Si uds. se deciden a realizar el ejercicio antes del jueves 7 de febrero, lo transcriben en un archivo (sin modificaciones de después de hora) y me lo envían: yo voy a realizar una corrección personalizada, como si fuera el examen final. En caso contrario, a partir del 7/2, estará disponible la grilla de evaluación (similar a la grilla de evaluación de los TPs), con lo cual uds. pueden realizar una autoevaluación. Puede darse el caso de que alguien esté atrasado con el repaso general de la materia y necesite más tiempo y, más allá de la autoevaluación, quiera conocer mi opinión con respecto a su examen virtual: no hay problema, yo estoy dispuesta a recibirlo. Pero les aclaro una cosa: un ejercicio como éste sólo cumple su objetivo si se respetan todas las condiciones, porque si alguien después de abrir las consignas, mira la grilla, se va a consultar los textos y se toma cinco horas para terminarlo tranquilo, el resultado es un ejercicio de escritura (que, como todo ejercicio, es útil), pero no es un “ensayo” ni siquiera aproximado del examen final. Aclarado esto, veamos cómo se puede organizar un repaso general de la materia. Si revisamos Programa de la materia y el Plan de Trabajo, nos encontramos con lo siguiente: el Programa está estructurado en torno a seis unidades, una primera unidad 51 dedicada a las definiciones y planteos teóricos y otras cinco unidades que dividen el arco temporal abarcado por la materia en cinco períodos. 1930-1945: El Estado neoconservador, el intervencionismo económico y la sociedad en los años treinta. 1945-1955: Peronismo: Estado benefactor, dirigista y planificador. Líneas de continuidad y cambio en relación al intervencionismo económico del período anterior. Nuevos y viejos actores sociales. 1955-1966: Democracia restringida, coyuntura desarrollista y nuevos valores en la sociedad de los 60. 1966-1983: Estado Burocrático Autoritario, progresivo aislamiento del Estado con respecto a la sociedad, lógica del “empate” político y social que determina la implementación de diversas y contradictorias políticas económicas. Crisis de la deuda y estancamiento de la economía. 1983-1997: Estado Democrático- Dilemas de la transición democrática. Triunfo del neoliberalismo. Nuevos valores de la sociedad en los noventa. Como uds. ya han visto, en la Carpeta de Trabajo, cada uno de estos períodos aparece trabajado según un esquema de preguntas ya implícito en el título de la materia: ¿Cuáles son las transformaciones que sufre el Estado o el sistema político? ¿Cuáles son las orientaciones principales de la política económica? ¿Qué cambios o transformaciones acontecen en la sociedad civil? Es conveniente elaborar un resumen de este planteo general, que complemente la exposición de la Carpeta de Trabajo con la que ofrecen los otros libros de lectura obligatoria: el de Marcelo Cavarozzi, el de Marta Torrado y, principalmente, Gerchunoff y Llach. Tengan en cuenta que de estos textos sólo hemos visto el de Gerchunoff y Llach, por lo cual seguramente no van a aparecer preguntas específicas sobre Cavarozzi o Torrado, aunque sí es necesario integrar estos planteos al panorama general de cada período. Entonces, un primer paso es tener claro esas tres preguntas referidas a cada período en particular. Un segundo paso tiene que ver con el resto de la bibliografía obligatoria: tal como nosotros vimos a lo largo de las clases, cada autor plantea un conjunto de ideas o hipótesis principales que intenta justificar o explicar a lo largo del texto. Es necesario recordar los puntos principales de cada planteo, para lo cual es conveniente realizar resúmenes de los textos. Voy a ser muy clara en este punto. Las consignas pueden ser de tres tipos: Una es la pregunta general, del tipo: “explique cuáles son las características principales de la política económica durante el peronismo” o “desarrolle las transformaciones que se observan en la sociedad de los noventa”. Otra es la que pregunta más específica, referida a un texto o a un autor: “desarrolle cuál es la tesis principal sostenida en el artículo de O´Connell...”. Por supuesto, en este caso, no se les van a pedir que recuerden TODOS los datos que enuncia el autor, pero sí las líneas principales del artículo. Otro tipo de consigna puede ser el análisis de un cuadro o de un texto. Si se trata de un cuadro, por ejemplo, del volumen de las exportaciones e importaciones de 1955-1966, ¿cuál es el mejor camino para analizarlo? Leer ese cuadro retomando las líneas generales de la política económica del período: seguramente, en ese cuadro va a ser mayor el volumen de importaciones que el de exportaciones, entonces el análisis debe tratar de explicar por qué se dio ese déficit en la balanza comercial en función de la política económica implementada en el período. Si se pide el análisis de un texto, ese texto puede ser de dos tipos: puede tratarse de un “texto fuente”, es decir, del discurso de Perón o de Alfonsín, o de un párrafo de un texto de la bibliografía. Por supuesto, en ninguno de los dos casos el análisis puede limitarse a parafrasear o a repetir el texto. En el caso de un texto fuente, se trata de reconstruir el sentido del texto desde una 52 perspectiva conceptual. Esto es: si se les pide analizar, por ejemplo, alguna propaganda de Presidencia de la Nación (no importa cuál, pero pueden ver varias en la Carpeta de Trabajo), es necesario plantear a qué sectores estaba dirigida y a qué orientación política y/o económica remitía dicha propaganda. Si se trata de un párrafo de un texto de la bibliografía, seguro que no va a estar “suelto”; la consigna va a enunciar: a) el texto y el autor al que corresponde ese párrafo; b) alguna orientación referida a los conceptos que es necesario priorizar en ese análisis. Entonces, a partir de esto, es necesario remitirse al tema del central del texto y reconstruir las principales hipótesis del autor, explicando cuál es el sentido de ese párrafo, propuesto para el análisis en la consigna. En los tres casos, lo más importante es que la respuesta esté bien articulada: por ejemplo, si alguien responde a una consigna simplemente enumerando “datos sueltos”, sin ningún eje que los articule o sin plantear algunas ideas generales a partir de las cuales esos datos cobran sentido, ese desarrollo no va a ser evaluado como una buena respuesta. Es decir, más que de memorizar datos, se trata de construir bien la exposición. Pero también es importante que sepan discernir cuándo un dato es indispensable: por ejemplo, el artículo de O´Connell desarrolla su argumentación a través de algunos datos que son importantes. Del mismo modo, si alguien de pronto sufre un “blanco” y no se acuerda en que año fue derrocado Frondizi, antes de poner cualquier cosa, más vale pregunte al docente que se encuentra en el aula. Ahora, yo creo que si alguien prepara seriamente el final -es decir, aprovecha este mes para leer de nuevo los textos, elaborar los resúmenes del caso, poner en claro el panorama general de cada período y en particular de cada texto- una vez que se presenta a rendir es el momento de trabajar con lo que sabe. Todos sufrimos ese momento terrible de “no me acuerdo de nada”. Pero no hay que preocuparse por ello, porque es falso. Es el momento de trabajar con lo que uno se acuerda, y no pensar en lo demás. Un último consejo: es conveniente que se tomen unos minutos para relajarse y reflexionar cómo van a encarar la consigna, dado que esto facilita un desarrollo conceptualmente ordenado. Si uno se larga a escribir sin saber hacia donde se dirige, es poco probable que el orden conceptual emerja naturalmente. Ahora sí, quisiera terminar esta clase deseándoles a todos un muy buen final. Espero que la materia en general les haya sido útil y, como siempre, estoy a disposición para cualquier duda, pregunta o consulta. 53