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Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo * PNUD ARGENTINA *
Área de Desarrollo Inclusivo.
POLÍTICAS DE CUIDADO EN CLAVE REGIONAL
Avances y Desafíos en Argentina
Abstract
El Cuidado y las políticas que lo abordan no han logrado aún un ingreso robusto en la
agenda pública de la Región, si bien comienza a advertirse cierta visibilidad. Por ende, los
instrumentos que existen para darle solución son parciales y fragmentados y deben su
instalación a otras agendas generando impactos decisivos en la inserción laboral femenina en
los espacios urbanos y, por ende, en el empoderamiento económico de las mujeres. Esta
debilidad en la resolución de las necesidades de cuidado se debe, en parte, a la trayectoria
institucional de los sistemas de protección social en Latinoamérica de tradición familiarista, y a
la vigencia de sustratos culturales en torno al rol de las mujeres frente al Cuidado. La
ponencia aborda esta cuestión. En la primera sección se presenta una discusión conceptual del
cuidado y de la centralidad de la familia en su provisión, considerando la interacción entre las
clásicas esferas de provisión de bienestar: familia, Estado y mercado. Asimismo, se analizan los
instrumentos de política en la Región y su impacto en la igualdad de género. En la segunda
sección se discuten las políticas de Cuidado en Argentina; en particular la oferta de servicios
para la primera infancia.
Sección I – El Cuidado en el marco de la protección social
Las necesidades de cuidado están presentes y lo estuvieron en todas las sociedades, en todos los
tiempos, constituyendo una dimensión central del bienestar y, por ende, del desarrollo. Las
diversas sociedades han tenido personas a quien cuidar y personas que han brindado cuidados. Y
si bien han existido diferentes maneras de organizar la provisión de cuidado, aún hoy parte
significativa de estas tareas sigue concentrada en la esfera de la familia y en la mayoría de los
casos, ha sido y continúa siendo una responsabilidad básicamente femenina.
Podría definirse al cuidado como el conjunto de “aquellas actividades y relaciones orientadas a
alcanzar los requerimientos físicos y emocionales de niños y adultos dependientes, así como los
marcos normativos, económicos y sociales dentro de los cuales éstas son asignadas y llevadas a
cabo” (Daly y Lewis, 2000).
Asimismo, hablar de cuidado implica tener en cuenta múltiples dimensiones asociadas. Siguiendo
a Batthyany (2004), en tanto producción de bienes y actividades que permiten a las personas
alimentarse, educarse, estar sanas y vivir en un hábitat propicio, abarca tanto el cuidado
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material que implica un trabajo, el cuidado económico que implica un costo y el cuidado
psicológico que implica un vínculo afectivo. Por otra parte, la especificidad del trabajo de cuidado
es la de estar basado en lo relacional, ya sea en el contexto familiar o por fuera de él. En el marco
de la familia, su carácter a la vez obligatorio y percibido frecuentemente como desinteresado le
otorga una dimensión moral y emocional (Batthyany, 2013).
Siguiendo los trabajos de Esping Andersen (1999) se puede pensar que Estado, el mercado y la
familia brindan soluciones a las necesidades de bienestar en las sociedades modernas. A partir de
este análisis se entiende que las tres esferas productoras son participes, con diferentes niveles y
alcances, en la producción de servicios y bienes que satisfacen diferentes necesidades de
individuos y familias. Y la manera como participe cada actor, cuantitativa y cualitativamente, en
la producción de bienestar tendrá impactos diferenciales en términos de igualdad. La interacción
de las tres esferas en el esquema de Esping Andersen dio como resultado la conformación de
tipos diferentes de regímenes de bienestar, que generan derechos y acceso a recursos de la
política social a individuos y familias de manera diferencial.
Siguiendo este argumento, la variable central para clasificar los regímenes de bienestar es el
grado de desmercantilización que se logra con la determinada combinación de las tres
instituciones (estado, mercado y familia), entendiendo por esto el grado en que se consigue
garantizar derechos económicos y sociales reales a las personas, por fuera de los mecanismos de
intercambio mercantil; en otras palabras refiere al sostén que brinda la arquitectura de protección
social a las personas cuando su participación en el mercado laboral les impide obtener los recursos
para vivir dignamente.
Un elemento importante en el desarrollo de este análisis, cuya incorporación se debe en gran
parte a la literatura feminista anglosajona- radica en la potencialidad que tienen los Estados de
bienestar para “desfamiliarizar” a los individuos cuando se hace cargo (mediante diferentes
instrumentos y medidas de política pública) de brindar servicios que tradicionalmente han estado
en la esfera de la familia. De ese modo, garantiza que las personas puedan obtener esos recursos
con independencia de los arreglos informales que se dan en el ámbito familiar. La
desfamiliarización puede entenderse como una colectivización de las necesidades de las familias,
o “una mayor responsabilidad del conjunto de la sociedad para procurar el bienestar y satisfacción
vital de los integrantes de las familias” (Sunkel, 2006: 21).
Si bien el desarrollo de Esping Andersen posibilitó que se considerara a la esfera familiar en el
análisis de los sistemas de protección social y con ello la consideración del trabajo no remunerado
que desarrollan las mujeres en la generación de bienestar en las sociedades (Provoste Fernandez,
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2012), es recién a partir de la crítica feminista que provocan sus primeros trabajos que esta
consideración adquirió mayor relevancia y se volvió objeto de un examen específico. Estas
críticas concentraron el análisis en el trabajo no remunerado desarrollado por las mujeres,
en las condiciones bajo las cuales éste se lleva a cabo y en las consecuencias que este hecho
tiene para ellas. En este sentido, pusieron énfasis en los efectos negativos del particular
diseño de los Estados de bienestar para las mujeres, en tanto el mismo reforzó la división
sexual del trabajo, descansando en la provisión de cuidado que brinda la familia, sin reconocer el
trabajo no remunerado que ellas realizan (Sainsbury, 1994; Orloff, 1996; Lister, 1997). 1 Desde
esta perspectiva, el análisis de los Estados de bienestar -para contribuir a dar respuesta a las
desigualdades de género- debía incluir alguna referencia a la provisión de medidas que permitan a
las familias (mujeres) alivianar la carga que las actividades de cuidado suponen.
En suma, los trabajos posteriores de Esping Andersen (2009, 2010) tomaron estas críticas y
dedicaron una atención especial a los cambios demográficos, las nuevas configuraciones de las
familias y su impacto en la reestructuración de los Estados de bienestar, advirtiendo la necesidad
de que el Estado reconozca el papel que las familias desempeñan en la provisión de bienestar y el
nuevo escenario que se plantea para los mismos, que no podrían seguir descansando en los
beneficios que le brindó la estructura de la familia tradicional, monogámica, basada en el modelo
de varón proveedor – mujer ama de casa (breadwinner model). En parte, porque el aumento de la
participación de las mujeres en el mercado laboral, junto con una diminución de las tasas de
fertilidad, haría imposible la viabilidad financiera de los Estados de bienestar.
La magnitud del trabajo no remunerado de las mujeres comenzó a ponerse de relevancia a partir
de la década de los setenta cuando los mencionados planteos del movimiento feminista llamaron
la atención sobre el valor económico que las actividades de cuidado generan y sobre las
implicancias de género que tienen. Así, la economía del cuidado puso de manifiesto que la
organización económica de los países descansa en el trabajo de cuidado invisibilizado y
desvalorizado que ejercen las mujeres en el interior de sus hogares y que contribuye a la
reproducción de la fuerza de trabajo (Rodríguez Enriquez, 2007).
Asociarle al término cuidado el concepto de economía implica concentrarse en aquellos
aspectos de este espacio que generan, o contribuyen a generar, valor económico. Es decir, lo que
particularmente interesa a la economía del cuidado, es la relación que existe entre la manera
1
También la crítica feminista puso el acento en otros dos aspectos: Por un lado en la configuración de los
Estados de Bienestar en términos de empleo y las condiciones bajo las cuales ese empleo era desarrollado
por las mujeres, toda vez que los servicios básicamente de educación y salud constituyen áreas intensivas en
mano de obra donde las mujeres son mayoría. Por otra parte, los análisis feministas también llamaron la
atención sobre el hecho de que la categoría básica de análisis de los regímenes de bienestar –la
desmercantilización- podía tener una escasa o nula importancia para la experiencia de las mujeres. Estos es
así porque lo que las mujeres necesitaban es ser “desfamiliarizadas” antes que desmercantilizadas; vale
decir, poder descansar en el sostén del Estado para cubrir las funciones que ellas desarrollan brindando
cuidados a fin de poder insertarse en el mundo productivo. En otras palabras la desfamiliarización
representa una condición previa para la mercantilización.
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cómo las sociedades organizan el cuidado de sus miembros, y el funcionamiento del
sistema económico. Desde esta perspectiva, el cuidado actuaría como una externalidad del
sistema económico (Rodriguez Enriquez, 2007), una actividad de la cual el Estado y la
sociedad dependen para sostenerse.
Siguiendo la clásica distinción de esferas productoras de bienestar, el modo como
diferentes instituciones, básicamente Estado, mercado y familia producen y distribuyen
cuidado da lugar a una determinada organización social del cuidado (Razavi, 2007). Últimamente
y sobre todo en el contexto de los países de menor desarrollo relativo donde, ante la insuficiencia
o inexistencia de provisión estatal las comunidades adquieren un rol importante en la provisión de
servicios sociales, algunos autores han incluido la dimensión comunitaria y así han dado lugar a la
noción del “diamante” del cuidado (Razavi, 2007), figura con la cual se ha representado la
presencia de estos cuatros actores actuando interrelacionadamente. La contribución de estos
cuatro actores a brindar soluciones a los requerimientos de cuidado ha sido desigual.
Para sintetizar lo ya dicho, por estar centrado en la familia, y debido fundamentalmente a la
división sexual del trabajo, el “cuidado” no ha sido contemplado como componente de las
políticas de protección social o de la política social, al menos en los países latinoamericanos. Se
podría decir que la esfera del Estado ha estado relativamente ausente en esta materia,
debilitándose la posibilidad de abordarlo.
La centralidad fundamental de la familia en la provisión de cuidados, conjuntamente con una
trayectoria familiarista en el diseño de los sistemas de protección social que asumió que se
trataba de una cuestión privada, sumado a un sustrato cultural maternalista que avala la idea
acerca de que las mujeres tienen mayores capacidades para desarrollar las actividades de cuidado
(Pautassi y Rodriguez Enriquez, 2014), han conspirado para avanzar en sistemas de protección
que contribuyan a desfamiliarizar las responsabilidades del cuidado.
Ahora bien, llegados a este punto es necesario avanzar en el concepto y alcances de la
protección social a fin de vislumbrar el reto que presenta la cuestión del cuidado para su
incorporación en la agenda pública y, por ende, en los sistemas de protección social que se están
desarrollando en la Región.
1.1. Protección social y el lugar del cuidado
Como fue enfatizado, los sistemas de protección social en Latinoamérica han descansado en el
supuesto de que el cuidado es una responsabilidad de las familias; por ello, contemplan
débilmente este componente con falencias en términos de universalidad y calidad en la provisión
de servicios, lo cual impide una efectiva desfamiliarización de las personas (Esping Andersen,
1997).
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El concepto de protección social ha cobrado importancia en los últimos años, dada la
imposibilidad de la política social latinoamericana de dar una respuesta satisfactoria a la
problemática de la pobreza y la desigualdad. Asimismo, siguiendo a Bertranou (2005), este
concepto debería ubicarse en algún punto intermedio entre dos opuestos: por un lado, las
visiones que lo reducen al mero asistencialismo; por el otro las visiones que avanzan en una
definición tan general que lo asimilan a la política social misma. 2 La protección social
desde la perspectiva de este trabajo es parte central de la política social, pero refiere a aquellas
dimensiones que se orientan a garantizar niveles de vida básicos para todos con el fin de construir
sociedades más justas e inclusivas (Filgueira et al, 2015).
La idea de riesgos es central en la concepción de protección social. Siguiendo los argumentos de
Filgueira3, los riesgos refieren a “recurrencias empíricas en las que es posible advertir situaciones
de vulnerabilidad social ligadas a ciertas categorías de población definidas por algún criterio”
(Filgueira, 2007: 11). Así, el ciclo vital, el nivel educativo, la clase social, el sexo son atributos
sociales que exponen a individuos y familias a un cierto nivel de riesgo. Algunos son comunes en
todas las etapas
de la vida, como enfermedades, discapacidades, carencias habitacionales. Otros, en cambio, son
específicos de diferentes etapas del ciclo de vida. Las sociedades varían en el grado en que
producen y distribuyen niveles y cualidades de estos riesgos, así como en el grado en que
generan dispositivos sociales para hacerles frente.
La acción estatal cumple un papel fundamental en la protección frente a los riesgos. La manera
como un Estado organiza y distribuye su gasto social constituye uno de los indicadores clave para
analizar hasta qué medida el riesgo social está colectivizado. Si bien esta protección puede
obtenerse a través de cualquiera de las tres esferas analizadas previamente (Estado, mercado,
familia), la esfera del Estado tiene un carácter predominante en tanto cumple tres funciones
esenciales en la sociedad: la extracción de recursos de la comunidad, la distribución y asignación
de recursos a ésta y la regulación de las acciones aceptables y no aceptables.
En la medida en que las sociedades se transforman, cambian sustancialmente la distribución, tipo
y cantidad de riesgo social y las formas de protección social deberían adaptarse a los mismos.
Desde esta perspectiva, podría afirmarse que el cuidado se presenta como un nuevo riesgo social.
Los cambios demográficos vinculados al progresivo envejecimiento poblacional, sumado a la
creciente participación femenina en el mercado de trabajo, la monoparentalidad, el aumento en
los índices de divorcios hace que la conformación de las familias actuales sea más heterogénea y
que como corolario su posibilidad de afrontar los cuidados de niños/as y adultos mayores se vea
2
3
Para un análisis minucioso de las diferentes orientaciones en torno al concepto, ver Repetto (2010)
En el abordaje de la protección social desde la visión de riesgos sigo a Filgueira (2007)
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disminuida. La actual organización social del cuidado actual está en “crisis” (CEPAL; 2009)Las familias y particularmente las mujeres dentro de las mismas, no podrán seguir
proveyendo de cuidados a niños/as y adultos mayores. Esto sitúa a las personas y familias
ante un nuevo “riesgo” social, ante el cual la arquitectura de protección social en América
Latina no ha contribuido a dar respuesta. Ante esta ausencia, necesariamente se producen
procesos adaptativos en las familias (compartir intergeneracionalmente las tareas de
cuidado; reducir el número de hijos, o retirar la participación de las mujeres en el mercado de
trabajo) que incrementan la vulnerabilidad de las mismas (Filgueira, 2007). En estos casos, las
adaptaciones se segmentan por nivel socioeconómico: las familias pobres implementan algunos
de los mecanismos descriptos: en general retiran la participación de las mujeres en el mercado
laboral, mientras las de mayores ingresos compran servicios de cuidado en el mercado (jardines y
guarderías privadas) o contratan servicio doméstico en el hogar (CEPAL, 2009).
En la región podría ubicarse a los sistemas de protección social bajo tres tipos estilizados
(Filgueira, 2013): aquellos en los cuales predomina el enfoque de asistencia social donde el rol del
Estado es subsidiario y en los cuales el riesgo está individualizado (por ejemplo Guatemala,
Honduras, Nicaragua); los sistemas donde los seguros sociales son extensos y cubren a un
porcentaje importante de la población; se trata de sistemas de base contributiva con beneficios
extendidos aunque segmentados por inserción ocupacional (Argentina, Uruguay, Chile, Costa
Rica) y, finalmente, los países con protección dual (Filgueira, 2007) donde existe un universalismo
estratificado en zonas urbanas con sistemas excluyentes en zonas rurales (Brasil y México, por
ejemplo).
Si bien no hay una presencia de formas “puras”, se puede decir que en los países del Cono Sur
donde se ubica la experiencia de Argentina que será analizada más adelante, ha predominado el
patrón contributivo con el establecimiento de “seguros sociales”. De esta manera, se han
distinguido por ser explícitamente familiaristas, en el sentido de que asegurado el ingreso del
“proveedor” se supone que la familia puede hacerse cargo de la mayoría de las funciones
relacionadas con el bienestar. El “familiarismo” en América Latina combina así el sesgo de la
protección social hacia el hombre proveedor con la centralidad de la familia como responsable del
bienestar de sus miembros (Sunkel, 2006). Gran parte de la protección social en estos países ha
“descansado” en los beneficios de la conformación de la familia nuclear tradicional en la provisión
de bienes y servicios vinculados con el bienestar de sus miembros, reforzando los estereotipos de
género presente en ellas. Esta modalidad en el aseguramiento cristalizó un modelo familiar
(familia nuclear) con un varón proveedor y una ama de casa que recibiría la protección estipulada
por el estado en carácter de consorte. Así, es en virtud del vínculo legal con el trabajador
asalariado que las mujeres se constituyeron en beneficiarias pasivas e indirectas de la seguridad
social (Pautassi, 2004).
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1.2- Instrumentos de protección social vinculados al Cuidado y la Conciliación
El Estado a través de sus políticas públicas interviene en la configuración de las relaciones
de género. Una amplia literatura proveniente de los países desarrollados ha analizado la
manera en que las políticas sociales inciden en las políticas de cuidado, exacerbando o
atenuando inequidades de género preexistentes en torno a la distribución de las
responsabilidades de cuidado (Lister, 2003; Sainsbury,1994; Daly, 2000).
En términos de políticas públicas que brindan algún tipo de solución al “cuidado” existe un amplio
consenso en categorizarlas en medidas que garanticen tiempo, dinero y servicios para cuidar
(Pautassi, 2007; Lister, 1997; Provoste Fernandez, 2012), haciendo referencia a servicios públicos
destinados al cuidado, licencias o permisos laborales para el cuidado intra hogar de personas
dependientes y transferencias monetarias para sostenimiento del cuidado de familiares. Pero
desde una perspectiva más amplia, podría considerarse también el sistema de regulaciones e
incentivos a favor de una nueva división sexual del trabajo dentro del hogar, que contribuyan a la
conciliación entre familia y trabajo (CEPAL 2009).
Los instrumentos existentes varían en el grado en el cual desfamiliarizan (alivianan la carga que el
cuidado supone para las familias) y desmercantilizan el acceso al cuidado (independizan el acceso
a políticas de cuidado del pago por los mismos) tanto en términos formales por la definición de los
instrumentos y su orientación, como en la práctica por su grado de cobertura y alcance. Inclusive,
desde el punto de vista de su potencialidad para reconfigurar las relaciones de género incidiendo
en la distribución intra hogar de las actividades de cuidado, no siempre las medidas que
“resuelven” algún aspecto ligado al cuidado, operan sobre la distribución de tareas al interior de
los hogares. La tabla 1 clasifica en términos teóricos las políticas existentes según el efecto que
tienen sobre estos dos aspectos, y sobre la legitimación del cuidado como esfera de acción
estatal.
Tabla 1. Clasificación de las políticas de cuidado según dimensiones escogidas
Medidas
Tiempo (licencias)
Énfasis en la
responsabilida
d del cuidado
Hogar
Grado de
desfamiliarización
Bajo
Grado de
parentalidad
(mayor
redistribución
intra hogar)
Legitimación
como esfera de
acción estatal*
Bajo
con Positivo
potencialidad
a
alto
si
se
implementan
licencias
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compartidas
Servicios
Extra hogar
Alto
Neutro
Positivo
Transferencia
Hogar / Extra Bajo
hogar
Neutro
Positivo
* Dimensión tomada de Daly (2003)
Fuente: Elaboración propia
En relación con las políticas de tiempo para cuidar, destacan centralmente los instrumentos que
liberan tiempo del empleo para dedicarlo al cuidado no remunerado. Se trata del régimen de
licencias familiares que se genera como respuesta pública de protección al empleo formal,
particularmente de protección a la maternidad. Si bien es una medida conciliatoria entre la vida
laboral y las demandas que acarrea la dinámica familiar, es un instrumento que afecta
exclusivamente a la población incluida en el empleo formal. Desde este punto de vista, la
población que queda fuera del empleo formal o que no desarrolla actividades laborales en
relación de dependencia no estaría contemplada por este instrumento. Entre las políticas que
regulan el tiempo en términos de distribución entre trabajo y cuidado se encuentran asimismo las
acciones, regulaciones, normativas, incentivos que posibiliten a trabajadores /as una adecuada
articulación entre las demandas del mundo laboral y las de cuidado (CEPAL, 2009). A estas
medidas se las ha denominado también medidas “secuenciales” en tanto regulan la alternancia
entre trabajo y familia (Blofield y Martinez Franzoni, 2014).
En cuanto a las transferencias de ingresos que apoyen la seguridad económica, parte de la
literatura ubica a las asignaciones monetarias previstas en los sistemas contributivos
(asignaciones familiares, asignación por embarazo, jubilaciones y pensiones, entre otros) y las
asignaciones previstas en los sistemas no contributivos (como los programas de transferencias
condicionadas con amplio alcance en Latinoamérica). Si bien estos instrumentos constituyen un
aporte del Estado que permite alivianar el costo económico que las familias destinan al cuidado,
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se ha resaltado que no constituyen verdaderos sostenimientos del cuidado (Esquivel, 2011).
Por un lado, por los montos estipulados, ya que suponen dinero para consumir una canasta
de bienes y servicios mínimos que no incluyen al cuidado. Y, por otro lado, porque
constituyen medidas generadas para alivianar la situación de pobreza de los hogares. Además,
desde la igualdad de género, estos mecanismos siguen reforzando la idea de que el cuidado es
una responsabilidad femenina y han contribuido a aumentar la carga de trabajo no remunerado
para las mujeres que deben hacerse cargo del cumplimiento de las corresponsabilidades (Pautassi
y Zibechi, 2010; Martínez Franzoni, 2011).
Las transferencias que sostienen el cuidado, strictu sensu, consisten en prestaciones que se
otorgan como contraprestación a la dedicación al cuidado de alguna persona en el entorno
familiar. Siguiendo a Battyhany (2015), se trata de prestaciones que reconocen que hay personas,
generalmente mujeres, que no están en el mercado de trabajo por estar dedicadas a cuidar y que
esa tarea de cuidado debe darles acceso a una remuneración o a derechos sociales. Estas medidas
presentan fortalezas y debilidades. Entre las primeras está la idea de que perpetúan la
desigualdad, ya que tienden a ser asignaciones muy bajas; pudiendo asimismo contribuir a
desincentivar el ingreso al mercado laboral con los efectos negativos que esto trae aparejado en la
posibilidad de salir de la pobreza para esos hogares; en este sentido, constituye un instrumento
con efectos negativos para la equidad de género (Daly, 2003). Pero, por otra parte, no deja de ser
un reconocimiento a una labor de facto que realizan las mujeres, y podrían constituirse en un
elemento que posibilite la independencia económica de las mismas.
Finalmente, en términos de servicios públicos de cuidado, puede afirmarse que este ámbito de
política es el que ofrece una mayor potencialidad en términos de conciliación familia/trabajo,
posibilitando una mayor inserción laboral de las mujeres, así como ofrece mayor equidad en
términos de género, puesto que aliviana el trabajo no remunerado que realizan las mujeres,
facilitando la desfamiliarización. Lamentablemente, la oferta de servicios de cuidado es
insuficiente en la Región. Si bien el sistema educativo suple de alguna manera esta función, el
problema aparece en la franja etárea de 0-3, donde aún el sistema de educación formal no ha
logrado cobertura universal. Como se analizará en detalle más adelante, este ámbito de política
se caracteriza por altos niveles de fragmentación en la oferta y una gran inequidad en el acceso.
Coexisten diferentes tipos de instituciones que ofrecen niveles de calidad diferencial, según exista
capacidad de pago o no del servicio, con lo cual el acceso está segmentado por estrato social.
Si bien los tres tipos de medidas bajo análisis morigeran el peso que las actividades de cuidado
representan para las familias, el tipo de respuesta para las familias y el grado de alcance de la
medida pueden contribuir a lograr una mayor o menor desfamiliarización. En este sentido,
siguiendo la tabla 1, se puede plantear que las políticas de “tiempo”, si bien contribuyen a
conciliar el cuidado con la participación en el mercado laboral, siguen concentrando la resolución
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del cuidado en la esfera familiar y benefician únicamente a la población ocupada en el
mercado de trabajo formal. Asimismo, en términos de una distribución más equitativa de
las tareas de cuidado
al interior de los hogares (enfoque de parentalidad), el régimen de licencias concentradas en la
protección a la maternidad constituye un mecanismo neutro, mientras las licencias compartidas
incidirían, al menos en términos teóricos, en esta distribución. Las ayudas económicas
significarían un instrumento neutro en este sentido, dado que las familias pueden decidir si
utilizarlo para contratar ayuda doméstica o para tercerizarlo contratando servicios de cuidado
privados (jardines de infantes y maternales).
Finalmente, los servicios aparecen como el mecanismo que mayor potencialidad ofrece en
términos conciliatorios y, por ende, en las posibilidades de desfamiliarizar el cuidado, con un
impacto positivo en la equidad de género, legitimando a su vez el cuidado como esfera de
intervención estatal (Daly, 2003; Sojo, 2011; Martinez Franzoni, 2014). Asimismo, en relación con
su impacto en el mercado de trabajo, una oferta extensiva de servicios posibilitaría el ingreso al
empleo remunerado de las mujeres inactivas o desocupadas.
En América Latina el desarrollo de estos diferentes instrumentos muestra que no ha habido un
cambio significativo en la provisión de políticas de tiempo o servicios (léase licencias y servicios
públicos) que permitan conciliar las demandas familiares con las laborales (Boofield y Martínez
Franzoni, 2014).
Siguiendo a Batthyany (2015), en la mayoría de los códigos laborales de la Región se ha priorizado
la protección de la maternidad. En 20 países existe legislación sobre licencias de maternidad y
lactancia materna; hay 12 países con licencias por paternidad situándose a Argentina en el
extremo de dos días por paternidad junto con Paraguay y en el otro extremo está Venezuela con
14 días y Costa Rica con 15. En Colombia, Perú y Puerto Rico conceden de 4 a 8 días. Resulta
llamativo que 18 países de la Región no contemplen la licencia para hombres (Rico, 2015).
Sin embargo, este avance en el plano normativo contraste con cierta ausencia de políticas
integrales. Todos los países cuentan con algún tipo de políticas de cuidado, aunque sólo Uruguay
cuenta con un Sistema Integrado de Cuidados (Rico, 2015). Y existen avances en ese camino en
Costa Rica con redes de cuido a la infancia y adultos mayores, y en Chile donde se encuentra en
fase de diseño un Subsistema Nacional de Cuidados.
En cuanto a los servicios de cuidados, se trata del área más rezagada, generalmente tienen baja
cobertura y, sobre todo, operan en el marco de una débil institucionalidad (Batthyany, 2015). La
oferta existente opera bajo otra racionalidad; en general existe en el marco de programas de
transferencias condicionadas (PTC) o de lucha contra la pobreza. Entre los países que cuentan con
algún subsidio a la oferta de servicios de cuidado, se encuentran Costa Rica, Uruguay, Chile,
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Brasil, Colombia y México que presentan jardines infantiles, guarderías y centros de
atención públicos; y Costa Rica, Uruguay y Chile que cuentan con residencias de larga
estadía, u organizaciones que prestan servicios de cuidado a las personas mayores.
Sección II – Las Políticas de Cuidado en Argentina
2.1. Repertorio de políticas
En cuanto al repertorio de políticas que integran el sistema de protección social en Argentina y
que pueden enmarcarse como políticas de cuidado, siguiendo la clasificación de la sección
anterior, se pasará revista a los tres tipos de instrumentos.
En relación con las políticas que brindan tiempo para cuidar, se ubica el régimen de licencias
familiares y las disposiciones de protección a la maternidad. Este régimen establece un permiso
postnatal de 90 días corridos para la madre con una reposición del salario del 100% durante la
totalidad del periodo. Luego existe la posibilidad de excedencia sin remuneración alguna que
puede tomarse durante el primer año de vida del niño/a. Asimismo, se establece un permiso para
lactancia que consta de dos descansos de 30 minutos hasta la edad de un año del niño/asen el
caso del sector privado y dos descansos de una hora con opción de ingresar o retirarse dos horas
antes o después, respectivamente hasta las 12 meses del niño/as, en el caso del sector público.
La legislación argentina en la materia presenta debilidades. En primer lugar, las disposiciones
legales regulan exclusivamente el trabajo en relación de dependencia, quedando por fuera de
protección legal las personas que se desempeñan en el sector informal, cuentapropistas, etc.
Segundo, el tiempo de licencia que fija la ley es inferior al mencionado piso que recomienda la OIT
consistente en 14 semanas. Tercero, el tiempo de licencia no cuenta como tiempo de contribución
a la Seguridad Social, con lo cual a la hora de retirarse se debe trabajar más tiempo para poder
acceder a la jubilación. Cuarto, no existen disposiciones que fomenten la participación del padre
en el cuidado de hijos, restringiéndose la licencia paterna a dos días en el caso del sector privado y
cinco días en el público. Asimismo, las licencias compartidas que también recomienda la OIT
tampoco han sido incorporadas en la legislación nacional. Por último, como destacan Repetto et
al (2013), solo el 50,4% de las trabajadoras y 49% de los trabajadores están cubiertos en la
actualidad y existe una disparidad regional importante que sitúa a los trabajadores/as en
desigualad de condiciones, con regímenes para el sector público que van desde los 87 días (Jujuy)
hasta los 210 (Tierra del Fuego). En síntesis, si bien se trata de una medida que permite conciliar
vida laboral con responsabilidades familiares, las limitaciones mencionadas, junto con el hecho de
que las licencias este tipo de políticas se genera como instrumento de protección a la maternidad,
sigue reforzando la idea que el cuidado es una responsabilidad básicamente femenina.
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También pueden ubicarse en esta categoría de políticas aquéllas vinculadas con la
organización del tiempo de trabajo vis a vis el tiempo para cuidar [como las medidas que
promuevan formas de trabajo flexibles, teletrabajo, opción de trabajos a tiempo parcial,
bancos de horas, reduccción de jornada laboral para dedicarse al cuidado, entre otras]. La
experiencia en Argentina indica que estas medidas no se han generalizado al conjunto de
trabajadores o sectores de actividad económica y que son discrecionales dependiendo del
sector y jerarquía de los trabajadores /as.
Cuando existen, se trata más bien de acciones de conciliación que se realizan a nivel micro de las
empresas (Rodriguez Enriquez y otros, 2010), constituyéndose en prácticas discrecionales y
electivas, y no de políticas conciliatorias que el Estado promueva y /o exija normativamente.
En términos de transferencias4 entendidas como prestaciones económicas que reciban las
familias para destinarlas al cuidado de niños/as, sea a través de la compra de servicios en el
mercado, la contratación de cuidadores/as o los propios padres que pueden percibir esta ayuda
como compensación a la carencia de ingresos por no trabajar de manera remunerada, se trata de
medidas que no están generalizadas en Argentina. Tampoco existen las transferencias entendidas
como subsidios a los hogares para la compra de servicios de cuidado en el mercado.
Las asignaciones familiares previstas en los sistemas contributivos, en su origen, contemplan la
posibilidad de reforzar los gastos de servicios de cuidado y escolaridad. Sin embargo, los montos
estipulados resultan insuficientes para constituirse en mecanismos que solucionen esa necesidad.
En términos de transferencias de los sistemas no contributivos a la niñez y a la vejez, estos
instrumentos tienen un amplio alcance en el país. La Asignación Universal por Hijo (AUH)
extendió los beneficios que el sistema contributivo prevé para los trabajadores formales, a los
trabajadores informales y desocupados. En 2013, la AUH alcanzaba a 1.300.788 niños de entre 0 y
5 años (Observatorio ANSES, 2013). Actualmente existe un 25% de menores de 18 años
pertenecientes al quintil más pobre y un 20% del segundo quintil que carece de apoyo o
transferencia monetaria, mientras que en el primer quintil la cobertura llega al 89% (ENAPROSS,
2011 citado en CIPPEC, 2014).
Si bien esta medida ha tenido efectos importantes en la disminución de la pobreza de los hogares,
como ya se mencionó anteriormente, tanto por el objetivo que persigue la política como por el
monto de la transferencia, establecido en base a una canasta de bienes y servicios que no
4
Algunos/as autores ubican en esta categoría (transferencias), las asignaciones familiares tanto del sistema contributivo
como no contributivo para el caso de la niñez y las jubilaciones y pensiones para el caso de los adultos mayores (ver
Lupica, 2014). En este trabajo se considera que esos instrumentos de política pública se generan con el objetivo de
sostener ingresos, con lo cual no se consideran -sobre todo en el caso de la niñez, instrumentos que brinden alguna
solución al tema del “cuidado.”
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contempla los de cuidado, este instrumento no brinda solución a las necesidades de
cuidado de las familias.
Otro tanto ocurre con el sistema de jubilaciones y pensiones, tanto en su componente
contributivo como no contributivo (Sistema de Inclusión Previsional) que actualmente
brinda
cobertura a un 93% de adultos mayores en el país. Sin embargo, en términos cuantitativos no son
suficientes para cubrir necesidades de atención domiciliaria o cuidados intra-hogar. 5
Por último, en relación con los servicios de cuidado infantil, en Argentina, la atención y el
cuidado para la primera infancia puede dividirse entre la franja etárea cubierta por el sistema
educativo (a partir de los 4 años), que refleja una preocupación por el cumplimiento de un
objetivo pedagógico, de la franja etárea de 0 a 3 años de edad donde la infraestructura de
servicios
es dispersa, heterogénea y muy diversa, caracterizándose por un alto nivel de fragmentación, que
se expresa en diferentes subsistemas que ofrecen grados de cobertura y de calidad diferenciales
según se trate de servicios públicos, privados o del tercer sector, y de la dependencia de
diferentes niveles jurisdiccionales a cargo de su financiamiento y provisión.
La cobertura que brinda el sistema educativo formal está regulada por la Ley de Educación
26.206 (2006), reformada en 2014 por la Ley 27045 donde se establece la obligatoriedad desde los
4 años y la universalidad para los 3 años. Actualmente, la cobertura para 5 años es universal, para
cuatro años alcanza al 82,3% de los niños/as en esa franja y para 3 años se ubica en 41,5%
(Repetto et al, 2014). Sin embargo, estos niveles varían significativamente entre provincias. Por
ejemplo, para 3 años en Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) la cobertura es de un 86,6%,
mientras para San Juan es de apenas un 6,6%.
Tomando a este segmento (0 a 4 años) en su totalidad, según la última ECOVNA (Encuesta de
Condiciones de Vida de Niños, niñas y adolescentes en Argentina, 2012), del total de niños
residentes en zonas urbanas en el país, un 32% asiste a algún centro de desarrollo infantil. La
asistencia a algún centro no presenta diferencias de género relevantes, y gana mayor
universalidad a medida que crece la edad de los niños/as. En efecto, para menores de 1 año, el
5
En Argentina existe el Programa de Cuidadores Domiciliarios que brinda formación a cuidadores que luego las obras
sociales (seguros de salud) podrán proveer a los hogares. Actualmente solo un 2% de jubilados y pensionados afiliados al
PAMI cuenta con ese servicio.
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porcentaje es de asistencia e algún establecimiento de cuidados es de 3,1%, de 1 año es del
8,4; 2 años 20%; 3 años 50% y 4 años 76,7%. Estos porcentajes varían significativamente
por región. Mientras en CABA donde se registra el porcentaje de asistencia más alto (62%),
en el Noreste argentino este valor alcanza apenas al 15%.
Al analizar estos datos y relacionarlos por nivel socioeconómico, se observa una gran
diferencia. Mientras en el quintil de más bajos ingresos el 20% de los niños y niñas de 0 a 4
asiste a algún establecimiento, esta cifra se eleva al 52% en el caso del quinto quintil. Siguiendo
con la encuesta mencionada, si se analiza el tipo de gestión de los establecimientos a los que
concurren niños y
niñas en el país, según se trate de gestión pública o privada, se puede observar que el sector
privado está más presente en las de menores edades, ante la ausencia de provisión estatal. Así,
entre los/as niños/as de 1 año que asisten a algún centro de cuidados, el 68% de ellos utiliza un
centro de gestión privada. Este porcentaje disminuye a más de la mitad (31,4%) cuando aumenta
la edad de los niños y niñas, edad a partir de la cual se establece la obligatoriedad educativa.
Por su parte, la oferta de cuidado para la franja de 0 a 4 que está por fuera del sistema educativo
se puede clasificar de la siguiente manera:
−
Establecimientos estatales provinciales o municipales, que dependen de áreas
sociales de estas jurisdicciones.
−
Establecimientos que dependen de organizaciones no gubernamentales, iglesias,
sindicatos.
−
Establecimientos privados.6
Dada la baja cobertura de los servicios públicos, sea del ámbito de educación o de otras áreas
estatales, las acciones que despliegan los ámbitos comunitarios cobran especial relevancia, en
especial por la gran heterogeneidad que presentan en términos de prestaciones y calidad. Este
tipo de respuesta ante el problema del cuidado ha surgido muchas veces de la necesidad y la
pobreza de sectores que no pueden ver resueltas sus necesidades a partir de la oferta pública y no
cuentan con mecanismos para adquirir los servicios a través del mercado (ELA, 2014).
6
El análisis de la oferta de servicios no incluirá la oferta privada, dado que lo que interesa a los efectos de este trabajo
es la cobertura pública, en tanto posibilita la desfamiliarización para los hogares que no cuentan con capacidad de
comprar estos servicios en el mercado.
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Un factor importante en la expansión de la oferta de cuidados a nivel comunitario es la
ampliación de los servicios que brindan los comedores en el marco del componente
comunitario del Programa Nacional de Seguridad Alimentaria que funciona a nivel
nacional. Este programa prevé la asistencia técnica y financiamiento a comedores
comunitarios. Cuando se creó el mismo en 1996 existían 2400 comedores comunitarios en
el marco del anterior programa alimentario FOPAR-PNSA. En la actualidad ese número es
de 1344 (diciembre de 2014) y -en el marco de una estrategia explícita de apoyo desde el gobierno
nacional- se han ampliado los servicios que ofrecen y un porcentaje importante de ellos provee
servicios de cuidado infantil. En 2014 existían 310 organizaciones que incorporaron servicios de
jardines maternales o de infantes, cubriendo a 46.698 niños/as.7
Finalmente, también existen los servicios que se proveen en algunos casos, aunque deberían ser
provistos en todos ellos, para las asalariadas mujeres con responsabilidades familiares y que son
brindados por la esfera del trabajo formal. La Ley de Contrato de Trabajo establece la
obligatoriedad para los empleadores de proveer estos servicios cuando el establecimiento cuenta
con más de 50 mujeres empleadas. Dos limitaciones aparecen en esta normativa: por un lado,
solo alcanza a las trabajadoras mujeres exceptuando a los varones que tienen responsabilidades
familiares y, por otra parte, solo rige para grandes establecimientos o empresas, dejando fuera a
quienes se desempeñan en ámbitos más pequeños o en el sector informal de la economía (Lupica,
2014). Sin embargo, más allá de estas limitaciones, en la práctica esta regulación nunca fue
reglamentada, con lo cual actualmente las empresas no están obligadas a su cumplimiento.
Con relación a la cobertura de esta modalidad de servicios, no existe un relevamiento exhaustivo
que dé cuenta a nivel del país de cuánto de la demanda está cubierta a través de servicios de
cuidado provistos por los lugares de trabajo. Para tener un panorama que brinde un orden de
magnitud, de un relevamiento de 464 empresas en el país, el 91% no contaba con jardines
maternales (encuesta “Empresas por la Infancia, 2012” citado en Lupica, 2014).
El panorama descripto en términos de oferta de servicios de cuidado para la primera infancia
indica que se requiere de una mayor presencia estatal para lograr su expansión, en tanto esto
podría garantizar mejores condiciones respecto de la previsibilidad del financiamiento, el nivel de
formación de los recursos humanos, la formalidad en las condiciones laborales, y otras
dimensiones que hablan de la calidad en la atención de niños/as. Esta mayor presencia estatal
posibilitaría una mayor legitimación del cuidado como esfera de acción y la ampliación en las
posibilidades de desfamiliarización que permitiría que las familias -sobre todo las de menores
7
Dato proporcionado por el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria.
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ingresos- alivianen la carga del cuidado y no tengan que echar mano a mecanismos
adaptativos que impiden generar mayores posibilidades de inclusión social.
2.2. Impactos de una deuda pendiente
En términos de políticas que permitan conciliar las responsabilidades familiares con las
demandas del mundo laboral en el país, se puede advertir que –a pesar de un incremento masivo
de las mujeres en el mercado laboral- no ha habido un cambio significativo en la provisión de
políticas de tiempo o servicios (léase licencias y servicios públicos) (Bloofield y Martínez Franzoni,
2014; Rodriguez Enriquez et al, 2013). Aún más, en términos de servicios para la primera infancia
de 0 a 3 años, en un estudio de políticas conciliatorias en la Región se advierte que Argentina es el
único país que no ha realizado cambios en este sentido, aunque el cambio sea al menos un ingreso
robusto del tema en la agenda pública (Bloofield y Martínez Franzoni, 2014).
Esta debilidad junto con mercados laborales excluyentes y segmentados (Rodriguez Enriquez et
al, 2010) ha generado en Argentina efectos negativos en las posibilidades y condiciones en las
que se produce la participación femenina en el mercado laboral, cuya tendencia sigue
manifestando la necesidad de avanzar hacia mecanismos que permitan balancear las
responsabilidades familiares y laborales.
En este sentido, una mirada sobre el comportamiento del mercado de trabajo argentino muestra
los siguientes rasgos salientes:
•
Sigue habiendo una diferencia importante en la participación de las mujeres en el
mercado laboral en relación con los varones. Si bien esta diferencia se está reduciendo
desde los ´90, cuando las mujeres salieron masivamente al mercado de trabajo para
compensar la pérdida de ingresos del principal proveedor del hogar, esta diferencia se
mantiene alrededor de los 25 puntos. Las mujeres participan en un 55%, mientras los
varones lo hacen en un 80% (Ministerio de Trabajo, 2014). Asimismo, esta participación es
más alta en la franja etárea que va de los 24 a las 44 años. Esto coincide con el ciclo
reproductivo de las mujeres, con lo cual se hace más acuciante la necesidad de
implementar medidas conciliatorias.
•
Las mujeres madres participan en el mercado de trabajo en menor medida que las que no
son madres. Las primeras lo hacen en un 60%, mientras que aquellas que no tienen niños
a cargo lo hacen en un 80% (PNUD, 2014). Este dato contundente expresa que la
presencia de menores en el hogar es una variable decisiva en la posibilidad de las mujeres
de insertarse laboralmente. Lo interesante de este dato es que no ocurre lo mismo con los
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varones que son padres para quienes no se evidencia una menor tasa de
participación en el mercado laboral.
•
La tasa de desempleo es mayor entre las mujeres. En 2012 se ubicaba en 9,9%
(PNUD, 2014) comparado con un 6% correspondiente a los varones. Esta brecha se
ha mantenido más o menos constante desde el 2006.
•
El trabajo a tiempo parcial está más extendido entre las mujeres. El 30% de las mujeres
trabajadoras lo hacen en jornadas de 20 horas semanales contra un 9% de los varones
ocupados. Este dato indica que las mujeres siguen ocupándose mayoritariamente de las
actividades de cuidado y domésticas en general.
•
Las mujeres siguen siendo mayoritariamente las responsables principales de la
organización del hogar y el cuidado de niños. Según la última encuesta sobre uso del
tiempo (Indec, 2014), ellas destinan en promedio casi el doble de tiempo que los varones a
estas actividades (6,4 hs. vs. 3,4 hs., respectivamente).
•
El servicio doméstico sigue siendo un importante sector de inserción laboral para las
mujeres, el 20% de las ocupadas se inserta en él. La segmentación del mercado de trabajo
por clase se expresa en este sector, que recluta mayoritariamente mujeres de bajos
ingresos.
•
En el otro extremo de la pirámide social, la inserción de mujeres en puestos de decisión ha
mejorado en los últimos 20 años aunque todavía se está lejos de la paridad: 3 de cada diez
puestos de trabajo en espacios de decisión son ocupados por mujeres. Es llamativo notar
que la mayoría de esas mujeres tiene hijos mayores a 6 años (PNUD, 2014), lo que explica
que existiría cierta incompatibilidad ente tener niños pequeños –por la carga de trabajo
emocional y física que requiere la crianza- y una inserción en puestos de gran
responsabilidad.
•
La brecha de ingresos por género no se ha modificado de manera radical en Argentina. Si
bien existen avances desde 1996 a la fecha, los últimos datos indican que las mujeres
ganan un 76% del salario de sus pares varones (Ministerio de Trabajo, 2014). Si se tiene en
cuenta el nivel educativo, la máxima brecha salarial se encuentra entre los asalariados que
han completado la primaria (30%), mientras entre quienes tienen educación superior o
universitaria completa esta brecha es del 18,6%.
•
Asimismo, los niveles educativos de las mujeres ocupadas son más altos que los de sus
pares varones. El 30% de las mujeres ocupadas tienen educación superior contra un 15%
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de los varones. Si se compara este dato con la brecha salarial, queda demostrado
que las mujeres deben acreditar mayores niveles de formación para insertarse en el
empleo y que, aunque tengan mayores credenciales educativas, esta ventaja no se
traduce en mejoras salariales.
En síntesis, sigue evidenciándose una participación menor de las mujeres a medida que
crece el número de menores en el hogar; la opción de trabajo part time continúa siendo
más elevada entre las mujeres, lo cual demuestra que es una opción “conciliatoria” que se
implementa desde la familia, puesto que siguen siendo las mujeres las responsables prioritarias
de las actividades de cuidado; sigue habiendo una tasa de desempleo mayor entre las mujeres;
continúa la tendencia de las mujeres de permanecer más tiempo en el sistema educativo, aunque
esas mejoras no se traduzcan en mejoras salariales, dado que la brecha de ingresos sigue siendo
importante.
3. REFLEXIONES FINALES
A pesar de los progresos en la cobertura de los sistemas de protección social en la Región, las
políticas de cuidado todavía no se han instalado con la importancia que la situación social
latinoamericana requiere. A esta debilidad del cuidado como cuestión social, se suma el hecho de
que las principales políticas que existen para solucionarlo se instalaron de la mano de otras
agendas. Las políticas de licencias nacen como políticas de derecho laboral; los servicios de
infancia vienen de la mano del derecho a la educación de niños y jóvenes; las transferencias
aparecen como instrumentos de combate a la pobreza. Esto genera una evidente falta de
integralidad y coordinación entre los diferentes instrumentos.
La situación en Argentina no escapa a este panorama regional; a pesar de haberse logrado
adelantos importantes en materia de protección social en el país, los avances en la implantación
de políticas de cuidado han sido modestos. Incluso comparado con otros países de la región, la
visibilidad e institucionalidad del tema muestra cierto rezago.
Como pudo verse a lo largo de este trabajo, el atraso más importante es la oferta de servicios de
cuidado extra hogar para la primera infancia que -como en toda la región- está estipulado y
previsto a partir de los 4 años. Por su relevancia y consecuencias para la posibilidad de inserción
laboral de las mujeres y para las posibilidades de desarrollo infantil, sobre todo de las familias que
no pueden financiar servicios de forma privada, la necesidad de su instalación es imperiosa.
Puede pensarse que este rezago radica en varios factores: desde el particular diseño del sistema
de protección social del país con su legado contributivo y familiarista analizado en la primera
sección de este trabajo, a la ausencia de una coalición de actores que promuevan el tema y lo
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instalen en la agenda pública, hasta los recursos fiscales que comprometería la expansión
de servicios, o la preminencia de un sustrato cultural maternalista.
Sin embargo, resulta llamativo que este rezago continúe, teniendo en cuenta la relevancia
social y política del tema y los efectos positivos que se derivan de la instalación de sistemas
integrales de cuidado -razones demográficas, de equidad de género, de equidad
socioeconómica, de productividad económica y de capital humano, entre otras.
Por ello, como se advierte en este artículo, es urgente que los sistemas de protección social
aborden la cuestión del cuidado integralmente contemplando varios aspectos: i) ésta debe
entenderse en el marco de un enfoque de derechos, a partir del cual se garantice la entrega digna
de cuidados a todo aquél que los requiera, así como el desempeño en las labores de cuidado de
manera adecuada. Asimismo, esto implica que debe promoverse una oferta de servicios
asociados al cuidado que garantice que ese derecho pueda ejercerse; ii) también, este acceso no
debe vincularse con la posición de las personas en el mercado laboral o a su condición de género o
a otro atributo que segregue y fragmente el acceso de diferentes instrumentos de política pública,
entre ellos los servicios y el régimen de licencias. En este sentido, el trabajo independiente ocupa
una franja importante de la población del país; asimismo, la informalidad de muchas ocupaciones
justifica un enfoque que desvincule el acceso a instrumentos de política de la inserción laboral
formal; iii) aunque se sobreentiende, debe concebirse en el marco de un enfoque de género donde
se revalorice el cuidado y se diseñen mecanismos que tiendan a su redistribución, a fin de alivianar
la cargar que representa para las mujeres y que condiciona las posibilidades de desarrollar
trayectorias vitales que potencien su autonomía.
Las soluciones a la cuestión del cuidado deben potenciar activos e instrumentos ya existentes y
contemplar combinaciones de elementos. Se trata, en suma, de incorporar con un abordaje
integral transferencias a las familias para elegir su uso en el apoyo al cuidado, subsidios para uso
de espacios privados, mecanismos que no fomenten la segmentación por estrato social y
mecanismos de financiamiento a nivel nacional que impidan una heterogeneidad territorial de la
calidad de los servicios y segmentación en la oferta que conspiren contra su cobertura y alcance.
Se trata de un enorme reto de gestión pública. América Latina, y Argentina en particular, no
pueden permanecer indiferentes ante semejante desafío.
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