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El Sigma
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Lunes 11 de febrero de 2008
Vida y muerte en terapia intensiva
Estrategias para conocer y participar en las decisiones
Por Carlos Gherardi
Colección Vivir y Conocer
El fin moral de la lucha por la vida
Por Juan Carlos Tealdi
Las publicaciones sobre bioética clínica son raras en nuestro país. Y mucho más lo son, por no decir
prácticamente inexistentes, aquellas que pongan su foco en los problemas de la terapia intensiva. Esta
realidad se observa treinta años después de la demanda de los padres de Karen Quinlan para que la terapia
intensiva en la que estaba internada le retirara el respirador. Y aunque aquel caso no sólo dio origen al
primer comité de ética clínica, sino que también es un paradigma de los problemas antropológicos,
epistemológicos y éticos que tienen lugar en la medicina actual y explican la necesidad de la bioética como
campo de crítica y reflexión, entre nosotros poco se ha discutido en ese sentido. Por eso es importante la
contribución que ofrece este libro de Gherardi que ya desde el Prólogo se presenta como un conjunto de
reflexiones acerca de la dimensión moral que la medicina y sus prácticas alcanzan en las salas de terapia
intensiva. La inserción de la tecnociencia en el hacer médico en estas salas, al constituirlas en escenario de
sostén en la lucha por la vida, ha supuesto una carga moral que ha hecho muy difícil el acto médico. Por eso
se adelanta la necesidad de avanzar hacia una cultura del conocer y el comunicar conjunto entre equipo de
salud, paciente y familia. A lo largo de los trece capítulos del libro, estas reflexiones recorren los orígenes de
la terapia intensiva, las características de sus pacientes y la toma de decisiones, la trascendencia que tuvo la
nueva definición de muerte por criterios neurológicos, y los problemas de los estados vegetativos y las
nuevas discusiones sobre la eutanasia. Estas reflexiones muestran claramente la visión de alguien que ha
estado comprometido a diario durante décadas en estos temas y suma a su experiencia clínica la agudeza de
sus interrogantes éticos. La que sigue es una síntesis de esos capítulos y sus reflexiones.
1. ¿Cómo fue el comienzo de la terapia intensiva?. La introducción en el siglo XX de recursos tecnológicos en
medicina tales como el respirador mecánico, el monitoreo cardíaco, el desfibrilador eléctrico, la diálisis renal,
la cirugía cardiovascular, la trasplantología y el tratamiento del shock como contexto de tratamiento del
paciente grave, constituyó a la terapia intensiva en una nueva modalidad de atención médica, escenario de la
lucha por el mantenimiento de la vida. La clínica del enfermo con riesgo grave para su vida se movía hasta
entonces entre la sala de guardia y la sala de internación. Pero con el ‘milagro’ de la ‘resucitación’ o
‘reanimación cardiopulmonar’ y ante la oposición vida/muerte, la terapia intensiva significó una apuesta a la
vida y a la vez severos problemas éticos que tienen que ver con la muerte. Y sin embargo, estos conflictos
que no le pertenecen a la medicina sino a la sociedad, prácticamente no se debaten a diferencia de temas
como la genética o la reproducción.
2. Quiénes son y dónde están los pacientes. El paciente grave en estado crítico, del que se ocupa la terapia
intensiva, supone la existencia de tres circunstancias que son: la amenaza de muerte actual o potencial, la
probable transitoriedad de este momento evolutivo y la posibilidad de su reversibilidad si se aplican las
medidas efectivas. Estas circunstancias que son imprescindibles todas ellas, diferencia al estado crítico de
otros estados tales como el del moribundo, el paciente con enfermedad en fase terminal y el paciente sin
esperanza. En la actualidad, debido a la larga permanencia de estos pacientes en terapia intensiva, muchos
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de ellos pierden la transitoriedad y/o la reversibilidad de su amenaza de muerte y por eso hay que analizar
continuamente la reversibilidad potencial que no puede perderse nunca, para que estas salas “habiendo
nacido para la restauración de la vida casi perdida, no se transformen en una obligada estadía previa a la
muerte”(p.27). El paciente crítico se encuentra en un escenario de luz artificial, aislado, conectado a una
multitud de cables, sondas, agujas y mangueras, atado a la cama para que no se caiga, donde “resulta claro
que en este ámbito la preocupación se ha centrado más en las enfermedades que en los enfermos”. “Entre
tanta tecnología inmóvil y sin alma, entre tantos objetos y casi ningún sujeto, ¿cómo percibir el rasgo de
humanidad que debiera subyacer en todo acto médico?” (p.29-30). “El vínculo entre el médico y el paciente
tiende a su disolución...”. “Y este ámbito, el más sofisticado de la medicina asistencial, promueve una
situación real que separa con intensidad cruel al médico del paciente. La vocación del primero y la confianza
del segundo fueron casi reemplazadas por el poder y la omnipotencia de una medicina que con soberbia
supone poder abarcar todos los interrogantes del padecimiento humano”. Por eso deben cambiarse los ejes
de vinculación y comunicación entre paciente, familiares y cuidadores. La información tiene que ver con la
situación evolutiva actual del paciente: la información más severa será buena en quien se visualiza un
horizonte de vida, y el informe aún más favorable será malo en un paciente casi irreversible.
3. ¿Cómo es la toma de la decisión cotidiana?. Hay que conocer las particulares características de la toma de
decisiones en terapia intensiva para comprender sus problemas. Las características especiales y distintivas
del paciente crítico junto a la naturaleza intrínseca del soporte vital que comprende a todos los
procedimientos asistenciales que sustituyen o apoyan las funciones de órganos o sistemas cuya afectación
pone en peligro la vida, y cuyo uso real o potencial define a la terapia intensiva, marcan la diferencia entre
las decisiones en estas salas o en las salas generales. Aplicado el soporte vital para evitar la muerte, ha de
reconstruirse biográficamente la historia clínica del paciente. Sólo así puede encararse el seguimiento
evolutivo que lleva implícito la permanencia del riesgo de vida. El seguimiento se hace en medio de una
complejidad de hechos cambiantes, muchas indicaciones, numerosos profesionales, y el contexto familiar y
social. En ese marco, la idea directriz en tanto meta de la conducción clínica que persista más allá de los
acontecimientos variables del día a día, implica una presunción diagnóstica y un fin a alcanzar por la
terapéutica. La gran cantidad de información diaria, las guías de procedimiento, y la multiplicidad de índices
pronósticos, no pueden sustituir mecánicamente al ejerció interpretativo. La idea directriz puede ser
cambiada pero nunca puede carecerse de ella. Esa idea no puede ser reemplazada por el imperativo de
“hacer algo en todas las horas”. Pero la meta inicial del ingreso que es mantener la vida comienza a
fragmentarse cuando el objetivo de un óptimo transporte de oxígeno y una mejor función renal impide a
diario el pensar en la razón de su ingreso y la razonable expectativa de recuperación. Y así se pierde la
distinción aunque difícil del paciente crítico -en tanto recuperable- y sus preferencias o mejores intereses, del
paciente moribundo. Lo más grave es no transmitir a familiares y sociedad esta perplejidad. La suma
algebraica de las funciones vitales no siempre es claramente la vida que necesariamente debemos defender.
El mantenimiento indefinido de una o varias funciones vitales en terapia intensiva significa el mantenimiento
de la vida a ultranza. No respetar el paro cardíaco final constituye un acto de crueldad cuando la muerte es
inevitable. En medicina crítica el reduccionismo de identificar la vida con la función vital, que puede ser
sostenida por maniobras, aparatos y drogas externas, es asimilar la medicina a una ingeniería técnica ajena
a la vida como concepto de valor y derecho humano.
4. Un hito inesperado: la muerte encefálica. El 8 de agosto de 1968 un comité ad hoc de la Universidad de
Harvard propuso una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral. Cumplidas
las condiciones para esa definición debía suspenderse todo método de soporte asistencial y en especial la
respiración mecánica cumpliendo con el resguardo legal de que la muerte ocurría antes y no después del
retiro del respirador. La presencia de un coma irreversible impulsó a elegir el cerebro como el órgano cuyo
daño debía definir el final de la vida. La muerte era posible con latidos cardíacos, pulso y tensión arterial.
Este fue un hecho trascendental para los debates posteriores sobre tratamiento del paciente grave y el
vínculo de la muerte con el soporte vital. Desde entonces resultó claro que el tema afectaba a toda la
sociedad y requería una profunda reflexión sociológica y moral. Desde entonces se ha aceptado que la
muerte encefálica ha suplantado al paro cardiorrespiratorio.
5. El soporte vital como tecnología. El soporte vital como una técnica, en tanto potencialidad resolutiva,
implica en principio su aplicación insustituible en cada situación encontrando en sí misma su propia
legitimación. Es la soberanía de los medios sobre los fines. En este contexto de su aplicación ya ni siquiera el
fin justificaría los medios sino que la aplicación de algún o algunos medios justificarían cualquier fin. El
tratamiento de un hombre enfermo tiene en la medicina una meta que puede perderse si se usan todos los
soportes vitales que eventualmente puedan aplicarse. Si el fin inmediato de un soporte vital es la
recuperación de un órgano o sistema ha de requerirse una razonable continuidad en el logro de ese fin. Sin
embargo el poder técnico tiende a acentuar a la medicina como saber omnipotente e incuestionable donde el
poder antecede y reemplaza al deber.
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6. Qué decisiones médicas tomar y cuándo. La distinción tradicional entre indicaciones de tratamiento
medidas por su beneficio y las contraindicaciones en tanto posibles daños al paciente se ha desdibujado y no
está claro el límite que separa un eventual beneficio de un sufrimiento mayor. Tampoco ya resultan válidas
las distinciones entre medidas ordinarias y extraordinarias, o proporcionadas y desproporcionadas. En un
cuadro clínico absolutamente irreversible la aplicación de una acción médica simple y exenta de riesgos
puede ser desproporcionada. Es preferible distinguir entre medidas obligatorias u opcionales. Sin embargo
hay un amplio margen de discusión en esto. La toma de decisión básicamente exige establecer cuando no
debiera comenzar una acción (abstención) o cuanto tiempo debiera continuar (retiro). Aunque se atribuye
equivalencia moral a ambas acciones, la percepción profesional distingue fuertemente entre ambas y
atribuye más peso al retiro. Pero el análisis del concepto de futilidad entendido como consideración valorativa
de una acción respecto del objetivo final mostraría que no existe una medida instrumental de la calidad de
vida. Esa valoración no es sólo la de la medicina en términos de beneficencia sino hoy también la del
paciente en razón del respeto de su autonomía. Pero es el concepto de razonabilidad el que integra el
significado del término futilidad. Sin embargo, cuando los pacientes pierden su conciencia como en los
estados vegetativos el debate se ha hecho más intenso. Las preferencias previas o las que exprese un
representante han sido respuestas para ello pero en cualquier caso habría que ver si hay algo más razonable
para hacer.
7. Después de Harvard y la muerte encefálica. Los temas que todavía hoy son materia de discusión en la
muerte encefálica no cuestionan su existencia ni su necesidad, sino su interpretación y su significado
actuales a la luz de nuevos hallazgos que han puesto en duda conceptos aparentemente inmutables. La
muerte encefálica fue el comienzo de la muerte medicalizada por oposición a la muerte personal. La “muerte
natural” virtualmente ya no existe. El eje del debate debió haber tenido como punto de partida la necesidad
del establecimiento de un límite en el tratamiento de determinados pacientes. La norma legal de declaración
de muerte no resolvió el problema moral. Con la concepción de la Comisión Presidencial de Estados Unidos la
certificación de la muerte encefálica no requería del cese de la circulación que sólo ocurre al cabo de unas
horas o días. Los tests diagnósticos de muerte cerebral con el paso de los años tienden a ser más clínicos
que instrumentales. Asimismo, actualmente no es fácilmente sostenible una justificación biológica plena para
argumentar la pérdida irreversible de la función cerebral completa. Veintiocho pacientes con diagnóstico
cierto de muerte cerebral sobrevivieron más de dos meses y cuatro de ellos hasta más de un año. El criterio
de pérdida de la función cerebral completa como expresión de la pérdida del funcionamiento del organismo
como un todo es cuestionable. Un ejemplo es el las mujeres embarazadas que con soporte vital han
posibilitado el nacimiento de un niño. Pero el cuestionamiento del marco conceptual de la muerte encefálica
no significa negar su validez, necesidad y existencia, sino comenzar un proceso reflexivo y crítico desde una
mirada médica asistencial y pragmática. Pese a todo esto nadie ha examinado el significado que para la
sacralidad de la vida tuvo la decisión de una norma legal que pasó a considerar muertos a quienes hasta el
momento habían sido considerados vivos.
8. La sacralidad de la vida. La consideración de la vida como un bien supremo e intangible para la tradición
hipocrática, la visión religiosa y el derecho, es el punto de partida de la conjugación entre bioética y derechos
humanos. Sobre el principio de sacralidad se agrega ahora el de la calidad de vida y el respeto de la
autonomía. Y cuando actualmente el soporte vital podría mantener las funciones vitales a cualquier costo y
sin atender ningún otro principio, frente al valor vida se instala un conflicto moral. La defensa de la vida
como un valor absoluto no resulta siempre posible. La norma legal que instauró como definición de la muerte
a la muerte encefálica clausuró todo debate sobre la inviolabilidad de la vida. Aquí terminó el tema sobre la
sacralidad de la vida. La solicitud de unos pocos afectó a todos. La vida seguirá siendo sagrada pero su
comienzo y su final han sido invadidos por la técnica que hemos creado y tenemos que administrar. Pero es
injusta y equivocada la inclusión dentro de la cultura de la muerte que la carta encíclica Evangelium Vitae
hizo de la abstención y retiro del soporte vital.
9. Los estados vegetativos. Los estados vegetativos constituyen un modelo prototípico del progreso
tecnológico aplicado a la medicina que se ubica en una situación intermedia entre la muerte encefálica y el
paciente en estado crítico potencialmente reversible y recuperable. Estas situaciones clínicas intermedias, en
las que se mantiene el mecanismo del despertar pero hay pérdida del contenido de la conciencia, son
importantes en tanto presentan lesión neurológica irreversible. Su identificación biológica es más
problemática que la de la muerte cerebral pero han dado lugar al criterio de muerte neocortical defendido por
quienes encuentran que la pérdida absoluta de las funciones cognoscitivas superiores definiría mejor la
naturaleza y la condición humana y por ende la muerte personal. Estos cuadros plantearon la posibilidad de
suspensión de la alimentación e hidratación parenteral en casos como el de Nancy Cruzan, Anthony Bland y
Helga Wanglie, donde el valor vida y el valor libertad entraron en conflicto aunque con distintas resoluciones.
Los estados vegetativos pusieron en juego la autonomía de la persona respecto a su derecho a morir. Las
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directivas anticipadas, el juicio sustituto y los mejores intereses se han planteado como criterios de
interpretación de la misma. Sin embargo, la opinión de la familia debe respetarse cualquiera sea el sentido
en que se exprese.
10. El paciente con enfermedad irreversible. ¿Cuál es la razón por la que la terapia intensiva edificada para el
rescate de la vida hoy sólo plantea como problema fundamental y casi exclusivo la discusión sobre la llegada
de la muerte?. Y sobre ella ha aparecido una nueva enfermedad llamada encarnizamiento terapéutico y un
nuevo derecho que es el de morir con dignidad. Este conflicto se ha asentado sobre la fase irreversible de la
enfermedad. La posibilidad de vivir siempre incluyó la de morir y ahora la vida cuando es sostenida por un
soporte vital también deberá permitir la llegada de la muerte por su no aplicación o por su retiro. El límite en
las acciones médicas es inevitable y necesario para hacer posible la llegada de una muerte en paz. Los
pacientes considerados irrecuperables y con evolución irreversible, frecuentes en las salas de terapia
intensiva, obligan a plantear con el paciente y familiares la abstención y retiro del sostén vital respetando sus
preferencias. Permitir morir -y no dejar morir- se puede justificar en relación con los objetivos que el
paciente autónomamente se haya trazado. Las órdenes de no resucitación (ONR) y el retiro de alimentación
e hidratación son dos ejemplos que ilustran los conflictos éticos ante el paciente con enfermedad irreversible.
Para algunos las ONR no debieran haber sido instauradas nunca porque no debiera consentirse sobre lo que
no hay que hacer y para otros el retiro de alimentación e hidratación puede ser una medida aconsejable en
casos de estados vegetativos. El enfermo irreversible plantea la diferencia que existe entre una ética de la
cura y una ética de los cuidados paliativos.
11. Los límites en el fin de la vida: la muerte intervenida. Las nuevas salas de terapia intensiva donde se
rescataron miles de vidas que antes se perdían inexorablemente se han constituido en uno de los escenarios
de la habitual muerte hospitalaria. Y la definición de la muerte encefálica hace cuarenta años inauguró la
época de la muerte en la era tecnológica de esta civilización. La tecnología del soporte vital, al establecer un
límite en el tratamiento cardiorrespiratorio por su abstención o retiro, instaló precozmente la vinculación
entre la muerte y las acciones médicas dando lugar a la etapa de muerte intervenida que hoy transitamos.
Resultó así una impensada y compleja consecuencia del progreso médico. Los valores y principios en
conflicto de la santidad y la calidad de la vida reproducen la tensión entre una tecnología que impulsa la
preservación de la vida y la subjetividad del paciente del morir en paz. En cuarenta años de terapia intensiva
se ha aceptado progresivamente que existen casos de pacientes críticos en los que se visualiza la necesidad
establecer un límite en la asistencia médica. Es ese límite el que marca el comienzo de una muerte
intervenida por oposición a la muerte natural. Y en la tesis defendida por el autor, la muerte encefálica
debiera incluirse junto a la abstención y retiro de soporte vital, como muerte intervenida. Pero todo este
debate queda reservado al ámbito de la medicina crítica, la bioética y algunos círculos filosóficos y jurídicos
cuando requieren un debate abierto en la sociedad. La visión pragmática y médico-asistencial, sincera,
valiente y práctica del informe Harvard, cambió en trece años hacia el debate de la nueva definición de
muerte con sus complejas argumentaciones científicas, morales y jurídicas. Sin embargo los nuevos
pacientes que hoy no cumplen los requisitos de muerte cerebral como aquellos con estados vegetativos,
enfermedad irreversible o anencefalias, plantean la nueva necesidad de luchar por la muerte digna y el
respeto de la autonomía, y los nuevos límites incluidos el retiro de alimentación e hidratación. La muerte es
una construcción cultural y humana y estará siempre abierta a convenciones ulteriores. Resultará difícil
aceptar llanamente que la muerte existe antes del establecimiento del límite, o si finalmente podrá debatirse
si la muerte ocurre en realidad después de establecido ese límite. El gran desafío ante esta situación es que
la sociedad tenga pleno conocimiento de ella y que haya una confluencia entre el saber médico y las
elecciones individuales sobre la calidad de vida y de muerte.
12. La muerte intervenida no es eutanasia. Debe establecerse claramente una diferencia conceptual entre
límites del soporte vital y definición de eutanasia ante la confusión perjudicial que se observa entre esos
términos. El uso de la denominación común de eutanasia para las formas activas y pasivas, como al hablar
de matar y dejar morir, resulta equívoco. Suele creerse erróneamente que el dejar morir implica la
posibilidad de que esa muerte pueda ser evitada cuando se han mencionado las condiciones de los límites del
soporte vital. La muerte intervenida no es eutanasia ni tiene nada que ver con ella. La eutanasia significa
básicamente provocar la muerte efectuada por un tercero, de un paciente portador de una enfermedad
mortal, a su requerimiento, en su propio beneficio, y por medio de la administración de tóxico o veneno en
dosis mortal. La llegada de la muerte actualmente no ocurre en general espontáneamente y su manejo
requiere una modificación cultural importante de la sociedad. Por ello hoy más que nunca resulta necesario
establecer claramente las diferencias entre eutanasia y las otras situaciones que se presentan en la medicina
crítica.
13. La conflictividad en las decisiones finales. La conflictividad en las decisiones en terapia intensiva es
mayor y más frecuente en los últimos años. Cerca de la mitad de los pacientes que fallecen en el hospital en
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los Estados Unidos pasaron por terapia intensiva dentro de los tres días anteriores a su muerte. Pero no debe
creerse que la naturaleza del vínculo entre el soporte vital y la muerte nos obliga a su aplicación previa a la
claudicación de cada órgano o sistema vital. La medicina defensiva pierde de vista la comunicación y respeto
de las preferencias familiares. Los médicos no hablan de pacientes con enfermedad irreversible sino de
perspectivas remotas, excepcionales, etc, y así se envían pacientes irrecuperables a terapia intensiva. La
muerte intervenida se ha tratado de ocultar, es difícil de consensuar y no atiende a la dignidad de la persona
enferma en el final cierto y cercano de su vida. La medicalización tecnológica de la muerte no debe ser
observada por la sociedad como un evento ajeno a ella. El conocimiento científico no resuelve la
incertidumbre del acto médico. Las metas de la medicina deben ser sometidas constantemente al escrutinio
de la sociedad.
Conclusiones. El libro de Gherardi es una importante contribución al conocimiento y deliberación sobre las
cuestiones éticas a las que se enfrenta la terapia intensiva hoy. Quien lo lea se verá invitado a pensar estas
cuestiones. Algunos temas son suficientemente problemáticos como para abrir nuevas reflexiones. La
definición de la muerte por criterios neurológicos es una de ellas. Gherardi analiza minuciosamente el
Informe Harvard (1968) pero se detiene menos en el Informe “Defining Death” (1981) de la Comisión
Presidencial de Bioética. Este último contemplaba los distintos enfoques o visiones que tenían lugar en la
definición de muerte y optaba por un criterio “fisiológico” (el cese total e irreversible de las funciones
cardíaca, respiratoria y cerebral) y no filosófico, operacional o tecnológico, ni mecánico. La muerte en
perspectiva filosófica podía ofrecer distintas concepciones inconmensurables (p.ej. “la muerte es la partida
del alma o principio vital”) y así ha podido observarse en la visión que se tiene en Japón. Tampoco parecía
razonable dejar la definición de muerte asociada a criterios operacionales o tecnológicos (p.ej “ausencia de
contracciones cardíacas y pérdida del flujo de la sangre”), o a criterios mecánicos basados en pruebas
específicas (p.ej. medidas del pulso, latidos, presión sanguínea, respuesta a los estímulos, etc). Por eso se
concluyó que los estándares fisiológicos (científicos) aceptados debían utilizarse dejando que la
determinación de la muerte se hiciera en acuerdo con los estándares médicos aceptados (que se considera
variables según el estado de los conocimientos). En este marco, cuando leemos la afirmación “Es innegable
que la identificación de flujo vascular representado por la circulación a partir del bombeo cardíaco es el hecho
que permite la observación de un cuerpo con vida”, nos encontramos con un problema. Y este es el problema
epistemológico de una ley que en nuestro caso instaura una realidad independiente de las observaciones y
sus apariencias. Podríamos acudir a la analogía del movimiento de la Tierra. Es innegable que observando
durante el día cómo el Sol se desplaza por el cielo, mal podríamos aceptar que la Tierra gira alrededor del
Sol. Pero ya se ha dicho: “E pur si muove”. Ante un sujeto que tuviéramos la certeza de su “pérdida
completa e irreversible” de las funciones del cerebro en su totalidad, pero con sostén vital y apariencia de
vida, podría decirse también: “A pesar de todo, no late ni respira”. Pero lo importante a señalar es que
definir la muerte de un ser humano aparece como una cuestión epistemológica (en términos de
verdadero/falso) distinta del definir el estatuto de ese ser en lo que tenga o no de persona como al hablar de
los pacientes en estados vegetativos. La magnitud de estos problemas, que no escapan a las preocupaciones
de Gherardi, hacen que el libro muestre la constante y permanente tensión entre vida y muerte. Finalmente,
la articulación mayor del texto se hace con la finalidad de mostrar que lo importante para la medicina es no
perder de vista sus metas. Y allí Gherardi logra mostrar cómo la finalidad instrumental (científico y
tecnológica) del acto médico no puede disociarse de la finalidad última (el fin moral) que el mismo ha de
tener si no quiere ser “mala medicina”. Libro para aprender y para pensar al que hay que dar la bienvenida.
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