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Suite para Verónica ROBERTO VIÑA MARTÍNEZ (Dramaturgia 2do año) INÉS VALDÉS RIVERA (Teatrología 1er año) Primer movimiento Pequeño preludio infantil La escena la imagino en un cine de La Habana, aunque podría situarse en Pinar del Río, en el cine de estreno de San Diego de los Baños. Un cine donde la penumbra permite observar lo esencial, y eso es una niña sonriente sentada frente a la gran pantalla en blanco. Una escena sobria, sin muchos detalles artificiales. En caso de ser analizada, esta sería sólo una escena donde se combinan dos artes esenciales para la vida de una actriz, el cine y el teatro, con el detalle de que aún esa actriz no actúa, de que aún no conoce. La niña tiene una sonrisa inquieta, esa debe ser una acotación precisa, y remarcada dentro de lo posible. La niña tiene una sonrisa inquieta. El resto de la indumentaria escénica debe apoyarse para la recreación de los años cuarenta. Algún año perdido de los cuarenta, donde el teatro permita esa reconstrucción de la memoria que otorga saltos cualitativos cuando pretende apresar y comunicar hechos como cabos sueltos. La escena es simple si se quiere. Una niña frente a la gran pantalla de un cine, de espaldas al público; vestida de domingo, con esa elegancia que en los lunes no tendría razón de estreno, ni de salida. Un domingo caluroso de La Habana. De repente la pantalla se oscurece y las imágenes saltan a la vista. Una niña hipnotizada ante la visión. Sobre el fondo blanco se proyecta a otra niña, una simpática infante que con su vestidito de vuelos acribilla a preguntas a un negro zapatero. ¿Sabes cuál es la escena? Si no lo sabes, no importa. Tampoco podría describirla eficientemente, porque lo mejor de esa escena es verla. Es permitir presenciarla y dejar que te cambie la vida. No sé cómo podrías pensar que una escena no le cambia la vida a una chiquilla. Si hay cosas más simples como un nombre que te cambia la vida, entonces, la escena de una niña mirando bailar a otra niña puede ser un acontecimiento revelador. Esa niña ya no es, cuando de repente descubre que quiere hacer lo mismo que la niña de la pantalla, ya no es niña cuando brincar, bailar, saltar de ti misma supone un deseo intuitivo. No importa cómo, pero ya la niña no es la misma, en todo caso, sigue 1 siendo pequeña, pero ahora quiere concebirse como artista. Cuando se quiere ser artista se ha perdido toda conciencia presente de la infancia, y esta pasa a ser una herramienta memorable y efectiva cuando se desea interpretar una escena donde una niña, en un cine, le cambia la vida ver bailar a Shirley Temple. La película se detiene aunque la escena continúa, la madre aparece con un efecto teatral ante ella, y enseguida la abraza, y le confiesa que ya sabe lo que quiere ser cuando sea grande, con esa noción inmediata de adultez que tienen los niños; ella quiere ser artista. Mi niña, que aún no se llama Verónica, sólo le bastó eso, una escena, un baile de tap conjunto, una niña blanca y un negro viejo como contraste mágico del cine norteamericano de los cuarenta. ¿Quién puede decir que no es así como se construye un sueño? En mi escena imaginada lo es. Shirley Temple desaparece y sólo queda el eco del zapateo como gotas sobre la madera. La niña desaparece y sólo se persiste en esa condición de ser artista, dígase actriz, dígase teatróloga, directora de teatro, maestra, dígase Verónica. La escena la imagino en un cine de La Habana, un domingo caluroso, a esa hora en que las niñas parecen unas muñecas de porcelana china y en la que Dios ha olvidado adormecer los sueños de la gente. Segundo movimiento Encuentro con Verónica Lynn. Desde lo empírico, un gesto de virtud “Yo soy muy subjetiva. Admiro mucho a la gente racional; pero yo soy pasional”, nos confiesa esta actriz de asumida vocación, a quien el maestro Roberto Gacio llamó “Santa Verónica del teatro cubano” cuando en el año 2003 recibiera el Premio Nacional de Teatro junto a su compañero de tablas José Antonio Rodríguez. Verónica Lynn, que ha escogido la suerte de interpretar roles tan significativos de la dramaturgia cubana como la Luz Marina, de Virgilio Piñera, bajo la dirección de Humberto Arenal, la Camila de Brene, o personajes tan psicológicamente enrevesados como la Marta de la dramaturgia norteamericana de Albee, comenzó su vida profesional en el año 1952, desde el sacrificio que implica dedicarse al mundo de la escena en los años fundacionales que fueron los sesenta, años donde no era escasa la presencia de la confusión social postrevolucionaria. Pero el arte, independientemente de las carencias de la época, parece que se encarga siempre de escoger esas personalidades fuertes y decididas a través de las cuales se hace posible expresar pasiones humanas, serias disyuntivas humanas como las que 2 condicionaban aquel momento de la vida en la isla. Verónica, salida de una familia humilde que desconocía lo que era el hecho artístico, fue y es una de esas voluntades nacidas para el fenómeno teatral. En sus escritos de tesis para la especialidad de Teatrología hecha posteriormente en el ISA, en los años noventa, dice: Éramos gente con un gran deseo de hacer, de trabajar, era la única manera de aprender y de irnos dando a conocer en el medio. Por eso, cuando un compañero nos habló de un grupo de actores que querían montar una obra de teatro en la Sala de los Torcedores acepté inmediatamente, a pesar de que yo no sabía lo que era el teatro… Tiempo después esta muchacha que es todavía la Lynn, descubre algo definitorio para su vida, pues confiesa que trabajar directamente con el público es sencillamente algo maravilloso y que los aplausos son como un arrullo que sólo puede expresarse con los bocadillos de la novia de Bodas de sangre: “…Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas…” En este montaje de Amok, de Stefan Zweig, donde tuvo el personaje protagónico, todos los integrantes eran inexpertos e ignoraban técnica alguna de actuación, pero fue posible un trabajo desde la intuición y la sensibilidad que había en ellos. Después de esto Verónica pasa a formar parte del colectivo de Teatro Experimental de Arte (TEDA), que había tenido éxitos en su puesta en escena de La ramera respetuosa, de Sastre, y su director, Erik Santamaría, le propone encarnar la Sadie Thompson en Lluvia, obra de William Sommerset Maugham, que fue llamada para la puesta La ramera de las islas. Montan luego La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennesse Williams, y se hace en Cuba su estreno absoluto, con el que tuvieron éxitos taquilleros; y Verónica gana por primera vez un sueldo en el teatro de $1.25 semanal. Todos los actores del TEDA habían hecho teatro antes, eran más experimentados, y todos llevaban paralelamente un segundo trabajo como medio de sustento. En el caso de Verónica, ganar algo de dinero mediante la venta de productos de peluquería, era algo necesario para poder llevar adelante su sueño profundo de ser actriz, y no era una pena tener que montar y ensayar en horarios nocturnos avanzados en las llamadas “salitas” después que terminara la presentación de algún grupo dedicado al acostumbrado teatro comercial. Sus ensayos con el TEDA, que se extendían hasta altas horas de la madrugada, comenzaban después del horario laboral, y hacían sus propias escenografías cuando no era teatro de arena. 3 Su encuentro con la técnica stanislavskiana es una de las anécdotas que ilustra muy bien la iniciación que la define como una actriz fundada en la experiencia, nacida desde lo pasional, lo intuitivo, lo empírico, antes que en lo teórico. Fue cuando, a la llegada de Tomás Milián a la isla, actor cubano que había estudiado en Actor´s Studio, los integrantes del TEDA dialogan entre ellos sobre las preguntas que le harían al verlo. Entonces Verónica escucha aquel nombre tan raro a sus oídos y le pregunta a un compañero: “¿Quién es ese Stanis del que ustedes hablan?”, y al escuchar la explicación se identifica, decide dar clases de actuación sólo con alguien que dominara ese método, y ese deseo tendría cumplimiento años después, cuando supo de los estudios de Andrés Castro, director del Teatro Las Máscaras, que había estudiado en la academia de Piscator de Nueva York. Con él recibió las primeras clases teóricas por $20.00 al mes. Los seminarios que se impartieron a los grupos existentes en Cuba después del triunfo de la Revolución, fueron un vehículo mediante el cual ella pudo conocer las nociones de la funcionalidad del arte que hasta ese momento le eran desconocidas también. Trabaja con Francisco Morín en su grupo Prometeo, pasando por otra experiencia interesante, la de las lunetas casi vacías como resultado de una postura consecuente con determinadas finalidades artísticas perseguidas por el colectivo. De su trabajo allí nos dice también en sus escritos de tesis: Todos los que pasamos por el escenario de Prometeo sabemos lo que es tener tres o cuatro asistentes en una representación, pero también tuvimos la oportunidad de conocer a un director talentoso, capaz de extraer de un actor vivencias ignoradas en función de la creación de un personaje y de un sentido de teatralidad inigualable que le acuñó un estilo morinesco que no se basaba en la utilización de elementos externos… Después de estrenar Ellos no son ángeles, de Erik Santamaría y dirigida por él mismo, en el TEDA, una obra de conflicto familiar que fue Premio Prometeo, y de ensayar El hombre entrega las llaves, obra que no llegó a estrenarse, Verónica sentía la ausencia de lo cubano en la dramaturgia del período de 1953 a 1958. Tuvo la claridad de ver la inclinación que había a imitar los modelos extranjeros a través de la exaltación del morbo, el erotismo, comportamientos y problemáticas ajenas a nuestra más cercana realidad. No fue hasta 1960 que Verónica afirma volver a hacer teatro relacionado a lo cubano en Prometeo con las obras Falsa alarma, de Virgilio Piñera, y Gas en los poros, de Matías Montes Huidoro, pero aún así el maestro Rine Leal lanzaba aquella cuestionante que al parecer llamó la atención de la actriz: “¿Es este un teatro cubano?” Se crea en el año 1959 4 el Teatro Nacional de Cuba (TNC) con Isabel Monal de directora general. Unos meses después surge Danza Moderna, con Ramiro Guerra como director. Vigón inaugura en 1960 los Lunes de Teatro Cubano y los Miércoles de Teatro Experimental. Mirta Aguirre asume la dirección del departamento de Teatro del TNC, y así, tras la intención de convertirlo en un grupo que abarcara la mayor cantidad de figuras del país, el TNC pasa a ser Conjunto Dramático Nacional, elenco dirigido por Manet. También se crea el Consejo Nacional de Cultura. En medio de todas estas transformaciones, mientras Verónica trabajaba en la filmación de la telenovela La ciudadela, bajo la dirección de Adolfo de Luis, este le ofrece participar en el montaje de Historias para ser contadas, de Osvaldo Dragún, y pertenecer luego a un grupo que pensaba fundar. Verónica aceptó, y después del estreno de esta obra pasó a formar parte mediante un contrato del Grupo Milanés. El Grupo Milanés realiza cuatro puestas de 1962 a 1963: Tres historias, Santa Camila de La Habana Vieja, La celda 409 y La calma chicha. Ella misma ha dicho que fue con el montaje de Santa Camila…, estrenada en 1962 bajo la dirección de Adolfo de Luis, que vino a tener por fin un verdadero enfrentamiento con nuestra identidad, con nuestra historia, y considera que es la segunda obra más importante de nuestra dramaturgia revolucionaria. Realizó este montaje en dos ocasiones. Sus parejas protagónicas fueron Julito Martínez y Adolfo Llauradó. De su interpretación protagónica Roberto Gacio comentó: “Camila huye de clichés, no es la chusma acostumbrada.” A pesar de las zonas peligrosas de la obra, Verónica sabe cuidarse de no caer en lo populachero, de los elementos de teatro vernáculo y de tornarse en una caricatura ilustrada de la típica mulata cubana de fuerte carácter. Para ese momento ya Verónica era ese gesto de virtud que se ha movido por nuestros escenarios. Tercer movimiento Conversación apócrifa con Luz Marina y Camila En una obra aún sin escribir, una mulata con el encanto de las fotos de promoción turística o de cualquier video de reggaetón, llamada Camila por cuestiones azarosas, se encuentra con una Luz Marina ajetreada, abanicándose la tragedia de vivir en una Habana a punto de achicharrarse. Ambas, en una escena que tampoco está escrita, intercambian criterios con una actriz vecina a modo de conversación casual, recayendo sobre temas que dominan muy poco, sobre espacios a los cuales no accedieron y conceptos críticos que exceden su comprensión; todo en un entorno cotidiano, la sala de un apartamento de El Vedado con vistas a Centro 5 Habana, en un edificio que aunque construido en 1926, hoy semeja las ruinas de un ataque a Bagdad. En el sexto piso se encuentran cuando el préstamo de una latica de azúcar o el pretexto de arreglarse las uñas parece motivo suficiente para el interrogatorio. Casi tres horas después, con las cucharadas dulces para el café colado, y con las manos arregladas y pintadas, se marchan ambas pensando en lo comentado a manera de sobremesa. Pronto olvidan la conversación, al menos la concatenación fluida de lo sucedido, pero conservaron algunas ideas sueltas y un deseo inmenso de ir al teatro. “¿Qué obras están echando? ¿Están buenas?” Ellas se arriesgan con dos reposiciones cubanas, una que parece de tema religioso con una santa de por medio, y otra que debe desarrollarse seguramente en el Polo Norte. No obstante, de la tarde de ese 17 de abril conservan muy poco, y pueden reproducir menos, casi nada comparado a lo que James Joyce pudo rescatar del 19 de junio de 1904, en su novela Ulises. A cualquiera de estos apuntes reunidos a continuación, otórguele más el beneficio de la inexactitud, si es que puede considerarse tal término, que el beneficio de la duda. La sospecha de que puedan ser legítimos, es bastante probable, pero de que también puedan ser apropiaciones ficcionales de dos mentes enajenadas que convergen en una obra que no se escribirá, sería igual de acertado. Porque las conversaciones con alguien que se admira suelen desarrollarse así cuando no queda de ellas una muestra gráfica o audiovisual. Las palabras se entremezclan, y lo que se quiso decir ya no existe, salvo el recuerdo de lo dicho, que, en un final, es el resumen narcisista de lo que hubieses querido decir tú mismo. No obstante, la lectura permanece como una invitación, la única posible ante el misterio de la memoria. Apuntes sobre varios tópicos teatrales En los primeros trabajos que hizo como actriz, Verónica Lynn se enfrentó a diversos papeles, pero, “me considero una persona con suerte”, afirma. Yo en el teatro empecé protagonizando, y eso puede ser un handicap. Es algo difícil porque te crees cosas rápido, pero al mismo tiempo los personajes de más importancia, es decir, más protagónicos, tienen más dificultades. Y entonces vas comprobando día a día todas tus deficiencias. Empiezas a ser consciente de que habías escogido una carrera que no era tan fácil. Su inclusión en Teatro Experimental de Arte (TEDA) la lleva a un encuentro con actores que ya tenían formada una carrera profesional; y 6 aunque TEDA no era un grupo propiamente dicho, sino un director con un conjunto de actores que ensayaban en una sala propia, expresa que: Quizás de ahí salió la idea de lo que después fue llamado como las salitas de bolsillo, pequeñas salas alternativas de teatro, lugares casi privados en los que se representaba por el deseo de hacer. No así en los espacios habituales donde el teatro ocurría, me refiero a las grandes salas de teatro que existían en el país. Con TEDA quizás surge en los sesenta el ánimo de hacer teatro en pequeños locales que luego se acomodaron para muchas representaciones. Recuerdo que allí se estrenó La ramera respetuosa, de Sartre. Yo trabajaba con Ángel Toraño y fue una experiencia inigualable. Sobre la profesión teatral admitió, en una ocasión: Nosotros los profesionales del teatro hablamos poco de nuestro trabajo. Cuando nos reunimos, lo menos que hacemos es conversar sobre la actuación. Y eso quizás sea un error. No somos como los médicos, que siempre hablan de sus conocimientos nuevos en la profesión. Ese constante aprendizaje en el teatro, y el hacérselo saber a los demás compañeros, no se verbaliza. La etapa de los sesenta tiene en su experiencia un sitio privilegiado: Los sesenta fue un momento donde todo se veía, se escuchaba, se vivía en conjunto. Recuerdo que en los locales de ensayo coincidíamos con el cuerpo de baile de Danza Contemporánea, dirigida por Ramiro Guerra, y aquel simple hecho de coincidir en un mismo espacio para realizar los ensayos propició que nuestros trabajos fueran enlazándose poco a poco. Nació la convivencia y luego el arte. Asimismo, podíamos asistir a una obra, que a un concierto, que a una exposición. Esa vivencia colectiva fue única en ese sentido. El desempeño actoral con el método de Stanislavski ha sido uno de los puntos a los que Verónica Lynn se ha referido en varias ocasiones, tanto en entrevistas como escritos sobre teatro; acerca de ello afirma: Conocer el método te enriquece. No te hace mejor actor porque eso creo que te lo da el talento. Yo soy muy subjetiva, siempre lo he creído. Por eso en la escena me dejó llevar por la pasión, soy muy 7 emotiva. Y creo que las actrices debemos en cierta medida ser temperamentales. Pues bien, llegar a conocer el método fue esencial para mí; porque ahí tenía la base de cualquier personaje. Recuerdo que aquella certeza de estar aprendiendo me hizo comprender a los grandes actores. Porque si algo tenemos en Cuba es que poseemos una tendencia a excluir. Somos excluyentes. Cuando Stanislavski ya no nos sirvió, enseguida fuimos a refugiarnos en Brecha, y después, cuando el pobre viejo quedó atrás, seguimos con personajes como Grotowsky o Barba. No tengo nada en contra de ellos, pero no creo que ninguno haya llegado a la poética que tenían sin haber apreciado a Stanislavski. Creo conservar en mis revistas, un número de Tablas o Conjunto donde se le realiza una entrevista a Barba y donde se habla no sólo de la teoría, sino de su método actoral, y recuerdo que Barba asegura que para llegar a dominar su trabajo, los actores que trabajaban con él, era esencial que llegaran conociendo a Stanislavski, porque sin esa base no podían partir de nada. Por eso creo que nosotros nos hemos dado el lujo de excluirlo a medida que el tiempo y las nuevas nociones teóricas avanzan. No creo que el teatro cubano pueda olvidar momentos fundamentales de la escena, como Vicente Revuelta y su profunda noción del realismo de Stanislavski. Pienso que sería un error muy grave obviar ese pasado. Porque conociendo a Stanislavski puedes dirigirte luego a la poética que desees. Ya sea Grotowsky, Barba u otro. Su método brinda herramientas de trabajo práctico. Soy una abanderada de esa formación y siempre lo seré. Por eso planteo que a los alumnos de nivel medio de enseñanza artística se les debe dar Stanislavski. Recuerdos del ISA. ¿Cómo una actriz, por demás consagrada, pasa a estudiar Teatrología y graduarse? Siendo profesora del Curso de Superación para Instructores de Arte, me doy cuenta de que lo estudiantes que asistían a este, salían graduados con el nivel medio del Pre, en aquel tiempo era llamado Bachillerato. Pues bien, yo no tenía el Bachillerato cursado, por lo que busqué la forma de estudiar e impartir clases al mismo tiempo. Y acogiéndome a una regulación, logro entrar también como estudiante a la escuela y luego de tres años me graduó de bachiller. Sin embargo, no sé por qué los alumnos que cursamos aquella matrícula especial, debíamos luego de recibir todas las materias teóricas de lo que podían ser asignaturas de Letras, cursar un año de 8 Ciencias. Hubo muchos compañeros que lógicamente no querían pasar por eso de nuevo, y menos con asignaturas de Física, Química o Matemática, pero, bueno, yo sí me presenté y cursé mi año, saliendo graduada de inmediato. Al ISA me presento por cuenta de una amiga actriz del Teatro Guiñol. Ella es la que me embulla, pero al presentarnos, no queríamos coger la carrera de actriz, porque no tenía razón de ser. Queríamos otra cosa en la que pudiéramos aprender algo bueno. No sé por qué, pero el estar sentadas en un aula universitaria iba a ser algo inesperado para nosotras, y eso significaba algo inigualable. Pues, entonces, decidimos presentarnos a la carrera de Teatrología. Mi amiga María Luisa y yo fuimos muy entusiasmadas e hicimos los exámenes, pero cuando dieron los resultados, ella no fue aceptada y yo sí. Aquello en cierta medida fue incómodo, y más cuando noté que la mayoría de los estudiantes que entramos en aquel curso desaparecieron a la primera semana. Ella tenía muchos deseos de aprender, pero no se pudo hacer nada. Yo seguí mi carrera de Teatrología. Entré con unos cuantos años ya, en 1989. Y me gradué en 1991. Fue una experiencia excepcional. Recibir clases de Rine Leal, Graziella Pogollotti, Eberto García y tantos profesores, es una experiencia que agradeceré siempre. En el 2003, mereció el Premio Nacional de Teatro, compartido con José Antonio Rodríguez. De la relación con este gran actor cubano, expresa: Para hablarte de José Antonio Rodríguez, debo empezar por decirte que es un extraordinario actor. Impresionante en la escena y que agradezco haber compartido muchas experiencias con él. Sin embargo, la obra que nos une es ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, pero no por la versión que realizamos en el 2003, sino por la primera, realizada en 1967, cuando en realidad la pieza se convirtió en un “boom” inusual del teatro cubano. Esa versión dirigida por Rolando Ferrer, fue significativa en muchos sentidos. Pero primero debo decirte que yo entré en ella por causas inesperadas, porque la obra quien la estaba ensayando desde el comienzo fue la excelente actriz Ernestina Linares, y se mantuvo durante varios meses en los ensayos, pero, al final, no pudo hacer la obra, y yo entré a un mes casi del estreno. Rolando Ferrer, al parecer, me conocía de obras que había hecho, como Santa Camila de La Habana Vieja y Aire Frío; él estaba al frente del Consejo Nacional, y me llamó para hacerla. Contaba con un training devenido de la televisión, que me sirvió mucho porque no conocía el texto. La obra 9 de Albee me era familiar, pero por el Cuento del Zoológico, en la versión dirigida por Vicente Revuelta. En esta obra de Rolando, el personaje que me tocó interpretar era un personaje difícil, por demás. Pero él logró sacar lo patético de cada uno, y sobre ese tópico, basó su trabajo. Sin embargo, la idea de hacer de nuevo la obra fue un deseo constante. Habían pasado muchos años, José Antonio estaba con su compañía; y ya yo dirigía Trotamundo, por lo que en el año 2003, cuando recibimos el Premio Nacional de Teatro, ambos pensamos que había llegado el momento de realizar la puesta y así lo acordamos, en una coproducción del Buscón y el Trotamundo. Sin embargo, no queríamos hacer lo mismo que Rolando había concebido, por lo que nos vimos inmersos en una búsqueda investigativa de cómo mantener el texto original, pero dándole una nueva vertiente. Es así como José Antonio, que tiene un conocimiento extraordinario de la actuación, se le ocurre la idea de enfocar la obra desde una arista poco visitada: la cómica, con ese humor negro que Albee recrea haciendo de lo doloroso un sujeto ridículo. Es quizás por esto que las dos puestas de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? en las que trabajé son diferentes entre sí. En la de 1967 prevalece un sentido de lo patético que muy bien supo encontrar Rolando Ferrer. Pero en las puestas del 2004 y 2005, hay otra búsqueda, nueva, que no sólo permanece en la escena, sino en la actuación también. Por ello, me siento complacida. Ante la pregunta de por qué y cómo se crea el grupo Trotamundo, responde: Cuando Raquel Revuelta era presidenta del Consejo Nacional de Artes Escénicas, concibe un proyecto donde los directores que fueran conformando sus compañías, aunque pequeñas, tuvieran el respaldo del Consejo para poner sus obras, y Pedro Álvarez, mi esposo, anheló siempre tener un grupo oficial de teatro. Por ello, se presenta, y reuniendo los requisitos, decide crear Trotamundo, una compañía pequeña a la que dedicó su trabajo de toda la vida y esfuerzo. Hicimos los arreglos convenientes y el Trotamundo quedó conformado por un director y actor que era Pedro, y una actriz que era yo. El resto era un equipo técnico que nos ayudaba a la hora de conformar un espectáculo. Los demás actores eran entonces contratados, pero por el número de presentaciones necesarias. Ahora hay temporadas largas para algunas compañías, pero en ese momento 10 en que se crearon más de diez grupos teatrales en poco tiempo, había una carencia de espacios y locales donde presentar las obras. Recuerdo que el Trotamundo se presentaba en cualquier teatro por un tiempo, con temporadas cortas, pero estábamos entusiasmados. Pedro murió en 1992, y desde ese momento decido hacerme con la dirección del grupo que ya para entonces fue creciendo un poco. No quería que el sueño de mi esposo muriera con él. Y por ello, me di a la tarea de dirigir el grupo y actuar, pero ahora contrataba además de a los actores a algunos directores para presentar espectáculos, porque nunca he tenido la capacidad de poder dirigir una obra y actuarla al mismo tiempo. La dirección teatral me parece la responsabilidad mayor de una puesta en escena, ya que hablamos de una persona que debe tener los cinco sentidos ubicados en todas las coordinaciones y demás. Esa capacidad la envidio en muchos directores de nuestro país que también son actores. De por sí, siempre la reconocí en mi esposo, pero yo no podía empeñarme en ese esfuerzo. Fue esta una época distinta dentro del grupo, pero también vital. Quizás la mayor parte de mi trabajo teatral en la década del ochenta y noventa, y específicamente después de la mitad del noventa, se concentre en Trotamundo, dirigiendo y actuando en varias obras. Recuerdo que Cristina Rebull fue una de las directoras actrices que estuvo en el grupo y que trabajamos en varias obras. Ha sido un arduo desempeño, pero ha valido la pena. A la cuestión de si todavía escribe sobre su impronta actoral en las tablas, y labor crítica, fuera de ellas; luego de una tesis de grado en la carrera de Teatrología, que obtiene con la ponencia de “Teatro Cubano en la década del 60: Crónica personal”, la actriz asegura: No he escrito nada más. Muchos amigos me lo han pedido. Incluso me he entrevistado con escritoras que desean que yo les dicte los textos y ellas lo escriben, pero no sé, no me he lanzado en ese proyecto. Ni creo que lo haga. Sé muy bien que la conservación de la memoria teatral se nutre específicamente de experiencias relatadas, pero no he escrito más desde ese momento. Me he dedicado a hacer, más que a decir. Con respecto a la crítica teatral asegura: 11 Creo que el crítico teatral, debe, ante todo, conocer el teatro por dentro, cómo se hace. La experiencia de un montaje, desde el comienzo, brinda un conocimiento que luego puede enriquecerse con la crítica adecuada. En muchos años, y hablo de antes pero también de ahora, la crítica en Cuba era muy inestable. Me refiero a la diversidad de criterios ante un mismo hecho artístico. Una critica casi siempre nos relataba el argumento de una obra, un análisis de la dirección y las actuaciones que a veces se resumía en: “Fulano, correcto, Fulanita, justa, el lunar negro, Zutano, etc.” El crítico, a mi entender, debe dejar a un lado los consabidos adjetivos y preguntarse, ¿qué le falta o sobra a una puesta para establecer un juicio? Siempre recuerdo que en el teatro había un respeto por el que sabía. En 1959, participando o no en el estreno de una obra, todos nos apoyábamos. Recuerdo cómo los demás integrantes de los grupos teatrales cuando se realizaba el estreno de una obra en alguna sala, asistíamos en masa a verla. Bastante se ha perdido de ese espíritu. Pero los tiempos son otros, eso lo entiendo, y el teatro también es otro. El mejor criterio de un crítico sólo puede nacer de su apropiación, de su vinculación con el espectáculo; hacerlo suyo, para así permitirse conocer por qué el funcionamiento puede ser desacertado o no. Cuando ya el tiempo parecía agotado y la conversación no cesaba, la interrogada anfitriona, pudo comentarnos: Si algo admiro en muchas actrices es el dominio que tienen para crear con el cuerpo, dominio del gesto, de la boca. El método de Barba en ese sentido era extraordinario. Nunca entendí bien lo que quería contarme, pero puedo confesarte que ver aquellas actrices encaramadas en unos zancos más altos que ellas mismas, y desde aquella altura proyectar tanto espectáculo, era impresionante. Eugenio Barba, teóricamente, es fabuloso, pero sólo me quedé en la teoría. He leído bastante, hubiese querido leer más. Pero nunca encontré la práctica de su método a pesar de tener un diapasón muy amplio en el teatro. Recuerdo que mi paradigma como actriz ha sido una mujer grande en la escena cubana, pero con la que nunca compartí el escenario. Raquel Revuelta tenía esa presencia capaz de dominar el ámbito y hacerse con todo el espectáculo. La impresión que me dejó fue muy reveladora para mi trabajo. La otra actriz que era capaz de conmoverme con sus papeles y siempre la recuerdo como un animal 12 de teatro es Ernestina Linares, incluso más que Miriam Acevedo. Y tampoco pude trabajar con ella. La sustituí cuando ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, en 1967, pero nunca trabajamos juntas, placer que hubiese agradecido enormemente, porque fue una mujer que aunque ya no se habla de ella, era magnética en la escena. Una vez subida al escenario no podías dejar de verla. Me gusta trabajar con gente joven. Por eso también soy profesora de actuación. No sé si eso ha podido notarse durante toda mi carrera, pero me gusta, me complace la revitalización que tienen los jóvenes. Ahora, estemos claros de algo, jóvenes con talento, porque la mediocridad no distingue edades, ni razas, ni géneros. No sé cómo expresarlo bien, pero es como sacudir el óxido de algún herraje. La energía que emanan es tan contagiosa que no puedes menos que dejarte llevar. Me gustaría dominar más el cuerpo, conocer los diferentes registros gestuales del actor, que parecen inagotables. Con el tiempo que llevo actuando sólo puedo decirte algo: abarcar la historia del cuerpo del actor, de alguna forma, es también abarcar la historia del teatro. La pieza queda inconclusa, y esto, de alguna manera, evidencia un trabajo activo, una labor indetenible. Nuestro personaje Verónica se marcha. No sé aún si pretende refugiarse en la comodidad de una estancia lujosa, para disfrutar de una música barroca de violines, o desea evadir cualquier síntoma de vanidad ante la noción de sentirse recordada. La Verónica de esta suite no necesita palabras para el regocijo, ella es toda composición, y eso basta. Conoce de antemano que la actuación es adictiva, como un vicio. Por eso nunca bajará del escenario. De seguro se lo ha dicho muchas veces. Incluso frente al espejo, y este contesta lo que le da la gana, hace un movimiento en falso, le recita el soliloquio de un personaje olvidado para saber que sigue allí, o desiste de escucharlo, da media vuelta y se escapa. “En realidad he sido una espectadora con suerte de ese teatro cubano del que se habla con mayúsculas”, asegura cuando la humildad la invade. Tal vez ese sea uno de los mejores protagónicos que me han otorgado. Asisto a momentos trascendentales de la escena, a la conformación de una identidad de la que pude ser partícipe con mi desempeño. A veces creo que no ha sido suficiente, otras veces, no me lo cuestiono, porque ante todo he dejado en cada trabajo una legitimidad absoluta, un deseo inagotable. 13 A nosotros, esa idea nos reconforta. Y también la noción de que ha construido su carrera profesional conociendo el teatro por dentro, como en la búsqueda de cualquier personaje, incluso el de una actriz llamada Verónica Lynn, que no ha escrito sus memorias porque prefiere conversarlas, que teme a la pérdida de lucidez, y sigue estremeciéndose fascinada, cuando en un teatro, la ovacionan. 14