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Descartes y los engaños de la vida (Boulesis)
A partir de la hipótesis del genio maligno
Una de las ideas que más extrañeza y perplejidad suele despertar entre los alumnos de 2º de bachillerato es
la hipótesis del genio maligno de Descartes. Tan acostumbrados como estamos a pensar que vivimos en la
verdad, nos produce cierto rechazo plantearnos, aunque sólo sea a modo de experimento mental, la
posibilidad de que toda nuestra vida sea en el fondo una farsa. No nos maravillamos de esta “confianza
innata”, que nos invita a dar por sentado lo que nos dicen que ocurre. Lo que nos choca es precisamente
aquello que de alguna manera nos invita a salir de nuestra comodidad intelectual, a romper con un estilo de
vida y unas ideas que llevan años asentadas y que están respaldadas por todo un sistema cultural, político y
social. Todo un síntoma sin duda. Porque al final se trata esencialmente de eso: produce una innegable
pereza intelectual y un cierto vértigo el pensar en contra de la vida, de uno mismo, de las creencias más
asentadas que se puedan tener.
Así que pensamos que Descartes estaba un poco loco por plantearse la hipótesis del genio maligno, sin
reparar acaso que el propio discurrir de la vida significa entre otras cosas el ir descubriendo engaños.
Mentiras muy profundas que una vez descubiertas abren heridas que tardan en cicatrizar. Seguramente no
son estas las experiencias que tiene en mente Descartes cuando nos habla del genio maligno, pero de alguna
forma sí pueden servirnos para ilustrar el fondo de la cuestión. Darse cuenta de repente de que las cosas no
tienen nada que ver con lo que pensábamos. Las grandes o pequeñas decepciones de la vida, las traiciones y
las guerras personales que todos vivimos de una forma u otra pueden servirnos perfectamente como
ejemplo: en ocasiones parece que todo se derrumbara a nuestro alrededor, que nada de lo vivido tuviera un
sentido. Por no hablar de los fracasos: aquello por lo que tanto tiempo hemos trabajado no llega a ser como
esperábamos.
El genio maligno no puede existir. Pero todos vamos notando su compañía de una forma más o menos
intensa. La tontería que supone descubrir la verdad sobre los reyes magos, el desengaño amoroso de la
adolescencia, la pérdida de los amigos del instituto durante la universidad o la infidelidad que descubrimos
entrada ya la madurez. La enfermedad que llega en el peor momento y nos muestra que la vida no es lo que
habíamos pensado. La pérdida de ese ser querido al que estábamos entregados, el despido en el peor de los
momentos. Todas estas experiencias y muchas otras se resumen en una palabra que caracterizó buena parte
del siglo en que vivió Descartes: desengaño. Los espejos del barroco y las vidas que son sueños. Motivos
del arte, de la literatura y también de la filosofía. Y es que si le damos vueltas, puede que lo raro sea lo
otro: pensar que la vida es maravillosa y que no hay por ahí ningún genio maligno que de una forma u otra
nos va apretando las tuercas a todos. O encontrar en medio de tanta confusión una sola verdad sobre la que
asentar el resto. Aunque esta verdad sea tan fría, distante y alejada de nuestra vida como el “pienso luego
existo” cartesiano.
Descartes no se equivoca, ¿nunca? (Boulesis)
De la duda a la certeza más absoluta
Ocurre en filosofía a veces un fenómeno singular: una teoría termina trayendo consigo consecuencias que no se
esperaban al principio, que nos sitúan en una posición totalmente alejada de la inicial y que tampoco encaja
muy bien con el sentido común. Y es que la filosofía tiene, para bien o para mal, algo de extravagante: según
qué tipo de ideas producen cuando menos extrañeza o escándalo. Un ejemplo podría ser Descartes, cuya
filosofía trata como punto de partida evitar totalmente el error. No en vano es Descartes heredero del siglo
XVI en el que se produce la crisis del modelo geocéntrico y la reforma protestante, con las consiguientes guerras
de religión, en las que la mezcla de banderas políticas y credos religiosos dejó una estela de muerte y
destrucción por Europa. Acosado por la duda, por el temor a equivocarse, Descartes quiso construir un sistema
en el que el error no tuviera cabida.
Explicada en una clase de bachillerato, la filosofía cartesiana produce extrañeza en varios momentos. El
primero de ellos suele ser al presentar la hipótesis del genio maligno: ¿Y si existiera un ser perverso empeñado
en que viviéramos permanentemente en el error, en que la equivocación fuera una constante en nuestras vidas?
Confiados en la consistencia de lo real, la mayoría de los alumnos suele decir que esto es una paranoia. Es
inadmisible tan sólo plantearlo como hipótesis en este mundo nuestro que nos han creado, en el que la verdad
puede prácticamente tocarse con las manos. El planteamiento se vuelve aún más embarazoso cuando se
explica la solución cartesiana. No hay manera de escapar al genio maligno que no sea acudiendo a un concepto
tan “potente” como polémico y oscuro: Dios. Tras ofrecer unas demostraciones más que discutibles, Descartes
nos viene a decir que el ser perfecto, bueno y veraz, no puede permitir que vivamos en el engaño, por lo que
podemos (y debemos) fiarnos de nuestros sentidos. Dios es así, el antídoto para el demonio del conocimiento.
Muchos alumnos de bachillerato suelen acusar a Descartes de ser “un flojo” al plantear su solución. El
racionalista y ordenado filósofo intenta un triple mortal fallido. Después de prometer método y regla, saca de
la chistera un conejo que llevaba ahí escondido mucho tiempo. En otras palabras: se le ve el truco. Y no sólo
eso: supongamos que aceptamos barco, y estamos dispuestos a creer que el filósofo francés demuestra la
existencia de ese Dios bueno y veraz que vela para que conozcamos la verdad. Urgido por el error, Descartes
logra fundamentar nuestro conocimiento. La insidiosa y molesta pregunta es: ¿Por qué entonces nos
equivocamos? Si Dios vela por nuestro conocimiento, ¿cómo es posible que haya quienes yerran en sus
afirmaciones sobre el mundo que nos rodea? ¿Habría lugar para la diversidad de opiniones y puntos de vista si
existiera un Dios que nos garantizara el conocimiento? Cosas de la filosofía: tan preocupado estaba Descartes
por evitar el error, que al final construyó un sistema en el que había lugar para el fallo. Lo cual es un
defecto grave, cuando todos tenemos la certeza de que en el mundo hay error y verdad.