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Fundamentos de Historia de la Medicina
La medicina contemporánea.
Ciencias fisiológicas
FRANÇOIS MAGENDIE
(1783-1855)*
Defensa de la fisiología experimental
Précis élémentaire de Physiologie, 2 vols., Paris, Méquignon-Marvis, 1816. Trad.
cast. por R. Frau y J. Trías en: F. Magendie, Compendio elemental de fisiología, 3 vols.,
Barcelona, Imp. de la Vda. e Hijos de A. Brusi, 1828-1829
Las ciencias naturales han tenido, igualmente que la historia, sus tiempos. La astronomía ha
empezado por la astrología; la química hace poco no era más que un conjunto pomposo de
sistemas absurdos, y la fisiología un largo y fastidioso romance; la medicina, un cúmulo
de preocupaciones hijas de la ignorancia y del temor de la muerte, etcétera. Extraña
condición del espíritu humano, que al parecer tiene necesidad de luchar con los errores para
llegar al descubrimiento de la verdad.
Tal fue el estado de las ciencias naturales hasta el siglo XVII. Entonces apareció Galileo, y
los sabios pudieron aprender que para conocer la naturaleza no se trataba de forjarla ni de
creer lo que habían dicho los autores antiguos, sino que era menester observarla y
preguntarle además por medio de experimentos. Esta fecunda filosofía fue la de Descartes y
Newton, la propia que les inspiró constantemente en sus inmortales tareas. La misma que
poseyeron todos los hombres de ingenio que en el siglo último redujeron la química y la
física a la experiencia; la misma anima a los físicos y a los químicos de todos los países, les
ilustra en sus importantes trabajos y forma entre ellos un nuevo vínculo social para siempre
indisoluble.
¡Honor, pues, a Galileo! Su concepción feliz descubriendo la filosofía experimental ha
acarreado verdaderamente la gran renovación deseada de Bacon, ha sentado las bases
sólidas de las ciencias físicas, de estas ciencias que elevan la dignidad del hombre, dilatan
sin cesar su poderío, aseguran la riqueza y la felicidad de las naciones, hacen
nuestra civilización superior a la de todos los tiempos pasados y preparan un porvenir
todavía más lisonjero y afortunado.
Ojalá pudiera decir que la fisiología, este ramo tan importante de nuestros conocimientos,
ha tomado el mismo vuelo y sufrido la misma metamorfosis que las ciencias físicas, pero,
por desgracia, no es así. La fisiología, para muchos, y aun en casos todas las obras de este
ramo, aparece tal cual era en el siglo de Galileo, un juego de la imaginación; tiene sus
diferentes creencias y sus opuestas sectas; invoca la autoridad de los autores antiguos, los
cita como infalibles y pudiera llamarse un cuadro teológico caprichosamente lleno de
expresiones científicas.
Sin embargo, en diferentes épocas se han presentado hombres que han aplicado con feliz
suceso el método experimental al estudio de la vida; todos los grandes descubrimientos
fisiológicos modernos han sido otros tantos productos de esta clase de esfuerzos. La ciencia
se ha enriquecido con estos hechos parciales, pero su forma general y su método de
investigación ha quedado el mismo, y al lado de los fenómenos de la circulación, de la
respiración y de la contractilidad muscular, etc., vemos todavía simples metamorfosis
colocadas en la misma línea y en el mismo grado de importancia, tales como la sensibilidad
orgánica, algunos seres imaginarios, como el fluido nervioso, y ciertas palabras
ininteligibles, como la fuerza o el principio vital.
Mi principal objeto al publicar la primera edición de esta obra fue contribuir a cambiar el
estado de la fisiología, reducirla enteramente a la experiencia y, en una palabra, producir en
esta hermosa ciencia la misma feliz revolución introducida en las ciencias físicas.
No me he engañado acerca de las grandes dificultades que era preciso vencer; las conocía,
son inherentes a la naturaleza del hombre, y también son fenómenos fisiológicos.
Fuertes preocupaciones sobre el aislamiento en que la fisiología se dice debe estar de las
ciencias exactas; una extremada repugnancia a los experimentos en animales; la pretendida
imposibilidad de aplicar sus resultados al hombre; una ignorancia casi completa de la
marcha que debe seguirse para el descubrimiento de la verdad; una adhesión ciega a las
ideas antiguas, fomentada siempre por la indolencia y la pereza; la obstinada pasión de los
hombres, si así puede decirse, por los errores que una vez adoptaron, aun aparte del interés
particular que puede moverles a persistir en ellos, etc. He aquí algunos de los muchos
obstáculos que es indispensable superar.
Son grandes, sin duda, pero, cierto de hallarme en la verdadera ruta, y contando con la
dulce y constante influencia de la verdad, no he dudado, ni dudo todavía, del buen éxito de
mi empresa para un tiempo que no considero lejano.
Los sistemas sobre las funciones orgánicas no se merecen ya una aceptación tan favorable,
y para dar a luz una obra de fisiología amena y apreciable es indispensable hacer, o a lo
menos decir, que se han hecho experimentos.
La preocupación, tan perjudicial como absurda, de que las leyes físicas no tienen ningún
influjo sobre los cuerpos vivos va perdiendo su fuerza; los despreocupados empiezan a
concebir que en el animal vivo pueden verificarse diferentes fenómenos y que los actos
meramente físicos no excluyen las acciones puramente vitales. Esperamos que en adelante
los fisiólogos no harán ya alarde de ignorar hasta los primeros elementos de la física y de la
química ni darán en sus obras deplorables pruebas de esta ignorancia. En el día no se duda
ya que las investigaciones en los animales son aplicables, y aun con una precisión
admirable, a los fenómenos de la vida del hombre; la viva luz que los recientes
experimentos relativos a las funciones nerviosas acaban de difundir sobre la patología
remueve toda incertidumbre bajo este respecto. Pero lo que mejor prueba la utilidad de los
experimentos fisiológicos es el sinnúmero de personas que se dedican en el día a esta clase
de investigaciones y la rapidez con que los descubrimientos más importantes, y del todo
inesperados, se suceden desde algún tiempo y hacen de la ciencia de la vida una ciencia
enteramente nueva.
Pocos años han de transcurrir antes de que se conozca que la fisiología íntimamente unida a
las ciencias físicas no puede dar un paso sin el auxilio de éstas; entonces adquirirá el rigor
de su método, la precisión de su lenguaje y la certeza de sus resultados. Perfeccionada de
esta manera, se constituirá superior al alcance de esa multitud ignorante que, vituperando
sin cesar e incapaz de aprender ni de adelantar jamás, está siempre pronta y armada cuando
se trata de oponerse a los progresos de la ciencia. La medicina, que no es más que la
fisiología del hombre enfermo, seguirá pronto una marcha análoga y se elevará en breve al
mismo grado de perfección. Esperemos que de este modo desaparecerán de una vez toda
esa caterva de sistemas groseros que tanto tiempo hace la están desfigurando.
CLAUDE BERNARD
(1813-1878)*
El método de la fisiología experimental: el jugo pancreático
Introduction á 1'étude de la médecine experiméntale, Paris, J. B. Bailliére 1865
Trad. cast. por J. M. López Piñero
Trajeron un día a mi laboratorio conejos procedentes del mercado. Los colocaron sobre una
mesa en la que orinaron, y casualmente observé que su orina era clara y acida. Este hecho
me llamó la atención debido a que los conejos tienen habitualmente una orina turbia y
alcalina por ser animales herbívoros, mientras que los carnívoros tienen por el contrario,
como es sabido, orinas claras y acidas. Al observar la acidez de la orina de los conejos
pensé que estos animales debían estar en las circunstancias alimenticias propias de los
carnívoros. Supuse que quizá no habían comido desde hacía mucho tiempo y que el ayuno
los había convertido en auténticos animales carnívoros que se sustentaban con su propia
sangre. Resultaba muy fácil verificar mediante la experiencia esta idea a priori o hipótesis.
Di a comer hierba a los conejos y a las pocas horas sus orinas se habían convertido en
turbias y alcalinas. A continuación los dejé en ayunas y a las veinticuatro o treinta y seis
horas a lo sumo, sus orinas habían vuelto a ser claras y muy ácidas. Dándoles hierba se
convertían otra vez en alcalinas, etc. Repetí esta experiencia tan penosa para los conejos
numerosas veces, siempre con el mismo resultado. Más tarde la realicé con el caballo,
animal herbívoro que tiene también la orina turbia y alcalina. Descubrí que el ayuno
producía, en seguida, como en el conejo, acidez de la orina, con aumento relativamente
elevado de urea, hasta el punto de que cristalizaba con frecuencia de forma espontánea al
enfriarse la orina. Como resultado de mis experiencias llegué, por tanto, a una proposición
general desconocida entonces: en ayunas todos los animales se nutren de carne, de manera
que los hervíboros tienen en esas condiciones orinas semejantes a las propias de los
carnívoros.
Se trata de un hecho particular muy sencillo que permite seguir con facilidad la trayectoria
del razonamiento experimental. Al observar un fenómeno desacostumbrado hay que
preguntarse siempre a qué puede deberse o, dicho de otra forma, cuál es su causa inmediata.
Aparece entonces en la mente una respuesta o una idea que hay que someter a la
experiencia. Al observar la orina acida de los conejos, me pregunté instintivamente cuál
podía ser su causa. La idea experimental consistió en la relación que mi mente estableció
espontáneamente entre la acidez de la orina en el conejo y el estado de ayuno, al que
consideré como una auténtica nutrición carnívora. De modo implícito realicé un
razonamiento inductivo de acuerdo con el siguiente silogismo: las orinas de los carnívoros
son acidas; por lo tanto, son carnívoros si están en ayunas. Es lo que había que demostrar
mediante la experiencia.
Para probar que mis conejos eran completamente carnívoros cuan- do estaban en ayunas
había que efectuar una contraprueba. Era necesario conseguir experimentalmente un conejo
carnívoro, dándole carne como alimento, para ver si su orina era entonces clara, acida y con
un aumento relativo de urea como durante el ayuno. Alimenté por ello a los conejos con
carne cocida de vaca, que comen muy bien cuando no se les da otra cosa. La previsión
quedó también confirmada, ya que los conejos tuvieron orinas claras y acidas mientras se
les mantuvo este tipo de alimentación.
Con el fin de completar la experiencia, quise asimismo comprobar, mediante la autopsia de
los animales, si la digestión de la carne se realizaba en el conejo de la misma manera que en
un carnívoro. Comprobé, en efecto, en sus reacciones intestinales, todos los fenómenos de
una buena digestión, estando todos los vasos quilíferos repletos, como en los carnívoros, de
un quilo muy abundante, blanco lechoso. No obstante, con motivo de estas autopsias, que
confirmaron mis ideas acerca de la digestión de la carne por los conejos, observé un hecho
en el que yo no había pensado en absoluto, y que llegó a ser, como se verá, el punto de
partida de un nuevo trabajo. Cuando sacrifiqué los conejos que había alimentado con carne
pude comprobar que los quilíferos blancos y lechosos empezaban a ser visibles en el
intestino delgado en la porción inferior del duodeno unos 30 cm por debajo del píloro. Me
llamó la atención este hecho porque en los perros los quilíferos empiezan a ser visibles en
una parte mucho mas elevada del duodeno, inmediatamente debajo del píloro. Al examinar
la cuestión con mayor detenimiento, comprobé que en el conejo esta peculiaridad coincidía
con una inserción muy baja del conducto pancreático, precisamente al lado de donde los
quilíferos comenzaban a contener quilo convertido en blanco y lechoso por la emulsión de
las materias grasas alimenticias.
La observación casual de este hecho me hizo pensar que el jugo pancreático podía ser muy
bien la causa de la emulsión de las materias grasas y, por lo tanto, de su absorción por los
vasos quilíferos. Realice entonces instintivamente el silogismo siguiente: el quilo blanco se
debe a la emulsión de la grasa; en el conejo el quilo blanco se forma a nivel del lugar donde
el jugo pancreático se segrega en el intestino; luego es el jugo pancreático el que emulsiona
la grasa y produce el quilo blanco. Esto era lo que había que verificar mediante la
experiencia.
Ante esta idea a priori, preparé inmediatamente una experiencia adecuada para determinar
la realidad o el error de mi suposición. Consistía en probar directamente la acción del jugo
pancreático sobre las materias grasas neutras o alimenticias. Este jugo, sin embargo no se
segrega naturalmente al exterior, como la saliva o la orina, por ejemplo, ya que su órgano
secretor está situado profundamente en la cavidad abdominal. Fue necesario, por ello,
recurrir a procedimientos experimentales para obtener en el animal vivo líquido pancreático
en circunstancias fisiológicas y en suficiente cantidad. Fue posible entonces realizar la
experiencia, es decir, verificar mi idea a priori demostrando la experiencia que dicha idea
era correcta. El jugo pancreático procedente de perros en circunstancias adecuadas, y
también de conejos y de otros animales, al mezclarlo con aceite o grasa fundida los
emulsionaba al instante de forma duradera, y más tarde los acidificaba, descomponiéndolos
en ácidos grasos, glicerina, etc., por medio de un fermento especial.