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Transcript
Suite para Verónica
ROBERTO VIÑA MARTÍNEZ
(Dramaturgia 2do año)
INÉS VALDÉS RIVERA
(Teatrología 1er año)
Primer movimiento
Pequeño preludio infantil
La escena la imagino en un cine de La Habana, aunque podría situarse en
Pinar del Río, en el cine de estreno de San Diego de los Baños. Un cine
donde la penumbra permite observar lo esencial, y eso es una niña
sonriente sentada frente a la gran pantalla en blanco. Una escena sobria, sin
muchos detalles artificiales. En caso de ser analizada, esta sería sólo una
escena donde se combinan dos artes esenciales para la vida de una actriz, el
cine y el teatro, con el detalle de que aún esa actriz no actúa, de que aún no
conoce. La niña tiene una sonrisa inquieta, esa debe ser una acotación
precisa, y remarcada dentro de lo posible. La niña tiene una sonrisa
inquieta. El resto de la indumentaria escénica debe apoyarse para la
recreación de los años cuarenta. Algún año perdido de los cuarenta, donde
el teatro permita esa reconstrucción de la memoria que otorga saltos
cualitativos cuando pretende apresar y comunicar hechos como cabos
sueltos. La escena es simple si se quiere. Una niña frente a la gran pantalla
de un cine, de espaldas al público; vestida de domingo, con esa elegancia
que en los lunes no tendría razón de estreno, ni de salida. Un domingo
caluroso de La Habana. De repente la pantalla se oscurece y las imágenes
saltan a la vista. Una niña hipnotizada ante la visión. Sobre el fondo blanco
se proyecta a otra niña, una simpática infante que con su vestidito de vuelos
acribilla a preguntas a un negro zapatero. ¿Sabes cuál es la escena? Si no lo
sabes, no importa. Tampoco podría describirla eficientemente, porque lo
mejor de esa escena es verla. Es permitir presenciarla y dejar que te cambie
la vida. No sé cómo podrías pensar que una escena no le cambia la vida a
una chiquilla. Si hay cosas más simples como un nombre que te cambia la
vida, entonces, la escena de una niña mirando bailar a otra niña puede ser
un acontecimiento revelador. Esa niña ya no es, cuando de repente
descubre que quiere hacer lo mismo que la niña de la pantalla, ya no es
niña cuando brincar, bailar, saltar de ti misma supone un deseo intuitivo.
No importa cómo, pero ya la niña no es la misma, en todo caso, sigue
1 siendo pequeña, pero ahora quiere concebirse como artista. Cuando se
quiere ser artista se ha perdido toda conciencia presente de la infancia, y
esta pasa a ser una herramienta memorable y efectiva cuando se desea
interpretar una escena donde una niña, en un cine, le cambia la vida ver
bailar a Shirley Temple. La película se detiene aunque la escena continúa,
la madre aparece con un efecto teatral ante ella, y enseguida la abraza, y le
confiesa que ya sabe lo que quiere ser cuando sea grande, con esa noción
inmediata de adultez que tienen los niños; ella quiere ser artista. Mi niña,
que aún no se llama Verónica, sólo le bastó eso, una escena, un baile de tap
conjunto, una niña blanca y un negro viejo como contraste mágico del cine
norteamericano de los cuarenta. ¿Quién puede decir que no es así como se
construye un sueño? En mi escena imaginada lo es. Shirley Temple
desaparece y sólo queda el eco del zapateo como gotas sobre la madera. La
niña desaparece y sólo se persiste en esa condición de ser artista, dígase
actriz, dígase teatróloga, directora de teatro, maestra, dígase Verónica. La
escena la imagino en un cine de La Habana, un domingo caluroso, a esa
hora en que las niñas parecen unas muñecas de porcelana china y en la que
Dios ha olvidado adormecer los sueños de la gente.
Segundo movimiento
Encuentro con Verónica Lynn. Desde lo empírico, un gesto de virtud
“Yo soy muy subjetiva. Admiro mucho a la gente racional; pero yo soy
pasional”, nos confiesa esta actriz de asumida vocación, a quien el
maestro Roberto Gacio llamó “Santa Verónica del teatro cubano” cuando
en el año 2003 recibiera el Premio Nacional de Teatro junto a su
compañero de tablas José Antonio Rodríguez. Verónica Lynn, que ha
escogido la suerte de interpretar roles tan significativos de la dramaturgia
cubana como la Luz Marina, de Virgilio Piñera, bajo la dirección de
Humberto Arenal, la Camila de Brene, o personajes tan psicológicamente
enrevesados como la Marta de la dramaturgia norteamericana de Albee,
comenzó su vida profesional en el año 1952, desde el sacrificio que
implica dedicarse al mundo de la escena en los años fundacionales que
fueron los sesenta, años donde no era escasa la presencia de la confusión
social postrevolucionaria. Pero el arte, independientemente de las
carencias de la época, parece que se encarga siempre de escoger esas
personalidades fuertes y decididas a través de las cuales se hace posible
expresar pasiones humanas, serias disyuntivas humanas como las que
2 condicionaban aquel momento de la vida en la isla. Verónica, salida de
una familia humilde que desconocía lo que era el hecho artístico, fue y es
una de esas voluntades nacidas para el fenómeno teatral. En sus escritos
de tesis para la especialidad de Teatrología hecha posteriormente en el
ISA, en los años noventa, dice:
Éramos gente con un gran deseo de hacer, de trabajar, era la única
manera de aprender y de irnos dando a conocer en el medio. Por
eso, cuando un compañero nos habló de un grupo de actores que
querían montar una obra de teatro en la Sala de los Torcedores
acepté inmediatamente, a pesar de que yo no sabía lo que era el
teatro…
Tiempo después esta muchacha que es todavía la Lynn, descubre algo
definitorio para su vida, pues confiesa que trabajar directamente con el
público es sencillamente algo maravilloso y que los aplausos son como
un arrullo que sólo puede expresarse con los bocadillos de la novia de
Bodas de sangre: “…Es como si me bebiera una botella de anís y me
durmiera en una colcha de rosas…” En este montaje de Amok, de Stefan
Zweig, donde tuvo el personaje protagónico, todos los integrantes eran
inexpertos e ignoraban técnica alguna de actuación, pero fue posible un
trabajo desde la intuición y la sensibilidad que había en ellos.
Después de esto Verónica pasa a formar parte del colectivo de Teatro
Experimental de Arte (TEDA), que había tenido éxitos en su puesta en
escena de La ramera respetuosa, de Sastre, y su director, Erik
Santamaría, le propone encarnar la Sadie Thompson en Lluvia, obra de
William Sommerset Maugham, que fue llamada para la puesta La ramera
de las islas. Montan luego La gata sobre el tejado de zinc caliente, de
Tennesse Williams, y se hace en Cuba su estreno absoluto, con el que
tuvieron éxitos taquilleros; y Verónica gana por primera vez un sueldo en
el teatro de $1.25 semanal. Todos los actores del TEDA habían hecho
teatro antes, eran más experimentados, y todos llevaban paralelamente un
segundo trabajo como medio de sustento. En el caso de Verónica, ganar
algo de dinero mediante la venta de productos de peluquería, era algo
necesario para poder llevar adelante su sueño profundo de ser actriz, y no
era una pena tener que montar y ensayar en horarios nocturnos avanzados
en las llamadas “salitas” después que terminara la presentación de algún
grupo dedicado al acostumbrado teatro comercial. Sus ensayos con el
TEDA, que se extendían hasta altas horas de la madrugada, comenzaban
después del horario laboral, y hacían sus propias escenografías cuando no
era teatro de arena.
3 Su encuentro con la técnica stanislavskiana es una de las anécdotas que
ilustra muy bien la iniciación que la define como una actriz fundada en la
experiencia, nacida desde lo pasional, lo intuitivo, lo empírico, antes que en
lo teórico. Fue cuando, a la llegada de Tomás Milián a la isla, actor cubano
que había estudiado en Actor´s Studio, los integrantes del TEDA dialogan
entre ellos sobre las preguntas que le harían al verlo. Entonces Verónica
escucha aquel nombre tan raro a sus oídos y le pregunta a un compañero:
“¿Quién es ese Stanis del que ustedes hablan?”, y al escuchar la explicación
se identifica, decide dar clases de actuación sólo con alguien que dominara
ese método, y ese deseo tendría cumplimiento años después, cuando supo
de los estudios de Andrés Castro, director del Teatro Las Máscaras, que
había estudiado en la academia de Piscator de Nueva York. Con él recibió
las primeras clases teóricas por $20.00 al mes. Los seminarios que se
impartieron a los grupos existentes en Cuba después del triunfo de la
Revolución, fueron un vehículo mediante el cual ella pudo conocer las
nociones de la funcionalidad del arte que hasta ese momento le eran
desconocidas también.
Trabaja con Francisco Morín en su grupo Prometeo, pasando por otra
experiencia interesante, la de las lunetas casi vacías como resultado de una
postura consecuente con determinadas finalidades artísticas perseguidas por
el colectivo. De su trabajo allí nos dice también en sus escritos de tesis:
Todos los que pasamos por el escenario de Prometeo sabemos lo que
es tener tres o cuatro asistentes en una representación, pero también
tuvimos la oportunidad de conocer a un director talentoso, capaz de
extraer de un actor vivencias ignoradas en función de la creación de
un personaje y de un sentido de teatralidad inigualable que le acuñó
un estilo morinesco que no se basaba en la utilización de elementos
externos…
Después de estrenar Ellos no son ángeles, de Erik Santamaría y dirigida
por él mismo, en el TEDA, una obra de conflicto familiar que fue Premio
Prometeo, y de ensayar El hombre entrega las llaves, obra que no llegó a
estrenarse, Verónica sentía la ausencia de lo cubano en la dramaturgia del
período de 1953 a 1958. Tuvo la claridad de ver la inclinación que había a
imitar los modelos extranjeros a través de la exaltación del morbo, el
erotismo, comportamientos y problemáticas ajenas a nuestra más cercana
realidad. No fue hasta 1960 que Verónica afirma volver a hacer teatro
relacionado a lo cubano en Prometeo con las obras Falsa alarma, de
Virgilio Piñera, y Gas en los poros, de Matías Montes Huidoro, pero aún
así el maestro Rine Leal lanzaba aquella cuestionante que al parecer llamó
la atención de la actriz: “¿Es este un teatro cubano?” Se crea en el año 1959
4 el Teatro Nacional de Cuba (TNC) con Isabel Monal de directora general.
Unos meses después surge Danza Moderna, con Ramiro Guerra como
director. Vigón inaugura en 1960 los Lunes de Teatro Cubano y los
Miércoles de Teatro Experimental. Mirta Aguirre asume la dirección del
departamento de Teatro del TNC, y así, tras la intención de convertirlo en
un grupo que abarcara la mayor cantidad de figuras del país, el TNC pasa a
ser Conjunto Dramático Nacional, elenco dirigido por Manet. También se
crea el Consejo Nacional de Cultura. En medio de todas estas
transformaciones, mientras Verónica trabajaba en la filmación de la
telenovela La ciudadela, bajo la dirección de Adolfo de Luis, este le ofrece
participar en el montaje de Historias para ser contadas, de Osvaldo
Dragún, y pertenecer luego a un grupo que pensaba fundar. Verónica
aceptó, y después del estreno de esta obra pasó a formar parte mediante un
contrato del Grupo Milanés. El Grupo Milanés realiza cuatro puestas de
1962 a 1963: Tres historias, Santa Camila de La Habana Vieja, La celda
409 y La calma chicha. Ella misma ha dicho que fue con el montaje de
Santa Camila…, estrenada en 1962 bajo la dirección de Adolfo de Luis,
que vino a tener por fin un verdadero enfrentamiento con nuestra identidad,
con nuestra historia, y considera que es la segunda obra más importante de
nuestra dramaturgia revolucionaria. Realizó este montaje en dos ocasiones.
Sus parejas protagónicas fueron Julito Martínez y Adolfo Llauradó. De su
interpretación protagónica Roberto Gacio comentó: “Camila huye de
clichés, no es la chusma acostumbrada.” A pesar de las zonas peligrosas de
la obra, Verónica sabe cuidarse de no caer en lo populachero, de los
elementos de teatro vernáculo y de tornarse en una caricatura ilustrada de la
típica mulata cubana de fuerte carácter. Para ese momento ya Verónica era
ese gesto de virtud que se ha movido por nuestros escenarios.
Tercer movimiento
Conversación apócrifa con Luz Marina y Camila
En una obra aún sin escribir, una mulata con el encanto de las fotos de
promoción turística o de cualquier video de reggaetón, llamada Camila por
cuestiones azarosas, se encuentra con una Luz Marina ajetreada,
abanicándose la tragedia de vivir en una Habana a punto de achicharrarse.
Ambas, en una escena que tampoco está escrita, intercambian criterios con
una actriz vecina a modo de conversación casual, recayendo sobre temas
que dominan muy poco, sobre espacios a los cuales no accedieron y
conceptos críticos que exceden su comprensión; todo en un entorno
cotidiano, la sala de un apartamento de El Vedado con vistas a Centro
5 Habana, en un edificio que aunque construido en 1926, hoy semeja las
ruinas de un ataque a Bagdad.
En el sexto piso se encuentran cuando el préstamo de una latica de azúcar
o el pretexto de arreglarse las uñas parece motivo suficiente para el
interrogatorio. Casi tres horas después, con las cucharadas dulces para el
café colado, y con las manos arregladas y pintadas, se marchan ambas
pensando en lo comentado a manera de sobremesa. Pronto olvidan la
conversación, al menos la concatenación fluida de lo sucedido, pero
conservaron algunas ideas sueltas y un deseo inmenso de ir al teatro. “¿Qué
obras están echando? ¿Están buenas?” Ellas se arriesgan con dos
reposiciones cubanas, una que parece de tema religioso con una santa de
por medio, y otra que debe desarrollarse seguramente en el Polo Norte. No
obstante, de la tarde de ese 17 de abril conservan muy poco, y pueden
reproducir menos, casi nada comparado a lo que James Joyce pudo rescatar
del 19 de junio de 1904, en su novela Ulises.
A cualquiera de estos apuntes reunidos a continuación, otórguele más el
beneficio de la inexactitud, si es que puede considerarse tal término, que el
beneficio de la duda. La sospecha de que puedan ser legítimos, es bastante
probable, pero de que también puedan ser apropiaciones ficcionales de dos
mentes enajenadas que convergen en una obra que no se escribirá, sería
igual de acertado. Porque las conversaciones con alguien que se admira
suelen desarrollarse así cuando no queda de ellas una muestra gráfica o
audiovisual. Las palabras se entremezclan, y lo que se quiso decir ya no
existe, salvo el recuerdo de lo dicho, que, en un final, es el resumen
narcisista de lo que hubieses querido decir tú mismo. No obstante, la
lectura permanece como una invitación, la única posible ante el misterio de
la memoria.
Apuntes sobre varios tópicos teatrales
En los primeros trabajos que hizo como actriz, Verónica Lynn se enfrentó a
diversos papeles, pero, “me considero una persona con suerte”, afirma. Yo
en el teatro empecé protagonizando, y eso puede ser un handicap. Es algo
difícil porque te crees cosas rápido, pero al mismo tiempo los personajes de
más importancia, es decir, más protagónicos, tienen más dificultades. Y
entonces vas comprobando día a día todas tus deficiencias. Empiezas a ser
consciente de que habías escogido una carrera que no era tan fácil.
Su inclusión en Teatro Experimental de Arte (TEDA) la lleva a un
encuentro con actores que ya tenían formada una carrera profesional; y
6 aunque TEDA no era un grupo propiamente dicho, sino un director con un
conjunto de actores que ensayaban en una sala propia, expresa que:
Quizás de ahí salió la idea de lo que después fue llamado como las
salitas de bolsillo, pequeñas salas alternativas de teatro, lugares casi
privados en los que se representaba por el deseo de hacer. No así en
los espacios habituales donde el teatro ocurría, me refiero a las
grandes salas de teatro que existían en el país. Con TEDA quizás
surge en los sesenta el ánimo de hacer teatro en pequeños locales que
luego se acomodaron para muchas representaciones. Recuerdo que
allí se estrenó La ramera respetuosa, de Sartre. Yo trabajaba con
Ángel Toraño y fue una experiencia inigualable.
Sobre la profesión teatral admitió, en una ocasión:
Nosotros los profesionales del teatro hablamos poco de nuestro
trabajo. Cuando nos reunimos, lo menos que hacemos es conversar
sobre la actuación. Y eso quizás sea un error. No somos como los
médicos, que siempre hablan de sus conocimientos nuevos en la
profesión. Ese constante aprendizaje en el teatro, y el hacérselo saber
a los demás compañeros, no se verbaliza.
La etapa de los sesenta tiene en su experiencia un sitio privilegiado:
Los sesenta fue un momento donde todo se veía, se escuchaba, se
vivía en conjunto. Recuerdo que en los locales de ensayo
coincidíamos con el cuerpo de baile de Danza Contemporánea,
dirigida por Ramiro Guerra, y aquel simple hecho de coincidir en un
mismo espacio para realizar los ensayos propició que nuestros
trabajos fueran enlazándose poco a poco. Nació la convivencia y
luego el arte. Asimismo, podíamos asistir a una obra, que a un
concierto, que a una exposición. Esa vivencia colectiva fue única en
ese sentido.
El desempeño actoral con el método de Stanislavski ha sido uno de los
puntos a los que Verónica Lynn se ha referido en varias ocasiones, tanto en
entrevistas como escritos sobre teatro; acerca de ello afirma:
Conocer el método te enriquece. No te hace mejor actor porque eso
creo que te lo da el talento. Yo soy muy subjetiva, siempre lo he
creído. Por eso en la escena me dejó llevar por la pasión, soy muy
7 emotiva. Y creo que las actrices debemos en cierta medida ser
temperamentales. Pues bien, llegar a conocer el método fue esencial
para mí; porque ahí tenía la base de cualquier personaje. Recuerdo
que aquella certeza de estar aprendiendo me hizo comprender a los
grandes actores. Porque si algo tenemos en Cuba es que poseemos
una tendencia a excluir. Somos excluyentes. Cuando Stanislavski ya
no nos sirvió, enseguida fuimos a refugiarnos en Brecha, y después,
cuando el pobre viejo quedó atrás, seguimos con personajes como
Grotowsky o Barba. No tengo nada en contra de ellos, pero no creo
que ninguno haya llegado a la poética que tenían sin haber apreciado
a Stanislavski. Creo conservar en mis revistas, un número de Tablas
o Conjunto donde se le realiza una entrevista a Barba y donde se
habla no sólo de la teoría, sino de su método actoral, y recuerdo que
Barba asegura que para llegar a dominar su trabajo, los actores que
trabajaban con él, era esencial que llegaran conociendo a
Stanislavski, porque sin esa base no podían partir de nada. Por eso
creo que nosotros nos hemos dado el lujo de excluirlo a medida que
el tiempo y las nuevas nociones teóricas avanzan. No creo que el
teatro cubano pueda olvidar momentos fundamentales de la escena,
como Vicente Revuelta y su profunda noción del realismo de
Stanislavski. Pienso que sería un error muy grave obviar ese pasado.
Porque conociendo a Stanislavski puedes dirigirte luego a la poética
que desees. Ya sea Grotowsky, Barba u otro. Su método brinda
herramientas de trabajo práctico. Soy una abanderada de esa
formación y siempre lo seré. Por eso planteo que a los alumnos de
nivel medio de enseñanza artística se les debe dar Stanislavski.
Recuerdos del ISA. ¿Cómo una actriz, por demás consagrada, pasa a
estudiar Teatrología y graduarse?
Siendo profesora del Curso de Superación para Instructores de Arte,
me doy cuenta de que lo estudiantes que asistían a este, salían
graduados con el nivel medio del Pre, en aquel tiempo era llamado
Bachillerato. Pues bien, yo no tenía el Bachillerato cursado, por lo que
busqué la forma de estudiar e impartir clases al mismo tiempo. Y
acogiéndome a una regulación, logro entrar también como estudiante a
la escuela y luego de tres años me graduó de bachiller.
Sin embargo, no sé por qué los alumnos que cursamos aquella
matrícula especial, debíamos luego de recibir todas las materias
teóricas de lo que podían ser asignaturas de Letras, cursar un año de
8 Ciencias. Hubo muchos compañeros que lógicamente no querían pasar
por eso de nuevo, y menos con asignaturas de Física, Química o
Matemática, pero, bueno, yo sí me presenté y cursé mi año, saliendo
graduada de inmediato.
Al ISA me presento por cuenta de una amiga actriz del Teatro
Guiñol. Ella es la que me embulla, pero al presentarnos, no queríamos
coger la carrera de actriz, porque no tenía razón de ser. Queríamos otra
cosa en la que pudiéramos aprender algo bueno. No sé por qué, pero el
estar sentadas en un aula universitaria iba a ser algo inesperado para
nosotras, y eso significaba algo inigualable. Pues, entonces, decidimos
presentarnos a la carrera de Teatrología. Mi amiga María Luisa y yo
fuimos muy entusiasmadas e hicimos los exámenes, pero cuando
dieron los resultados, ella no fue aceptada y yo sí. Aquello en cierta
medida fue incómodo, y más cuando noté que la mayoría de los
estudiantes que entramos en aquel curso desaparecieron a la primera
semana. Ella tenía muchos deseos de aprender, pero no se pudo hacer
nada. Yo seguí mi carrera de Teatrología. Entré con unos cuantos años
ya, en 1989. Y me gradué en 1991. Fue una experiencia excepcional.
Recibir clases de Rine Leal, Graziella Pogollotti, Eberto García y
tantos profesores, es una experiencia que agradeceré siempre.
En el 2003, mereció el Premio Nacional de Teatro, compartido con José
Antonio Rodríguez. De la relación con este gran actor cubano, expresa:
Para hablarte de José Antonio Rodríguez, debo empezar por decirte
que es un extraordinario actor. Impresionante en la escena y que
agradezco haber compartido muchas experiencias con él. Sin
embargo, la obra que nos une es ¿Quién le teme a Virginia Woolf?,
de Edward Albee, pero no por la versión que realizamos en el 2003,
sino por la primera, realizada en 1967, cuando en realidad la pieza se
convirtió en un “boom” inusual del teatro cubano. Esa versión
dirigida por Rolando Ferrer, fue significativa en muchos sentidos.
Pero primero debo decirte que yo entré en ella por causas
inesperadas, porque la obra quien la estaba ensayando desde el
comienzo fue la excelente actriz Ernestina Linares, y se mantuvo
durante varios meses en los ensayos, pero, al final, no pudo hacer la
obra, y yo entré a un mes casi del estreno. Rolando Ferrer, al parecer,
me conocía de obras que había hecho, como Santa Camila de La
Habana Vieja y Aire Frío; él estaba al frente del Consejo Nacional, y
me llamó para hacerla. Contaba con un training devenido de la
televisión, que me sirvió mucho porque no conocía el texto. La obra
9 de Albee me era familiar, pero por el Cuento del Zoológico, en la
versión dirigida por Vicente Revuelta. En esta obra de Rolando, el
personaje que me tocó interpretar era un personaje difícil, por demás.
Pero él logró sacar lo patético de cada uno, y sobre ese tópico, basó
su trabajo.
Sin embargo, la idea de hacer de nuevo la obra fue un deseo
constante. Habían pasado muchos años, José Antonio estaba con su
compañía; y ya yo dirigía Trotamundo, por lo que en el año 2003,
cuando recibimos el Premio Nacional de Teatro, ambos pensamos
que había llegado el momento de realizar la puesta y así lo
acordamos, en una coproducción del Buscón y el Trotamundo. Sin
embargo, no queríamos hacer lo mismo que Rolando había
concebido, por lo que nos vimos inmersos en una búsqueda
investigativa de cómo mantener el texto original, pero dándole una
nueva vertiente. Es así como José Antonio, que tiene un
conocimiento extraordinario de la actuación, se le ocurre la idea de
enfocar la obra desde una arista poco visitada: la cómica, con ese
humor negro que Albee recrea haciendo de lo doloroso un sujeto
ridículo. Es quizás por esto que las dos puestas de ¿Quién le teme a
Virginia Woolf? en las que trabajé son diferentes entre sí. En la de
1967 prevalece un sentido de lo patético que muy bien supo
encontrar Rolando Ferrer. Pero en las puestas del 2004 y 2005, hay
otra búsqueda, nueva, que no sólo permanece en la escena, sino en la
actuación también. Por ello, me siento complacida.
Ante la pregunta de por qué y cómo se crea el grupo Trotamundo,
responde:
Cuando Raquel Revuelta era presidenta del Consejo Nacional de
Artes Escénicas, concibe un proyecto donde los directores que fueran
conformando sus compañías, aunque pequeñas, tuvieran el respaldo
del Consejo para poner sus obras, y Pedro Álvarez, mi esposo,
anheló siempre tener un grupo oficial de teatro. Por ello, se presenta,
y reuniendo los requisitos, decide crear Trotamundo, una compañía
pequeña a la que dedicó su trabajo de toda la vida y esfuerzo.
Hicimos los arreglos convenientes y el Trotamundo quedó
conformado por un director y actor que era Pedro, y una actriz que
era yo. El resto era un equipo técnico que nos ayudaba a la hora de
conformar un espectáculo. Los demás actores eran entonces
contratados, pero por el número de presentaciones necesarias. Ahora
hay temporadas largas para algunas compañías, pero en ese momento
10 en que se crearon más de diez grupos teatrales en poco tiempo, había
una carencia de espacios y locales donde presentar las obras.
Recuerdo que el Trotamundo se presentaba en cualquier teatro por un
tiempo, con temporadas cortas, pero estábamos entusiasmados. Pedro
murió en 1992, y desde ese momento decido hacerme con la
dirección del grupo que ya para entonces fue creciendo un poco. No
quería que el sueño de mi esposo muriera con él. Y por ello, me di a
la tarea de dirigir el grupo y actuar, pero ahora contrataba además de
a los actores a algunos directores para presentar espectáculos, porque
nunca he tenido la capacidad de poder dirigir una obra y actuarla al
mismo tiempo. La dirección teatral me parece la responsabilidad
mayor de una puesta en escena, ya que hablamos de una persona que
debe tener los cinco sentidos ubicados en todas las coordinaciones y
demás. Esa capacidad la envidio en muchos directores de nuestro
país que también son actores. De por sí, siempre la reconocí en mi
esposo, pero yo no podía empeñarme en ese esfuerzo. Fue esta una
época distinta dentro del grupo, pero también vital. Quizás la mayor
parte de mi trabajo teatral en la década del ochenta y noventa, y
específicamente después de la mitad del noventa, se concentre en
Trotamundo, dirigiendo y actuando en varias obras. Recuerdo que
Cristina Rebull fue una de las directoras actrices que estuvo en el
grupo y que trabajamos en varias obras. Ha sido un arduo
desempeño, pero ha valido la pena.
A la cuestión de si todavía escribe sobre su impronta actoral en las tablas,
y labor crítica, fuera de ellas; luego de una tesis de grado en la carrera de
Teatrología, que obtiene con la ponencia de “Teatro Cubano en la década
del 60: Crónica personal”, la actriz asegura:
No he escrito nada más. Muchos amigos me lo han pedido. Incluso
me he entrevistado con escritoras que desean que yo les dicte los
textos y ellas lo escriben, pero no sé, no me he lanzado en ese
proyecto. Ni creo que lo haga. Sé muy bien que la conservación de la
memoria teatral se nutre específicamente de experiencias relatadas,
pero no he escrito más desde ese momento. Me he dedicado a hacer,
más que a decir.
Con respecto a la crítica teatral asegura:
11 Creo que el crítico teatral, debe, ante todo, conocer el teatro por
dentro, cómo se hace. La experiencia de un montaje, desde el
comienzo, brinda un conocimiento que luego puede enriquecerse con
la crítica adecuada. En muchos años, y hablo de antes pero también
de ahora, la crítica en Cuba era muy inestable. Me refiero a la
diversidad de criterios ante un mismo hecho artístico. Una critica
casi siempre nos relataba el argumento de una obra, un análisis de la
dirección y las actuaciones que a veces se resumía en: “Fulano,
correcto, Fulanita, justa, el lunar negro, Zutano, etc.” El crítico, a mi
entender, debe dejar a un lado los consabidos adjetivos y
preguntarse, ¿qué le falta o sobra a una puesta para establecer un
juicio? Siempre recuerdo que en el teatro había un respeto por el que
sabía. En 1959, participando o no en el estreno de una obra, todos
nos apoyábamos. Recuerdo cómo los demás integrantes de los
grupos teatrales cuando se realizaba el estreno de una obra en alguna
sala, asistíamos en masa a verla. Bastante se ha perdido de ese
espíritu. Pero los tiempos son otros, eso lo entiendo, y el teatro
también es otro. El mejor criterio de un crítico sólo puede nacer de su
apropiación, de su vinculación con el espectáculo; hacerlo suyo, para
así permitirse conocer por qué el funcionamiento puede ser
desacertado o no.
Cuando ya el tiempo parecía agotado y la conversación no cesaba, la
interrogada anfitriona, pudo comentarnos:
Si algo admiro en muchas actrices es el dominio que tienen para
crear con el cuerpo, dominio del gesto, de la boca. El método de
Barba en ese sentido era extraordinario. Nunca entendí bien lo que
quería contarme, pero puedo confesarte que ver aquellas actrices
encaramadas en unos zancos más altos que ellas mismas, y desde
aquella altura proyectar tanto espectáculo, era impresionante.
Eugenio Barba, teóricamente, es fabuloso, pero sólo me quedé en la
teoría. He leído bastante, hubiese querido leer más. Pero nunca
encontré la práctica de su método a pesar de tener un diapasón muy
amplio en el teatro.
Recuerdo que mi paradigma como actriz ha sido una mujer grande en
la escena cubana, pero con la que nunca compartí el escenario.
Raquel Revuelta tenía esa presencia capaz de dominar el ámbito y
hacerse con todo el espectáculo. La impresión que me dejó fue muy
reveladora para mi trabajo. La otra actriz que era capaz de
conmoverme con sus papeles y siempre la recuerdo como un animal
12 de teatro es Ernestina Linares, incluso más que Miriam Acevedo. Y
tampoco pude trabajar con ella. La sustituí cuando ¿Quién le teme a
Virginia Woolf?, en 1967, pero nunca trabajamos juntas, placer que
hubiese agradecido enormemente, porque fue una mujer que aunque
ya no se habla de ella, era magnética en la escena. Una vez subida al
escenario no podías dejar de verla.
Me gusta trabajar con gente joven. Por eso también soy profesora de
actuación. No sé si eso ha podido notarse durante toda mi carrera,
pero me gusta, me complace la revitalización que tienen los jóvenes.
Ahora, estemos claros de algo, jóvenes con talento, porque la
mediocridad no distingue edades, ni razas, ni géneros. No sé cómo
expresarlo bien, pero es como sacudir el óxido de algún herraje. La
energía que emanan es tan contagiosa que no puedes menos que
dejarte llevar.
Me gustaría dominar más el cuerpo, conocer los diferentes registros
gestuales del actor, que parecen inagotables. Con el tiempo que llevo
actuando sólo puedo decirte algo: abarcar la historia del cuerpo del
actor, de alguna forma, es también abarcar la historia del teatro.
La pieza queda inconclusa, y esto, de alguna manera, evidencia un trabajo
activo, una labor indetenible. Nuestro personaje Verónica se marcha. No sé
aún si pretende refugiarse en la comodidad de una estancia lujosa, para
disfrutar de una música barroca de violines, o desea evadir cualquier
síntoma de vanidad ante la noción de sentirse recordada. La Verónica de
esta suite no necesita palabras para el regocijo, ella es toda composición, y
eso basta. Conoce de antemano que la actuación es adictiva, como un vicio.
Por eso nunca bajará del escenario. De seguro se lo ha dicho muchas veces.
Incluso frente al espejo, y este contesta lo que le da la gana, hace un
movimiento en falso, le recita el soliloquio de un personaje olvidado para
saber que sigue allí, o desiste de escucharlo, da media vuelta y se escapa.
“En realidad he sido una espectadora con suerte de ese teatro cubano del
que se habla con mayúsculas”, asegura cuando la humildad la invade.
Tal vez ese sea uno de los mejores protagónicos que me han
otorgado. Asisto a momentos trascendentales de la escena, a la
conformación de una identidad de la que pude ser partícipe con mi
desempeño. A veces creo que no ha sido suficiente, otras veces, no
me lo cuestiono, porque ante todo he dejado en cada trabajo una
legitimidad absoluta, un deseo inagotable.
13 A nosotros, esa idea nos reconforta. Y también la noción de que ha
construido su carrera profesional conociendo el teatro por dentro, como en
la búsqueda de cualquier personaje, incluso el de una actriz llamada
Verónica Lynn, que no ha escrito sus memorias porque prefiere
conversarlas, que teme a la pérdida de lucidez, y sigue estremeciéndose
fascinada, cuando en un teatro, la ovacionan.
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