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DOSSIER
El efecto
MOZART
Wolfgang Amadeus Mozart
nació hace doscientos
cincuenta años en Salzburgo,
una efeméride que el mundo
celebra con pompa y mucha
música. La vida del genio,
que viajó por las principales
Cortes europeas, fue
valorada desigualmente por
sus contemporáneos, pero el
gran músico del Siglo de las
Luces logró trascender a su
época y pasar a la Historia
como el mayor creador
musical de todos los tiempos
42. Música para el Despotismo Ilustrado
Carlos Martínez Shaw
48. Las tribulaciones de un niño prodigio
Marina Alfonso Mola
53. Una revolución musical
José Luis Comellas
58. Padre de la ópera moderna
Andrés Moreno Mengíbar
Mozart tocando el
piano, a los nueve años,
por Duplessis, 1765.
41
Música para el
DESPOTISMO
ILUSTRADO
42
EL EFECTO MOZART
La Viena que escatimó reconocimiento a Mozart
era la indiscutible capital musical de su tiempo
y una vibrante ciudad, donde el despotismo
ilustrado de la familia imperial austríaca
imponía decididas reformas. CARLOS
MARTÍNEZ SHAW recrea los perfiles del mundo
centroeuropeo en que vivió y trabajó el
compositor de Salzburgo
Mozart componiendo; la vida del músico
se desarrolló entre Austria, Bohemia y
Baviera (por J. Bueche, 1880, Berlín).
M
ozart, como casi todos los
grandes compositores austríacos, no era austríaco.
Había nacido en Salzburgo,
una ciudad cuyo nombre provenía de la
proximidad de unas salinas y cuyos orígenes se remontaban a un monasterio
fundado en el Mönschberg por Ruperto, obispo de Worms, que posteriormente
sería promovido a cabeza de un obispado (739) y de un arzobispado (798) antes de ser elevado, en el siglo XIII (1278),
a la categoría de principado eclesiástico
del Sacro Imperio Romano Germánico,
es decir, un Estado soberano de jerarquía
inmediatamente por debajo de los siete
electorados, tres de ellos también eclesiásticos y también archiepiscopales, los
de Colonia, Tréveris y Maguncia. Desde
entonces, los príncipes arzobispos habían gobernado sin mayores sobresaltos ese Estado de dimensiones medias,
uno de los más de trescientos con que
llegó a contar el conglomerado imperial.
Antes del nacimiento del músico, pueden consignarse como acontecimientos
más importantes la expulsión de los judíos –en 1498, seis años después de que
lo hicieran Isabel y Fernando en España–, el mantenimiento de la religión católica frente al avance de la Reforma en
Alemania en la primera mitad del siglo XVI y la expulsión de los protestantes –en 1731, menos de medio siglo después de la revocación por Luis XIV de
Francia del Edicto de Nantes, que había
establecido la tolerancia para con los hugonotes en 1598.
CARLOS MARTÍNEZ SHAW es catedrático de
Historia Moderna, UNED.
El principado eclesiástico de Salzburgo era, pues, un país independiente que,
naturalmente, se veía afectado por los
sucesos del Imperio, aunque no parece que su sosegada vida se viese alterada por grandes conmociones bélicas
o políticas. Insertos en el sur católico,
sus gobernantes experimentaron la influencia de sus dos vecinos más poderosos: el archiducado de Austria, feudo
de la poderosa familia de los Habsburgos, que ostentaba la dignidad imperial
desde finales del siglo XV, desde tiempos de Maximiliano I, el abuelo de Carlos V, y el ducado de Baviera, feudo de
otra importante dinastía, la de los Wittelsbach, que se había fortalecido en la
segunda mitad del siglo XVII, tras la guerra de los Treinta Años, acrecentando su
territorio con el Alto Palatinado y ganando en significación política con la
obtención de la dignidad electoral. Esta doble presión se hizo a veces tan evidente que, en 1606, el príncipe arzobispo Wolf Dietrich von Raitenau llegó a
imponer al cabildo catedralicio la decisión de no aceptar nunca ni a un Habsburgo ni a un Wittelsbach para la sede
archiepiscopal, lo que motivó seis años
más tarde la invasión de Salzburgo por
un ejército de Baviera y el arresto y deposición del atrevido prelado.
Principado eclesiástico
Salzburgo sería, pues, un principado
eclesiástico y alemán a lo largo de toda la vida de Mozart. Tan sólo las profundas alteraciones políticas y las amplias transferencias territoriales que fueron consecuencia de la Revolución Francesa y la expansión napoleónica transformaron esta situación. En 1802, Salzburgo fue secularizado, antes de ser entregado al año siguiente al archiduque
Fernando de Toscana y de pasar en 1805
a integrarse –por el Tratado de Presburgo– en los dominios de Austria, de donde sería segregado e incluido en Baviera por el Tratado de Schönbrunn de
1809. La remodelación acometida por el
Congreso de Viena significaría su definitiva incorporación a Austria en 1815 y
el restablecimiento del arzobispado al
año siguiente, antes de pasar a convertirse en 1849 en lo que hoy sigue siendo, una provincia autónoma de Austria.
De este modo, Mozart resulta ser súbdito de un soberano de segunda categoría, pero al mismo tiempo es vecino de
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dos Cortes mucho más prominentes y brillantes, como eran las de Viena –y potencialmente Praga, al ser los Habsburgos
reyes de Bohemia– y Munich –y potencialmente Mannheim, incluso antes de
convertirse el elector palatino Carlos Teodoro de Salzbach en duque de Baviera en
1777–. Entre estos Estados se desarrollaría buena parte de su vida, como demuestra el hecho de que sus primeras salidas fuesen precisamente a Munich, Linz
(capital de la Alta Austria), Presburgo o
Bratislava (capital de la Hungría Real) y
Viena, aunque sus aptitudes musicales le
condujeran más tarde a otros países, como Francia –principalmente, París–, Inglaterra –principalmente, Londres, donde
establecería contacto con Johann Christiann Bach–, los Países Bajos, Suiza, diversos Estados y ciudades de Italia y otros
Estados y ciudades libres de Alemania.
La Guerra de los Siete Años
En 1756, el año del nacimiento de Wolfgang Amadeus Mozart, Austria, donde
reinaba la emperatriz María Teresa
(1740-1780), entró en la guerra que sería llamada de los Siete Años, al lado de
Francia y de Rusia y frente a Prusia e Inglaterra. Ahora bien, no parece que Mozart experimentase grandes inconve-
El emperador José II compartió el poder con
su madre María Teresa y gobernó después en
solitario, de 1780 a 1790.
nientes a causa del conflicto, aunque
bien es cierto que su primer periplo de
larga duración no se iniciaría sino después de la firma de la Paz de París, en
1763. Del mismo modo, la paz es aprovechada para visitar las Italias, donde cosecha grandes éxitos e incluso consigue
algunos encargos de consideración,
como las dos óperas patrocinadas por el
consistorio de Milán, Mitridate, rei del
Ponto y Lucio Silla. Durante los años siguientes –la década de los setenta– se
orienta de nuevo hacia Alemania, visitando con gran aprovechamiento personal y profesional Munich, Augsburgo
y, sobre todo, Mannheim, donde queda impresionado ante su espléndido ambiente musical, ante aquella celebrada
orquesta que había formado la familia
Stamitz y que ahora estaba bajo la dirección de Christian Cannabich. Y de
allí, otra vez a París, la brillante capital
de los ilustrados y los enciclopedistas.
A su regreso a tierras de Alemania,
aún recibe Mozart una última satisfacción. Carlos Teodoro de Salzbach, que
después de heredar el ducado de Baviera se había trasladado a Munich, contrata al músico para que componga una
nueva ópera, Idomeneo, re di Creta, que
se estrena en la capital bávara en 1781.
Fue una victoria personal, pero pírrica,
ya que los avances que Mozart había venido haciendo desde 1777 ante el elector para ser contratado en la nueva Corte habían caído en saco roto, así como
también otras insinuaciones similares hechas en Italia y ante la Corte de Viena.
En cualquier caso, las experiencias
Salieri venció a Mozart en Hollywood
U
na risita irritante y bobalicona corretea
por Viena en 1781. Bucea bajo las faldas de una damisela y desquicia con insolencia a chambelanes y cortesanos. Wolfgang
Amadeus Mozart, Wolfie, como le apoda infantilmente su amada Constanza, es un mequetrefe con talento, un mono de feria elegido por Dios para que, bajo sus pelucas de mil
colores, alumbre la música más sublime jamás creada. Precoz, prodigioso, excesivo, manirroto y borrachín, ha sido llamado a la Corte para deleitar al emperador Jose II y, de paso, humillar la mediocridad de Antonio Salieri, su músico de cámara. La ponzoña y los
celos del músico italiano hacia su colega de
Salzburgo van in crescendo al reconocer el virtuosismo de su rival y su tirón entre el vulgo. Envidia su maestría, desea su natural portento. Defenestrado por el destino y abandonado por el Altísimo, el santurrón Salieri urde un plan para acabar con Mozart. Matará
al genio ahogándole con un encargo urgente: un requiem póstumo que a la postre
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signifique su triunfo. El de Salzburgo perece
entre deudas, prisas, alcohol y estajanovismo
al alba. Este relato, sacado del “libreto” de
Cartel de la película Amadeus, de Milos
Forman, que se estrenó en 1984 y por la
que ganó un Oscar F. Murray Abraham
Peter Shaffer, sirvió al director checo Milos
Forman para componer la película Amadeus
(1984), un biopic grandilocuente como Don
Giovanni y sublime como Las bodas de Figaro. Salieri paladeó su triunfo doscientos años
después resucitado en los rasgos de F. Murray
Abraham. El actor de Pennislvania se llevó el
Oscar al condensar el drama, la admiración y
la tragedia del compositor italiano, al tiempo que Tom Hulce, encargado de enfundarse la peluca de Mozart, se quedó con la miel
de la nominación. La película, desenvuelta en
clave de flashback, echó a la saca otras siete estatuillas, entre ellas mejor película, decorado, dirección, maquillaje, sonido, vestuario
y adaptación. Salieri, al fin, entró en el Olimpo de la inmortalidad. En la secuencia final,
el decrépito compositor italiano recorre el sanatorio donde está recluido. Postrado en una
silla de ruedas, como un papa extasiado de
compasión, reparte piedad a locos y tarados;
“¡Yo os absuelvo, mediocres del mundo!”.
JAVIER CABALLERO
MÚSICA PARA EL DESPOTISMO ILUSTRADO
EL EFECTO MOZART
Durante el reinado de la
emperatriz María Teresa, Austria
entró en la Guerra de los Siete
Años, junto a Francia y Rusia,
frente a Prusia e Inglaterra.
europeas no pudieron sino tener un efecto devastador en Mozart, que consideraba a su ciudad natal poco más que como un villorrio –pese a sus 17.000 habitantes y sus bellezas objetivas– y, musicalmente hablando, un lugar incapaz de
dar cauce a su talento. En 1771 había
ocupado la sede, tras una reñida elección
(cuarenta y nueve votaciones), Hyeronimus, conde de Colloredo, un perfecto
déspota ilustrado, inserto, por un lado,
dentro de la corriente reformista del momento, que se afanó en promover la agricultura –drenando los pantanos–, reorganizar la hacienda pública, suavizar el
sistema penal, simplificar el culto y dar
nuevo lustre a la universidad mediante la
contratación de profesores de prestigio,
pero imbuido, por otro lado, de un rígido concepto de la autoridad y de la estratificación social y dotado de un carácter destemplado, que le impidió aceptar
el espíritu independiente y comprender el
genio musical de Mozart, que nunca pasó de ser primer violín suplente, con
una remuneración acorde a tan discretas
funciones. De ahí que el músico aprove-
chase, en 1781, la ocasión de una visita
a Viena a requerimiento de su patrón, para radicarse en la capital austríaca y no
regresar nunca más a Salzburgo.
A la llegada de Mozart, Viena era la
cabeza de una extensa monarquía compuesta de diversos Estados, entre los que
destacaba la propia Austria –un archiducado que se había convertido en sede de un imperio–, el reino de Bohemia,
con su capital en Praga, y el reino de
Hungría, con su capital en Buda, además de otras regiones vecinas como la
antigua Hungría Real, con capitalidad en
Presburgo o Bratislava, Transilvania y
Croacia, más otros territorios más alejados, como Lombardía y los antiguos
Países Bajos españoles. La pérdida de
Nápoles y Sicilia por los preliminares
de la paz de Viena –1735, ratificados por
el Tratado de Viena en 1738–, de Silesia
por la Paz de Breslau –1741, ratificada
por el Tratado de Hubertsburg en 1763–
y de Parma por el Tratado de Aquisgrán
(1748), se había visto compensada en
parte por la incorporación de la Galitzia
oriental y de la Pequeña Polonia (hasta
Cracovia), a raíz del llamado primer reparto de Polonia (1772) y de la Bukovina, tras el tratado de Kutchuk-Kainardji
(1774). El gobierno de este conglomerado estatal –de más de veinte millones
de habitantes– recaía en el emperador
José II, quien había compartido el poder con su madre, María Teresa, desde
1765, y lo ejerció en solitario desde 1780
y hasta su muerte en 1790, momento en
que le sucedió Leopoldo II, que, abandonando el Gran Ducado de Toscana
–del que había sido soberano–, continuó
su línea dentro del reformismo ilustrado
durante su breve reinado (1790-1792).
Un mundo en cambio
Mozart vivió, por tanto, en Austria los
diez últimos años de su vida bajo la égida de dos típicos representantes del despotismo ilustrado, por más que muchas
de las medidas reformistas hubieran sido
implantadas ya durante el reinado de María Teresa por el primer ministro que sirvió a ambos soberanos, el canciller Wenzel Anton, conde, y luego príncipe, de
Kaunitz-Rietberg.
45
forzó por lograr un control riguroso de
la Iglesia Católica, exigiendo el juramento a los obispos, reordenando las
circunscripciones de parroquias y diócesis, fundando seminarios para la instrucción del clero, prohibiendo las prácticas consideradas supersticiosas y
suprimiendo los monasterios que no estuviesen consagrados a la enseñanza, la
erudición o las obras asistenciales. De
ahí que, a partir de una frase de Federico de Prusia, se le llegara a conocer como el “rey sacristán”.
En primer lugar, la centralización política y administrativa avanzó a partir de
1761-1762, con la creación de una Cancillería de Estado que fusionaba las de
Austria y Bohemia y de un Consejo de
Estado que coordinaba los seis departamentos ministeriales especializados en las
distintas ramas de la administración, lo
que se sumaba a otras instituciones fundadas anteriormente en torno a 1749: el
Tribunal Supremo como corte de apelación en última instancia, la Academia Militar de Wiener-Neustadt para la preparación de oficiales siguiendo el modelo
prusiano y el Theresianum para la formación de funcionarios, organismo este
último que, tras su reforma de 1774, estuvo bajo la influencia del prestigioso jurista Josef von Sonnenfels, que dio un extraordinario impulso a los estudios jurídicos y que tuvo un decisivo papel en
la abolición de la tortura judicial, decretada en 1776.
La competencia de Berlín
Ciencia e instrucción
Otro dominio donde se dejó sentir la obra
reformista fue el de la instrucción pública. Aquí, la figura más eminente fue la
del médico de la emperatriz, el flamenco
Gerard van Swieten, que reorganizó la
enseñanza primaria, impuso el control estatal sobre las universidades, renovó la
Facultad de Medicina e impulsó el desarrollo científico, promoviendo a las más
altas funciones a reconocidos sabios, como el mineralogista Ignaz von Born o el
naturalista Nikolaus Josef Jacquin, que a
través del Jardín Botánico instalado en el
palacio de Schönbrunn fomentó los estudios de farmacia y botánica, apoyando
a otros naturalistas más jóvenes, como el
bohemio Thadeus Haenke, a quien re-
Catalina II de Rusia empujo a José II a una
guerra contra la Turquía otomana (anónimo,
San Petersburgo, Museo del Hermitage).
ginando a las viejas autoridades locales,
y acentuó la unificación judicial, además
de permitir el matrimonio civil y el divorcio. En materia económica fue un
convencido fisiócrata, que ordenó el levantamiento de un catastro, decretó la
libertad del comercio de granos, suprimió las corporaciones, potenció los
puertos de Fiume y Trieste y, sobre todo, decretó la abolición de la servidumbre personal, una medida que mu-
Jose II favoreció la carrera de Mozart en
Viena e incluso le encargó su primera
ópera en alemán, que se estrenó en 1782
comendó para integrarse, en 1789, en la
expedición de Alejandro Malaspina, patrocinada por la monarquía española.
Esta obra fue seguida, con mayor aceleración, por José II durante su gobierno personal (1780-1790). En el terreno
de la centralización, el nuevo soberano
hizo del alemán la lengua administrativa de un imperio donde coexistían numerosos espacios idiomáticos, dividió el
territorio en gobiernos provinciales, mar46
chos de sus contemporáneos consideraron como revolucionaria.
Sin embargo, su espíritu ilustrado y,
también, su tendencia intervencionista
se hicieron sentir especialmente en su
política religiosa. En este terreno, implantó la libertad de conciencia y una
restringida libertad de culto, reconoció
oficialmente a la masonería –a la vez que
le imponía estrictas normas para evitar
una excesiva independencia– y se es-
La vida cultural de este imperio ilustrado no se ciñó a la capital, pero alcanzó en ella su máxima expresión, hasta
el punto de que empezó a pensarse que
podría arrebatar a Berlín el cetro de las
Luces en el ámbito germánico. La Viena
de Mozart era una gran ciudad con más
de doscientos mil habitantes –más de
diez veces los de Salzburgo en ese momento–, agrupados sobre todo en el interior del viejo recinto fortificado, definido por el ámbito cortesano de la Hofburg y el ámbito patricio de la Herrengasse, mientras surgían nuevos barrios
periféricos, tanto para albergar las casas
de recreo de la nobleza y la burguesía
como para hacer frente a una creciente
población de desheredados, entre ellos
varios miles de pobres para los que se
construyen hospicios y orfelinatos, más
un hospital general en 1784.
Del mismo modo, la ciudad vio multiplicarse tanto las iglesias y las escuelas
como los teatros y los paseos, que se
abren al público, como ocurre con el Prater –una reserva de caza de los archiduques–, con el Augarten o jardín de la Favorita –sede de la manufactura de porcelana creada por Francisco I– o con
la nueva casa de fieras del palacio
de Schönbrunn. Mientras el Burgtheater de María Teresa es transformado por
José II en teatro nacional alemán en 1776,
proliferan los teatros populares, como el
famoso de Emmanuel Schikaneder en el
arrabal de Wieden, y también los escenarios de marionetas, muy frecuentados
por las clases populares, aunque menos
apreciados por las autoridades ilustradas.
En este marco, la música alcanzó un
excepcional desarrollo. Primero de la
mano de Christoph Willibald Gluck, que,
protegido por la emperatriz María
Teresa, pudo representar su ópera Orfeo
MÚSICA PARA EL DESPOTISMO ILUSTRADO
EL EFECTO MOZART
La familia Mozart. Wolfgang y su hermana, al piano; el padre sostiene el violín; la madre preside (por Della Croce, Salzburgo, Casa de Mozart).
et Euridice en el Burgtheater en 1762, antes de ser nombrado compositor oficial
de la Corte. Más tarde, Viena acoge la
música de Leopold Kozeluch, de Karl Ditters von Dittersdorf, de Antonio Salieri,
de Franz Josef Haydn –bien que este último, afincado en los Estados húngaros
de los Esterházy, hiciera sólo breves apariciones por la capital imperial– y de
Wolfgang Amadeus Mozart, que, sin embargo, no consiguió abrirse camino del
todo ni en la estimación de la Corte –que
no le nombró más que músico de cámara con poco trabajo y escasa remuneración– ni en el corazón de los vieneses,
que acogieron con tibieza muchas de sus
obras maestras, le dejaron morir si no en
la pobreza sí asediado por las estrecheces económicas y no le acompañaron en
su entierro. En cualquier caso, Viena era
la indudable capital musical del momento y este hecho justificaba sobradamente
la elección del artista salzburgués.
Porque hay que decir que, no obstante esta cicatería básica, el emperador José II favoreció en otro sentido la carrera
de Mozart en Viena. Fue el soberano
quien le encargó su primera ópera en ale-
mán (Die Entführung aus dem Serail), representada en el Burgtheater en 1782.
Después seguirían, en el mismo escenario, primero Le Nozze di Figaro (1786) y
después Così fan tutte (1790), un divertimento con el que el emperador quería
posiblemente olvidarse por un momento de los sinsabores de la desdichada
guerra contra la Turquía otomana, a la
que se había visto empujado por Catalina II de Rusia. Y, finalmente, Mozart aún
recibiría un último encargo imperial, el
de La clemenza di Tito, estrenada en Praga en agosto de 1791 para conmemorar
la coronación del nuevo soberano, Leopoldo II, como rey de Bohemia.
“Mis praguenses”
No era la primera ópera de Mozart representada en Praga, una de las ciudades más queridas del compositor, quien
encontró en ella a sus seguidores más fieles, a los que llamaba cariñosamente “mis
praguenses” (meine Prager). Aquí compuso su famosa sinfonía nº 38, K 504 (llamada precisamente Praga), aquí obtuvo
un éxito espectacular con Le Nozze di
Figaro, aquí estrenó, por encargo del te-
atro de las corporaciones de la ciudad,
su Don Giovanni en 1787. Y aquí, tras su
muerte, la orquesta del Teatro Nacional
programó una misa solemne “en señal de
su ilimitada veneración y estima” por el
compositor. En ese sentido, Praga, una
ciudad que también estaba conociendo
un auténtico renacimiento cultural a finales del siglo XVIII, forma parte indudable del paisaje espiritual de Mozart.
Mozart fue un hombre de su tiempo,
un ilustrado que se sintió cómodo en el
clima del absolutismo reformista, aunque
no tanto con sus representantes políticos,
incapaces de reconocer la magnitud de
su talento. Su mundo fue el del final del
Antiguo Régimen, al que apenas si llegaron muy amortiguados los ecos de la
Revolución Francesa, cuyos primeros episodios ya estaban conmoviendo los cimientos de Europa. Su horizonte espiritual se encuentra en el espíritu igualitario de Le Nozze di Figaro y en el anhelo
de una felicidad terrena basada en la razón y la tolerancia que aparece en Die
Zauberflöte. Su música es la expresión de
esta vida mejor que el Siglo de las Luces
creía posible alcanzar en este mundo. ■
47
NIÑO
PRODIGIO
Las tribulaciones de un
Convertido hábilmente por su padre en un fenómeno desde la infancia,
Mozart tuvo una vida breve pero fascinante, aunque las deudas y las
depresiones le persiguieron hasta su muerte. Marina Alfonso Mola
refuta tópicos y presenta los rasgos esenciales de su biografía
P
ese a su breve existencia, treinta y cinco años, no es fácil resumir las andanzas de una de
las mayores celebridades del
Setecientos, cuyos ecos de admiración
aún resuenan. Anna Maria Mozart dio
a luz el 27 de enero de 1791 a su séptimo y último hijo, al que se le impusieron los nombres de Joannes Chrisostomos Wolfgang Gottlieb –por lo que era
lógico que los diminutivos de Wolfgangerl, Wolferl y Wolfg se impusiesen en
el ámbito familiar–. El padre, Leopold
Mozart, era un músico profesional (Kapellmeister) al servicio del príncipearzobispo de Salzburgo.
Cuando se visita la casa natal de Mozart, se percibe la existencia de una familia acomodada y es que, si bien los
Mozart no estaban integrados en el estamento de los bürger, sí tenían acceso
a alternar en sociedad con la próspera
burguesía mercantil salzburguesa y, de
hecho, algunos amigos paternos pertenecían a la clase media más notable.
También se nota que las actuaciones de
los primeros años están indisolublemente
unidas a las de su única hermana viva
–Maria Anna Walburga Ignatia (Nannerl
para la familia), de ahí que sus relaciones
MARINA ALFONSO MOLA es profesora de
Historia Moderna, UNED.
48
Mozart niño, al piano, acompañado por su
padre Leopoldo y por su hermana (por
Carmonelle, Chantilly, Museo Condè).
fueran muy estrechas–, y que la figura
del padre está omnipresente en la vida
de Wolfgangerl. Pese a su autoritarismo
–por otra parte, habitual en la época– y
su afán de rentabilizar los dones que les
había otorgado la naturaleza a sus hijos,
el padre fue positivo para la formación
artística de Wolfgang.
Como era habitual en las familias dedicadas a la música, la formación de los
niños comenzó pronto. Cuando Nannerl
tenía siete años, se inició en los secretos del clavicémbalo, demostrando un
talento sobresaliente. Pero lo más sorprendente fue que su hermano, de tres,
se sintió motivado para imitarla en el teclado y lo hizo muy bien. Su padre, de
talento práctico y de formación adecuada para potenciar y pulir la facultades
de sus hijos, recopiló un Notenbuch o
manual de prácticas con melodías ordenadas de menor a mayor dificultad,
pasando Wolfg a incluir la música entre sus juegos infantiles. Y entre juegos,
a los cinco años compuso dos piezas
cortas para clave y, a los siete, aprendió
solo a tocar el violín. Nannerl y Wolferl
fueron los alumnos predilectos de su padre, lo cual no fue óbice para que fuese un preceptor severo y exigente, que
sometía a los pequeños a interminables
horas de ensayos.
Un dúo de talentos prematuros
Con ese tesoro en casa, Leopold Mozart
no dudó en solicitar permiso del príncipe-arzobispo para presentar en sociedad
al dúo de niños prodigio en Munich y
Viena (1762). El éxito cosechado no hizo más que confirmar las expectativas
paternas de que sus hijos podían ser el
sustento de su vejez y, con seis años, comenzó para Mozart una ajetreada vida
EL EFECTO MOZART
El éxito inicial confirmó las expectativas paternas de que sus hijos serían el sustento de su vejez. Arriba, Mozart, con 14 años, por Cignaroli, 1770.
viajera para mostrar su virtuosismo. Tan
prometedores inicios fueron el germen
de una ambiciosa gira por los grandes
enclaves musicales de Europa occidental, que se extendió de 1763 a 1766. Las
invitaciones para actuar en las Cortes
francesa e inglesa, así como en las mansiones de los aristócratas y ricos patricios o en las de los gobernantes locales de las prósperas ciudades mercantiles,
eran garantía de nuevas ofertas de veladas musicales. Los emolumentos, en
metálico o en objetos de valor, les permitían vestir a la moda y la familia acostumbraba a invertir parte de las ganancias en presentarse exquisitamente. Al
finalizar la gira, Mozart ya tenía diez
años, muchas vivencias y un bagaje musical importante, pues había tenido acceso a las obras de los compositores en
boga y comenzaba a abrirse paso hacia
la originalidad a partir de la imitación de
los que le habían precedido.
Su apariencia física es fácil de plasmar
–baja estatura, rostro vulgar con nariz
prominente y ojos grandes, atractivos e
inteligentes–, así como su forma de ser
–abierto, mimoso, desinhibido, obstinado, irónico, aficionado a juegos y chanzas, bromista proclive al humor grueso
49
y escatológico, dado a inventar palabras y
a emplear simultáneamente en la misma
frase varios idiomas, memoria prodigiosa para retener partituras, destreza al teclado y don innato tanto para aprender
a tocar nuevos instrumentos como para
improvisar variaciones sobre un mismo
tema–. Más difícil es desentrañar su perfil interior. No se puede hacer un análisis sucinto de la personalidad de Mozart
sin caer en los estereotipos, dado que su
nada común don de la naturaleza, su inteligencia, su educación en los valores
burgueses y en los preceptos católicos,
su vida itinerante en busca del aplauso,
la relación de amor-odio con su padre,
su lucha interior por lograr su independencia (filial/profesional), su ansiedad
por obtener el reconocimiento, su dependencia de las muestras de afecto, sus
problemas de autoestima y autoafirmación, sus vías de escape a través del lujo y un largo etcétera, constituyen materia para varios ensayos y sería difícil
matizar cualquier hipótesis o valoración
de comportamiento.
Desde la infancia, fue consciente de
su valía y de la admiración que provocaba y, por tanto, se sentía acreedor de
atenciones y elogios. No obstante, tuvo que sufrir las reticencias de algunos
a admitir que su genialidad y su producción musical no fuesen un fraude orquestado por su padre. Por envidia o incomprensión, Mozart no fue suficientemente valorado en su tiempo, y la indiferencia hacia su talento, mostrada tanto en Salzburgo como en Viena, fue una
espina que llevó siempre clavada y que
sólo pudo mitigar con el reconocimiento
cosechado en Praga. Tal vez, esta apatía del público fuera la causante de que
su tránsito a la adolescencia se hiciera
entre giras de conciertos.
Problemática adolescencia
Si, para cualquiera, el paso a la adolescencia es crítico, aún más lo es para un
Wunderkinder, un niño prodigio. Lo que
parece un maravilloso fenómeno de la
naturaleza en un niño se convierte en
simple talento y es natural en un joven,
por lo que la infancia singular se eclipsa
en una adolescencia anodina y desubicada. No obstante, el predecible destino
de Wolfgang se remontó gracias a la
creatividad del compositor, mostrando
de forma fehaciente que era mucho
más que un aventajado ejecutor de piezas complicadas y que no necesitaba
La masonería y La flauta mágica
L
a masonería arraigó profundamente en
la ciudad de Viena –en sus distintas vertientes de Hermanos de San Juan, Filiación
de los Altos Grados, Rosacruces, Hermanos
Asiáticos, Iluminados, etcétera–, conociendo su época de mayor esplendor a finales del
siglo XVIII, precisamente en tiempos de
Mozart. El músico se afilió a mediados de
1784 a la logia Beneficencia, una de las ocho
que en aquel momento existían en la ciudad, recibiendo los sucesivos grados de
aprendiz, oficial y maestro y manteniéndose siempre fiel a su ideología favorable al
Reunión de la logia
masónica de Viena,
en 1790, en la que
se encuentra
presente Mozart
(anónimo, Viena,
Museo de la Ciudad).
reformismo político y a la tolerancia religiosa. Su condición de francmasón le permitió estrechar lazos con algunos de los más
prominentes miembros de la intelectualidad y la vida política vienesa, como el conde Esterhazy y el conde Thun –sus protectores entre la nobleza–, el jurista Sonnenfels, el tenor Adamberger, los editores musicales Artaria y Torricella, el impresor Trattner, el compositor Haydn, el director de teatro Schikaneder o el mineralogista Ignaz von
Born, el principal animador de la más conocida de las logias vienesas, La Verdadera
Concordia, que contaba en los años ochenta con unos doscientos afiliados, en el límite del número permitido por el emperador José II en su famoso decreto regulador
de la masonería de 1785, inspirado justamente por el propio Ignaz von Born y por
el príncipe Dietrichstein.
Mozart fue un adepto convencido de los
principios masónicos que colaboró de diversas formas en la vida comunitaria. Así, entre
sus contribuciones musicales, baste mencionar las diversas obras que compuso para las
distintas celebraciones, la cantata La alegría
de los masones en honor de Ignaz von Born o
la Música para un funeral masónico en memoria de dos correligionarios, el príncipe
Esterhazy y el duque de MecklemburgSchwerin. Pero qué duda cabe de que su mayor aportación en este campo es el singspiel
Die Zauberflöte, es decir, la ópera La flauta
mágica, cuyo libreto, escrito por Emmanuel
Schikaneder, director de un teatro popular
en el arrabal de Wieden, expresa los ideales
masónicos que unían a autor y compositor
–deísmo, fraternidad y felicidad universal
gracias a una vida de acuerdo con la naturaleza, la razón y la prudencia–, a través de
las aventuras del príncipe Tamino, que sale
airoso de las pruebas iniciáticas a que es sometido por Sarastro, mentor de una fratría
imaginada en el antiguo Egipto, un personaje que posiblemente se inspira en la figura del propio Ignaz von Born.
Marina Alfonso Mola
50
LAS TRIBULACIONES DE UN NIÑO PRODIGIO
EL EFECTO MOZART
exhibirse como un pequeño mago, ya
que había madurado en la sonata y en la
sinfonía, la ópera, el oratorio y los primeros conciertos para piano.
Por otra parte, el espíritu empresarial
de Leopold se plasmó en constantes giras para rentabilizar al “prodigio de la naturaleza”, como calificaba a su hijo en las
sucesivas campañas de promoción. Así
la mayoría de las obras compuestas en
la década 1760-1770 fue escrita mientras
viajaba. Y es que, según los cálculos
efectuados por sus biógrafos, pasó 3.720
días de viaje en su traslado a las 200 ciudades donde vivió o actuó, en sus giras
por Austria, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos austríacos, Holanda,
Italia, Suiza, Hungría Real y Bohemia.
Entre 1770 y 1773 realizó tres viajes
a Italia, que aprovechó para ampliar sus
conocimientos musicales al tiempo que
obtenía honores por partida doble –condecorado con la Orden de la Espuela de
Oro por el papa Clemente XIV y elegido miembro de la Academia Filarmónica de Bolonia–. Finalizada esta estancia,
estuvo cinco años radicado en Salzburgo, abriendo una etapa que preocupó a
su padre, pues además de cambiar los
juegos infantiles por las partidas de cartas y de billar –aunque confesara que
“componer es mi única alegría y mi única pasión”–, comenzó a experimentar las
necesidades de afectos emocionales y
carnales propias de la edad.
Además, su relación con sus mecenas,
los príncipes-arzobispos de Salzburgo,
también se tambaleó. Si bien el melómano conde Schrattenbach se sentía orgulloso de contar entre sus súbditos a
un músico de su talla y autorizaba las
prolongadas ausencias de la familia, a
su muerte (1771), le sucedió el conde de
de inmediato rumbo a París para contribuir al bienestar de sus padres. Los seis
meses de estancia parisina (1778) fueron
casi de pesadilla. Los anfitriones eran más
pródigos en halagos que en luises y la
enfermedad que su madre venía arrastrando la llevó a la muerte. En el camino de vuelta, Amadé, como gustaba llamarse, fue desdeñado por Aloysia y se
consoló concertando una cita con Bäsle
en Munich. Ambos se dirigieron a Salzburgo, pero Leopold saboteó la relación
y la chica abandonó la ciudad.
Crisis de identidad
El príncipe Nicolaus Esterhazy fue uno de los
mayores protectores de Mozart (anónimo,
Eisenstadt, Museo Haydn).
provincianas –se postuló, sin éxito, para ocupar un puesto permanente en la
Corte de Munich y también movió los
hilos en Viena y en Italia– llegaron a oídos de Colloredo. De ahí que surjan dificultades con las licencias para viajar y
se agudicen las tensiones, aunque finalmente puede emprender viaje a París
con su madre, en octubre de 1777.
En la Corte de Salzburgo, Mozart era
primer violín suplente, empleo mal
remunerado, por debajo de su talento
Colloredo y las cosas ya no fueron tan
fáciles para los Mozart. El cargo oficial
de Wolfgang en la Corte salzburguesa
fue el de primer violín suplente, empleo
mal remunerado, muy por debajo de sus
facultades y que incomodaba a los Mozart. Los crecientes pretextos para prolongar sus ausencias y los esfuerzos para conseguir una estabilidad laboral con
un buen sueldo en otras ciudades menos
Fue un camino iniciático. Durante un
alto en Augsburgo se estrenó, a los veintiún años, en los placeres sexuales con
su prima Maria Anna Thekla Mozart (Bäsle, primita). Durante otra parada, en
Mannheim, se quedó prendado tanto de
la orquesta mantenida por el elector del
Palatinado como de la belleza de Aloysia
Weber. Leopold se opuso a ambas relaciones y conminó a su hijo a que partiera
Nada más llegar, le fue concedido el
puesto de organista de la Corte, un empleo mediocre, de exiguas ganancias,
que desempeñó durante dos años. Después de haber vivido en el gran mundo,
de relacionarse con nobles, ricos y poderosos, se sentía preso en provincias como subalterno de la Corte arzobispal
(“¡Salzburgo no es lugar para mi talento!”) y se dolía de la pérdida de su propia identidad (“En Salzburgo no sé quién
soy; lo soy todo y a veces nada...”). Sólo faltaba la gota que colmara el vaso.
Colloredo requirió su presencia en Viena, donde se encontraba en visita oficial,
para poder hacer ostentación de la valía de su “sirviente”, y su ego volvió a resentirse hasta el punto de dimitir de su
empleo. Según una de las más divulgadas leyendas mozartianas, en junio de
1781 el conde Karl Felix Arco, chambelán del príncipe-arzobispo, despidió a
Mozart con un puntapié en el trasero.
Viena y las dudosas bondades de la independencia le abrían las puertas. Con
veinticinco años, inició la aventura de ganarse el sustento como compositor e intérprete autónomo en uno de los grandes focos musicales de la época.
Por casualidades del destino, al poco
de su estancia vienesa se reencontró con
la madre (ya viuda) y las hermanas de
Aloysia (ya casada), que subsistían realquilando habitaciones de su casa. Se mudó a su pensión y empezó a interesarse por una de las chicas, Constanze Weber –diecinueve años, bastante frívola y
desinhibida–. Se casaron en agosto de
1782 sin la aprobación paterna. El matrimonio se caracterizó por el apoyo mutuo y la satisfacción erótica, aunque hubo también tensiones. El trabajador prodigioso de fulgurante inspiración se vio
inmerso en una frenética búsqueda de
51
Mozart componiendo la Misa de Réquiem, en los últimos meses de su vida, acompañado de su
mujer, en una visión romántica de 1854 (por J. Grant, Salzburgo, Museo Carolino Augusteo).
dinero para mantener un hogar que se
iba poblando de niños, seis, aunque sólo sobrevivieron dos, y a una esposa
proclive a los balnearios de moda, especialmente Baden. Su abanico de clientes era amplio: la Corte, aristócratas y
burgueses acomodados, así como aficionados a la música de cámara. Completaba sus ingresos con una actividad
poco gratificante para él: clases particulares a alumnos pudientes.
Se ha tratado de ensombrecer su ingreso en la francmasonería (1784), al atribuirlo a un plan para solventar sus apuros económicos, dada la generosidad y
riqueza de sus miembros. Es cierto que
solicitó préstamos desesperados a algunos miembros de la hermandad –Franz
Anton Hoffmeister y, sobre todo, Michael
Puchberg–, bajo la excusa de que la estabilidad financiera le proporcionaría el
sosiego de ánimo para componer y la
promesa de saldar su débito en cuanto
cobrase las comisiones que le adeudaban. Viena era una ciudad cara, pero Mozart era un manirroto, un consumista
compulsivo y que en este sentido no había madurado. Según el estudio realizado por Maynard Solomon, sus ingresos
en la etapa vienesa fueron suficientes para vivir holgadamente, pero se alojaba en
una casa de alquiler elevado, lujosamente amueblada y decorada, tenía criados,
carruaje y caballo propios. Jugaba a las
cartas y al billar, se daba todos los
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caprichos y se vestía y calzaba a la moda en los más selectos artesanos. Cultivó la apariencia refinada de un alto estatus social como carta de presentación
entre la nobleza que frecuentaba, mientras su vanidad sufría los embates de las
facturas que se acumulaban pese a su extraordinaria capacidad de trabajo, a la
buena acogida de su obra, sobre todo en
Praga, y a haber logrado introducirse en
el ámbito de la Corte imperial de José II
con un empleo fijo (Kammermusicus).
Depresiones recurrentes
Estos últimos años de su existencia estuvieron ensombrecidos también por las
recurrentes depresiones, por el distanciamiento de su hermana y por el sentimiento de culpa por no haberse reconciliado con su padre antes de morir
(1787). No obstante, en medio de estas
tribulaciones compuso una obra maestra
tras otra, pues utilizaba la composición
como terapia a su melancolía.
Mientras se encontraba en Praga para
la ceremonia de la coronación de Leopoldo II como rey de Bohemia y al estreno de la ópera compuesta para la ocasión (agosto 1791), se sintió indispuesto, acumulándose en este tramo final las
leyendas que circulan en torno a él.
La primera, que su último año transcurrió lánguidamente hasta el desenlace
final, cuando realmente fue uno de los
más prolíficos y viajó frecuentemente
dirigiendo conciertos. La segunda, el
misterio del encargo del Réquiem y
el simbolismo de una misa de difuntos
compuesta por un moribundo.
El hecho se reveló poco sobrenatural.
El benefactor anónimo era el conde Walsegg, aficionado a contratar en secreto
composiciones a diversos músicos, que
hacía pasar por propias en sus conciertos privados. Con motivo de la muerte
de su esposa, el siniestro personaje pensó en sorprender al mundo con una misa en su memoria; de ahí el discreto
encargo al más dotado de los compositores del entorno, el cual trabajó afanosamente en la obra durante los cuatro
últimos meses de su vida, aunque la dejó inacabada. La tercera, la malévola invención de que había sido envenenado
por Antonio Salieri, celoso de su maestría. Rumor recogido por Alexander
Pushkin en un opúsculo en verso y que
sirvió de inspiración a la ópera de Nicolai Rimsky-Korsakov (Mozart y Salieri, estrenada en 1898). Nada más lejos
de la realidad.
A mediados de octubre se recrudecieron sus tendencias obsesivas, agravadas
con la enfermedad que le llevó a la tumba: un episodio de fiebres reumatoides.
El proceso fue rápido: quince días, en
que se debilitó rápidamente a causa de
los vómitos y las sangrías. El 5 de diciembre de 1791 se extinguió. Se ha especulado con el mito del romántico entierro en una noche de tormenta, del féretro acompañado por cuatro personas
y depositado en una fosa común. Ciertamente sus honras fúnebres fueron austeras, pero ajustadas a la normativa y las
pautas ilustradas, tendentes a la erradicación de las prácticas ostentosas en torno a los ritos mortuorios.
Su muerte fue recibida entre sus contemporáneos como una sensible pérdida para el ámbito musical: los periódicos se hicieron eco del óbito, dedicándole encomiables adjetivos, los editores
se apresuraron a dar a la imprenta su
opera omnia, se le dijo una misa solemne en Praga y se publicó toda clase
de literatura laudatoria, hechos que hubieran hecho las delicias de su maltrecho ego, desorientado por la falta de reconocimiento, si se hubieran producido
en vida. Su viuda, Constanze, sacó un
productivo provecho del legado mozartiano y contribuyó a estimular los mitos en torno a su amado Gottlieb.
■
EL EFECTO MOZART
Una revolución
MUSICAL
Sólo cuatro personas asistieron al sepelio de Mozart, que para muchos de
sus contemporáneos era desconocido o poco apreciado. JOSÉ LUIS COMELLAS
se aproxima a su obra para comprender las paradojas que encierra y descifrar
las claves de lo que hoy conocemos como “la revolución Mozart”
U
Mozart en Salzburgo.
Algunos compositores
considerados hoy
mediocres se burlaron de
él en su momento
(grabado coloreado
de P. Barfus).
no de los grandes misterios
de la historia de la música es
la poca estima que sus contemporáneos hicieron de la
obra de Mozart. En 1790, un musicólogo, Kratzenberg, escribía: “Leopold Kozeluch es el más popular y acreditado de
todos los compositores que viven hoy
mismo”. Era el año de La Flauta mágica. Mozart acaba de componer sus tres
últimas sinfonías, “el canto del cisne” según el poema de Apel, pero Kratzenberg
hasta parece desconocer el hecho.
En 1790, el músico más acreditado, en
Viena y gran parte de Europa, no era Kozeluch, sino Karl Ditters von Dittersdorf,
cuyas obras eran recibidas con más
aplausos que las de Haydn, y gozaban de
la máxima estima oficial. Muy pocos años
antes, el propio Dittersdorf había escrito una curiosa sinfonía titulada “el delirio
de los compositores o sea el gusto de
nuestros días”. Si la escuchamos, adquirimos la ligera sospecha de que se trata
de una burla de la música de Mozart.
Aunque lo cierto es que Ditterdorf goza
de muy poco predicamento en “nuestros
días” y suele pasar como el paradigma de
lo mediocre. Era correctísimo y no mal
instrumentador, pero era un neoclásico
perdido y muchas de sus sinfonías están
basadas en Las Metamorfosis de Ovidio.
La música, como las otras artes, parecía
ir por ahí. Si tenemos en cuenta este hecho, ¿podríamos comenzar a comprender
un poco el misterio?
En 1781, Mozart, despedido por el
JOSÉ LUIS COMELLAS es catedrático emérito
de la Universidad de Sevilla.
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Mozart aprende solo a tocar en el clave de su padre. A los cuatro años podía leer música de
corrido y, antes de los cinco, escribió su primer minueto en sol (grabado coloreado del s. XIX).
príncipe-arzobispo de Salzburgo, fue a vivir a Viena y consiguió un triunfo increíble: recibió del Emperador el encargo de
componer una ópera. Fue El rapto del Serrallo. El estreno presenció la división de
los gustos. Hubo aplausos y silbidos. La
obra agradó al canciller Kaunitz, no tanto a José II, que endosó al compositor
el célebre comentario: “Demasiadas notas, mi querido Mozart”. El propio músico escribió entonces a su padre: “La gente del pueblo llano, en cambio, está entusiasmada con esta ópera”. ¿Sería demasiado aventurado sugerir una suerte
de divergencia social? Pensemos que
quienes se entusiasmaron con Don Giovanni en Praga eran “las gentes de los cafés y de la calle”, no la aristocracia.
Pero nunca lo sabremos del todo.
Existen otras causas posibles del fracaso de Mozart. Por ejemplo, que muchas
de sus obras sinfónicas o de cámara no
pudieron ser estrenadas a tiempo. Que
tuvo envidiosos o enemigos está bien
claro, y no sólo Antonio Salieri, otro
compositor neoclásico, quizá no tan resentido ni tan malvado como aparece en
la ópera de Rymski o en una conocida
película, pero que, como maestro de capilla de Corte, pudo haber colocado
unas cuantas chinas en el camino del
compositor de Salzburgo. Añadamos que
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Mozart, aunque casi tan encantador en
el trato como en su música, tenía en ocasiones un carácter burlón que pudo escocer a muchos espíritus susceptibles.
Lo único cierto es que Haydn, educado, amable, humilde, respetuoso siempre, se fue de este mundo con la simpatía de cuantos le llamaban “papá”, que
eran mayoría, y que al entierro de Beethoven acudieron 30.000 personas, más
que al de muchos emperadores. Mozart
contó con cuatro asistentes a su sepelio.
Los cuatro abandonaron el cortejo antes
de llegar al Cementerio de San Marcos,
porque estaba lloviendo.
Hoy se considera a Mozart como uno
de los más excelsos creadores que nos
ha legado el arte de la música. Beethoven le admiró –más que a su maestro
Haydn– y Mendelssohn le revalorizó en
pleno Romanticismo. Pero fue, sin duda, en los tiempos posrománticos cuando la figura del compositor del Salzburgo alcanzó su máxima estimación, que
se mantiene inalterable desde hace más
de un siglo. En las épocas de crisis, así
en las dos posguerras mundiales, se oye
el zurück zum Mozart, volvamos a Mozart, como una consigna reconstituyente. Lo mismo ha ocurrido, potenciado,
con motivo del segundo centenario de su
nacimiento, en 1956, de su muerte, en
1991, y ahora de su nuevo sesquicentenario, en 2006. El mundo aprovechará todas las ocasiones posibles para volver a Mozart.
¿Qué es lo que nos cautiva de él? De
su música se ha dicho que es agradable al oído, jugosa, ingeniosa, juguetona. Y todo eso es verdad, pero no toda
la verdad. Nada más peligroso que recrearse en la infantilidad de Amadeus.
Se ha dicho –y no del todo sin razón,
pero habría que matizar el sentido de estas palabras– que Mozart fue un niño
prodigio que nunca dejó de ser prodigio porque no dejó de ser niño. Una película que gozó del favor del público lo
presenta como un ser aniñado de reacciones infantilmente caprichosas, y nada más lejos de la verdad. Mozart hace
una música deliciosa, que es también
una música seria, profunda y llena de un
contenido insondable. Para él, componer representaba un goce especialísimo,
pero sería radicalmente equivocado convertir este goce en un simple jugueteo.
Maravillosa inspiración
Lo que podemos encontrar en Mozart
sin lugar a equivocarnos es una maravillosa inspiración. Su capacidad para
producir música de alta calidad está
siempre a punto. Cuando Turner comenta que “es imposible encontrar en
Mozart un error”, se refiere menos a los
aspectos técnicos de la armonía o de la
construcción de las formas, que al mantenimiento indefinido de la excelencia
musical. En este aspecto, es un “compositor garantizado” como quizá no pueda haber otro. Y junto con la inspiración,
se ha destacado también en la música
mozartiana algo relacionado con la ingravidez, con la levedad de algo que se
respira como el aire.
La música de Mozart no pesa, y quizá
por esa misma razón no cansa. Suena como algo etéreo, transparente y luminoso,
dos palabras que repite con insistencia
E. M. Cioran en un célebre comentario
sobre esa música. Junto con todo ello, cabe destacar en Mozart la naturalidad absoluta, la impresión que nos produce de
que está creando sin el menor esfuerzo.
Quizá la observación más acertada sea la
de Rachel Devin: “Este hombre hace música sin querer”.
Uno de sus grandes secretos es, qué
duda cabe, la conjugación de una espontaneidad absoluta con su ajuste a las
UNA REVOLUCIÓN MUSICAL
EL EFECTO MOZART
Una pequeña orquesta del siglo XVIII, según una acuarela de Carmontelle. En la Viena del
siglo XVIII había gran número de formaciones de cámara.
complicadas reglas de la preceptiva musical. Otros tuvieron que esforzarse por
conservar las formas o que decidirse por
transgredir. Mozart sabe ajustarse a las reglas del juego entonces vigentes, sin sacrificar un ápice su espontaneidad o su
fantasía. Por supuesto, contaba entonces
el buen gusto, no cabía extralimitarse. Como escribió en una ocasión, “la música,
incluso en las ocasiones más terribles,
nunca ha de ofender el oído, sino cautivarlo, y seguir siendo siempre música”.
Música era para él el arte de cautivar
el oído. A partir de Beethoven, sería lícito ofender el oído de vez en cuando,
y el margen de esta licitud seguiría creciendo con el paso del tiempo hasta
ahora mismo. Pero Mozart era un clásico entre los clásicos, y deleitar el oído
era para él algo parecido a una gozosa
obligación. Tan gozosa, que nunca le
costó el menor esfuerzo seguirla. Produce la impresión de que ni siquiera se
daba cuenta de que la estaba siguiendo.
Dentro de otro orden de cosas, siempre se ha destacado su facilidad para el
fraseo. La combinación de motivos en
sus composiciones –no digamos ya en su
ópera, que sabe reflejar maravillosamente
hasta la tartamudez– recuerda mucho
una conversación, siquiera sea, admitámoslo, una conversación musical. Rima
como nadie sus frases cuadrimembres;
también, cuando hace falta, se extiende
en largos soliloquios en “prosa”, con una
coherencia impecable. En este punto es
muy difícil acusarle de una defectuosa
construcción. Y cuando se le ocurren
motivos tras motivos –por ejemplo en el
inagotable rondó del Concierto para piano y orquesta KV 488–, los endosa con
una sorprendente facilidad, sin necesidad de hacer un “punto y aparte”.
En este sentido es uno de los más extraordinarios conversadores musicales
recordar que la conversación de Mozart,
por amena y cautivadora, no cansa nunca, y al final, cuando la delicia se acaba,
hasta puede sabernos a poco.
Sibelius, que durante su residencia en
Estados Unidos ejerció de comentarista
musical, observó una vez que “Mozart
es el instrumentador más oportuno de
la Historia”. Tuvo una facilidad pasmosa para hacer sonar a cada instrumento
en el momento preciso, justo cuando el
oyente está deseando inconscientemente que se deje oír, y esta oportunidad
produce un especial efecto gratificante. Conocía como nadie en su tiempo el
timbre de las distintas voces de la orquesta, y el empaste que de cada una de
sus combinaciones podía obtenerse.
Nadie como él había manejado antes
el “alboroto” en su más alta tesitura de
los violines, cuando actúan más de ambientadores que de cantores; o el desdoblamiento de primeros y segundos
violines, que, después de unas frases
uniti, pasan a doblarse a la octava, con
un efecto de brillantez especial, en que
sus voces cobran una nueva dimensión.
El instrumento de cuerda preferido de
Mozart era la viola, que era el elegido
por el músico cuando tenía que tocar en
un cuarteto. Y es que el timbre humilde
y acariciador de la viola posee una amabilidad muy mozartiana. Qué genial es
el papel de las violas en el conocidísimo inicio de la Sinfonía 40. Comienzan
a sonar antes que los violines, pero apenas se advierte su presencia hasta el
arranque del tema principal, en que los
violines resultan increíblemente arropados por el segundo brazo de las cuer-
Mozart supo ajustarse a las reglas de la
preceptiva musical de su tiempo sin
sacrificar un ápice de su espontaneidad
de todos los tiempos. A este respecto,
quizá resulte conveniente recordar un
comentario, seguramente no mal intencionado, de un compositor del siglo XX,
Aaron Copland, que le califica de “charlatán”. Sencillamente porque se le ocurren muchas cosas, porque las tiene
siempre a mano y no quiere dejar de sacarlas de su inacabable zurrón.
Quién sabe si fue esta fluidez expresiva lo que molestó a algunos neoclásicos, o lo que movió a José II a hablar de
“demasiadas notas”. Pero conviene
das: el efecto es fantástico, aunque muchos oyentes no reparen en su por qué.
Mozart maneja con maestría las maderas y combina de la forma más conveniente flautas y oboes, fagotes y trompas; la labor de apoyo de las trompas es
uno de sus aciertos supremos. En los
cuatro conciertos para trompa –escúchese especialmente el tercero, KV 417–
sabe obtener los colores más brillantes
y al mismo tiempo más nobles.
Con todo, su instrumento preferido, en
la familia de los vientos, era el clarinete:
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Genios sin escuela
S
e dice que Berlioz nunca llegó a dominar la armonía ni el desarrollo de la forma porque fue un mal alumno del Conservatorio. Puede ser, pero también es cierto
que Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, no estudiaron en ningún conservatorio, porque en su tiempo no existían.
Que en el Antiguo Régimen, un hombre
inclinado al arte de la música podía convertirse en un gran compositor no deja de ser admirable. En unos casos, los músicos son hijos de músicos: así Bach, Vivaldi, Mozart,
Beethoven, Chopin –hijo de una pianista–.
Particularmente, los Bach fueron una dinastía de cinco generaciones y sesenta nombres.
Aprendieron en casa y sus padres los pusieron en contacto con otros músicos. En otros
casos, hijos de modestas familias pero con
condiciones para la música, comienzan ganando concursos de niños cantores. En la famosa escuela de niños cantores de san Esteban de Viena aprendieron Haydn o Schubert.
Hay padres que se empeñan en que sus hijos sean músicos: el caso de Weber, al que no
encantaba el arte –pero su padre, sobrino de
la mujer de Mozart, se empeñó en que fuera niño prodigio... y no llegó a serlo, pues no
fue un buen compositor hasta su madurez–.
Lo normal es lo contrario: el niño, contra la
voluntad de sus padres, se empeña en ser músico: Telemann, Gluck, Haydn, Schumann,
el mismo Wagner. Y con tenacidad y talento, consiguieron su objetivo. Solo Mendelssohn contó con la total aquiescencia paterna:
Haydn tocó varios instrumentos antes de
convertirse en el “padre de la sinfonía”.
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sus padres desistieron de enviarle a la Universidad, y, ricos como eran, le “compraron”
una orquesta a su disposición para que practicara. Qué maravilloso privilegio.
En definitiva, quien desea seguir la “carrera” de músico, puede, si reúne las condiciones necesarias, serlo sin necesidad estudiar una carrera, que durante siglos no
existió como tal. Es asombroso comprobar
cómo puede transmitirse la técnica, el dominio de las formas, la complejidad combinativa de voces en las composiciones
corales o el dominio de las grandes masas
instrumentales, simplemente, por contacto.
Haydn, una vez hubo cambiado su voz, se
vio en la calle y se unió a las bandas musicales callejeras, entonces muy abundantes
en Viena. Tocó el violín, la viola, la flauta,
el oboe, el bajón o fagot, según lo que le dejaban, y gracias a sus improvisados compañeros llegó a conocer el timbre y el empaste de los distintos instrumentos, hasta convertirse en “el padre de la sinfonía”.
Había “maestros” que enseñaban contrapunto y armonía, por lo general con un método muy escolástico. Uno de los más requeridos fue Antonio Salieri, muy poco amigo de Mozart: llegó a enseñar hasta a Beethoven, que sólo aprendió de él el italiano.
Por lo general, los grandes músicos no
aprendieron gran cosa de los “maestros”, sino de su experiencia –Haydn dice que progresó gracias a los “experimentos” que pudo hacer con la orquesta del príncipe Esterhazy–; también aprendieron de la audición y,
sobre todo, la lectura y estudio de las partituras de los más afamados compositores. La
música es contagiosa y un buen creador aprende muy bien de sus mejores compañeros.
¿Y Mozart? Diríase que aprendió solo. El
hecho no es rigurosamente cierto, pues su
padre, Leopoldo, era violín en la orquesta del
príncipe-arzobispo de Salzburgo y compositor de obras agradables, no particularmente geniales. Pero Wolfgang era especialísimo, como demuestra el que a los tres años
hiciera sus primeros ensayos con el clave –según Leopoldo lo hacía “con inmenso gozo”–,
a los cuatro podía leer música de corrido –aún
no sabía leer alemán–, y manejar con soltura el teclado; y entre los cuatro y los cinco escribió su primer minueto, en sol, encantador
y muy correcto. Le enseñaron, pero no parece que su aprendizaje exigiera esfuerzo
Johann Christian Bach influyó mucho en
Mozart cuando éste tenía ocho años.
alguno. Quizá el autor que más influyó en él
fue Johann Christian Bach, que le conoció
en Londres cuando el niño prodigio, con ocho
años, acudió a la capital británica para lucir sus habilidades –su padre supo explotarle, sin abusar, pero a conciencia.
Bach cobró pronto afecto al pequeño discípulo y le enseñó muchas cosas, entre ellas
le hizo ver cómo podía componerse una sinfonía. Comoquiera que la música de Johann
Christian era alegre y juguetona, existen motivos para imaginar que su influencia pudo ser grande. También parece haber aprendido mucho de la escuela de Mannheim, ciudad en la que permaneció por espacio de
unas semanas. En Mannheim, los Stamitz
habían inventado los espectaculares recursos del crescendo y el diminuendo, hasta el punto de que el inglés Burney viajó de Londres
a aquella ciudad alemana sólo para conocer
los efectos novísimos de aquella orquesta.
Mozart tomó también elementos de Wagenseil, Bock, Benda, por supuesto Haydn
–ambos se estimaron muchísimo recíprocamente– y cualquier músico con que se topó. Si es cierto que “llevaba la música dentro”, no fue menos cierto, como advierte
W. K. Turner, que poseía una fabulosa y casi instantánea capacidad de asimilación: “Todo lo que oía, sabía hacerlo suyo”. Y lo hacía suyo, entendámoslo, con absoluta propiedad, es decir, con absoluta originalidad.
Así adquirió una enorme riqueza de recursos –que inventiva nunca le faltó– capaz de
convertirle en un músico universal, portavoz como nadie del arte de su tiempo. J.L.C.
UNA REVOLUCIÓN MUSICAL
EL EFECTO MOZART
“!Ah, si tuviéramos clarinetes!”, escribía
en Salzburgo, cuya orquesta era bastante limitada. Sus sinfonías con clarinete
son, sin duda, las más sabrosas y más llenas, y el Concierto para clarinete y orquesta K 633 consigue un efecto de metamorfosis, en que parece que actúan dos
instrumentos distintos, en verdad sorprendente. Pocas veces se habrán conseguido, si los ha conseguido alguien, semejantes resultados. De todo ello deriva
la amable brillantez de la orquesta de Mozart, que nunca se desgañita, pero nunca decae en lo accesorio.
Terapia musical
En 1993, la psicóloga Frances Rauscher y
el neurobiólogo Gordon Shaw publicaron en la prestigiosa revista Nature un estudio sobre los efectos que, en el organismo y especialmente en el sistema nervioso central, produce la música de Mozart. Experimentos con los más diversos
sujetos perceptores obtuvieron muy similares resultados: mejora del equilibrio
interior, mayor capacidad de asimilación,
más aguda captación de la realidad, habilidad para la abstracción y el cálculo.
El pedagogo Gordon Campbell obtuvo resultados notables en el progreso escolar de sus alumnos, y reconocidos psiquiatras observaron las cualidades de la
música mozartiana en la musicoterapia.
A todo ello se le dio el nombre de “efecto Mozart”, un efecto que puede experimentarse también con otros compositores, pero que en el caso del salzburgués
alcanza una resonancia excepcional. El
“efecto Mozart” se ha discutido hasta la
saciedad en los últimos años, y ni que
decir tiene que sobre un extremo tan novedoso no se ha alcanzado unanimidad,
o bien cabe pensar que en algunos casos se han exagerado las consecuencias.
El doctor Alfred Tomatis, descubridor
de un método ya muy conocido de mejora de la capacidad sensorial, de la aptitud para la intelección de idiomas, y
para la más adecuada respuesta ante los
estímulos exteriores, obtenida a través
de sonidos directamente comunicados
al oído interno, se ha sumado con entusiasmo a la teoría del “efecto Mozart”.
Para él, el secreto de su música radica
en que “no está contaminada”. Es “música en estado puro”.
Quizá este hecho, si es real, se relacione con la condición de niño prodigio, que Mozart mostró como nadie. A
Beethoven, en 1814. A pesar de su mal
genio, a su entierro fueron 30.000 personas.
Gluck se empeñó en ser músico contra la
voluntad de sus padres (por J. B. Greuze).
los tres años, según su padre, tocaba terceras en el clave –la primera forma de
armonía que concebimos–, y parece que
fue a los cuatro o entre los cuatro y los
cinco (invierno 1760-61) cuando, tumbado en el suelo, escribió completo su
precioso Minueto en Sol.
Llevaba la música dentro. Sin contaminar por condicionamientos externos
–componía rodeado del ruido y los juegos de sus hijos, o la obertura del Figaro en una pensión de Praga durante una
complicada noche, la víspera del estreno–, ni internos: el optimismo desbordante de la sinfonía Júpiter coincide con
la orden de desahucio que le obligaba
a abandonar su casa precipitadamente.
Mozart llevaba la música dentro y no necesitaba esfuerzo alguno para verterla sobre el papel. Todos los autores han estudiado sus obras y han roto muchas hojas de papel pautado para buscar una versión mejor. Mozart no necesitaba más que
sacar a la luz su propia música.
nas, música para voces y coros, cantatas,
oratorios, misas, conciertos para los más
diversos instrumentos, sinfonías, óperas.
Parece, sin embargo, que cabe pensar en una etapa netamente infantil, entre los cinco y los trece años. Se ve entonces –y se oye– un Mozart seriecito,
correctísimo, en que la sencillez no oculta el encanto del niño prodigio. La adolescencia y primera juventud esconde un
pequeño problema. Mozart se sabe prodigio, pero no sabe si puede serlo sin ser
niño. Se adivina en algunas composiciones, tal los divertimentos, una especie de infantilidad buscada que le resta
naturalidad. A veces pretende dar la nota innecesariamente, con un sentido del
humor algo forzado. En un tercer momento, Mozart madura, acepta su propia
personalidad, no pierde su encanto aunque se sienta un adulto, y concibe esas
obras deliciosas y sólidas a un tiempo,
que tenemos siempre por “mozartianas”.
Es entre 1782-86 –entre los 26 y 30 años–
cuando llega la que Lyndon Larouche llama “la revolución de Mozart”: su música, sin perder un ápice de su encanto, se
hace incomparablemente más profunda,
llena de un contenido fascinante, que
aún no hemos terminado de descifrar. Es
el de Don Giovanni, La Flauta Mágica,
el Concierto para piano en do menor, el
Concierto para clarinete, las últimas cinco sinfonías, el Requiem. La pregunta del
siglo –del siglo XVIII– es a dónde hubiera llegado Mozart si no hubiera muerto a los treinta y cinco años.
■
¿Etapas?
No es seguro que quepa dividir en períodos la producción de Mozart. Desde
los primeros minuetos infantiles hasta las
últimas sinfonías o conciertos –la excepción podría ser el Requiem– esa música
nos suena a ”mozartiana”. Y es mozartiana tanto en obras mayores como menores. Mozart fue tal vez el músico que
tentó todos los géneros posibles; piezas
para clave, para piano, tríos, cuartetos,
divertimentos, serenatas, danzas alema-
57
ÓPERA
MODERNA
Padre de la
En el desarrollo de la ópera hubo un antes y un después de Mozart, hasta el
punto de que ANDRÉS MORENO MENGÍBAR asevera que se puede considerar
al compositor salzburgués como el padre de la ópera moderna, por los
cambios que introdujo en las dimensiones teatral y musical del género
E
s curioso, pero aún persiste entre muchos aficionados y entre algún que
otro crítico musical un
concepto asaz restrictivo, según el
cual la verdadera ópera es la de la
exhibición de voces sin mayores exigencias textuales o teatrales. Es decir, la ópera italiana que va de Rossini a Puccini y poco más. Muchas
personas van todavía a los teatros líricos a deleitarse con gorgoritos,
dos de pecho y demás alardes en
los sobreagudos sin preocuparse
de otros aspectos. Éste es el resultado
de más de un siglo de anquilosamiento del repertorio y de la plasmación de
un canon operístico de estrechos márgenes. En buena medida, dicho canon
sigue hoy día vigente, pues, si analizamos las programaciones de los principales teatros mundiales, veremos que
una abrumadora mayoría de los títulos
se corresponden con ese corpus tradicional: Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini.
Afortunadamente, las cosas empezaron a cambiar hace algún tiempo y
el público ha empezado a degustar la
ANDRÉS MORENO MENGÍBAR es historiador
y crítico musical.
58
Cosí fan tute, una ópera escrita en
colaboración con Lorenzo da Ponte, es una
obra maestra de dramaturgia musical.
inmensa variedad de estilos y formas
que hay en la ópera, si bien todavía existe cierta prevención hacia repertorios como el Barroco o el del siglo XX o hacia autores que, como Mozart, ofrecen
mucho más que simples cascadas de trinos y otros alardes vocales. Es extraño,
porque mientras que esta prevención hacia Mozart sigue subsistiendo en algunos teatros –porque hacer una ópera de
Mozart es más complejo y caro que muchas otras– y en parte de los aficionados, por otra se ha creado históricamente, como compensación, la imagen
de un músico exquisito y refinado que
es degustado sólo por un selecto
grupo de seguidores entendidos y
cultivados. Mozart como músico de
culto. Así, cuando Edward J. Dent
publicó, en 1913, su ya clásico estudio sobre las óperas de Mozart, se
dirigía a un público que apenas si
conocía nada de la producción escénica del salzburgués. Salvo algún
esporádico Don Giovanni, adoptado por la estética romántica de su
personaje rebelde y volcánico, ninguna de las demás producciones se
representaba con asiduidad en los
teatros británicos, franceses, italianos o
españoles. Hoy, las cosas ya van siendo
diferentes, aunque todavía se detecta la
pervivencia del prejuicio y del concepto restrictivo del repertorio porque,
mientras que no parece haber problemas en volver a exhumar creaciones juveniles u olvidadas de compositores como Donizetti o Rossini, no ocurre lo mismo con las óperas de Mozart más allá de
la Trilogía Da Ponte, La flauta mágica
o El rapto en el serrallo, sin que al final
la mayoría de los aficionados pueda disfrutar en directo de maravillas como La
clemenza di Tito, Idomeneo, Lucio Silla
o La finta giardiniera.
Se puede decir, sin temor a exagerar
en lo más mínimo, que Mozart es el
EL EFECTO MOZART
Papageno, un personaje de La flauta mágica,
ópera ambientada en el misterioso Egipto
antiguo, en un grabado del siglo XVIII
(Viena, Museo de la Ciudad).
padre de la ópera moderna. Por tal término, entendemos aquel espectáculo en
el que música y texto van de la mano
para crear un verdadero teatro musical.
Ésta es la verdadera esencia de la ópera, la conjunción de la dimensión teatral,
escénica y dinámica, con la musical en
su doble faceta, la orquestal y la vocal.
En este sentido, el primer creador de
una dramaturgia esencialmente musical
o de una música esencialmente teatral
fue, sin lugar a dudas, Mozart.
Debate desde el siglo XVI
Desde los propios orígenes del género,
en la Academia del Conde di Bardi, en la
Florencia de fines del siglo XVI, se suscitó el debate sobre qué debía ser más
importante en la ópera: el texto o la música. En las primeras creaciones de Peri
o Caccini, se observa un claro predominio de la palabra sobre el discurso sonoro; éste quedaba reducido a un recitado fluido y melódico –recitar cantando– que debía en todo momento plegarse al texto y hacerlo comprensible, sin
que la voz apenas pudiese despegar más
allá de ciertos melismas o breves figuraciones al final de cada frase. Con un pequeño conjunto instrumental en función
de bajo acompañante, que en ningún
momento cubría a los cantantes, aquellas
primeras óperas presentaban un perfil
claramente volcado hacia lo textual.
Ya a finales del siglo XVII y durante
toda la mitad del siglo XVIII, la ópera
parece haber basculado hacia el lado
contrario. La predilección del público
por las exhibiciones vocales –sobre todo, las de los famosos castrati– indujo
a la creación de un tipo de ópera pensada exclusivamente desde el punto de
vista sonoro y no desde el textual. La
reforma de los libretos impulsada por la
Academia de la Arcadia y representada por los exitosos textos de Metastasio
(el libretista por excelencia del siglo
XVIII) acabó fijando un tipo de libreto
estándar de escasa teatralidad. Una ligera trama argumental basada casi siempre en un mismo tipo de situaciones
–conspiraciones, engaños amorosos, tiranos, equívocos– servía para disponer
59
respeto a los convencionalismos del
momento y desde la atención a las exigencias (y caprichos) de los cantantes,
que pedían arias a la medida de sus capacidades canoras.
Óperas bufas
Figurines para Don Giovanni, ópera en dos actos que se basa en el mito de Don Juan, y que se
estrenó en el Teatro Nacional de Praga, el 29 de octubre de 1787.
una serie de arias o momentos de lucimiento para los cantantes. Es lo que se
llama una ópera de arias: apenas hay
números de conjunto ni situaciones de
tensión teatral, sino la sucesión de personajes que salen a escena, cantan su
aria y salen por el foro para dar paso
a otro personaje, otra aria y así sucesivamente, hasta el número final de conjunto, en que todo se resuelve. La falta
de preocupación por la trama argumental y por la lógica teatral se evidencia en el hecho de que las arias estaban catalogadas por tipo de situaciones: de furia, de celos, de imprecación
a los elementos, de sueño, de desesperación, de tempestad, de comparación,
etcétera. Sus textos eran un conjunto de
tópicos poéticos que servían para cualquier argumento y de hecho era práctica habitual intercambiar las arias de
una ópera por las de otra sin que el desarrollo argumental se resintiese.
Éste era el modelo de ópera –ópera
seria– que Mozart conoció en su infancia, sobre todo en sus viajes a Inglaterra y a Italia. Y no sólo la conoció, sino que la practicó con éxito. Mitridate, rè di Ponto, estrenada en Milán el 26
60
de diciembre de 1770, fue su primer
acercamiento a la gran ópera del momento –aunque ya hubiese compuesto para entonces obras como Apollo et
Hyacinthus, La finta semplice y Bastien
und Bastienne– y alcanzó un importante éxito que le valió nuevos encargos. De tales encargos nacerían nuevas
óperas serias como Ascanio in Alba
(Milán, 17 de octubre de 1771) y Lucio Silla (Milán, 26 de diciembre de
A pesar de que nunca renegó de la ópera seria tradicional –hasta el punto de
aceptar, al final de su vida, componer La
clemenza di Tito, una ópera sobre un viejo texto de Metastasio–, Mozart siempre
mostró una clara preferencia por la ópera bufa por motivos que tienen que ver
con el innato sentido teatral del genio
mozartiano. La ópera bufa había surgido,
en principio, en forma de breves intermedios cómicos que se interpretaban en
los entreactos de óperas serias. El más famoso de estos intermedios, La serva padrona, de Pergolesi, nació para ocupar
uno de los entreactos de la ópera Il priggionero superbo del propio Pergolesi.
Frente a los grandes personajes de la Antigüedad (César, Alejandro) o ante los dioses que protagonizaban las óperas serias,
las óperas bufas, que van poco a poco
independizándose y alcanzando mayores
dimensiones, presentaban sobre las tablas a personajes reales y de carne y hueso. No emperadores ni héroes, sino humildes artesanos, criados embrolladores
y jovencitas burguesas, personajes todos
movidos por las humildes pasiones de
los humanos –el amor y el dinero– y que
se engolfan en mil y un enredos hasta alcanzar un final feliz.
No es de extrañar que, a partir de
1760 aproximadamente, el público europeo se decantase claramente por este nuevo género. Cansado de los repe-
A los quince años, Mozart era maestro
en crear un tejido orquestal para la
ópera, que dialogaba con las voces
1772). Todas siguen el modelo metastasiano de alternancia de personajes y
de arias, pero la música de Mozart las
dota de una personalidad propia, mediante una importante carga psicológica de las melodías y mediante un tejido orquestal que deja de ser acompañante para convertirse en un personaje más que dialoga con las voces. Lo
que hace de aquel joven de 15 años un
verdadero maestro es que todas estas
novedades se realizaron desde el
titivos argumentos de la ópera seria, de
las consabidas situaciones y del mismo
tipo de arias, vio en la ópera bufa un
reflejo de una realidad con la que podía identificarse. El aficionado que pagaba su entrada para ver una ópera no
se veía reflejado en los personajes griegos o romanos de siempre, sino en el
posadero, en el criado, en el notario o
en la doncella de los textos de Goldoni o de Gozzi, los nuevos astros de los
libretos bufos.
PADRE DE LA ÓPERA MODERNA
EL EFECTO MOZART
Lo que debió atraer, además, a Mozart hacia este género fue, indudablemente, su mayor teatralidad. La ópera
seria encorsetaba de tal forma la acción
teatral que era muy difícil dotar de entidad dramática a la música. Por el contrario, la ópera bufa era auténtico teatro, con personajes creíbles y situaciones fluidas en las que el diálogo y la acción sustituían a los monólogos y al estatismo de la ópera seria. Aquí sí podía
encontrar Mozart campo abierto para
sus deseos de construir una música
esencialmente teatral.
Una primera aproximación al género
fue la temprana ópera La finta semplice,
estrenada el 1 de mayo de 1769 en el Palacio Arzobispal de Salzburgo. Deseoso de dar a conocer a su hijo en Viena,
Leopold Mozart llevó a Wolfgang a esa
ciudad en 1768 y concertó con el empresario teatral Giuseppe Aflissio la composición de una ópera bufa sobre un
texto del famoso Goldoni. El proyecto
de representación en Viena no siguió
adelante, por lo que se optó por hacerlo en Salzburgo. Se trata, en realidad, de
una primera aproximación al género cómico por parte de un niño de doce años,
lo que se aprecia en la falta de habilidad
para resolver las situaciones dramáticas
clave, mediante un fluido musical.
Las primeras obras maestras
La maduración de la teatralidad de la música comienza a detectarse en la creación
mozartiana siete años más tarde. Durante un viaje a Munich, en 1774, Wolfgang
y su padre contactaron con el superintendente de los Teatros de la Corte,
quien le hizo el encargo de una ópera
bufa. Le ofreció un texto de Giuseppe
Petrosellini (el autor del famoso libreto
de Il barbiere di Siviglia, de Paisiello)
titulado La finta giardiniera (La jardinera fingida) y que presentaba un argumento de enredo con tres parejas de
amantes confundidas y amplias situaciones equívocas. En este caso, un Mozart ya maduro como compositor –a pesar de sus dieciocho años– supo ver las
posibilidades del texto. El amplio muestrario de personajes –nueve, entre señores y sirvientes–, con personalidades variadas, ofrecía la posibilidad de dotar a
cada uno de ellos de un perfil musical
diferente: tiernos, ridículos, airados, en
una paleta expresiva inusitada hasta el
momento en las óperas mozartianas. Por
llustración para Las bodas de Fígaro, por S. J. Sudeikin, en 1915. La jardinera fingida había
sido el claro precedente de esta ópera.
otro, Mozart realiza un salto de gigante
en la resolución musical de las escenas
fundamentales, aquéllas en las que van
apareciendo todos los personajes, la situación se va enredando para al final resolverse en un final feliz. Frente a la práctica habitual en compositores contemporáneos, que recurrían a breves fragmentos, Mozart compone un final del
primer acto totalmente novedoso, un
cuarto de hora de música continua, fluida y variada, que se va adaptando a la
situación dramática y que va construyendo por acumulación un clímax musical y teatral que sólo será superado por
el mágico final del segundo acto de Le
nozze di Figaro, ópera de la que La finta giardiniera es un claro precedente.
En el terreno de la ópera seria, Mozart
dejó su inconfundible impronta con la
composición de Idomeneo, rè di Creta.
Compuesta por encargo de la Corte muniquesa y estrenada allí el 29 de enero de
1781, supone un claro intento por parte
de Mozart por seguir la senda de la reforma de la ópera seria emprendida por
Gluck dos décadas atrás. Intentando romper la estricta separación entre recitativo y aria y el estatismo del aria da capo
–con una estructura A-B-A–, Gluck, a partir de Orfeo ed Euridice (1762) y, sobre
todo, de Alcestes (1767), había desarrollado un tipo de tejido musical continuo,
en el que un declamado melódico desembocaba en expansiones tipo aria, pero sin las repeticiones ni las concesiones al exhibicionismo vocal de la ópera
tradicional. Todo ello, junto a una orquestación más densa y una participación
más activa del coro y los abundantes números de conjunto, diseñaba una ópera
mucho más teatral y dinámica. En Idomeneo, Mozart demuestra haber asimilado y perfeccionado las lecciones del
maestro. Por fortuna, es la ópera de la
que mayor documentación nos ha llegado, merced a la nutrida correspondencia
mantenida por Wolfgang con su padre,
de manera que podemos seguir casi día
a día el proceso de creación. A través de
estas cartas, se manifiesta la obsesión mozartiana –hasta el punto de elaborar hasta tres soluciones musicales diversas para algunos pasajes– por encontrar un lenguaje musical netamente teatral, ágil y sin
interrupciones. Las sugerencias al libretista salzburgués, el abate Varesco,
muy atado aún al modelo metastasiano,
61
construidos y eficaces, especialmente en
el terreno de la ópera cómica. Según se
desprende de sus Memorias, su sintonía con Mozart fue total e inmediata, reconociendo que fue el salzburgués quien
le sugirió escribir los libretos de Le nozze di Figaro (1786) y de Don Giovanni
(1787). Junto a la tercera colaboración
–Così fan tutte, bastante más original que
las anteriores–, se trata de las verdaderas
obras maestras de la dramaturgia musical desde los tiempos de Monteverdi y
hasta las últimas óperas de Verdi.
Sin rival hasta Wagner
Litografía de Marc Chagall para La Flauta Mágica, una de las mejores óperas de Mozart, que
contiene alusiones a la masonería y al poder mágico de la música.
perseguían romper el estatismo de la ópera tradicional, de manera que se puede
atribuir a Mozart la teatralidad de escenas
como la primera, con la transición entre
la obertura y el coro inicial y de éste al
primer encuentro entre Idomeneo e Idamante, o la resolución final con el oráculo de Neptuno tras los gritos desesperados de la plebe ante el ataque del monstruo marino. En definitiva, una reconstrucción de la vieja ópera seria que, hoy
día, resulta aún válida y que comienza
a ser justamente apreciada por los teatros
–la actual temporada de la Scala de Milán
suponía la alternancia recitativo-aria, para ir más allá, hacia un auténtico teatro
musical donde, guardando siempre el
predominio de la música –“En la ópera,
la poesía debe ser siempre la criada sumisa de la música”, dijo en una carta a
Stephanie, libretista de El rapto–, ésta se
convierta en el motor del espectáculo,
en la energía que hace avanzar la acción.
Sólo necesitaba un libretista que compartiese su visión de la ópera para poder
desarrollar todo su genio escénico. Y entonces llegó el encuentro crucial en Viena con Lorenzo da Ponte. Típico perso-
“En la ópera, la poesía debe ser siempre la
criada sumisa de la música”, escribió
Mozart a Stephanie, libretista de EL RAPTO
se abrió el 7 de diciembre precisamente
con esta ópera.
Las discusiones con Varesco respecto
al texto de Idomeneo, así como la activa participación de Mozart en el libreto
de El rapto en el serrallo (Viena, 1782),
muestran a las claras que el compositor
estaba ya en aquellos años pensando en
un tipo de soporte literario que rompiese con las ataduras tradicionales, con los
avances y retrocesos dramáticos que
62
naje dieciochesco, judío convertido al
cristianismo más por conveniencia que
por creencia, antiguo abate secularizado
y volcado sobre las tareas más mundanas, seductor impenitente y dueño de
una amplia cultura literaria, había engatusado a la Corte vienesa para que lo
nombrase poeta oficial. Los compositores más afamados hacían cola para conseguir uno de sus libretos, no siempre
demasiado originales, pero sí bien
Ni es éste el lugar ni quien escribe el indicado para analizar estas tres óperas, pero sí quisiera aquí señalar simplemente
algunas cuestiones fundamentales. En
primer lugar, el refinamiento creciente
de la escritura orquestal, cada vez más
autónoma y sutil, con perfiles netamente sinfónicos –especialmente en Don
Giovanni– no alcanzados, cuanto menos, hasta las óperas wagnerianas. En segundo lugar, la individualización psicológica de cada personaje a través de su
música, haciendo que Susanna, Fígaro,
Leporello o Donna Anna queden fijados
en nuestra memoria a través de sus melodías. Y en tercer lugar, la perfecta conjunción texto-música y la construcción
de un lenguaje dramático-musical sin parangón. Escuchen, vean y lean, el final
del segundo acto y el del último de Le
nozze, con esa maravillosa intensificación secuencial y esa asombrosa cascada de ideas musicales; o la penúltima escena de Don Giovanni, realmente impactante; o, en un tono más ligero, pero
de una sutilidad sin límites, los abundantes ensembles de Cosí fan tutte, auténtica quintaesencia de la sabiduría musical de Mozart.
Queda, me dirán, La flauta mágica:
poco se puede decir de una música que
no es de este mundo.
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PARA SABER MÁS
EINSTEIN, A., Mozart, Barcelona, 1995
(ed. original, 1945).
ELIAS, N., Mozart. Sociología de un genio,
Barcelona, 1991.
GAY, P., Mozart, Barcelona, Mondadori, 2001.
HILDESHEIMER, W., Mozart, Barcelona, Salvat,
1985.
JACKSON, G., Mozart. Biografía de uno de los
grandes artistas de la Humanidad, Barcelona,
Península, 2006.
KUNZE S., Las óperas de Mozart, Madrid,
Alianza, 1990.