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El utilitarismo
Pablo Stafforini
Nota: El texto que sigue es una clase virtual sobre utilitarismo para un curso de bioética dictado en la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Presentación
I. Caracterización de la teoría
II. Argumentos a favor del utilitarismo
III. Objeciones al utilitarismo
IV. Utilitarismo y Bioética
Conclusión
Bibliografía citada
Bibliografía obligatoria
Presentación
Junto con el kantismo y el aristotelismo, el utilitarismo es una de las teorías morales más importantes del
pensamiento filosófico moderno. A tal punto ha influido el utilitarismo en el desarrollo de la filosofía moral, la
teoría política y la economía de bienestar de los últimos dos siglos, que es común en la actualidad iniciar la
discusión asumiendo esta teoría para luego considerar si los argumentos en su favor y las objeciones en su
contra exigen o no que se la abandone por alguna de las propuestas rivales. En esta clase vamos a explorar en
detalle la ética utilitarista, analizando primero su estructura teórica y considerando luego las razones que sus
partidarios han invocado en su defensa y las críticas a las que ha sido sometida por sus detractores.
I. Caracterización de la teoría
La teoría utilitarista puede definirse como la conjunción de los siguientes cuatro principios:
1. Consecuencialismo
2. Bienestarismo
3. Hedonismo
4. Aditividad
A continuación consideraremos cada uno de estos principios sucesivamente.
1. Consecuencialismo
El utilitarismo es, en primer lugar, una teoría consecuencialista (Glosario/conceptos ampliatorios: Las
teorías consecuencialistas también suelen ser denominadas teorías teleológicas. Véase John Rawls, A theory of
justice, Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1971 [Teoría de la justicia, Madrid: Fondo de
Cultura Económica, 1979], secc. 5. Si bien algunos autores asignan a estos dos nombres un significado
ligeramente distinto (Véase: John Broome, Weighing goods: equality, uncertainty and time, Basil Blackwell:
Cambridge, Massachusetts, 1991), en la bibliografía los términos suelen emplearse indistintamente). Las
teorías consecuencialistas se caracterizan por determinar lo moralmente correcto (Glosario/conceptos
ampliatorios: La expresión ‘moralmente correcto’ traduce el término inglés ‘right’. Para simplificar, en lo
sucesivo omitiremos el adverbio ‘moralmente’.) puramente en términos de lo bueno o valioso. (POP: en la
presente clase emplearemos los términos ‘bueno’ y ‘valioso’ indistintamente). Así, la corrección o
incorrección de una acción es para las teorías teleológicas una cuestión que depende exclusivamente de cuán
bueno es el estado de cosas al que la acción da lugar.
Las teorías teleológicas se oponen a las teorías deontológicas. Para estas últimas otros factores además del
valor moral pueden determinar la corrección de una acción. Así, el deontólogo puede sostener, por ejemplo,
que sólo la felicidad tiene valor moral, y aún así negar que una acción que produce la máxima felicidad sea
moralmente correcta. Ello se explica porque la acción posee otras propiedades moralmente relevantes, como
por ejemplo violar derechos fundamentales, tratar de manera inequitativa a cierto grupo de personas,
incumplir una promesa previamente contraída o incrementar la desigualdad o injusticia de la sociedad. (Más
adelante retomaremos esta cuestión, al discutir las objeciones al utilitarismo.)
2. Bienestarismo
El utilitarismo es, en segundo lugar, una teoría bienestarista (Glosario/conceptos ampliatorios: Las teorías
bienestaristas también suelen denominarse teorías welfaristas. El término ‘welfare’ significa ‘bienestar’ en
inglés). Así como el consecuencialismo conecta lo bueno con lo correcto, el bienestarismo conecta el bienestar
con lo bueno. Según este principio, la bondad de un estado de cosas está determinada enteramente por
el bienestar de los sujetos que lo integran. El principio implica que todos y sólo los sujetos capaces de
beneficiarse o de tener intereses son portadores de valor.
3. Hedonismo
El utilitarismo es, en tercer lugar, una teoría hedonista. A la determinación de lo correcto por lo bueno y de
lo bueno por el bienestar se agrega ahora la determinación del bienestar por las buenas experiencias
(Glosario/conceptos ampliatorios: Con frecuencia estas experiencias se han identificado con el placer o con la
felicidad, y a veces con ambos conceptos, que se consideran sinónimos. Aunque es una cuestión abierta si
sentirse bien implica siempre tener placer o ser feliz, a los fines de simplificar la exposición en esta clase vamos
a emplear indistintamente los términos ‘placer’ y ‘felicidad’ para referirnos a estas experiencias).
El
hedonismo sostiene así que el bienestar de una persona depende exclusivamente de cuán bien ésta se siente a
lo largo de su vida. Para el hedonismo, toda experiencia placentera es parte del bienestar de algún individuo y
el bienestar de toda persona está integrado por experiencias de placer. (Glosario/conceptos ampliatorios: Si
bien los hedonistas coinciden en que todas y sólo las experiencias placenteras son buenas para quienes las
experimentan, hay diferencias en la manera en que los distintos autores entienden la naturaleza de estas
experiencias. Para Bentham, el placer es una sensación común que todas las experiencias placenteras
comparten. Para Mill, en cambio, hay una pluralidad de placeres, cada uno de los cuales posee una cualidad
distintiva. A su vez, para Sidgwick no existe nada que unifique a las distintas experiencias de placer salvo el
que todas suscitan una actitud favorable por parte del titular de tales experiencias.)
El hedonismo en el sentido así definido debe distinguirse de otras dos tesis relacionadas pero independientes
que también suelen nombrarse con ese rótulo. En primer lugar, el hedonismo no es una tesis psicológica
acerca de lo que motiva a las personas a actuar; si bien algunos utilitaristas clásicos como Jeremy Bentham
(Glosario/Biografías: Jeremy Bentham (1748-1832), filósofo, jurista y reformista británico, es justamente
considerado el padre fundador del utilitarismo moderno. A los veinte años de edad, mientras hojeaba en un
café de Oxford el Essay on Government de Joseph Priestley, encontró la frase “la mayor felicidad para el mayor
número”. Según cuenta (en tercera persona), “[a]l verla echó un grito, por así decirlo, en un éxtasis interior,
como Arquímedes al descubrir el principio fundamental de la hidrostática.” (Jeremy Bentham, 'Utilitarianism:
long version' [1829], en Amnon Goldworth (ed.), Deontology; together with A table of the springs of action; and
the Article on Utilitarianism, Oxford: Clarendon Press, 1983). Desde entonces y hasta su muerte, Bentham
aplicó sistemáticamente el principio de utilidad a prácticamente todas las instituciones políticas y jurídicas de
su tiempo.) eran hedonistas también en este otro sentido, no hay ninguna conexión necesaria entre el
utilitarismo y el hedonismo psicológico. En segundo lugar, el hedonismo no es una tesis moral acerca de lo
moralmente bueno o valioso: el hedonista tal como lo hemos entendido sostiene que el placer es bueno para
la persona que lo experimenta, pero no necesariamente bueno moralmente. Debido a que el utilitarismo
combina el hedonismo con el bienestarismo, esta conexión entre bienestar y bien moral de hecho existe en
esta teoría, pero lo importante aquí es tener en claro que la conexión no se sigue meramente del componente
hedonista de la teoría, sino de la combinación de este componente con el componente bienestarista.
En el sentido definido, el hedonismo se opone además a otros dos enfoques sobre el bienestar. Por un lado, se
opone a enfoques subjetivistas según los cuales el bienestar de una persona depende en algún sentido de sus
actitudes subjetivas. De acuerdo con este enfoque alternativo, lo que es bueno para una persona es aquello
que (según las distintas versiones) la persona de hecho desea, que debería desear, o que desearía si fuera
racional y tuviera conocimiento de los hechos relevantes (POP: Derek Parfit, Reasons and persons, Oxford:
Clarendon press, 1984 [Razones y personas, Boadilla del Monte, Madrid: A. Machado, 2004], apéndice I). Por el
otro lado, el hedonismo se opone a enfoques objetivistas según los cuales el bienestar de una persona está
compuesto por cierta lista de bienes cuyo valor es independiente de su reconocimiento como tal por parte del
agente. Tales bienes pueden incluir el conocimiento, los logros, la amistad, la autonomía y otros valores. (POP:
John Finnis, Natural law and natural rights (Oxford: Clarendon Press, 1979) [Ley natural y derechos naturales,
Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1992], cap. 4, secc. 2).
Las tres características que hasta aquí hemos identificado como rasgos distintivos del utilitarismo — su
carácter consecuencialista, bienestarista y hedonista — establecen una tríada de relaciones de determinación
que puede resumirse del siguiente modo: para el utilitarismo, el placer determina el bienestar, que
determina lo bueno, que determina lo correcto. Dada la transitividad de la relación de determinación,
podemos decir que para el utilitarismo el placer determina lo correcto. Para esta teoría, lo que en última
instancia importa a la hora de determinar lo que debemos hacer es sólo el placer que podemos producir
mediante nuestras acciones.
4. Aditividad
La relación de determinación que establecen los tres principios anteriores, aunque necesaria, es insuficiente
para generar una teoría utilitarista. Además de sostener que el placer determina lo correcto, el utilitarismo
defiende una forma particular de determinación: la aditividad. El utilitarismo es, pues, una teoría aditiva.
Para las teorías aditivas, la determinación se establece por adición. El utilitarista aplica este criterio aditivo a
cada uno de los tres principios precedentes. Así, el bienestar de una persona es la suma del placer que esa
persona experimenta a lo largo de su vida; el valor de un estado de cosas es la suma del bienestar de las
personas que en él existen; y el grado de corrección de una acción es la suma del valor del estado de cosas al
que da lugar.
Este principio aditivo se opone a enfoques holistas. De acuerdo con estos enfoques, el placer, bienestar o
valor total de un todo no equivale a la suma del placer, bienestar o valor de las partes de ese todo. G. E.
Moore (Glosario/Biografías: George Edward Moore (1873-1958), filósofo inglés discípulo de Sidgwick. Su
libro Principia ethica (1903) es tal vez la más importante obra de filosofía moral publicada en la primera
mitad del siglo XX.), por ejemplo, defendió la existencia de “unidades orgánicas”, cuyo “valor como un todo [as
a whole]” difiere de su “valor total [on the whole]” por contener sus partes un valor menor al del todo que
integran. (POP: George Edward Moore, Principia ethica, Cambridge: Cambridge University Press, 1903)
[Principia ethica, Barcelona: Crítica, 2002], secc. 129)
5. Variantes
La teoría utilitarista que hemos caracterizado constituye un ejemplo paradigmático de utilitarismo.
Sin embargo, no todos los pensadores utilitaristas han suscripto a esta versión particular de la teoría. En
general, podemos decir que una teoría es utilitarista, no si está constituida por los cuatro principios que
hemos enumerado, sino si los principios que de hecho la constituyen se asemejan suficientemente a una
teoría constituida por tales principios (POP: Walter Sinnott-Armstrong, 'Consequentialism', in Edward N.
Zalta (ed.), The Stanford encyclopedia of philosophy, 2007, secc. 2). A continuación, mencionaremos algunas
formas de utilitarismo alternativas.
Una primera variante, prevaleciente sobre todo entre los utilitaristas clásicos como Jeremy Bentham y James
Mill (Glosario/Biografías: James Mill (1773-1836), filósofo y jurisconsulto inglés, padre de John Stuart Mill y
colaborador de Jeremy Bentham.), es la que suele trazarse entre formas egoístas y universalistas de la teoría.
Los utilitaristas egoístas restringen los placeres que determinan la acción correcta a las experiencias
constitutivas del bienestar del propio agente. Los utilitaristas universalistas, en cambio, incluyen en esta
clase el bienestar de todos las personas afectados por la acción (sin excluir, por supuesto, el bienestar del
propio agente). Así, lo que yo debo hacer para un utilitarista egoísta es maximizar mi propio placer, aun
cuando me fuera posible realizar una acción alternativa que produjera un mayor placer agregado a costa de
un menor placer para mí. En la actualidad, cuando los filósofos y economistas hablan de utilitarismo asumen
la variante universalista. De hecho, podría sostenerse que el utilitarismo egoísta no es, en rigor, una teoría
moral, sino una teoría de la prudencia o de la acción racional. Aunque con algunas salvedades, puede decirse
que los principales utilitaristas clásicos, como Bentham, Mill y Sidgwick, así como los partidarios más
recientes de esta teoría, como R. M. Hare y Peter Singer, defienden una versión universalista de la teoría
(John Stuart Mill, Utilitarianism [1861] en John M. Robson (ed.), The collected works of John Stuart Mill
(Toronto: University of Toronto Press, 1963-1991, vol. 10, cap. 2, p. 218) [El Utilitarismo, Madrid: Alianza,
1984, p. 66]; [completar]).
En segundo lugar, podemos distinguir entre un utilitarismo maximizador y un utilitarismo satisfaccionista
(POP: Los términos ‘maximizador’ y ‘satisfaccionista’ traducen, respectivamente, los términos ingleses
‘maximizing’ y ‘satisficing’). Para los utilitaristas maximizadores, una acción es correcta sólo si da lugar a
un estado de cosas cuyo bienestar agregado es máximo (es decir, cuya suma de bienestar es mayor o igual a la
suma de bienestar de cualquiera de los estados de cosas alternativos a los que la acción podría haber dado
lugar). Para los utilitaristas satisfaccionistas, en cambio, una acción es correcta sólo si da lugar a un estado
de cosas cuyo bienestar agregado es suficiente. Michael Slote ha defendido (POP: Michael Slote, ' Satisficing
consequentialism', Supplementary volume - Aristotelian Society, vol. 58 (1984), 139-164.) una forma de
consecuencialismo satisfaccionista por ser ésta una teoría menos exigente que el utilitarismo maximizador.
Pues le permite al agente realizar, en ciertos casos, acciones que el utilitarismo maximizador declara
incorrectas. Volveremos sobre esta cuestión al discutir una de las objeciones al utilitarismo.
En tercer lugar, está la variante entre formas directas y formas indirectas de utilitarismo. Para el utilitarismo
directo, la acción correcta se determina directamente en términos del placer agregado al que da lugar. Para el
utilitarismo indirecto, en cambio, la acción correcta se determina indirectamente. La forma más común de
utilitarismo directo es el utilitarismo del acto, defendido por la mayoría de los utilitaristas clásicos y
contemporáneos. La forma más común de utilitarismo indirecto es el utilitarismo de la regla, defendido tal
vez por Mill y, en nuestros días, por Richard Brandt y Brad Hooker (POP: Richard B. Brandt, A theory of the
good and the right, Oxford: Clarendon Press, 1979362 [Teoría ética, Madrid: Alianza, 1994]; Brad Hooker,
Ideal code, real world, Oxford: Clarendon Press, 2000213). De acuerdo con esta versión de la teoría, para
determinar la acción correcta debe previamente determinarse la regla correcta. La regla correcta es la que, de
ser observada regularmente, da lugar a la mayor suma de placer. La acción correcta, a su vez, es la que se
ajusta a la regla correcta. A fin de ilustrar esta diferencia, supongan ustedes que han prometido realizar
cierta acción pero que, para realizar la acción que produce las mejores consecuencias, deben realizar una
acción alternativa. En tal caso, el utilitarista del acto dirá que deben realizar esta última acción, mientras que
el utilitarista de la regla probablemente dirá que deben cumplir con lo prometido, dado que la regla de
cumplir con las promesas contraídas, si se observa regularmente, produce las mejores consecuencias.
En cuarto lugar, debemos distinguir entre el utilitarismo como criterio de corrección y el utilitarismo como
procedimiento de decisión. Considerado como criterio de corrección, el utilitarismo establece las condiciones
bajo las cuales una acción es moralmente correcta o incorrecta. Considerado como procedimiento de
decisión, en cambio, el utilitarismo nos indica cómo debemos tomar nuestras decisiones. Podría suponerse
que el criterio de corrección y el procedimiento de decisión deben coincidir, pues ¿no deberían los agentes
utilitaristas adoptar para tomar sus decisiones precisamente el procedimiento de identificar aquella acción
que el criterio utilitarista declara correcta?
Según muchos utilitaristas, sin embargo, este supuesto es
erróneo. Hare, por ejemplo, ha negado (POP: R. M. Hare, Moral thinking: its levels, method, and point, Oxford:
Clarendon Press, 1981) que debamos conducirnos en nuestra vida diaria preguntándonos cuál de nuestras
acciones maximizará el bienestar total: pues si tomásemos nuestras decisiones de ese modo muy
probablemente fracasaríamos en nuestro intento de actuar óptimamente, ya sea porque perderíamos
demasiado tiempo decidiendo, porque al decidir nos veríamos influidos por sesgos de diverso tipo, o porque
el acto de decidir de esta manera es en muchos casos en sí mismo inapropiado. (Glosario/conceptos
ampliatorios: El filósofo inglés Bernard Williams, un célebre y formidable crítico del utilitarismo, sostuvo que
los utilitaristas, al pensar sobre cómo deben actuar, a menudo piensan demasiado. Williams imagina el caso
de un hombre que, al ver que su mujer se ahoga, decide rescatarla sólo luego de haber concluido que el
rescate es la acción requerida por el utilitarismo. (Bernard Arthur Owen Williams, 'Persons, character and
morality', en Moral luck: philosophical papers, 1973-1980, Cambridge: Cambridge University Press, 1981, pp.
1-19 [‘Personas, Carácter y Moralidad’, en La fortuna moral, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, 1993]). Sin embargo, objeciones como estas fueron consideradas y respondidas satisfactoriamente
incluso por utilitaristas clásicos. Como observó el jurista inglés John Austin (1770-1859), “ningún utilitarista
coherente y ortodoxo sostuvo jamás que el amante debe besar a su amada con vistas al bienestar general.”
(The province of jurisprudence determined, Londres: J. Murray, 1832 [El objeto de la jurisprudencia, Madrid,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002], cap. 4). Por el contrario, la cuestión de cómo debe
pensar uno sobre cómo uno debe actuar es en sí misma una cuestión que debe determinarse aplicando el
principio de utilidad (véase Toby Ord, Consequentialism and decision procedures, tesis de BPhil inédita,
Universidad de Oxford). Y a menudo ocurre que el bienestar sólo puede promoverse máximamente si uno no
piensa como un utilitarista).
[En quinto lugar, objeto de evaluación.
[En sexto lugar, relatividad a los hechos, creencias o evidencia]
Por último, podemos distinguir entre el utilitarismo hedonista y el utilitarismo de la preferencia. Como
hemos visto, la versión paradigmática del utilitarismo es una versión hedonista. Esta es la versión favorecida
por los primeros utilitaristas. Sin embargo, en tiempos recientes la mayoría de los autores utilitaristas—
incluyendo a Hare, Brandt y Singer—, han abandonado el componente hedonista de la teoría y han
favorecido en su lugar una teoría subjetivista del bienestar. Como hemos visto, estas teorías sostienen que lo
bueno es lo que la persona de hecho desea, que debería desear, o que desearía si fuera racional y tuviera
conocimiento de los hechos relevantes.
II. Argumentos a favor del utilitarismo
Han sido varios los argumentos que se han ofrecido en defensa del utilitarismo. A continuación
consideraremos cuatro argumentos con cierto detalle, y mencionaremos brevemente otros tres argumentos
adicionales.
1. La “no-prueba” de Bentham
Bentham fue tal vez el primer filósofo en considerar la cuestión de los argumentos a favor del utilitarismo. A
juicio de Bentham, sin embargo, no es posible ofrecer consideraciones en defensa de esta teoría:
“¿Es [el principio de utilidad] susceptible de alguna prueba directa? Parecería que no, pues lo que se usa para
probar todo lo demás no puede a su vez ser probado: la cadena de pruebas debe comenzar en algún lugar.
Ofrecer tal prueba es a la vez imposible e innecesario.” (POP: Jeremy Bentham, An introduction to the
principles of morals and legislation [1789], en J. H. Burns y H. L. A. Hart, eds., Oxford: Clarendon Press, 1996
[Los principios de la moral y la legislación, Buenos Aires: Claridad, 2008], cap. 1, secc. 11, p. 13).
Adviértase, no obstante, que Bentham no dice meramente que las pruebas del utilitarismo son imposibles.
Bentham dice además que las pruebas son innecesarias. Lo cual parece sugerir que, aunque no podemos
ofrecer argumentos en defensa de la teoría, podemos no obstante creer justificadamente en ella. Sin embargo,
si el utilitarismo no es susceptible de una prueba directa es difícil ver cómo uno podría estar justificado al
creer esta teoría. Tal vez la idea de Bentham sea que podemos tener evidencia no demostrativa en favor del
utilitarismo, pero en cualquier caso esta idea no es desarrollada.
2. La “prueba” de Mill
Al igual que Bentham, John Stuart Mill (Glosario/Biografías: John Stuart Mill (1806-1873) filósofo y
economista inglés. Fue sometido desde la más temprana edad a un estricto régimen educativo, iniciando
estudios de griego a los tres años de edad. Mill cobró familiaridad por primera vez con el utilitarismo de
Bentham a los 15 años de edad, por medio de la exposición sistemática de Étienne Dumont (Traités de
législation civile et pénale Paris: Bossange, Masson et Besson, 1802). “La lectura de este libro”, escribió en su
Autobiografía, “fue todo un evento en mi vida”: “[a]hora tenía opiniones; un credo, una doctrina, una filosofía;
en uno de los mejores sentidos del término, una religión, cuya promoción y difusión podría formar el
principal propósito exterior de una vida.” (p. 69). Con el tiempo, y en particular luego de la crisis emocional
que sufrió al concluir su adolescencia, Mill tomó distancia de varios elementos centrales del benthamismo, en
particular de lo que a su juicio era una concepción empobrecida y limitada de la naturaleza humana y un
excesivo rol asignado al auto-interés en la explicación y predicción de la acción individual y colectiva. La
forma de utilitarismo favorecida por Mill, desarrollada en El utilitarismo (1861), se distingue por reconocer
“placeres superiores” que, aun sin ser más intensos o duraderos que otros placeres, pueden tener mayor
valor en virtud de su calidad distintiva). considera que el principio de utilidad no puede ser probado, en el
sentido estricto del término. A diferencia de su predecesor, sin embargo, Mill cree que es posible ofrecer
consideraciones capaces de constituir una prueba del principio en un sentido menos estricto del término.
Esta prueba, tal como Mill la concibe, se resume en la idea de que, como cada uno desea su propia felicidad, la
felicidad de todos es deseable. En palabras de Mill:
“La única prueba que puede proporcionarse de que un objeto es visible es el hecho de que la gente realmente
lo vea. La única prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga. Y, de modo semejante, respecto a
todas las demás fuentes de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio que es
posible presentar de que algo es deseable es que la gente, en efecto, lo desee realmente. […] No puede
ofrecerse razón ninguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la medida
en que considera que es alcanzable, desea su propia felicidad. Siendo esto, sin embargo, un hecho, contamos
no sólo con las pruebas suficientes para el caso, sino con todas las que pudiera requerir la justificación de que
la felicidad es un bien: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y la felicidad general, por
consiguiente, un bien para el conjunto de todas las personas.” (POP: Mill, Utilitarianism, cap. 4, p. 234
[Utilitarismo, pp. 94-95]).
Como se ha observado reiteradamente, sin embargo, este argumento incurre en dos errores fundamentales.
En primer lugar, el argumento asume incorrectamente un paralelismo semántico entre los términos ‘visible’ y
‘audible’, por un lado, y el término ‘deseable’, por el otro. Pero el sufijo ‘-ble’ tiene en los dos primeros
términos un significado diferente al que tiene en el último. Mientras que ‘visible’ y ‘audible’ significan ‘que
puede de ser visto’ y ‘que puede de ser oído’, ‘deseable’ significa ‘que debe ser deseado’. Del hecho de que la
felicidad sea deseada, pues, no se sigue que la felicidad sea deseable (POP: Moore, Principia ethica, secc. 40).
En segundo lugar, el argumento asume incorrectamente que la felicidad es deseable en general si cada
persona desea su propia felicidad. Pero aun si se acepta el paralelo entre ‘visible’ y ‘deseable’, sin embargo, es
claro que la inferencia de Mill es inválida. Cada una de las partes que integran un todo pueden compartir una
propiedad de la que el todo carece. Mi cuerpo está íntegramente compuesto de átomos; pero aunque cada
átomo es invisible, mi cuerpo es perfectamente visible. El argumento de Mill, pues, fracasa.
3. La analogía con la prudencia
Un argumento diferente y para muchos más convincente fue desarrollado por Henry Sidgwick
(Glosario/Biografías: Henry Sidgwick (1844-1900), filósofo y economista inglés. “El primer sistema de ética
definido al que adherí — escribió Sidgwick en el prefacio a una de sus obras — fue el utilitarismo de Mill:
encontré en esta doctrina un alivio de la presión aparentemente externa y arbitraria de las reglas morales que
me habían sido inculcadas, y que me parecían en cierto grado dudosas y confusas; y a veces, aun cuando
fueran claras, me parecían no obstante dogmáticas, irrazonables e incoherentes.” Al igual que Mill respecto de
Bentham, sin embargo, con el tiempo Sidgwick revisó varios elementos del utilitarismo milliano, y desarrolló
su propia teoría de forma brillante en el libro Los métodos de la ética—obra que varios filósofos posteriores
han descrito como “el mejor libro de ética jamás escrito.” (Véase Charles Dunbar Broad, Five types of ethical
theory, Londres: Kegan Paul, 1930, p. 143 y Derek Parfit, On what matters, manuscrito inédito.) El argumento
se vale de una analogía entre la distribución de bienes a lo largo de la vida de una misma persona y la
distribución de bienes entre distintas personas. En palabras de Sidgwick:
“[L]a mera diferencia de prioridad y posterioridad en el tiempo no es un fundamento razonable para asignar
mayor valor a […] un momento que a otro. […] un bien menor presente no debe preferirse a un bien mayor
futuro. […] Hasta ahora hemos considerado el ‘bien en su conjunto’ de un mismo individuo; pero así como
esta noción se construye comparando e integrando los diferentes ‘bienes’ que se suceden unos a otros en la
serie de nuestros estados conscientes, así también hemos formado la noción de Bien Universal comparando e
integrando los bienes de todos los seres humanos (o sensibles). Y también en este caso, como en el anterior,
considerando la relación que las partes guardan con el todo y entre sí, llegamos al principio auto-evidente de
que el bien de un individuo no es más importante, desde el punto de vista del Universo (si se me permite la
expresión), que el bien de cualquier otro. […] Me parece evidente que en cuanto ser racional debo tener como
fin el bien general […] y no meramente una de sus partes.” (POP: Henry Sidgwick, The methods of ethics, 7a
ed., Londres: Macmillan, 1907).
El argumento que Sidgwick desarrolla en este pasaje reconoce que los bienes pueden ser distribuidos tanto a
lo largo del tiempo como entre las distintas personas, y sostiene que la cuestión de distribuir bienes a lo largo
de la dimensión personal es moralmente análoga a la cuestión de distribuir bienes a lo largo de la dimensión
temporal. Ahora bien: puesto que aceptamos que no es racional asignar mayor importancia moral a un bien
por el mero hecho de ocupar una cierta posición en el tiempo, debemos también aceptar que no es racional
asignar mayor importancia moral a un bien por el mero hecho de pertenecer a una cierta persona. En
palabras de J. J. C. Smart, “si es racional para mí preferir el sufrimiento de la visita al dentista para prevenir el
sufrimiento de un dolor de muelas, ¿por qué no es racional preferir el sufrimiento de Juan, similar al de mi
visita al dentista, si esa es la única manera en que puedo impedir un sufrimiento de Pedro igual a mi dolor de
muelas?” (POP: J. J. C. Smart, 'An outline of a system of utilitarian ethics', en J. J. C. Smart and Bernard Arthur
Owen Williams, Utilitarianism: for and against, Cambridge: Cambridge University Press, 1973, p. 26
[‘Bosquejo de un sistema de ética utilitarista’, en J. J. C. Smart and Bernard Arthur Owen Williams, Utilitarismo,
pro y contra, Madrid: Tecnos, 1981]).
4. El utilitarismo como teoría mínima compartida
Una cuarta estrategia argumentativa intenta defender el utilitarismo destacando el rol que sus principios
constitutivos desempeñan en las teorías morales rivales plausibles. Al parecer, todas estas otras teorías
admiten un lugar para el consecuencialismo, el bienestarismo, el hedonismo y la aditividad. Es decir, estas
teorías aceptan que el placer es bueno para quien lo goza y el dolor malo para quien lo sufre; que la
satisfacción de intereses es algo moralmente bueno; que lo moralmente bueno participa en la determinación
de lo moralmente correcto; y que cuanto mayor sea el placer, bienestar o valor intrínseco mayor será,
respectivamente, el bienestar, valor intrínseco o corrección moral. Lo que distingue a todas estas teorías del
utilitarismo es que estas otras teorías complementan los principios del utilitarismo con otros principios
adicionales. Por ejemplo, además de sostener que el placer es bueno para quien lo experimenta, sostienen que
hay otras cosas en la vida que también son buenas. Ahora bien: esto ubica el utilitarismo en una posición
privilegiada. Pues esta teoría parece no suponer nada que las demás teorías no presupongan, mientras que
cada una de estas otras teorías supone algo no presupuesto por el utilitarismo.
Para iluminar la estructura de este argumento, supongamos que un detractor del utilitarismo desafía a un
utilitarista a que defienda su teoría. A este detractor, el utilitarista podría ofrecerle la siguiente respuesta:
“Para preferir al utilitarismo por sobre alguna otra teoría, no tengo una obligación especial de justificar mi
teoría ante quienes suscriben a teorías morales alternativas. ¿Por qué no? Porque las teorías rivales, al
incorporar los principios que integran la teoría utilitarista, reconocen ellas mismas su validez. Lo que estas
teorías deben hacer es mostrarme por qué, una vez que han aceptado estos principios, aceptan además otros
principios. Hasta que no me den un buen argumento para ir más allá del utilitarismo, tendré buenas razones
para ser utilitarista.” (POP: Cf. Peter Singer, Practical ethics, 2a ed., Cambridge: Cambridge University Press,
1993 [Ética práctica, 2a ed., Cambridge, Cambridge University Press, 1995], cap. 1).
5. Otros argumentos
Conviene mencionar brevemente otros argumentos que se han ofrecido en defensa de esta teoría, y que por
su complejidad no podemos analizar aquí en detalle.
Uno de estos argumentos ha sido desarrollado por Hare. Hare ha sostenido que un análisis lógico del lenguaje
moral revela dos propiedades esenciales que cualquier juicio debe tener para ser considerado propiamente
un juicio ético: la prescriptividad y la universalizabilidad. En opinión de Hare, cualquier sistema consistente
de enunciados que satisfaga estas dos propiedades será una forma de utilitarismo de las preferencias, pues al
decir de una acción que es moralmente correcta estoy obligado, por la lógica que gobierna el concepto de
corrección moral, a preferir esa acción en cualquier circunstancia idéntica o suficientemente similar (POP: R.
M. Hare, Freedom and reason, Oxford: Clarendon Press, 1963). Por su parte, el economista húngaro John
Harsanyi ha desarrollado un argumento que intenta derivar el principio de utilidad de la teoría de la elección
racional. Según Harsanyi, un agente racional enfrentado a una situación de elección hipotética
(Glosario/conceptos ampliatorios: Harsanyi presupone en su argumento la teoría de elección racional
llamada ‘teoría de la utilidad esperada’, según la cual un agente racional situado en condiciones de
incertidumbre elegirá aquella alternativa que maximiza su utilidad esperada. La utilidad esperada de una
alternativa es su utilidad multiplicada por su probabilidad de ocurrencia.) en la que debe elegir entre
distintas sociedades sin conocer su posición respectiva en cada una de ellas elegirá la sociedad con el mayor
bienestar total, pues es en esta sociedad que su propio bienestar esperado es máximo. Dado que, en opinión
de Harsanyi, la mejor sociedad es precisamente aquella que un agente racional elegiría bajo condiciones de
incertidumbre, se sigue que la mejor sociedad es aquella gobernada por el principio de utilidad (POP: John C.
Harsanyi, 'Cardinal utility in welfare economics and in the theory of risk-taking', Journal of political economy,
vol. 61, no. 5 (1953), pp. 434-435). Por último, el economista y filósofo inglés John Broome ha sostenido que
la teoría de la utilidad desarrollada en economía puede emplearse para representar el concepto de bien
moral. Broome intenta mostrar que este concepto satisface los axiomas de la teoría de la utilidad, y que en
consecuencia se pueden extender a la moral los teoremas de la teoría de utilidad. El resultado, nuevamente,
es una forma de utilitarismo (POP: John Broome, Weighing goods: equality, uncertainty and time, Basil
Blackwell: Cambridge, Massachusetts, 1991).
III. Objeciones al utilitarismo
Luego de haber caracterizado la teoría utilitarista y de haber pasado revista a los principales argumentos a
favor del utilitarismo, debemos examinar algunas de las objeciones que se han formulado contra los distintos
componentes de esta teoría.
1. Objeciones al consecuencialismo
El consecuencialismo parece, en abstracto, un principio sumamente plausible. ¿No es, acaso, obvio que lo que
debemos hacer depende en última instancia de la bondad o valor de los estados de cosas que podemos
materializar mediante nuestras acciones? Algunos autores (tanto defensores como críticos del utilitarismo)
han sostenido incluso que es debido al componente consecuencialista que el utilitarismo resulta prima facie
atractivo (POP: Philippa Foot, 'Utilitarianism and the virtues', Mind, vol. 94, no. 374 (1985), 196-209..) Sin
embargo, a juicio de muchos filósofos la plausiblidad intuitiva que el consecuencialismo tiene en abstracto se
reduce considerablemente cuando se consideran algunas de sus implicancias concretas.
En primer lugar, el consecuencialismo nos permite, e incluso nos obliga, a no cumplir con nuestras
promesas cuando el cumplimiento tiene malas consecuencias. Aun en aquellas situaciones en que
cumplir con lo prometido es lo que debemos hacer según un criterio consecuencialista, no es porque hemos
prometido que debemos obrar de tal manera, sino porque hacerlo es instrumentalmente eficaz en promover
el bien. La moral de sentido común, sin embargo, dice que el acto mismo de prometer es lo que genera la
obligación de cumplir, y que esta obligación subsiste aun cuando el cumplimiento no tiene buenas
consecuencias.
En segundo lugar, el consecuencialismo no parece ofrecer una justificación adecuada del castigo. Según
la teoría consecuencialista, se debe castigar si, y sólo si, el castigo promueve máxima o suficientemente las
buenas consecuencias. Como con las promesas, esto implica que debe castigarse aun a un inocente cuando
ello tiene efectos valiosos, y que, aun cuando se deba castigar al culpable, se lo debe castigar no porque
merezca ser castigado, sino simplemente porque castigarlo es una manera eficaz y económica de promover el
bien. Pero nuevamente, esta teoría contradice las intuiciones de muchos, que consideran que existe una
conexión moralmente relevante entre cometer un crimen y merecer un castigo (POP: Carlos Santiago Nino,
Etica y derechos humanos: un ensayo de fundamentación, 2 ed., Buenos Aires: Astrea, 1989).
Algunos consecuencialistas han respondido a estas objeciones expandiendo la clase de bienes y asignando
valor al cumplimiento de las promesas o al castigo de los culpables. (POP: Fred Feldman, Utilitarianism,
hedonism, and desert: essays in moral philosophy, Cambridge: Cambridge University Press, 1997; Thomas
Hurka, Virtue, vice, and value, Oxford: Oxford University Press, 2001). Así modificada, la teoría incluye entre
las buenas consecuencias el acto mismo de cumplir con lo prometido o de castigar a quien lo merece, y al
incluir estos actos entre las buenas consecuencias puede exigir a los agentes que cumplan o castiguen en
aquellos casos en que la moral de sentido común pero no el consecuencialismo tradicional lo exigirían. Y
como el acto mismo es valioso, la teoría consecuencialista puede también dar cuenta de la conexión intrínseca
y no meramente instrumental que existe entre prometer y cumplir, o entre cometer un crimen y castigar al
criminal.
Sin embargo, los críticos del consecuencialismo replican a su vez que esta teoría, aun con estas
modificaciones, no logra responder satisfactoriamente a las objeciones. Este problema queda particularmente
de manifiesto cuando las acciones que se evalúan consisten en la violación de un derecho. H. J. McCloskey ha
ilustrado esta objeción con el siguiente ejemplo. Supongamos que en un pueblo del sur de los Estados Unidos
se ha cometido una violación, y que una multitud enfurecida amenaza con destruir el pueblo a menos que se
haga justicia. Supongamos también que esta multitud sospecha, equivocadamente, que el autor del crimen es
un ciudadano negro. Según McCloskey, si el sheriff del pueblo fuera utilitarista, debería condenar y ejecutar a
este ciudadano, pues de lo contrario muchas otras personas morirían como consecuencia de los actos de
destrucción de la multitud (POP: H. J. McCloskey, 'An examination of restricted utilitarianism', Philosophical
review, vol. 66, no. 4 (1957), 466-485.). Para muchos, sin embargo, el acto de matar a un inocente es
sumamente inmoral, pues constituye una violación de sus derechos, que no pueden ser avasallados para
promover otros fines, por más nobles que éstos sean.
El consecuencialista podría reformular su teoría y asignar disvalor intrínseco a los actos de violación de un
derecho, del mismo modo en que asignó previamente valor a los actos de cumplir con lo prometido o de
castigar al culpable. Si la acción es juzgada suficientemente disvaliosa, el acto de matar al tío ya no será el
exigido por la teoría consecuencialista. Esta respuesta, sin embargo, no logra realmente eliminar el problema.
Pues imaginemos que, en otro caso, sólo asesinando a una persona inocente podrá evitarse que otras dos
personas inocentes sean asesinadas. Aquí es irrelevante cuan disvalioso sea el acto de violar el derecho a la
vida de la persona que se asesina, dado que dos asesinatos serán siempre más disvaliosos que un solo
asesinato. Una ética consecuencialista, pues, no puede proteger los derechos en todos los casos mediante el
expediente de asignar disvalor intrínseco a los actos de violación (POP: Robert Nozick, Anarchy, state, and
utopia, Nueva York: Basic Books, 1974 [Anarquía, estado, y utopía, Mé xico, Fondo de Cultura Económica,
1988]; {{4133 Schroeder 2008/ssecc. 3.3.1}}).
En tercer lugar, el utilitarismo es una teoría moral demasiado exigente. A modo de ejemplo, considérese
que, según cálculos del filósofo Peter Unger, es posible salvar la vida de un niño en África donando doscientos
dólares a UNICEF. (POP: Peter K. Unger, Living high and letting die: our illusion of innocence, Nueva York:
Oxford University Press, 1996). Parece difícil negar que el bienestar que el niño gana al no morir (y vivir,
digamos, otros 50 ó 60 años) supera con creces el bienestar que yo podría ganar si gastase esa suma de
alguna otra manera. El utilitarismo, por tanto, me exige donar los 200 dólares. Pero una vez que he efectuado
la donación, debo donar nuevamente si, como antes, el beneficio que puedo producir en otros donando esa
suma, supera los beneficios que puedo obtener para mí mismo. El problema es que sólo una vez que he
donado casi todo mi dinero y he reducido mi situación a una situación similar a la del niño en África podré
alegar, plausiblemente, que gastar 200 dólares en mí mismo producirá un mayor beneficio que gastar esa
suma en alguna otra persona, o grupo de personas. A muchos esta conclusión les ha parecido absurda. ¿Cómo
es posible que la moral me exija tanto? ¿Cómo puede ser que para vivir una vida moral deba convertirme en
un santo (POP: Susan Wolf, 'Moral saints', Journal of philosophy, vol. 79, no. 8 (1982), 419-439.)?
Algunos autores utilitaristas han intentado responder a esta dificultad rechazando las versiones
maximizadoras de la teoría y adoptando en su lugar versiones satisfaccionistas. Como hemos visto, estas
versiones de la teoría son menos exigentes, dado que no condenan toda acción que cae por debajo del óptimo.
Para ser moralmente correcta, basta con que el estado de cosas al que la acción da lugar sea suficientemente
bueno, aun cuando no sea máximamente bueno. El utilitarista satisfaccionista podría entonces replicar que,
provisto que haga suficiente para ayudar a los pobres del mundo, él estará actuando conforme a las
exigencias del principio de utilidad.
Otros autores utilitaristas, en cambio, han simplemente negado la fuerza de la objeción. ¿Por qué suponer que
la moral no genera deberes tan exigentes? Peter Singer, tal vez el más prominente filósofo utilitarista
contemporáneo, imagina un ejemplo que podemos adaptar de la siguiente manera. (POP: Peter Singer,
'Famine, Affluence, and Morality', Philosophy and Public Affairs, vol. 1, no. 1 (1972), pp. 229-243 [‘Hambre,
opulencia y moralidad’, en Desacralizar la vida humana: ensayos sobre ética, Madrid, Cá tedra, 2003]).
Supongan ustedes que deciden salir de compras al Paseo Alcorta (un shopping center de la ciudad de Buenos
Aires). Luego de gastar bastante plata en un lindo pantalón, deciden pasear un rato por los bosques de
Palermo. Pero mientras caminan cerca de uno de los lagos, advierten que un niño se ahoga, y que no hay
ninguna otra persona en las cercanías capaz de salvarlo. Ustedes pueden salvarlo, pero a costa de arruinar el
nuevo pantalón. ¿Tienen la obligación moral de salvarlo? ¿O tienen permiso para seguir de largo y dejar morir
al niño? Después de todo, el pantalón les puede salir tan caro como el cheque a UNICEF. Si el costo de la acción
les da permiso en un caso para no donar el dinero, ¿no les da también permiso para no arruinar el pantalón?
La moraleja que debemos extraer de ejemplos como este, a juicio de Singer, es que la moral nos puede exigir
que realicemos acciones que son costosas, y que consiguientemente el hecho de que el utilitarismo nos exija
tanto no es en sí misma una razón para rechazar esta teoría.
2. Objeciones al bienestarismo
Al igual que el consecuencialismo, el bienestarismo parece, a primera vista, un principio plausible. Pocos
ponen en duda que el bienestar de las personas es moralmente relevante. Sin embargo, este principio
también ha sido objeto de críticas. Una objeción concierne la clase de sujetos morales que el
bienestarismo incluye o excluye.
En primer lugar, se ha objetado que este principio excluye a entidades que poseen valor moral, como los
ecosistemas. Los utilitaristas responden que las entidades en cuestión pueden ser valiosas instrumental o
extrínsecamente, pero que es incorrecto asignarles valor intrínseco. La destrucción de un ecosistema puede
así ser condenada por afectar los intereses de seres humanos o no humanos, ya sea por reducir el abasto de
recursos necesarios para su subsistencia o por privarlos del placer estético que les proporciona la
contemplación de la naturaleza. Pero en sí misma la destrucción de tales entidades no parece algo disvalioso,
dado que al margen de estas otras criaturas sensibles, no hay nadie que sufre cuando un ecosistema se
destruye. (Glosario/conceptos ampliatorios: Moore, sin embargo, ha defendido una forma de “utilitarismo
ideal”, que rechaza tanto el hedonismo como el bienestarismo. De acuerdo con Moore, para determinar si un
objeto tiene valor intrínseco debemos someterlo a la “prueba del aislamiento”, imaginando un universo en el
que solamente existe el objeto en cuestión. A juicio de Moore, si sometemos ciertos objetos bellos a la prueba
del aislamiento, podemos ver que estos objetos, que no poseen intereses, poseen no obstante valor intrínseco.
Moore ofrece el siguiente ejemplo: “imaginemos un mundo sumamente hermoso. Imaginémoslo tan hermoso
como podamos; pongamos en él aquellas cosas que más admiramos—montañas, ríos, el mar; árboles, puestas
de sol, estrellas y la luna. Imaginemos todas estas cosas combinadas en las proporciones más exquisitas, de
suerte que ninguna está en discordia con las demás, sino que por el contrario cada una contribuye a la belleza
del todo. E imaginemos luego el mundo más horrible que pueda concebirse. Imaginemos simplemente una
pila de basura, que contiene todo lo que más nos disgusta, por cualquier razón, y el todo, en la medida de lo
posible, sin ningún aspecto favorable. […] Lo único que no debemos imaginar es que algún ser humano fue o
será capaz de vivir en alguno de estos mundos, que podrá ver y gozar la belleza de uno de ellos y despreciar la
fealdad del otro.
Pues bien, suponiendo así que ninguno de estos dos mundos puede ser objeto de
contemplación por parte de algún ser humano, ¿es acaso irracional sostener que es mejor que exista el mundo
bello en lugar del mundo feo? Véase Moore, Principia ethica, secc. 50).
En segundo lugar, se ha objetado que el principio incluye a seres que no poseen valor moral, como ciertos
animales no humanos. Aquí los utilitaristas enfatizan la aparente arbitrariedad de incluir o excluir a un ser del
grupo de sujetos dignos de consideración moral por pertenecer a tal o cual especie. Después de todo, la
diferencia específica entre un miembro de la especie homo sapiens y un miembro de alguna otra especie
radica en su estructura cromosómica. Esta estructura microscópica no parece tener, como tal, ninguna
relevancia moral (POP: Peter Singer, Animal liberation, 2a ed., Nueva York, N.Y.: Random House, 1990
[Liberación animal, Madrid, Trotta, 1999]). Por el contrario, la importancia que se asigna a la pertenencia a
una determinada especie parece ser producto de un prejuicio similar al que, durante mucho tiempo, indujo a
muchos a asignar importancia moral a la pertenencia a una determinada raza u a un determinado sexo. Pero
así como rechazamos el racismo y el sexismo, debemos también, en opinión de los bienestaristas, rechazar el
especismo. (Glosario/conceptos ampliatorios: El término ‘especismo’ fue acuñado en inglés por Richard D.
Ryder en un panfleto impreso en 1970 y popularizado por Peter Singer en su libro Liberación animal,
publicado unos años más tarde).
Por otra parte, si el crítico no apela a la especie como tal, sino a ciertos rasgos aparentemente distintivos del
ser humano, como la racionalidad o el lenguaje, el utilitarista puede responder que estas capacidades o bien
no son poseídas por todos los miembros de la especie, o bien son poseídos por algunos miembros de otras
especies. Aun si se ignora el caso de los bebés y las personas seniles — de quienes podría decirse o bien que
desarrollarán la capacidad en cuestión o bien que la desarrollaron antes de haberla perdido — se podría
mencionar el caso de las personas con graves discapacidades mentales, que nunca pudieron ni podrán
razonar o hablar. Los utilitaristas enfatizan que sería sumamente inmoral excluir a estas personas de la
comunidad moral por el mero hecho de carecer de estas capacidades. En tal caso, sin embargo, el objetor ya
no puede argumentar que, por carecer de estas capacidades, un animal no humano debe ser excluido de la
esfera de consideración moral.
3. Objeciones al hedonismo
Si bien casi todos los filósofos coinciden en que el placer es bueno para quien lo experimenta, muchos niegan
enfáticamente que sea el único elemento constitutivo del bienestar. Un primer argumento en apoyo de
esta objeción fue desarrollado originalmente por Robert Nozick en la forma de un pintoresco experimento
mental:
“Suponga usted que hubiera una máquina de las experiencias capaz de ofrecerle cualquier experiencia que
usted deseara. Neuropsicólogos de primer nivel podrían estimular su cerebro de tal manera que usted
pensaría y sentiría que escribe una gran novela, que se hace un nuevo amigo o que lee un libro interesante.
Durante todo este tiempo usted estará flotando en un tanque, con electrodos en su cerebro. ¿Debería usted
conectarse a la máquina, programando por anticipado las experiencias de su vida?” (POP: Robert Nozick,
Anarchy, state, and utopia, Nueva York: Basic Books, 1974 [Anarquía, estado, y utopía, Mé xico, Fondo de
Cultura Económica, 1988], cap. 3).
La lección que, según Nozick, debemos extraer de este ejemplo es que hay otras cosas valiosas en la vida
además del placer, o más generalmente, de las experiencias conscientes. Parece que también nos importa
hacer ciertas cosas o ser cierto tipo de persona, y que no basta con experimentar la sensación subjetiva
correspondiente.
Un segundo argumento contra el hedonismo objeta a este principio que las experiencias que el hedonista
valora no poseen todas una propiedad fenoménica común, y que, en consecuencia, el valor de tales
experiencias no puede radicar meramente en su fenomenología subjetiva. Como el filósofo inglés Derek Parfit
observa, “los placeres de satisfacer una sed o un deseo sexual intenso, de escuchar música, de resolver un
problema intelectual, leer una tragedia o saber que nuestro hijo es feliz no contienen ninguna cualidad
distintiva común.” (POP: Derek Parfit, Reasons and persons, Oxford: Clarendon press, 1984 [Razones y
personas, Boadilla del Monte, Madrid, A. Machado, 2004], apéndice I). A la luz de esta objeción, muchos
hedonistas contemporáneos han adoptado un hedonismo diferente, de acuerdo con el cual lo que unifica los
distintos placeres no es el producir la misma sensación subjetiva, sino el ser objeto de cierta actitud positiva
por parte de quien los experimenta. Así, el placer sexual puede no tener nada en común con el placer
intelectual, excepto el hecho de que en ambos casos el sujeto los desea o prefiere (POP: Henry Sidgwick, The
methods of ethics, 7a ed., Londres: Macmillan, 1907).
Esta versión del hedonismo, sin embargo, parece colapsar en una versión de las teorías subjetivas sobre el
bienestar que hemos considerado en un apartado anterior. En efecto, una experiencia no posee ya valor a
menos que quien la experimenta tenga hacia ella una actitud subjetiva; la experiencia, como tal, no es valiosa.
Por esta razón, muchos utilitaristas han decidido abandonar el hedonismo por completo, y abrazar en su
lugar una forma de subjetivismo que valora aquello que la persona prefiere, sea o no un estado mental. Esta
reformulación de la teoría permite responder, a su vez, a la primera objeción, formulada por Nozick. Pues
ahora el utilitarista puede replicar que si la persona desea escribir un libro y no meramente tener la
experiencia de escribirlo, carece de razones para conectarse a la máquina de las experiencias (POP: L. Wayne
Sumner, Welfare, happiness, and ethics, Nueva York: Oxford University Press, 1996).
Esta variante de la teoría es la que hemos llamado ‘utilitarismo de las preferencias’, en contraposición al
utilitarismo hedonista favorecido por los utilitaristas clásicos. En la actualidad, la mayoría de los utilitaristas
adhieren a una forma de utilitarismo de las preferencias, aunque algunos todavía prefieren la versión
hedonista favorecida por Bentham, Mill y Sidgwick (Glosario/conceptos ampliatorios: ¿Cómo responden los
utilitaristas hedonistas contemporáneos a las dos objeciones mencionadas? Consideremos primero la
segunda objeción. Los utilitaristas hedonistas responden que, contrariamente a las apariencias, las distintas
experiencias placenteras de hecho comparten una textura subjetiva común (Véase Stuart Rachels, 'Is
unpleasantness intrinsic to unpleasant experiences?', Philosophical studies, vol. 99, no. 2 (2000), pp. 187-210).
En defensa de esta postura, algunos invocan experimentos recientes en neurociencia, que muestran que dos
placeres intuitivamente muy distintos como el placer físico y el placer social involucran ambos la activación
de las mismas áreas cerebrales, lo que sugiere que comparten ambos una misma fenomenología (Véase
Naomi I. Eisenberger and Matthew D. Lieberman, 'Why it hurts to be left out: the neurocognitive overlap
between physical and social pain', en Kipling D. Williams, Joseph P. Forgas and William von Hippel (eds.), The
social outcast: ostracism, social exclusion, rejection, and bullying, Psychology Press: Nueva York, 2005, pp. 109127). En cuanto a la primera objeción, son varias las respuestas que se han dado: se ha puesto en duda que
todos o la mayoría se negarían a conectarse; se ha sostenido que nuestra renuencia a conectarnos carece de
relevancia moral por ser fruto de un sesgo a favor del status quo; y se ha destacado que aun si el ejemplo de
Nozick nos ofrece razones para rechazar el hedonismo, estas razones deben sopesarse con las demás razones
a favor de esta teoría. Para una discussion detallada de estas y otras cuestiones relacionadas, véase Matthew
Silverstein, 'In defense of happiness: a response to the experience machine', Social theory and practice, vol. 26,
no. 2 (2000), 279-300.; Eduardo Rivera-López, 'Are mental state welfarism and our concern for non-
experiential goals incompatible?', Pacific philosophical quarterly, vol. 88, no. 1 (2007), 74-91.; Felipe De
Brigard, ‘If you like it, does it matter if it’s real?’, Philosophical psychology, en prensa.)
4. Objeciones a la aditividad
Tal vez la objeción más frecuentemente dirigida al utilitarismo es la de que no respeta el carácter distinto y
separado de las personas. Esta objeción fue formulada originalmente por John Rawls en su influyente obra
Una teoría de la justicia:
“La forma más natural […] de arribar al utilitarismo […] consiste en adoptar para la sociedad en su conjunto el
principio de elección racional para una persona individual. […] Este enfoque de la cooperación social resulta
de extender a la sociedad el principio de elección de una única persona, y luego, para lograr que esta
extensión funcione, subsumir todas las personas en una sola mediante los actos de imaginación de un
espectador simpatético imparcial. El utilitarismo no se toma seriamente la distinción entre las personas.”
(POP: John Rawls, A theory of justice, Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1971 [Teoría de la
justicia, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1979], secc. 5).
Aunque la formulación de Rawls es oscura y no hay acuerdo entre los expertos sobre qué es exactamente
este presunto carácter “separado” de las personas y en qué sentido ignora el utilitarismo esta supuesta
separación (POP: R. M. Hare, 'A utilitarian approach', en Helga Kuhse and Peter Singer (eds.), A companion to
bioethics, Oxford: Blackwell, 1998, pp. 83), en una lectura plausible la objeción puede entenderse como una
respuesta al argumento de Sidgwick y Smart que consideramos con anterioridad. Como vimos, para estos
autores el utilitarismo resulta de asimilar la agregación de bienes a lo largo del tiempo o la agregación de
bienes entre las distintas personas. La objeción de Rawls, pues, consiste en negar esta asimilación, y
reconocer que la dimensión personal tiene un status moral diferente al de la dimensión temporal (POP: cf.
John Broome, Weighing goods: equality, uncertainty and time, Basil Blackwell: Cambridge, Massachusetts,
1991, pp. 43-44). Es esta asimetría la que explica la diferencia moral entre la compensación intertemporal y la
compensación interpersonal en el ejemplo de Smart.
Pero, ¿por qué suponer que existe tal asimetría? ¿Qué razones hay para creer que la distribución a lo largo del
tiempo es moralmente diferente de la distribución entre las distintas personas? La respuesta a esta pregunta
parece ser la siguiente. Si una persona sufre un mal en un cierto momento, y esa misma persona goza un bien
mayor en otro momento, es posible decir que el haber sufrido ese mal y ese bien es, en su conjunto, bueno
para la persona. Pero cuando la persona que sufre el mal no es la misma persona que goza el bien, no hay
nadie para quien el goce y el sufrimiento sean buenos; lo único que puede decirse es que el goce es bueno
para una persona, y el sufrimiento es malo para la otra. Como observa Robert Nozick: “[n]o hay una entidad
social con un bien que sufra un sacrificio para su propio bien. Lo único que hay son personas individuales,
personas individuales diferentes, con sus propias vidas individuales.” (POP: Robert Nozick, Anarchy, state,
and utopia, Nueva York: Basic Books, 1974 [Anarquía, estado, y utopía, Mé xico, Fondo de Cultura Econó mica,
1988], cap. 3).
Una posible réplica del defensor de la aditividad es señalar que cualquier teoría moral plausible acepta, al
menos implícitamente, que pueden agregarse los bienes y males de distintas personas para justificar una
acción o decisión. Por ejemplo, no hace falta ser utilitarista para reconocer que, ante el dilema de rescatar a
una persona o rescatar en su lugar a otras cinco, uno debe salvar a las cinco (POP: Derek Parfit, 'Innumerate
ethics', Philosophy and public affairs, vol. 7, no. 4 (1978), pp. 285-301). Pero la única justificación de esta
prescripción parece ser que es mejor rescatar a cinco personas que rescatar a una sola. Esta afirmación, sin
embargo, presupone que es posible sumar bienes entre distintas personas (POP: Alastair Norcross, 'Two
dogmas of deontology: aggregation, rights, and the separateness of persons', Social philosophy & policy, vol.
26, no. 1 (2009), pp. 76-95). El crítico, pues, no puede rechazar el principio de aditividad por violar el
presunto carácter separado y distinto de las personas sin rechazar también su propia teoría.
IV. Utilitarismo y bioética
Dado que hay diversas formas de utilitarismo, no existe una postura unívoca que todos los utilitaristas
mantienen sobre cada uno de los problemas en bioética. Sin embargo, es posible discernir ciertos elementos
comunes que distinguen el enfoque utilitarista en cuestiones de bioética de los demás enfoques rivales. A
grandes rasgos, el enfoque utilitarista se distingue por asignar relevancia a las consecuencias de las acciones
y decisiones en el bienestar de las personas afectadas y restar importancia al tipo de acción del que resultan
tales consecuencias. Entre los principales defensores del enfoque utilitarista en bioética, podemos mencionar
a Singer, Julian Savulescu, Helga Kuhse y John Harris (Peter Singer, Rethinking life & death: the collapse of
our traditional ethics (Nueva York: St. Martin's Press, 1995) [Repensar la vida y la muerte: el derrumbe de
nuestra ética tradicional, Barcelona: Paidó s, 1997], cap. 5; John Harris, Clones, genes, and immortality: ethics
and the genetic revolution, Oxford: Oxford University Press, 1998 [Superman y la mujer maravilla, Madrid:
Tecnos, 1998]; Helga Kuhse, The sanctity-of-life doctrine in medicine: a critique, Oxford: Clarendon Press,
1987; Julian Savulescu, 'Bioethics: utilitarianism', en Encyclopedia of life sciences, 2006). Consideraremos, a
continuación, tres problemas en bioética e ilustraremos, en cada caso, los rasgos comunes y distintivos del
enfoque utilitarista.
Aborto
Al considerar el debate ético y político sobre el aborto, es común distinguir entre posturas pro choice, o a
favor de la elección, y posturas pro life, o a favor de la vida. Independientemente de los problemas
conceptuales y teóricos que puedan objetársele, la distinción nos sirve para poner en relieve las
peculiaridades del modo en que los utilitaristas encaran la cuestión de la moralidad del aborto.
Consideremos el siguiente argumento (POP: cf. Singer, Rethinking life & death [Repensar la vida y la muerte],
cap. 5):
1.
Destruir una vida humana inocente es moralmente incorrecto.
2.
El embrión o feto es, desde la concepción, un ser humano vivo e inocente.
Por lo tanto,
3.
Destruir un embrión o feto es moralmente incorrecto.
Este argumento es lógicamente válido: necesariamente, si las premisas son verdaderas, la conclusión también
lo es. Los defensores de la postura pro life suelen invocar este argumento para condenar el aborto, que
implica obviamente la destrucción del embrión o feto abortado. Para resistir la conclusión, los defensores de
la postura pro life suelen negar la segunda premisa del argumento, sosteniendo que el embrión o feto no es un
ser humano, o un ser vivo, desde el momento de la concepción. Ambas posturas, sin embargo, aceptan la
primera premisa: tanto para la postura a favor de la vida como para la postura a favor de la elección, es
moralmente incorrecto destruir una vida humana inocente.
En contraposición con ambas posturas, la postura utilitarista niega la primera de las dos premisas. Para los
utilitaristas, la vida humana, en cuanto tal, no posee valor moral. Lo que los utilitaristas valoran, como vimos,
es el bienestar (ya sea que se lo conciba en términos hedonistas, como el goce de buenas experiencias, o en
términos preferencialistas, como la satisfacción de preferencias). Como observó Mill: “no es […] la vida
humana como tal que debemos considerar sagrada, sino los sentimientos humanos. Es la capacidad humana
de sufrir lo que debemos respetar, no la mera capacidad de existir.” (POP: John Stuart Mill, ‘Capital
Punishment’ [21 de abril de 1868], en The collected works of John Stuart Mill (Toronto: University of Toronto
Press, 1963-1991, vol. 28, p. 270). Los utilitaristas, pues, adoptan un enfoque que difiere tanto del enfoque
pro life como del enfoque pro choice. Que el utilitarista considere o no moralmente permisible el aborto
dependerá del modo en que esta práctica reduce o incrementa el bienestar de las personas afectadas, y no del
presunto derecho a la vida del embrión o feto (como sostiene la postura pro life) o del presunto derecho a la
elección de la madre o los padres (como sostiene la postura pro choice).
Ahora bien: ¿cuál es el bienestar que el utilitarista debe considerar para determinar el status moral del
aborto? Aquí debe distinguirse el presunto bienestar del embrión del bienestar de la persona a la que ese
embrión daría lugar. Al menos en sus etapas iniciales de desarrollo, el embrión no es un sujeto capaz de sentir
placer o dolor ni de formar preferencias. Por esta razón, el embrión no es, propiamente hablando, un sujeto
moral. El ser adulto que evolucionará a partir de ese embrión si no se lo destruye, por el contrario, será
indudablemente una criatura con intereses propios. Si se incluyen los intereses de esta persona futura, la
comparación relevante debería trazarse entre el bienestar del que esta persona gozaría si no se abortase el
embrión del que evolucionará, por un lado, y el bienestar de los padres o tal vez del entorno familiar más
amplio, por el otro. En tal caso, el aborto parece difícil de justificar, dado que el posible impacto negativo que
el aborto tendría en las personas presentes difícilmente se compare al bienestar neto que la persona futura
gozaría a lo largo de su vida. De hecho, ni siquiera es claro que los padres, de no abortar, serán a la larga
menos felices que de haber abortado.
Algunos utilitaristas, no obstante, han defendido la permisibilidad del aborto sobre la base de que los padres
que deciden abortar probablemente decidirán, en el futuro, tener un hijo voluntariamente, que no tendrían si
se obliga a la madre a continuar con el embarazo. En consecuencia, la comparación no es ya meramente entre
el bienestar del embrión o feto vis-à-vis el bienestar de sus padres, sino que esta comparación debe incluir
además el bienestar del niño que habría nacido en el futuro si el embrión presente es abortado. Y hay buenas
razones para suponer tanto que el bienestar de este niño sería mayor al de su predecesor como que el
bienestar de los padres sería mayor si tienen al hijo cuando prefieren tenerlo que como resultado de un
embarazo accidental.
Este argumento, sin embargo, tiene una obvia limitación: la decisión de abortar en el presente y la decisión de
tener un hijo en el futuro no siempre muestran la relación de dependencia presupuesta. Hay parejas que
prefieren no tener hijos nunca; y hay otras parejas que deciden tener hijos voluntariamente con
independencia de haber tenido antes hijos accidentalmente. En ambos casos, parece que el utilitarista debe
concluir que el aborto es moralmente incorrecto, ya que la decisión de abortar reduce el bienestar total, aun
si se incluyen en el cálculo de bienestar los efectos futuros de esa decisión.
Ahora bien: ¿por qué circunscribir el argumento al caso específico del aborto? Si en términos utilitaristas el
aborto no debe permitirse, al menos en ciertos casos, debido al mayor bienestar que produciría el continuar
con el embarazo, ¿no podría decirse también que los padres, además de tener un deber de no abortar, tienen
también un deber de concebir? La respuesta a esta pregunta parece ser positiva. En la medida en que el
argumento obliga a la mujer a continuar con el embarazo, el argumento también la obliga a quedar
embarazada. La mayoría de los utilitaristas, sin embargo, rechazan esta conclusión; y precisamente por esta
razón niegan que el aborto sea, al menos comúnmente, moralmente incorrecto.
Una primera estrategia para negar esta conclusión consiste en adoptar una forma de bienestarismo según la
cual los sujetos actualmente existentes y los sujetos que posiblemente existirán en el futuro contribuyen
desigualmente al valor moral del estado de cosas que los incluye. Singer, por ejemplo, defiende lo que
denomina la concepción de la existencia previa, que a diferencia de la concepción total, sólo asigna valor moral
al bienestar de las personas que existen con anterioridad a la acción cuya moralidad se juzga. De este modo,
los intereses de la futura persona que resultará del embrión o del feto no deben tenerse en cuenta, pues esta
persona – a diferencia de sus padres – todavía no existe. (Glosario/conceptos ampliatorios: Al decir que la
persona todavía no existe, lo que se quiere decir es que todavía no existe un sujeto moral, es decir, un ser
capaz de tener intereses. Hay, por supuesto, un sentido del término ‘persona’ que significa ‘ser humano’, y en
ese sentido es claro que existe una persona desde la concepción. Pero en el sentido moralmente relevante del
término, la persona sólo aparece cuando el embrión o feto alcanza el estado de desarrollo necesario para
tener experiencias o formar preferencias). Sus intereses futuros, en consecuencia, no pueden invocarse para
justificar la prohibición del aborto (POP: Peter Singer, Practical ethics, 2a ed., Cambridge: Cambridge
University Press, 1993 [Ética práctica, 2a ed., Cambridge, Cambridge University Press, 1995], cap. 4).
Una estrategia alternativa niega la conclusión invocando la distinción entre criterio de corrección y
procedimiento de decisión que mencionamos en una sección previa. Como allí vimos, aceptar que la acción
correcta es aquella que promueve máximamente la felicidad no implica actuar todo el tiempo con la intención
de promover este fin. Por el contrario, parece que para ser felices las personas requieren de una cierta esfera
protegida para actuar con relativa libertad y sin la constante presión de tener que actuar permanentemente
del mejor modo posible. Cuando este principio general se aplica al caso específico del aborto, la consecuencia
es que debe otorgarse a las personas un mínimo de libertad reproductiva, que incluye la libertad para
concebir y abortar, al menos en casos normales. La alternativa de exigir a cada persona que tenga tantos hijos
como sea posible producirá mayor bienestar al producir más seres humanos, pero también mayor malestar
en los destinatarios de tal exigencia.
Eutanasia
La postura utilitarista en torno a la eutanasia también difiere considerablemente de las posturas alternativas
que han defendido o atacado esta práctica. Los defensores de la eutanasia por lo general apelan al derecho que
tiene la propia persona a decidir sobre su propia vida. Este derecho se funda, de algún modo u otro, en el
principio según el cual una acción que es consentida por quien padece sus consecuencias es permisible aun
cuando la persona que consiente resulte dañada o perjudicada por su realización. Por supuesto, este principio
exige que el consentimiento se preste con el conocimiento y la autonomía suficientes, y como tal excluye a los
menores de edad y a los deficientes mentales, así como también a las personas en estado de senilidad
avanzada que no han expresado su voluntad por escrito con anterioridad a la pérdida de sus facultades
mentales. Pero provisto que estos requisitos se satisfagan, para este enfoque no es posible tildar de incorrecta
una acción dañosa cuando los daños son consentidos por quien los padece.
Por otra parte, el enfoque utilitarista también contrasta con el que favorecen los opositores de la eutanasia.
Aquí por lo general se apela a dos distinciones que se juzgan moralmente significativas. Por un lado, se apela a
la distinción entre matar y dejar morir para sostener que, si bien el médico puede dejar morir a un paciente
en estado terminal, no puede tomar medidas activas para quitarle la vida. Por otro lado, se apela a la
distinción entre daños intencionales y daños previstos pero no intencionales (el llamado “principio del doble
efecto”) para sostener que, aun cuando el médico pueda tomar medidas activas para quitar la vida a un
paciente, la muerte resultante debe ser un efecto colateral o secundario de una decisión que se toma por
razones independientes y moralmente aceptables (por ejemplo, un médico puede suministrar opioides a un
paciente en condición terminal con la intención de calmar su dolor intenso, aun si el paciente muere como
consecuencia previsible pero no intencional de la alta dosis suministrada).
El enfoque utilitarista rechaza ambos enfoques. Por un lado, rechaza el enfoque de quienes apelan al
consentimiento de la persona, ya que para el utilitarismo el status moral de una acción depende por igual del
bienestar de todas las personas afectadas, consientan o no a su realización. (Recordemos que el utilitarismo,
en su forma aceptada actualmente, es una teoría universalista, que incluye entre los sujetos morales a todas
las personas capaces de experimentar placer o dolor o de formar preferencias que pueden ser satisfechas o
frustradas.) Por el otro lado, el utilitarista rechaza el enfoque de quienes apelan a las distinciones
mencionadas, ya que éstas carecen de relevancia intrínseca: no importa que una muerte se produzca por
acción u omisión, o que sea o no intencional; lo que importa son las consecuencias que resultan de la
conducta.
Al considerar la postura utilitarista sobre el aborto vimos que para algunos utilitaristas, como Singer, el
bienestar de las personas que todavía no existen no debe tenerse en cuenta al determinar el status moral de
una acción. Por esta razón, este grupo de utilitaristas no ve, por lo general, nada malo con el aborto. Sin
embargo, esta línea de argumentación no puede aplicarse al caso de la eutanasia, pues aquí de lo que se trata
no es de crear una persona que todavía no existe, sino de destruir una persona que ya existe. El bienestar de
esta persona, por consiguiente, debe tenerse en cuenta en el cálculo de utilidad. Y dado que es esta la persona
primariamente afectada por la decisión de morir, la permisibilidad de la eutanasia dependerá en gran medida
del bienestar que la persona habría tenido si, en lugar de morir, hubiera continuado con vida.
Tanto el utilitarismo hedonista como el utilitarismo de las preferencias parecen coincidir en que, al menos en
la gran mayoría de los casos, no es esperable que la persona que expresa un deseo persistente de morir vaya a
tener un nivel de bienestar que justifique su existencia continuada. Para justificar esta conclusión, los
utilitaristas hedonistas suelen invocar el célebre principio –defendido por John Stuart Mill- (POP: John Stuart
Mill, On Liberty [1859], en John M. Robson (ed.), The collected works of John Stuart Mill (Toronto: University of
Toronto Press, 1963-1991, vol. 18, pp. 213-310. [Sobre la libertad, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes,
2009], cap. 5; John Stuart Mill, Principles of Political Economy [1848], en John M. Robson (ed.), The collected
works of John Stuart Mill (Toronto: University of Toronto Press, 1963-1991 [Principios de economía política,
México, Fondo de Cultura Económica, 1943], libro 5, cap. 11, secc. 5.) de que el individuo es generalmente el
mejor juez de sus propios intereses, tanto por estar más familiarizado consigo mismo como por tener un
incentivo especial para conocer lo que es bueno para sí mismo. De modo que si la persona tiene un deseo de
morir que continúa a lo largo del tiempo y este deseo está fundado en su propio juicio de que no vale la pena
seguir viviendo, es probable que la persona esté en lo cierto aun si otros tienen la opinión contraria (POP: cf.
Peter Singer, 'Voluntary euthanasia: a utilitarian perspective', Bioethics, vol. 17, no. 5-6 (2003), pp. p. 530).
El utilitarista de las preferencias, por su parte, no apela a esta premisa empírica, sino al simple hecho de que,
si la persona prefiere morir, impedirle que lo haga comporta en sí mismo una frustración de una preferencia
y es, como tal, moralmente disvalioso. Por supuesto, el crítico podría objetar que la frustración de esta
preferencia debe balancearse con la satisfacción de las preferencias que resultarían satisfechas si la persona
continuase con vida. Pero a esta objeción el utilitarista podría replicar que si la preferencia por morir es
persistente e intensa — como generalmente lo es en los casos de eutanasia cuya legalidad es objeto de debate
público y como exigen que sea los pocos países en donde actualmente esta práctica es legal —, la vida
continuada de la persona supondrá la frustración de preferencias numerosas e importantes. En este caso ya
no es plausible suponer que, cuando se incluyen estas preferencias frustradas junto a las otras preferencias
satisfechas, el resultado sea un saldo positivo de bienestar.
Experimentación animal
Como hemos visto, para el utilitarismo el valor moral de un estado de cosas depende exclusivamente del
bienestar de los sujetos que lo integran. Pero, ¿quiénes son estos sujetos? Ya consideramos esta cuestión al
examinar el principio bienestarista y al discutir la moralidad del aborto. Allí vimos que el status moral del
embrión, considerado como un ser presente y no futuro, depende de su capacidad de sentir placer y dolor o
de tener preferencias pasibles de ser satisfechas o frustradas, y que en consecuencia el ser humano en los
primeros meses del embarazo, al ser incapaz de sentir o preferir, no es como tal un sujeto moral. La
contracara de este principio es que hay seres no humanos que sí poseen estas capacidades y que, en
consecuencia, merecen igual consideración moral. En un elocuente pasaje, Bentham resume la postura
utilitarista sobre esta cuestión del siguiente modo:
“Es posible que llegue el día en que el resto de la creación animal logre adquirir aquellos derechos que sólo
podrían haberles sido arrebatados por la mano de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que el color de
la piel no es una razón válida para abandonar a un ser humano al capricho de un tirano. ¿Se reconocerá
alguna vez que el número de patas, la rugosidad de la piel o la terminación del hueso sacro constituyen
razones igualmente insuficientes para abandonar a una criatura sensible a una suerte similar? ¿Qué otra
propiedad podría trazar la línea insuperable? ¿Es acaso la facultad de la razón o, tal vez, la facultad del habla?
Pero un caballo o un perro adultos son incomparablemente más racionales y comunicativos que un niño de
un día, una semana o incluso un año. Pero supongamos que no fuera así; ¿de qué serviría? La cuestión no es,
¿pueden razonar? Ni tampoco, ¿pueden hablar? Sino, ¿pueden sufrir?” (POP: Jeremy Bentham, An introduction
to the principles of morals and legislation [1789], en J. H. Burns y H. L. A. Hart, eds., Oxford: Clarendon Press,
1996 [Los principios de la moral y la legislación, Buenos Aires, Claridad, 2008], cap. 17, secc. 4, n. 1; cf. cap. 5,
secc. 10 y cap. 6, secc. 22).
Salvo raras excepciones, (Glosario/conceptos ampliatorios: En nuestro país, el juez utilitarista Martín Diego
Farrell ha calificado la preocupación por el bienestar de los sujetos no-humanos de “extraño escapismo”,
aunque no ha ofrecido ninguna razón para justificar tal afirmación. Véase Martín Diego Farrell, Utilitarismo:
ética y política (Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1983).), los utilitaristas han incluido desde entonces a los
animales no humanos entre la clase de sujetos moralmente relevantes. Este es el caso de Mill, Sidgwick,
Singer, Smart, Hare, James Rachels, Richard Ryder, Timothy Sprigge y Alastair Norcross (Glosario/concepto
ampliatorio: Véase: John Stuart Mill, Utilitarianism [1861] en John M. Robson (ed.), The collected works of John
Stuart Mill (Toronto: University of Toronto Press, 1963-1991, vol. 10, p. 204 [El Utilitarismo, Madrid: Alianza,
1984, p. 58]; Henry Sidgwick, The elements of politics, 1a ed., Londres: Macmillan, 1891; Peter Singer, Animal
liberation, 2a ed., Nueva York, N.Y.: Random House, 1990 [Liberación animal, Madrid, Trotta, 1999]; Richard
D. Ryder, Victims of science: the use of animals in research, Londres: Davis-Poynter, 1975; J. J. C. Smart, Ethics,
Persuasion and Truth, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1984, p. 134; T. L. S. Sprigge, The rational foundations
of ethics, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1987; James Rachels, Created from animals: the moral implications
of Darwinism, Oxford: Oxford University Press, 1990; R. M. Hare, ‘Why I am Only a Demi-Vegetarian’, en Essays
on Bioethics, Londres: Oxford University Press, 1993; Alastair Norcross, 'Animal experimentation', en Bonnie
Steinbock (ed.), The Oxford handbook of bioethics, Oxford: Oxford University Press, 2007, pp. 648-667).
Esta expansión considerable de la esfera de consideración moral tiene en bioética la consecuencia de poner
seriamente en duda el uso de animales no humanos como sujetos de investigación. (Glosario/conceptos
ampliatorios: La expansión de la esfera de consideración moral tiene también la consecuencia de poner
seriamente en duda el uso de animales para consumo humano. Por no tratarse de una cuestión propiamente
de bioética, esta consecuencia no será considerada en la presente clase. Los alumnos interesados pueden
consultar, al respecto, Peter Singer, Animal liberation, 2a ed., Nueva York, N.Y.: Random House, 1990
[Liberación animal, Madrid, Trotta, 1999]). En la actualidad, cada año mueren entre 50 y 100 millones de
animales en experimentos de diverso tipo. En muchos casos, estos animales sufren intensamente como
consecuencia del tratamiento al que son sometidos. Existe, en consecuencia, al menos una fuerte presunción
de que, desde un punto de vista utilitarista, la experimentación con animales es moralmente injustificable.
Algunos críticos han objetado que si no experimentáramos con animales no podríamos hacer progresos
vitales en medicina, y que, como consecuencia de ello, careceríamos de medicamentos indispensables para
evitar el enorme sufrimiento causado por las enfermedades que de otro modo podrían curarse. La respuesta
de los utilitaristas a este argumento consiste de tres partes. En primer lugar, el argumento no funciona con
aquellos experimentos que se realizan para probar productos, como los cosméticos, cuya desaparición no
causaría un sufrimiento apreciable. Este punto no es menor, dado que los animales utilizados para realizar
este tipo de experimentos constituye un porcentaje significativo del total, y dado que los experimentos en
cuestión son particularmente dolorosos para los animales involucrados. En segundo lugar, el defensor de la
experimentación con animales no humanos debe responder al siguiente desafío: si es moralmente correcto
experimentar con animales no humanos, ¿por qué es moralmente incorrecto experimentar con aquellos seres
humanos que no han alcanzado un nivel de desarrollo mental similar al de aquellos animales? Por último, el
utilitarista responde que aun si la experimentación con animales produjese mayor bienestar (humano) que
malestar (no humano), no se sigue que el uso de animales para tales fines esté moralmente justificado. Ello
depende de que no existan alternativas factibles al uso de animales que permitan alcanzar los mismos
resultados médicos. Por esta razón, los utilitaristas favorecen el reemplazo y el refinamiento de las técnicas de
investigación, con el fin de obtener los mismos beneficios médicos sin el perjuicio causado a los animales.
Conclusión
Aquí termina nuestra clase. Conviene repasar el territorio recorrido. En primer lugar, vimos que el
utilitarismo puede entenderse como la conjunción de cuatro principios morales independientes, y
mencionamos algunas variantes que se han propuesto. En segundo lugar, pasamos revista a los principales
argumentos que se han ofrecido en apoyo de la teoría. En tercer lugar, consideramos algunas de las
objeciones que los críticos del utilitarismo han lanzado contra cada uno de sus principios constitutivos. Y por
último exploramos las implicancias del enfoque utilitarista para ciertos problemas centrales en bioética.
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