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EL TEATRO DE LORCA
La creación dramática fue también de interés permanente para Lorca, quien escribió obras teatrales desde su
juventud hasta el final de su vida. En todas ellas intentó llevar a los textos sus anhelos de renovación del teatro
español. Ya su obra inicial, representada sin éxito en 1920, El maleficio de la mariposa, que sigue las pautas del
teatro simbolista, supone la búsqueda de un nuevo lenguaje directamente emparentado con su poesía lírica.
Igualmente, Mariana Pineda (1927), aunque próxima a los esquemas del entonces dominante teatro en verso
modernista, también se aparta del modelo tanto por su mayor aliento poético como por el tema, ya que, la figura
de la Mariana Pineda lorquiana tenía una clara significación progresista al ser representada en plena dictadura de
Primo de Rivera.
Pero, en su búsqueda de nuevas fórmulas teatrales, Lorca acaba por separarse de los moldes dramáticos
dominantes. Ello es ya notorio con su teatro de marionetas, al que dio la denominación de Los títeres de
cachiporra. A este teatro de títeres pertenecen dos obras: Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita
(1922) y El retablillo de don Cristóbal (1931). Estas farsas para guiñol deben entenderse dentro de la extendida
revalorización en la época del teatro de marionetas, según ya había preconizado Valle-Inclán en Los cuernos de
don Friolera, y otros diversos dramaturgos en Europa desde tiempo atrás. En castellano, Jacinto Grau había
experimentado en esa línea con El señor de Pigmalión. Las dos farsas guiñolescas lorquianas condenan, la figura
que encarna la autoridad.
En cuanto al lenguaje de las marionetas, se eliminan en él los hábitos de disimulo y encubrimiento típicos del
diálogo del teatro ordinario. Lo más significativo es el carácter acentuadamente oral del discurso de los títeres, lo
que crea una especie de libertad que hace esperar en todo momento lo distinto, lo sorprendente o lo irrepetible.
La influencia del teatro de marionetas llegó al teatro en general, y así muchos de los personajes de ValleInclán y algunos de los de Lorca acaban por gesticular y comportarse ellos mismos como muñecos. Es lo que
ocurre en el caso del escritor granadino con sus farsas para personas: La zapatera prodigiosa (estrenada en
1930) y Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (concluida en 1928, no fue representada hasta 1933).
En ambas, Lorca aborda el conocido tema literario del viejo y la niña (la desigualdad de edad en el matrimonio).
Si la "zapatera prodigiosa" acaba en final feliz, pese a su subtítulo de farsa violenta, Don Perlimplín,
subtitulada aleluya erótica, termina con un desenlace trágico que liquida el ambiente general artificioso de la
farsa dieciochesca en el que se desarrolla la pieza y presenta en primer plano la obsesiva vinculación en Lorca de
eros y muerte.
Durante los años treinta, y antes de que su vida quede abruptamente truncada, el deseo de continua
experimentación del Lorca dramaturgo lo conduce por dos caminos distintos: el teatro vanguardista, próximo
al Superrealismo y el teatro que aprovecha moldes dramáticos que aseguran su representación en la escena
española del momento.
El teatro vanguardista de Lorca ha recibido diversas denominaciones: teatro imposible (el mismo escritor
llamó a estas obras comedias imposibles), teatro surrealista, criptodramas... En él se incluirían El público
(1930), Así que pasen cinco años (1931) y Comedia sin título (1935).
El público -obra hermética y difícil, pero que es hoy considerada como una de las cumbres del teatro
lorquiano- desarrolla un doble problema: el individual del amor homosexual y el social del teatro convencional,
teatro que debe ser destruido v sustituido por otro más auténtico. En ambos conflictos subyace la defensa de que
la verdadera humanidad de los individuos reside en su integridad, en su lealtad consigo mismos y con sus propios
sentimientos. Pero su búsqueda de la autenticidad fracasa en la obra que concluye en el enfrentamiento del
protagonista con su antagonista último: la muerte.
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Todo ello se estructura dramáticamente mediante un proceso consistente en desvelar las realidades que en la
apariencia se encuentran ocultas, tanto hacia dentro (lo íntimo) como hacia fuera (lo social). La pieza revela que
todos los planos de la existencia son ficticios, y tanto más falsos cuanto más evidentes o superficiales, y, en
consecuencia, la búsqueda de la verdad desnuda de la existencia provoca la hostilidad cósmica de las fuerzas
elementales y destructoras que rigen la vida. El amor pleno no ofrece salida a los personajes que luchan por
encontrar la redención en su seno, y concretamente, el amor homosexual es reprimido por las normas sociales
que ordenan no sólo los comportamientos, sino también las conciencias. Sin embargo, pese a la concepción de la
existencia como engaño, como un laberinto de espejos sin posible salida, como un eterno cielo de vida y muerte,
es necesaria la búsqueda de la verdad.
Así que pasen cinco años reitera algunos de los temas característicos de Lorca, sólo que expresados ahora
desde una estética superrealista: la frustración íntima, el amor, la muerte, la amargura existencial.
Comedia sin título plantea, en fin, la necesidad de un teatro revolucionario que no es sino la necesidad de la
revolución individual y social: la vida de cada cual se ofrece siempre a la mirada de un observador que, a veces,
son los otros, pero, en ocasiones, es la propia conciencia; vivir es así un episodio de representación, la vida es
como el teatro e, inversamente, el teatro es como la vida. Por ello es necesario renovar a fondo el teatro, que ha
de suponer una total subversión moral y estética. En Comedia sin título expresa Lorca su esperanza en la
resurrección del teatro de la mano de los grandes cambios sociales que se avecinan, convertido entonces en
medio educativo que liberaría de la ignorancia y descubriría la verdad a cuantos viven sin comprender lo que
pasa.
Además de este teatro irrepresentable, Lorca escribe durante los años treinta, como hemos dicho, otras
obras teatrales que sí alcanzan el éxito comercial: Bodas de sangre (1933), Yerma (1934), Doña Rosita la
soltera o El lenguaje de las flores (1935) y La casa de Bernarda Alba, (1936). Todas ellas tienen en común el
protagonismo de las mujeres, cuya situación de marginación social es tema común de las cuatro. En ellas, Lorca
aprovecha el modelo del teatro rural modernista de Eduardo Marquina y algunos elementos del drama rural
benaventino, pero insiste en innovar el teatro convencional mediante el desdibujamiento de los perfiles del
espacio y del tiempo dramáticos o con un diferente diseño de los personajes. Y, desde luego, no puede ignorarse
que esas fórmulas teatrales, mucho menos innovadoras formalmente que sus comedias imposibles, las aprovecha
Lorca con un sentido e intención radicalmente distintos de los habituales en el teatro poético o en el drama rural.
Lorca se integra con estas obras dentro de la literatura republicana comprometida, que no renunciaba a que el
arte tuviera también una finalidad social.
Bodas de sangre y Yerma son dos tragedias del más puro aire clásico, en las que Lorca mezcla la prosa y el
verso, utiliza coros como en la tragedia para comentar la acción maneja elementos simbólicos y alegóricos que
les dan cierta trascendencia mítica y emplea con maestría diversos recursos para alcanzar una intensidad
dramática inusitada. Si en Bodas de sangre reaparecen temas bien conocidos en Lorca (el amor, la violencia, la
muerte, las normas sociales que reprimen los instintos, etc.), Yerma aborda otros temas muy lorquianos: la
esterilidad, el anhelo de realización que choca con la moral tradicional, la opresión de la mujer.
Doña Rosita la soltera es un drama urbano, también en prosa y verso que trata de las señoritas solteras de
provincias condenadas a esperar inútilmente el amor en un medio burgués mediocre que ahoga sus deseos de
felicidad
La casa de Bernarda Alba es otra de las cumbres del arte dramático de García Lorca. Prescinde ahora por
completo del verso con la intención de componer una obra desprovista de todo elemento retórico accesorio: " el
poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico", se indica al comienzo del
drama. Pero el realismo mental y la sobriedad escenográfica no impiden la presencia de elementos simbólicos
(el agua, el calor, el blanco y el negro, el trigo o el caballo) que llevan la obra al universo temático lorquiano
más característico: la libertad frente a la autoridad, las pulsiones eróticas y los instintos naturales
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enfrentados a las normas sociales y morales, la esterilidad la fecundidad, la frustración vital, la condición
sometida de la mujer, la crítica social, etc. Pero, es, sobre todo, una reflexión sobre el poder, sobre cómo se
interiorizan los mecanismos de poder en la vida privada. En este sentido, es precisamente una mujer,
Bernarda, quien de modo viril asume e impone por la fuerza todo un código de conducta represivo a unas
hijas que, excepto la menor, aceptan estas reglas que su madre ha recibido de la tradición heredada y que ellas
estarían dispuestas a perpetuar sin fin.
Son todas ellas, en cierto sentido, personajes trágicos, víctimas inevitables de una rígida sociedad
patriarcal, que, paradójicamente, contribuyen a sostener. La hija menor, Adela, con su extraordinaria vitalidad
es un protagonista típico de Lorca casi desde sus primeros poemas, un ser complejo y rebelde, en la más pura
tradición romántica -no en vano su nombre significa «de naturaleza noble»-, que se halla situado irremediable y
trágicamente entre las leyes sociales y los impulsos de la naturaleza.
Otra de las hermanas, Martirio desempeña en el drama el papel de antagonista de Adela: frustrada
amorosamente, al haber impedido su madre por razones clasistas un noviazgo anterior, comparte pasión con su
hermana menor por el mismo hombre. Su vida de frustración la conduce a vigilar constantemente a Adela,
enfrentarse a ella y desencadenar finalmente la tragedia.
Interesante es también el personaje de la criada, La Poncia, que representa, con respecto a las otras mujeres
de la casa, el contrapunta popular tanto en lenguaje como en actitudes, al tiempo que encarna explícitamente el
odio de clase social con su profundo rencor hacia la señora, para quien también trabaja de jornalero su hijo. Pero,
al tiempo -en otro ejemplo de personaje no plano, sino complejo y contradictorio-, La Poncia sirve con fidelidad
a Bernarda («soy una perra sumisa»), interioriza como sus amas los valores dominantes y aconseja a Adela
precisamente la sumisión y el acatamiento de las normas morales y sociales.
No hay en la obra un populismo fácil, puesto que los personajes de extracción popular, como La Poncia o la
llamada simplemente Criada, se comportan de forma igualmente cruel con sus inferiores, y el pueblo en su
conjunto asume de modo unánime la moral vigente, como muestra el linchamiento colectivo de una muchacha
acusada de infanticidio, con el que se cierra de manera terrible el acto II.
Un personaje, en fin, sólo aparentemente por secundario es el de la abuela, María Josefa, quien desde su
locura y desde una senilidad que la vuelve a la inocencia de la infancia representa el anhelo de libertad por
encima de toda norma y de todo código, y se convierte así, con su simbólico aderezo erótico, en el grito más
puro contra la opresión reinante en la casa.
El estilo y el lenguaje de La casa de Bernarda Alba, pese a su aparente sencillez, está sabiamente elaborado:
el registro coloquial alterna con parlamentos más literarios en los que no son infrecuentes las metáforas,
hipérboles, paralelismos, etc.
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VALLE-INCLÁN
Se suele incluir a Valle-Inclán en la Generación del 98, pero no es una afiliación muy exacta. Aunque
comparte con ellos, en efecto, la visión crítica de la realidad española, la actitud de Valle-Inclán es mucho más
radical que la de los noventayochistas. Su trayectoria ideológica seria, si acaso, paralela a la de A. Machado.
Pero su estética, sobre todo a partir de los años 20, es mucho más renovadora y audaz. Su concepción teatral se
aproxima a las más vanguardistas que había en el contexto europeo, como el expresionismo alemán, el dadaísmo,
el teatro de Alfred Jarry, etc.
Su aversión a la civilización burguesa le lleva, al principio, a ensalzar sentimentalmente los viejos valores de
aquella sociedad rural arcaizante en la que se había formado declarándose en 1910 "carlista por estética", y a
refugiarse en la mitología personal que aparece en sus primeras obras. A partir de 1915, se seguirá oponiendo a
los valores burgueses desde posturas revolucionarias, declarando sus simpatías por el leninismo. En realidad, la
etapa modernista y la esperpéntica son la cara y la cruz de la misma actitud ética y estética.
En la obra de Valle-Inclán se observa una evolución estética paralela a la ideológica. Sus primeras obras se
adscriben a un Modernismo elegante y nostálgico, con un lenguaje refinado y sin ninguna concesión a la sencillez
o a la vulgaridad. Las obras de su madurez están marcadas por un feroz espíritu crítico y una estética basada en la
distorsión expresionista de la realidad. Pero no existe un corte entre la etapa modernista y la esperpéntica, sino
más bien una línea ininterrumpida de evolución. Algunos de los rasgos que lo caracterizarían ya estaban
presentes de forma incipiente en las de la primera época En ellas ya hay deformación de la realidad; como
también hay búsqueda del efectismo basado en los contrastes violentos.
Valle Inclán comenzó su dedicación al teatro en 1905 y durante veinte años fue su principal preocupación
estética. Para él, el teatro es un espectáculo total, donde no hay texto dramático, sino creación de arte plástico.
Las primeras obras teatrales de Valle son de marcado carácter modernista. La más significativa de ellas es El
marqués de Bradomín, donde se resumen todos los rasgos de este grupo: simbología impresionista, atmósfera
irreal, de ensueño y vaguedad, lenguaje aristocrático y refinado, etc.
Otras obras de su primera época son las que componen el ciclo mítico. Partiendo de la Galicia rural,
Valle-Inclán recrea un mundo mítico, dominado por la figura del Diablo, en el que el mal, la irracionalidad, el
sexo y la muerte son las fuerzas primarias que rigen la existencia de los hombres; en él se mueven personajes
extraños, presididos por el hidalgo don Juan de Montenegro y sus hijos, que encarnan los impulsos humanos más
elementales: la lujuria, la soberbia y la avaricia. Este ciclo lo componen las Comedias bárbaras, publicadas
entre 1907 y 1922: Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata.
En las farsas y dramas escritos entre 1909 y 19920 (La cabeza del dragón, Voces de gesta, La Marquesa
Rosalinda, etc.), se observa una mezcla de tonos: junto a algunos rasgos modernistas, aparece también un
lenguaje desgarrado y bronco, que anuncia el camino hacia el “esperpento”.
1920 es una fecha clave en la trayectoria de Valle-Inclán. En esa fecha publica Farsa italiana de la
enamorada del rey, donde se mezcla la fábula sentimental con la caricatura de la monarquía; Farsa y licencia de
la Reina Castiza, también de tono caricaturesco, donde los elementos sentimentales han desaparecido y la
degradación de la realidad es completa; y Divinas Palabras, un violento drama cuyo lenguaje, desgarrado y a
veces brutal, lo aproximan también al esperpento. En ese mismo año publica Luces de bohemia, la primera obra
a la que Valle designa como esperpento. También aplicaría ese rótulo a Los cuernos de don Friolera (1921),
Las galas del difunto (1096) y La hija del capitán (l927)
El esperpentismo viene a ser una especie de expresionismo “a la española”. Podemos encontrarle
precedentes en la tradición literaria o pictórica española, en obras o autores en que lo grotesco, lo dislocado o lo
deforme tiene una presencia importante. como sucede en algunos aspectos de la novela picaresca o de la obra de
Quevedo, en literatura, o la de Goya o Gutiérrez Solana, en pintura (“e1 esperpentismo lo ha inventado Goya”,
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afirma el autor de Luces de bohemia) Pero, al margen de estas vinculaciones, no admite dudas la originalidad de
Valle-Inclán al dar carta de naturaleza al esperpento como género literario.
Su rasgo central es la deformación expresionista de la realidad. Los esperpentos sitúan su acción en la
realidad española contemporánea, para acentuar determinados aspectos de esa realidad social que, para ValleInclán, ya es de por sí esperpéntica Para ilustrar el sentido de esa deformación, Valle utiliza la imagen de los
espejos cóncavos y convexos de las atracciones de feria: “Los héroes clásicos, reflejados en los espejos
cóncavos, dan el esperpento”. Esa deformación efectúa una sistemática degradación de la realidad, de modo que
nada parece resultar respetable: la burla se extiende a instituciones y mitos consagrados; sobre todo, Valle-Inclán
pone especial énfasis en la desmitificación de los valores patrióticos tradicionales.
La degradación afecta también a los personajes, mediante su conversión en animales o en muñecos. En una
entrevista, en 1928, Valle hablaba de que, para un autor teatral, hay tres maneras de ver el mundo: "de
rodillas", de modo que la realidad aparece enaltecida y los personajes son vistos como héroes superiores, como
en la tragedia griega o en la epopeya; “de pie”, de forma que el mundo esté a nuestra altura y los personajes se
presenten como hermanos nuestros; o "en el aire": visto desde arriba, el mundo aparece ridículo y absurdo, y sus
personajes sólo pueden ser trágicos sí se les pone en clave de farsa, de suerte que “los dioses se convierten en
personajes de sainete”, y los hombres son como marionetas en manos del autor. Este último es el punto de
vista del esperpento. Los personajes son figuras marginales o fantoches grotescos, frecuentemente relacionados
con animales o con peleles que no pueden nada contra el destino.
Mediante esa deformación, la obra adquiere un aspecto externo de parodia, que era un género teatral muy en
boga en la época. Pero así como en las parodias la intención era exclusivamente cómica, en el esperpento hay
siempre un doble código: tras la aparente burla y caricatura de la realidad, se oculta el llanto y la protesta; hay un
significado profundo, cargado de intención satírica v crítica.
Otra base de la técnica del esperpento está en el efectismo de los contrastes violentos; el más frecuente es el
que se produce entre lo trágico de las situaciones y lo grotesco de las actitudes de sus protagonistas. El dolor está
en la realidad, pero los "héroes” del esperpento son unos farsantes. Sin embargo, esta actitud no es permanente.
En determinados momentos de las obras, el elemento trágico y real es el único que se manifiesta.
La técnica del esperpento es radicalmente antinaturalista, por lo que con frecuencia se mezcla lo verosímil
con lo inverosímil. En Luces de bohemia, por ejemplo, aparecen en escenas personajes de otras obras, como el
Marqués de Bradomín, y personajes reales como Rubén Darío; se mezclan en el tiempo y en el espacio sucesos y
lugares distintos, etc.
El humor es otra de las armas que utiliza Valle para ridiculizar la grotesca miseria de la realidad. El humor
esperpéntico es agrio, mordaz y de gran fuerza satírica, destinado a acentuar lo deforme y absurdo y regido
siempre por la ironía y el sarcasmo. La creatividad lingüística, el sentido del humor y la sátira feroz son rasgos
que le aproximan a Quevedo. Pero Quevedo es mucho más un moralista que satiriza sólo lo que considera
condenable, mientras que el humor de Valle es mucho más amoral y escéptico.
El lenguaje de loa esperpentos manifiesta la misma creatividad que es inherente a toda la obra de ValleInclán. Los diálogos se caracterizan por la variedad de registros y tonos y por la agilidad. Los personajes
hablan en un “español de Jácara”, una especie de argot ciudadano en el que se mezclan arbitrariamente
expresiones de las más diversas procedencias: el habla popular en la línea del sainete, el lenguaje culto
modernista, el desgarro coloquial, lo pedante, lo cursi, lo soez, expresiones formularias, andalucismos,
vulgarismos, expresiones de germanía, gitanismos, madrileñismos castizos, etc.; todo lo cual contribuye al efecto
de contraste que está en la base del esperpentismo y que aparece realzado además por la rapidez con la que se
suceden los diálogos, a base, casi siempre, de intervenciones breves, donde abundan las réplicas ingeniosas y
oportunas.
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El lenguaje le las acotaciones es uno de los rasgos, más sobresalientes del teatro de Valle-Inclán. En lugar de
ser meras indica iones funcionales, las acotaciones, tan literarias como los propios diálogos, están totalmente
integradas en el texto. Basadas frecuentemente en la frase nominal, constituyen rápidos brochazos expresionistas
caracterizadores de ambientes, personajes y actitudes, con una técnica cercana a la cinematográfica.
La última etapa teatral de Valle está configurada por cuatro piezas cortas que componen el Retablo de la
avaricia, de la lujuria y de la muerte. En ellas, Valle vuelve a su obsesión por el tema del mal, lleno de matices
metafísicos y al mismo tiempo de contrastes irónicos. No son propiamente esperpentos, aunque tengan aspectos
relacionados con ellos.
Durante muchos años se consideraron sus obras teatrales como novelas dialogadas, ya que resultaban
"irrepresentables". Lo que ocurría era que ni las concepciones ni las técnicas del espectáculo teatral estaban
preparadas para ese tipo de teatro. El teatro que triunfaba en España no hacía sino prolongar las tendencias
imperantes en las últimas décadas del XIX. Pero Valle fue mucho más allá de lo que permitían las concepciones
escénicas de su tiempo. Desafió las limitaciones que presentaba el teatro de su época para crear un "teatro en
libertad". Su complejidad innovadora acercó el teatro de Valle al espíritu experimental de la vanguardia que
prevalecía en Europa durante las primeras décadas del siglo XX. Al cabo de los años, las experiencias
renovadoras de las concepciones teatrales que se han producido en Europa y América han terminado por dar la
razón a Valle-Inclán, descubriéndose en él a un auténtico vanguardista que se anticipó en muchos años a las
nuevas tendencias del teatro mundial.
Su obra literaria ha dado pie a distintas interpretaciones: desde los que la han considerado el paradigma
español del “arte por el arte”, hasta los que lo toman como bandera del compromiso social y político del escritor.
En realidad, las dos visiones son válidas, porque en Valle no resultan excluyentes, sino complementarias. En él,
la apasionada voluntad estética y la visión crítica de la realidad son inseparables.
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ANTONIO BUERO VALLEJO
La producción de este autor es, sin duda, una de las más interesantes de la posguerra española. Rechazó el teatro
evasivo y meramente comercial para optar por la línea comprometida. El punto básico de sus intereses está en
estas palabras suyas: "El escritor debe convertirse en una parte de la conciencia de su sociedad". Buero ha sido
un testigo del mundo contemporáneo, en general, y de la España de ahora, en particular, siempre atento a la
persona humana y sus vicisitudes.
Sus obras no son más que análisis lúcidos de la realidad que nos envuelve, sin pretender soluciones eficaces e
inmediatas, sino más bien simples reflexiones sobre los fenómenos para diagnosticar los males y plantearlos
directamente al espectador, que será quien busque las soluciones precisas. Y todo esto lo lleva a seleccionar la
tragedia como fórmula más ajustada a sus fines. Es sabido que el género acompaña la catarsis, la purificación del
espectador, a través del horror o de la compasión. La tragedia, en manos de Buero, intenta la curación por medio
de la información, por el esclarecimiento de datos que tal vez ignora el público, por el planteamiento profundo de
los mecanismos complejos que subyacen en una situación real. El espectador se purifica intelectualmente al pasar
de la ignorancia al conocimiento. Esto explica dos constantes del teatro de Buero Vallejo: de una parte, la
temática humana y, de otra, la invitación al compromiso que, al final de las obras, se le dirige al espectador.
Respecto del primer punto, R. Doménech ha señalado cómo siempre se ocupa de un mismo tema: el de la
condición humana, desarrollada en unas coordenadas temporales y espaciales concretas, como las de nuestro país
y las de nuestro tiempo. Como el planteamiento del drama se hace para iluminar el sen-tido de la realidad, se
dirige al público, al final de la representación, una pregunta que le obliga a dar una respuesta activa a lo que ve o
a tomar conciencia de los datos que le han suministrado.
Normalmente, en la obra ha sido enfrentado el protagonista a una realidad que no quería asumir, dado su carácter
negativo.
Sin embargo, el único camino para alcanzar la felicidad y la realización personal es el de romper con la
comodidad y enfrentarse directamente a la ingrata circunstancia. El mensaje es siempre el mismo, la necesidad de
aferrarse a la verdad como camino digno.
En cuanto a las formas dramáticas la preocupación de Buero es total; además es un genuino hombre de teatro.
Ambas características dotan a su producción de gran eficacia. El mensaje de la obra se basa en un lenguaje
dramático amplio que supera lo puramente verbal, para incorporar otros signos mucho más eficaces. La trampa
en la que caen los personajes compone el motor dramático. Para expresarlo acude a signos varios que van desde
el diálogo muy denso, hasta la mímica y el movimiento personal, pasando por los efectos auditivos (música,
ruidos) y visuales (juego de luces), y la expresividad de objetos y decorados, en busca de un espectáculo
totalizador.
La falta de una visión profunda de la realidad en el protagonista es compartida por el espectador, que se
encuentra inmerso en la absoluta oscuridad producida en el local, como ocurre En la ardiente oscuridad (1950),
El concierto de San Ovidio (1962) o La llegada de los dioses (1971), o en el total silencio, compartiendo la
sordera de Goya en el El sueño de la razón (1970). Ciegos, sordos y tarados encarnan simbólicamente las
limitaciones humanas para percibir la realidad y la necesidad imperiosa de lograrlo. R. Doménech ha acuñado el
término de inmersión para designar la técnica por la que se capta al espectador y se le introduce en la acción. El
receptor de la obra se transforma en personaje activo que experimenta en sí mismo el drama angustioso del
personaje.
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La disposición del escenario también es importante: se aprovecha al máximo el espacio disponible, con una
pensada distribución de planos. Tampoco falta la función coral de algunos personales que actúan a modo de
focos para hacer converger la atención del público sobre determinados aspectos de la obra.
En otro orden de cosas, se ha intentado diversas clasificaciones para la amplia producción de Buero Vallejo. L.
García Lorenzo la ha dividido en tres grupos:
1.-) Dramas de indagación del ser humano a través de conflictos sociales en los que está inmerso el hombre,
representado por personajes que encarnan su dolorosa condición de seres marginados en lo social y lúcidos
en lo intelectual. A este tipo de dramas pertenece Historia de una escalera (1949), obra fundamental en el
teatro español de posguerra. Su representación supuso la primera aparición de un teatro vinculado con la
realidad problemática de entonces.
Se ocupaba de las inexistentes posibilidades de promoción de toda una clase social que circula durante
treinta años por una misma escalera sin que cambie su suerte. La pieza consiguió lo que más tarde intentará
sin éxito Alfonso Paso, hacer compatible el teatro trascendente y crítico con la comercialidad del hecho
teatral entonces en boga, acudiendo a rasgos del sainete, como la creación, del ambiente y de las
situaciones.
2.-) Dramas históricos en los que se recrea una época pretérita para indagar realidades no sólo típicas de
entonces, sino de eterna actualidad. Es precisamente la finalidad de dotar de validez universal a los temas lo
que lleva al autor a enclavarlos en esas épocas y no para evitar problemas de censura.
Pertenece a este grupo el drama titulado Un soñador para un pueblo (1958), en el que se plantea el
fracaso de una revolución progresista, emprendida por Esquilache, que pretendía la reforma del país y el
equiparamiento con otras naciones modernas. También a este grupo se puede adscribir El tragaluz (1967),
en cuanto que es obra con un tratamiento temporal distanciador, planteando el presente con la objetividad
de la contemplación desde el futuro año 2000, de manera que el ahora obtiene el mismo tratamiento de lo
alejado en el tiempo.
Otras obras históricas son Las Meninas (1960), con Velázquez como figura central; El Concierto de
San Ovidio (1962) que, aunque es histórica, pertenece al siguiente punto; El sueño de la razón (1970),
sobre la personalidad de Goya, y La detonación (1977), sobre la figura de Larra.
3.-) Dramas de invidentes, término que puede abarcar una serie de obras protagonizadas por hombres que
representan diversas limitaciones en el conocimiento y asunción de la realidad, ya sea por ceguera física, El
Concierto de San Ovidio (1962), En la ardiente oscuridad (1950); ya sea por ceguera psicológica como en
La Fundación (1974).
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