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Historia geológica de Cataluña
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Historia geológica de Cataluña
El mundo inorgánico, la geosfera, es el soporte físico del mundo de la vida en la Tierra, la biosfera. La geosfera
proporciona el sustrato y los recursos necesarios (agua, rocas y minerales) para el desarrollo de la vida que transcurre
en nuestro planeta. Al hombre, que como ser racional tiene la capacidad de conocer su posición en la naturaleza, la
Tierra le brinda, además, el placer inmediato de percibir sus rasgos y de poder aprender sobre el pasado del planeta y
los orígenes de la vida.
Introducció
Tal como se presenta a nuestra vista (figura 1), la Tierra es el resultado de la extraordinaria diversidad de procesos
geodinámicos internos y externos que ha sufrido el planeta desde sus orígenes, que se remontan a unos 4 500 millones
de años (Ma). La Tierra se formó a partir de una nube interestelar junto con el Sol y los otros planetas del Sistema
Solar. En la Tierra no queda ningún vestigio rocoso de la historia más temprana; el Sistema Solar, principalmente los
otros planetas del grupo denominado interiores o planetas terrestres (Mercurio, Venus, Marte), la Luna y los meteoritos,
proporciona información sobre esta etapa. El mineral más antiguo datado hasta ahora es un cristal de zircón encontrado
en Australia, que tiene una edad radiométrica de 4 300 Ma, y las rocas más antiguas, de la región del Lago de los
Esclavos, en Canadá, tienen 3 960 Ma. En Cataluña, tenemos más de 550 Ma de historia geológica registrada en las
rocas que afloran en ella.
Figura 1: Imagen actual de la Tierra.
Observando un mapamundi con un cierto detenimiento, se diría que las formas de las costas de algunas de las tierras
emergidas son como el “negativo” de las formas de las costas de la tierra situada enfrente; parece como si pudieran
encajar, como si fueran las piezas de un rompecabezas. Los continentes forman parte de las placas tectónicas y,
efectivamente, algunas de las placas encajan perfectamente. Se sabe que las placas se desplazan, unas respecto a
otras. A veces se separan, otras se aproximan y, a veces, colisionan o se deslizan y friccionan entre ellas. El resultado
es que la distribución de los mares y de las tierras emergidas cambia con el tiempo, pero el volumen de la Tierra
permanece constante. El espacio que queda entre las placas que se separan es ocupado por materiales volcánicos
procedentes del interior de la Tierra, los cuales constituyen la corteza oceánica; estas áreas son ocupadas por los
océanos en los cuales se depositan sedimentos marinos. La colisión entre las placas produce deformaciones en sus
bordes, como unas arrugas gigantescas, creadoras de relieves. Son las grandes cordilleras de montañas. Su proceso
de formación dura algunas decenas de millones de años, y en el interviene una gran cantidad de energía.
La Placa Ibérica
La Península Ibérica es la parte emergida de una antigua placa tectónica, la Placa Ibérica. De dimensiones modestas,
la Placa Ibérica está situada al norte de la Placa Africana y actualmente está soldada a la Placa Europea. Su
configuración geológica es el resultado de las interacciones de estas dos placas mayores desde hace unos 200 Ma, es
decir, durante el ciclo Alpino (ver acontecimientos geológicos).
Los Pirineos, que unen la península con el continente europeo, son el resultado de la colisión entre las placas
continentales de Iberia y de Europa y conservan el registro sedimentario y tectónico de la historia de los bordes de
ambas. La Cadena Costera Catalana y la Cordillera Ibérica reflejan el acercamiento entre la Placa Africana y la Ibérica.
La Cuenca del Ebro es la depresión que se extiende entre la Cordillera Pirenaica, la Cadena Costera y la Cordillera
Ibérica y almacenó, en los sedimentos que la rellenan, el registro de los principales acontecimientos que tuvieron lugar
durante la formación del conjunto de las cadenas de montañas que la delimitan. Por levante, el Sistema Mediterráneo
(el conjunto de las sierras y depresiones costeras) ha registrado la apertura del Surco de Valencia y del Golfo del León.
Este contexto geodinámico particular ha determinado en el pasado, y continúa determinando en el presente, la
extraordinaria diversidad geológica que caracteriza la Península Ibérica, su situación geográfica actual y la que tendrá
en el futuro geológico.
Los vestigios más antiguos
Los rasgos geológicos de la Península Ibérica resultan de la superposición de tres grandes ciclos orogénicos: el ciclo
Cadomiense, que se desarrolló desde 750 Ma hasta 480 Ma atrás, el ciclo Hercínico (o Varisco), que se inició hace 480
Ma y finalizó hace 250 Ma y finalmente el ciclo Alpino, el cual empezó hace 250 Ma y continúa en la actualidad. Estos
ciclos están relacionados con la formación y la posterior fragmentación de dos grandes supercontinentes: Gondwana y
Pangea. Para formarlos fue preciso que convergieran, colisionaran y se soldaran fragmentos continentales inicialmente
separados, formándose cordilleras con importantes relieves, y también la posterior fragmentación y la deriva continental.
Se trata, pues, de procesos cíclicos de evolución de la Tierra.
La información sobre la historia geológica de la porción de la Placa Ibérica que actualmente ocupa Cataluña se remonta,
como mínimo, a 550 Ma. Del ciclo Cadomiense prácticamente no quedan vestigios; se sabe que entre 650 y 600 Ma
atrás se formó un supercontinente, denominado Gondwana (figura 2).
Figura 2: Imagen de la Tierra unos 600 Ma atrás.
De hecho, las rocas más antiguas datadas hasta ahora en los Pirineo son rocas volcánicas y plutónicas de los últimos
estadios de este ciclo (580 y 560 Ma). Aun así muy probablemente hay rocas sedimentarias anteriores, la edad de las
cuales se desconoce.
Formación de un supercontinente mundial y de un océano global. El Paleozoico
En lo que sería la futura Placa Ibérica, el registro sedimentario del Cámbrico y el Ordovícico está formado
mayoritariamente por depósitos siliciclásticos y carbonatados de medios marinos de plataforma o más profundos, en
los cuales vivieron los primeros trilobites y se formaron colonias de arqueociátidos. Una de las características del
Cámbrico es la aparición de numerosas formas de vida, muchas de ellas con componentes esqueléticos, lo que se
denomina la gran explosión de vida del Cámbrico. A finales del Ordovícico tuvo lugar un período de emersión, durante el
cual se sedimentaron depósitos detríticos y se registró una intensa actividad volcánica. Al final de este período tuvo
lugar la primera gran extinción, en la cual desaparecerían el 85% de las especies.
El supercontinente Gondwana empezó su fragmentación hace unos 480 Ma, ya durante el Paleozoico, marcando el
inicio del ciclo Hercínico. Con el tiempo se separaron de Gondwana tres grandes placas continentales denominadas
Siberia, Laurencia y Báltica (figura 3) y otros fragmentos continentales más pequeños, como Avalonia, separados del
resto del supercontinente por el Océano Rheico.
Figura 3: Situación de Gondwana, Laurencia, Siberia y Báltica con Avalonia ahora hace 440 Ma.
Con esta fragmentación volvieron las condiciones marinas, principalmente en medios de plataforma, y durante el Silúrico
(figura 3) las condiciones ambientales fueron muy particulares, con depósitos de arcillas negras, muy ricas en materia
orgánica, indicativas de condiciones marinas euxínicas (anaerobias y reductoras). Los graptolites y algunos cefalópodos
son los organismos característicos de este periodo. Durante el Devónico y parte del Carbonífero se depositaron
carbonatos de plataforma marina poco profunda, muy ricos en fauna (cefalópodos, trilobites, corales, peces y otros
organismos), y también sedimentos propios de cuencas marinas profundas, como las calizas rojas con goniatites (las
calizas griotte) y los niveles de acumulación de radiolarios. Al mismo tiempo empezó la colonización de las zonas
emergidas por las primeras plantas y los primeros anfibios. Hacia finales del Devónico tuvo lugar la segunda gran
extinción.
Durante el Carbonífero, las placas fragmentadas en el inicio del ciclo Hercínico volvieron a converger hasta colisionar con
los restos de Gondwana, dando lugar a un acontecimiento deformativo importante, la orogenia hercínica. Esta zona se
caracteriza por estructuras de plegamiento acompañadas de procesos metamórficos de gran extensión y de una
intensa actividad magmática intrusiva. Los sedimentos de esta etapa son detríticos marinos (las denominadas facies
Culm), indicativos de la actividad tectónica y de la erosión en las grandes cadenas de montañas que se iban formando.
Los restos de la cordillera hercínica son, aún hoy, bien visibles en todo el occidente de Europa, especialmente al oeste
de la Península Ibérica. En Cataluña afloran fragmentos más pequeños en los Pirineos, en la Cadena Costera y en el
sustrato de la Cuenca del Ebro.
Al finalizar la orogenia hercínica, ahora hace unos 305 Ma, las masas continentales del planeta habían quedado unidas
(Figuras 4 y 5), formando un único supercontinent denominado Pangea, que en griego significa ‘toda la Tierra’. Pangea
estaba rodeada por un océano global, conocido como Pantalassa, que significa ‘todos los mares’. En el borde oriental
de Pangea se extendía un gran golfo, que recibe el nombre de Tetis.
Figura 4: La configuración de la Tierra ahora hace 280 Ma: un supercontinente mundial, Pangea, y un océano global,
Pantalassa.
Figura 5: Restitución de Pangea, con las tierras emergidas, las plataformas continentales y la distribución de los
mares y los océanos. Están indicados los futuros límites de las placas y la posición de la futura Placa Ibérica (Ib).
A grandes rasgos, la futura Placa Ibérica estaba, en aquel momento, situada en el extremo occidental de Tetis y
limitaba al norte con la futura Placa Europea, al oeste con la futura Placa Norteamericana y al sur con la futura Placa
Africana (figura 5). A finales del Carbonífero y principios del Pérmico, hace unos 300 Ma, los relieves creados durante la
orogenia hercínica estaban sometidos a una intensa erosión. Los sistemas de fracturas generados en un contexto
tectónico extensivo individualizaron altos estructurales y cuencas intramontañosas, las cuales recibían sedimentos
aluviales y estaban ocupadas, en gran parte, por áreas pantanosas y lacustres. En la zona que corresponde
actualmente a los Pirineos, la actividad volcánica fue notable. La vegetación, que desde el Devónico había empezado a
colonizar los continentes, era frondosa. En algunas de estas zonas pantanosas se acumularon importantes cantidades
de restos vegetales, que al madurar se convirtieron en carbón: de aquí el nombre de este periodo. Hacia el fin del
Pérmico, hace unos 250 Ma, vastas áreas del continente habían quedado reducidas por la erosión a llanuras extensas,
las denominadas penillanuras. También en este momento tuvo lugar la tercera gran extinción, en la cual desapareció el
95% de las especies. Todas estas circunstancias determinan el límite entre el Paleozoico y el Mesozoico, hace 250
Ma.
La fragmentación de Pangea. Del Triásico a finales del Jurásico
Algunas zonas de fractura formadas durante el Carbonífero y el Pérmico habían continuado evolucionando y Pangea se
empezó a fragmentar, iniciándose el ciclo Alpino.
Durante el Triásico, las áreas topográficamente más bajas de la futura Placa Ibérica estaban ocupadas por extensas
llanuras aluviales que periódicamente eran invadidas por el mar y se convertían en plataformas marinas de poca
profundidad; en ellas se depositaban fangos carbonatados y emergían algunos arrecifes. Hacia finales del Triásico, 50
millones de años tras el inicio de la fragmentación de Pangea, aquellas fracturas iniciales habían evolucionado hasta
formar unos sistemas de grandes fallas que delimitaban depresiones parecidas al actual valle africano del Rift (rift, en
inglés, significa ‘grieta’ o ‘abertura’). Uno de los valles ‘riftianos’ se localizaba en la futura área pirenaica, y el otro, más
importante y que fue inmediatamente invadido por el mar, en el área ocupada actualmente por el Sistema Bético, el Mar
de Alborán y el estrecho de Gibraltar. Otras depresiones similares se abrieron en el interior de la Placa Ibérica. Estos
sistemas de fracturas favorecieran la ascensión de masas de rocas volcánicas y subvolcánicas básicas.
En aquel momento, en la futura Península Ibérica se destacaban dos macizos emergidos: el Macizo Ibérico (la futura
Meseta) y el Macizo del Ebro, hoy desaparecido, el cual ocupaba las actuales zonas orientales de la Cuenca del Ebro,
de la vertiente sur de los Pirineos y del Golfo del León. Geográficamente, ambos macizos eran unas islas rodeadas de
vastas áreas encharcadas en las cuales se depositaban sales, yesos, arcillas y carbonatos en unas condiciones
climáticas muy áridas. Entre el Macizo Ibérico y el límite de los pantanos triásicos se abría una extensa llanura
desértica.
Con el transcurso del tiempo, durante el Triásico y especialmente durante el Jurásico, la extensión a lo largo de algunas
de las fracturas que limitaban los valles ‘riftianos’ progresó hasta que se generó corteza oceánica, quedando así
individualizadas nuevas placas tectónicas. Había empezado la apertura del Atlántico central (figura 6).
Figura 6: La configuración de la Tierra ahora hace 150 Ma, a finales del Jurásico. Se reconocen el contorno de la Placa
Norteamericana y la costa occidental de África, separadas por el Atlántico central, y la Placa Ibérica.
A lo largo del Jurásico, durante un periodo de 55 millones de años, una parte importante de la futura Placa Ibérica se
mantuvo sumergida bajo un mar poco profundo (figura 7). En unas condiciones climáticas más cálidas que las actuales,
en aquellas extensas plataformas continentales se depositaban fangos y arenas carbonatadas, los cuales, en mayor o
menor grado, eran retrabajadas posteriormente por las mareas. Aquellas condiciones ambientales favorecieron también
que las aguas fueran colonizadas por grupos muy numerosos de cefalópodos, principalmente ammonítidos y
belemnítidos, y también por braquiópodos y bivalvos.
Figura 7: Restitución de la Placa Ibérica hace 145 Ma, a finales del Jurásico.
Hacia finales del Jurásico, unos 150 Ma atrás, las costas meridionales del Macizo Ibérico se habían separado alrededor
de 500 km de las costas septentrionales de África. A lo largo de aquel espacio, las aguas del Océano de Tetis ya
habían conectado con las del joven Atlántico, que a la sazón ya había logrado una anchura de 1 000 km, entre las
costas meridionales de Terranova y las costas occidentales del Sahara (figura 7). El valle ‘riftiano’ que se había
empezado a abrir en la actual zona pirenaica 50 millones de años atrás era ahora un surco marino muy profundo
conectado con la extensa plataforma continental que ocupaba la mitad oriental de la actual Península Ibérica.
La individualización y deriva de la Placa Ibérica. El Cretácico
A lo largo del Cretácico inferior, la apertura del Océano Atlántico se propagó hacia el norte produciendo la definitiva
separación de la Placa Norteamericana de la Ibérica y la Europea. A finales del Cretácico inferior, hace 100 Ma, la
Placa Ibérica se encontraba completamente individualizada de las placas circundantes, limitada por grandes zonas de
falla de salto en dirección (figura 8). El límite septentrional se situaba en el surco pirenaico, donde la separación de
Iberia y Europa había provocado la apertura del Golfo de Vizcaya y, hacia el este, la formación de muchas cuencas
estrechas relativamente profundas y conectadas entre sí las cuales se extendían hacia las áreas orientales de la actual
zona pirenaica.
Figura 8: Restitución de la Placa Ibérica hace 100 Ma, a finales del Cretácico inferior.
La separación entre Iberia y Europa a lo largo de esta zona fue mayor en el oeste que en el este, lo cual añadió un
movimiento de rotación, en sentido contrario al de las agujas del reloj, al desplazamiento de la Placa Ibérica. Al sur, el
borde de la Placa Ibérica era la actual falla de las Azores - Gibraltar. Al este, otra zona de falla conectaba la de Azores Gibraltar con la zona alpina. La expansión de la Dorsal Centroatlántica había situado Iberia a unos 800 km al este de
Terranova.
La superficie emergida de la Placa Ibérica había aumentado considerablemente desde el Jurásico superior e incluía gran
parte del Macizo Ibérico. En las zonas donde habían emergido las antiguas plataformas carbonatadas jurásicas se
desarrollaban sistemas de cavernas y dolinas bajo un clima tropical que favorecía la formación de suelos bauxíticos y
lateríticos. En las costas que se abrían al Océano de Tetis y al Golfo de Vizcaya se desarrollaban grandes aparatos
deltaicos con extensas zonas de marismas, las cuales alojaban una gran diversidad faunística y florística. En las
plataformas continentales, fuera del alcance de la influencia deltaica, se depositaban carbonatos y se desarrollaban
barreras de arrecifes de rudistas y bajíos de arena, muchos de estos últimos formados por la acumulación de los
esqueletos de unos foraminíferos característicos de esta época, las orbitolinas. En los surcos marinos más profundos,
situados a las zonas septentrional y occidental del área pirenaica y del Golfo de Vizcaya, se depositaban sedimentos
clásticos que eran transportados por corrientes de turbidez desde los frentes de los deltas. En aquellos océanos
proliferaron los ammonites.
Hacia la mitad del Cretácico superior, alrededor de 85 Ma atrás, la Placa Africana inició un movimiento de rotación en
sentido antihorario en relación a la Placa Europea, a la vez que se desplazaba hacia el norte. Esto provocó el progresivo
cierre de una parte del Océano de Tetis (figura 9).
Figura 9: La configuración de la Tierra hace 90 Ma, a finales del Cretácico superior.
La Placa Ibérica, situada entre la Placa Africana y la Placa Europea, se vio empujada hacia el norte, iniciándose la
convergencia con la Placa Europea y la consecuente deformación de los bordes contiguos de ambas placas. En el área
pirenaica, la deformación se propagó desde las zonas orientales hacia las occidentales, en un proceso que culminaría,
al cabo de 50 millones de años, con la formación de los Pirineos y de las cadenas alpinas del interior de la península.
En aquellos tiempos, el área emergida del Macizo Ibérico había alcanzado una superficie próxima a la de la actual
Península Ibérica. En las desembocaduras de los grandes ríos se formaban aparatos deltaicos, y en las áreas de la
plataforma continental que quedaban fuera del alcance de las zonas de influencia deltaica se depositaban carbonatos y
margas y se desarrollaban arrecifes de rudistas y corales. La deformación que sufría el borde septentrional de la Placa
Ibérica provocaba frecuentes situaciones de inestabilidad en los sedimentos que se depositaban en la plataforma
continental. Una parte de aquellos sedimentos eran transportados mediante corrientes de turbidez y coladas de barro
submarinas hasta los fondos marinos profundos del surco pirenaico.
La formación de las cordilleras. EI final del Mesozoico y el inicio del Paleógeno
A finales del Cretácico y principios del Paleógeno, la situación general había evolucionado con rapidez. El proceso de
convergencia entre la Placa Ibérica y la Placa Europea había conducido al inicio de la colisión entre ambas placas.
Unos 65 Ma atrás, la mayor parte de la Placa Ibérica, incluyendo Córcega y Cerdeña, que se encontraban en la zona
que actualmente ocupan el Golfo de Valencia y el Golfo del León, estaba emergida y sometida a una intensa erosión.
La antigua conexión entre el Océano de Tetis y el Golfo de Vizcaya, a lo largo de la zona pirenaica, había quedado
interrumpida por la emersión del área oriental (figura 10).
Figura 10: Restitución de la Placa Ibérica hace 65 Ma, a finales del Cretácico y principios del Paleógeno.
Una gran parte de aquellas zonas recientemente emergidas eran tierras bajas y, cerca del borde septentrional de Iberia,
estaban recubiertas de vastas llanuras aluviales por las cuales discurrían ríos trenzados que transportaban los
sedimentos clásticos procedentes de la erosión del interior de la Placa Ibérica. En aquellas tierras bajas también había
humedales y lagos poco profundos donde se depositaban turbas y carbonatos; por aquellas zonas pantanosas
deambularon algunos de los últimos dinosaurios que poblaron la Tierra. El conjunto de estos sedimentos se denomina
facies garumnienses y en ellas se sitúa el límite entre el Mesozoico y el Cenozoico, marcado por la extinción del 75 %
de las especies terrestres y marinas.
Durante el Paleoceno, las condiciones ambientales fueron muy similares a las del fin del Cretácico, con un predominio
de la sedimentación continental, aluvial o lacustre. 55 Ma atrás, a principios del Eoceno, el mar empezó a invadir las
tierras bajas. En el área pirenaica, el apilamiento tectónico progresivo de materiales del zócalo y de las antiguas
cuencas sedimentarias, que se producía por efecto de la colisión entre las placas Ibérica y Europea, significaba una
carga enorme sobre sus bordes. El incremento continuado de carga había provocado que la litosfera de las zonas
contiguas a la cadena de montañas en formación inflexionara en dirección a aquella. A consecuencia de ello, se
generaron, a ambos lados de la cadena de montañas y paralelamente a ella, unas áreas topográficamente deprimidas,
las denominadas cuencas de antepaís, las cuales serían inmediatamente invadidas por el mar. Buena parte del área
pirenaica, del Macizo del Ebro y de la actual Cadena Costera se vieron convertidas en plataformas marinas de poca
profundidad donde se depositaban sedimentos predominantemente carbonatados. Los foraminíferos característicos de
esta época son las alveolinas, los caparazones de las cuales se acumulaban formando bajíos y barras litorales por la
acción del oleaje y las mareas. En las desembocaduras de los cursos fluviales que drenaban las áreas emergidas, se
formaban aparatos deltaicos, los cuales eran también, en mayor o menor grado, retrabajados por las mareas.
Como consecuencia del proceso de colisión entre la Placa Ibérica y la Placa Europea se generaron, en el área
pirenaica, sistemas de pliegues y mantos de corrimiento que invirtieron y exhumaron las antiguas cuencas
sedimentarias, las cuales fueran desplazadas tectónicamente hacia el sur en la vertiente ibérica. EI proceso de colisión
entre la Placa Ibérica y la Placa Europea culminaría hacia finales del Eoceno y principios del Oligoceno, hace
aproximadamente entre 35 y 30 Ma.
Paralelamente a la formación de los Pirineos, a lo largo del Eoceno y el Oligoceno, la deformación que tenía lugar en el
borde de la Placa Ibérica se transmitió hacia su interior, de forma que determinadas áreas de intraplaca, que
previamente se habían visto sometidas a extensión durante el Triásico, el Jurásico y el Cretácico inferior, ahora eran
deformadas en un contexto compresivo. Esto dio lugar a la formación de la Cordillera Ibérica y la Cadena Costera
Catalana. Concretamente, en esta última zona, la deformación se tradujo en la formación de fallas inversas,
cabalgamientos y sistemas de fallas de desplazamiento horizontal siniestro, oblicuas a la dirección de máximo
acortamiento de la zona pirenaica.
El resultado de todos estos acontecimientos fue que el área comprendida entre los Pirineos, la Cordillera Ibérica y la
Cadena Costera Catalana, el antiguo Macizo del Ebro, desapareció como área emergida suministradora de sedimentos,
y pasó a ser el zócalo de la cuenca de antepaís generada al sur del área pirenaica, la Cuenca del Ebro, receptora de los
sedimentos procedentes de la erosión de los relieves que se iban formando y que empezaban a emerger tanto al norte
como en sus límites sureste y suroeste.
La Cuenca del Ebro: de un mar abierto a una llanura aluvial. El Eoceno y el Oligoceno
A mediados del Eoceno, hace unos 47 Ma, los Pirineos eran un rosario de islas alineadas en dirección este-oeste, que
emergían entre las aguas que cubrían las cuencas de antepaís de Aquitania, al norte, y del Ebro, al sur. A la sazón, la
Cuenca del Ebro era una extensa bahía que se abría al Atlántico por el Golfo de Vizcaya y limitaba al este con los
relieves de la Cadena Costera Catalana, de forma que quedaba desconectada del Océano de Tetis. Flanqueando la
Cuenca del Ebro se desarrollaba una plataforma marina detrítica donde crecían algunos arrecifes, a la vez que en las
desembocaduras de los ríos que drenaban la Cadena Costera Catalana se formaban abanicos aluviales costeros y
deltas, los restos de los cuales son las montañas de Montserrat y Sant Llorenç del Munt. El clima, la circulación de las
aguas y el resto de condicionantes paleoambientales, favorecieron que aquellas plataformas fueran colonizadas por
foraminíferos de vida bentónica típicos del Eoceno medio, los nummulites.
Lentamente, la Cuenca del Ebro se iba rellenando de sedimentos. Hacia el fin del Eoceno, hace unos 37 Ma, había
pasado de estar conectada con el mar abierto por el Golfo de Vizcaya a un régimen prácticamente endorreico que
favorecía la evaporación (figura 11). Esto determinó que en las áreas centrales de la cuenca se depositaran grandes
cantidades de sales, mientras que, en zonas muy localizadas de los bordes, todavía se formaban pequeñas
construcciones de arrecifes coralinos.
Figura 11: Restitución de la Placa Ibérica 37 Ma atrás, hacia finales del Eoceno.
Al mismo tiempo, las estructuras tectónicas que se formaban como consecuencia de la colisión entre Iberia y Europa
proseguían extendiéndose hacia el interior de la Cuenca del Ebro involucrando sedimentos cada vez más recientes.
Esto provocaba, a su vez, que el espacio ocupado por la Cuenca del Ebro fuera progresivamente más pequeño y
también que el área emergida de las cadenas de montañas en formación fuera cada vez más extensa (figura 12) y,
como consecuencia, que aumentara el volumen de materiales disponibles para ser erosionados y transportados hacia la
cuenca de antepaís.
Figura 12: La configuración de la Tierra unos 35 Ma atrás, en el Oligoceno.
A principios del Oligoceno, hace 33 Ma aproximadamente, la Cuenca del Ebro, aislada del Golfo de Vizcaya y de Tetis,
era una depresión sometida a un régimen continental endorreico, la cual recibía las aportaciones de los ríos y torrentes
que drenaban las áreas del norte y del sur, elevadas topográficamente por causas tectónicas. Al llegar a la llanura,
aquellos ríos y torrentes depositaban sus aluviones, consistentes en enormes cantidades de gravas, arenas y arcillas,
en forma de conjuntos de abanicos y de llanuras aluviales por las cuales serpenteaban algunos ríos de lechos
trenzados. En las zonas centrales de la cuenca, relativamente alejadas de los frentes de las cadenas de montañas, se
desarrollaban zonas encharcadas y áreas lacustres donde se depositaban margas, carbonatos, yesos y, a veces,
también turbas. Es en estos depósitos donde se encuentran los restos de pequeños roedores, indicativos de la
radiación de los mamíferos. En las desembocaduras de los cursos de agua que llegaban a aquellos lagos se formaban
pequeños deltas. Probablemente, el paisaje de las zonas centrales de la actual parte catalana de la Cuenca del Ebro
debía recordar, en algunos aspectos, el de la sabana africana actual: lagos poco profundos rodeados de vegetación y
áreas temporalmente encharcadas.
La apertura del Mediterráneo occidental. El Oligoceno superior y el Mioceno
Hacia finales del Oligoceno y principios del Mioceno, hace unos 25 Ma, el proceso de colisión entre las placas Ibérica y
Europea había acabado. Los Pirineos, la Cadena Costera Catalana y la Cordillera Ibérica ya tenían la misma estructura
de plegamiento que ahora y los sedimentos que formaban los antiguos abanicos aluviales, que se habían depositado al
pie de los frentes montañosos de los Pirineos, ahora se encontraban plegados dibujando espectaculares discordancias
progresivas. La Cuenca del Ebro se mantenía en un régimen endorreico con la zona oriental, o Cuenca Central
Catalana, totalmente colmatada y ocupada por una extensa llanura aluvial que drenaba hacia el oeste, donde se
mantenían las condiciones lacustres. Al este, el antiguo golfo de Tetis había quedado prácticamente desconectado del
resto del océano y se había formado un mar interior, el Paleomediterráneo (figura 13).
Figura 13: La configuración de la Tierra hace 20 Ma ya era muy similar a la actual. El extenso golfo de Tetis ha
quedado convertido en un mar interior.
La finalización del proceso de colisión entre las placas Ibérica y Europea dio lugar a que, desde el Oligoceno superior,
la convergencia entre África y Eurasia pasara a manifestarse más al sur, en el límite entre las placas Ibérica y Africana.
Al mismo tiempo se desarrollaba un sistema de fallas en un contexto geodinámico extensional que progresaba por el
interior de la Placa Europea desde el norte hacia el sur, formando valles ‘riftianos’ en los actuales valles del Rin y del
Ródano. Esta nueva situación originó una serie de acontecimientos que determinarían el resto de los rasgos geológicos
básicos que configuran la actual área catalana de la Placa Ibérica.
Las fallas que se habían formado en la Cadena Costera Catalana simultáneamente con la formación de los Pirineos
actuaron en el nuevo contexto tectónico extensivo como fallas normales y generaron profundas fosas tectónicas
paralelas, o bien oblicuas, respecto a la actual línea de costa. En el extremo oriental de la Cuenca del Ebro, también se
desarrollaron sistemas de fallas normales, si bien en dirección NW-SE. La evolución de los sistemas de fracturas
provocó primero el adelgazamiento de la corteza continental y la fragmentación del extremo oriental de la Placa Ibérica,
de forma que el bloque formado por Córcega, Cerdeña y las Baleares, se separó y empezó a derivar hacia el este, al
formarse corteza oceánica en el Golfo de León y en el Surco de Valencia. De esta manera empezaba, hace unos 20
Ma, la formación del actual Mediterráneo occidental. Fue entonces cuando las fosas recientemente formadas en la
Cadena Costera Catalana y en el extremo oriental de los actuales Pirineos quedaron conectadas con el incipiente Mar
Mediterráneo (figura 14). Inmediatamente fueron ocupadas por un mar poco profundo donde se depositaban sedimentos
clásticos y evaporitas y se formaban también algunos arrecifes coralinoslins.
Figura 14: Reconstrucción paleogeográfica a mediados del Mioceno.
Durante el Mioceno superior, en el área pirenaica oriental, se generó otro sistema de fosas tectónicas que cortó todas
las estructuras de plegamiento y de cabalgamientos que se habían formado con anterioridad, lo que delimitó pequeñas
cuencas sedimentarias intramontanas. En las cuencas de la Seu d’Urgel y la Cerdanya se formaron sistemas de
abanicos aluviales con áreas pantanosas y lacustres, en un régimen endorreico, donde se depositaban sedimentos
finos y turbas. En el extremo oriental de la Cuenca del Ebro, hace unos 10 Ma, se registra el inicio de un episodio
eruptivo básico a favor de las fallas orientadas NW-SE que delimitan la fosa del Empordà. De la actividad volcánica se
conservan las coladas basálticas.
La “crisis” Messiniense
Hace unos 7 millones de años, un suceso extraordinario afectó toda la cuenca mediterránea y las tierras emergidas que
la rodean: durante el Messiniense, el Mediterráneo se secó. La mayor parte de la zona quedó convertida en una
gigantesca salina situada a centenares de metros por debajo del nivel del Atlántico. Es posible que el paisaje se
pareciera bastante a una especie de combinación de triángulo de los Àfar con algunos salares del área andina y de la
cuenca del Mar Muerto. Aquel cambio brutal en el nivel de base provocó que los ríos se encajaran muy profundamente
en las antiguas plataformas marinas y que la erosión que producían en las zonas de las cabeceras progresara en
dirección al continente (figura 15).
Figura 15: Reconstrucción paleogeográfica a mediados del Mioceno.
Probablemente fue entonces cuando las cabeceras de algunos de los torrentes que drenaban los relieves de la Cadena
Costera Catalana hacia el Mediterráneo alcanzaran la Cuenca del Ebro, capturando cursos fluviales de ésta y
constituyendo nuevas cuencas hidrográficas, las del Ter, Llobregat, Francolí y Ebro. A partir de aquel momento la
antigua cuenca de antepaís de los Pirineos dejaba de ser una cuenca endorreica y pasaba a ser tributaria de la cuenca
mediterránea. Los sedimentos eocenos y oligocenos depositados en la Cuenca del Ebro durante la formación de las
cadenas de montañas que la delimitan empezaron a ser erosionados y a convertirse en el área fuente de buena parte de
los materiales que rellenan el Golfo de Al inicio del Plioceno, la conexión entre el Atlántico y el Mediterráneo se había
restablecido y a mediados del Plioceno, hace unos 3 Ma, el nivel del mar no tan sólo se había recuperado, sino que
había ascendido unos 100 metros por encima del nivel actual. Lo suficiente para que algunas áreas de las fosas
tectónicas próximas a la costa volvieran a ser invadidas por un mar poco profundo (figura 16).
Figura 16: Reconstrucción paleogeográfica a finales del Mioceno.
En las desembocaduras de algunos ríos se formaron unos pequeños aparatos deltaicos del tipo denominado de Gilbert
y que son muy característicos del Plioceno del Mediterráneo. En los bordes de la depresión intramontana de La Selva,
se producían efusiones volcánicas basálticas de una cierta importancia.
Desde hace 2 Ma hasta el año 18 000 antes de nuestra era
Es durante el Pleistoceno cuando la Península Ibérica adquirió el resto de los rasgos geográficos que le darán el
aspecto con el que la conocemos actualmente. Desde el punto de vista de la geodinámica interna, a partir de finales del
Plioceno, hace unos 2 Ma, empezó un periodo de calma relativa, rota puntualmente por las erupciones volcánicas
localizadas en la zona nororiental de Cataluña. Pero, climáticamente, es una época con mucha variabilidad. Después de
un tiempo de clima benigno, que se mantuvo desde finales del Plioceno hasta mediados del Pleistoceno, desde unos
900 000 años atrás, tuvieron lugar cinco glaciaciones separadas por intervalos de clima más cálido, los denominados
interglaciares (figura 17).
Figura 17: Curvas climáticas del último millón de años (Pleistoceno y Holoceno); los números pares indican cada una
de las épocas glaciales y los impares los periodos cálidos interglaciales. Detalle de la Tabla de los tiempos geológicos.
Durante las épocas glaciales la precipitación de nieve superaba la fusión estival, y año tras año, se iban acumulando
grandes cantidades de hielo en los casquetes polares y en las zonas con relieves más elevados (figura 18). Mientras se
mantenían las condiciones glaciales, el volumen de agua atrapada en los casquetes polares en forma de hielo
provocaba que el nivel del mar descendiera unas cuántas decenas de metros por debajo del nivel actual.
Consecuentemente, los cursos de agua se encajaban fuertemente en el relieve y depositaban, en sus desembocaduras,
gravas y arenas en forma de abanicos costeros y deltas. En las zonas más altas de los Pirineos se formaban circos y
glaciares de valle, los cuales acumulaban y transportaban bloques y fragmentos de roca a sus morrenas, al mismo
tiempo que erosionaban sus lechos, confiriéndoles la típica sección en U de los valles de origen glaciar. En las áreas
con fuertes pendientes próximas a los glaciares, las zonas denominadas periglaciares, el proceso iterativo de
congelación-fusión del agua intersticial de las rocas y del agua retenida en grietas y diaclasas provocaba la
fragmentación mecánica y la consecuente acumulación de los bloques y cantos en los pies de las vertientes en forma
de canchales y de conos de depósitos de vertiente muy característicos.
Figura 18: La configuración de la Tierra durante las épocas glaciales pleistocenas, con extensos casquetes polares.
Durante las épocas interglaciales, una gran parte del hielo de los casquetes polares se fundía, el nivel del mar ascendía
y los cursos de agua depositaban los sedimentos que transportaban en las orillas de sus lechos. Lejos de las áreas
glaciales, aquellos cambios climáticos se reflejaban en la formación de suelos y costras carbonatadas sobre los
sedimentos aluviales y en la acumulación periódica de sedimentos finos como el loess, que eran transportados por el
viento en forma de nubes de polvo.
En las zonas con afloramientos extensos de rocas carbonatadas, de conglomerados con los cantos y el cemento
carbonatado o de otras rocas solubles en agua o en ácido carbónico, se desarrollaban procesos cársticos que dieron
lugar a sistemas de cavernas, simas y dolinas. Algunas de aquellas dolinas evolucionaron hacia verdaderas áreas
lacustres. En las salidas de los sistemas cársticos, las aguas saturadas en carbonato cálcico sedimentaban y, en
algunos casos continúan sedimentando actualmente, unos precipitados e incrustaciones de carbonatos, los travertinos.
Los cambios en el nivel de base, junto con la acción combinada de disolución química y abrasión mecánica, provocaron
que, al atravesar zonas constituidas por carbonatos, los cursos fluviales se encajonaran en el relieve formando
desfiladeros estrechos y profundos.
Así, durante el Pleistoceno, el encajamiento de la red de drenaje iba generando unos vacíos potenciales que tendían a
rellenarse. La reiteración en el tiempo de todos los procesos mencionados, condujo a la formación de terrazas y
abanicos aluviales escalonados, a la incisión de los desfiladeros fluviales, a la formación de plataformas marinas de
abrasión, al establecimiento de la red fluvial casi tal y como la conocemos hoy en día y, a fin de cuentas, a la definición
de los rasgos básicos de la escultura del paisaje actual.
Los últimos 18 000 años
Casi 18 000 años atrás, apenas tras el último máximo glacial, el nivel del mar se encontraba situado unas cuantas
decenas de metros por debajo del nivel actual. Los glaciares que cubrían las zonas más altas de los Pirineo fueron
desapareciendo lentamente y, en algunos circos y en algunas concavidades del perfil longitudinal de sus valles, se
formaban pequeñas cuencas lacustres, a veces contenidas por las antiguas morrenas.
La progresiva disminución de la superficie de los casquetes polares, provocó una trasgresión marina que anegó las
tierras bajas costeras y las antiguas llanuras deltaicas.
Hace 11 500 años, cuando se inició el Holoceno, el periodo geológico actual, el nivel del mar se había ido estabilizando
y se encontraba alrededor de 2 metros por encima de la cota actual. La mayor parte de las llanuras del Empordà, del
Besòs, del delta del Llobregat y del delta del Ebro se encontraban sumergidas. Eran bahías poco profundas, rodeadas
de tierras bajas aluviales, de las cuales emergían algunos islotes. Hacia el año 1000 a.C., la acumulación de
sedimentos aportados por los ríos había hecho aumentar considerablemente las áreas emergidas y su paisaje consistía
en humedales y tierras bajas pantanosas. En los asentamientos humanos, localizados en la periferia de aquellas
llanuras y también en algunos islotes, se empezaron a desarrollar la agricultura y la ganadería; los restos de los
poblados íberos son buen testimonio de ello.
Ya en tiempos históricos, las llanuras litorales del Empordà, del bajo Llobregat y del Ebro habían ido creciendo con los
aluviones aportados por los ríos, de forma que, hacia el año 50, la línea de costa era ya bastante próxima a la actual
(figura 19).
Figura 19: Reconstrucción de la línea de costa, en azul, hacia el año 50, con la situación de las principales ciudades
romanas en el litoral catalán.
Durante la Edad Media, debido a conflictos políticos y militares entre nobles vecinos, algunos ríos, como el curso bajo
del Ter, fueron repetidamente desviados. En las zonas de montaña, de fuertes pendientes, la actividad antrópica dejó su
impronta en el paisaje en forma de bancales y terrazas de cultivo.
Más tarde, en el siglo XVII, la deforestación de grandes áreas de bosque se tradujo en un aumento considerable de las
aportaciones de los ríos y, en consecuencia, en un incremento de la superficie emergida en las llanuras deltaicas y
costeras. El delta del Ebro alcanzó su extensión máxima hacia finales de los años 10 del siglo XX. Desde entonces, por
razón de la retención de sedimentos en los embalses de su cuenca, el volumen de materiales del delta permanece
prácticamente constante. Los sedimentos disponibles actualmente son redistribuidos por la acción de las corrientes de
deriva litoral, por las olas y, en menor medida, por las mareas, de forma que la silueta del delta del Ebro tiende a ser
redondeada, al estilo de la del delta del Llobregat. Durante el resto del siglo XX el paisaje de Cataluña ha ido
evolucionando con pocos cambios, casi todos debidos a la acción antrópica, hasta alcanzar el aspecto que podemos
percibir actualmente.
Esquemas tectónicos globales
Evolución de los continentes y los océanos desde el Neoproterozoico hasta la actualidad. Hay que notar, en los mapas,
el cambio de posición de las masas continentales y la formación y la desaparición de los océanos que las separan
(originales de R. Blakey). El color marrón indica la situación de los cinturones orogénicos en las tierras emergidas; se
han situado el Hercínico y el Alpino, los dos más importantes representados en Cataluña. Las líneas rojas representan
las zonas de subducción, y los trazos amarillos, con la dirección de la extensión indicada por pares de flechas, la
posición de las dorsales oceánicas; en naranja se representa la posición de la actual Península Ibérica. Es de destacar
el desplazamiento de ésta desde posiciones australes, durante el Proterozoico y el Paleozoico, la situación ecuatorial
durante el límite Paleozoico-Mesozoico y la posición meridional durante todo el Mesozoico y el Cenozoico.
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