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Departamento didáctico de Filosofía
KANT
EL CONTENIDO DE CONTESTACIÓN A LA PREGUNTA: ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?
El artículo Contestación a la pregunta:¿Qué es la Ilustración? es uno de los estudios que,
junto a una Idea para una historia general concebida en sentido cosmopolita, Kant, publicó en la
Revista mensual de Berlín en el número correspondiente a los meses de noviembre y diciembre de
1784. En ellos aparece prefigurado la nueva orientación kantiana hacia la metafísica de la historia.
En estos dos artículos del año 1784, aparentemente redactados a la ligera, podemos
contemplar ya todos los fundamentos de la nueva concepción kantiana sobre la naturaleza del
Estado y de la Historia.
En el primero de los trabajos, Kant, abandonando ya la fundamentación histórica de tipo
roussoniano, considera como algo utópico la idea de una vuelta al estado primitivo de naturaleza,
tanto en cuanto hecho como en cuanto ideal moral. Kant muestra ahora su convicción de que
solamente a través de la sociedad puede llegar a realizarse empíricamente la misión del ideal de la
autoconciencia moral del ser humano. Ahora, según Kant, las pautas medidoras de la validez del
Estado, no residen tanto en lo que pueda hacer por la supervivencia física y el bienestar del
individuo, sino por los medios que ponga al alcance de este para la consecución de la libertad. Kant
piensa que el camino de la historia solamente tiene sentido si en ésta se va desarrollando el camino
hacia leyes autónomas que vayan remontando siempre las leyes de la coacción. Y es que la misma
naturaleza humana explica el sentido de esta realidad; su misma indefensión al nacimiento, frente a
otros animales, es un acicate que le mueve a salir de sus natural limitación y aislamiento. Por ello,
afirma Kant, no fue in impulso social (al modo aristotélico) lo que llevó al hombre a vivir en sociedad,
sino el aguijón de la necesidad. Tampoco es cierto, señala, que la cohesión social tenga su base en
la armonía interior primitiva de las voluntades particulares (Rousseau). Los hombres bondadosos por
naturaleza son como las ovejas que apacientan, de tal modo que apenas atribuirían a su existencia
mayor valor que el que tiene este ganado. La verdadera idea del orden social no consiste en hacer
que las voluntades individuales desaparezcan en una nivelación general, sino en mantenerlas en su
propia peculiaridad y, por tanto, en su antagonismo. Se trata de lograr determinar la libertad de cada
individuo de tal forma que termine allí en donde empiece la libertad de los demás. La meta ética de la
auténtica libertad de la historia consiste en hacer que la propia voluntad del hombre se asimile sobre
esta determinación. Ahora bien, ¿Cómo lograr esto sin la coacción externa?. Según Kant, es este el
problema más difícil que el género humano tiene que resolver. Pero, sin duda alguna, señala Kant,
es éste el verdadero sentido de la historia: la realización progresiva de un plan de la naturaleza que
tienda hacia la completa unificación civil del género humano.
En este contexto, no es de extrañar que Kant rechace de modo absoluto todo intento de
reducir la historia a una mera descripción de sucesos. La historia sólo existe cuando nos
enfrentamos a ella en el plano de los actos, pues el concepto de acto lleva implícito dentro de sí el
concepto de libertad, es decir, el intento humano de interiorizar libremente el mundo de la obligación.
Pues bien, es en este contexto en donde habría que situar el segundo de los artículos de
Kant, Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Según Kant, estamos precisamente ante
un peldaño fundamental en la historia de la liberación humana. La época de la Ilustración significa el
abandono definitivo de la minoría de edad del ser humano. Esta época es un ejemplo claro de la
valentía del hombre, el cual, por fin, se ha servido de su inteligencia para pensar por sí mismo,
dejando atrás tutores y consejeros manipuladores. Con la Ilustración se inicia, según Kant, el
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proceso de la propia liberación, que en la línea del progreso nos debería llevar a una auténtica época
ilustrada.
SÍNTESIS DEL PENSAMIENTO DE KANT
Kant se encuentra en el cruce de las cuatro grandes corrientes ideológicas que surcan el siglo
XVIII: racionalismo, empirismo, Ilustración y crítica de la Ilustración llevada a cabo por Rousseau y,
con su obra, pretende solucionar los problemas que plantea este múltiple cruce, que
fundamentalmente son tres: a) ¿cuál es el estatuto de la ciencia?, b) ¿cuál es el conocimiento en
general? y c) ¿cómo debe comportarse el ser humano?
La contestación a las dos primeras preguntas es el objeto de su obra Crítica de la razón pura
y viene determinada por lo que Kant denomina “el hecho de la razón pura”, que es la ciencia físicomatemática de Newton, de cuyo valor no duda en ningún momento. Por eso, parte, para dar la
contestación, del análisis de las características de esta ciencia.
Según Kant, la física y las matemáticas están compuestas de juicios sintéticos a priori, es
decir, de juicios en los que se mezclan dos elementos: uno que proviene de la experiencia y otro que
aporta el sujeto. Sin la aportación del sujeto no hay conocimiento científico, y esa misma aportación
es necesaria tanto en el conocimiento sensible como en el conocimiento intelectual. Sin ella no hay
conocimiento auténtico, y, por lo mismo, en el conocimiento ya no se pone el hombre en contacto
con la realidad, con la cosa en sí –a la que denomina noúmeno -, sino con el objeto del
conocimiento, con el fenómeno.
La teoría de Kant recibe el nombre de idealismo trascendental, ya que en ella lo que el
hombre conoce son sus propias ideas, no es la realidad, que en sí misma es incognoscible, pero sus
ideas no existirían sin una realidad que aportara el elemento material sobre el que se vuelcan los
elementos formales del sujeto.
Precisamente por esto, la metafísica no es una ciencia, ya que pretende conocer la realidad,
independientemente del sujeto y, además, sus objetos –el yo, Dios y el mundo- no son realidades
sensibles que pueda aportar el elemento material necesario para que se produzca un conocimiento
auténtico; la metafísica pretende lograr un conocimiento de realidades de las que el sujeto no puede
tener experiencia y eso es imposible.
En su obra Crítica de la razón práctica trata de dar respuesta a la pregunta de cómo debe
comportarse el ser humano, a la que va unida la de qué es lo que le cabe esperar, que Kant
considera más importantes que las anteriores.
La respuesta a estas preguntas va a venir determinada por lo que Kant denomina “el hecho
de la razón práctica”, que es la existencia en todo hombre de una ley moral, que posee carácter de
imperativo categórico y a la que el hombre debe acomodar su conducta por ser expresión de su
razón. La moral kantiana, es, pues, una moral autónoma, ya que el hombre al cumplir esta ley moral
porque proviene de su propia razón, al cumplir el deber por el deber, se obedece a sí mismo, y es
también una moral universal, ya que los imperativos categóricos, al ser expresión de la naturaleza
racional del hombre, son comunes a todos los seres humanos.
Analizando “el hecho de la razón práctica”, se encuentra también la contestación a la
pregunta de qué es lo que le cabe esperar al hombre. En efecto, para explicar la existencia del orden
moral es necesario postular que el hombre es libre e inmortal y que existe un Ser Supremo, Dios,
que garantiza que el cumplimiento del deber estará recompensado con la felicidad eterna.
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BAIGORRI, CIFUENTES, ORTEGA, PICHEL y TRAPIELLO (1997): Historia de la Filosofía.
Ediciones Laberinto, pág. 192.
CONCEPTOS FUNDAMENTALES.
Contrato social.
Acuerdo o convención por el que los individuos dejan atrás el estado de naturaleza con “el
deseo de tener garantizado legalmente lo que cada uno considera como suyo. Kant acoge en este
caso la tradición de Hobbes y Pufendorf, según los cuales el estado de naturaleza es un estado de
guerra potencial, y entiende que en ese estado los individuos pueden reivindicar su propiedad, pero
sólo provisionalmente, por eso les conviene ingresar en un estado civil, en el que cada individuo
puede defender su propiedad legalmente.
Mientras no existe el estado civil las personas no pueden defender su adquisición contando
<< con la sanción de una ley pública, porque no está determinada por una justicia (distributiva)
pública ni asegurada por ningún poder que ejerza este derecho>>. El contrato es lo que marca el
paso del estado de naturaleza político al estado civil político que se rige por unas leyes comunes y
públicas”
CORTINA, Adela (1997): La paz en Kant: Ética y Política. En Vicente Martínez Guzmán
(edit.), Kant: la paz perpetua, doscientos años después. Nau Llibres, Valencia, pág. 76-77.
Racionalismo-Empirismo.
Corrientes filosóficas modernas que coinciden en que la realidad no existe
independientemente del sujeto que la conoce, pero se distancian en los siguientes aspectos
epistemológicos: los racionalistas piensan que la razón es el origen y el fundamento del
conocimiento y que poseemos ideas innatas, mientras que los empiristas consideran que el origen
de conocimiento reside en la experiencia sensible, negando, por tanto, la existencia de ideas innatas;
los racionalistas aseguran que podemos acceder a un conocimiento objetivo y universal, mientras
que los empiristas mantienen que solo podemos obtener un conocimiento probable; los racionalistas
afirman que el conocimiento es limitado porque la razón es infinita (la metafísica es ciencia), mientras
que los empiristas sostienen que el conocimiento es limitado, pues solo podemos conocer lo que
podemos percibir (imposibilidad de la metafísica como ciencia).
AFONSO RAMÍREZ, J. M. y HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, J.L.: Textos de filosofía para la prueba
de acceso a la universidad. Editorial Anaya. 2011
Libertad
Es el requisito necesario para que tenga lugar la Ilustración. En concreto, Kant defiende la libertad de
hacer uso público de la razón: posibilidad de que una persona, en tanto que experta exprese su
opinión públicamente sin restricciones. Es, además, uno de los postulados de la razón práctica: es la
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condición de posibilidad de la moralidad, pues solo un ser libre es responsable y posee conducta
moral. El grado de moralidad de un pueblo revela su grado de libertad. Kant distingue dos sentidos
de libertad: a) se refiere a la acción que es independiente de todo lo natural y b) es la capacidad de
los seres humanos para determinarse a obrar según leyes que son dadas por su propia razón (ley
moral). Libertad equivale a autonomía de la voluntad. El fundamento de la moralidad no es el libre
albedrío, sino la libertad idéntica a la ley moral.
AFONSO RAMÍREZ, J. M. y HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, J.L.: Textos de filosofía para la prueba
de acceso a la universidad. Editorial Anaya. 2011
Giro copernicano.
(O revolución copernicana en Filosofía).
Revolución filosófica propuesta por Kant para entender cómo es posible el conocimiento
sintético a priori. Da lugar al Idealismo Trascendental.
Kant explica el cambio que supone su filosofía en la concepción del conocimiento basándose en una
analogía con la revolución copernicana. En astronomía, Copérnico comprendió que no se podía
entender el movimiento de los objetos celestes con la tesis según la cual la Tierra está en el centro
del Universo y el Sol y los demás objetos celestes giran a su alrededor, comprendió que para
entender el movimiento de los objetos celestes era necesario cambiar la relación poniendo al Sol en
el centro y suponiendo que es la Tierra la que gira a su alrededor. Kant considerará que en filosofía
es preciso una revolución semejante a la copernicana: en filosofía el problema consiste en explicar el
conocimiento sintético a priori; la filosofía anterior a Kant suponía que en la experiencia de
conocimiento el Sujeto cognoscente es pasivo, que el objeto conocido influye en el Sujeto y provoca
en él una representación fidedigna. Con esta explicación podemos entender, en todo caso, el
cocimiento empírico, pero no el conocimiento a priori pues lo extraordinario de este último es que con
él podemos saber algo de las cosas antes de experimentarlas, es decir, antes de que puedan influir
en nuestra mente. Kant propone darle la vuelta a la relación y aceptar que en la experiencia
cognoscitiva el Sujeto cognoscente es activo, que en el acto de conocimiento el Sujeto cognoscente
modifica la realidad conocida. Según Kant, podemos entender el conocimiento sintético a priori si
negamos que nosotros nos sometemos a las cosas, si aceptamos que son más bien las cosas las
que se deben someter a nosotros: dado que para conocer un objeto antes ha de someterse a las
condiciones de posibilidad de toda experiencia posible, es decir a las condiciones formales –a prioriimpuesta por la estructura de nuestras facultades cognoscitivas, es posible saber a priori alguno de
los rasgos que ha de tener cuanto esté presente ante nosotros, precisamente los rasgos que
dependen de dichas condiciones. Estas ideas las resume Kant con la siguiente frase:”sólo podemos
conocer a priori de las cosas aquello que antes hemos puesto en ellas”. En resumen, el giro
copernicano hace mención al hecho de que sólo podemos comprender el conocimiento a priori si
admitimos que sólo conocemos los fenómenos y no las cosas en sí mismas o noúmenos, si
admitimos el Idealismo Trascendental como la filosofía verdadera.
Imperativo.
O mandatos. Principios prácticos subjetivos que describen cómo nos debemos conducir.
Tienen carácter constrictivo.
Cuando la razón se dirige al conocimiento de la realidad da lugar a principios o leyes descriptivas
(del tipo “2+2=4” o “el agua hierve a 100º”); cuando utilizamos la razón para la dirección de nuestra
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conducta obtenemos mandatos (del tipo “debes parar ante un semáforo en rojo”, “debes ser amable
con las personas que te presentan”, “no debes mentir”,…). Kant denomina “principios prácticos” a los
mandatos porque son leyes, pero leyes no teóricas sino prácticas o relativas a la acción. Dice
también que son “objetivas” puesto que aspirar a servir para todo sujeto racional, y de ese modo
diferenciarlos de las máximas o principios prácticos subjetivos.
Imperativos hipotéticos: son los imperativos que prescriben una acción como buena porque
dicha acción es necesaria para conseguir algún propósito. Los imperativos hipotéticos (al igual
que los juicios sintéticos a posteriori) son particulares y contingentes:
• Lo que sea la felicidad depende de las circunstancias empíricas de cada persona;
• Pero incluso aunque fuese la misma para todos (por ejemplo una vida de conocimiento como
parece suponer Aristóteles) el modo de realizar la felicidad depende de circunstancias
empíricas (el modo de realizar la vida contemplativa depende de las circunstancias sociales,
económicas y políticas de cada época).
Imperativo categórico. Mandato de carácter universal y necesario: prescribe una acción como
buena de forma incondicionada, manda algo por la propia bondad de la acción,
independientemente de lo que con ella se pueda conseguir. Declara la acción objetivamente
necesaria en sí, sin referencia a ningún propósito extrínseco. Para Kant sólo este tipo de
imperativo es propiamente un imperativo de moralidad.
Los imperativos categóricos tienen la forma general “debes hacer X”, o , en su versión prohibitiva,
“no debes hacer X; “debes ser veraz”, “no debes robar”, son dos ejemplos de imperativos
categóricos. De todas formas es preciso tener cuidado porque la mera expresión lingüística no es
suficiente para determinar si el imperativo que ha guiado nuestra conducta es hipotético o categórico:
para averiguar si es uno u otro el caso es preciso referirse a lo que ha movido nuestra voluntad: si no
hemos robado, nuestra conducta es conforme al deber (conforme al imperativo “no debes robar”),
pero si no hemos robado por miedo a la policía, el imperativo que hemos seguido es hipotético (“no
debes robar si no quieres tener problemas con la policía”); sin embargo, si no hemos robado porque
la acción de robar es mala en sí misma, independientemente de si nos pueda detener o no la policía,
entonces nuestro imperativo es categórico.
Fórmulas del imperativo categórico:
Fórmula de la ley universal:
“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.
Fórmula del fin en sí mismo:
“Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro,
siempre con un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”.
Fórmula de la ley de la naturaleza:
“Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la
naturaleza”.
Fórmula de la autonomía:
“Obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal
de fines”.
Ilusión trascendental.
Kant divide la lógica trascendental en Analítica trascendental y Dialéctica trascendental. A la primera,
que trata de los elementos a priori del entendimiento necesarios para pensar cualquier objeto, la
llama “lógica de la verdad” y a la segunda “lógica de la ilusión”.
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Los tres objetos principales de la metafísica, que Kant denomina Ideas de la Razón, son el yo,
el mundo y Dios. En el momento en que la razón quiere conocer el objeto aplica su mecanismo de
síntesis basado en el uso de las categorías. Pero estas ideas (metafísicas) no forman parte del
fenómeno (puesto que no hay nada empírico que corresponda a estas ideas), y la razón incurre en
contradicciones y trampas lógicas cuando intenta conocerlas (no podemos aplicar categorías a los
noúmenos). La razón cae en el engaño y en la “ilusión” (sofística) de traspasar los límites impuestos,
pues cree que puede hacer afirmaciones sobre objetos que están más allá de la experiencia. Este
engaño que sufre la razón, lo llama Kant ilusión trascendental porque supone la pretensión de ir más
allá del uso empírico de las categorías, en la creencia de que así se logra extender el campo del
conocimiento.
Esta ilusión es inevitable y natural, y la “Dialéctica trascendental” tiene la tarea de
desenmascarar estos sofismas y engaños de la razón cuando pretende un uso trascendente de las
categorías y persigue la ilusión de traspasar sus límites.
Para Kant, el abuso que se hace del uso de las categorías, que solo pueden ser aplicadas a lo
que es intuido, nos conduce a la ilusión de los juicios trascendentes, donde un juicio nos lleva más
allá del uso empírico de las categorías y nos distrae con una alucinación de una ampliación del
entendimiento puro, dando como resultado la ilusión trascendental.
¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?
Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo
responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su
entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad
cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para
servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu
propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.
Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con
gusto, menores de edad durante toda su vida, pese a que la Naturaleza los haya liberado hace ya
tiempo de una conducción ajena (haciéndoles físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan
fácil a otros el erigirse en tutores suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro
que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a
un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias. No me
hace falta pensar, siempre que pueda pagar; otros asumirán por mí tan engorrosa tarea. El que la
mayor parte de los hombres (incluyendo a todo el bello sexo) consideren el paso hacia la mayoría de
edad como algo harto peligroso, además de muy molesto, es algo por lo cual velan aquellos tutores
que tan amablemente han echado sobre sí esa labor de superintendencia. Tras entontecer primero a
su rebaño e impedir cuidadosamente que esas mansas criaturas se atrevan a dar un solo paso fuera
de las andaderas donde han sido confinados, les muestran luego el peligro que les acecha cuando
intentan caminar solos por su cuenta y riesgo. Mas ese peligro no es ciertamente tan enorme, puesto
que finalmente aprenderían a caminar bien después de dar unos cuantos tropezones; pero el
ejemplo de un simple tropiezo basta para intimidar y suele servir como escarmiento para volver a
intentarlo de nuevo.
Así pues, resulta difícil para cualquier individuo el zafarse de una minoría de edad que casi se
ha convertido en algo connatural. Incluso se ha encariñado con ella y eso le hace sentirse realmente
incapaz de utilizar su propio entendimiento, dado que nunca se le ha dejado hacer ese intento.
Reglamentos y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso racional –o más bien abuso- de sus
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dotes naturales, constituyen los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien lograra
quitárselos acabaría dando un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, al no estar
habituado a semejante libertad de movimientos. De ahí que sean muy pocos quienes han
conseguido, gracias al cultivo de su propio ingenio, desenredar las ataduras que les ligaban a esta
minoría de edad y caminar con paso seguro.
Sin embargo, hay más posibilidades de que un público se ilustre a sí mismo; algo que casi es
inevitable, con tal de que se le conceda libertad. Pues ahí siempre nos encontraremos con algunos
que piensen por cuenta propia incluso entre quienes han sido erigidos como tutores de la gente, los
cuales, tras haberse desprendido ellos mismos del yugo de la minoría de edad, difundirán en torno
suyo el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación a pensar por sí mismo.
Pero aquí se da una circunstancia muy especial: aquel público, que previamente había sido sometido
a tal yugo por ellos mismos, les obliga luego a permanecer bajo él, cuando se ve instigado a ello por
algunos de sus tutores que son de suyo incapaces de toda ilustración; así de perjudicial resulta
inculcar prejuicios, pues éstos acaban por vengarse de quienes fueron sus antecesores o sus
autores. De ahí que un público sólo pueda conseguir lentamente la ilustración. Mediante una
revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión generada por la codicia o la
ambición, pero nunca logrará establecer una auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario,
tanto los nuevos prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin
pensamiento alguno.
Para esta ilustración tan sólo se requiere libertad y, a decir verdad, la más inofensiva de
cuantas pueden llamarse así: el hacer uso público de la propia razón en todos los terrenos.
Actualmente oigo clamar por doquier: ¡No razones!. El oficial ordena: ¡No razones, adiéstrate! El
asesor fiscal: ¡no razones y limítate a pagar tus impuestos! El consejero espiritual: ¡No razones, ten
fe! (Sólo un único señor en el mundo dice: razonad cuanto queráis y sobre todo lo que gustéis, mas
no dejéis de obedecer.) Impera por doquier una restricción de la libertad. Pero, ¿cuál es el límite que
la obstaculiza y cuál es el que, bien al contrario, la promueve? He aquí mi respuesta: el uso público
de su razón tiene que ser siempre libre y es el único que puede procurar ilustración entre los
hombres; en cambio muy a menudo cabe restringir su uso privado, sin que por ello quede
particularmente obstaculizado el progreso de la ilustración. Por uso público de la propia razón
entiendo aquél que cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que configura
el universo de los lectores. Denomino uso privado al que cabe hacer de la propia razón en una
determinada función o puesto civil que se le haya confiado. En algunos asuntos encaminados al
interés de la comunidad se hace necesario un cierto automatismo, merced al cual ciertos miembros
de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para verse orientados por el gobierno hacia
fines públicos mediante una unanimidad artificial o, cuando menos, para que no perturben la
consecución de tales metas. Desde luego, aquí no cabe razonar, sino que uno ha de obedecer. Sin
embargo, en cuanto esta parte de la maquinaria sea considerada como miembro de una comunidad
global e incluso cosmopolita y, por lo tanto, se considere su condición de alguien instruido que se
dirige sensatamente a un público mediante sus escritos, entonces resulta obvio que puede razonar
sin afectar con ello a esos asuntos en donde se vea parcialmente concernido como miembro pasivo.
Ciertamente, resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores le hayan ordenado algo,
pretendiese sutilizar en voz alta y durante el servicio sobre la conveniencia o la utilidad de tal orden;
tiene que obedecer. Pero en justicia no se le puede prohibir que, como experto, haga observaciones
acerca de los defectos del servicio militar y los presente ante su público para ser enjuiciados. El
ciudadano no puede negarse a pagar los impuestos que se le hayan asignado; e incluso una
indiscreta crítica hacia tales tributos al ir a satisfacerlos quedaría pena1izada como un escándalo
(pues podría originar una insubordinación generalizada). A pesar de lo cual, él mismo no actuará
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contra el deber de un ciudadano si, en tanto que especialista, expresa públicamente sus tesis contra
la inconveniencia o la injusticia de tales impuestos. Igualmente, un sacerdote está obligado a hacer
sus homilías, dirigidas a sus catecúmenos y feligreses, con arreglo al credo de aquella Iglesia a la
que sirve; puesto que fue aceptado en ella bajo esa condición. Pero en cuanto persona docta tiene
plena libertad, además de la vocación para hacerlo así, de participar al público todos sus
bienintencionados y cuidadosamente revisados pensamientos sobre las deficiencias de aquel credo,
así como sus propuestas tendentes a mejorar la implantación de la religión y la comunidad
eclesiástica. En esto tampoco hay nada que pudiese originar un cargo de conciencia. Pues lo que
enseña en función de su puesto, como encargado de los asuntos de la Iglesia, será presentado
como algo con respecto a lo cual él no tiene libre potestad para enseñarlo según su buen parecer,
sino que ha sido emplazado a exponerlo según una prescripción ajena y en nombre de otro. Dirá:
nuestra Iglesia enseña esto o aquello; he ahí los argumentos de que se sirve. Luego extraerá para su
parroquia todos los beneficios prácticos de unos dogmas que él mismo no suscribiría con plena
convicción, pero a cuya exposición sí puede comprometerse, porque no es del todo imposible que la
verdad subyazca escondida en ellos o, cuando menos, en cualquier caso no haya nada
contradictorio con la religión íntima. Pues si creyese encontrar esto último en dichos dogmas, no
podría desempeñar su cargo en conciencia; tendría que dimitir. Por consiguiente, el uso de su razón
que un predicador comisionado a tal efecto hace ante su comunidad es meramente un uso privado;
porque, por muy grande que sea ese auditorio, siempre constituirá una reunión doméstica; y bajo
este respecto él, en cuanto sacerdote, no es libre, ni tampoco le cabe serlo, al estar ejecutando un
encargo ajeno. En cambio, como alguien docto que habla mediante sus escritos al público en
general, es decir, al mundo, dicho sacerdote disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su
razón, para servirse de su propia razón y hablar en nombre de su propia persona. Que los tutores del
pueblo (en asuntos espirituales) deban ser a su vez menores de edad constituye un absurdo que
termina por perpetuar toda suerte de disparates.
Ahora bien, ¿acaso una asociación eclesiástica –cual una especie de sínodo o (como se
autodenomina entre los holandeses) grupo venerable- no debiera estar autorizada a juramentarse
sobre cierto credo inmutable, para ejercer una suprema e incesante tutela sobre cada uno de sus
miembros y, a través suyo, sobre el pueblo, á fin de eternizarse? Yo mantengo que tal cosa es
completamente imposible. Semejante contrato, que daría por cancelada para siempre cualquier
ilustración ulterior del género humano, es absolutamente nulo e inválido; y seguiría siendo así, aun
cuando quedase ratificado por el poder supremo, la dieta imperial y los más solemnes tratados de
paz. Una época no puede aliarse y conjurarse para dejar a la siguiente en un estado en que no le
haya de ser posible ampliar sus conocimientos (sobre todo los más apremiantes), rectificar sus
errores y en general seguir avanzando hacia la ilustración. Tal cosa supondría un crimen contra la
naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste justamente en ese progresar; y la posteridad
estaría por lo tanto perfectamente legitimada para recusar aquel acuerdo adoptado de un modo tan
incompetente como ultrajante. La piedra de toque de todo cuanto puede acordarse como ley para un
pueblo se cifra en esta cuestión: ¿acaso podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante ley? En
orden a establecer cierta regulación podría quedar estipulada esta ley, a la espera de que haya una
mejor lo antes posible: que todo ciudadano y especialmente los clérigos sean libres en cuanto
expertos para expresar públicamente, o sea, mediante escritos, sus observaciones sobre los
defectos de la actual institución; mientras tanto el orden establecido perdurará hasta que la
comprensión sobre la índole de tales cuestiones se haya extendido y acreditado públicamente tanto
como para lograr, mediante la unión de sus voces (aunque no sea unánime), elevar hasta el trono
una propuesta para proteger a esos colectivos que, con arreglo a sus nociones de una mejor
comprensión, se hayan reunido para emprender una reforma institucional en materia de religión, sin
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molestar a quienes prefieran conformarse con el antiguo orden establecido. Pero es absolutamente
ilícito ponerse de acuerdo sobre la persistencia de una constitución religiosa que nadie pudiera poner
en duda públicamente, ni tan siquiera para el lapso que dura la vida de un hombre, porque con ello
se anula y esteriliza un período en el curso de la humanidad hacia su mejora, causándose así un
grave perjuicio a la posteridad. Un hombre puede postergar la ilustración para su propia persona y
sólo por algún tiempo en aquello que le incumbe saber; pero renunciar a ella significa por lo que
atañe a su persona, pero todavía más por lo que concierne a la posteridad, vulnerar y pisotear los
sagrados derechos de la humanidad. Mas lo que a un pueblo no le resulta lícito decidir sobre sí
mismo, menos aún le cabe decidirlo a un monarca sobre el pueblo; porque su autoridad legislativa
descansa precisamente en que reúne la voluntad íntegra del pueblo en la suya propia. A este
respecto, si ese monarca se limita a hacer coexistir con el ordenamiento civil cualquier mejora
presunta o auténtica, entonces dejará que los súbditos hagan cuanto encuentren necesario para la
salvación de su alma; esto es algo que no le incumbe en absoluto, pero en cambio sí le compete
impedir que unos perturben violentamente a otros, al emplear toda su capacidad en la determinación
y promoción de dicha salvación. El monarca daña su propia majestad cuando se inmiscuye
sometiendo al control gubernamental los escritos en que sus súbditos intentan clarificar sus
opiniones, tanto si la hace por considerar superior su propio criterio, con lo cual se hace acreedor del
reproche: Caesar non est supra Grammaticos, como -mucho más todavía- si humilla su poder
supremo al amparar, dentro de su Estado, el despotismo espiritual de algunos tiranos frente al resto
de sus súbditos.
Si ahora nos preguntáramos: ¿acaso vivimos actualmente en una época ilustrada?, la
respuesta sería: ¡No!, pero sí vivimos en una época de Ilustración. Tal como están ahora las cosas
todavía falta mucho para que los hombres, tomados en su conjunto, puedan llegar a ser capaces o
estén ya en situación de utilizar su propio entendimiento sin la guía de algún otro en materia de
religión. Pero sí tenemos claros indicios de que ahora se les ha abierto el campo para trabajar
libremente en esa dirección y que también van disminuyendo paulatinamente los obstáculos para
una ilustración generalizada o el abandono de una minoría de edad de la cual es responsable uno
mismo. Bajo tal mirada esta época nuestra puede ser llamada «época de la Ilustración» o también
«el Siglo de Federico».
Un príncipe que no considera indigno de sí reconocer como un deber suyo el no prescribir a
los hombres nada en cuestiones de religión, sino que les deja plena libertad para ello e incluso
rehúsa el altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad
se lo agradezcan, ensalzándolo por haber sido el primero en haber librado al género humano de la
minoría de edad, cuando menos por parte del gobierno, dejando libre a cada cual para servirse de su
propia razón en todo cuanto tiene que ver con la conciencia. Bajo este príncipe se permite a
venerables clérigos que, como personas doctas, expongan libre y públicamente al examen del
mundo unos juicios y evidencias que se desvían aquí o allá del credo asumido por ellos sin
menoscabar los deberes de su cargo; tanto más aquel otro que no se halle coartado por obligación
profesional alguna. Este espíritu de libertad se propaga también hacia el exterior, incluso allí donde
ha de luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que se comprende mal a sí mismo. Pues
ante dicho gobierno resplandece un ejemplo de que la libertad no conlleva preocupación alguna por
la tranquilidad pública y la unidad de la comunidad. Los hombres van abandonando poco a poco el
estado de barbarie gracias a su propio esfuerzo, con tal de que nadie ponga un particular empeño
por mantenerlos en la barbarie.
He colocado el epicentro de la ilustración, o sea, el abandono por parte del hombre de aquella
minoría de edad respecto de la cual es culpable él mismo, en cuestiones religiosas, porque nuestros
mandatarios no suelen tener interés alguno en oficiar romo tutores de sus súbditos en lo que atañe a
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las artes y las ciencias; y porque además aquella minoría de edad es asimismo la más nociva e
infame de todas ellas. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta primera
Ilustración va todavía más lejos y se da cuenta de que, incluso con respecto a su legislación,
tampoco entraña peligro alguno el consentir a sus súbditos que hagan un uso público de su propia
razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de dicha
legislación, aun cuando critiquen con toda franqueza la que ya ha sido promulgada; esto es algo de
lo cual poseemos un magnífico ejemplo, por cuanto ningún monarca ha precedido a ése al que
nosotros honramos aquí.
Pero sólo aquel que, precisamente por ser ilustrado, no teme a las sombras, al tiempo que
tiene a mano un cuantioso y bien disciplinado ejército para tranquilidad pública de los ciudadanos,
puede decir aquello que a un Estado libre no le cabe atreverse a decir: razonad cuanto queráis y
sobre todo cuanto gustéis, ¡con tal de que obedezcáis! Aquí se revela un extraño e inesperado, curso
de las cosas humanas; tal como sucede ordinariamente, cuando ese decurso es considerado en
términos globales, casi todo en él resulta paradójico. Un mayor grado de libertad civil parece
provechosa para la libertad espiritual del pueblo y, pese a ello, le coloca límites infranqueables; en
cambio un grado menor de esa libertad civil procura el ámbito para que esta libertad espiritual se
despliegue con arreglo a toda su potencialidad. Pues, cuando la naturaleza ha desarrollado bajo tan
duro tegumento ese germen que cuida con extrema ternura, a saber, la propensión y la vocación
hacia el pensar libre, ello repercute sobre la mentalidad del pueblo (merced a lo cual éste va
haciéndose cada vez más apto para la libertad de actuar) y finalmente acaba por tener un efecto
retroactivo hasta sobre los principios del gobierno, el cual incluso termina por encontrar conveniente
tratar al hombre, quien ahora es algo más que una máquina, conforme a su dignidad.
Königsber (Prusia), 30 de Septiembre de 1784
Kant, I; “¿Qué es la ilustración?, Alianza Editorial, Madrid 2004, pp.81-93.
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