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Cuadernos Americanos, núm. 126 (2008), pp. 217-221.
Rosa Elena Pérez de la Cruz, El pensamiento ético de Andrés Avelino, México,
UNAM/IPGH, 2007, 93 págs.
En su nuevo libro El pensamiento ético de Andrés Avelino, Rosa Elena
Pérez de la Cruz, asidua estudiosa de la filosofía latinoamericana, nos da a conocer un aspecto interesante del filósofo dominicano, presente en el título, a través
de un doble reto: ubicar al propio Avelino en la época crítica que le tocó en suerte
vivir (la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la cual prácticamente fue anulada la libertad de expresión y mermado en forma considerable el libre vuelo intelectual); y, además, evaluar en sus justas dimensiones el pensamiento ético del
filósofo dominicano poniendo de relieve sus aportes y limitaciones en el campo
de la axiología y de la ética en general.
Considero que la autora, a quién también debemos la significativa obra:
Historia de las ideas filosóficas en Santo Domingo durante el siglo XVIII, sale
vencedora en esos retos al entregarnos una lectura fiel, esclarecedora y a la vez
viva en matices y claroscuros de la obra de Avelino.
Tal vez muchos lectores se pregunten ¿quién fue Andrés Avelino? Para
contestar a esta pregunta la autora viajó a su tierra natal, invadida por la nostalgia evocó sus recuerdos juveniles para vislumbrar si en su memoria quedaban
algunas huellas y tal vez pálidos reflejos de aquellos turbulentos años; entrevista a los hijos del filósofo, reúne testimonios para forjar un cuadro vívido que nos
adentra en los entresijos y problemáticas que el filósofo se planteó en su exhaustiva revisión del pensamiento ético de Occidente en sus fundamentales
vertientes: ética de bienes, ética formal, ética de los valores.
Pérez de la Cruz se remonta a finales del siglo XVIII y principios del XIX donde
ya comienzan a percibirse las fuerzas y tendencias generadoras de la nacionalidad de nuestros pueblos, especialmente de la dominicana. Traza las grandes
vertientes de ideas y corrientes que se desarrollan hacia finales del periodo
decimonónico, el resurgimiento de las ideas indigenistas, las posturas conservadoras así como las anarquistas y socialistas que se bosquejan en el siglo.
Pasa revista a los más destacados pensadores dominicanos del siglo XX: Federico García Godoy, Pedro Henríquez Ureña (muy cercano a nosotros) y sobre todo
al gran educador y filósofo positivista Eugenio María de Hostos, con el que
Avelino mostrará marcadas diferencias.
Como resultado de su breve incursión en el pensamiento dominicano, la
autora considera que en el siglo XX la contribución más completa y más filosófica
se la debemos a Andrés Avelino, quien nació en la Ciudad de Monte Cristi el 13
de diciembre de 1900 y murió en Santo Domingo el 18 de marzo de 1974.
En efecto, a juzgar por los datos proporcionados por la autora podemos
deducir que se trata de un filósofo completo y profesional que, sin duda, el
argentino Francisco Romero ubicaría como ejemplo de un periodo de “normalidad filosófica” en el que se abandonan las improvisaciones para dar paso a la
reflexión seria y profunda.
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Múltiples son los libros de Avelino: se mencionan alrededor de quince pero
la autora centra su análisis en la obra póstuma, Los problemas antinómicos de
la esencia de lo ético: filosofía de lo ético, escrito en 1971. Siendo ésta una obra
de madurez, nos permite aproximarnos al pensamiento de un Avelino eminentemente cuestionador que con singular audacia somete a discusión los filosofemas
de los autores clásicos de la ética. Su proceder antinómico y problematizador lo
lleva a rastrear antinomias y disolver dogmas revelándose como auténtico filósofo, por ello Pérez de la Cruz no vacila en ubicarlo como el filósofo dominicano
más completo del siglo XX. Avelino —nos explica la autora en el capítulo denominado “La ética de Avelino, objeto de estudio, influencias filosóficas”— distingue entre ciencia y filosofía. En este caso, su concepto de “ciencia” —retomado
tal vez del positivismo del que fue adverso— es sinónimo de pensamiento cerrado, conclusivo y dogmático, mientras que la filosofía es, por su esencia, antinómica e indagadora. Bajo este criterio el pensador dominicano considera que las
éticas prekantianas, desde la aristotélica hasta la utilitarista, pasando por
la naturalista y la del evolucionismo moderno, son éticas que ya presuponen la
moral, que se erigen en una idea estable y definitiva del bien no sujeta a discusión. Lo mismo sucede con la ética de los valores, “pues, para Avelino —nos
dice Pérez de la Cruz— no se ha demostrado filosóficamente lo que de moral
tiene el valor” (p. 10).
Entre los problemas éticos que Avelino aborda bajo la óptica de las antinomias
figuran el relativo al origen de la moral, su esencia, la obligatoriedad y el crucial
problema de la libertad. En torno a esta problemática intentaríamos entrever
algunos ejemplos que den cuenta del filosofar de Avelino y que son magistralmente analizados por Pérez de la Cruz.
Un caso es la ética socrática representativa de una ética de bienes y que
enfatizó, en su momento, el grado de conocimiento y de conciencia. Se trata de
un intelectualismo pronunciado donde, a juicio de Avelino, “la acción moral
debe ser necesariamente dirigida” y consciente. Aquí, el filósofo dominicano
advierte un problema que debe ser discutido y que va de la esencia racional o
irracional de la ética a la estructura consciente o inconsciente de la moral; de este
modo Avelino confronta la ética socrática con la teoría de los valores que, como
sabemos, esgrime la tesis de la intuición de los valores y la idea scheleriana de
que la razón es ciega para la captación de lo valioso. Este caso, nos revela, pues,
la pugna entre un racionalismo y un intuicionismo tan caro para la filosofía de los
valores.
Otra cuestión surge con lo que atañe a la relación entre bienes y valores.
Según Avelino, suele afirmarse, de manera dogmática, el valor como objeto y
fundamento de la ética y no se pone en tela de juicio si la esencia de lo moral
estriba en el bien o en el valor, planteándose así preguntas como las siguientes:
¿qué relaciones ónticas tienen los bienes y fines con los valores?, ¿son los
bienes y los fines meros productos o consecuencias de los valores?, o por el
contrario, ¿son los valores, sus intuiciones, sus preferencias y jerarquías, consecuencias de la existencia valiosa de los bienes y los fines?
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Por otra parte, es central la crítica que Avelino formula a la ética kantiana en
la que se va perfilando su propia postura en lo que se refiere a este campo de la
filosofía. Por ello Pérez de la Cruz dedica buena parte de su trabajo a este asunto.
Para Avelino el deísmo kantiano acaba con la religiosidad, pues “el imperio de la
autonomía del hombre, hizo a un lado a Dios. Como acontece en toda vida
moderna, positiva y cientificista, en donde se hace ‘mera teoría científica de los
valores’” (p. 20).
De acuerdo con Avelino, en la ética kantiana el bien supremo es sustituido
por la ley moral o imperativo categórico; como bien observa la filósofa Pérez de
la Cruz en “el contexto de esta crítica que hace Kant podemos observar el patente espiritualismo cristiano en el que se inscribe Avelino” (p. 21), por ello ve en el
imperativo kantiano un formalismo vacío “porque la máxima suprema de la conducta ya no proviene de Dios, Bien Supremo, sino del hombre mismo” (p. 22).
Es cierto que en la ética kantiana hay un sitio para Dios concebido como el
ser que es siempre lo que debe ser y el deber ser que siempre es (recordemos los
postulados de la razón práctica), pero, en este caso, en la ética formal: “Dios es
una mediación, una garantía de y para la ley moral, aunque la razón, en su
función teórica, no pueda demostrar que existe. Esta situación —observa Pérez
de la Cruz— hace que Andrés Avelino lo conciba [al filósofo de Konisberg]
como ateo” (p. 24).
El abordaje que la autora hace del análisis desarrollado por Avelino sobre el
imperativo categórico, es fundamental. Observa que el filósofo dominicano se
remonta al hilemorfismo aristotélico aduciendo que toda forma debe estar vinculada ónticamente con alguna materia, de tal suerte que los imperativos categóricos particulares y todas las máximas deberán estar relacionados con algún
contenido o materia concreta. Para Avelino la ética formal kantiana —observa la
autora— desemboca en un reduccionismo ya que la única ley formal posible es
el imperativo categórico como fundamento de la moralidad.
Las críticas que Avelino dirige a la ética kantiana, como bien observa Pérez
de la Cruz, se orientan a encontrar en el imperativo categórico “un agujero por
donde filtrar contenidos axiológicos” que permitan conectar el ámbito teórico
con el práctico. Aquí se advierte otra antinomia en la medida en que nos preguntamos desde una ética no empírica cómo inciden los actos morales en los hechos
concretos y, relacionado con lo anterior, está el carácter de universalidad que
supuestamente reviste el imperativo y que nos lleva a preguntarnos si así como
hay máximas universales hay otras que no lo sean, ¿cómo distinguirlas?, ¿hay,
en suma, unas máximas subjetivas, individuales y otras de validez universal?,
¿cuál es el criterio para distinguirlas?
Avelino concluye —nos dice la galardonada con el reconocimiento Sor
Juana Inés de la Cruz 2005— que “ese criterio tendría que ser de contenido
formal, y entonces habría una forma de la que dependiesen los imperativos
categóricos; o material, y, de esta manera, en su dictamen, la ética formal kantiana
vendría a ser una ética material” (p. 31).
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En el capítulo denominado “Axiología, el problema antinómico del valor”, la
autora continua mostrando, con impecable detalle, las confrontaciones del dominicano con las posturas de filósofos como Scheler y Hartmann, notables
paladines de la filosofía de los valores. Por un lado, Pérez de la Cruz reconoce
que hay cierta analogía entre la posición del filósofo argentino Risieri Frondizi y
la del propio Avelino en cuanto ambos consideran la relación que hay entre
valores y bienes, pues una constelación de valores sin personas en quienes
provocar actividades y fines valiosos carece de sentido, al igual que unos bienes desprovistos de valores que hayan provocado y dirigido su realización. Sin
embargo, para Andrés Avelino los valores son trascendentes, dependen de un
bien supremo. Este trascendentalismo y espiritualismo que permea su ética explica por qué Avelino se muestra reacio a todo inmanentismo axiológico. “No
comparte con Scheler —observa Pérez de la Cruz— que los valores estén íntimamente unidos a las cosas particulares que nos provocan cambios de estados y a
los cambios mismos” (p. 38).
En el capítulo “La concepción del valor en la ética de Avelino”, Pérez de la
Cruz logra fijar la concepción de los valores que finalmente sustenta el filósofo
dominicano y su postura, acentuando sus diferencias frente al psicologismo, al
pragmatismo y al utilitarismo. Señala que para este filósofo que vivió bajo la
dictadura de Trujillo, los valores son esencias ideales jerarquizadas en un orden
de dignidad. El asunto fundamental de la ontología no es el objeto real sensible,
sino el valor, de ahí que el valor esté en todos los objetos a la manera de un élan
vital que ilumina y da sentido e imprime en las cosas las reglas de conducta de
sus fines. “En fin, los valores son, para Avelino, caminos de perfección para que
el espíritu se revele a sí mismo. Son las guías, los signos, las alas para alzar el
vuelo supremo que conduce a la morada eterna, a Dios” (p. 43).
En oposición a Scheler, el filósofo dominicano considera que lo emocional
sólo puede darse en el sujeto, no en lo que llama “materia ideal valente”. El
mundo de los valores está configurado “por entre objetivos o realidades autónomas que no requieren, para ser aprehendidos, del elemento emocional” (p. 52).
Al respecto Avelino plantea otra de sus antinomias éticas, expuesta por la
autora en estos términos: “Cómo se explica en esta ética [de Scheler] una objetividad absoluta del valor, cuando éste debe ser aprehendido por una intuición
emocional y preferido por un sentimiento a priori que determina la preferencia o
la repugnancia del valor. Al contrario, la pretendida objetividad está impregnada
de vivencias psíquicas emocionales a lo que Avelino se opone de manera rotunda” (ibid.).
Dado el carácter inquisitivo que muestra la filosofía de Avelino es difícil
llegar a conclusiones definitivas. Sin embargo, la autora nos proporciona algunas directrices a las que arribó la visión ética y axiológica del filósofo dominicano a la luz de la terrible época que le tocó vivir: la era de Trujillo, donde “al fin y
al cabo había que exaltar al régimen dictatorial” (p. 64). Destaca su espiritualismo,
su humanismo de raíces cristianas que le lleva a considerar que “la cultura
espiritual no tiene valor para muchos. Importa el valor medio de lo económico
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hasta afectar toda la vida cotidiana, toda relación humana” (ibid.), pues como
advertía el pensador dominicano: “no puede haber paz ni comprensión entre los
humanos porque el hombre ha abandonado el cultivo de su alma”. Así la ética de
Avelino desemboca en una crítica a una sociedad materializada y deshumanizada
que en algo nos recuerda el nuevo humanismo de Samuel Ramos, pero bajo una
perspectiva diferente, que apunta a un espiritualismo adverso al positivismo, al
socialismo, al materialismo.
Como bien señala la autora, el pensamiento de Andrés Avelino es casi
desconocido como el de muchos pensadores latinoamericanos que yacen en el
olvido y que es necesario rescatar independientemente de la corriente en que se
inserten, por ello le agradecemos a Rosa Elena Pérez de la Cruz que nos haya
dado la oportunidad de conocer un aspecto de este pensador caribeño. Su labor
de investigación es muestra evidente de que en Nuestra América, como la llamó
el prócer cubano José Martí, el quehacer filosófico ha sido fruto constante al
igual que la labor de sus escritores, humanistas, artistas y poetas forjadores de
nuestra cultura, una cultura que “nos salva”, como dice Pedro Henríquez Ureña
en cita recogida por la autora en el apéndice de este libro.
Gustavo Escobar Valenzuela