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3ª. Jornada de Reflexión del Vino
Martes 19 de agosto de 2014
A la mesa con el placer del resveratrol
Por Harriet Nahrwold
Cuando Pablo Morandé, nuestro querido presidente de la Cofradía, me invitó a
hacer la charla que él mismo tituló “A la mesa con el placer del resveratrol”,
no supe si partir arrancando o sentirme profundamente halagada. Por un lado,
me pareció que podría sonar pretencioso de mi parte venir a hablar del
resveratrol ante tan distinguida audiencia, que seguramente domina mucho mejor
que yo los vericuetos químicos de este poderoso antioxidante, hoy convertido por
algunos científicos en algo así como una pócima de la eterna juventud...
Pero por otro lado, sentí que esta podría ser una excelente oportunidad para
aportar con algunas palabras que motivaran a re-encantarnos con el goce del
vino como uno de los ingredientes indispensables en la mesa. Eso, justamente en
un momento en que autoridades de todo tipo parecieran querer satanizar la
costumbre de acompañar las comidas con una copa de tinto o blanco, en vez de
entenderla como parte insustituible del buen vivir. Y también, por qué no decirlo,
de la buena salud.
De paso, aprovecho de rendirle aquí un homenaje al doctor Federico Leighton,
nuestro cofrade muy tempranamente fallecido, quien dedicó buena parte de su
vida a investigar algunos de los temas de los que hablaré a continuación.
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Existe una antigua premisa que asegura que “somos lo que comemos”. Es
probable que el fisiólogo norteamericano Ansel Keys haya partido de esta
hipótesis cuando estudió la desigual incidencia de enfermedades cardíacas que ya
a mediados del siglo XX se producían alrededor del mundo. Su trabajo de
investigación, que se inició allá por 1958, y que se conoció como “El estudio de
los Siete Países”, pretendía explicar por qué ocurría la rara incongruencia de que
los ejecutivos norteamericanos –por entonces seguramente los mejor alimentados
del planeta– sufrían más accidentes cardiovasculares que la población más pobre
del sur de Europa. En el Viejo Continente, aquellos aún eran tiempos de postguerra, y por lo mismo, los alimentos eran relativamente escasos y su obtención
estaba asociada a una escala más bien doméstica que a grandes corporaciones
industriales.
Pero Keys se percató también de que los japoneses, que consumían una dieta con
pocas grasas, especialmente baja en grasas saturadas, tenían 10 a 12 veces
menos posibilidades de incurrir en enfermedades cardíacas que los finlandeses,
buenos consumidores de pan con harta mantequilla y queso. De manera que
establecer una relación entre la incidencia de enfermedades cardiovasculares y
los altos niveles de colesterol, fue solo cosa de sumar uno más uno.
Keys incorporó rápidamente las conclusiones de esta investigación en un texto
que llamó “La Dieta Mediterránea”. Se trata de una recopilación de
recomendaciones nutricionales basadas en la virtuosa trilogía del pan (de
preferencia elaborado con harinas no muy refinadas), el aceite de oliva y el vino.
Ello, sin desconocer la importancia de frutas, verduras y legumbres, todos
ingredientes habituales en la dieta de las comunidades que habitan ese vasto
territorio transnacional que conforma la cuenca del Mediterráneo.
A través de esta forma sensata de alimentación, Ansel Keys buscaba hacer
realidad las recomendaciones que Hipócrates ya había esbozado hace unos 2.400
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años. Es decir, conseguir que la gente muera joven, pero lo más tarde
posible. Fiel a la concepción del estilo de vida mediterráneo, Keys fue uno de los
mejores exponentes de su propia teoría: se trasladó a vivir a Italia y murió el año
2004, un par de meses antes de cumplir los 101 años.
Entre tanto, y a comienzos de las década de los 90, Serge Renaud, un científico
francés de la Universidad de Burdeos, presentó los resultados de otro estudio en
el que aseguraba que los franceses vivían más tiempo y tenían menos ataques al
corazón que los norteamericanos, a pesar de que los galos fumaban más, hacían
menos ejercicio y disfrutaban sin culpa de delicias como el foie gras, el confit de
pato y algunos quesos con triple crema.
Tal vez estos estudios no habrían salido con tanta fuerza a la luz pública si no
hubiese sido porque Renaud fue invitado en 1991 al programa “60 Minutos” de
la cadena de televisión norteamericana CBS. Había hecho cabeza de un
documental en el que explicaba las razones de esta curiosa “paradoja francesa”, y
en él sostenía con toda firmeza, que la explicación de esta ejemplar condición de
salud radicaba en las dos o tres copas de vino que la mayoría de los franceses
bebía diariamente junto a sus comidas.
Aparte de convertir a Renaud en toda una celebridad, no está demás recordar el
efecto dramático e instantáneo que sus palabras tuvieron en la audiencia
norteamericana. Ellas no sólo levantaron de una plumada los últimos resabios
éticos de la Prohibición en Estados Unidos, sino que dispararon las ventas de vino
tinto a niveles sin precedentes. Para la industria chilena, este boom resultó ser el
inicio de una época dorada, que también se manifestó en un crecimiento
explosivo de plantaciones de viñedos (a veces incluso no muy bien hechas, o un
poco a la rápida, como se ha podido comprobar dos décadas después), y en cifras
de exportaciones que aumentaban vertiginosamente año a año. Uno de los
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grandes favorecidos resultó ser nuestro “Chilean Merlot”, que por entonces vivió
un verdadero período de gloria.
Para un público que no estaba acostumbrado a beber tintos (en realidad, tampoco
blancos, pero esos no tenían el estatus de pócima de vida), el merlot se convirtió
en algo así como un “remedio” perfecto. Si ustedes se acuerdan, no había película
ni serie de televisión donde los protagonistas no pidieran otra cosa que una copa
de merlot, como si fuera sinónimo de vino tinto. Y la industria les dio en el gusto,
haciendo vinos suaves, amables, hasta fomes, yo diría; una especie de comodín
que sirviera para acompañar cualquier preparación, desde carnes y pastas hasta
pescados y mariscos. Un estigma que a esta encantadora variedad le ha costado
quitarse de encima, sobre todo después del fenómeno de Sideways, la película
que la terminó por desplazar en favor de la pinot noir.
A raíz de su presentación en el reconocido programa de TV de la CBS, Serge
Renaud fue interpelado por el US Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms,
Oficina para el control de alcohol, tabaco y armas de fuego del gobierno de
Estados Unidos (más conocida por su sigla ATF) para que demostrara, con datos
fehacientes, lo que estaba postulando. Es decir, que el consumo regular de vino
realmente era beneficioso para la salud.
A sus primeras investigaciones, Renaud sumó otro exhaustivo estudio realizado
en cerca de 34.000 hombres de mediana edad. En él demostró que, aparte de
proteger contra enfermedades coronarias, el consumo moderado de vino también
prevenía de manera eficiente algunas enfermedades cancerígenas. El estudio
concluyó que las personas que adoptasen la dieta de los habitantes de Creta, con
un alto consumo de aceite de oliva, almendras y vegetales, además de un par de
copas de vino al día, tendrían asegurado su pasaporte a la longevidad. O sea, el
círculo se cerraba en las mismas recomendaciones de la dieta mediterránea que
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ya había planteado Ansel Keys un par de décadas antes, y con el vino como EL
factor de incidencia en la disminución de las enfermedades coronarias.
Con estos resultados a la vista, no fueron pocos los científicos que se pusieron a
buscar esa substancia prodigiosa del vino tinto que permitía alargar la vida en
buenas condiciones. Las propiedades sanadoras del vino ya eran bien conocidas
desde la Antigüedad, cuando, frente al agua, ofrecía la garantía de ser una bebida
limpia y sin contaminación. Pero estaba claro que lo que los científicos buscaban
ahora era otra cosa: la posibilidad de satisfacer el siempre apremiante deseo de
eternidad de los humanos. Y lo encontraron en el resveratrol, que por algún
tiempo nos permitió soñar con la inmortalidad.
No voy a entrar aquí en muchas de las profundidades químicas respecto del
resveratrol... Solo decirles que se trata de un poderoso antioxidante natural, o
sea, una molécula capaz de retardar o prevenir la oxidación de otras moléculas.
De esta manera protege a las células del cuerpo frente al daño de los radicales
libres, que –dicho de manera muy simple– son moléculas inestables, proclives a
la oxidación, que gatillan los procesos de envejecimiento. Como antioxidante, el
resveratrol está presente en las uvas y en productos derivados de ellas, como el
vino y el mosto, pero también en otros alimentos como ostras, maní y nueces, al
igual que en el ruibarbo y en algunos berries, sobre todo en los de color oscuro.
Sin embargo, y en lo que atañe al vino, lo que sí me pareció fascinante fue
comprobar que el milagro del resveratrol, una vez más, no ocurre en la bodega,
sino directamente en las vides. Como seguramente muchos de ustedes saben, en
nuestro ecosistema existen muchísimas plantas que tienen la capacidad natural
de prevenir infecciones o defenderse de ataques de hongos y virus. Incluso, de
neutralizar los efectos de una excesiva radiación solar. Para ello, sintetizan unas
sustancias que se llaman fitoalexinas (principalmente isoflavonoides) que
funcionan como un antibiótico natural. Pues bien: en las vides, esta función
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defensiva le corresponde justamente al resveratrol, que está presente tanto en
las plantas como en las bayas.
Hecho el descubrimiento de este notable antibiótico natural, era obvio que los
científicos buscarían la forma de sintetizarlo a fin de producir una pildorita mágica
que cumpliese la misma función que las recomendadas dos o tres copas de vino
al día. Afortunadamente, y para suerte de nuestro querido vino, si bien a nivel de
laboratorio la sustancia ha dado resultados sorprendentes en cuanto a combatir
células cancerígenas y prolongar la vida de algunos microorganismos, no ha
funcionado en experimentos con humanos. Así es que alegrémonos, porque
todavía nos queda para rato la excusa de beber vino como dios manda...
Los estudios realizados con el resveratrol revelaron otras cosas interesantes,
como que las cantidades acumuladas de esta fitoalexina varían de acuerdo a la
variedad y la ubicación geográfica de las parras. Se estima que las que presentan
mayor concentración serían las de uvas tintas, sobre todo las de pinot noir; y que
para su desarrollo, los climas fríos serían más propicios que los cálidos. Y como
los tintos llevan a cabo su proceso de fermentación en contacto con los hollejos
de las uvas, no es difícil deducir la razón por la cual en estos hay mayor
concentración de reveratrol que en los blancos, que por lo general se fermentan
sin orujos.
Quisiera volver a referirme brevemente aquí a la Dieta Mediterránea, que fue
reconocida en 2010 por la UNESCO como patrimonio intangible de la humanidad,
y que este 2014 está celebrando a lo grande su año internacional. Esta forma
sabrosa y sostenible de alimentación, sobre todo si se realiza con mesura y con el
placer de compartir, debería estar en el ADN de todos los chilenos. Contamos con
una de las pocas áreas de verdadero clima mediterráneo en el mundo; tenemos
una costa generosa en pescados y mariscos; producimos excelentes vinos y
aceites de oliva, y nuestras frutas y verduras son de clase mundial... Entonces,
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¿qué nos falta? Tal vez recordar que a comer y a beber también se aprende, que
podemos romper patrones alimenticios heredados y aceptar al vino como una
bebida grata y lúdica en la mesa, lejos del carácter de droga legal en el que
algunas autoridades han querido condenarlo.
Para terminar, solo decirles que soy de las personas que no creen que el vino
necesite de “excusas científicas” para estar diariamente presente en la mesa.
Tengo claro que antes, mucho antes de que hubiera evidencias científicas de sus
propiedades beneficiosas para la salud, el vino ya formaba parte indisoluble de lo
que los griegos llamaban la Diaíta, una antigua palabra que suena parecido a
dieta, pero que en realidad se refiere más bien a un “estilo de vida”. Uno que
comprende la obtención de los alimentos, su preparación y, lo más importante, su
consumo con ánimo gozoso, siempre junto a una copa de vino. Con o sin
resveratrol.
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