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ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE MONTSERRAT
Homilía del P. Abad Josep M. Soler 3 de febrero de 2013 Is 56, 16-7; Heb 12, 18-19.22-24; Lc 19, 1-10 Hoy, queridos hermanos y hermanas, hace 421 años que fue dedicada esta basílica.
Por eso en Montserrat este domingo no seguimos el ciclo de lecturas que
correspondería, sino las del aniversario de la dedicación. Se trata de una solemnidad
que celebramos con gozo porque nos habla de cuando el Señor tomó posesión de
este lugar y de la obra que realiza cada día a favor de los monjes, los escolanes, los
peregrinos y los visitantes.
La liturgia prevé precisamente para el aniversario de la dedicación de una iglesia la
proclamación de este evangelio sobre Zaqueo que acabamos de escuchar. Da la
razón la última frase del texto, que sintetiza todo el contenido del pasaje: hoy ha sido
la salvación de esta casa. La salvación entró en casa de Zaqueo el día en que Jesús
se hospedó en ella, porque Jesús es "Dios que salva". Y la salvación entró en esta
basílica cuando el Señor tomó posesión de ella al ser dedicada.
Os invito a detenernos un poco a considerar el texto evangélico desde esta
perspectiva de la entrada del Señor en esta casa. Primero, situemos el personaje.
Zaqueo era jefe de publicanos y rico; rico según se desprende de la narración debido a
los negocios sucios que hacía recaudando como impuestos una cantidad superior a la
que realmente pagaba al estado romano. De hecho, los cobradores de impuestos, o
publicanos, eran mal vistos por la gente debido a que cobraban excesivamente y se
beneficiaban, y, desde el punto de vista religioso, eran considerados impuros,
pecadores públicos, además de colaboracionistas con el poder romano que ocupaba
el país. Lo cual no deja de ser una ironía en este pasaje evangélico, porque el nombre
Zaqueo significa "puro" o "inocente".
A partir, pues, del episodio de la entrada de Jesús en casa de Zaqueo, el evangelista
san Lucas describe una narración típica de conversión. El hombre busca distinguir
quién era Jesús; no es una simple curiosidad superficial. Ha oído hablar de aquel
rabino que acababa de dar la vista a un ciego en la entrada de su ciudad de Jericó,
porque según dice el evangelio, todo el pueblo se maravilló (cf. Lc 18, 35-43). Zaqueo
se siente atraído por la fuerza espiritual de Jesús y quiere aprovechar la ocasión de
que pasa para verlo, para conocerlo. Y Jesús interpreta la búsqueda de aquel hombre
encaramado arriba del árbol. Y le satisface el deseo más profundo. Lo que podía
haber sido un mero encuentro accidental se convierte, por voluntad de Jesús y por la
apertura de corazón de Zaqueo, en un encuentro profundo, en una oportunidad de
dialogar en la intimidad del hogar. Y, a partir de ahí, en un cambio de vida por parte de
Zaqueo, en una conversión sincera, después de haber dejado entrar a Jesús en su
vida, de haber escuchado su palabra y de haber compartido con él la hospitalidad de
la comida. Zaqueo acoge con prontitud y con toda libertad la gracia que le es ofrecida,
cambia de vida, restituye ampliamente lo que había defraudado y comparte
generosamente con los pobres. El ambiente impuro de aquella casa, no contamina al
huésped Jesús, como sería el caso según la mentalidad judía expresada por la
sorpresa de la gente que lo ve, sino que la presencia de Jesús, el único Puro, lo
purifica todo, y el encuentro se convierte en ocasión de curación espiritual y de
salvación. Y, por tanto, experiencia de la alegría más profunda.
La salvación que entró en casa de Zaqueo, entró también aquí el día que fue dedicada
esta casa que es nuestra basílica. Aquí Jesús se encuentra con los hombres y mujeres
que vienen y, por poco que estén abiertos, les deja oír su palabra, les llama a la
conversión, les vigorizar con los sacramentos y les invita a la mesa de la Eucaristía; y
a partir de esto les infunde la alegría de su presencia, les enseña a amar sin límites y
les propone la solidaridad con los demás. Lo hace para que también nosotros
encontremos la salvación, a pesar de nuestros desconciertos, nuestras debilidades y
nuestra realidad pecadora. Nosotros entramos en esta casa -al igual que desde hace
siglos han entrado miles y miles de personas- con el bagaje de nuestra historia
personal, con la confluencia de bien y de mal que hay en nuestro interior; pero aquí,
bajo la mirada maternal de Santa María, podemos abrir el corazón ante el Señor, y él
pone su perdón y su paz. Y a partir de esta experiencia de la generosidad amorosa de
Dios, brota la alabanza y el culto que monjes, escolanes y peregrinos le tributamos en
este lugar, abriendo nuestra mente y nuestro corazón a la oración de súplica en favor
de toda la humanidad.
Como veis, la basílica no es el lugar de los que se creen perfectos o se consideran
puros, sino el de los pecadores, de los necesitados de gracia y de consuelo que, como
Zaqueo, quieren dejar entrar al Salvador en su vida para que les purifique. Y este es
también el misterio de la Iglesia. Lo que ocurre en los edificios que llamamos iglesias,
refleja la realidad de la Iglesia-comunidad de los que creen en Cristo. La Iglesiacomunidad debe continuar haciendo presente a Jesús y como él debe continuar
perdonando, curando integralmente a las personas, nutriéndolas en el espíritu,
aportándoles la paz y la alegría en el corazón. Los cristianos hemos de testimoniar
que, una vez hemos dejado entrar a Jesucristo en nuestro interior, él nos pone en
contacto con el dinamismo del Evangelio, cambia las vidas y les da una escala de
valores nueva, lleva a la solidaridad comprometida en favor de los otros, nos restaura
la realidad de hijos de Dios que el pecado desfigura y nos devuelve la alegría de vivir
la relación filial con el Padre. Pero no lo hace aislándonos unos de los otros, sino
haciéndonos descubrir que tenemos una multitud de hermanos con los que podemos
alabar a la Santa Trinidad y recibir como Pueblo de Dios, la Palabra divina y la gracia
de los sacramentos.
Ahora, en la Eucaristía, el Señor renovará su presencia en esta casa, acojámoslo con
diligencia y sentiremos la alegría del encuentro con él.