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PLAN PASTORAL SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
Curso 2013-14
Los planes pastorales anteriores han tratado distintos campos y momentos en los
que se lleva a cabo la misión evangelizadora de la Iglesia. Así, después de haber
prestado atención a la pastoral juvenil, al primer anuncio de la evangelización o a la
iniciación cristiana ponemos el acento y la atención pastoral en este curso 2013-14
en un elemento esencial no sólo de cara a la Nueva Evangelización sino al mismo
ser de la Iglesia y de la sociedad como es el del matrimonio y la familia.
Naturalmente que no podremos abarcar de manera completa y exhaustiva un tema
tan amplio como éste pero tampoco se trata de elaborar un escueto directorio de
aplicaciones o recetas pastorales. En realidad el tema del matrimonio y la familia no
constituye una pastoral sectorial que se pueda reducir a unas acciones concretas en
un momento determinado o que sólo ataña a personas o situaciones específicas. La
intención de este plan pastoral como en los años anteriores es presentar de una
manera ordenada los elementos e iniciativas para que sean objeto de estudio y
profundización en las parroquias, los colegios, las asociaciones, los movimientos,
las comunidades, etc. En este caso es especialmente importante la colaboración de
todos dado que el tema del matrimonio y la familia constituyen un tema transversal
a toda la vida y la misión eclesiales. De hecho tal como nos recuerdan los textos
magisteriales dedicados a esta materia, el matrimonio y la familia son elementos
indispensables a la hora de afrontar cualquier tarea pastoral en la Iglesia.
CAPITULO I: La verdad del matrimonio y la familia
El punto de partida del que debe surgir toda reflexión sobre el matrimonio y la
familia no puede ser otro que la verdad del amor como misterio que, brotando del
mismo Dios, invita al hombre a participar de su propia vida (cf LF, n. 11). Es
justamente ese amor verdadero que tiene a Dios como fuente y se otorga al
hombre como don el contenido propio tanto del matrimonio como de la familia (cf
HV, n. 8).
a) Amor humano y amor divino
«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él»
Con este texto de la primera carta de san Juan (4,16) comienza la primera encíclica
de Benedicto XVI Deus caritas est sobre el amor cristiano. Un texto que servirá al
Papa para afirmar una verdad que es fundamental en la revelación cristiana: «la fe
cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido el núcleo de la fe de Israel,
dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud». Como se especifica
más adelante, es justamente Jesucristo quien, haciendo de ambos un único
precepto, ha unido el mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo.
Pero el amor no puede entenderse como un mero precepto moral divino, que Cristo
confirma y perfecciona sino que es un elemento constitutivo de lo divino y de lo
humano. En otras palabras, el amor pertenece al misterio mismo de Dios, por
esencia, y al misterio mismo del hombre por participación, creado este último por
Dios a imagen y semejanza suya. Bien podríamos decir que el amor constituye la
vida misma de Dios que de manera, misteriosa y gratuita es ofrecida al hombre
generando así el amor humano.
Por esta razón se da una íntima relación entre el amor y lo divino: el amor promete
infinitud, eternidad, una realidad más grande y que, aunque presente, trasciende
nuestra existencia cotidiana [cf DCE, n. 5]. El amor, que engloba la existencia
entera y todas sus dimensiones, incluido también el tiempo, aspira a lo definitivo, y
esto en un doble sentido: «en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y
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en el sentido de para siempre» [DCE, n. 6]. Cualquier forma de amor que renuncie
a esta dimensión trascendente, permanente, desbordante indica una comprensión
limitada y mutilada de éste. Se trata de un tema decisivo dado que, siendo el amor
el centro de la fe, una experiencia torcida o devaluada del amor, del amor divino y
del amor humano, tiene que ver con una comprensión deficiente o errónea de la
propia fe.
«El amor hace iguales a los diferentes» reza el axioma antiguo y de hecho es
justamente la existencia de un amor verdadero lo que asemeja al hombre a su
Creador y lo que le permite conocerlo de modo más pleno. Nuestro Dios no es un
ser solitario sino un misterio de plena comunión de amor en el cada una las divinas
Personas se da del todo y recibe del todo a las otras. No se dan en ellas grados ni
cambios sino que cada una se dona del todo y para siempre y a su vez acoge el don
del otro reconociéndose en él, «sale de sí» para amar y se «abre en sí» al amor del
otro. De modo que el amor no debe reducirse a un fenómeno indeterminado y
siempre en búsqueda, un arrebato momentáneo y dominado por lo emocional en
una visión puramente erótica o instintiva. Tampoco debe presentarse como un puro
sentimiento que desdeñe cualquier expresión de lo corporal y que más bien se
entienda como una obligación moral o una mera realización personal.
La escisión entre lo trascendente, lo permanente, lo oblativo -lo agápico- por una
parte y lo corporal, lo emocional, lo afectivo -lo erótico- del amor por otra es, como
tantos otros aspectos de la existencia del hombre, una consecuencia desgraciada
del pecado. Es el pecado el que nos hace desconfiar de la grandeza de la donación
como de la bondad de la corporalidad y está detrás de las dificultades que en el ser
humano se dan para llevar a cabo el proyecto divino sobre el amor humano. Aquí
también se encuentra la raíz de los peligros y desafíos en los que se encuentran
inmersos el matrimonio y la familia. En este sentido, a medida que se desvanece la
idea de Dios, sufre la concepción de un amor verdadero. Tal como recuerda
Benedicto XVI, así como el monoteísmo y la monogamia fueron de la mano como
expresión de la verdad de Dios y del amor, así la pérdida de la primacía de lo divino
explica la renuncia actual al amor definitivo y absoluto en el matrimonio.
Sólo un amor humano que exprese de algún modo la semejanza con este amor
infinito e incondicional divino merece tal nombre. La concepción bíblica del amor
que se corresponde con la experiencia humana la presenta como una participación
de ese doble movimiento del amor divino de salida y acogida, como amor
ascendente (eros) y amor descendente (ágape) que nunca deben separarse [cf.
DCE, n. 7 siguiendo la imagen de la escala de Jacob de Gn 28.12]. Así pues, el
amor como éxtasis y el amor como oblación no constituyen dos realidades opuestas
o contradictorias sino que responden a dos movimientos constitutivos de la
experiencia amorosa. Bien es verdad que el impuso del eros precisa ser orientado
por el movimiento del ágape para alcanzar su propia finalidad de realización propia,
de apertura y reconocimiento del otro, de comunión y apertura fecunda a la vida.
b) Matrimonio y familia en el plan de Dios
«Al principio los creó hombre y mujer» (Mt 19,4). Jesucristo, al hacer referencia a
la creación, manifiesta la unidad del designio de Dios sobre el hombre y se
introduce en el modo humano de comprenderse a sí mismo y de construir la propia
vida. Más allá de los datos puramente sociológicos y psicológicos, se establece aquí
una relación intrínseca e inseparable entre la revelación divina y la experiencia
humana, que van a ser los dos ejes imprescindibles para el conocimiento completo
de la realidad del hombre y el sentido de la misma.
El mensaje de la palabra de Dios se inserta en lo más íntimo del corazón humano y
lo ilumina desde dentro y el culmen de esta conjunción se realiza en Cristo, Verbo
encarnado «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre se unirá a su mujer
y serán una sola carne» (Gn 2,24). Con estas palabras se nos manifiesta una gran
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verdad: el matrimonio es el fundamento de la familia. La realidad del mutuo don de
sí de los esposos es el único fundamento verdaderamente humano de una familia
frente a cualquier otro pretendido “modelo de familia” que excluya en su raíz el
matrimonio. De igual modo, el matrimonio que no se orienta a la familia, conduce a
la negación propia del don de sí y a la negación de su propia misión recibida de
Dios, para sustituirla con un equivocado plan humano.
Para penetrar en la verdad y bien últimos del matrimonio es necesario partir de la
consideración del mismo en la historia de la salvación. El conocimiento de esta
profunda verdad del matrimonio se ofrece al hombre por medio de su propia
historia, vivida como una vocación al amor. La persona sólo se puede conocer, de
modo adecuado a su dignidad, cuando es amada dado que «el hombre no puede
vivir sin amor. Permanece para sí mismo como un ser incomprensible y su vida está
privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no
lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» [RH 10]. Así pues,
el plan de Dios que revela al hombre la plenitud de su vocación se ha de
comprender como una verdadera vocación al amor. Se trata de una vocación
originaria, anterior a cualquier elección humana, que está inscrita en su propio ser,
incluso en su propio cuerpo. Así nos lo ha revelado Dios cuando dice: «a imagen de
Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). En la diferencia sexual está
inscrita una específica llamada al amor que pertenece a la imagen de Dios [cf MD 7,
LF 52] y señala el sentido y horizonte de la vida humana en la construcción de una
auténtica comunión de personas.
Así pues, por ser imagen de Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4,8), la vocación al amor
es constitutiva del ser humano. Dios llamándolo a la existencia por amor, le ha
llamado también al mismo tiempo al amor. El amor es, por tanto, la vocación
fundamental e innata de todo ser humano [cf FC 11], destino del hombre desde
toda la eternidad, en la medida en que ama cuando descubre que antes ha sido
llamado por Dios al amor y hace de su vida una respuesta a ese fin.
c) Vocación al matrimonio
La afirmación bíblica de que Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza
(cf. Gn 1,27) se refiere a la totalidad e integralidad de lo humano, esto es a todo
hombre -todos los seres humanos- y a todo el hombre -el ser humano en su
totalidad-. El hombre es llamado al amor en su unidad integral de un ser corpóreo y
espiritual [cf CCE, nn. 362-368]. Por esta razón no puede ni debe separarse la
vocación al amor de la realidad corporal del hombre pero tampoco reducirse a ella.
Tanto los espiritualismos o platonismos como los materialismos o hedonismos han
sido, a lo largo de la historia, destructivos y contrarios a la antropología
genuinamente cristiana. Desde este punto de vista la sexualidad nunca puede
reducirse a la mera genitalidad o al instinto sino que afecta al núcleo de la persona
de modo que expresa y realiza la vocación concreta del hombre y de la mujer al
amor [cf SH 11]. Entre sexualidad, afectividad y comunión interpersonal se da una
relación indisociable que al mismo tiempo constituye la puerta de entrada al
misterio de la vida. La diferencia y complementariedad entre hombre y mujer,
basada en su radical igualdad en dignidad está orientada al mismo tiempo a la
identidad individual, a la comunión interpersonal y al surgimiento de la vida.
De este modo no se da ningún ser humano al margen de su condición masculina o
femenina como ningún ser humano ha sido creado para vivir en soledad (cf. Gn
2,18) sino como alguien constitutivamente abierto al otro. La sexualidad ha de
considerarse una expresión máxima de esa apertura esencial de lo humano al otro
desde el amor incondicional que reside en su semejanza al ser de Dios. Ahora bien,
para comprender la existencia actual del hombre, junto a su origen creatural en
Dios hay que referirse a la experiencia histórica del pecado y sus consecuencias.
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Por el pecado, la imagen de Dios que se manifiesta en el amor humano se ha
oscurecido. Al hombre caído le cuesta comprender y secundar el designio de Dios
que se experimenta como algo frágil, sometido a las tentaciones de la
concupiscencia y el egoísmo (cf. Gn 3,16) de modo que «sin la ayuda de Dios el
hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la
cual Dios los creó al comienzo» [CCE, n. 1608].
La Redención de Cristo devuelve al corazón del hombre la verdad original del plan
de Dios y lo hace capaz de realizarla en medio de las oscuridades y obstáculos de la
vida según el modelo de la Cruz. Esto significa que Él nos ha dado la posibilidad de
realizar toda la verdad de nuestro ser y ha rescatado nuestra libertad del dominio
de la concupiscencia [cf VS n. 103]. Entregar la propia vida a otra persona es
expresión máxima de libertad constituyendo un modo peculiar de amor que
llamamos esponsal. Se trata de un amor que, por ser personal, exige fidelidad,
reciprocidad y totalidad tanto en el plano espiritual como en el corporal. Pero
además, por su propia especificidad, está llamado a la exclusividad, la definitividad
y la fecundidad. De hecho, la última verdad del amor esponsal es Jesucristo
crucificado que entrega definitivamente su cuerpo por amor a su Iglesia para así
santificarla (cf. Ef 5,25).
El modo propio y específico de realizar la entrega de sí que exige el amor esponsal,
es el matrimonio. Con la promesa de un amor fiel hasta la muerte y la entrega
conyugal de sus propios cuerpos, los esposos vienen a constituir esa unidad por la
que se hacen «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5). Por eso se puede decir que el
matrimonio es la realización fundamental de esta llamada al hombre y la mujer a
vivir en la plena comunión de amor [cf MD, n. 7] y a la que está unida desde el
principio la bendición divina de la fecundidad (cf. Gen 1,28). Constituyendo así la
sexualidad como el medio específico de comunicación entre un hombre y una
mujer, Dios se sirve de las realidades más humanas para mostrar y realizar su plan
de salvación. Justamente por el carácter sagrado y trascendente de esta unión del
hombre y la mujer, «en una sola carne», que constituye su realidad más íntima, el
matrimonio sólo puede darse entre un solo hombre y una sola mujer de un modo
exclusivo (fidelidad) y permanente (indisolubilidad).
Cuando el Señor sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del
sacramento del matrimonio, el amor conyugal auténtico es asumido por el amor
divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de
la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la
sublime misión de la paternidad y de la maternidad. Así, el amor de los esposos es
un don, una participación del mismo amor creador y redentor de Dios por la que los
esposos pueden y deben crecer cada vez más en su amor y en su identificación con
Cristo y son capaces de superar las dificultades que se les puedan presentar.
De este modo se abre para los esposos un camino de santidad por medio del amor
esponsal, que renueva dentro de la comunión de la Iglesia el misterio de la alianza
de amor entre Dios y el hombre, entre Cristo y la Iglesia. Este misterio es
expresado en la Iglesia a través de dos modos de vocación al amor esponsal: el
matrimonio y la virginidad o celibato por el Reino [cf. FC, n. 11]. No se trata de dos
caminos divergentes sino complementarios a la hora de expresar el misterio del
amor es a la vez divino y humano. La virginidad ayuda a recordar el carácter
escatológico de cualquier amor que sea verdadero. El amor matrimonial hace
presente y concreta la donación total y la fecundidad propias de todo amor
esponsal. Sólo la comunión y complementariedad de ambas vocaciones en su
diversidad, manifiesta al mundo la totalidad del amor esponsal de Cristo.
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Por este carácter simbólico de ambas vocaciones, ni la virginidad o el celibato ni
tampoco el matrimonio pueden ser entendidas como realidades meramente
privadas que sólo conciernan a los consagrados o a los esposos. En concreto el
matrimonio, como forma de vida común que canaliza el amor humano garantizando
su estabilidad y fecundidad tiene un indudable valor social que debería ser
custodiado por la ley para que siga contribuyendo a la construcción de la sociedad.
El matrimonio, por el que el hombre y la mujer se unen de modo permanente ha
sido provisto por el Creador de condiciones y finalidades que le son propias. Este
vínculo, establecido sobre el consentimiento libre e irrevocable, hunde sus raíces en
la misma naturaleza humana a la vez que la trasciende por lo que no puede estar
sometida al arbitrio o capricho de cada individuo o de cada época [cf. GS, n. 48]. La
índole de dicha unión, en cuerpo y alma, hasta ser una sola carne y la fecundidad
con la que es bendecida exigen tanto la fidelidad como la indisolubilidad.
Estas notas esenciales del matrimonio que preservan su vínculo sagrado y
salvaguardan sus bienes propios, trascienden la voluntad de los cónyuges de modo
que no pueden quedar reducidos al albur de una experiencia o sentimiento. Esta
convicción de definitividad ayuda a superar las crisis y dificultades por las que
pueda pasar el amor conyugal y a evitar que la desaparición del afecto de los
esposos suponga la desaparición del matrimonio. Más allá de las circunstancias o
coyunturas inmediatas, el agente perturbador de la estabilidad matrimonial, como
de toda otra forma de comunión interpersonal en el amor, no es otro que el
pecado. Así el plan original de Dios de unidad: «serán una sola carne, de modo que
lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (Gn 2,24) y fecundidad: «creced
y multiplicaos, llenad la tierra» (Gn 1,28) es devaluado y mutilado por la infidelidad
humana: «por vuestra dureza de corazón se consintió el repudio» (Mt 19,8).
Cristo viene a restaurar el orden creado y querido por Dios pero, dado que existe la
amenaza cierta del pecado y la concupiscencia humanas, lo ha elevado a la
categoría de sacramento dotándolo de la gracia específica para el bien y la finalidad
que le son propios. En este sentido, el matrimonio no es una segunda vocación
cristiana sino el despliegue de la vocación bautismal como un camino concreto de
santificación e identificación con Cristo. El matrimonio, que como institución
precede a los otros sacramentos, al ser elevado como tal en Cristo encuentra en
relación con éstos su verdadero horizonte y alcance. Así, por su relación al
bautismo se descubre la existencia de una realidad que es previa a la experiencia o
voluntariedad de los cónyuges: el amor de los esposos no constituye el principio u
origen de la institución matrimonial sino que éste deriva, participa del amor divino.
El sacramento de la confirmación ayuda a reconocer el carácter dinámico de toda
realidad sacramental. Si la gracia crismal sostiene el crecimiento en la fe recibida
en el bautismo, la gracia matrimonial, simbolizada en el episodio de las bodas de
Caná garantiza el crecimiento en el amor no sólo desde el punto de vista
cuantitativo (amarse más) sino cualitativo (amarse mejor), quedando el mejor vino
para el momento final (cf. Jn 2,10). El sacramento de la reconciliación y la
penitencia recuerda tanto la importancia del perdón concedido al otro como la
necesidad de la propia conversión como elementos sin los cuales no es posible la
subsistencia del amor matrimonial. Por no extendernos más de lo debido, el
sacramento de la eucaristía manifiesta la referencia simbólica por antonomasia de
la entrega radical. Cristo entregó su cuerpo, su vida por amor a nosotros en un
modo que ha de inspirar y fundamental la mutua entrega de los esposos, de modo
que el misterio esponsal se renueva en la eucaristía, expresión máxima y definitiva
de entrega de la vida y de alianza definitiva (cf Lc 22,19-20).
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d) La familia, Iglesia doméstica
Desde la verdad del amor conyugal como camino de santidad brota la fecundidad
tan grande que encierra. Los esposos, al realizar el proyecto de Dios sobre sus
vidas, se abren a un plan más grande que es la familia. La familia cristiana
constituye, a su manera, una imagen y una representación histórica del misterio de
la Iglesia [cf FC, n. 49]. La familia está llamada a realizar, a su escala, la misión
misma de la Iglesia. Es como una Iglesia en miniatura, y por eso puede y debe
llamarse Iglesia doméstica [FC, n. 21]. Precisamente por esta íntima relación con
la Iglesia, la familia cristiana es una expresión privilegiada de comunión eclesial y
un foco insustituible
de evangelización. La Iglesia, necesita de las familias
cristianas para llevar a cabo su misión en el mundo. Existen dimensiones
específicamente familiares de la evangelización que sólo se pueden llevar a cabo
adecuadamente en el ámbito familiar y por el testimonio de las familias cristianas.
La primera manifestación de esta misión es la transmisión de la fe, en especial en
el momento que se denomina despertar religioso. Pero este inicio en la fe se sitúa
en un ámbito más amplio de despertar a la vida humana que se realiza en la familia
por el que se introduce al niño progresivamente en toda la gama de experiencias
fundamentales en las que va a encontrar las claves para interpretar su mundo, sus
relaciones, el sentido y el fin de su vida. El amor conyugal fiel y seguro, la relación
de paternidad y maternidad como principio de vida y de educación con amor y con
autoridad, la realidad de la fraternidad, que brota de compartir un mismo amor que
se nos ha dado. Todo ello abre, de modo natural y cotidiano, a las verdades
fundamentales de la vida y de la fe
Esa unidad específica entre gracia sobrenatural y experiencia humana se realiza en
la familia en la medida en que es una auténtica comunidad de vida y amor. Es en la
conjunción armónica de los distintos amores en la familia (conyugal, paterno - filial,
fraternal) como la vocación al amor encuentra el cauce humano para manifestarse
y desarrollarse. Se vence así la tentación de un subjetivismo individualista que se
encierra ante las cuestiones fundamentales de la existencia. Un punto específico de
esta educación es el ámbito afectivo-sexual, de modo que una sana y adecuada
concepción del amor depende en gran medida de esta inicial educación al amor que
se haya llevado a cabo en la familia. Su falta, en cambio, supone un grave
obstáculo que no sólo deja una profunda huella en la vida afectiva de los hijos sino
que puede impedir que el plan de Dios llegue a echar raíces en su corazón. Esto es
así porque la institución familiar además de su dimensión natural y social es, en
verdad, la manifestación más plena del amor trinitario y del ser de la Iglesia como
la gran familia de los hijos de Dios a la que toda la humanad está llamada [cf GS. n
20].
La Iglesia en España encara en nuestros días un formidable desafío por parte de la
cultura dominante que ignora el valor trascendente de la persona humana y una
sociedad que bien puede ser definida como postcristiana y que va adquiriendo un
carácter pagano en el que la sola mención al cristianismo se valora negativamente
como algo sin vigencia. El problema de fondo es el olvido de Dios en una cultura en
la que la simple referencia a lo divino o es negada o queda reducida a la opción
subjetiva de cada uno. Negada la referencia a Dios como fuente de lo real y lo
moral, el hombre se siente capaz de reinterpretar lo real y de recrear lo moral en
un radical relativismo que cierra el camino a la trascendencia.
Pero al desvanecerse el verdadero rostro de Dios la primera víctima es el mismo
hombre creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,27). La identidad, el sentido y el
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horizonte del hombre así como todas las realidades genuinamente humanas han
acabado por sufrir la misma suerte. Esto explica las dificultades que la sociedad
actual encuentra a la hora de reconocer las verdades sobre el amor humano, el
matrimonio y la familia que hasta este momento eran naturalmente asumidas tales
como la indisolubilidad, la fidelidad o la fecundidad. Ni el silencio acomplejado, ni el
mimetismo resignado son la respuesta que la Iglesia debe ofrecer a este cambio
cultural cuyas consecuencias sufrimos ya sobradamente. Tampoco la dialéctica
beligerante y condenatoria de todo lo propio del tiempo presente que parece
hacerla repudiar este mundo querido por Dios. En coherencia con su misión
profética en el mundo, la Iglesia está llamada a anunciar el mensaje del amor que
da sentido al matrimonio y a la familia y a hacerlo no sólo recordando la verdad
sino testimoniándolo con la vida. Junto ello no debe callar la Iglesia ante los errores
que falsean la libertad del hombre, desvirtúan la verdad del amor humano y vacían
de contenido toda esperanza. Puede ser interesante en este punto enumerar
algunas causas que están en la base de este cambio cultural que se está
produciendo en relación con la verdad del amor, el matrimonio y la familia
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La revolución sexual surge en la segunda mitad del siglo XX como reacción a
una valoración moral de la sexualidad de siglos anteriores teñida de
negatividad y que se traducía socialmente en actitudes represivas o
hipócritas. Su propuesta ha sido la de separar la sexualidad del lugar que le
es propio: primero se aisló de la procreación, a continuación del matrimonio,
finalmente del amor. Desprovista de su horizonte (procreación), de su
permanencia (matrimonio) y de su consistencia (amor) la sexualidad puede
quedar reducida a un puro juego banal o a un elemento de consumo.
La liberación sexual se entiende como una superación de todo aquello que
viene dado por la naturaleza desde una comprensión absoluta y por ello
falsa de la libertad. No es ya la verdad la que nos hace libres, es el propio
uso de la libertad, la opción libre la que determina lo que para cada uno es
verdadero. Esta es la raíz de la llamada ideología de género según la cual la
orientación e incluso la identidad sexual no es una realidad naturalmente
dada sino definida personalmente por cada individuo según criterios
impulsados más por lo instintivo o lo emocional que por lo racional o moral.
La presión sexual es la consecuencia asimismo de la negación de la
existencia de verdades objetivas y entiende que los valores y las verdades
se crean como el resultado de la presión social, cultural y mediática. Si cada
uno tiene su verdad, todo se reduce a una lucha ideológica por ganar la
batalla de la opinión, de la influencia mediática. Esto explica la actitud
activista y beligerante de los medios de comunicación y sobre todo de los
llamados lobbys o grupos de presión detrás de los cuales en muchos casos
se agazapan grupos o intereses claramente económicos y financieros.
El tiempo ha mostrado lo infundado de los presupuestos de estas ideologías y lo
limitado de sus predicciones, pero, sobre todo, nos ha dejado un testimonio
indudable de lo pernicioso de sus efectos. No obstante la sociedad actual pone todo
su empeño en ocultar esta gran cantidad de dramas personales fruto de estos
errores. A pesar de ello, es manifiesta la situación de una multitud de hombres y
mujeres fracasados en lo fundamental de sus vidas que han experimentado la
ruptura del matrimonio como un proceso muy traumático que deja profundas
heridas. Tampoco puede negarse la existencia de un alarmante aumento de la
violencia doméstica, de abusos y violencia sexual de todo tipo, incluso de menores
y en la misma familia, de una muchedumbre de hijos que han crecido en medio de
desavenencias familiares, con grandes carencias afectivas y sin un hogar
verdadero. Todo ello sin contar los gravísimos efectos resultantes del invierno
demográfico y el envejecimiento progresivo de la población como consecuencias de
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una cierta visión egoísta del amor donde la fecundidad no es vista como un don
divino y sí, de nuevo, como una opción libre que puede programarse de modo
absoluto.
No obstante, sigue siendo sintomático que pese a la visión deformada que de ella
se transmite en la cultura dominante y las insuficientes políticas familiares por
parte de las administraciones públicas, la familia sigue siendo, con gran diferencia,
la institución más valorada por la sociedad española. Esto quiere decir que, por
encima de coyunturas históricas, culturales o ideológicas más o menos adversas, en
la misma estructura antropológica está inscrita esta verdad del amor, del
matrimonio y de la familia. De este modo, por muchas ofertas o alternativas que
esta sociedad de consumo quiera ofrecer al hombre de hoy, ninguna puede sustituir
ni de lejos a la familia como fuente originaria de vida, como lugar propio para
reconocer la propia identidad, para descubrir el amor verdadero e incondicional, la
propia vocación y horizonte, en definitiva el hogar donde el ser humano aprender a
serlo, donde recibe y conoce el misterio de la propia vida y su sentido.
Un aspecto en el que la familia ha mejorado en los últimos años es, sin dudan en el
papel desempeñado por la mujer. Frente a la primacía de lo masculino hoy se ha
avanzado hacia un modelo más igualitario en el que tanto la responsabilidad, como
la toma de decisiones o las tareas domésticas aparecen mucho más equilibradas.
Bien es cierto que en algunos aspectos la legítima conquista por la igualdad entre
sexos se ha hecho a costa de su propia especificidad y complementariedad. Hombre
y mujer, iguales en dignidad son asimismo corresponsables en la vida familiar pero
esto no puede hacerles perder de vista lo característico de su corporeidad, de su
psicología o su papel en la familia. La pérdida de valoración de la virginidad o la
maternidad son ejemplos de este fenómeno en el ámbito femenino, la crisis de
autoridad así como una cierta degradación de lo masculino que se expresa en
muchos casos de machismo violento son síntomas que tampoco deben obviarse.
¿Crees que la presentación de la verdad del matrimonio y de la familia
se hace desde la comprensión positiva del misterio del amor esponsal?
¿No te parece que a veces aparece demasiado ligada a las condiciones
morales, a las prohibiciones o a las dificultades?
¿Qué te parecen las iniciativas como los centros de orientación familiar,
teen star? ¿Los conoces, crees que pueden ser útiles? ¿Qué elementos
positivos y negativos te parece que comportan los cambios sociológicos
que se están produciendo en la familia hoy?
¿Crees que la familia cumple con su papel humanizador y evangelizador
hoy? ¿Qué dificultades encuentra? ¿Qué acciones pueden ayudar a
llevarlos a cabo?
CAPÍTULO II: La preparación al matrimonio y a la vida familiar
La pastoral familiar debe ser un camino integrado que, partiendo de la constitución
del matrimonio, recorra los sucesivos procesos vitales de la familia para no
quedarse en acciones puntuales que no manifiestan suficientemente esta vocación
específica. En el despliegue y desarrollo de esta vocación se distinguen tres
momentos que han de tenerse en cuenta en la pastoral matrimonial: la vivencia del
noviazgo como camino de fe, la celebración sacramental del matrimonio y,
finalmente, el ámbito de la vida matrimonial y familiar. Desde este punto de vista,
una parte importante de la pastoral familiar ha de ser la preparación al matrimonio
o pastoral prematrimonial que, sin embargo, no debería de limitarse únicamente en
una atención puntual a los novios en los momentos inmediatos a la celebración del
matrimonio.
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Las graves dificultades para constituir un matrimonio y llevar adelante una familia o
la extensión de los fracasos matrimoniales y sus secuelas en tantas personas
manifiestan la gran necesidad de preparar a quienes afrontan esta tarea propia que
han de vivir en la Iglesia. De hecho, las carencias que se muestran en quienes
acceden al matrimonio indican una deficiente preparación que hoy es más urgente
y necesaria que nunca. La finalidad propia de esta etapa es ayudar a cada persona
a encontrar su vocación matrimonial y a disponer su vida en respuesta a esta
llamada divina al amor conyugal como camino de santidad [cf LG 41]. Esta realidad
profunda, marcada por el mismo Dios para cada ser humano, ha de ser descubierta
conjuntamente por ambos novios al tratase de una vocación dual. Se trata de que,
conociendo el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, los novios
construyan el existir diario de sus vidas como una respuesta afirmativa y
comprometida a esta llamada a la vez personal y dual de Dios.
Entre los elementos específicos de esta pastoral podríamos señalar los siguientes:
el anuncio, capaz de mostrar la excelencia de la vocación matrimonial en el plan de
Dios; la ayuda y acogida, que ofrezca un camino de seguimiento para una auténtica
formación en la madurez de la persona, según la medida de Cristo; la adaptación
para acomodarse a la diversa condición y formación propia de cada pareja y cada
individuo; la progresividad, según el plano de superación y exigencia que comporta
siempre la fidelidad al designio divino sobre las personas; la operatividad que tenga
en cuenta todas las posibilidades de actuación y la coordinación de las mismas. En
cuanto a las etapas o fases en la preparación al matrimonio, el Beato Juan Pablo II
en la exhortación apostólica Familiaris consortio señalaba estas tres: remota,
próxima e inmediata.
a)
La etapa remota
Comienza con la infancia e incluye la adolescencia, etapa muy importante de la
educación humana y cristiana que, por tanto, requiere una atención específica [cf
FC 66]. Esta etapa corresponde fundamentalmente a los padres, primeros y
principales educadores de sus hijos y para ello deben tener en cuenta las diferentes
dimensiones de la personalidad de los hijos y su grado de madurez y formación [cf.
FC 37]. Las relaciones personales en el seno del hogar y la valoración de las
mismas por parte de sus miembros van constituyendo, poco a poco, la primera
identidad personal: ser hijo. Se trata, no tanto de una transmisión conceptual sino
de una experiencia connatural que a través de la unidad de vida y desde una
comprensión cristiana de la realidad y de las relaciones humanas vayan formando
la personalidad de los hijos y dando un sentido propio y trascendente a sus vidas.
Con el ejemplo y la palabra, formándolos en las virtudes a través de la ternura, el
perdón, la paciencia, el respeto, la fidelidad, el servicio o la autoridad, los hijos van
interiorizando una vivencia familiar que le servirá de referencia imprescindible
cuando hayan de formar su propia familia. Aunque esta tarea educativa le
corresponde propiamente a los padres, esto no significa que éstos queden aislados
o abandonados en su quehacer. En efecto, el contacto con otras familias, la ayuda
de las escuelas de padres o de los centros de orientación familiar y otras iniciativas
de la pastoral familiar diocesana, la coordinación con la parroquia especialmente en
la Iniciación Cristiana, el papel de los colegios en la educación primaria o
secundaria o la participación en la pastoral juvenil diocesana pueden ayudar y
completar esta misión educativa de los padres.
1. El contacto con otras familias como fuente de colaboración y ayuda mutua
rompe una cierta inercia que tiende a replegar a la familia sobre sí en una
suerte de pudor que impide la solución de problemas o un mayor
enriquecimiento en situaciones que a veces quedan cerradas en la propia
9
2.
3.
4.
5.
6.
célula familia. La existencia de instituciones, organizaciones o movimientos
orientados a este tarea (Equipos de Nuestra Señora, Hogares de don Bosco)
constituye una ayuda decisiva en unos tiempos en los que el matrimonio y la
familia cristianos se encuentran, en muchos momentos, aislados y asediados
en nuestra sociedad.
La ayuda de las escuelas de padres, las parroquias, las asociaciones, los
colegios o de los centros de orientación familiar pueden cumplir la función de
formar a los padres en las implicaciones pedagógicas y los problemas
psicológicos, morales y humanos que surgen en la educación de los hijos en
los distintos ambientes. Dada la importancia de esta tarea, conviene contar
con las personas idóneas tanto por su capacitación como por su experiencia
y disponibilidad para ello.
Las iniciativas de la pastoral familiar diocesana, a través de distintas
actividades como ciclos de conferencias, cursos de formación y promoción
familiar. La colaboración o participación en las distintas acciones y
delegaciones eclesiales, en las oraciones o celebraciones litúrgicas o a la
invitación a la formación teológica en el Instituto de Ciencias Religiosas, se
encuadran en este apartado.
La coordinación de cara a la Iniciación Cristiana cuyo lugar propio es la
parroquia, la cual debe cuidar la acogida a las familias que piden los
sacramentos para sus hijos: el bautismo, la confirmación, la eucaristía y la
penitencia [cf. IC, nn. 41-42]. Aunque la colaboración entre ambas
instituciones -parroquia y familia- es esencial, lo cierto es que la parroquia,
en muchas ocasiones ha de cubrir graves lagunas que dejan hoy muchas
familias desestructuradas y descristianizadas.
El papel de los colegios en la educación primaria o secundaria y en ocasiones
también en la Iniciación Cristiana suple asimismo en no pocas ocasiones de
modo sustitutivo profundas carencias que en la transmisión de la fe dejan
tantas familias. La tarea del colegio en la educación debería ser subsidiaria
pero dado que de hecho no es así, debe cuidarse la atención espiritual como
formativa en los colegios (capellanes, profesores de religión).
La participación en la Pastoral Juvenil diocesana que no sólo colabora
acompañando a los jóvenes en su camino personal de fe, sino que debe
articularse de modo natural durante la etapa de noviazgo proporcionando la
ayuda para vivir adecuadamente esta etapa tan importante. De hecho, la
pastoral juvenil diocesana no ha de estar lejos de la pastoral familiar y la
vocacional, en la tarea conjunta a todas ellas de ayudar a los jóvenes a
descubrir su propia vocación (matrimonial, sacerdotal o consagrada).
En cualquier caso, los catequistas, los animadores de la pastoral juvenil y
vocacional y los mismos pastores deben interesarse por aprovechar los medios y
ocasiones de que dispongan, para subrayar y evidenciar todo aquello que
contribuya a la preparación al matrimonio: formación doctrinal, crecimiento en las
virtudes, vida de oración, etc. [cf. PSM, nn. 29-30]. Aquí es importante la
colaboración tanto de los movimientos, asociaciones y grupos parroquiales que
deben sentirse llamados a colaborar en esta tarea.
La vocación al amor, que es el hilo conductor de toda pastoral matrimonial,
requiere un cuidado esmerado de la educación afectivo-sexual, más necesaria que
nunca en nuestros días en cuanto la cultura ambiental extiende formas devaluadas
de amor que falsean la verdad y la libertad del hombre. La preponderancia de lo
individual y lo emocional conduce a una experiencia afectiva cada vez más
subjetivista, instintiva y sentimental, centrada en lo inmediato y alejada de
cualquier compromiso de amor estable y definitivo [cf. FSV, nn. 22-26]. En este
campo, es importante una presentación de la experiencia afectivo-sexual que a la
vez que integre los distintos planos biológico, psicológico, filosófico, teológico y
10
espiritual y las distintas etapas en la maduración humana así como la particularidad
del elemento masculino y el femenino como distintos y complementarios. En este
sentido, experiencias como la del teen-star disponibles tanto a nivel diocesano
como en los colegios y parroquias son un medio excelente para lograr este fin.
La entrega de la vida [cf. GS, n. 24], el dominio de sí, el conocimiento del propio
cuerpo y del propio corazón, la integración de la sexualidad y la vida afectiva, la
valoración de la virtud de la castidad tanto en la vida célibe como matrimonial son
ejes imprescindibles hoy para una adecuada formación afectivo-sexual. No conviene
olvidar que, también en este aspecto, la responsabilidad primera en este aspecto de
la educación le corresponde a los padres sea en la niñez como en la adolescencia.
Siendo conscientes de la complejidad de esta tarea, es pertinente afirmar que ni el
recurso al tabú o a la prohibición ciega, ni la complacencia o la abdicación del
ejercicio de autoridad son el camino correcto. El diálogo, la persuasión, la confianza
mutua, la comprensión pero también la autoridad moral de una vida coherente son
las mejores armas para que los padres puedan llevar adelante su delicada misión.
Pero la educación afectivo-sexual no sólo atañe a la familia sino que también debe
estar presente en la catequesis de las parroquias y en la educación religiosa de los
colegios en todas sus dimensiones, con claridad y sin reticencias. En un mundo tan
fuertemente erotizado, donde los medios de comunicación social y la cultura
imperante tienden a reducir esta dimensión a la pura genitalidad instintiva, es
preciso que la Iglesia supla, sea en la catequesis parroquial, sea en la educación
escolar las carencias que por ignorancia o por error arrastran muchos niños. Una
atención que también compete a todos aquellos lugares que desarrollan su labor
con los niños y especialmente con los adolescentes y jóvenes (movimientos
eclesiales juveniles como el Movimiento Scout Católico, hermandades, etc.).
b) La etapa próxima
En cuanto a la etapa próxima de formación, ésta se desarrolla durante la juventud,
época generalmente destinada en la vida a la elección de estado. Por eso,
tratándose de la vocación matrimonial, es sobre todo la experiencia del noviazgo la
que constituye lo característico de esta etapa. La finalidad propia de este tiempo es
doble: por una parte objetiva por cuanto permite el descubrimiento más concreto
de la vocación matrimonial, sus condiciones y responsabilidades y por otra parte
subjetiva porque posibilita el progresivo conocimiento recíproco de quienes se
sienten llamados a compartir un proyecto de amor que incluye la entrega de toda la
vida. Pero dado que se trata de una vocación sobrenatural, este tiempo no debería
reducirse a un ejercicio de discernimiento puramente humano, sino que junto a ello
son fundamentales los medios que ayudan al crecimiento espiritual y a la práctica
de las virtudes como la oración, los sacramentos de la eucaristía y la reconciliación
o el acompañamiento espiritual.
Los campos fundamentales en los que debe insistir la formación propia del noviazgo
tienen que ver con el sentido del matrimonio como vocación compartida a la
santidad, el significado, modos de expresión y ejercicio del amor conyugal, la tarea
propia de la paternidad en lo referente a la apertura a la vida con generosidad y
responsabilidad, la misión propia de la educación y transmisión de la fe de los hijos
o la dimensión social y eclesial de la familia [cf. EV, nn. 92-94; HV, nn. 19-31]. Los
novios, con la ayuda de la gracia y el recurso a los medios que la Iglesia pone a su
disposición, deben aprovechar esta etapa para conocer mejor y madurar de cara a
responder al proyecto de Dios sobre sus vidas. Se trata de aprender en su mutua
relación al ejercicio de la donación de sí como fundamento de la construcción de su
11
hogar futuro. La experiencia demuestra que la suerte del futuro matrimonio
depende en buena medida de la manera de vivir la etapa del noviazgo. El esfuerzo
por ayudarse en el recíproco conocimiento y la superación de las dificultades ha de
ser uno de los criterios de la autenticidad de su relación. De manera especial deben
ayudarse mutuamente a crecer en la castidad, como virtud que dispone para el don
pleno de sí mismos en el matrimonio con la firme seguridad de que la gracia es más
fuerte que el pecado.
En lo que se refiere al acompañamiento o la ayuda ofrecida a los novios por parte
de matrimonios o sacerdotes ha de tenerse en cuenta que en esta etapa se da una
gran diversidad de situaciones de fe y de circunstancias vitales por lo que se debe
actuar con una gran flexibilidad y creatividad. El primer paso para ello es un diálogo
sincero con cada persona para poder conocer el nivel de formación religiosa, el
compromiso de vida cristiana, los motivos por los que se plantea un noviazgo, la
disponibilidad a recibir ayuda. En la medida en que se sepa conectar con sus
inquietudes esta etapa puede constituir, para no pocos de los que acuden a
prepararse para el matrimonio, una ocasión privilegiada para replantearse su vida
cristiana y su participación en las actividades de la parroquia. A la hora de atender
pastoralmente al noviazgo sirve la lógica propia de cualquier presentación de la fe:
se ha de partir del primer anuncio, en este caso de la verdad del matrimonio y la
familia cristianos, continuar con el acompañamiento catecumenal que ayude a
integrar fe y vida en el planteamiento de los nuevos esposos y que culmine con la
incorporación en la vida eclesial como modo concreto de vivir la propia vocación al
amor en la comunión y misión de la Iglesia.
c) Etapa de preparación inmediata
La última etapa de preparación a la celebración del matrimonio puede ser llamada
con propiedad formación prematrimonial. Debe tener lugar en los últimos meses y
semanas que preceden a las nupcias [cf FC, n. 66] y en algunos lugares se
comienza con una bendición de los novios. La finalidad de estos cursillos
prematrimoniales es la de proporcionar a los futuros esposos un mejor
conocimiento del matrimonio, las actitudes y madurez que se piden para contraerlo,
la conciencia de su naturaleza sacramental y su vinculación con la Iglesia así como
las obligaciones y tareas que de él se derivan [cf PSM, n. 48]. Hay que ser
conscientes que la mayoría de las parejas que participan en estos cursos no han
seguido un itinerario de preparación próxima y menos remota, elementos que, de
alguna forma, habrá que intentar suplir. En este sentido, cabe destacar que este
momento, aunque sea muy puntual, se presenta como una ocasión privilegiada de
evangelización que puede abrir a los futuros esposos, desde la indiferencia o la
lejanía de la fe a iniciarse en ella e incluso a insertarse en la vida de la Iglesia. Para
facilitar este encuentro se puede contar con matrimonios de acogida que realicen
esta función.
La asistencia en estos cursos de preparación de muchas parejas de poca formación
religiosa no debe conducir a un ocultamiento de lo específicamente eclesial sino,
por el contrario, ha de mostrárseles el rostro materno de la Iglesia y la belleza de
sus enseñanzas, tratando de contrarrestar los prejuicios adquiridos contra ella. Por
la misma razón se ha de cuidar la recepción o acogida de los novios cuando
solicitan información de los requisitos que pide la Iglesia para el matrimonio. Por
encima de todos los formalismos jurídicos es un momento de encuentro con la
Iglesia y la oportunidad de abrirles un camino en el que se les deberá acompañará
en todo momento. Aunque la duración de estas catequesis no debería ser inferior a
diez temas o sesiones al menos se debe asegurar un mínimo de una semana [cf
CCE, n. 2391]. En este sentido, la participación en la catequesis prematrimonial ha
de considerarse moralmente obligatoria para los que se preparan al matrimonio y
12
se debería procurar que los novios puedan hacerlo juntos. En caso de imposibilidad
en la asistencia, lo que no puede faltar nunca son encuentros personales del
sacerdote con los contrayentes en los que se aborden los temas indicados.
Es importante el cuidado del grupo o equipo de agentes de pastoral que imparten
estas catequesis. Si es posible debe haber matrimonios de distintas edades y algún
sacerdote, pues de este modo se presenta la Iglesia en su variedad de vocaciones
además de la combinación de perspectivas distintas de una misma realidad, así
como algunos expertos en diversas áreas. Lo urgente y delicado de su tarea precisa
de una preparación específica en el evangelio del matrimonio y la familia, pues no
basta con la buena voluntad o el dominio de una ciencia. En este sentido no está de
más agrupar las parejas de un mismo arciprestazgo o de varias parroquias para de
este modo sumar fuerzas y garantizar la suficiente preparación de los catequistas.
La metodología debe evitar formas meramente teóricas o magistrales para más
bien anunciar a los novios la verdad del plan de Dios en un clima de libertad en el
que los novios puedan expresar su propio proyecto de vida. Es verdad que muchos
novios asisten únicamente para cumplir el trámite, pero si la catequesis se hace de
forma adecuada puede ser una ocasión única para mostrar el mensaje cristiano a
quienes nunca antes lo habían escuchado. En cuanto a los contenidos, pese a la
brevedad del tiempo, es importante lograr una síntesis suficiente y adaptada en el
lenguaje utilizado. El Directorio sobre el matrimonio y la familia de la Conferencia
Episcopal Española recomienda los siguientes contenidos en la elaboración de los
cursos prematrimoniales:
- El amor y la persona: con temas como el ser persona y la vida conyugal, la
-
-
vocación al amor, el amor conyugal y la convivencia matrimonial y familiar
con sus tareas y sus implicaciones jurídicas.
Jesucristo y la Iglesia: posibilitando el descubrimiento de Jesucristo, como el
que da sentido a la vida de la persona y a la vida matrimonial, de la belleza
y bondad del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia o de la dimensión
eclesial y la sacramentalidad del matrimonio.
Esponsalidad y paternidad: desarrollando los significados propios de la
sexualidad humana, la fecundidad del amor esponsal y la paternidad
responsable, la familia, como Iglesia doméstica y su misión en la sociedad,
la espiritualidad familiar insistiendo en los elementos básicos de la vida
cristiana, la oración y los sacramentos en relación con el matrimonio.
Tratándose de una catequesis, no sería descabellado que se plantease alguna
oración aunque sea de forma muy sencilla y, si parece posible, invitar a quienes
participan en ella a alguna celebración penitencial, sobre todo si se halla próxima la
celebración. Una parte importante de la catequesis de preparación al matrimonio es
la que se dedica a ayudar a los futuros esposos a profundizar en el misterio en el
que van a participar mediante una buena presentación de la celebración litúrgica
del sacramento del matrimonio. El valor simbólico de la liturgia permite que, más
allá de un mero ensayo de la ceremonia, se lleve a cabo una explicación de la
celebración (lecturas, ritos sacramentales, etc.) que permita extraer su carácter
mistagógico. El objetivo final es que los contrayentes sean conscientes y participen
del modo más activo posible del misterio que van a celebrar.
En todo caso, las entrevistas con el párroco son insustituibles, no sólo para cumplir
las exigencias canónicas, sino para que a través de un diálogo franco con los novios
y completando las catequesis prematrimoniales se puedan afrontar temas
espirituales o de conciencia que pudieran entrar en el ámbito de la validez. En este
sentido merece la pena recordar la importancia de los trámites previos a la
celebración. Respecto del expediente matrimonial es importante cuidar los
elementos formales y por ejemplo llevar a cabo el examen de los contrayentes por
13
separado al igual que el de los testigos cuya elección debe hacerse con sumo
cuidado. En ambos casos se debe explicar con claridad y detalle las preguntas del
interrogatorio en especial las que hacen referencia a la naturaleza, condiciones,
propiedades y fines del matrimonio, los posibles impedimentos así como las
intenciones que mueven a quienes quieren contraerlo. El expediente debería
llevarlo a cabo quien va a asistir a la celebración al matrimonio si es posible y si no
el ministro que lo haga en su nombre debe informar a éste a la mayor brevedad.
En el caso de que del examen hecho a los contrayentes surgiese alguna duda muy
fundada por parte del ministro, éste debe resolver dicha duda antes de proceder a
la celebración. Para ello puede ser útil acudir a algún experto sea en el campo de la
medicina, de la psicología, de la teología sacramental o del derecho canónico. Con
relación a las proclamas matrimoniales merece la pena recordar que éstas permiten
a la Iglesia cumplir con la obligación de manifestar públicamente el sacramento
matrimonial. Para ello se insta a publicarlas en la puerta de las Iglesia en un plazo
de quince días previos a la celebración o al menos a leerlas públicamente en los dos
domingos previos.
d) La celebración del matrimonio
El elemento nuclear de la pastoral familiar está en la celebración del sacramento del
matrimonio que por esa razón debe cuidarse para que, por encima de los
condicionamientos sociales, resplandezca como un acontecimiento de fe en la vida
de los cónyuges y sirva al bien de la Iglesia y de la sociedad [cf PSM, n. 62]. La
celebración del sacramento debería expresar aquello que realiza y significa ya que
en el mismo amor de los esposos se manifiesta el misterio del amor de Cristo por
su Iglesia. Por eso, aunque los ministros propios del matrimonio sean los propios
contrayentes, toda la asamblea está llamada a participar activamente y no
meramente a asistir de modo pasivo a la celebración. Una asignatura pendiente
desde el punto de vista pastoral es el de revitalizar y articular las celebraciones
matrimoniales en la vida de la parroquia de modo que no aparezcan como meras
acciones privadas y sociales. Es cierto que por su índole social y por su vinculación
familiar, lo normal es que las celebraciones matrimoniales se hagan en momentos
distintos a las actividades parroquiales pero siempre es posible una mayor
integración en el caso de que los cónyuges participen en la vida parroquial. Por otra
parte, como ya se ha recordado se puede aprovechar la aproximación a la
parroquia de aquellos por razón de su matrimonio para ofrecerles el poder
participar en las actividades parroquiales.
Hemos hablado de la conveniencia de una adecuada preparación de la celebración
durante las catequesis prematrimoniales que favorezca una mayor conciencia y una
participación más activa. Ahí sería interesante profundizar en las lecturas de la
celebración, elegirlas con los novios atendiendo a las circunstancias concretas de
los contrayentes según la diversidad y riqueza contenidas en el vigente Ritual. En
todo caso y aún cuando pueda coincidir con la liturgia dominical, al menos alguna
lectura debería aludir explícitamente al matrimonio. Como en los casos análogos
deben elegirse lectores aptos, distintos de los contrayentes e invitándoles a que
lean previamente los textos. Son justamente estos textos los que han de iluminar la
homilía que, evitando tanto el moralismo como el sentimentalismo, más bien se
centre en el misterio grande del sacramento que se celebra y de sus implicaciones
desde el punto de vista antropológico, eclesial y social.
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En el momento presente se da el peligro de desvirtuar la solemnidad y belleza del
sacramento introduciendo ritos, adornos o elementos de otro tipo ajenos a la
tradición eclesial y al misterio que se celebra (músicas impropias, adornos
excesivos, lecturas profanas, etc.). La celebración matrimonial, como toda acción
litúrgica eclesial debe caracterizarse por su sobriedad, sencillez y autenticidad y en
este sentido la preparación de la boda ofrece la ocasión al ministro para hacer ver a
los contrayentes que la sencillez y el decoro son la mejor garantía para que una
celebración sea bella y solemne más allá de artificiosidades y barroquismos. Esto no
significa que no puedan incluirse elementos que sin perjudicar dicha sencillez
realcen la grandeza de lo que se celebra (moniciones, música y cantos, flores, etc.).
En todo caso es importante que el ministro o aquel a quien éste delegue su función
tenga conocimiento de todo lo que concierne a la ornamentación, vestuario y sobre
todo de las innovaciones que se quieran incluir para que no desvirtúen el sentido
auténtico de la celebración. Asimismo, es obligación del párroco en primer lugar y
por extensión del ministro que habrá de presidir la celebración como testigo
cualificado, velar para que nada ponga en riesgo la validez del matrimonio.
El decisión sobre si el matrimonio ha de celebrarse dentro o fuera de la eucaristía,
más allá de la preferencia de los propios contrayentes ha de quedar al criterio del
celebrante. La Iglesia recomienda que lo habitual es que se realice dentro de la
Misa (cf FC, n. 57) por el vínculo de todos los sacramentos con el misterio pascual
de Cristo [cf CCE, n. 1621; SC, n. 61] y para poner de relieve la acción de Dios así
como de la entrega o donación mutua y definitiva de los esposos. Ahora bien, si es
que se desea celebrar el matrimonio dentro de la eucaristía, al menos deben
escrutarse las razones de modo que no sean puramente estéticas así como
garantizar que a través del sacramento de la reconciliación los contrayentes estén
en disposición de recibir la comunión eucarística que, según costumbre, puede
hacerse bajo las dos especies. En todo caso, se debería advertir a quienes asisten a
la celebración sin que participen habitualmente de la misa dominical que no se
acerquen a comulgar no sólo en el caso de hallarse en situación canónica irregular
sino porque no estén en disposición moral de hacerlo. En cuanto al lugar del
matrimonio, éste debería celebrarse en la parroquia de uno u otro de los novios o,
con permiso del párroco u Obispo, en otra iglesia u oratorio [cf CIC, c. 1156.1158].
e) Matrimonio de bautizados no creyentes
Como todo sacramento, el matrimonio supone la fe de los sujetos que, como se ha
recordado, en este caso son además los ministros de la celebración. Por eso aunque
deba su eficacia enteramente a la gracia de Cristo, ésta no puede recibirse al
margen de la fe de los contrayentes. El sacerdote ha de discernir, ayudar a
descubrir y alimentar la fe de los que solicitan contraer matrimonio sacramental y
en este sentido es hoy un problema pastoral la situación de quienes piden casarse
por la Iglesia sin que muestren signos externos de fe cristiana. Lo primero que se
ha de tener en cuenta es que el matrimonio constituye un sacramento que se
asienta sobre una base de orden natural, elevada luego por Cristo al orden de la
gracia. Esto significa que, aunque se dieran ciertas incoherencias en cuanto a la
profesión de fe y la vivencia eclesial, el hecho de tratarse de bautizados que
conocen y aceptan las condiciones propias del matrimonio, dan cabida a la
celebración de éste. Distinto es el caso de quienes se manifiestan increyentes y
piden el sacramento únicamente por razones sociales o no aceptan alguna de sus
condiciones o fines propios. En estos casos hay que actuar con discernimiento de
modo que si se trata de posturas militantes y consecuentes es preferible que no
contraigan nupcias pues se podría estar incurriendo en invalidez. El criterio
fundamental para la decisión es que los contrayentes, aunque sea con sus lagunas
15
e incoherencias de fe tengan la intención de hacer lo que hace la Iglesia al menos
de manera genérica (indisolubilidad, fidelidad, fecundidad).
Así pues, el impedir el acceso al matrimonio canónico o el aconsejar el matrimonio
civil a quienes no están del todo preparados para recibir el sacramento es, además
de un error pastoral, una clara injusticia. Es un error porque se ignora que cada
sacramento, además de suponer la fe como ya se ha dicho, la alimenta y la
conduce a plenitud de modo que lo que al comienzo es muy imperfecto puede ser
claramente fortalecido o regenerado por la gracia matrimonial. Es una injusticia por
cuanto siendo bautizados y no oponiéndose a la fe de la Iglesia, los contrayentes
tienen derecho a recibir este auxilio de la gracia para su futura vida en común.
Una circunstancia que cada vez es más frecuente en una sociedad multicultural
como la nuestra es la celebración de matrimonios entre un católico y un no católico
(matrimonio mixto) o entre un católico y un no bautizado (matrimonio dispar). Lo
primero que habrá que decir es que no se trata de una dificultad insalvable dada la
raíz natural del matrimonio pero tampoco se deben obviar los problemas que se
pueden presentar. Respecto de los matrimonios mixtos es fundamental observar las
normas canónicas establecidas, garantizando la forma canónica católica, así como
el hecho de que ambas partes conozcan y acepten la naturaleza, condiciones y fines
del matrimonio tal y como la Iglesia lo concibe y se consienta por la parte no
católica la educación de los hijos en la fe de la Iglesia católica. Para cualquier
excepcionalidad habrá de tenerse en cuenta la disposición episcopal. En cuanto a
los matrimonios dispares el párroco ha de proceder con gran prudencia y discernir
la comprensión antropológica y sociológica del matrimonio sobre todo cuando,
como es cada vez más frecuente, se trate de bodas entre parte católica y parte
musulmana. En este caso se ha de estar especialmente vigilantes en cuanto a la
posibilidad de la educación católica de los hijos así como la garantía de libertad e
igualdad de condiciones por parte de la esposa
¿Cómo se puede favorecer una buena formación remota (infancia,
adolescencia) sobre el matrimonio y la familia? ¿Crees que se está
llevando a cabo?
¿Cuál es tu opinión respecto de las catequesis prematrimoniales? ¿Crees
que cumplen su función? ¿Cómo piensas que deben articulares a nivel
diocesano, arciprestal o parroquial?
¿Cómo piensas que se puede favorecer una buena preparación de cara al
futuro como matrimonio y familia en el tiempo de noviazgo?¿Y en los
primeros años de matrimonio? [Puede consultarse el texto de la
conferencia “La importancia de la perspectiva del matrimonio en los
primeros años” (19.07.2012) disponible en la página web diocesana en
los documentos del señor Obispo].
CAPÍTULO III La atención pastoral a situaciones difíciles e irregulares
Por desgracia esta verdad del matrimonio y de la familia que plenifica al ser
humano está muchas veces oscurecida en la conciencia de las personas por el
ambiente cultural, la extensión del secularismo y la ignorancia religiosa. El impacto
del pansexualismo, de la falta de educación afectiva, del relativismo moral y de
comprensiones materialistas e individualistas de la vida tienden a desarmar moral y
existencialmente a la persona que muchas veces se siente superada por los
acontecimientos. No es extraño, por todo ello, que muchas personas, matrimonios
y familias pasen por momentos difíciles, que sean frecuentes las rupturas
matrimoniales y aparezcan como normales comportamientos ajenos o contrarios a
la ley de Dios. La condición y función maternales de la Iglesia ha de impulsarla a
buscar caminos por los que encontrarse con aquellos hijos suyos que, por motivos
16
muy diversos, se hallan en circunstancias problemáticas a nivel personal, familiar o
eclesial.
La Iglesia, en su solicitud por la familia, ha de hacerse presente en esas situaciones
que requieren del consejo, apoyo y discernimiento. Lo primero que está llamada a
realizar es prevenir escenarios que pudieran volverse irremediables y en todo caso,
acoger maternalmente a todos. El primer paso en la atención de estos casos es el
anuncio de la verdad de Cristo pues la auténtica caridad y comprensión con la
persona supone siempre la proclamación clara y completa de dicha verdad. Para
ello es imprescindible conocer no sólo la situación presente de la persona o pareja,
sino la historia que les ha conducido a este punto. En muchos de los casos en los
que se ha llegado a una situación irregular se hace preciso el criterio de la
gradualidad en el proceso de acercamiento a la Iglesia. Este esfuerzo de la Iglesia
por presentar la verdad del matrimonio y la familia debe recoger aquella máxima de
san Agustín llena de equilibrio, sentido común y sabiduría pastoral: «Unidad en lo
necesario, libertad en lo opinable, sobre todo caridad». Se trata, por tanto, de
mantener la unidad en aquello que toca al núcleo mismo de la verdad, pero
sabiendo acoger y afrontar la diversidad de situaciones y en todo caso dando la
primacía a lo que ha de ser primero en la acción cristiana que es el amor a las
personas al modo en que Jesús lo ha mostrado y encomendado a la Iglesia.
A la hora de entablar un diálogo con personas en situaciones difíciles o irregulares
hay varios presupuestos que no se deben olvidar. El primero es el reconocimiento y
la defensa del valor inmenso que supone la fidelidad matrimonial, realidad tan
debilitada en el pensamiento moderno. Cuando, más allá de las situaciones que han
llegado incluso a la ruptura y a la interrupción de la convivencia, no se ha producido
adulterio el camino de vuelta propio de la conversión es siempre más fácil. El
segundo es la distinción que, siguiendo la lógica del mismo Cristo, la Iglesia sigue
de distinguir entre la situación objetiva y las personas concretas. Por compleja que
sea la situación canónica de una persona, nunca está cerrado a nadie el acceso a la
salvación y es siempre posible la ayuda de la Iglesia. El aislamiento es sin duda un
enemigo peligroso ante los momentos de crisis más aún en un mundo y una cultura
dominante que, más que custodiar y proteger la fidelidad y la estabilidad familiar,
tiende a justificar e incluso a veces a promover su fragilidad. En este sentido, la
acción de la Iglesia proclamando la defensa de la fidelidad, de la indisolubilidad
cumple una misión positiva básica para la sociedad.
Los centros de orientación familiar en relación directa con la Delegación diocesana
de matrimonio y familia tienen como misión crear un ámbito de diálogo con quienes
precisen de consejo para afrontar los distintos problemas que pueden presentarse.
Es importante que estén integrados por personas de sólida formación católica y
expertos en distintos ramos del saber humano (espiritualidad, moral, psiquiatría,
psicología, biología, pedagogía, derecho). La plena comunión, sin fisura ni
ambigüedad alguna con la doctrina y la moral de la Iglesia es básica para que la
solución no sea una falsa salida sino un camino verdadero hacia la reconciliación
conyugal y eclesial. Precisamente la búsqueda de la reconciliación cuando esta sea
posible y no ponga en peligro la integridad física, psicológica o moral de ninguno de
los cónyuges o de los hijos ha de ser el objetivo final único.
Pero la atención de la Iglesia no puede limitarse a las cuestiones concretas y
directamente relacionadas con la problemática matrimonial y familiar. A quienes
pasan, en mayor o menor medida, por una situación difícil y, como consecuencia a
veces, alejados de la comunidad eclesial, se les ha de invitar a iniciarse o reiniciarse
en la fe. En este sentido la renovación de la vida cristiana que suponen los
catecumenados de adultos pueden ser un medio adecuado para recomponer o
17
cultivar las distintas dimensiones de la vida de fe (instrucción doctrinal, actitudes
morales, vida litúrgica y de oración, servicio a los pobres, comunión eclesial). La
reconciliación matrimonial encuentra así su lugar propio en una reconciliación más
amplia con la Iglesia y por medio de ella, con el mismo Dios.
No obstante, no siempre es factible dicha reconciliación ya que se dan situaciones
en las que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible. En tales
casos, la Iglesia admite la separación física y la interrupción de la cohabitación sin
que por ello cese el vínculo matrimonial ni sea posible una nueva unión. Ella está
llamada a acompañar a estos hijos suyos que se hallan en tal difícil situación sin
olvidar nunca que no puede separar el hombre lo que Dios ha unido. Incluso en los
casos en los que por una u otra causa se desvela la posibilidad de que una unión
matrimonial carezca de validez, el esfuerzo tanto de los centros de orientación
familiar como de los jueces eclesiásticos habrá de ser, si es posible, la
convalidación o sanación de raíz del matrimonio de modo que se pueda restablecer
la convivencia conyugal [cf CIC, c. 1676]. Ahora bien, aquellos otros en los que se
demuestra de modo fehaciente la nulidad de una unión y a la vez aparece como
inviable el mantenimiento de dicha unidad, lo más aconsejable es el recurso a la
disolución de dicho vínculo. Tampoco entonces ha de dejar la Iglesia solos a sus
hijos, sino que debe de acompañarlos para éstos actúen siempre con veracidad y
rectitud de conciencia y se sometan filialmente al juicio de la propia Iglesia. De
nuevo aquí es importante la aportación de asesores que desde una firme conciencia
católica y pericia profesional ayuden a actuar rectamente.
a) Las rupturas matrimoniales y segundos matrimonios
Aunque el matrimonio, fundado en la comunión de personas, exige la vida en
común [cf CIC, c. 1151], existen, como se ha visto, situaciones en las que la
convivencia matrimonial es inviable por distintas razones. Entonces la Iglesia sí que
admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación aunque no por
ello éstos dejan de ser marido y mujer delante de Dios, ni pueden contraer una
nueva unión. Esta situación debe servir para obtener en un futuro más o menos
próximo la reconciliación una vez sanado el amor compartido y ahora herido. Tanto
los esposos como el resto de la comunidad cristiana están llamados a ayudar en la
consecución de este objetivo y nunca a favorecer una ruptura definitiva, salvo que
estén en juego bienes absolutos como la salud, la vida o la salvación de algunos de
los cónyuges o de su prole. Las personas casadas que, por razón justificada viven
separadas, pueden participar en la vida sacramental siempre que mantengan la
mutua fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble [cf CCE, n.
1649; FC, n. 83; CIC, c. 1151-1155].
Aquí es importante, siempre que se pueda, distinguir entre el elemento activo y el
pasivo de la separación. Bien es cierto que este ejercicio no siempre es fácil por
cuanto no tiene por qué coincidir el cónyuge que provoca o causa la situación con el
que desencadena o toma la decisión última de la ruptura. La comunidad eclesial
ante una situación dramática como ésta debe ayudar a ambos cónyuges a
conservar la fidelidad mutua: al causante de la separación a convertirse y restañar
el daño hecho y a quien la ha sufrido lo ha de sostener, procurarle estima y
18
ayudarle a cultivar el perdón propio del amor cristiano y la disponibilidad a
reanudar eventualmente la vida conyugal. Conviene recordar asimismo nada impide
a los casados y separados la participación en la vida de la Iglesia y en la recepción
a los sacramentos [cf FC, n. 83]. Es más, la eucaristía habrá de ser para ellos una
fuente de fidelidad y fortaleza.
El divorcio en términos generales supone la constatación de un fracaso personal y
definitivo. No obstante, si el divorcio civil representa la única manera posible de
asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o el bien común puede
ser tolerado sin constituir falta moral alguna [cf CCE, n. 2383]. Justificado
solamente en casos gravísimos, dado el escándalo que apareja, su situación
equivale la de una separación pues sigue sin romperse el vínculo matrimonial
canónico. También aquí la diferencia entre el causante del divorcio y el que lo sufre
pasivamente es importante a la hora de establecer la responsabilidad moral y de
llevar a cabo la atención pastoral.
Con quien se ha visto obligado, sin culpa de su parte, a sufrir las consecuencias del
divorcio civil, el cuidado pastoral seguirá un camino similar al que se ha de tener
con los separados no casados de nuevo. Apoyados en la comunidad cristiana no
existe obstáculo alguno para que puedan ser recibidos a los sacramentos al
respetar el vínculo. De hecho, pueden constituir un ejemplo de fidelidad y de
coherencia cristiana que, en su caso, tiene un valor particular de testimonio para al
mundo y en la Iglesia [cf FC, n. 83.]. También al cónyuge causante del divorcio, se
le ha tratar con la mayor comprensión y misericordia, pero en este caso, para poder
ser recibido a los sacramentos, habrá de dar muestras de verdadero
arrepentimiento. Éste debe evidenciarse en la reparación, en lo posible, de la
situación irregular que ha provocado así como la convicción de que, a pesar del
divorcio civil obtenido, su matrimonio continúa siendo válido y en consecuencia, la
situación de separación en que se encuentra sólo es moralmente lícita si existen
motivos que hacen inviable la reanudación de la convivencia conyugal. Hacia ese
objetivo y siempre con la máxima prudencia y respeto debería orientarse
preferentemente la acción pastoral.
Se ha extendido en nuestros días la mentalidad de que tras un fracaso matrimonial
se ha de rehacer la vida con un nuevo matrimonio, aunque éste sea sólo civil. Así el
número de las personas que tras pedir el divorcio civil vuelven a contraer
matrimonio aumenta sin cesar y son muchos los que pretenden en esas
circunstancias alcanzar la felicidad frustrada. A esto se suma las facilidades cada
vez mayores que ofrecen los poderes públicos a la hora de agilizar los trámites para
el divorcio como si el servicio hecho a la sociedad fuese más bien favorecer la
ruptura en lugar de intentar la conservación del vínculo. Frente a ello, la comunidad
eclesial, por pura caridad cristiana no debe abandonar en ningún modo a estos
fieles dado que el alejamiento total de la vida cristiana no haría más que agravar su
situación. La Iglesia como Jesús ha de atender a todos pero especialmente a
aquellos que más lo precisan entre los que se cuentan aquellos que, sin culpa de su
parte, se ven abandonados por su cónyuge legítimo después que sinceramente se
han esforzado por salvar el primer matrimonio [cf FC, n. 84].
19
Es importante subrayar que, además del caso de quien carece de responsabilidad y
por tanto de culpabilidad moral alguna respecto a la ruptura de su matrimonio, se
da una variabilidad de situaciones que exige un cuidadoso discernimiento. En este
sentido habría que distinguir entre quienes son gravemente culpables de la ruptura
del matrimonio (violencia, adicciones, adulterio, abandono de hogar, etc.), quienes
creen en conciencia que su primera unión carecía de validez o quienes han
contraído un segundo matrimonio en vistas al bienestar de sus hijos, por razones
económicas o movidos por la propia pasión o interés, etc. No se trata de decisiones
justificadas pero sí que exigen comprensión y cercanía además de planteamientos
pastorales distintos. En todos los casos lo importante es acompañarlos en su
proceso de búsqueda de la fe a través de la oración, la escucha y lectura de la
palabra de Dios, la comunión espiritual, la vida comunitaria y el servicio de caridad
[RECD, n. 6; FC, n. 84].
Ahora bien para un bautizado, romper el matrimonio sacramental y contraer otro
vínculo mediante matrimonio civil supone siempre, consciente o inconscientemente,
la negación objetiva de la alianza o amor esponsal de Cristo que se expresa y
realiza en el estado de vida matrimonial. La situación de divorciado y casado de
nuevo es incompatible con la plena comunión eclesial por lo que se impide que se
les pueda administrar la comunión eucarística [cf FSV, n. 94; FC, n. 84]. Como en
la época de los primeros cristianos, vivimos en una sociedad que admite el divorcio
y así la Iglesia, hoy como entonces, recordando aquellas palabras de Cristo «el que
repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera, y si la
mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,11-12) no
puede reconocer como válida esta nueva unión. Ello no significa el rechazo personal
ni la indiferencia por parte de los creyentes, sino el acompañamiento fraterno para
que, siendo imposible la comunión sacramental, no se interrumpa la comunión en la
fe y en el amor que la eucaristía expresa y lleva a su perfección.
Asimismo los divorciados que contraen segundo matrimonio civil no pueden ser
admitidos al sacramento de la reconciliación, a menos que den señales de
verdadero arrepentimiento. Para obtener la reconciliación mediante el sacramento
de la penitencia se exigiría, además del reconocimiento del error cometido, el
compromiso a vivir en total continencia por parte de los dos componentes del
nuevo matrimonio civil [cf CCE, n. 1650]. No siendo una solución fácil en no pocas
ocasiones se presenta como la única salida aceptable en el caso de segundos
matrimonios en los que se hayan generado hijos propios o cuya separación
suponga un mal insalvable. En todo caso y dada la dimensión pública tanto del
matrimonio como de la eucaristía se ha de tener la prevención de que la recepción
visible del sacramento no suponga escándalo para quienes, como es natural, no
conozcan la decisión íntima de mantener vida de continencia por parte de quienes
permanecen unidos por matrimonio civil.
Así pues, la vuelta a la vida sacramental de quienes, habiéndose divorciado, han
contraído nuevo matrimonio civil exige tres requisitos: (1) abrazar una forma de
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vida coherente con la indisolubilidad de su verdadero matrimonio; (2) el
compromiso sincero de vivir en continencia total en caso de ser moralmente
necesaria la convivencia; (3) evitar que la recepción del sacramento cause
escándalo en los demás que pudieran conocer su situación. A quienes no se sienten
capaces de vivir según estas condiciones, por afectar al estado habitual de vida, no
basta un compromiso temporal para la admisión a los sacramentos con ocasión de
un evento particular (primera comunión, exequias, etc.). Es importante dejar claro
que la Iglesia no rechaza a los divorciados que se han casado de nuevo sino que
son ellos mismos, quienes con su situación objetiva, lo que impiden que se les
pueda admitir a los sacramentos. En todo caso, quien preside la celebración ha de
calibrar el efecto sumamente pernicioso que supone la negación pública de una
comunión sacramental por lo que la prudencia y la caridad pueden aconsejar
evitarla sobre todo en los casos en los que se actúa sin mala intención por no haber
sido informados de su situación y sus consecuencias.
Son muchos los cristianos que aún viviendo estas situaciones, porque conservan la
fe, desean que sean educados cristianamente sus hijos [cf CCE, n. 1651]. Al
respecto conviene recordar que, no sólo pueden tener derecho a ello sino que
cuando por razón de los distintos sacramentos (bautismo, primera comunión) se
acercan a la Iglesia se presenta la ocasión para que esos padres descubran su
responsabilidad en la educación de los hijos y la irregularidad de su situación.
b) Los católicos unidos con matrimonio meramente civil
La extensión de una mentalidad secularizada de la relación matrimonial entre el
hombre y la mujer y el indiferentismo religioso lleva hoy a no pocos bautizados a
plantearse su unión sólo a nivel civil, al margen de toda celebración religiosa. Esta
decisión supone proporcionar a su relación un carácter público y estable pero al
margen de la fe por lo que no pueden equipararse sin más a los que conviven sin
vínculo alguno. Además, suele incluir la voluntad de dejar abierta la posibilidad a un
futuro divorcio [cf FC, n. 82] por lo que de manera objetiva se están olvidando las
condiciones propias del sacramento del matrimonio como la indisolubilidad. Siendo
claro que en esta unión se expresa un planteamiento de vida ajeno a la presencia
de Cristo en ella y a la propia vocación bautismal, mientras persista esta situación,
la participación en la vida de la Iglesia no puede incluir el acceso a los sacramentos.
Además, dada la incoherencia con la fe por la situación en que viven, tampoco
deberían participar en actividades cuyo ejercicio público requiera la plena comunión
con la fe de la Iglesia (lectores, catequistas, ministros extraordinarios de la
comunión, Hermanos Mayores o responsables de asociaciones públicas o nuevas
realidades eclesiales).
La acción pastoral debe comenzar aquí por identificar los motivos que han llevado
a una pareja a excluir el matrimonio sacramental y que a veces no suponen un
rechazo consciente de la fe sino otro tipo de motivaciones (económicas, culturales),
influjos externos o mera ignorancia. Si se ha producido un primer acercamiento a la
Iglesia, este puede ser el signo de una fe incipiente y en cualquier caso es la
21
ocasión de propiciar un mayor conocimiento y profundización en la vida cristiana,
para desde ahí hacerles descubrir la importancia de la celebración del matrimonio
canónico. Muchas veces la oportunidad se presenta por la intención de bautizar a
los hijos nacidos de esa unión civil y en esos momentos la actitud del pastor es
decisiva a la hora del diálogo y la oferta del matrimonio canónico singularmente si
quienes han evitado el matrimonio sacramental lo hicieron, no por razones de
increencia, sino de ignorancia, conveniencia, influjo externo o miedo al compromiso
definitivo. Los años de convivencia en el amor, la madurez personal y la experiencia
de la paternidad pueden ayudar a modificar este planteamiento inicial que les hizo
no optar entonces por un compromiso permanente.
En el caso de que los unidos en matrimonio civil se separaran y pretendieran
romper con este vínculo para casarse canónicamente con otra persona conviene no
precipitarse. Es cierto que, siempre que las intenciones sean rectas, este paso
supone la regularización canónica de la situación pero toda unión estable conlleva
una serie de consecuencias y obligaciones adquiridas en las que ocupan un lugar
principal los hijos habidos en ese matrimonio. En todo caso, hasta que no se
obtenga la sentencia que disuelve la unión civil y no quede claro que quedan
suficientemente atendidas las obligaciones contraídas en dicha unión no debería
autorizarse ni procederse el matrimonio canónico.
c) Las «uniones de hecho»
Este tipo de unión, más allá de otras consideraciones, supone la constatación de la
extensión de una visión cada vez más individualista e inmediatista de la vida, que
considera el amor humano como algo que afecta en exclusiva a dos personas,
según su propia percepción y decisión sin ningún tipo de consistencia o
trascendencia fuera de ese estrecho círculo. Desde ese punto de vista, a ningún
vínculo, ni civil o ni religioso y a ninguna institución estable se le reconoce valor
alguno. Para la Iglesia esta actitud no sólo constituye un problema de orden
antropológico o moral por cuanto significa un modo de entender el amor, alejado de
todo compromiso definitivo o alcance trascendente. Al mismo tiempo supone
también un reto a nivel social porque además se reclama su equiparación en
derechos al matrimonio [cf FMUh] lo que supone una injusticia al tratar como
iguales a realidades enteramente diferentes.
Son muy diversos los motivos que pueden llevar a tomar esa decisión de formar
una unión de hecho sin contraer matrimonio: falta de formación, falta de fe,
ruptura con la familia, desconfianza en el futuro, estrecheces económicas, una
visión de la libertad como ausencia de todo vínculo o compromiso. En todo caso se
trata de una situación irregular que no permite el acceso a los sacramentos
mientras no exista una voluntad de cambiar de vida, dado por desgracia como
bautizados se hallan en situación estable de pecado. Ahora bien, aunque en
relación con los casados por una unión civil carecen siquiera de esa apuesta por la
estabilidad que es el vínculo, precisamente la ausencia de éste permite una solución
más sencilla a su situación. Así, los mismos acontecimientos de la vida pueden
hacerles reconsiderar su postura, sobre todo cuando aparecen los hijos. Si existe
aunque sea un rescoldo de fe, ese puede ser un buen momento para proponérseles
la buena noticia del matrimonio cristiano e invitarles a recibir dicho sacramento.
22
d) Las uniones homosexuales
Distinto de las parejas de hecho es el caso de las formas de unión y convivencia de
carácter homosexual. Aunque por razones antropológicas y morales, este tipo de
relación afectivo-sexual no puede ser considerada o denominada como matrimonio
ni como familia, su presencia en nuestra sociedad, merece nuestra atención
pastoral. Se trata de una realidad en la que se entremezclan dramas personales,
cuestiones sociales, culturales e incluso políticas o ideológicas. En una cuestión tan
polarizada es interesante recordar la respuesta del papa Francisco a la pregunta de
un periodista al regreso de la última JMJ de Río de Janeiro. Expresaba en ella el
respeto escrupuloso a las situaciones y las decisiones libres de cada individuo pero
al mismo tiempo la fidelidad a la verdad objetiva de las cosas.
El recordar los errores morales que se puedan cometer no supone el rechazo
personal a quienes, por las razones que sean, sienten y siguen una inclinación
afectivo-sexual hacia los individuos de su propio sexo. Superadas en parte,
afortunadamente, actitudes como la minusvaloración, la marginalidad, el desdén o
el paternalismo cada una de estas personas merece el respeto propio de cada ser
humano y en tanto que cristianos gozan de la misma dignidad y son llamados a
participar de la misión común de la Iglesia, tal como se recoge en distintos
pronunciamientos del magisterio eclesuial [cf RLUh].
¿Crees que las personas contraen matrimonio siendo conscientes de
valor intrínseco del mismo y de los compromisos que comporta? ¿Qué
impresión tienes sobre las cuestiones de nulidad matrimonial?
¿Qué te parece el hecho de que muchas parejas en lugar de casarse por
la Iglesia opten por uniones sin vínculo o sólo con vínculo civil?
¿Cómo pueden ayudar los matrimonios cristianos a quienes se
encuentran situaciones irregulares (divorciados, casados en segundas
nupcias, uniones de hecho, uniones homosexuales? ¿Y los sacerdotes?
CAPÍTULO IV: La familia, la sociedad y la Iglesia
Finalmente conviene dedicar un capítulo a la familia como institución situada, a
modo de puente, entre la sociedad y la Iglesia por pertenecer al mismo tiempo al
orden natural y al sobrenatural. Por esta razón la actividad propia de la familia en el
mundo ha de incluir, al mismo tiempo, una función socializadora y una misión
evangelizadora, a la vez humanizar y santificar. Así pues, la primera pastoral
familiar es la que realizan las propias familias, pues, en su seno, el ser humano va
madurando y haciéndose capaz de intervenir en la sociedad [cf FSV, n. 74]. La
familia, nacida de la entrega común de los esposos, se realiza en la aceptación del
don de los hijos en una comunidad familiar abierta y dirigida a la formación y
maduración de las personas. A la familia, primera comunidad natural y célula
primera de la sociedad, está ligado el desarrollo y la calidad ética de ésta última [cf
GS, n. 52]. La familia, en consecuencia, realiza un cometido propio, original e
insustituible en el desarrollo de la sociedad porque en ella nace y a ella se confía el
crecimiento de cada ser humano. Constituye el lugar natural en el que la persona
es afirmada como tal, querida por sí misma y de manera gratuita y en el que
gracias a la red de relaciones interpersonales que la configuran, la persona es
23
valorada en su irrepetibilidad y singularidad. Es en la familia donde encuentran
cumplida respuesta algunas de las deformaciones culturales de nuestro tiempo,
como el individualismo, el utilitarismo, el hedonismo Tan importante es esta tarea
que se puede concluir que la sociedad será lo que sea la familia y que el resto de
las pastorales de la Iglesia tendrán muy escasos frutos en la tarea de evangelizar
nuestra sociedad, si no cuentan con la participación de la familia en ellas.
Ahora bien, para que realice su cometido es preciso que la vida familiar se funde en
la acogida cordial, el encuentro y el diálogo, en la disponibilidad desinteresada, el
servicio generoso y una profunda solidaridad [cf FC, n. 43]. Constituida por el amor
de entrega de dos personas, la familia es lugar de libertad, donde se aprende de
modo natural la necesaria la contribución de todos al bien común [cf VS, n. 86]. Por
eso, es en el hogar familiar donde se aprende la responsabilidad compartida según
las propias capacidades [cf CCE n. 2224]. Este ejercicio de generosidad en la
entrega sólo puede asentarse en la confianza radical de que se trata de un amor
recibido como don y de carácter definitivo. En otras palabras, sin la convicción de
su origen trascendente y la garantía de su permanencia y definitividad, la familia,
se desestructura, volviéndose incapaz de llevar a cabo su misión humanizadora ni
de generar los bienes imprescindibles para sus miembros y para el conjunto de la
sociedad.
Todos esos bienes no se limitan a la familia nuclear, sino que se extienden a la
familia amplia: abuelos, primos, tíos, sobrinos, etc. y, por medio de la amistad y
del trato, a los vecinos, amigos, etc. Así, de modo natural la familia comunica y
conecta con otras personas y familias. Esa potencialidad evangelizadora, con una
formación adecuada y una dirección apostólica, puede orientarse a distintas tareas
sea en la sociedad civil, sea en la vida de la Iglesia. En todas estas tareas se puede
manifestar el influjo benéfico de una vida familiar sana y gozosa cuya mera
existencia recuerda la verdad de la familia frente a la confusión de los así llamados
modelos de familia alternativos. Estos últimos, aunque cada vez más aceptadas
socialmente, no solamente son incapaces de llevar a cabo la tarea de la familia sino
que generan efectos dañinos tanto a nivel personal como social.
a) La familia y la Iglesia
La familia cristiana, ya lo hemos dicho, llamada desde el Concilio Vaticano II Iglesia
doméstica, aparece como la Iglesia en casa [cf LG, n. 11; FC, n. 21; GrS, n. 19].
De este modo se describe tanto su estructura interna en forma de comunión
organizada y visible, como la misión específica que recibe de su mismo ser. Pero
esta analogía entre familia e Iglesia es aún más estrecha si se refiere al modo de
llevar a cabo su misión o a su lugar propio. Así como la naturaleza y la misión del
matrimonio participan de su condición dual, así la misión familiar se lleva a cabo en
comunión, en cuanto familia. Por otra parte dicha misión propia la vive la familia en
la medida en que está plenamente inserta en la Iglesia. En otras palabras, no debe
haber contradicción entre lo individual y lo familiar por una parte ni entre lo familiar
y lo eclesial por otra. La familia sirve así de elemento aglutinante y nexo de unión
entre el aspecto individual de cada uno de sus miembros dentro de la comunión
plena de la Iglesia. Bien puede decirse que «El amor y la vida constituyen, por lo
tanto, el núcleo de la misión salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y para la
Iglesia» [FC, n. 50; cf GS, n. 48].
Esto se justifica porque la familia, es un modo específico de vivir la vocación
bautismal que constituye a cada cristiano como testigo de Dios en el mundo. Para
los esposos cristianos este testimonio está unido a la recepción del sacramento del
matrimonio interpretando las distintas circunstancias y acontecimientos de la vida a
la luz de la fe. Muchas son las iniciativas que pueden ayudar a llevar a cabo esta
24
misión (lecturas, diálogos personales, cursos de formación permanente, jornadas
de retiro y oración, encuentros entre familias. escuelas de padres, catecumenados
de adultos) entre las que destaca la invitación de la propia Iglesia a la escucha de
la palabra de Dios: «La familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y
anunciando la palabra de Dios» [FC, n. 51; cf VD, n.85].
Pero la familia cristiana es evangelizadora principalmente en lo que se refiere a la
tarea que corresponde a los padres respecto de sus hijos. Por la gracia del
sacramento, los padres han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar
a sus hijos. Desde su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe y
asociarlos a la vida de la Iglesia y, en este sentido, la vida familiar puede alimentar
las disposiciones afectivas que preparen a los hijos a vivir su fe en medio de un
mundo indiferente e incluso hostil al evangelio. Se trata, claro está, de una tarea
progresiva atendiendo a las capacidades y condiciones propias de cada edad.
Corresponde a los padres realizar el despertar religioso y la enseñanza básica de los
contenidos de la fe: el símbolo, los sacramentos, la vida moral y la oración,
aprovechando para realizarlo las múltiples ocasiones que les ofrece la vida diaria.
Aunque se den espacios y tiempos concretos dedicados a esa formación, la entera
vida del hogar será una catequesis familiar [cf. FC, n. 39].
De aquí la importancia del testimonio de fe que los padres han de transmitir a sus
hijos no solamente cuando les comunican los contenidos concretos sino a través de
una vida coherente y consecuente. En este sentido la vida familiar habrá de
presentarse, en muchas ocasiones, como una suerte de contrapunto respecto a lo
que los niños y adolescentes recibe como doctrina común del pensamiento
dominante. Por todo ello, no son pocos los padres que expresan su angustia a la
hora de llevar a cabo con éxito la tarea de la educación e iniciación en la fe de sus
hijos en un mundo cada vez más resistente a la fe y más persuasivo en su
capacidad de influencia y en su penetración en las conciencias. En este campo es
importante la atención y ayuda a las familias a través de la formación y el diálogo
con los padres o de diferentes iniciativas con los hijos. En los momentos
catequéticos fuertes, los catequistas deben invitar a los padres a colaborar de modo
articulado en la tarea de la iniciación cristiana de sus hijos.
b) Comunidad en diálogo y comunión con Dios
Parte importante de la misma vida familiar es el cuidado y fomento del trato
personal con Dios que permite una vida de comunión con Él. De hecho, la
verdadera fuente de la vida familiar como derivada de la experiencia bautismal es
el amor de Cristo que introduce a la familia en la comunión trinitaria. Como
recordaba Benedicto XVI “La familia cristiana refleja en el mundo el esplendor de
Cristo y la belleza de la Trinidad divina” [ApPCF] Una educación en valores
humanos e incluso en virtudes cristianas que se apoye únicamente en el empeño
personal pero que olvide la experiencia y la relación con Dios pierde de vista lo más
esencial. La tarea educativa de la familia y la responsabilidad de los padres
respecto de los hijos no debe tener como horizonte la mera perfección moral o sólo
la capacidad intelectual, sino la santidad de vida. «Este es el cometido sacerdotal
que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia
a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar llamada a
santificarse y santificar a la comunidad eclesial y al mundo» [FC, n. 55]. Santidad
que no es sinónimo de perfección moral sino de amistad, confianza y comunión con
Dios en la historia y en la vocación propia de cada persona [cf GS, n. 19].
25
El sacramento del matrimonio, que especifica la gracia santificadora del bautismo,
fundamenta esta misión propia de la familia. El hogar es, así, la primera escuela del
amor humano y por ello del amor divino. A través de la paciencia, el esfuerzo, el
amor fraterno, el perdón generoso y reiterado y la ofrenda de la vida [cf CCE, n.
1657] la vida familiar se convierte en camino seguro a la santidad. En este punto
los movimientos y asociaciones de matrimonios son una riqueza grande de la
Iglesia y han de ser recomendadas a los matrimonios que busquen caminos más
determinados de vivir la santidad. La plegaria familiar ha de estar fundada en la
oración conyugal del matrimonio y se extiende con la enseñanza y acompañamiento
de las primeras oraciones a los hijos, para acabar en una oración hecha en común,
marido y mujer juntos, padres e hijos juntos [cf FC, n. 59]. Aquella expresión tan
querida y repetida por el Beato Juan Pablo II de que la “familia que reza unida
permanece unida” no hace sino recordar que es la gracia de Dios la que, como en
Caná de Galilea, convierte el agua del empeño del amor humano en el vino bueno y
generoso del amor divino, anticipo de la alegría sin fin de la eternidad.
Una etapa que tiene capital importancia en la vida matrimonial viene determinada
por los primeros años que siguen a la celebración del matrimonio. De cómo se
vivan dependerá, en gran medida, el devenir en las etapas posteriores pues es el
momento de convertir su proyecto de unión personal en una realidad viva y
fecunda en medio del mundo y de sus variadas circunstancias y acontecimientos. Es
un importante cambio en la vida de los esposos, por lo que se ha de ayudar a la
pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación y misión [cf FC, n.69]. Las nuevas
situaciones, en especial el paso de la comunidad conyugal a la comunidad familiar
con la llegada de los hijos y los acontecimientos de muy diferente índole en el
desarrollarse de la familia en estos primeros años pueden asentar un modo de
relación con la Iglesia que luego se afianzará en los momentos más decisivos. En el
orden natural serán el nacimiento y la educación de los hijos, el trabajo, la
enfermedad, la muerte de los seres queridos, en el orden de la gracia y atendiendo
solamente a la vida sacramental vendrán dados por el bautismo, la primera
comunión, la confirmación o la vocación de los hijos la que irá marcando, desde la
fe, el ritmo de la convivencia conyugal y la vida familiar.
La vida sacramental en familia se expande con la incorporación de los hijos a los
sacramentos haciendo que la preparación a los mismos y su recepción se vivan de
modo connatural a la vida familiar. Es una responsabilidad que afecta a los padres
directamente y que éstos no pueden descargar en terceras personas o instituciones
como la parroquia, el colegio, etc. aunque sí apoyarse y colaborar con ellos. No
solamente han de cuidar que sus hijos reciban con prontitud el bautismo, sino que
ellos mismos deben prepararse adecuadamente de acuerdo con el grave deber que
les corresponde. Ese deber les alcanza también en relación a los demás
sacramentos: confirmación, reconciliación, eucaristía [cf FC, n. 53] acompañando a
sus hijos, en todos sus pasos, participando de sus descubrimientos y alegrías y
ayudándoles en las dificultades.
Tras la iniciación cristiana, la participación en los sacramentos, especialmente en la
eucaristía dominical, se procurará que con frecuencia sea familiar, para vivir la
caridad de Cristo como la que une a la familia y le permite responder a los desafíos
que surjan [cf DD, n. 31]. Del mismo modo, los padres enseñarán a vivir el perdón
en el seno de la vida familiar, juntamente con la celebración del perdón de Dios
ofrecido en la reconciliación sacramental, donde el hombre recibe el amor que
supera todas las ofensas [cf FC, n. 61] A través de la vida espiritual y sacramental,
los padres pueden ayudar a sus hijos a apreciar los valores morales, a conocer y
26
amar a Dios más perfectamente y a descubrir su vocación esponsal, sea en el
matrimonio o en el celibato cristiano respetando, cuidando y animando a cumplir la
voluntad divina desde la convicción de que los hijos no son una propiedad de los
padres sino un don sagrado de Dios [cf CCE, n. 2378; DVi, II, n. 8].
c) Comunidad al servicio de la vida
La familia, como toda institución divina, como lo fueran en el Antiguo Testamento la
ley, el templo o el sábado y como lo es la Iglesia, fue creada por Dios al servicio del
hombre. La sacralidad de la familia reside justamente en esto, en constituir un
medio elegido por Dios para que el hombre alcance su fin último. A través de la
familia el hombre conoce la fidelidad, la eternidad y la fecundidad del amor divino
en el cual el amor humano halla su fuente y origen. Al mismo tiempo la familia es el
instrumento a través del cual Dios, en íntima colaboración con el ser humano, con
el hombre y la mujer, hace fecundo este amor [cf HV, n.2]. Precisamente por ser
una realidad originada y fundada en el amor, la familia no puede enroscarse
egoístamente sobre sí misma olvidando su verdadera naturaleza de comunidad al
servicio del hombre ni cerrarse al misterio de la vida y a favor de la sociedad.
Uno de los elementos constitutivos del matrimonio y de la familia cristianos es el de
su fecundidad. De hecho, uno de los fines del matrimonio y de los elementos
esenciales de la familia es la apertura a la vida por los hijos. Así fue querido por
Dios desde el origen «Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla»
(Gn 1,28). No obstante y como consecuencia del pecado, la unidad armónica tejida
por Dios entre amor-sexualidad-fecundidad se rompió «Tantas serán tus fatigas
cuantos sean tus embarazos, con dolor parirás a tus hijos. Hacia tu marido irán tus
apetencias y él te dominará» (Gn 3,16). Eso mismo sucederá con el trabajo, la vida
fraterna y la misma muerte. Esta dislocación entre el amor y la vida, entre la
sexualidad y la fecundidad sólo puede ser superada por la obra redentora de Cristo
en quien todo vuelve a la belleza, bondad y verdad del proyecto original divino pues
«al principio no fue así» (Mt 19,8).
Así pues, si uno de los fines del matrimonio, junto al unitivo, esto es, a la íntima
unidad de los esposo es el procreativo, el nacimiento de los hijos, la familia se ha
de considerar una comunidad al servicio de la vida. Esto convierte a los esposos en
colaboradores del mismo Dios en la obra cumbre de la creación, esto es en la
generación de la vida humana. Sin embargo este fin esencial del matrimonio y de la
familia no siempre puede llevarse a cabo, bien por imposibilidad natural, bien por
decisión voluntaria de los propios esposos. El primero de los casos, esto es la
incapacidad de un matrimonio para concebir hijos es, en muchas ocasiones fuente
de desazón e incluso de frustración para muchas familias. La forma de afrontar esta
situación es distinta según cada circunstancia pero en cualquier caso se trata de
una materia en la que no debiera faltar la ayuda y asesoramiento de la Iglesia a
través de los medios que tenga a su alcance (pastoral familiar, centros de
orientación familiar, escuelas de padres, etc.). Entre muchos posibles caminos
podríamos citar los siguientes:
-
El estudio pormenorizado de las causas de la esterilidad (fisiológicas,
psicológicas, etc.) que son muchas y que además no siempre son definitivas
pudiendo solventarse con un mejor conocimiento y aprovechamiento de las
curvas de fertilidad así como con tratamientos legítimos que favorezcan un
aumento de la fecundidad sea en el hombre como en la mujer.
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La posibilidad de la adopción de niños que, no obstante, presenta sus
propias complejidades. Como criterio primordial se ha de procurar el bien
propio del niño como objetivo mayor de la adopción por encima incluso del
bien o de los intereses de los padres. Por eso no debería otorgarse, como si
fuese un derecho propio de los padres sino de los niños a poder crecer en
una familia. Quienes adoptan deben ver su acción como un servicio que
incluso les lleve a aceptar a quienes habitualmente menos se prefieren
(niños de más edad, de otros culturas, de extracción marginal, enfermos o
disminuidos). La propia Iglesia a través de las instituciones religiosas
dedicadas al cuidado de huérfanos o niños abandonados juega un papel
importante a la hora de acogerlos y también de confiarlos siempre en la
búsqueda de la unidad de la familia y primando, sin olvidar los datos
socioeconómicos, la existencia de familias sanas, estables, equilibradas y de
edad adecuada.
Los métodos naturales de aumento de la fertilidad sí pueden ser un medio
adecuado y lícito para solventar un problema de esterilidad, sin embargo,
entre la gran variedad de métodos artificiales de fecundación y fertilización,
se dan muchos inconvenientes morales y en algunos casos pueden llegar a
ofender gravemente la dignidad de la persona (fecundación in vitro, bancos
de embriones, vientres de alquiler, etc.).
Son muchos los matrimonios que, descartada la posibilidad de concebir hijos
propios e incluso de poder alcanzar la adopción, aceptan con serenidad su
situación. Lejos de actitudes fatalistas, profundizan en su relación esponsal,
que es lo fundante en la familia y dedican el tiempo de que disponen al
servicio eclesial, a la atención a los niños o a otros campos de acción social
en otro modo de fecundidad que trasciende la mera paternidad biológica.
En el otro extremo de la realidad del matrimonio en relación con la fecundidad se
encuentran los casos de padres que, pudiendo, no desean por diversas razones
concebir nuevos hijos. También aquí conviene recordar cuáles son los criterios
morales con los que, teniendo en cuenta la enorme diversidad de situaciones, la
Iglesia quiere iluminar a quienes buscan recta y sinceramente la verdad:
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No se debe olvidar que la fecundidad es un bien objetivo y un fin esencial del
matrimonio por lo que en principio no debe ser excluido absolutamente. La
llegada de los hijos es motivo de alegría para un matrimonio y el fruto
visible del amor conyugal. Por eso el hecho de que en un matrimonio alguno
de los cónyuges o ambos descarten desde el principio la paternidad salvo
por causa o impedimiento muy grave, nos está indicando que algo no
marcha bien en él. Distinto es el caso de matrimonios que deciden diferir o
distanciar los partos actitud, podrá estar o no justificada según los motivos o
caminos para llevarlos a cabo.
En este sentido, conviene recordar que el concepto de paternidad
responsable incluido previamente y desarrollado por el papa Pablo VI en su
encíclica Humanae vitae no se refiere a una opción libre neutral o absoluta
[cf HV, n.10]. Cuando un matrimonio decide no favorecer el nacimiento de
nuevos hijos ha de hacerlo por una causa objetiva y justificada, nunca por
mera conveniencia, comodidad o por evitar las molestias propias de la
paternidad/maternidad. Siendo una decisión muy específica del matrimonio
no está de más el asesoramiento por la dirección espiritual, de otros
matrimonios o de quienes acompañan o comparten la fe.
Más allá de las causas de esta decisión, los medios utilizados que garantizan
el respeto a la verdad del matrimonio, a Dios mismo y a la dignidad humana
son los naturales. En este sentido el conocimiento de los mecanismos
fisiológicos, del propio ciclo natural individual así como de los medios y
métodos de estudio de los ciclos de fertilidad es básico. Experiencias como el
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teen star, los centros de orientación familiar y otras iniciativas puede ofrecer
una ayuda importante. El uso de métodos artificiales de contracepción
desnaturalizan el acto conyugal separando el fin unitivo del procreativo en
un sentido semejante al que llevan a cabo los métodos artificiales de
fertilización. Salvo en casos extremos donde están en juego realidades tan
comprometidas como la vida, la salud o la misma supervivencia del
matrimonio, nadie que hable en nombre de la Iglesia (sacerdotes, asesores,
catequistas, etc.) debería incurrir en el error de aconsejar el uso de estos
medios pero tampoco usar un lenguaje condenatorio o despectivo.
Por desgracia nuestra sociedad inmersa de lleno en un verdadero invierno
demográfico no favorece la natalidad con políticas familiares que ayuden a
las familias numerosas y alivien las cargas de los padres, por ejemplo
favoreciendo la conciliación de vida laboral y familiar. Al contrario, dado que
la familia es la institución social con más capacidad de ahorro, distintos
medios de opinión o poderes económicos parecen favorecer familias exiguas,
monoparentales e incluso desestructuradas donde los gastos y consumos se
multiplican. De hecho, ni la maternidad se suele valorar como una riqueza
para la mujer salvo como experiencia de realización personal ni se tiende a
considerar las familias numerosas como una riqueza para la sociedad sino
más bien como una carga o una situación anacrónica o irresponsable.
No hace falta recordar la situación gravísima desde el punto de vista moral
que supone el recurso al aborto en cualquiera de sus circunstancias y en
cada una de sus formas incluyendo las píldoras abortivas postcoitales. La
tarea de la Iglesia por medio de sus instituciones, grupos pro-vida, redes
madre, etc. acompañando a las madres solteras y desenmascarando el
indecente negocio de las clínicas abortistas es imprescindible. En todo caso,
la actitud eclesial frente a quienes han consumado una decisión tan terrible
no ha de ser la condena sino la acogida, el perdón y la reincorporación a la
vida eclesial ayudando por el profundo arrepentimiento y la penitencia a
superar la excomunión. Ésta no se ha de ver como un castigo o estigma sino
más bien como un medio pedagógico y medicinal para, mostrando la
gravedad del acto, hacer desistir de llevarlo a cabo o mover a la conversión
si se realizó.
d) Comunidad al servicio del hombre
La familia, por ser misterio del amor humano que brota de la fuente del amor divino
ha de ser, como éste último una realidad permanentemente abierta. Una apertura
no circunscrita a los propios miembros o solamente a la Iglesia, sino a la sociedad y
al conjunto de la humanidad. Bonum diffusivum sui est decía el Pseudionisio para
referirse a esa tendencia de todo lo que es bueno a difundirse, a salir de sí, a darse.
El amor, que es el sumo bien, para que sea verdadero y digno de tal nombre [cf.
DCE, n. 2] ha de entregarse, volcarse hacia afuera tal como hace el mismo Dios
abriendo el misterio inagotable de su vida a nosotros. Por eso, la familia, ha de huir
de la tentación de, antes las dificultades y hostilidades del tiempo presente,
presentarse como una especie de ghetto o refugio autosuficiente y endogámico.
Siendo verdad que la intimidad y la confianza son elementos básicos en la vida
familiar, esto no puede llevar a perder de vista la dimensión diaconal de la familia
querida por Dios, desde el principio como servicio al ser humano, a la humanidad.
Esto nos recuerda que el dinamismo propio de la familia, como el de la Iglesia, ha
de ser centrífugo y así partir de la comunión íntima de su ser para, desde ahí,
realizar su misión hacia fuera. Por eso, no es justificable la pretensión de sustituir
las obligaciones y tareas propias de la vocación esponsal-familiar por otras externas
y a veces más gratificantes. Pero tampoco debe entenderse que las obligaciones y
relaciones que generan la vida interna de la familia agotan los compromisos que,
como cristianos tienen los miembros que la integran. Si como se ha dicho la familia
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es escuela de conocimiento del verdadero amor y de humanización debe cumplir su
función como instrumento irrepetible al servicio del hombre y de la sociedad:
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Un ejemplo claro de esta dimensión social de la familia como comunidad al
servicio del hombre es el lugar que en su seno ocupan los miembros más
débiles y vulnerables. Dentro de la igualdad armónica que constituye el
corazón mismo de la familia, en ella se cumple la máxima evangélica de que
«hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos» (Lc
13.30). El centro de la familia, desde el punto de vista de la atención y del
afecto lo ocupan los niños más pequeños, los miembros deficientes o
minusválidos, los enfermos y los ancianos. Por el contrario quienes ejercen
la autoridad, los padres, son los primeros a la hora de servir y dar la vida.
Una actitud que contrasta fuertemente con la mentalidad consumista,
hedonista tantas veces predominante para la cual solamente la juventud, la
belleza, el vigor, la salud o la autosuficiencia y el poder adquisitivo son los
valores apreciables. No se puede perder de vista en este sentido el papel
que la familia, con todas sus dificultades y contradicciones, está prestando a
la sociedad en estos tiempos de crisis supliendo a través de la solidaridad, el
buen uso, la generosidad y la comunión de bienes lo que la sociedad de
mercado y del bienestar está siendo incapaz de resolver.
Este dinamismo de servicio y comunión, de caridad y solidaridad, propio de
las familias está llamado a abrirse también a quienes no son miembros de
ella. Por eso una parte esencial de la educación es la formación de la
conciencia social de los niños y jóvenes para descubrir al otro como un
hermano, no de sangre pero sí de una familia más grande, la compuesta por
todo el género humano. Como lo son también el respeto a la diferencia, la
igualdad esencial de todo lo humano más allá de razas, sexo o culturas y
sobre todo el deber que como seres humanos y como cristianos tenemos
hacia los más desfavorecidos (pobres, enfermos, marginados, emigrantes,
deficientes, solos).
En este campo del servicio al ser humano y especialmente a aquel que sufre
y carece de lo imprescindible, la familia es a la vez sujeto y objeto de
atención. Como célula económica y cultural de la sociedad es la que en el
fondo lleva a cabo la acción socio-caritativa de la Iglesia y al mismo tiempo
la que se beneficia de ella. Las familias sanas y bien estructuradas son la
fuente primordial de individuos con capacidad, voluntad y sensibilidad para
trabajar a favor de un mundo mejor. A la vez familias sanas y bien
estructuradas son el mejor antídoto frente toda forma de marginalidad, ante
a la amenaza de la pobreza, de la enfermedad, de violencia o abuso.
Tal y como recordaba el Beato Juan Pablo II «el futuro de la humanidad se fragua
en la familia» [GrS, n. 23] por lo que defender y promover la familia y la vida
humana constituyen una tarea primordial para la Iglesia en el comienzo del siglo
XXI. Corresponde a los cristianos el deber de anunciar con alegría y convicción la
buena nueva sobre la familia que el mundo tiene absoluta necesidad de escuchar de
nuevo y de entender cada vez mejor. La Iglesia, Madre y Maestra de la humanidad
conoce las palabras auténticas sobre la familia que revelan su identidad, sus
recursos interiores, la importancia de su misión en la Iglesia y en la sociedad. Ella,
asimismo, sabe el camino por el que la familia puede llegar al fondo de su más
íntima verdad. Este camino, aprendido en la escuela de Cristo y de la historia
interpretada a la luz del Espíritu Santo no lo impone, sino que siente en sí la
exigencia apremiante de proponerla a todos no con temor, sino con gran confianza
y esperanza, aun sabiendo que la buena nueva viene siempre acompañada por el
misterio de la Cruz tan difícil de aceptar por el mundo presente. Y sin embargo es
justamente iluminada por este misterio de entrega, de paciencia, a veces también
de renuncia y sufrimiento, como la familia puede alcanzar la plenitud de su ser y la
perfección de su amor según el modelo del mismo Cristo.
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Esta tarea, lejos de conducir a los cristianos a aislarse del resto de la sociedad, ha
de impulsarlos a colaborar, cordial y valientemente, con todos los hombres de
buena voluntad que han descubierto su responsabilidad al servicio de la familia.
Individuos o grupos, movimientos o asociaciones eclesiales encuentran con
frecuencia a su lado personas e instituciones diversas que trabajan por el mismo
ideal. Con fidelidad a los valores humanos y evangélicos y con respeto a un legítimo
pluralismo de iniciativas, esta colaboración podrá favorecer una promoción más
rápida e integral de la familia [cf FC, n. 86]. Cristo, el Hijo del eterno Padre y
nuestro Hermano y Pastor, fue quien inició la pastoral familiar al nacer en una
familia. El gran misterio de su humanación que se inició con el anuncio hecho a
María y a José se culminó cuando «viviendo bajo su tutela […] iba creciendo en
sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,51-52) hasta
dar su vida por toda la familia humana. El hogar de Nazaret es la respuesta
auténtica a la pregunta sobre la identidad y misión de la familia. Y no sólo porque
es el modelo o ideal que toda familia debe contemplar y seguir, sino porque a la
familia fundada por Jesucristo, aquella constituida por los hijos de Dios, la Iglesia,
pertenecen todas las demás. En la Sagrada Familia debe mirarse la familia así
como quienes colaboran en la pastoral familiar como el ejemplo que todos han de
seguir por su acogida del plan de Dios y la entrega a su voluntad, por su vivencia
de la fe y su amor al servicio del Reino de Dios.
¿En que modo debe la familia llevar a cabo su misión de conducir a los
hijos al conocimiento y el encuentro con Dios y a la participación en la
vida de la Iglesia? (oración, eucaristía dominical, participación en la
parroquia, el colegio, en asociaciones, movimientos, nuevas realidades
eclesiales, etc.? [Puede consultarse el texto del documento
“Orientaciones pastorales para la coordinación de la familia, la
parroquia y la escuela en la transmisión de la fe” disponible en “otros
documentos de interés de la página web diocesana]
¿Considerar que los temas referentes a la fertilidad (reproducción
asistida, contracepción) son una de las causas de mayor dificultad para
que muchos acepten el magisterio eclesial? ¿Cómo podría solucionarse?
¿Te parece que se insiste suficientemente en la función social de la
familia o la educación en la solidaridad? ¿Cuáles son los mayores
desafíos de la familia hoy en el mundo?
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Siglas
ApPCF Benedicto XVI, [Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Pontificio
Colegio para la Familia, (2011)]
CCE
CIC
Cathechismus Catholicae Ecclessiae (1997)
Codex Iuris Canonicii (1983)
DCE
Benedicto XVI, Carta encíclica Deus Caritas est sobre amor cristiano (2005)
DD
Juan Pablo II, Carta apostólica Dies Domini (1998)
DVi
Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción Donum vitae sobre la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (1987)
EV
Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae sobre el valor inviolable de la
vida humana (1995)
FC
Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio sobre la misión de
la familia cristiana en el mundo contemporáneo (1981)
FMUh
Consejo Pontificio para la familia, Sexualidad humana: verdad y significado.
Orientaciones educativas en la familia (1995)
FSV
CEE, Asamblea plenaria LXXVI, Instrucción Pastoral La familia, santuario de
la vida y esperanza de la sociedad (2001)
GrS
Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane (1994)
GS
CVII, Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual
(1965)
HV
Pablo VI, Carta Encíclica Humane vitae sobre la recta regulación de la
natalidad (1968)
IC
CEE, LXX Asamblea plenaria, La iniciación cristiana. Reflexiones y
orientaciones (1998)
LF
Francisco, Carta encíclica Lume Fidei sobre la luz de la fe (2013)
LG
CVII, Constitución Lumen gentium sobre la Iglesia (1964)
MD
Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitaem sobre la dignidad y
vocación de la mujer (1988)
PSM
Consejo Pontificio para la familia, Preparación para el Sacramento del
matrimonio (1996)
RCED
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la Recepción de la
comunión eucarística por parte de los divorciados vueltos a casar (1994)
RH
Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis (1979)
RLUH
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca del reconocimiento
legal de las uniones entre personas homosexuales (2003)
SC
CVII, Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia
(1963)
SH
Consejo Pontificio para la familia, Sexualidad humana: verdad y significado.
Orientaciones educativas en la familia (1995)
VD
Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la
vida y en la misión de la Iglesia (2010).
VS
Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor sobre algunas cuestiones
esenciales de la enseñanza moral de la Iglesia (1993).
No están recogidas citas del Directorio de Pastoral Familiar de la Conferencia Episcopal
Española de 21/11/2013 que, como es natural ha servido de referencia general para esta
pastoral.
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