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Del cerebro Preprogramado a la capacidad de esculpir nuestro propio cerebro:
la Autoprogramación cerebral como clave de la Neurofelicidad
Manuela Martínez Ortiz
Una cuestión que siempre ha preocupado a los pensadores de todos los tiempos y que
aún sigue siendo un tema de debate en la actualidad es la dualidad determinismo-libre
albedrío. ¿Hasta qué punto somos dueños de nuestra voluntad, de nuestros
pensamientos, nuestras emociones y nuestras conductas o si simplemente obedecemos
un programa que ha sido diseñado antes de que naciéramos y tomáramos consciencia de
nosotros mismos? Y, siguiendo en esta misma dualidad, podemos, también,
preguntarnos ¿hasta qué punto el que seamos o no seamos felices en nuestra vida
depende de nuestros genes y de lo que nos ha ido ocurriendo, sin que nosotros
tuviéramos ningún control sobre nuestras experiencias, o, por el contrario, nuestra
felicidad depende de nosotros a partir de cierta etapa de nuestra vida?
Esta cuestión para la neurociencia actual es la siguiente: ¿Hasta qué punto mi
cerebro me viene ya preprogramado y yo soy el cuerpo que lo porta o si, por el
contrario, yo tengo la posibilidad de ir autoprogramándolo a lo largo de mi vida
siguiendo mis deseos e intereses? Es decir, ¿está en mis manos poder autoprogramar mi
cerebro para ser feliz?
El etólogo Irenäus EiblEibesfeldt (1928-), discípulo de
Konrad Lorenz y fundador de la
Etología humana, publicó su libro
El hombre preprogramado. Lo
hereditario
como
factor
determinante en el comportamiento
humano (1977) en el que busca
probar que el ser humano nace dotado de preprogramaciones cerebrales, es decir, que no
puede ser conformado con igual facilidad en todas las direcciones por la influencia del
ambiente, sino que, por su propia construcción natural, opone a la modificabilidad
ciertas resistencias. Por ejemplo, podemos aprender a hablar pero nunca podremos
aprender a reconocer sonidos que están fuera de nuestro espectro audible. Además, los
estímulos ambientales que son relevantes para nuestra supervivencia, así como las
respuestas conductuales que generamos ante los mismos, están preprogramados en
nuestro cerebro.
Sin
embargo,
nuestro
universal
neurocientífico Santiago Ramón y Cajal (18541934), Premio Nobel de Medicina en 1906, afirmó
con su célebre frase “Todo ser humano puede ser,
si se lo propone, el escultor de su propio cerebro”
que sí podemos autoprogramar nuestro cerebro.
Ramón y Cajal nos anima, pues, a que trabajemos
en
el
diseño
de
nuestro
cerebro,
en
su
programación, a que hagamos una obra de arte con
él, eso sí, con voluntad y determinación.
Pero ¿es eso cierto? Dispongo de ese libre albedrío para
hacer de mi lo que yo desee, para ser o no ser feliz o, por el
contrario, estoy en cierta medida determinada por mis genes
y su interacción con el entorno en el que me desarrollo?
Nuestro gran pensador José Ortega y Gasset (1983-1955) nos
dijo: “Yo soy yo y mi circunstancia” Es decir, mi ser depende
de mi naturaleza original (¿genotipo?) en interacción con un
ambiente concreto en el que me he desarrollado. ¿Dónde está,
en este caso, mi libertad, mi capacidad de elegir, de
autoprogramar mi cerebro?
En una conversación que mantuve en
1998 con motivo de un seminario que
organicé en la Universidad Internacional
Ménendez Pelayo sobre Genética y
Conducta, el profesor Robert Plomin
(1948-), un experto mundial en Genética
de la conducta, me dijo que lo mejor que
podíamos hacer con nuestros hijos era
jugar y divertirnos con ellos, ya que los genes que habían heredado eran los que les iban
a guiar a lo largo de la vida, haciendo que fueran ellos mismos lo que escogieran
aquello, el ambiente, que se adecuaba a su naturaleza genética. El profesor Plomin ha
demostrado la importancia del medio ambiente no compartido, un término que acuñó
para referirse a las causas ambientales por las que los niños que crecen en una misma
familia son tan diferentes. Es decir, los niños eligen su ambiente en función de su
información genética. En la concepción de Ortega y Gasset, los niños eligen su
circunstancia. Obviamente, esta conclusión que el profesor Plomin compartió conmigo
contrasta con los grandes esfuerzos que hacen muchos padres, los profesionales de la
enseñanza y los estados para ofrecer la mejor educación a sus niños, tanto a nivel de
conocimiento como, incluso, a nivel de control de las emociones. De hecho, en la
actualidad poco a poco se está introduciendo en las escuelas la enseñanza de la
Felicidad con el objetivo de proporcionarles a los niños herramientas para que puedan
afrontar las experiencias, es decir, el ambiente, que vayan teniendo a lo largo de su vida.
Con esta nueva enseñanza en la educación de nuestros hijos nos estamos saltando el
genotipo y el ambiente, la circunstancia, como determinante de ser o no ser feliz. En
ellas se enseña a los niños y jóvenes que el mero pensamiento produce neuroplasticidad
y que ésta permite, a través de un entrenamiento mental adecuado, que nuestro perfil
emocional pueda cambiar y afectar de forma positiva a nuestra vida.
Pero ¿tenía razón el profesor Plomin?. ¿Nos va aportando la neurociencia
conocimientos que nos guíen de una forma correcta para saber qué hacer con nuestros
hijos y también con nosotros mismos a lo largo de nuestra vida? Es decir, ¿debemos
entregarnos a nosotros mismos, a “lo que parece que somos” o, como nos sugirió
Ramón y Cajal, podemos trabajar para esculpir nuestro cerebro? y ¿podemos hacerlo a
cualquier edad?
En fin, muchas preguntas, muchas informaciones aparentemente opuestas y
pocas respuestas, de momento. Por ello, voy a dedicar este artículo a encontrar y
compartir algunas respuestas que nos puedan ayudar en la disyuntiva sobre si tenemos
que aceptar la naturaleza de nuestro ser con la que hemos llegado a este planeta o si,
voluntaria y conscientemente, podemos hacer con nosotros mismos una obra de arte a
nuestro gusto. Con ello, podremos decir que somos felices porque hemos nacido con
esta capacidad y que el ambiente en el que nos hemos desarrollo ha influido
favorablemente, o, por el contrario, que somos felices porque trabajamos
constantemente en la consecución de nuestra felicidad.
En cuanto a lo genes, ya no hay duda de que cada uno de nosotros es el resultado de la
información genética contenida en los 23 cromosomas (un juego) que aporta un
progenitor y los otros 23 (otro juego) que aporta el otro progenitor. Sabemos que, en
realidad, tenemos información genética de más, ya que con un solo juego tendríamos la
necesaria
para
desarrollarnos
y
mantener nuestra vida.
Pero la evolución quiere
que
haya
mucha
variación donde poder
elegir y es, por este
motivo,
por
lo
que
tenemos dos juegos que
posibilita
infinidad
de
diferentes combinaciones genotípicas y sus posibles fenotipos. De lo contrario, si
tuviéramos un solo juego, las posibilidades de variación genética serían muy reducidas
y, con ello, el fenotipo sobre el que poder elegir para la reproducción y la selección.
Bien, aceptamos el genotipo que hemos heredado y el fenotipo asociado con el mismo.
Pero ¿es acaso esta relación determinista? Hasta donde sabemos en la actualidad, pocos
aspectos del fenotipo son “determinados” por el genotipo. Más bien al contrario, la
mayoría de los genotipos “predisponen” a ciertos fenotipos, pero es la interacción con la
influencia del ambiente lo que acaba “esculpiendo” el fenotipo final. De hecho, la
mayoría de los genotipos tienen la denominada “norma de reacción”, que se refiere a los
posibles fenotipos que un mismo genotipo puede dar lugar en función de los posibles
ambientes en los que podría desarrollarse.
Entonces, ya hemos empezado a vislumbrar una posibilidad de seguir la recomendación
de Ramón y Cajal sobre la posibilidad de esculpir nuestro propio cerebro. Porque
¿acaso la formación del cerebro, su desarrollo y funcionamiento no son el resultado de
la guía escrita en el genotipo en interacción con el ambiente? Sin embargo, seguimos
con la misma pregunta ¿cómo puedo trabajar yo, conscientemente, para esculpir mi
propio cerebro, cómo puedo ser yo el protagonista de mi propio producto final?
¿Qué nos dice la genética en la actualidad?: que si bien no podemos alterar la
información contenida en los genes si podemos influir en la utilización que hacemos de
esta información, lo que ha dado lugar a la recientemente denominada ciencia de la
Epigenética, acuñada por Conrad H. Waddington en 1953. ¿Quiere decir que el
ambiente e incluso yo misma puedo influir en el uso que hago de mi información
genética? Parece que si. En la actualidad la epigenética nos está revelando cómo la
información genética contenida en el ADN de cada individuo es traducida, utilizada, de
forma diferente según nuestras propias experiencias. Pero seguimos haciéndonos la
pregunta original: ¿aún sabiendo ya que no estoy determinada genéticamente y que
puedo utilizar mi información genética de forma diferente según mis experiencias, acaso
controlo yo estas experiencias?
¿Qué
relación guarda la genética con el cerebro? Muy sencillo, el cerebro es el resultado en su
estructura y su función de la actividad de nuestros genes. Es a partir de las instrucciones
que ellos contienen como fabricamos los materiales estructurales y funcionales
necesarios para todo nuestro cuerpo y su actividad. Entonces ¿podemos activar en
mayor o menor medida, y de forma específica, nuestros genes para “esculpir” nuestro
cerebro a lo largo de nuestra vida?¿A partir de cuando? ¿Desde la formación del cigoto?
obviamente no. ¿Desde cuando? Quizás como nos dice el profesor Plomin: desde que
vamos eligiendo nuestro ambiente, ese que va a interactuar con nuestros genes para
influir en el producto final: nosotros. y ¿Cómo? ¿Es necesaria mi consciencia, mi
voluntad, o vamos eligiendo el ambiente de forma automática, preprogramada? ¿Dónde
está mi libertad en esta nueva ciencia de la epigenética? ¿Dónde está mi capacidad de
autoesculpir mi propio cerebro? Y ¿dónde está mi libertad de elegir que quiero ser
feliz?
¿Qué significa “esculpir nuestro propio cerebro”? Mejor aclaremos este concepto antes
de seguir. Para ello es necesario que pasemos ahora al mismo cerebro en cuanto a
neuronas, sinapsis, redes neuronales y funciones. Sabemos que nacemos con muchas
más neuronas de las que acabaremos teniendo cuando nuestro cerebro se haya
desarrollado totalmente. Además, durante la ontogenia tiene lugar la reducción de las
sinapsis o conexiones entre las neuronas, especialmente entre aquellas cuyas conexiones
son relativamente inactivas, proceso que continua hasta la adolescencia. Esta reducción
en las sinapsis no utilizadas y la mejora de la conducción en las neuronas activas da
lugar a un cambio en la estructura del lóbulo frontal y el consiguiente aumento en la
eficacia de su funcionamiento. Este proceso ocurre sobretodo entre los 7 y 16 años y es
dependiente del uso que se le de a las neuronas y a sus sinapsis.
De tal manera que ya sabemos que nacemos con una estructura cerebral provisional y
que es la utilización que hagamos de este programa lo que va a ir esculpiendo su forma.
Pero ¿ya interviene en este proceso escultor mi voluntad, mi libertad? No del todo. El
desarrollo del cerebro está regulado por los genes, que interactúan con las experiencias
de la vida, especialmente durante la infancia temprana. La organización y la capacidad
funcional del cerebro humano depende de un juego extraordinario y una secuencia de
desarrollo y de experiencias ambientales que influyen en la expresión del genoma.
Podemos considerar que existen tres tipos de procesos en el desarrollo del cerebro: 1-El
proceso determinado por los
genes, 2-El proceso que necesita
de experiencias específicas para
llevarse a cabo, y 3-El proceso
que depende totalmente de las
experiencias.
En el primer caso, los genes
determinan
las
conexiones
sinápticas con las que nacemos y cuáles de ellas sobreviven a los primeros años y cuales
no está regulado por el ambiente, es decir, por la información que recibe el cerebro. De
tal manera que existe un proceso de competición sobre qué neuronas y sinapsis
sobrevivirán. Las conexiones sinápticas que no se usan desaparecen gradualmente. Si
ciertas áreas cerebrales están hiperactivas en relación a otras, en estas ultimas se
producirá una reducción de las sinapsis. En el segundo caso, ciertos procesos del
desarrollo cerebral necesitan de una estimulación ambiental específica. La naturaleza de
estos estímulos ambientales está genéticamente determinada. Si estos estímulos no
tienen lugar, por ejemplo, el niño no es estimulado por sus cuidadores (cogerles,
hablarles, respuesta con la mirada, etc) ello dará lugar a la eliminación de determinadas
conexiones sinápticas genéticamente establecidas y, con ello, a permanentes déficits
cognitivos. Finalmente, otro fenómeno consiste en que nuevas conexiones pueden
formarse si se reciben determinados estímulos ambientales. De tal manera que hay una
serie de conexiones sinápticas cuyo desarrollo es dependiente de estímulos ambientales
en un periodo determinado del desarrollo. Así, el cerebro no solo codifica información y
controla las respuestas conductuales, sino que también es cambiado o modificado
estructuralmente por la experiencia. Los cerebros humanos evolucionaron para que los
moldease la experiencia, especialmente las experiencias tempranas. De hecho, hay
periodos críticos para la organización y estructura del cerebro y su respuesta a estímulos
específicos, jugando la experiencia juega un papel muy importante en el desarrollo de la
corteza cerebral.
Sn embargo, la última revolución en la neurociencia nos dice que el cerebro, tanto en su
estructura como en su actividad, no es algo fijo que no se puede modificar sino que, por
el contrario, es muy moldeable, lo que se denomina neuroplasticidad. Si bien como
hemos visto más arriba, ya sabíamos que el cerebro se iba formando durante el
desarrollo en la infancia, hoy sabemos que también se puede modificar a lo largo de
toda la vida. En otras palabras, ahora sabemos que el cerebro no es “hard-wired” sino
que es “soft-wired” por las experiencias que vamos teniendo a lo largo de nuestra vida,
más allá de la infancia. Así, el cerebro está cambiando continuamente. La plasticidad
neuronal o neuroplasticidad es la capacidad que tiene el cerebro para formar nuevas
conexiones nerviosas, a lo largo de toda la vida, en respuesta a la información nueva, a
la estimulación sensorial, al desarrollo, a la disfunción o al daño. La neuroplasticidad es
conocida como la “renovación del cableado cerebral”. Entonces, siguiendo con nuestra
pregunta: ¿puedo esculpir mi cerebro voluntariamente, en cualquier etapa de mi vida
cuando ya se ha desarrollado? y ¿cómo?
La principal forma en que nuestro cerebro se desarrolla a lo largo de toda nuestra vida
es por la generación de conexiones sinápticas. Cada segundo se producen miles de
nuevas conexiones sinápticas, formando nuevas redes neuronales o fortaleciendo otras
ya existentes. Por esta razón, cada segundo que pasa nuestro cerebro es literalmente
diferente. Hoy sabemos que: 1) Los seres humanos podemos crear nuevas neuronas a lo
largo de toda la vida, que 2) Podemos crear nuevos circuitos (conexiones) entre
neuronas, que 3) Podemos reactivar circuitos antiguos, y que 4) Podemos eliminar
circuitos.
La capacidad para crear nuevas neuronas puede incrementarse mediante el esfuerzo
mental. Los efectos son específicos: dependiendo de la naturaleza de la actividad mental
las neuronas nuevas se multiplican con especial intensidad en distintas zonas cerebrales.
Las nuevas neuronas van a parar a las zonas del cerebro que más utilizamos. En un
estudio llevado a cabo por Eleanor Maguire en 2000, en la Universidad de Londres,
sobre
el
cerebro
de
los
taxistas de Londres se pudo
comprobar mediante scaners
cerebrales que el tamaño, y
consiguientemente el número
de neuronas del hipocampo,
era mayor en los taxistas que
habían superado la prueba
para obtener la licencia (The
Knowledge y consiste en
memorizar 25.000 calles y miles de lugares). En el estudio los aspirantes que habían
superado la prueba tenían un hipocampo posterior significativamente mayor. El
aprendizaje medio es de 3 a 4 años y solo la mitad de los aspirantes aprueba. En
conclusión, en este estudio se demostró que el cerebro cambia de forma según las áreas
que más utilizamos, según nuestra actividad mental.
Luego, ya empezamos a darle la razón a Ramón y Cajal: ya hemos demostrado que
podemos modificar nuestro cerebro con nuestra voluntad. El cerebro cambia
constantemente por efecto del entrenamiento y la experiencia, y la plasticidad continua
toda la vida, si bien con menor vigor que en los primeros años. Nunca es tarde para
aprender.
Pero ¿cómo se produce este cambio voluntario en nuestro cerebro? Donald Hebb (19041985) nos lo explicó de la siguiente manera: tras unas pocas descargas simultáneas las
neuronas tienden a unirse más y más. La sinapsis de dos neuronas que se descargan
reiteradamente de forma conjunta sufre cambios bioquímicos (denominados
potenciación a largo plazo), de tal forma que cuando una de sus membranas se activa o
desactiva, la otra también lo hace. En pocas palabras, se han asociado y esto garantiza
que en el futuro se activen mucho más veces que antes, porque no sólo dependerán de
su propia estimulación, sino también de la activación de las nuevas neuronas que
conforman la red. Este fenómeno, de suma importancia, fue denominado: “aprendizaje
Hebbiano”, que es la base del aprendizaje y la memorización. Según la Ley de Hebb
“cuando un axón de una célula A está suficientemente cerca de una célula B, como para
excitarla, y participa repetida o persistentemente en su disparo, ocurre algún proceso de
crecimiento o cambio metabólico, en una o en ambas células, de modo tal que la
eficacia de A, como una e las células que hacen dispara a B, aumenta. Esta regla de
Hebb provee el algoritmo básico del aprendizaje mediante redes neuronales artificiales.
Se sabe ahora, que la genética es responsable del 10 % de las redes hebbianas, pero que
el 90% restante se forma bajo el influjo de otros dos factores que, a diferencia del
primero, pueden ser variados por la voluntad: las experiencias de vida, y los
conocimientos adquiridos. De tal manera que las redes neuronales pueden ser cambiadas
a voluntad. Seguimos, pues, dándole forma a la recomendación de Santiago Ramón y
Cajal.
La neuroplasticidad puede ser positiva o negativa. La positiva se encarga de crear y
ampliar las redes Hebbianas. Por el contrario, la neuroplasticidad negativa se encarga de
eliminar aquellas redes que no se utilizan. De tal manera que para que la
neuroplasticidad o neuromodelación sea posible, debe producirse tanto la formación de
nuevas redes Hebbianas como el fenómeno inverso, o sea que si una red Hebbiana no se
usa, debe ir, poco a poco perdiendo sus neuronas que la componen, hasta desaparecer.
Neuroplasticidad
Positiva
Crea y amplia
nuevas redes
Negativa
Suprime redes
inactivas o
poco activas
En la actualidad sabemos que la formación de nuevas redes hebbianas depende de una
estructura cerebral modular conocida como corteza prefrontal. Tambien sabemos que
podemos utilizar la corteza prefrontal, de forma voluntaria, para producir los dos tipos
de neuroplasticidad mencionados: la positiva y la negativa. De tal manera que son los
lóbulos prefrontales los que constituyen la base de la neuromodelación consciente de
nuestras redes Hebbianas. Ellos nos permiten una capacidad única en la naturaleza: el
poder decidir nuestro propio destino.
Lóbulos prefrontales
Neuroplasticidad consciente
Crea
nuevas
redes
Remodela
viejas redes
Suprime
viejas redes
Parece, pues, que ya hemos llegado a descubrir cómo poder seguir el consejo, o más
bien la afirmación, de Ramón y Cajal: utilizando nuestra corteza prefrontal, de forma
consciente y voluntaria, podemos crear nuestras redes hebbianas. Es así, como
disponemos del privilegio de tener una vía de escape al cerebro preprogramado. Gracias
a ello podemos elegir qué cosas de la cultura tomaremos, y qué experiencias viviremos,
para remodelar nuestras viejas redes Hebbianas, (las que ya no nos agradan), y crear
nuevas redes (que sí nos agraden), con el fin de que nuestro proyecto de ser humano
pueda concretarse exitosamente.
Sabemos que la corteza prefrontal es la parte del cerebro que se desarrolla más
tardíamente (más o menos completa su maduración a los 25 años, de ahí el concepto de
mayoría de edad). Es desde ella desde la que vemos y nos comportamos en el mundo,
hacemos planes y proyectos, y entendemos nuestra vida.
Parece que ya hemos encontrado la respuesta a nuestra pregunta inicial: ¿puedo
autoprogramar mi cerebro para ser feliz? ¿puedo esculpir mi propio cerebro, si me lo
propongo, para que su funcionamiento me produzca la sensación de felicidad? Si, es
posible. Tan solo necesito utilizar mi corteza prefrontal para desarrollar nuevas redes
neuronales y eliminar o amortiguar otras con la finalidad de que las primeras aumenten
mi felicidad y las segundas dejen de impedírmela.
Muchas preguntas, cada vez más. Nuevas informaciones científicas hacen que vayan
cayendo dogmas como que los genes son inmutables, que las neuronas no se reproducen
en la vida adulta, etc. Pero ¿cómo ir incorporando la caída de dogmas, las nuevas
informaciones científicas con la verdad sobre mi misma, sobre mi capacidad real de ser
quien quiero ser y no solo quien parece que soy?
Es obvio que a la conclusión que lleguemos servirá para guiarnos en la edad adulta
cuando tenemos la posibilidad de autodirigirnos, pero esta conclusión también es
fundamental para padres, educadores y la sociedad en general sobre cómo debemos
relacionarnos los adultos con los nuevos individuos que van llegando a nuestro planeta.
Y algo también muy importante: ¿qué queremos hacer con los nuevos individuos que
llegan? ¿queremos hacer personas libres, felices, o preferimos hacer esclavos, personas
temerosas, obedientes y desgraciadas?
En mi opinión, la ciencia nos va aportando conocimientos sobre las posibilidades de la
naturaleza humana, los mecanismos sobre los que podemos trabajar para moldearla.
Pero, la finalidad de este conocimiento, su utilización, no nos lo da la ciencia sino la
cultura social. Es importante, necesario, que sepamos lo que queremos ofrecer a
nuestros descendientes y después, solo después, utilizaremos las herramientas que la
ciencia nos aporta.
Pero ¿acaso no influyen los conocimientos científicos en nuestras expectativas? ¿no ha
sido el descubrimiento de la epigenética, la neuroplasticidad, que las neuronas se
dividen en la vida adulta, lo que nos ha hecho más libres, lo que ha aumentado nuestras
expectativas sobre nosotros mismos y sobre la influencia que podemos ejercer sobre
nuestra propia vida, nuestra propia felicidad? Y ¿no es esta libertad recién descubierta la
que nos hace ser más responsables del cerebro que hemos acabado esculpiendo y
disminuye la posibilidad de culpabilizar a otros del producto final que hemos llegado a
ser? Así pues, tenemos que admitir que cada uno de nosotros es único y participa de su
propia evolución pudiendo, incluso, modificar su evolución a través del esfuerzo
consciente.
Mas queda una última pregunta que daría lugar a un nuevo artículo: ¿quién elige lo que
quiero hacer con mi libertad, con mi capacidad de esculpir mi cerebro? ¿quién decide lo
que me gusta o lo que no me gusta, a qué quiero dedicar mi vida? Como vemos, toda la
libertad ganada con la epigenética y la neuroplasticidad no nos responde a qué quiero
hacer con mi libertad? ¿Cómo controlo mi voluntad?
Como dijo el escritor Hermann Hess (1877-1962) en su
Demian: “¿Cómo explicas lo de la voluntad? -pregunté-.
Dices que no tenemos libre albedrío, pero también aseguras
que uno no tiene más que concentrar su voluntad sobre un
objetivo para conseguirlo. Ahí hay una contradicción. Si no
soy dueño y señor de mi voluntad, tampoco puedo
concentrarla libremente sobre esto o aquello”
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