Download N° 1020-2005 - Poder Judicial
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Exp: 04-006065-0647-PE Res: 2005-01020 SALA TERCERA DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA. San José, a las nueve horas del nueve de setiembre de dos mil cinco. Recurso de casación interpuesto en la presente causa seguida contra José Francisco Pineda Cedeño, costarricense, mayor de edad, cédula de identidad 1-565-361, vecino de San José, por el delito de Robo Simple con Violencia sobre las personas, cometido en perjuicio de María Teresa Palma Hernández de la Torre. Intervienen en la decisión del recurso los Magistrados José Manuel Arroyo Gutiérrez, Presidente, Jesús Alberto Ramírez Quirós, Rodrigo Castro Monge, Magda Pereira Villalobos y Jeannette Castillo Mesén esta última como Magistrada suplente. También interviene en esta instancia el doctor Alfonso Navas Aparicio quien figura como defensor público del encartado. Se apersonó el representante del Ministerio Público. Resultando: 1.- Que mediante sentencia N° 223-05, dictada a las dieciséis horas diez minutos del diecisiete de marzo de dos mil cinco, el Tribunal Penal de Juicio del I Circuito Judicial de San José, resolvió: “POR TANTO : De conformidad con lo expuesto, artículos 39 y 41 de la Constitución Política 1, 2, 3, 4, 5, 6, 239, 258, 281, 363, 364, 365, 367 del Código Procesal Penal, 1, 24, 30, 45, 50, 71 A 74, 212 inciso 3 en el Código Penal declara a JOSÉ FRANCISCO PINEDA CEDEÑO autor responsable del delito de ROBO SIMPLE CON VIOLENCIA SOBRE LAS PERSONAS EN GRADO DE TENTATIVA en perjuicio de MARIA TERESA PALMA HERNÁNDEZ DE LA TORRE, razón por la cual se le impone el tanto de TRES AÑOS DE PRISIÓN, que deberá descontar previo abono de la preventiva sufrida en el lugar y forma que indiquen los respectivos Reglamentos Penitenciarios.- Se le condena además al pago de ambas costas del proceso.- Una vez firme el fallo deberá inscribirse en el Registro y Archivo Judicial, debiendo remitirse copia de estilo para ante el Instituto Nacional de Criminología y Juzgado de Ejecución de la Pena para lo de su cargo. Habiendo recaído sentencia condenatoria importante contra el convicto PINEDA CEDEÑO y con el objeto que no se sustraiga a la acción de la Administración de la Justicia y a lo aquí dispuesto, de conformidad con el artículo 258 del Código Procesal Penal, SE ORDENA PRORROGAR LA MEDIDA CAUTELAR IMPUESTA POR SEIS MESES MÁS a partir del día de hoy HASTA EL DIEZ DE SETIEMBRE DEL AÑO EN CURSO. notifíquese." (sic). Fs. FALLAS. LIC. CARLOS BOZA MORA. Por medio de lectura DRA. ALICIA MONGE LICDA. PATRICIA SOLANO CASTRO. 2.- Que contra el anterior pronunciamiento el doctor Alfonso Navas Aparicio defensor público del encartado interpone recurso de casación en el que acusa Inobservancia de la ley sustantiva , violación a las reglas de la sana crítica, lo anterior con fundamento en los artículos 1, 2, 51, 97, 98, 101, 102 del Código Penal, 1, 369 del Código Procesal Penal. Solicita se case la sentencia y se ordene nuevo juicio ajustado a derecho. 3.- Que verificada la deliberación respectiva, la Sala se planteó las cuestiones formuladas en el recurso. 4.- Que en los procedimientos se han observado las prescripciones legales pertinentes. Informa la Magistrada Pereira Villalobos y, Considerando: I- Inobservancia de la ley sustantiva, artículos 1, 2, 97 y 98 del Código Penal: El Dr. Alfonso Navas Aparicio, defensor público de Francisco Pineda Cedeño reclama como primer motivo de su impugnación, la inobservancia por parte del Tribunal, de lo que disponen los artículos 1, 2, 51, 97, 98, 10 y 102 del Código Penal y 1, 369.i del Código Procesal Penal. Señala que de las conclusiones del examen psiquiátrico practicado a su defendido, número SPPF-20050037 así como de la exposición oral del perito en debate, Dr. Rolando Ramírez Gutiérrez, se desprende que Pineda Cedeño posee un trastorno sociopático de personalidad, que si bien no es identificable como una enfermedad mental, sino, como lo señaló el perito, un “modulador de la personalidad”, lo cierto es que amerita en quien lo padece, un tratamiento psicoterapéutico que en el 5% de los pacientes ha reportado beneficios, si se aplica en forma intensiva por al menos tres años. El perito explicó que este tipo de tratamiento no se aplica en nuestro país, no lo ofrece el Hospital Nacional Psiquiátrico y tampoco los centros penitenciarios, sin olvidar la conflictividad que se vive a lo interno de las prisiones. En criterio del impugnante, si el artículo 51 del Código Penal y el artículo 5.6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos definen que las penas tendrán una finalidad rehabilitadora, en el caso concreto según la opinión del experto, la prisión, que es la pena impuesta a su defendido, no ejercerá ninguna influencia rehabilitadora sobre su defendido, de manera que no se adapta a sus necesidades y por ello, debe interpretarse analógicamente in bonam partem lo que dispone el articulo 42, considerando a Pineda Cedeño como inimputable e imponiéndole una medida de seguridad de tratamiento psicoterapéutico por tres años, con rendición de informes periódicos al Tribunal sobre su avance. “El hecho de que actualmente el Hospital Nacional Psiquiátrico no ofrezca tal tratamiento no debe ser obstáculo para que un tribunal de la República le ordene darlo al paciente. Ni tampoco debe acudirse al fácil recurso de pretender solapar la incapacidad estatal mediante la cárcel”. II- Culpabilidad como base de la responsabilidad penal: El artículo 39 de la Constitución Política establece “A nadie se hará sufrir pena si no es por delito, cuasidelito o falta, sancionados por ley anterior y en virtud de sentencia firme dictada por autoridad competente, previa oportunidad concedida al indiciado para ejercitar su defensa y mediante la necesaria demostración de culpabilidad” (destacados suplidos). Este numeral y los aspectos destacados, deben correlacionarse con el artículo 40 constitucional que señala “Nadie será sometido a tratamientos crueles o degradantes ni a penas perpetuas, ni la pena de confiscación”. Y en cuanto a la libertad personal, el artículo 22 consagra la libertad de tránsito de todos los ciudadanos “siempre que se encuentren libres de responsabilidad”, considerando además que el artículo 37 autoriza la detención por orden judicial siempre y cuando se esté ante un indicio comprobado de haber cometido delito, excepcionando la orden cuando se trata de delito en flagrancia o de reo prófugo. Esta relación de normas, inusual si se quiere dentro del tema en análisis, nos indica desde el texto fundamental, varios aspectos de interés: i) se autoriza y legitima al Estado para imponer penas a los que sean encontrados culpables de un hecho delictivo (nullum poena sine culpa); ii) estas penas no pueden ser crueles ni degradantes y tampoco perpetuas; iii) la restricción de la libertad se autoriza en caso de indicio comprobado de haber cometido. Según el artículo 28 párrafo segundo del Texto Fundamental y los principios inspiradores del sistema democrático que consagran los artículos 9 y 11 constitucionales, de razonabilidad y proporcionalidad, la intervención penal del Estado –esa imposición de penas- se autoriza y se entiende legítima siempre que sea utilizada como última respuesta en protección de bienes jurídicos esenciales, de manera que la pena pueda ser proporcionada a la lesión que se ha ocasionado o que se quiere evitar y a la importancia de los bienes jurídicos comprometidos. Ninguna otra lectura cabe hacer de nuestro sistema y así lo ha reconocido la jurisprudencia tanto constitucional como de esta Sala. Ahora bien. Qué se entiende por pena es algo que corresponde definir al derecho penal, inspirado indiscutiblemente por las normas de principio emanadas del respeto a los derechos fundamentales, a los principios sentados por las Convenciones Internacionales sobre Derechos Humanos y al texto constitucional en cada sociedad. La concreción de las penas y la política criminal es algo que define la sociedad a través del legislador, como también el tipo conductas que sanciona, la duración de las penas y las condiciones de su cumplimiento. En la acepción que interesa, la voz pena se define como “Castigo impuesto conforme a la ley por los jueces o tribunales a los responsables de un delito o falta” (Real Academia Española. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, Buenos Aires. Vigésima segunda edición. Reimpresión especial para Grupo editorial Planeta S.A.I.C. 2001. Tomo 8, pag. 1167). Por su parte la Sala Constitucional ha entendido la pena como la privación o restricción de bienes jurídicos, impuesta conforme a ley, por órganos jurisdiccionales competentes, al culpable de un delito. Esta restricción puede dirigirse a bienes de su pertenencia, a la libertad personal, a la propiedad, entre otros. Si bien es cierto en alguna oportunidad la Sala Constitucional conceptualizó la pena como la justa retribución del mal ocasionado por el ilícito penal, proporcional a la culpabilidad del sujeto imputable, sin negar la posible finalidad resocializadora y en alguna manera preventiva de la pena (Cfr. Sala Constitucional, 2586-93 de las 15:36 horas del 8 de junio, 1993), lo cierto es que la línea jurisprudencial más reciente ha sostenido la función rehabilitadora de la pena de prisión, no sólo por mandato legal –artículo 51 del Código Penal- y de las Convenciones Internacionales suscritas por nuestro país, sino también por convicción ideológica, lo que resulta un plano independiente de si el fin se logra cumplir o no en los casos concretos (cfr. sentencia 10543-01 de las 14:46 horas del 17 de octubre de 2001. Si la pena es una restricción de derechos o bienes jurídicos importantes del condenado, cumpliendo con los presupuestos esenciales de necesidad, razonabilidad, proporcionalidad y partiendo de la necesaria demostración de culpabilidad, vemos que además de los presupuestos para que el poder penal se ejerza legítimamente en un estado de derecho y de los requisitos desarrollados por la teoría del delito, ya en cuanto a la pena en sí misma, su fundamento esencial es la culpabilidad: “[…]la consecuencia normal de la realización de un delito es la pena. Esta consiste en la privación o restricción de algún derecho, generalmente la libertad, a la persona declarada culpable de la realización de una conducta descrita negativa para los bienes.[ ..] En los casos en que llega a cometerse un delito -siempre, por tanto, que ha de aplicarse el Derecho penal-, será necesaria la efectiva imposición y la correlativa ejecución del castigo, pues si no se hiciera así, los ciudadanos no creerían en la realidad de la amenaza ni en la vigencia del Derecho penal, por lo que éste perdería su razón de ser. Finalmente, a través de la ejecución de la pena, se intentará obtener un doble efecto: el culpable no podrá volver a cometer el delito durante el tiempo de la condena, al estar privado de libertad o de cualquier otro derecho cuyo ejercicio le permitió delinquir, y, por otra parte, se tenderá a conseguir que el ciudadano supere las circunstancias que condujeron a cometer la conducta desvalorada proporcionándole motivos para que, libremente, decida no reincidir. Todo este proceso, tanto la amenaza cuanto el castigo efectivo, parten de que el ciudadano está en condiciones de entender el mensaje: en otras palabras, que la conducta delictiva fue llevada a cabo con un grado suficiente de voluntad, de manera que pueda serle imputada subjetivamente como propia. Si ese grado de libertad no existiera, ni funcionaría racionalmente la amenaza de pena –que aparecería sólo como un fenómeno estímulo-respuesta reflejo, no racional- ni sería lícita la aplicación de la misma como castigo” (Carbonell Mateu, Juan Carlos. Derecho penal: concepto y principios constitucionales. Valencia. Tirant Lo Blanch, 1996. p.37.). Es elocuente como el autor citado se inscribe en la corriente de las llamadas teorías preventivas de la pena, que surgieron como parte de la lucha ideológica entre las escuelas del derecho penal y como reacción a las llamadas teorías retributivas de la pena que la definían como mero castigo o retribución por el daño causado, corrientes que se han redefinido con el paso del tiempo y cuyas discusiones aún subsisten con distintos enfoques y matices, como se verá brevemente más adelante. Por lo pronto, nos centraremos en la consideración de la culpabilidad como límite de la pena. La doctrina discute sobre los presupuestos de la culpabilidad y tradicionalmente se ubican, dentro de la teoría del delito, las concepciones psicológicas y la normativa de la culpabilidad, como aquellas más relevantes. La importancia de la culpabilidad está no sólo en que es un elemento más de la teoría del delito sino que funciona como garantía al ciudadano de una respuesta proporcional al juicio de reproche que corresponda hacer por la acción realizada. Culpabilidad, siguiendo la teoría normativa que es la que más se ajusta a una visión racionalizadora del derecho penal, significa reprochabilidad, es decir, que la acción que es típica y antijurídica pueda serle atribuida al sujeto como una conducta libre y voluntaria y por ello, pueda serle reprochada mediante la imposición de la pena prevista para el delito de que se trate. Como componentes de la culpabilidad se tienen, en consonancia con lo dicho, la i) capacidad de culpabilidad, conocida como imputabilidad; la ii) capacidad de adecuarse a esa comprensión o reprochabilidad; iii) la exigibilidad del comportamiento conforme a la norma. Se parte, para emitir el juicio de culpabilidad, del reconocimiento de una base de libertad en el sujeto para decidir, identificable al menos, como señala Carbonell Mateu, con su capacidad para recibir los mensajes normativos y adaptar su conducta a los mismos. “[…]La afirmación de que un sujeto que pudo y debió motivarse por la norma no lo hizo, siendo así que cometió una conducta delictiva, equivale a decir que el sujeto pudo y debió llevar a cabo una conducta distinta de la que efectivamente actuó; es decir que el sujeto era libre de decidir si llevaba a cabo o no esa conducta, la adecuada a la norma. Pues bien, la denominada concepción normativa de la culpabilidad hace descansar en esa libertad del sujeto para decidir actuar de un modo u otro; siendo así que actuó en contra del Derecho puede resumirse la pretensión de la concepción normativa de la culpabilidad en que el sujeto pudo y debió actuar conforme a Derecho. Todo ello descansa en la misma idea de libertad de la culpabilidad. No parece adecuado a un Derecho Penal propio de un Estado social y democrático de Derecho castigar a quien no se motivó aunque no pudiera haberlo hecho; esto es, a quien no tuvo la capacidad de optar entre llevar a cabo la conducta adecuada a la norma, motivándose por ella, o a la contraria, no motivándose. En cualquier caso estamos frente a un sujeto que pudo y debió actuar de manera distinta. Que pudo, esto es que tuvo la posibilidad física. Y que debió, esto es que el ordenamiento le exigía haber llevado a cabo esa otra conducta. Las expresiones ‘pudo’ y ‘debió’ nos conducen a la existencia de la infracción a un deber, del deber de obligación al que nos hemos referido con anterioridad […]” (Carbonell Mateu, op.cit. p.212.). Surgen varios presupuestos que hacen de la culpabilidad una exigencia ineludible en un sistema respetuoso de los derechos fundamentales: i) se es culpable si se tiene la capacidad de comprender –en general- el carácter ilícito o no de las conductas; ii) se es culpable además si teniendo esa capacidad, se puede obrar conforme a ese conocimiento, escogiendo libremente el comportamiento que se adecue o que no lesione la norma; iii) si se escoge libremente la conducta transgresora, la sanción que el tipo penal establece, deberá ser individualizada como reproche en el caso concreto, considerando las especiales condiciones de la persona a sancionar y delimitando la pena según el reproche que se le pueda hacer. En esta operación cobran relevancia los fines de la pena definidos por el legislador, que deben ser considerados para el desarrollo de la individualización de la pena que también es una garantía que parte, indeclinablemente, del respeto al principio de legalidad, de modo tal que al individualizar la sanción no puede obviarse aquélla que el legislador ha definido para la conducta de que se trate, porque en el estado actual de nuestra sistema el juez no puede desvincularse del dato legislativo ni puede seleccionar o variar la sanción según su mejor criterio, de manera que la dimensión del juicio de reproche, anticipado por el legislador en los extremos mínimo y máximo de la pena establecida, debe realizarse dentro de esos márgenes y ateniéndose a los lineamientos del numeral 71 del Código Penal. Así, la jurisprudencia de esta Sala ha sido constante en cuanto a la aplicación, en nuestro sistema, de la teoría normativa de la culpabilidad, que es la que más se ajusta a un esquema racional y garantista de la teoría del delito y del poder penal en general, señalando que: “[...]En contraposición a un criterio psicológico de culpabilidad, que hacía depender el quantum de la pena del dolo o culpa con que hubiera actuado el agente, modernamente se sigue un concepto normativo, sustentable incluso en nuestro ordenamiento penal, según el cual el reproche depende de la mayor o menor exigibilidad para que el agente -en la situación concreta- actuara conforme el derecho esperaba. Esta ha sido la tesis reiterada últimamente en la jurisprudencia de esta Sala de Casación, que al interpretar el Código Penal ha concluido que el dolo y la culpa son parte del tipo penal y no de la culpabilidad. (En este sentido v. sentencias de la Sala Tercera Nº 446-F, de las 15:40 hrs. del 25 de setiembre de 1992; Nº 511-F, de las 9:00 hrs. del 10 de setiembre de 1993; Nº 561-F, de las 9:45 hrs. del 15 de octubre de 1993; y Nº 713-F, de las 10:55 hrs. del 17 de diciembre de 1993.) Por las mismas razones, la formulación normativa que en un principio dejaba los elementos alternativos de dolo y culpa dentro de la culpabilidad, tampoco es conciliable con la tesis jurisprudencial de referencia (v. JIMENEZ DE ASUA, LUIS: Tratado de derecho penal, Tomo V, Buenos Aires, 1963, pp. 123 ss.) Actualmente la culpabilidad está compuesta por (a) la imputabilidad del agente, (b) el conocimiento de la ilicitud y (c) el poder actuar conforme a derecho (exigibilidad). De acuerdo a ello la culpabilidad se define «... como el juicio de reproche personal que se dirige al sujeto por la razón de que, no obstante poder cumplir las normas jurídicas, llevó a cabo una acción constitutiva de un tipo penal; es decir, en atención a que realizó una conducta prevista como delito pese a que estaba en situación de actuar de modo distinto...» (CORDOBA RODA, JUAN: Culpabilidad y pena. BOSCH, Casa Editorial, S.A., Barcelona, 1977, p. 16.). La culpabilidad normativa obliga al juzgador a apreciar las circunstancias que rodean al agente al momento del hecho, para establecer si el ordenamiento jurídico podía -bajo las circunstancias concretas- requerir con mayor o menor severidad una acción ajustada a derecho, y así cuanto más exigible más reprochable y por el contrario cuanto menos exigible menos reprochable. La culpabilidad no es sino el reproche por actuar con conciencia clara de la ilicitud del hecho que se realiza, junto al incumplimiento con el derecho y con la sociedad -sin riesgo físico y sin presión psíquica insuperables- en circunstancias idóneas para actuar correctamente. Se trata de una opción realizada consciente, donde el sujeto se inclina por la violación de la norma no obstante haber podido actuar conforme a derecho. Ahora bien, así como se dijo que a más exigibilidad mayor severidad del reproche, así cuanta mayor reprochabilidad mayor pena. En el caso de autos lleva razón la recurrente al afirmar que al imponer la pena no puede el tribunal de mérito considerar válidamente y como argumento único el «total desprecio al derecho ajeno», dado que todo ilícito penal es una lesión a los valores tutelados por el ordenamiento jurídico cuyo titular no es normalmente el agente (una excepción en el artículo 114 del Código Penal). Establecido el reproche, debe concretarse en la imposición de la pena necesaria para el sujeto, para lo cual han de ponderarse proporcionalmente los parámetros establecidos en el artículo 71 del Código Penal, como son los aspectos subjetivos y objetivos del hecho punible, la importancia de la lesión o del peligro, las circunstancias de modo tiempo y lugar y la calidad de los motivos determinantes[...]” 131-94 de las 9:00 horas del 13 de mayo de 1994 de esta Sala. La importancia política además, de esta conceptualización de la culpabilidad como exigibilidad y como reproche, radica en que se trata de sancionar al sujeto por una conducta específica que resulta típica y antijurídica y no por su personalidad o su forma de vida, es pues responsabilidad por el acto o la conducta y no por la forma de ser o vivir, lo que contribuyó a racionalizar el uso del instrumento penal y a superar tesis peligrosistas y ampliativas del derecho penal, que pretendían alcanzar fases “predelictuales” para sancionar penalmente formas de ser, de pensar y de vivir que aún no habían concretado norma penal alguna (cfr. Al respecto Sala Constitucional, 88-92 de las 11:00 horas del 17 de enero de 1992) La individualización de la pena -adecuar la sanción al nivel de reproche que corresponda hacer a la persona responsable- implica realizar un esfuerzo de concreción y de análisis de las características de esa persona que ayudan a imponer la pena justa y proporcionada a su culpabilidad. Así es como, además de elemento necesario para la teoría del delito, la culpabilidad se convierte en garantía de una pena justa y que se adapta al nivel de reproche que -dentro de los límites de la pena ya definida, que no son disponibles- corresponda realizar en el caso concreto. En cuanto a este tema, esta Sala ha señalado: “[...]No puede desconocerse que el momento de dimensionar el reproche, cuando se ha determinado la responsabilidad penal de una persona -necesaria demostración de culpabilidad, del artículo 39 constitucional- es el más sensible del ejercicio del poder represivo del Estado, porque define cuál será la restricción a los derechos fundamentales del condenado –la libertad prioritariamente, por la preferencia de las legislaciones por la pena de prisión- y cuál su “dosificación”. Conviene tener presente, entonces, cuando se valora cómo los juzgadores materializan ese poder, los fines que al menos formalmente se asignan a la pena. Nuestro texto constitucional nada dice en cuanto a ello, aunque pueden esbozarse, de una relación de los numerales 9, 28 párrafo segundo y 39 y 41, los parámetros de legitimación sustancial de cualquier restricción a los derechos fundamentales de los individuos -y la pena es una de ellas-. Así, el diseño político del Estado costarricense es el de un Estado democrático de derecho: i) sólo es posible la injerencia en los derechos fundamentales por ley y siempre que dañen la moral, el orden público o los derechos de terceros (principio de lesividad); ii) es necesaria la demostración de culpabilidad al condenado para imponer una sanción; iii) en el proceso seguido se debe respetar el derecho de defensa y iv) las penas a imponer no pueden ser crueles ni degradantes. Es en el artículo 5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos conocido como Pacto de San José, de aplicación obligada en nuestro medio por disposición expresa del artículo 48 y su relación con el 7, ambos de la Constitución Política, que se establece, en el apartado 6°: “Las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social de los condenados”. En el mismo sentido, el numeral 10 apartado 3° del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, se dice “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y readaptación social de los penados”. Es bueno entonces tener presente que el juez tiene una gran responsabilidad política, que concreta al momento de dimensionar la pena, pues debe ajustar esa fijación a los principios que informan la pena – especialmente la de prisión, la cual es prevalente en nuestro ordenamiento-, como a aquellos requisitos que puntualiza la ley al respecto, en el numeral 71 del Código Penal, con independencia de la teoría de la pena a la que se adscriba el juzgador -retribución o prevención con todas sus variantes-, porque es claro que en nuestro ordenamiento jurídico existe un trasfondo de prevención especial positiva asignado a la pena de prisión. No se trata de asignarle al juez la tarea de desarrollar los principios de prevención general y especial al momento de imponer la pena, es decir, considerarlos como su fundamento en el caso concreto. Se trata de tener claro cuáles son los principios políticos que la inspiran y que el juez los tenga presentes como parte de los fundamentos que informan su labor. “[...]La determinación de la pena exige como paso previo reflexionar acerca de qué es lo que se pretende conseguir con la aplicación de la pena en el caso concreto. La función de la pena, o ‘teorías de la pena’, es una cuestión que ha ocupado a filósofos de todos los tiempos sin que se haya logrado nunca una respuesta definitiva al interrogante de cuál es el fin de la pena. Ni siquiera se encuentra satisfactoriamente resuelta la ‘justificación’ de la pena: qué autoriza a algunos hombres a imponer a otros un mal como respuesta a un acto considerado disvalioso: la secuencia del mal por mal. La cuestión compromete problemas éticos fundamentales y resultaría vano pretender del legislador una respuesta que despejara toda sombra. Sólo es posible partir de ciertos principios característicos de un estado de derecho y sujetar la imposición de una pena a unos fines más o menos imprecisos. Esto tiene como consecuencia la imposibilidad de hacer depender excesivamente de la cuestión del fin de la pena a las construcciones dogmáticas sobre su determinación. Ellas deben encontrar el modo de orientar la decisión sin esperar un acuerdo que quizás no llegue nunca [...]”. Ziffer, Patricia. Lineamientos de la determinación de la pena. Buenos Aires, AD HOC S.R.L. Fundación Konrad Adenauer, 1996. 1ª edición, 200 p p.45. La imposición de la pena es una tarea impostergable cuando se ha determinado la culpabilidad luego del juicio. Ésta también funge como límite, de conformidad con los principios constitucionales ya dichos, especialmente el de proporcionalidad y razonabilidad. El tema de los fines, funciones y justificación de la pena no está acabado y aún es objeto de discusiones teóricas y filosóficas que sin embargo no relevan al juez día a día de su deber de imponer una sanción. Estas reflexiones pretenden enfatizar que en esta tarea el juez no puede desvincularse de los principios y valores que informan la pena en el ordenamiento jurídico bajo el cual ejerce el poder de sancionar. Y este ejercicio de poder no es tarea fácil, es un momento de especial relevancia para considerar las características tanto de la conducta juzgada como de la persona del condenado, estos dos últimos elementos favorecidos en mucho por la inmediación de la prueba y de todo el acontecer del juicio, que permite un mayor acercamiento –si bien mediatizado por las circunstancias- al acusado y a la realidad en que el hecho se dio y que concreta la necesidad individual de la pena. Por eso, no sólo es difícil dimensionar la pena y ajustarla a todas las variables ya dichas –no en vano se reconoce a la fijación de la pena como una tarea compleja- sino que también lo es el control de la pena impuesta, en sede de casación. Es imperativo que la fijación se encuentre motivada, debidamente fundamentada y que en dicha fundamentación se respeten no solo las consideraciones propias del hecho y del autor, según el artículo 71, sino los principios constitucionales tantas veces mencionados. “[...]La individualización de la pena no es, como se sostuvo durante mucho tiempo una cuestión propia de la discrecionalidad del juez, sino que en su estructura misma es ‘aplicación del derecho’. Esto significa que su corrección debe ser comprobable desde el punto de vista jurídico. Esto supone que la decisión esté fundamentada en criterios racionales explícitos. El juez no puede partir de cualquier valoración personal que le merezca el hecho o el autor, sino que los parámetros que utilice deben ser elaborados a partir del ordenamiento jurídico, estructurando el complejo de circunstancias relevantes a partir de la interpretación sistemática y teleológica[...]” Ziffer, ibid. p.97. El control que pueda hacerse de la fijación de la pena se circunscribirá, entonces, a la suficiencia de los fundamentos, a la conformidad de ellos con el desarrollo, en el caso concreto, de las prescripciones del artículo 71, al respeto de los principios de proporcionalidad, razonabilidad y legalidad y a la ponderación que de todos estos extremos haga el juez, teniendo siempre presente que es el sujeto autorizado desde la Constitución, dentro del marco dicho, para ejercer ese poder. Fijar la pena es la culminación del proceso y, especialmente del juicio oral, cuyos principios cobran relevancia en este momento crítico de sancionar. Precisamente, no puede perderse de vista la vinculación de la pena al juicio oral, porque ello concede a los jueces, por la inmediación de la prueba y su contacto con las partes, no sólo el material para establecer si se está frente a un hecho delictivo y su responsable, sino además, elementos de peso para dimensionar el reproche, espacios difícilmente controlables, más que en los aspectos ya mencionados, aunque ello no implica que sin el juicio no sea posible fundamentar una pena, como sucede en el caso del abreviado, porque están presentes las otras variables esenciales ya dichas, que permiten ejercer la labor contralora de la fijación de la pena [...]” 142-2004 de las 9:10 horas del 27 de febrero de 2004. Verificado, según lo que se ha expuesto, que la culpabilidad es una exigencia constitucional y que se concreta en el reproche que corresponda hacer a la persona que ha realizado una conducta típica y antijurídica –el injusto penal-, deben tenerse presente además los elementos que le corresponden como integrante de la teoría del delito y según los lineamientos de la teoría normativa desarrollados: capacidad de culpabilidad o imputabilidad, capacidad de adecuación y exigibilidad. “[…]En el ámbito de la culpabilidad sí nos interesa el análisis de la persona, se analizan los motivos que guían al autor en la formación de su voluntad, por ello es que decimos que la culpabilidad es la reprochabilidad. La base del reproche es el poder exigirle al sujeto que pudiendo obrar de otra manera, lo hizo lesionando el bien jurídico mediante un hecho ilícito […] Por supuesto que esta esfera de escogencia tiene que encontrarse dentro de su ámbito de libertad, si el sujeto tiene un ámbito reducido por una circunstancia extrema de peligro o por un problema interno (paranoia, psicopatía, esquizofrenia, etc.) ya no tendría el mismo ámbito de decisión y por lo tanto el reproche ya no tendría razón de ser […]” Issa El Khoury, Henry. Chirino Sánchez, Alfredo. Metodología de resolución de conflictos en materia penal, San José, ILANUD. Proyecto Técnicas de Resolución de Conflictos en Materia Penal, 1991. p. 160. En cuanto a la capacidad de comprender el carácter ilícito de la conducta, en realidad se trata no del conocimiento jurídico, sino el general. Se valora si la persona es capaz mentalmente para comprender, de conformidad con la consideración de la persona promedio, el carácter ilícito –contrario a derecho- de su conducta y la capacidad de adecuar su comportamiento a esa comprensión. “[…] Primero vamos a examinar si el sujeto es una persona capaz, mentalmente hablando, para detectar si puede ingresar al conocimiento de la prohibición para a partir de allí hacer un juicio de conciencia de la antijuridicidad, para ver si el sujeto puede dirigir sus actos de acuerdo con el conocimiento que se tenga de la norma […]” (Issa y Chirino, op.cit. p. 163). Se trata de una capacidad para captar el mensaje normativo, de comprenderlo, interiorizarlo y luego, valorar su capacidad para adecuar su conducta a ese conocimiento. Al respecto, esta Sala ha señalado: “[...]En esencia, y partiendo de lo dicho, el análisis de culpabilidad, se concreta a la tarea judicial de reprochar el injusto al autor, esto es, de proceder a investigar la capacidad de comprender el carácter ilícito del hecho y de la capacidad de determinarse de acuerdo con esa comprensión. El injusto sigue conservando sus características de ser una conducta que es típica y antijurídica; por ende, si el tipo realizado es doloso, la conducta permanece dolosa en el juicio de reproche. Por la misma razón, para un correcto examen de la culpabilidad, lo que sí interesa al juez es el examen de los extremos que permiten entender que el sujeto ha actuado conforme a un ámbito de libertad y de interiorización de la pauta normativa en la esfera paralela del lego. Esta tarea de "interiorizar" consiste en conocer la pauta normativa y, además, introducirla en el contexto general de las valoraciones personales que inspiran el comportamiento del sujeto en sociedad. De lo anterior resulta que si el autor de un hecho típico y antijurídico (un injusto) ha realizado la conducta pero carece totalmente de la comprensión del carácter ilícito del hecho (primer nivel del juicio de culpabilidad según el artículo 42 del Código Penal) por alguna razón que bien puede ser psicopatólogicamente inducida, o culturalmente condicionada, no se le puede reprochar la conducta típica y antijurídica que ha realizado y por ende no es posible imponer una pena. El principio de legalidad criminal contenido en el artículo primero del Código Penal y ya recogido constitucionalmente en el artículo 39, establecen el principio de "nulla poena sine culpa". En virtud de este último el reproche personal de una conducta se hace en razón de que la persona no ha respondido a los deberes impuestos por las prohibiciones y mandatos del Derecho a pesar de haber podido hacerlo. La reacción penal, pues, no brota meramente de la antijuridicidad de la conducta, sino también de que siendo exigible una conducta distinta el sujeto no ha respondido al mandato jurídico. Es este el contenido del examen jurídico del reproche y es un correlato singular y esencial de la protección hecha por nuestra Carta Fundamental de 1949 a la dignidad humana. Existen aspectos que reducen o excluyen del todo la exigibilidad de esta conducta conforme al Derecho. El artículo 42 del Código Penal establece dos niveles clarísimos para determinar la capacidad de culpabilidad. El legislador al describir estos niveles escogió la fórmula en boga a finales de los años setenta y que respondía a intereses políticocriminales más cercanos a una vocación garantista del derecho penal. Dispone el artículo 42 ya citado que es "inimputable" el sujeto que "...en el momento de la acción u omisión no posea la capacidad de comprender el carácter ilícito del hecho o de determinarse de acuerdo con esa comprensión..." Esa "o" es excluyente lo que significa que en realidad se está hablando de dos niveles y, de ahí que pueden existir hipótesis donde el sujeto haya podido tener capacidad de comprender el carácter ilícito del hecho pero no así haya podido determinarse de acuerdo con lo que ha comprendido y, viceversa. Es el análisis de estas hipótesis lo que preocupa al legislador cuando, a título meramente ejemplificativo, procede a indicar que la enfermedad mental, la grave perturbación de la conciencia (provocada o no) por el empleo accidental o involuntario de bebidas alcohólicas o sustancias enervantes, pueden incidir en ambos niveles del análisis del reproche. Todas las causas de exclusión del reproche (también llamadas causas de inculpabilidad) son supuestos de inexigibilidad de otra conducta y esa es su verdadera naturaleza jurídica. Cuando un juez encuentra que no puede imponer una pena porque el sujeto, por ejemplo, ha actuado bajo un supuesto de coacción o de miedo insuperable que le ha coartado su capacidad de autodeterminarse conforme a su comprensión de lo ilícito, debe concluirse que no se trata de justificación de la conducta del inculpable sino que simplemente no existe fundamento para el reproche jurídico penal. Las causas de inculpabilidad no son causas que eliminan la antijuridicidad de la conducta; su razón de ser jurídico-penal es simplemente reducir o hacer desaparecer el reproche personal del injusto [...]” 561-93 de las 9:45 horas del 15 de octubre de 1993 de esta Sala. Así, queda claro que la dimensión de análisis del juicio de culpabilidad o reproche, requiere los tres estadios señalados que deben estar presentes para reprochar la conducta a su autor. Podrían afectarlos problemas como el error de prohibición, el culturalmente condicionado que afectarían en distinta medida al reproche o lo eliminarían del todo, o bien situaciones de coacción o incapacidad de adecuación que conducirían a la exclusión del reproche por inexigibilidad de una conducta diversa. III- El caso concreto: En lo que al caso concreto corresponde, debe señalarse que el fallo valora adecuadamente que Pineda Cedeño, pese a las características de su personalidad, conserva plenamente su capacidad para reconocer el carácter ilícito o no de una conducta y de adecuarse a esa comprensión, no existiendo por lo demás, ningún factor que impida exigirle el comportamiento adecuado a la pauta normativa, por lo que la conducta le es enteramente reprochable. En su alegato por el fondo, el impugnante parte de la consideración errada de que según la pericia psicológica, su defendido aún cuando posee la capacidad para comprender el carácter ilícito de su conducta, no tiene la capacidad de adecuarse a esa comprensión. Contrario a la opinión del recurrente, que hábilmente se remite a un párrafo asilado del fallo en el que únicamente se menciona la acreditación del primero de los componentes, la sentencia sí establece y la prueba psicológica lo sustenta, que Pineda Cedeño posee la capacidad de adecuar su conducta al conocimiento de la ilicitud, juicio que no elabora porque ha decidido voluntariamente, dentro del contexto de su personalidad, optar por el comportamiento trasgresor. No se desconoce que tenga un trastorno, pero éste funciona como modulador de la personalidad – es decir, no elimina la posibilidad de opción-, no es una enfermedad que afecte alguna de esas capacidades o que disminuya sus posibilidades de adecuar su comportamiento. Y al respecto, el perito fue claro y señaló ”[...]Una personalidad con estos rasgos no es que la persona pierda la posibilidad de entender lo que es legal, sino que responde a lo que es su deseo, pero lleva la capacidad de entender el carácter lícito o ilícito y en el expediente ha (sic) varias análisis previas y la evaluación anterior [...]En este dictamen trastorno es patrón sostenido de conductas que la persona entre en conflictos con su medio ambiente [...] Se dice que en el trastorno disocial la tasa de respuesta al tratamiento psicológico es de 5% después de 3 años de tratamiento continuo. Aquí no se da este tipo de tratamiento institucional, tal vez privadamente. En sociopatía hay intentos de abordaje psico terapéuticos como en centros penitenciarios que han intentado hacer abordaje grupal. Como psiquiatra lo ideal es que este tipo de usuario pudiera estar en un lugar alejado de la influencia de drogas o alcohol y de aislamiento de situaciones conflictivas. La posibilidad de que eso se de es poco. En los penales hay más conflictiva entre las personas, pero a diferencia del hospital psiquiátrico hay menos drogas (trasiego) [...] . Al acusado se le han dado tratamientos pero no han sido sostenidos, sobre todo que los egresos son por fuga y no va a la clínica a seguir tratamientos [...] El tener este tipo de personalidad es un patrón y es una descripción de la conducta, puede optar entre una conducta y otra. El mostrar una conducta es diferente de decir que esta (sic) afectada esa capacidad de entender el carácter de sus actos [...] Este tipo de trastorno es un modular de personalidad no una enfermedad. Trastorno, la palabra es importante porque se clasifica de esta forma, pero no es una enfermedad, es un modulador de personalidad. Cuando digo que responde más a su deseo, es una tendencia no una determinación, puede decir que no. Es capaz de comportarse de acuerdo a las normas sociales [...] El trastorno de personalidad que tiene el evaluado no le impide reconocer el carácter lícito o ilícito de sus actos” (cfr. sentencia, folios 212 a 217) (destacado es suplido). Así las cosas, de un examen psicológico practicado a Pineda Cedeño en este proceso, con revisión de valoraciones anteriores y del contenido de su expediente en el Hospital Nacional Psiquiátrico, el perito concluyó que el acusado posee una personalidad sociopática, diagnóstico que se mantiene a lo largo de su vida y se caracteriza por ser un patrón de conducta y comportamiento estereotipado, consistente, con desprecio y violación a los derechos de los demás, que se presenta desde los 15 años (a los 12 años ingresó a un reformatorio); fracaso para adaptarse a las normas sociales en lo que respecta al comportamiento legal; deshonestidad, impulsividad e incapacidad para planificar el futuro; irritabilidad y agresividad, indicados por peleas físicas repetidas o agresiones; despreocupación imprudente por su seguridad o por la de los demás; irresponsabilidad persistente y falta de remordimientos. Anotó además que en su historia clínica hay evidencia de simulación de enfermedades. Puntualizó que este trastorno tiene una pobre respuesta a medicamentos, pues no obedece a un desbalance bioquímico y además una pobre respuesta a psicoterapia, pues se relaciona con el psicoterapeuta como lo hace con las demás personas (cfr. dictamen médico legal de folios 171 a 176). Sin embargo estos rasgos no significan -como lo aclaró en el debate- que el acusado no tenga capacidad de comprender la licitud o no de un comportamiento y de actuar de conformidad con ese conocimiento. Así las cosas, ni es cierto que no posea la capacidad de adecuar su conducta al conocimiento que tiene de la ilicitud o no de la conducta, menos aún que pueda de alguna forma tratársele como inimputable, pues claramente no lo es y no podría darse una analogía de las disposiciones de la inimputabilidad, pues ello no sólo crearía una desigualdad injustificada en relación con individuos sentenciados y con estas mismas características de personalidad, sino que llevaría a desaplicar la norma para el caso concreto, sin ningún fundamento y en violación al principio de legalidad y de tutela judicial efectiva que le asiste, principalmente, a la víctima, agraviada por la conducta delictiva y reprochable del acusado. Ahora bien, en lo que toca a la finalidad resocializadora de la pena de prisión y su pretendida “inutilidad” en el caso de Pineda Cedeño, debe señalarse que el Estado costarricense, al suscribir la Convención Americana sobre Derechos Humanos –artículo 5.6- y el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos –artículo 10.3-, se inscribió en las corrientes de prevención especial positiva, al señalar que la pena de prisión cumplirá una función esencialmente rehabilitadora, lo que reafirmó en el numeral 51 del Código Penal. Por ello, por mandato legal y supralegal, el juzgador no podría desvincularse de tales finalidades a la hora de dimensionar el reproche, como se señaló en el precedente 142-04 antes citado, pues debe tenerlos en cuenta para individualizar el reproche. Pero además, por convicción ideológica no puede renunciarse a dicha finalidad, pues mientras el sistema penal opte por la pena privativa de libertad, de conformidad con los mandatos normativos adoptados por nuestro país, deben brindarse las oportunidades al sentenciado para que, voluntariamente, decida mejorar y vincularse positivamente a las normas de convivencia social. La Sala Constitucional ha reconocido, sin titubeos, que aún cuando pueda decirse que en la mayoría de los casos el fin resocializador no se cumple, eso no elimina la necesidad de la pena y antes bien, obliga a reformular la aplicación de la pena de prisión y humanizar y controlar las condiciones de su cumplimiento: “[...]IV.- DEL OBJETIVO DE REHABILITACIÓN DEL TRATAMIENTO O SISTEMA PENITENCIARIO. La accionante acusa que el aumento de la pena privativa de libertad de veinticinco a cincuenta años no cumple con el fin rehabilitador y socializador propuesto, al someter al reo a un tratamiento cruel, deshumanizado y degradante. La Sala advierte que resulta un sofisma (error en el razonamiento que conduce a error) achacarle los problemas propios de la subcultura carcelaria y deplorables condiciones de nuestras cárceles (como lo son el hacinamiento, sobrepoblación, calidad de vida, falta de privacidad, limitaciones alimentarias, ruido, reducción de la comunicación con el exterior, la restricción de los derechos, como el de la educación, salud, recreación, trabajo, sexo, etc.) al alargamiento de la pena privativa de libertad. Difícilmente la pena puede cumplir con los objetivos de prevención, reeducación y resocializador del reo, dado que por su esencia la pena no puede sostener los propósitos readaptadores y resocializadores; en sí mismo constituye una contradicción. Por ello, resulta mucho más propio que sea el tratamiento o sistema penitenciario el que cumpla con estos propósitos, tal y como lo indica el inciso 3) del artículo 10 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que en lo que interesa dispone textualmente: "El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados." Estos conceptos ya han sido tratados con anterioridad por este Tribunal Constitucional, de manera que se ha reconocido que el tratamiento o ejecución de la pena debe estar inspirado en el principio de humanidad, en tanto el privado de libertad conserva todos los derechos fundamentales que no se hayan limitado como consecuencia lógica de la pena impuesta: "V.- [...] Este tema ya ha sido desarrollado con anterioridad por este Tribunal de manera tal que, partiendo del reconocimiento y respeto de la dignidad humana «Debe tener muy presente la Administración Penitenciaria que toda su actuación debe estar regida por el más absoluto respeto a la dignidad de las personas, quienes, por diversas circunstancias de la vida se encuentran actualmente bajo la tutela del sistema penal, pero que no por ello pierden su condición de seres humanos, en el entendido de que la superioridad del ser humano sobre los seres irracionales radica precisamente en estar dotado de lo que se denomina “dignidad de la persona”, valor esencial dentro de nuestro Ordenamiento, que no significa de ninguna manera superioridad de un ser humano sobre otro, sino de todos los seres humanos sobre los seres que carecen de razón. Es por ello que la dignidad de la persona no admite discriminación alguna, por razón de nacimiento, raza o sexo, opiniones o creencias, es independiente de la edad, inteligencia y salud mental, de la situación en que se encuentre y de las cualidades, así como de la conducta y comportamiento; de ahí que, por muy bajo que caiga la persona, por grande que sea la degradación, seguirá siendo persona, con la dignidad que ello comporta» (sentencia número 2493-97, las quince horas con nueve minutos del siete de mayo de mil novecientos noventa y siete), ha reconocido que los privados de libertad conservan todos los derechos y garantías contenidos en la Constitución Política y tratados de derecho internacional en materia de derechos fundamentales, que no hayan sido afectadas por el fallo jurisdiccional, entre los que conservan el derecho a la información y comunicación, a la salud, a la libertad de credo, a la igualdad de trato, a la libertad de expresión, etc., pues como seres humanos que son, conservan los derechos inherentes a su condición humana; es decir, que las personas contra las que se ha dictado una sentencia condenatoria de prisión, la pérdida de la libertad ambulatoria es la principal consecuencia de haber infringido ciertas normas sociales de convivencia, a las que el legislador ha dado el rango de delito. En relación a este punto, en sentencia número 6829-93, de las ocho horas treinta y tres minutos del veinticuatro de diciembre de mil novecientos noventa y tres, se indicó: «El condenado que recluido en una prisión cumple la pena impuesta, no sólo tiene deberes que cumplir, sino que es sujeto de derechos que han de ser reconocidos y amparados por el Estado. No es un "alieni juris", se halla en una relación de Derecho Público con el Estado, y descontando los derechos perdidos o limitados por la condena. Su condición jurídica es igual a la de las personas no condenadas, con excepción de lo que relacione con los derechos que le han sido disminuidos o intervenidos. Los derechos que el recluso posee -entre los que se incluyen el derecho al trato digno, a la salud, al trabajo, a la preparación profesional o educación, al esparcimiento físico y cultural, a visitas de amigos y familiares, a la seguridad, a la alimentación y el vestido, etc.- deben ser respetados por las autoridades administrativas en la ejecución de la pena, y también en los presos preventivos o indiciados, ya que los reclusos no podrán ser privados de estos derechos, sino por causa legítima prevista en la ley. Dichos derechos no se refieren en exclusiva a los relacionados con la personalidad o la libertad, sino que también incluyen los de índole patrimonial; así, los internos trabajadores tienen el derecho de percibir por su trabajo las remuneraciones establecidas en la reglamentación penitenciaria.» De esta suerte, junto con el principio de humanidad, que debe privar en la ejecución penal, en nuestro medio se acentúa por la aspiración rehabilitadora de la misma, finalidad expresamente prevista en el artículo 51 del Código Penal, lo cual conduce a tratar de que al individualizarse la pena, el condenado a pena de prisión, logre su reincorporación al medio social del que ha sido sustraído a causa de la condena. Y es que partiendo de ese objetivo rehabilitador del sistema penitenciario, que se deben diseñar modelos que permitan hacer de la estancia en prisión un tiempo provechoso para posibilitar la posterior reinserción social del detenido, de modo que no sólo se le permite, sino que debe fomentarse al interno trabajar o estudiar, o participar en programas para motivarlo o a que lo haga o aprenda a hacerlo. VI.- Lo anterior resulta acorde con la doctrina más calificada y la jurisprudencia constitucional, que señalan que en la ejecución de la pena, la administración y el interno sólo pueden existir ciertas limitaciones en los derechos de las personas, de acuerdo con el ordenamiento jurídico (principio de legalidad). En este sentido, cobra importancia el artículo 40 de la Constitución Política, que prohíbe los tratamientos crueles o degradantes, los que pueden traducirse en múltiples formas, como el resultado de una voluntad deliberada, deficiencias en la organización de los servicios penitenciarios o la insuficiencia de recursos. Con anterioridad –y en forma muy reiterada-, este Tribunal ha considerado que «[...] la comprobación de la existencia de condiciones infrahumanas en los establecimientos penitenciarios, cualesquiera que sean las causas, es una señal inequívoca de violación de los derechos humanos de los internos, que el Estado , encargado de sus custodias, está obligado a enmendar. Tal y como lo ha dicho este Tribunal, los derechos de los reclusos deben ser considerados como derechos constitucionalmente protegidos, a la luz del artículo 48 de la Constitución Política.» Para este propósito resulta necesario tomar en cuenta las resoluciones número 63, de treinta y uno de julio de mil novecientos cincuenta y cinco; número 1993 de doce de mayo de mil novecientos setenta y seis, número 2076 de trece de mayo de mil novecientos setenta y siete, y número 1984/47 de veinticinco de mayo de mil novecientos ochenta y cuatro del Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas, que adoptaron las "Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos", y que son aplicables a nuestro país a la luz del artículo 48 de la Constitución Política, y que ha elevado todos los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, a rango constitucional, los que deberán ser incorporados en la interpretación de la Constitución sobre todo en materia de derechos humanos (sentencias número 0709-91, y 1032-96)" (Sentencia número 1465-2001, de las catorce horas treinta y seis minutos del veintiuno de febrero del dos mil uno. En todo caso, si el medio -en este caso el tratamiento penitenciario- no permite obtener la resocialización, ello no es a consecuencia de la norma impugnada. VII.- Asimismo, de las argumentaciones de la accionante, la Sala deduce que su reclamo más bien se dirige contra el régimen penitenciario, lo cual no puede ser objeto de impugnación en la vía de la acción, sino en todo caso, en la vía del amparo, pero en modo alguno puede pretender derivar los perjuicios de la vida penitenciaria de la norma impugnada, ya que el deterioro de los derechos privados de libertad no obedece al párrafo final del artículo 51 del Código Penal, sino de la Administración [...]” (Sala Constitucional, 10543-01 de las 14:46 de las 17 de octubre de 2001). Sin obviar que aún con todo lo expuesto, nuestra ley contempla esa finalidad para la pena privativa de libertad, resta concluir, como se hace en el voto salvado del magistrado Luis Paulino Mora Mora a la resolución de cita: “[...]Al respecto, debe señalarse que no existe ningún fundamento sociológico ni psicológico de que las penas altas disminuyan la criminalidad y desde ese punto de vista, la función de prevención general, intimidación o disuasión no resulta efectiva, además de que deviene en inconstitucional, pues trata al ser humano como medio, cuando en realidad debe tenérsele como un fin. Cierto es que también existe una gran discusión respecto de si la prisión pueda tener algún efecto resocializador en el privado de libertad. Efectivamente, en sí misma, la prisión no resocializa, no readapta, ni transforma a nadie: es un contrasentido que se pretenda “resocializar” a alguien, coartándole la libertad, resocializarlo sacándole del medio social en que se desenvuelve. La cárcel estigmatiza, desocializa y reproduce la criminalidad. No obstante, los instrumentos de derecho internacional vigentes en Costa Rica, según se señaló, le confieren a la pena una finalidad de “reforma” y “readaptación social”. La doctrina dominante entiende – tesis que es compartida por el suscrito- que esa finalidad reformadora de la pena, debe interpretarse como la obligación que tiene el Estado de brindar al privado de libertad, las posibilidades y recursos necesarios para una eventual y voluntaria reincorporación o reinserción a la sociedad. El Estado democrático de derecho, si bien exige el respeto al principio de culpabilidad como un límite de la sanción, no admite una función retributiva, que conciba a la pena como un fin en sí misma o como un castigo, pues eso sería contrario a la dignidad humana. No se puede renunciar a la posibilidad de que una persona que ha delinquido, modifique su conducta y adopte los valores socialmente deseables. La reinserción social del infractor va más allá de la mera resocialización y de la ideología del tratamiento –que visualiza al privado de libertad como un enfermo al que hay que curar-. De lo que se trata es de ofrecer al infractor, diversas posibilidades que le faciliten un proceso de socialización real, donde pueda recuperar y desarrollar sus potencialidades humanas. Ese proceso para que sea exitoso, debe ser voluntario y nunca puede ser impuesto. De ahí que el deber del Estado consista en hacer factible esa reinserción[...]”. En el caso concreto, está claro que Pineda Cedeño realizó un hecho típico y antijurídico, que reconociendo su carácter ilícito y pudiendo actuar de conformidad, optó por transgredir la norma, que es precisamente su pauta libremente escogida de comportamiento. Por ello debe imponérsele la pena prevista para el hecho, considerando todas las variables señaladas y teniendo en cuenta la necesidad de minimizar en la reclusión, los efectos perjudiciales que pudieran generarse en razón de sus rasgos de personalidad. La pena impuesta de tres años, debe cumplirse y el juez de ejecución que corresponda velará para que se respeten sus derechos fundamentales y se reduzcan los efectos nocivos del encierro, disponiendo las medidas necesarias para que se adecue el abordaje institucional a sus requerimientos. La finalidad rehabilitadora de la pena en su caso, como para el sistema en general, está erigida como principio inspirador, como lo está para cualquier otra persona sentenciada a pena de prisión y las posibilidades concretas dependerán no sólo del plan de abordaje institucional, de los recursos disponibles y principalmente, de la voluntad y disposición del sentenciado. El hecho de que el impugnante considere que Pineda Cedeño no puede ser rehabilitado en prisión es una simple opinión suya y lo cierto es que al menos está claro que su condición no se agravará en la prisión, pues no se trata de un inimputable, que esta pena no constituye un tratamiento cruel o degradante que lesione su dignidad humana, que existe la vía de ejecución penal y la propia de la ejecución penitenciaria para lograr que en prisión se estructure un programa que –con la venia del sentenciado- facilite una mejora en su calidad de vida y en sus condiciones personales. Y aún cuando no se logre ningún avance ni se cuente con la participación del sentenciado en el proceso, su condición, como se dijo, que no es de enfermedad ni mucho menos, no se agravará y subsiste siempre el necesario cumplimiento de la pena impuesta, resultado de un proceso en el que se demostró sin duda alguna que la conducta la realizó libre y voluntariamente, pudiendo optar por adecuarse a las normas sociales y por lo tanto, le es enteramente reprochable, como se indicó. Así las cosas, los reclamos carecen de sustento y se impone su rechazo. POR TANTO: Se declara sin lugar el recurso de casación interpuesto. José Manuel Arroyo G. Jesús Ramírez Q. Rodrigo Castro M. Magda Pereira V. Jeannette Castillo M. (Mag Suplente) dig.imp/jla.Exp N° 467-3/8-05