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homiletica.iveargentina.org
Solemnidad de
Pentecostés
24
mayo
(Ciclo B) – 2015
Índice
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Textos Litúrgicos
·
·
Lecturas de la Santa Misa
Guión para la Santa Misa
Exégesis
·
·
P. José María Solé Roma, C.F.M.
P. José Antonio Marcone, I.V.E.
Santos Padres
· San Agustín
Aplicación
·
·
·
·
·
P. Alfredo Saenz, S.J.
San Juan XXIII
San Juan Pablo II
SS. Benedicto XVI
P. Jorge Loring S.I.
Textos Litúrgicos
Lecturas de la Santa Misa
Solemnidad de Pentecostés (B)
(Domingo 24 de mayo de 2015)
LECTURAS
MISA DEL DÍA
Todos quedaron llenos del Espirita Santo,
y comenzaron a hablar
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar.
De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que
resonó en toda la casa donde se en­contraban. Entonces vieron aparecer unas
lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos.
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en dis­tintas
lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las na­ciones del
mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro,
porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y
estupor decían:
«¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que
cada uno de nosotros los oye en su propia len­gua? Partos, medos y elamitas, los
que habitamos en la Meso­potamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el
Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia
Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, creten­ses y árabes, todos
los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».
Palabra de Dios.
S almo responsorial 103, lab. 24ac. 29b-31. 34
R. Señor, envía tu Espíritu
y renueva la faz de la tierra.
O bien:
Aleluia.
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
¡La tierra está llena de tus criaturas! R.
Si les quitas el aliento,
expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra. R.
¡Gloria al Señor para siempre,
alégrese el Señor por sus obras!
Que mi canto le sea agradable,
y yo me alegraré en el Señor. R.
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu
para formar un solo Cuerpo
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo
a los cristianos de Corinto 12, 3b-7.12-13
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu
Santo.
Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo
Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de
actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el
Espíritu se manifiesta para el bien común.
Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos
miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también
sucede con Cristo. Porque todos he­mos sido bautizados en un solo Espíritu para
formar un solo Cuer­po —judíos y griegos, esclavos y hombres libres— y todos
hemos bebido de un mismo Espíritu.
Palabra de Dios.
O bien:
El fruto del Espíritu
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo
a los cristianos de Galacia 5, 16-25 Hermanos:
Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no
serán arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el
espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no
pueden hacer todo el bien que quieren. Pero si están animados por el Espíritu, ya
no están sometidos a la Ley.
Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza y
libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y pe­leas, rivalidades y
violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias,
ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza. Les vuelvo a repetir
que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios.
Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz,
magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia.
Frente a estas cosas, la Ley está demás, porque los que pertenecen a Cristo Jesús
han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos. Si vivimos
animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por Él.
Palabra de Dios.
Secuencia
Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.
Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma,
suave alivio de los hombres.
Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de las pasiones,
alegría en nuestro llanto.
Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.
Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.
Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
sana nuestras heridas.
Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.
Concede a tus fieles,
que confían en Ti,
tus siete dones sagrados.
Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
Aleluia
Aleluia.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
enciende en ellos el fuego de tu amor.
Aleluia.
Evangelio
Como el Padre me envió a mí,
yo también los envío a ustedes:
Reciban el Espíritu Santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Juan 20, 19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con
las puertas cerradas por temor a los judíos. En­tonces llegó Jesús y poniéndose en
medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se
llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes!
Como el Padre me envió a mí,
Yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen,
y serán retenidos
a los que ustedes se los retengan».
Palabra del Señor.
O bien:
El Espíritu de la Verdad
les hará conocer toda la verdad
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Juan 15, 26-27; 16, 12-15
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando venga el Paráclito que Yo les enviaré desde el Padre, el
Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, Él dará testimonio de
mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el
principio.
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las
pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad,
Él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí
mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá
sucediendo.
El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a
ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: "Recibirá
de lo mío y se lo anunciará a ustedes".
Palabra del Señor.
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Guión para la Santa Misa
Solemnidad de Pentecostés- Misa del día- 24 de Mayo 2015- Ciclo B
Entrada: El Espíritu del Señor baja hoy del cielo para inaugurar solemnemente la
Iglesia, dirigirla y volcar sobre el mundo las riquezas inagotables de la Redención.
Abramos, en esta Misa, de par en par nuestro corazón a Cristo para que estos
dones prolonguen su vida mística en nosotros.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Hch 2,1-11
Cuando descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles empezaron a hablar en
distintas lenguas.
Salmo Responsorial: 103
Segunda Lectura: 1 Co 12,3b-7.12-13
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo.
O bien Gal 5,16-25
El Apóstol, enumerando los frutos del Espíritu, nos exhorta a vivir y a conducirnos
por este mismo Espíritu.
Secuencia
Evangelio: Jn 20,19-23
El envío de los Apóstoles a evangelizar es un envío en el Espíritu, que les hará
capaces de llevar a cabo el mandato recibido.
O bien Jn 15,26-27; 16,12-17
Nuestro Señor envía al Paráclito desde el Padre para que los Apóstoles conozcan
toda la verdad.
Preces:
Hermanos, dejémonos conducir por el Espíritu de Dios y pidamos con confianza
por nuestras necesidades.
A cada intención respondemos cantando:
* Por la Santa Iglesia, que fecundada por la acción del Espíritu de Vida, acreciente
el número de sus hijos y resplandezca constantemente por la abundancia de sus
virtudes. Oremos.
* Por los gobernantes de las naciones, para que el Espíritu de la verdad los
ilumine, y guiados por Él encuentren caminos razonables y justos para el bien de
todos. Oremos.
* Por los que dudan en su fe, para que redescubran las verdades eternas
confiando en el testimonio y en el poder del Espíritu Santo. Oremos.
* Por todos los miembros de nuestra Familia Religiosa; que, siendo partícipes de la
misma misión de anunciar el Evangelio que Cristo recibió del Padre, seamos, por
la fuerza del Paráclito, sus testigos. Oremos.
* Por todos nosotros, para que acercándonos asiduamente a los sacramentos de
la Confesión y la Eucaristía, recibamos con abundancia los dones que el Huésped
Divino desea derramar en nuestras almas. Oremos.
Renovados por tu Espíritu, te presentamos esta oración de hijos, recíbela y
escúchanos por Jesucristo Nuestro Señor.
Ofertorio:
En el Espíritu Santo presentamos estas ofrendas y nos unimos al Sacrificio
redentor.
Ofrecemos:
* Incienso que suba hasta la majestad de Dios simbolizando las oraciones que
realizamos mediante el Espíritu Consolador.
* Flores a María, encomendándole la Iglesia de la que es Madre.
* Pan y vino, que por el Espíritu vivificante se convertirán en Cristo nuestro
Salvador.
Comunión: Cada comunión renueva en nosotros el misterio de Pente­costés, pues
donde está Cristo está también el Padre y el Espíritu Santo. Dispongamos una
digna morada en nuestro corazón para recibir a Dios.
Salida: Que María, alma de la Iglesia naciente, ejerza su Maternidad sobre
nosotros sus hijos, y nos ayude a ser dóciles al soplo del Espíritu Santo para que
transforme nuestras almas y nos santifique.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _
Argentina)
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Exégesis
P. José María Solé Roma, C.F.M.
Sobre la Primera Lectura: (Hechos 2, 1-11)
Resurrección-Apariciones-Ascensión, son ya Era del Espíritu Santo: 'Que después
de la Resurrección se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus
ojos, fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad' (Pref.): San Lucas,
que presentó a Jesús siempre dirigido por el Espíritu, presenta así ahora a su
Iglesia:
- La Era Mesiánica era esperada como efusión de Espíritu Santo. Los Profetas así lo
prometen: Joel es el más explícito: 'Derramaré mi Espíritu sobre toda carne.
Obraré prodigios en los cielos y sobre la tierra' (Jl 3, 1). Y Habacuc nos describe la
nueva Teofanía en luz y en fuego, en huracán y terremoto (Hab 3, 3). Pentecostés
es el nacimiento de la Iglesia, el comienzo de una nueva Era; el Padre y el Hijo nos
envían al Espíritu Santo. La Era Mesiánica será la Era del Espíritu Santo. Se inicia
con un diluvio de 'Fuego' (Espíritu Santo).
- Dios habla en 'signos' que es el mensaje que todos entienden. Los 'signos' que
anuncian solemnemente la misión del Espíritu a la Iglesia son: Un ruido del cielo;
un viento impetuoso; un diluvio de fuego en forma de lenguas ígneas. Este fragor
celeste, este huracán, esta lluvia de fuego son expresivos símbolos de la llegada y
de la obra que va a realizar el Espíritu Santo: Fragor celeste que despierta; Llama
que enardece; Viento que eleva, espiritualiza; Fuego que ilumina, purifica, caldea.
De hecho los Apóstoles, recibido el Espíritu, quedan transmudados, re-nacen. Son
ya valientes, iluminados, puros, fieles, espirituales. A la luz del Espíritu Santo
penetran el sentido de las enseñanzas de Cristo, hasta entonces enigmáticas para
ellos.
- El don de lenguas, o 'glosolalia', es un carisma para alabar a Dios (cf. 1 cor 10,
14). Como en estado extático cantan los Apóstoles la Gloria de Dios en todas las
lenguas. Los oyentes, a su vez, a la luz del Espíritu, los comprenden y se unen a
ellos. Este fenómeno sobrenatural quiere demostrar que han cesado las
disgregaciones (de lengua, raza, cultura, religión) que pesaban como maldición
sobre los hombres (Gn. 11, 1-9). El Espíritu Santo hará de todos los redimidos por
Cristo un único Pueblo de Dios. La única condición para ser beneficiarios de esa
gracia, de esa nueva creación, es la conversión y la fe: 'Convertíos y recibid el
Bautismo en el nombre de Jesucristo en remisión de vuestros pecados. Y
recibiréis el don del Espíritu Santo' (Hch 2, 38). Si el orgullo produjo discordia y
frustración, la fe nos da armonía y salvación.
Sobre la Segunda Lectura (1Cor 12, 3-7. 12-13)
San Pablo nos presenta un cuadro muy interesante de la actuación interior del
Espíritu Santo en las almas; y también de las manifestaciones carismáticas y
maravillosas que enriquecieron desde los principios a la Iglesia y la mostraron:
'Sacramento universal de Salvación' (L. G. 48):
- El don de la fe y la confesión de la fe son gracias del Espíritu. Sin esta gracia no
podemos llegar a la zona de la fe (3 b). A la vez, la gracia del Espíritu salvaguarda
de todo error y desorientación nuestra fe (3 a). Si queremos que nuestra fe no
sufra titubeos, confusionismos y desviaciones, pidamos humildemente la gracia
del Espíritu Santo.
- En las primitivas Comunidades, en las que la jerarquía no podía actuar con la
trabazón e institución que adquirió con el desarrollo de la iglesia, el Espíritu Santo
suplía con una profusión de dones carismáticos los que hoy llama la teología:
'Gracias gratis datas'. Los carismas, de nuevo puestos de relieve por el Vaticano II,
no se dan al fiel para su santificación, sino para el bien inmediato de la
Comunidad (7). Fueron en las primeras Comunidades cristianas un factor
importante para la consolidación de la fe y para su propagación. San Pablo nos da
diferentes listas de los carismas más importantes (8-10; 12, 27-28; Rom. 12, 6-8;
Ef. 4,11). Siempre insiste en que no se dan para provecho propio, ni menos para
fomento de vanidad, ni como exhibicionismo religioso. Todos provienen del
mismo Espíritu y van ordenados al bien de la Iglesia; y sobre todos ellos está la
caridad, don esencial del Espíritu Santo, al que todos debemos aspirar y al que
debemos valorizar más que los carismas.
- En la ordenación, y regulación y uso de los carismas hay que tener presente: al
defender la unidad de la Iglesia no impidamos la diversidad de los carismas. Al
respetar la diversidad de los carismas, no dañemos la unidad de la Iglesia. E ilustra
su enseñanza con el símil del cuerpo humano: uno con variedad de miembros;
pero en el que todos los miembros actúan en razón de la unidad. En el Cuerpo
Místico, que es la Iglesia, el Espíritu es el Alma que lo informa, lo vivifica, lo
santifica, lo vigoriza, lo unifica: 'Bautizados en un Espíritu para formar un Cuerpo'
(13). 'Envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de
santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo' (Pleg. Euc. IV).
Sobre el Evangelio (Juan 20, 19-23)
San Juan nos da en este contexto la misión del Espíritu Santo que San Lucas
describe en Pentecostés.
- El Resucitado se presenta a sus Apóstoles y les enseña las cicatrices de sus llagas,
precio con el cual nos ha ganado el Espíritu Santo. Y les da el 'Signo' de la misión
del Espíritu Santo: 'Sopla sobre ellos' (20). En hebreo, soplo y Espíritu se indican
con la misma palabra.
- Con el don del Espíritu Santo les inunda de Paz: 'Paz a vosotros' (19. 20). 'Paz' en
la Escritura es la síntesis de todos los bienes; y, ya en clave de Espíritu Santo,
indica todos los dones, frutos y carismas del Paráclito. Los Apóstoles tendrán en
todo primacía y plenitud.
- Para la Era del Espíritu Santo estaba prometida la remisión de los pecados (Jer
31, 34). Queda en manos de los Apóstoles el poder de perdonar (23), pues Cristo
los envía como continuadores de su Obra Salvífica y les entrega la plenitud de sus
poderes y autoridad (21).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
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P. José Antonio Marcone, I.V.E.
Centralidad de Pentecostés en la obra de Lucas
El libro de los Hechos de los Apóstoles es la segunda parte de una sola obra
de San Lucas conformada por el tercer Evangelio y por los Hechos, obra unitaria
que nosotros llamaríamos hoy “Historia de los orígenes del Cristianismo”.
En el cuadro general de la obra lucana la narración de Pentecostés
constituye el inicio de la segunda parte de la obra (el libro de los Hechos), así
como la inauguración del ministerio de Jesús constituye el encauzamiento de la
primera (el Evangelio de San Lucas). Al primer bautismo de Jesús en el agua y en
el Espíritu Santo (Lc.3,21ss.) corresponde el primer bautismo de la Iglesia en el
Espíritu Santo y en el fuego (Act.2,1-5). El primer capítulo del libro de los Actos,
paralelamente a Lc.1-2, es como el antecedente o el hecho previo narrado para
preparar y explicar lo que vendrá después. En cambio, con el capítulo segundo se
abre paso la historia de la Iglesia naciente: la historia de la palabra predicada y
escuchada, la historia de la fe propuesta y abrazada, la historia del Espíritu
donado y participado, la historia de la salvación en el tiempo y en el espacio.
Lucas nos dice que Pentecostés es el punto de partida de toda la historia de
salvación. Lucas narra en detalle este punto de partida, por eso primero describe
el hecho histórico de Pentecostés (2,1-13) y, en segundo lugar, nos transmite el
discurso de Pedro, el cual, después de haber sido, junto con los otros, testigo y
partícipe del hecho, se convierte en intérprete delante de los demás (2,14-41).
Nosotros analizaremos ahora la narración del hecho histórico de
Pentecostés (2,1-13). A) En primer lugar, Lucas adopta un género literario
llamado teofánico. B) Además hace referencia a ciertos textos del AT que
conectan el Pentecostés cristiano con el Pentecostés hebreo. C) Por otro lado,
contrapone claramente el Pentecostés cristiano con la confusión de lenguas en
Babel. D) Finalmente Lucas hace uso de ciertos vocablos que nos hablan de su
intención de hacer una verdadera teología de la historia. Todos estos elementos
nos permiten entender ya desde el inicio la concepción profundamente teológica
que Lucas tiene de Pentecostés como hecho histórico y evento salvífico. Veamos
cada uno de estos puntos.
A) Para Lucas Pentecostés es el antitipo de las teofanías
veterotestamentarias. San Lucas, al narrar el hecho histórico de Pentecostés lo
hace al modo como se narraban en el Antiguo Testamento las teofanías de
Yahveh, es decir, la manifestaciones de Dios (cf. Ex.3,2ss; 19,16-20; Lev.9,23ss;
Deut.4,11b.12.33-36; 5,4.22ss.; 1Re.19,11b-13; Is.6; Ez.1; Sal.18,8-16; 68,8s.;
77,16-20; 97,1-6; etc.). De esta manera Lucas pone de relieve su significado
teológico: Pentecostés, para Lucas, es el antitipo de las teofanías antiguas entre
las cuales está en primer lugar la del Sinaí (Ex.19,16-20). De manera que
Pentecostés es la realidad por excelencia, es la teofanía por antonomasia
(mientras las antiguas eran sólo sombras); es un momento histórico privilegiado
en el cual Dios lleva adelante su plan de salvación, revelándose en modo aún más
explícito por medio de Cristo y en el Espíritu.
B) Pero el Pentecostés cristiano, para Lucas, es también el cumplimiento del
pentecostés hebreo. La fiesta hebrea que con el tiempo se llamó ‘Pentecostés’ era
la fiesta de la siega, la fiesta de la cosecha. Esta fiesta se debía celebrar siete
semanas después de la Pascua y por eso el nombre original era el de ‘Fiesta de las
Semanas’. Existen dos puntos de contacto textual entre el decreto del
Deuteronomio (16,9-13) donde se establece legalmente la fiesta, y el relato
lucano de Pentecostés. En primer lugar, la mención explícita de la fiesta en uno y
otro texto (Deut.16,9; Act.2,1: “Al llegar el día de Pentecostés…”). En segundo
lugar, la correspondencia entre el regocijo con que festejarán los israelitas “en el
lugar elegido por Yahveh tu Dios para morada de su nombre” (Deut.16,11) y el
hecho de que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Act.2,4; cf. también
Act.2,13.15). Lo que Lucas quiere expresar con todo esto es lo siguiente: con la
nueva efusión del Espíritu, Dios no se manifiesta más bajo el velo de su nombre
sino directamente con su Espíritu. La presencia de Dios no se da ya por la
habitación del nombre de Yahveh en un lugar material sino por la presencia del
Espíritu mismo. Éste, en vez de habitar en un lugar físico, llena las personas. Todo
esto queda remarcado si recordamos, como dijimos recién, que Lucas ve en el
hecho de Pentecostés una teofanía, es decir, una manifestación de Dios Espíritu
Santo.
Si ponemos esto en contacto con Act.2,5-13 (los beneficios de Pentecostés
llegan a todos los hombres de toda la tierra) concluimos que este don del Espíritu
Santo es ofrecido a todos; todos pueden beneficiarse de él, sin tener necesidad
como antes de una peregrinación al templo, sino con la sola invocación del
nombre del Señor Jesús. Notemos, finalmente, que la alegría con que el pueblo
israelita debía celebrar la fiesta (Deut.16,11) se convierte ahora en la alegría
mesiánica de todos los pueblos (2,5-13), los cuales se congratulan del
advenimiento de la salvación en el “día grande del Señor” (Act.2,20; citación de
Joel 3,4).
El Pentecostés cristiano es también cumplimiento del Pentecostés hebreo
en cuanto éste se había convertido, además de fiesta de la cosecha, también en
fiesta de la renovación de la Alianza realizada en el Sinaí. En el Pentecostés
cristiano la teofanía de Dios que se realiza en el Espíritu Santo establece la Nueva
y definitiva Alianza, que va a consistir principalmente en la presencia interior del
Espíritu Santo en el alma del creyente.
C) Pentecostés, en el pensamiento de Lucas, se contrapone claramente
también a Babel. Según Gen.11,1-9 el pecado de orgullo de los hombres
manifestado en el querer desafiar al cielo con la construcción de una torre, fue
castigado por Dios con una doble punición: la confusión de los lenguajes (11,7) y
la dispersión por toda la tierra (11,8). De allí proviene el nombre de ‘Babel’, que
significa ‘confusión’. En Deut.32,8 se hace mención a esta división y dispersión de
los hombres por toda la tierra: “El Altísimo dividió las naciones”. Hay aquí una
referencia a Gén.11,8. Ahora bien, S. Lucas, para describir el don del Espíritu hace
uso de un verbo (diamerízo = dividir, repartir) que en toda la Biblia aparece
solamente dos veces: justamente en Deut.32,8 (“repartió las naciones”) y en
Act.2,3 (“se repartieron las lenguas de fuego”). El verbo no ha sido elegido por
casualidad: S. Lucas quiere insinuar que en Pentecostés, Cristo ha restaurado la
unión entre los hombres y esto mediante el Espíritu Santo, que es causa eficiente
de unidad. Así como a causa del orgullo del hombre éstos quedaron ‘repartidos’
por toda la tierra, así ahora a causa del Espíritu de unidad que se ‘reparte’ por
todos los hombres éstos vuelven a configurar una unidad.
En los v.5-13 se narra la glosolália como efecto de la venida del Espíritu
Santo, es decir el carisma de hablar en lenguas (cf. 1Cor.12,10; 14,2). Todos los
hombres de todos los pueblos escuchan hablar a los apóstoles en su propia
lengua. La enumeración de los pueblos de los v.9-11 es la de los pueblos
mediterráneos. En conjunto se los describe de este a oeste y de norte a sur. De
esta manera se contrapone el pecado de orgullo de Babel que trajo como efecto
la confusión de lenguas, con la venida del Espíritu Santo que restituye la unidad
en el lenguaje. De esta manera quedan remediadas las dos ‘heridas’
profundísimas creadas por el pecado de orgullo: la división de los hombres y la
confusión de lenguas.
D) Otro indicio que nos hace conocer la teología escondida en la narración
del hecho de Pentecostés es el verbo sumploroústhai, característico y exclusivo
de Lucas (además en Lc.8,23; 9,51). Este verbo tiene un significado espacial:
‘llenar’ (el de Lc.8,23: la barca “se llenaba” con las olas); y otro significado
[1]
temporal: ‘cumplirse’ el tiempo (el de Lc.9,51 y Act.2,3: “habiéndose cumplido
el tiempo” o “habiendo llegado el tiempo”). De esta manera Lucas le da a
Pentecostés un matiz de “plenitud de los tiempos”, es un kairós en la historia de
la salvación, es un momento extraordinario de culminación del movimiento
[2]
salvífico . Si es un momento de culminación en la historia de salvación,
evidentemente está haciendo relación al pasado (es culminación de un proceso
que se fue dando a lo largo del tiempo), y alude a la realización de las promesas
antiguas y recientes (Lc.24,49; Act.1,8; ambas son promesas del Espíritu Santo
hechas por Jesús). Pero dice también relación al presente en el cual confluyen las
esperas del pasado y del cual parten las líneas de apertura hacia el futuro. Esto
último se concreta en Act.2,5-13 porque el misterio de la glosolalia es símbolo y
anticipación maravillosa de la misión universal de los apóstoles (cf. Act.2,39). Es
este el primer esbozo de una teología de la historia que el discurso pentecostal de
Pedro se encargará de perfeccionar.
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Santos Padres
San Agustín
La venida del Espíritu.
1. Hoy celebramos la santa festividad del día sagrado en que vino el Espíritu
Santo. La fiesta, grata y alegre, nos invita a deciros algo sobre el don de Dios,
sobre la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia para con nosotros, es
decir, sobre el mismo Espíritu Santo. Hablo a condiscípulos en la escuela del
Señor. Tenemos un único maestro, en el que todos somos uno; quien, para evitar
que podamos vanagloriarnos de nuestro magisterio, nos amonestó con estas
palabras: No dejéis que los hombres os llamen maestro, pues uno es vuestro
maestro: Cristo. Bajo la autoridad de este maestro, que tiene en el cielo su
cátedra —pues hemos de ser instruidos en sus escritos—, poned atención a lo
poco que voy a decir, sí me lo concede quien me manda hablaros. Quienes ya lo
sabéis, recordadlo; quienes lo ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al
espíritu dotado de una santa curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana
sea admitida a investigar tales misterios. Ciertamente es admitida. Lo que está
oculto en las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello, sino más bien para
abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y recibiréis;
buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Con frecuencia, pues, al espíritu de los
interesados en estas cosas le intriga por qué el Espíritu Santo prometido fue
enviado a los cincuenta días de su pasión y resurrección.
2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en
reflexionar un poquito sobre las razones por las que dijo el Señor: Él no puede
venir sin que yo me vaya. Como si —por hablar a modo carnal—, como si Cristo el
Señor tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que venía
de allí, y, por tanto, él no pudiese venir a nosotros antes de que volviera aquél
para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a ambos a la vez o
fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o como si uno
excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros, sufrieran ellos
estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa, pues: Él no puede venir
sin que yo me vaya? Os conviene, dijo, que yo me vaya; pues, si no me voy, el
Paráclito no vendrá a vosotros. Escuche vuestra caridad lo que estas palabras
significan, según yo he entendido o creo haber entendido, o según he recibido
por don suyo. Hablo lo que creo. Yo pienso que los discípulos estaban centrados
en la forma humana de Jesús, y en cuanto hombre, el afecto humano los tenía
apresados en el hombre. El, en cambio, quería que su amor fuese más bien
divino, para transformarlos de esta forma, de carnales, en espirituales, cosa que
no consigue el hombre más que por don del Espíritu Santo. Algo así les dice: «Os
envío un don que os transforme en espirituales, es decir, el don del Espíritu
Santo. Pero no podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Más
dejaréis de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que
se incruste en vuestros corazones la forma de Dios.» Esta forma humana, o sea,
esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la
forma de siervo; esta forma humana tenía cautivado el afecto del siervo Pedro
cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto, a
Jesucristo el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal a
otro hombre carnal, y no como espiritual a la majestad. ¿Cómo lo demostramos?
Pues, habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía la gente que era
él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según las cuales unos decían
que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de los profetas, les pregunta: Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro, él solo en nombre de los demás, uno
por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. ¡Estupenda y verísima
respuesta! En atención a la misma mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de
Juan, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos. Puesto que tú me dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora;
proclamaste tu confesión, recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: «Tú
eres Pedro»; dado que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene «piedra»
de Pedro, sino Pedro de «piedra», como «cristiano» de Cristo, y no Cristo de
«cristiano». Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; no sobre Pedro, que eres tú,
sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te edificaré a ti, que
al responder así te has convertido en figura de la Iglesia. Esto y las demás cosas
las escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo; como recordáis,
había oído también: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, es decir, el
razonamiento, la debilidad, la impericia humana, sino mi Padre que está en los
cielos. A continuación comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles
cuánto iba a sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que
al morir Cristo pereciera el Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios
vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el vivo del vivo, fuente de la vida y vida
verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él de muerte. Con
todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la
carne de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla!
Y el Señor rebate tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le
tributó la merecida alabanza por la anterior confesión, así da la merecida
corrección a este temor. Retírate, Satanás, le dice. ¿Dónde queda aquello:
Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue sus palabras cuando lo alaba y
cuando lo corrige; distingue las causas de la confesión y del temor. La de la
confesión: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos. La causa del temor: Pues no gustas las cosas de Dios, sino las de los
hombres. ¿No vamos a querer, pues, que a los tales se les diga: Os conviene que
yo me vaya. Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros? Hasta que no se
sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma humana, jamás seréis capaces de
comprender, sentir o pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la
conveniencia de que se cumpliese su promesa respecto al Espíritu Santo después
de la resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al
mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga
a mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva. A continuación, hablando en
propia persona, dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban
a recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había otorgado el Espíritu, porque
Jesús aún no había sido glorificado. Así, pues, una vez glorificado nuestro Señor
Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu Santo.
3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos
cuarenta días después de su resurrección, apareciéndoseles para que nadie
pensara que era una ficción la verdad de la resurrección del cuerpo, entrando a
donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo. Más a los cuarenta días, lo
que celebramos hace exactamente diez, en su presencia ascendió a los cielos,
prometiendo que volvería tal como se iba. Lo que significa que será juez en la
misma forma humana en la que fue juzgado. Quiso enviar el Espíritu en un día
distinto al de su ascensión; no ya después de dos o tres días, sino después de
diez. Esta cuestión nos compele a investigar y preguntarnos por algunos misterios
encerrados en los números. Los cuarenta días resultan de multiplicar 10 por 4. En
este número, según me parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto
hombre a hombres, y justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no
afirmadores de nuestras propias opiniones. Este número 40, que contiene cuatro
veces el 10, significa, según me parece, este siglo que ahora vivimos y
atravesamos, y en el que nos hallamos envueltos por el pasar del tiempo, la
inestabilidad de las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la
rapacidad momentánea y por cierto fluir de las cosas sin consistencia. En este
número, pues, está simbolizado este siglo, en atención a las cuatro estaciones
que completan el año o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo,
conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura: De
oriente a occidente y del norte al sur. A lo largo de este tiempo y de este mundo,
divididos ambos en cuatro partes, se predica la ley de Dios, cual número 10. De
aquí que, ante todo, se nos confía el decálogo, pues la ley se encierra en diez
preceptos, porque parece que este número contiene cierta perfección.
El que cuenta, llega en orden ascendente hasta él, y luego vuelve a comenzar con
el 1 para llegar de nuevo al 10 y volver al 13 , tanto si se trata de centenas como
de millares o de cifras superiores: a base de añadir decenas, se forma la selva
infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta, indicada en el número 10,
predicada en todo el mundo, que consta de cuatro partes, es decir, 10
multiplicado por 4, da como resultado 40. Mientras vivimos en este siglo, se nos
enseña a abstenernos de los deseos mundanos; esto es lo que significa el ayuno
de cuarenta días, conocido por todos bajo el nombre de cuaresma. Esto te lo
ordenó la ley, los profetas y el Evangelio. Como lo manda la ley, Moisés ayunó
cuarenta días; como lo mandan los profetas, ayunó Elías cuarenta días; y como lo
manda el Evangelio, ayunó cuarenta días Cristo el Señor. Cumplidos otros diez
días después de los cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días,
no 10 multiplicado por 4, vino el Espíritu Santo, para que con la ayuda de la gracia
pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la gracia es letra que mata. Pues, si se
hubiese dado una ley, dice, que pudiese vivificar, la justicia procedería totalmente
de la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa se
otorgase a los creyentes por la fe en Jesucristo. Por eso, la letra mata; el Espíritu,
en cambio, vivifica; no para que cumplas otros preceptos distintos de los que se
te ordenan en la letra; pero la letra sola te hace culpable, mientras que la gracia
libra del pecado y otorga el cumplimiento de la letra. En consecuencia, por la
gracia se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que actúa por la
caridad. No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha condenado a
la letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una vez recibido el
precepto, si te falta la ayuda de la gracia, inmediatamente advertirás no sólo que
no cumples la ley, sino que además eres culpable de su transgresión. Pues donde
no hay ley, tampoco hay transgresión. Al decir: La letra mata; el Espíritu, en
cambio, vivifica, no se dice nada en contra de la ley, cual si se la condenara a ella
y se alabase al espíritu; lo que se dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la
gracia. Tomad un ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia
infla. ¿Qué significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería
mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio,
edifica, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio, vivifica,
y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él vivifica, así también la
ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad con ciencia edifica. Así, pues, se
envió al Espíritu Santo para que pudiera cumplirse la ley y se hiciese realidad lo
que había dicho el mismo Señor: No vine a derogar la ley, sino a cumplirla. Esto lo
concede a los creyentes, a los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu
Santo. En la medida en que uno se hace capaz de él, en esa misma medida
adquiere facilidad para cumplir la ley.
4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podréis
considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley. El temor al castigo hace
que el hombre la cumpla, pero todavía como si fuera un esclavo. En efecto, si
haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el mal porque temes
sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad, cometerías al instante la
iniquidad. Si se te dijera: «Estate tranquilo; ningún mal sufrirás, haz esto», lo
harías. Sólo el temor al castigo te echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no
actuaba en ti la caridad. Considera, pues, cómo obra la caridad. Amemos al que
tememos de manera que lo temamos con un amor casto. También la mujer casta
teme a su esposo. Pero distingue entre temor y temor. La esposa casta teme que
la abandone el marido ausente; la esposa adúltera teme ser sorprendida por la
llegada del suyo. La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto
expulsa el temor; es decir, el temor servil, que procede del pecado, pues el casto
temor del Señor permanece por los siglos de los siglos. Si, pues, la caridad cumple
la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad atención, y ved
que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de Dios se ha difundido
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Con toda razón,
pues, envió Jesucristo el Señor al Espíritu Santo una vez cumplidos los diez días,
número en que simboliza también la perfección de la ley, puesto que
gratuitamente nos concede cumplir la ley quien no vino a derogarla, sino a
cumplirla.
5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas
Escrituras no ya bajo el número 10, sino bajo el 7; la ley, en el número 10, y el
Espíritu Santo, en el 7. La relación entre la ley y el 10 es conocida; la relación
entre el Espíritu Santo y el 7 vamos a recordarla. Antes que nada, en el primer
capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las obras de Dios. Se hace la
luz; se hace el cielo, llamado firmamento, que separa unas aguas de las otras;
aparece la tierra seca, se separa el mar de la tierra, y se otorga a ésta la
fecundidad de toda clase de especies; se crean los astros, el mayor y el menor, el
sol y la luna, y todos los demás; las aguas producen los seres que le son propios, y
la tierra los suyos; se crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus
obras en el sexto día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y
cada una de tales obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que la
luz era buena. No se dijo: «Santificó Dios la luz.» Hágase el firmamento, y se hizo,
y vio Dios que era bueno; tampoco aquí se dijo que hubiera sido santificado el
firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes, dígase lo mismo de
las demás obras, incluidas las del sexto día, con la creación del hombre a imagen
de Dios; se las menciona a todas, pero de ninguna se dice que fuera santificada.
Mas, llegados al día séptimo, en el que nada se creó, sino que se hace referencia
al descanso de Dios, Dios lo santificó. La primera santificación va unida al séptimo
día; examinados todos los textos de la Escritura, allí se la encuentra por primera
vez. Donde se menciona el descanso de Dios se insinúa también nuestro propio
descanso. En efecto, el trabajo de Dios no fue tal que requiriera descanso, ni
santificó aquel día en que está permitido no trabajar como congratulándose con
un día de vacaciones después del trabajo. Esta forma de pensar es carnal. Aquí se
hace referencia al descanso que ha de seguir a nuestras buenas obras, de la
misma manera que se menciona el descanso de Dios después de haber hecho
buenas todas las cosas. Pues Dios creó todas las cosas, y he aquí que eran muy
buenas. Y en el séptimo día descansó Dios de todas las buenas obras que había
hecho. ¿Quieres descansar también tú? Haz antes obras de todo punto buenas.
Así, la observancia carnal del sábado y de las demás prescripciones se dio a los
judíos como ritos llenos de simbolismo. Se les impuso un cierto descanso; haz tú
lo que simboliza aquel descanso. El descanso espiritual es la tranquilidad del
corazón, tranquilidad que proviene de la serenidad de la buena conciencia. En
conclusión, quien no peca es quien observa verdaderamente el sábado. Y a los
que se les ordena guardar el sábado, se les da también este precepto: No haréis
ninguna obra servil. Todo el que comete pecado es siervo del pecado. Así, pues, el
número 7 está dedicado al Espíritu Santo, como el 10 a la ley. Esto lo insinúa
también el profeta Isaías allí donde dice: Lo llenará el Espíritu de sabiduría y
entendimiento —vete contándolo—, de consejo y fortaleza, de ciencia y de
piedad, el espíritu del temor de Dios. Como presentando la gracia espiritual en
orden descendente hasta nosotros, comienza con la sabiduría y concluye con el
temor; nosotros, en cambio, al tender o ascender de abajo arriba, debemos
comenzar por el temor y terminar con la sabiduría, pues el temor del Señor es el
comienzo de la sabiduría. Sería cosa larga y superior a mis fuerzas, aunque no a
vuestra avidez, el recordar todos los testimonios acerca del número 7 en relación
con el Espíritu Santo. Baste, pues, con lo dicho.
6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a
la memoria y se confiase a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el
número 10, puesto que la ley se cumple mediante la gracia del Espíritu Santo, y el
número 7 en atención a esa misma gracia del Espíritu Santo. Al enviar al Espíritu
Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos confiaba en el número 10 la
misma ley que ordenaba cumplir. ¿Dónde encontraremos aquí que se nos confíe
el número 7 en atención, sobre todo, al Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás
que la misma fiesta, es decir, la de Pentecostés, constaba de algunas semanas.
¿Cómo? Multiplica el número 7 por sí mismo, o sea, 7 por 7, como se aprende en
la escuela; 7 por 7 dan 49. Estando así las cosas, al 49, que resulta de multiplicar 7
por 7, se añade uno más para obtener el 50 —Pentecostés—, y de esta forma se
nos encarece la unidad. En efecto, el mismo Espíritu nos reúne y nos congrega,
razón por la que dejó como primera señal de su venida el que cuantos lo
recibieron hablaron también cada uno las lenguas de todos. La unidad del cuerpo
de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir, reuniendo a todos los
pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la tierra. Y el hecho de que cada
uno hablase entonces en todas las lenguas, era un testimonio a favor de la unidad
futura en todas ellas. Dice el Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor —
esto es, la caridad—, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo
de la paz. En consecuencia, puesto que el Espíritu Santo nos convierte de
multiplicidad en unidad, se le apropia por la humildad y se le aleja por la soberbia.
Es agua que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en
cambio, ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, va en
cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los humildes
les da su gracia. ¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a
los humildes, porque en ellos encuentra capacidad para recibirlo.
7. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante
el Señor nuestro Dios, escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se
corresponde con su oscuridad sí no le acompaña la explicación. Así al menos me
parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió como discípulos, el Señor
les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron, y capturaron una cantidad
innumerable de peces, hasta el punto de que las redes se rompían y las barcas
cargadas se hundían. No les indicó a qué parte debían echarlas, sino que les dijo
solamente: Echad las redes. Pues, si les hubiese mandado echarlas a la derecha,
hubiese dado a entender que sólo se habían capturado peces buenos; si a la
izquierda, sólo peces malos. Puesto que se echaron indistintamente, ni sólo a la
derecha ni sólo a la izquierda, se cogieron peces buenos y malos. Aquí está
simbolizada la Iglesia del tiempo presente, es decir, la Iglesia en este mundo. En
efecto, también aquellos siervos enviados a llamar a los invitados salieron y
llevaron a cuantos encontraron, buenos y malos, y se llenó de comensales el
banquete de bodas. Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no se
rompen, ¿cómo es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de peso,
¿cómo la Iglesia está casi siempre agobiada por los escándalos de multitud de
hombres carnales, en alboroto continuo y perturbador? Lo dicho lo hizo el Señor
antes de su resurrección. Una vez resucitado, en cambio, encontró a sus
discípulos pescando como la vez anterior; él mismo les mandó echar las redes;
pero no a cualquier lado o indistintamente, puesto que ya había tenido lugar la
resurrección. Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es decir, la Iglesia, ya no
tendrá malos consigo. Echad, les dijo, las redes a la derecha. Ante su mandato,
echaron las redes a la derecha, y capturaron un número determinado de peces.
En aquellos otros de los que no se indica el número, en quienes se simbolizaba la
Iglesia del tiempo presente, parece cumplirse el texto: Lo anuncié y hablé, y se
multiplicaron por encima del número. Se advierte, pues, que había algunos que
excedían del número, superfluos en cierta manera; más, con todo, se les recoge.
En la segunda pesca, en cambio, los peces capturados son grandes y un número
fijo. Quien así lo hiciere, dijo, y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de
los cielos. Se capturaron, pues, 153 peces grandes. Esta cifra no se menciona en
balde; ¿a quién no le causa intriga? Si en verdad no hubiera querido enseñarnos
nada el Señor, o no hubiese dicho: Echad las redes, o nada le hubiese interesado a
él el echarlas a la derecha. Este número 153 significa algo, y correspondió al
evangelista decirlo, como poniendo los ojos en la primera pesca, en que las redes
rotas simbolizaban los cismas, puesto que en la Iglesia de la vida eterna no habrá
cisma alguno, porque no habrá disensión; todos serán grandes, porque estarán
llenos de caridad; como, volviendo los ojos a lo que sucedió la primera vez, que
simbolizaba los cismas, el evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta
segunda pesca, que, a pesar de ser tan grandes, no se rompieron las redes. El
significado de la parte derecha ya está manifiesto al indicar que todos eran
buenos. También está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien así lo
hiciere y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. También se
mencionó el significado de que no se rompieran las redes, a saber, que entonces
no habrá cismas. ¿Y el número 153? Con toda certeza, este número no indica
cuántos serán los santos. Los santos no serán 153, puesto que sólo contando los
que no se mancharon con mujeres, se llega a 144.000. Este número, como si de
un árbol se tratara, parece brotar de cierta semilla. La semilla de este número
grande es un número menor, a saber, 17. El número 17 da 153 si, contando desde
el 1 hasta el 17, sumas cada cifra a la anterior, pues si te limitas a enumerarlos
todos sin sumarlos, te quedarás con sólo 17; pero si cuentas de la siguiente
manera: 1 más 2 son 3; más 3, 6; más 4 y más 5, 15, etc., cuando llegues al 17
llevarás en tus dedos 153. Ahora haz memoria ya de lo que antes recordé y os
indiqué y considera a quiénes y qué significa el número 10 y el 7. El 10, la ley; el 7,
el Espíritu Santo. De todo lo cual, ¿no hemos de entender que han de estar en la
Iglesia de la resurrección eterna, donde no habrá cismas ni temor a la muerte,
puesto que tendrá lugar después de la resurrección; que han de estar allí, repito,
y que han de vivir eternamente con el Señor los que hayan cumplido la ley por la
gracia del Espíritu Santo y don de Dios, cuya fiesta celebramos?
SAn AGuSTÍn, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 270, 1-7, BAC Madrid 1983, 748-63
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Aplicación
P. Alfredo Saenz, S.J.
PENTECOSTÉS
Lecturas: Hech. 2, 1-11; 1 Cor. 12, 3-7. 12-13; Jn. 20, 19-23
Con el misterio de Pentecostés se cierra el ciclo de la redención: el envío del
Espíritu es el último acto de Cristo como redentor. Ello es lo que recordamos en
este día. Sin embargo, las fiestas litúrgicas no se resuelven en el mero recuerdo
de los hechos salvíficos. Cada fiesta contiene una gracia peculiar. La de hoy
involucra una nueva efusión del Espíritu Santo sobre nosotros.
El hecho histórico es conocido de todos. Antes de subir al cielo, Jesús había
encargado a sus apóstoles que fuesen por todo el mundo enseñando y
bautizando. Pero ellos se sentían impedidos por timidez y cobardía para tamaña
empresa. Por eso debían permanecer en oración, junto con la Santísima Virgen,
en espera del Espíritu de fortaleza que Jesús les había prometido. Diez días
después de la Ascensión del Señor llegó el día anhelado, en coincidencia con la
fiesta judía de Pentecostés que, junto con Pascua y Tabernáculos, era una de las
tres grandes fiestas judías, fiesta agraria de las primicias de la cosecha, y a la vez
fiesta que conmemoraba la entrega de las tablas de la Ley en el monte Sinaí. Las
calles de Jerusalén bullían con la presencia multitudinaria de los peregrinos
llegados de todos los rincones del Imperio. Y en la apartada calle donde estaba el
Cenáculo sucedió lo preanunciado. El Espíritu invadió la casa como viento
impetuoso y reposó sobre los apóstoles. Ellos ya vivían en gracia; más aún, ya
habían recibido el Espíritu en orden al perdón de los pecados, como nos los relata
el evangelio de hoy; pero ahora quedaron llenos del Espíritu Santo, el cual llevó a
su plenitud el sentido de la fiesta judía: porque El era la nueva ley inscrita en los
corazones, El presentaba la primicia de la cosecha que es Cristo resucitado.
Es el mismo Espíritu que, reposando sobre las aguas primitivas, suscitara la
primera creación, como leemos en el Génesis: "el Espíritu se cernía sobre la
superficie de las aguas". Es el mismo Espíritu figurado en la paloma que, luego del
diluvio, regresara al arca anunciando la reconciliación para una generación
renacida de la madera y del agua. Es el mismo Espíritu que, descansando sobre el
seno de María, lo fecundó para nuestra salvación, y que luego se posaría sobre
Jesús en el Jordán. Ese mismo Espíritu se da ahora, en Pentecostés, con toda su
plenitud. Antes no podía darse del todo, porque Jesús aún no había sido
glorificado. Ese Espíritu se posesionó plenamente del cuerpo del Señor el día de
su resurrección, glorificando aquella carne que el mismo Jesús calificara de "flaca"
antes de la prueba.
Y así el Espíritu pasa del cuerpo glorificado del Señor a su cuerpo total, a la Iglesia,
resumida como en un haz en los Apóstoles. La Iglesia de entonces se reducía a un
puñado, pero ya hablaba en las lenguas de todo el orbe: figura inequívoca de su
inclaudicable catolicidad. El intento orgulloso de Babel, hasta cuya torre los
hombres se allegaron acarreando las piedras de su soberbia, había traído la
confusión de lenguas: cuando los hombres quisieron entenderse contra Dios
acabaron por no entenderse entre sí. Pentecostés es Babel a la inversa. Al orgullo
del género humano que destruyendo su unidad primigenia originó la división en
diversas lenguas, se contrapone la humildad de quienes ponen la diversidad de
sus lenguas al servicio de la unidad de la Iglesia. Algunos dijeron que estaban
llenos de vino, pero ahora se trataba del vino nuevo de la vid que es Cristo, nuevo
odre de los nuevos tiempos. Embriagados, sí, pero de Espíritu Santo.
Reavivemos hoy la gracia de nuestro Bautismo en virtud del cual recibimos por vez
primera al Espíritu Santo. Así nos lo dice San Pablo en la segunda lectura de hoy:
"Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo... y
todos hemos bebido de un mismo Espíritu". Aquel día nos cubrió el agua, y nos
fecundó el Espíritu: el agua no hizo sino tocar lo exterior del cuerpo, pero el
Espíritu penetró y recorrió todos los repliegues de nuestra alma, así como el
fuego penetra lentamente el hierro candente. Reavivemos también hoy la gracia
de nuestra Confirmación, merced a la cual recibimos nuevamente al Espíritu, pero
esta vez en orden al testimonio, el mismo Espíritu que recibieron los profetas y
los apóstoles, y que nos hace reyes, sacerdotes y profetas en medio del mundo
en que vivimos; el Espíritu que es lengua de fuego porque enciende, ilumina y se
propaga por intermedio nuestro.
En el Cenáculo todos quedaron llenos del Espíritu Santo, la Virgen María, Pedro,
Santiago. Pero cada cual en orden a una misión específica. Igualmente sucede
ahora: el Espíritu se derrama sobre la Iglesia para que cada uno de sus miembros
cumpla su misión peculiar; así obra milagros por los santos, propaga la verdad por
los predicadores, es virgen en la castidad de unos, imita la unión entre Cristo y la
Iglesia en el matrimonio de otros. Lo hemos oído de San Pablo: "En cada uno, el
Espíritu se manifiesta para el bien común". Cada cual tiene su don. Pero el alma
es la misma, el Espíritu es idéntico. Como sucede en nuestro cuerpo físico, cuyos
miembros son numerosos, pero cuya alma es única. También en el orden
sobrenatural somos un Cuerpo en un Espíritu.
El Espíritu que nos penetró en el Bautismo y en la Confirmación no debe caducar
en nosotros. Dice la Escritura: "Guardaos de contristar al Espíritu Santo, en el cual
habéis sido sellados para el día de redención". Ese Espíritu permanece en nuestro
corazón. no para convertimos en grandes pensadores, ni para enseñarnos nada
sustancialmente nuevo, sino para ilustrarnos desde adentro. Es la voz interior, la
iluminación espiritual, que nos permite consentir a la voz exterior de Cristo y de la
Iglesia. El Espíritu quiere seguir inspirándonos. Quiere ser viento en nuestra alma,
que invada nuestro cenáculo interior. Quiere encendernos e iluminarnos, quiere
hacer de nosotros su templo. Y sobre todo El, que es el Enviado por excelencia,
quiere transformamos en sus enviados "para renovar la faz de la tierra". Tal es
nuestra misión.
Si, como hemos visto, es cierto que esta fiesta mira al pasado, tiene también un
respecto al futuro. Esperamos un Pentecostés final, cuando Dios sea todo en
todos, el día de la cosecha definitiva, el día terminal en que el Espíritu llene toda
la casa de la historia con la llama de su caridad, con el fuego de su Juicio.
En espera de ese acontecimiento final, nos acercaremos hoy a recibir el Cuerpo
glorificado del Señor de cuyo costado beberemos el Espíritu. Pidámosle entonces
que la comunión de su Cuerpo sea para nosotros un nuevo Pentecostés. Que
cuando esté en nuestro interior, infunda, desde adentro, sobre cada uno de
nosotros, su Espíritu de fortaleza, y nos embriague con su sobria efusión. Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de cuantos recibimos a Cristo con el fuego de
tu amor, y crea en nosotros un corazón nuevo, capaz de renovar la faz de la
tierra. Amén.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 160163)
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San Juan XXIII
“Accipietis virtutem Spiritus Sancti in vos: et eritis mihi testes in Ierusalem et in
omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae”.
Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda la Jadea, en Samaria y hasta los extremos de la
tierra (Act. 1, 8.).
Venerables hermanos y queridos hijos: El último encuentro de Jesús Resucitado con sus Apóstoles y discípulos fue
verdaderamente un festín de gracias y de alegría. Las expresiones de San Lucas
"convescens", "loquens de regno Dei" compendian toda su belleza y encanto.
Mandato dado a sus íntimos de no abandonar la ciudad sino de permanecer en
Sión, para esperar al Espíritu Santo que el Padre enviaría: "quem mittet Pater in
nomine meo" (Io. 14, 26); seguridad del testimonio que ellos darían después al
Rabí, divino vencedor de la muerte y dueño del futuro "Eritis mihi testes in
Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae" (Act. 1, 8).
¡Oh, qué palabras las que dirigió Jesús a los primeros confidentes de sus
pensamientos y de su corazón y qué fragmento luminoso y lleno de colorido
sobre el futuro de su Iglesia: "eritis mihi testes", en tono profético y solemne,
como una investidura para continuar el apostolado confiado a los suyos por el
advenimiento de su reino de redención y salvación entre todos los pueblos y en el
transcurso de todos los siglos!
El Reino de Cristo y la historia de la Iglesia
De hecho, el reino de Cristo Jesús, Hijo de Dios, Verbo Encarnado, Señor del
Universo, comenzó desde allí, desde allí la historia de la Iglesia Católica y
Apostólica, una y santa, se puso en camino para dar ese testimonio. Han
transcurrido veinte siglos. Graves y peligrosas vicisitudes provenientes de la
debilidad humana amenazaron con frecuencia aquí y allá la firmeza de esta
admirable institución: dificultades en su camino, pruebas e incertidumbres por el
abandono de algunos, parecieron poner en grave riesgo a veces el carácter de su
unidad, pero la sucesión apostólica jamás ha sido rota: la túnica de Cristo
permaneció inconsútil aunque no faltasen en tiempos difíciles angustias de
alguna desgarradura peligrosa.
Es que la palabra de Jesús sigue siendo vivificante en su Iglesia. El prodigio se
renueva siempre con mayor difusión de gracia sobre cada uno de los fieles, a
veces en forma misteriosa y grandiosa sobre todo el cuerpo social.
Queridos hijos: Todavía la palabra tranquilizadora de este "eritis mihi testes" que
une con divino acento los acordes a toda la sustancia viva de los dos
Testamentos: la misteriosa sucesión del pasado, del presente, del porvenir. Jesús,
el Rabí divino está en medio y reúne en su persona, en sus enseñanzas, en su
sangre, la gloria de su realeza.
"Eritis mihi testes". Testimonio doble: testimonio de Jesús ante sus más íntimos,
siempre "Dominus et Magister" en la evidencia de la sublime doctrina, en la
sucesión de los milagros hechos, en el Sacrificio cruento, en la Resurrección
victoriosa, en la profusión incesante de gracia y de amor para el hombre
perdonado, para toda la humanidad redimida y elevada de nuevo a la sublimidad
de una familia divina: "de Virgine natus, nobis id est mundo largitus suam
Deitatem".
Doble testimonio de elevación y salvación
El otro testimonio es el testimonio de los discípulos de Jesús y de sus sucesores,
dado al Divino Maestro a lo largo de los siglos, a la continuación de su obra
redentora desde Jerusalén hasta los más apartados confines del mundo.
Sí, "eritis mihi testes" es siempre la palabra, la nota sublime que une de nuevo los
acordes del Antiguo con todo el Nuevo Testamento. A ella responden como un
eco, cual poema divino y humano, apóstoles y evangelistas, pontífices y mártires,
padres y doctores de la Iglesia, héroes y sagradas vírgenes, juventudes y
experiencias antiguas y modernas, hijos de toda raza y color, de toda procedencia
ética y social, todos aclamando a Cristo que había anunciado por “os suum
promissionem Patri”, fecundadora por el Espíritu de toda gracia de apostolado a
su Iglesia “usque ad consummationem saeculi”.
Este primer Pentecostés cuyo recuerdo celebramos hoy, he aquí que sigue
derramando todavía, después de veinte siglos, su luz sobre nuestras cabezas;
encendiendo en nuestros corazones la misma llama con que se alegraron los
primeros discípulos del Señor al solo anuncio del Espíritu Santo que el Padre
enviaría, respondiendo a las invocaciones que se elevaban del Cenáculo unidas a
las de María, madre de Jesús.
Ciertamente, venerables hermanos y queridos hijos, el "eritis mihi testes" va a
hallar una nueva y más solemne aplicación de la promesa de Jesús a sus
discípulos; después de dos mil años todavía vivos, más numerosos que nunca,
todavía palpitantes de afecto y entusiasmo apostólico en derredor suyo.
La reunión litúrgica de hoy —al contemplarla se recrea la vista y exulta el corazón
— compuesta de ancianos venerables y jóvenes dispuestos para el ejercicio y a las
tareas del ministerio sacerdotal, representa a todo el mundo. Pero ¿no llega a ser
la representación, el primer atisbo del espectáculo que la gracia del Señor quiere
reunir en esta colina del Vaticano el 11 de octubre para suscitar con ello un nuevo
ímpetu por la santificación de la Jerarquía, del clero y del pueblo, para iluminar a
las gentes, para aliento vivificador de toda la actividad humana?
Pronto el mundo podrá ver con sus ojos lo que es el Concilio.; qué maravillas sabe
ofrecer la Santa Iglesia católica en la luz de su divino Fundador Jesús, cómo la
quiso, la hizo y a lo largo de los siglos sigue vivificándola entregada a la salvación
de todas las almas y de todas las gentes; irradiante esplendor de celestialdoctrina y tesoros de gracia y a través del sacrificio, camino de paz aquí abajo y de
gloria imperecedera por los siglos sempiternos.
Dejad, queridos hijos, que sobre estas relaciones de la Santa Iglesia con Cristo, que
la sostiene como la ha fundado, sigamos haciendo alguna indicación que sirva de
común edificación y al mismo tiempo de preparación individual y colectiva al gran
acontecimiento cuya espera es tan alegre y deseada.
El Concilio Vaticano Segundo quiere lograr en forma espontánea y de aplicación
amplísima expresar lo que Cristo representa todavía y hoy más que nunca como
luz y sabiduría, como dirección y estímulo, como consuelo y mérito de
sufrimiento humano en la vida presente y garantía de la futura.
El testimonio de la Iglesia universal quiere dirigirse a Jesús como al "Dominus et
Magister" de todos y de cada uno, al "Pastor Bonus" siempre procurando a su
grey alimento de gracia, pan espiritual para preservarle de los peligros y,
finalmente, al "Sacerdos et Hostia" para memoria y continuación de su sacrificio
por la humanidad y los sufrimientos de la vida, graves en todo tiempo, pero más
graves cuando hay que reconocer causas o consecuencias de opresión de la
persona humana y de sus fundamentales e inalienables libertades.
En esta luz de doctrina, de seguridad y mérito, la perfecta fidelidad del cristiano se
siente estimulada a la profesión de fe sincera y de correspondencia absoluta
entre pensamiento y acción y toca el corazón del que anhela una conducta digna
de vida para defensa de comunes ideales y logro de legítimas aspiraciones,
Esta triple irradiación de luz celestial que Jesucristo, maestro, pastor, sacerdote,
reverbera sobre el rostro de su Iglesia tiene una significación que no escapa a
nadie, y más aún puede invitar a todos a situarse en la exacta perspectiva para
comprender, conforme a la más acreditada jerarquía de valores, lo que vale la
vida para el hombre, incluso simplemente hombre, lo que vale más que para el
hombre para el cristiano perfecto.
Confiada espera de la humanidad
Con sentimiento de confiada espera asistimos hoy a nuevos fenómenos. Es cierto
que, después de desaparecidas las distancias, abiertos los caminos a la conquista
del espacio, intensificada la investigación científica y exaltada la producción
técnica, ahora descubrimos en el hombre un estado de ánimo realmente
sorprendente.
Nos parece poder decir que el hombre de estudio y de acción de este
atormentado siglo, atormentado por dos guerras mundiales y por otros
innumerables conflictos de índole diversa, ya no es tan orgulloso de sí mismo y de
sus conquistas; no está tan seguro como en los siglos dieciocho y diecinueve de
poder alcanzar la felicidad en la tierra y mucho menos de lograr por sí solo, con su
talento y energías, a aplacar las angustias, a desechar los temores, a superar las
debilidades que siempre amenazan con vencerlo.
Hablemos más claramente. Después de todas las manifestaciones de la literatura
contemporánea surge un gemido y los poderosos de la tierra reconocen no poder
levantar al hombre, no poderlo llevar a ese reino de felicidad y de prosperidad
que siempre es su aspiración ardiente.
Jamás la Iglesia Católica ha dicho a la humanidad que quiere librarla de la dura ley
del dolor y de la muerte. Y no ha intentado engañarla ni le ha facilitado el
lastimoso remedio de la ilusión. Al contrario, ha continuado afirmando que la vida
es peregrinación y ha enseñado a sus hijos a unirse al canto de esperanza que
resuena todavía en el mundo.
Ahora que el hombre, corno aterrado por los progresos científicos alcanzados,
consciente en definitiva que ninguna conquista le podrá proporcionar la felicidad,
ahora que se suceden, alternándose y eliminándose, todos los que prometían
inútilmente eterna juventud y fácil prosperidad, es providencial y muy natural que
la Iglesia levante su voz solemne y persuasiva y ofrezca a todos los hombres el
consuelo de la doctrina y de esa cristiana convivencia que prepara los
esplendores de la alegría eterna para la cual ha sido formado el hombre.
En ningún modo intimidada por las dificultades que encuentran sus hijos y que se
deslizan en el servicio que quiere prestar a la verdad, a la justicia y al amor,
siempre fiel a las consignas de su Divino Fundador, la Iglesia Santa quiere hablar
todavía de El, por consiguiente, a la humanidad; de Cristo Jesús, Maestro Pastor,
Víctima y sacrificio de expiación y redención.
«Dominus et Magister»
No todos los puntos, numéricamente, de la doctrina católica serán explicados de
nuevo en el próximo Concilio, sino con especial cuidado los referentes a las
verdades fundamentales puestas en tela de juicio o en oposición con las
contradicciones del pensamiento moderno como derivación de los errores de
siempre, pero penetrados de diferente manera. El hombre que desentraña las
profundidades de la ciencia y busca el punto de contacto entre el cielo y la tierra,
sabe que ninguna cuestión permanece insoluble por la doctrina apostólica, que
ninguna solución se ofrece con entendimiento polémico o con facilidad
presuntuosa. La verdad resplandece desde arriba, pero alcanzar la cima no
supone esfuerzo para nadie cuando está animado de voluntad decidida y libre de
vínculos opresores.
La Iglesia, continuando en dar testimonio de Jesucristo, nada quiere quitar al
hombre, no le niega la posesión de sus conquistas y el mérito de los esfuerzos
realizados, pero quiere ayudarle a encontrarse, a reconocerse, a alcanzar aquella
plenitud de conocimientos y de convicciones que ha sido en todo tiempo anhelo
de los hombres sabios, incluso al margen de la divina revelación.
En este inmenso espacio de actividad que se abre ante él, la Iglesia abraza con
solicitud maternal a todo hombre y quiere persuadirle a que acepte el divino
mensaje cristiano que da orientación segura a la vida individual y social.
Veinte Concilios ecuménicos, innumerables concilios nacionales y provinciales y
sínodos diocesanos han aportado una valiosa contribución al conocimiento de
una o más verdades de índole teológica o moral.
El Concilio Vaticano Segundo se presenta a la catolicidad, a la humanidad, en la
firmeza del Credo apostólico proclamado por inmensa asamblea y con la
experiencia de una ilustración doctrinal, además de universal, en una visión de
conjunto que responde mejor al alma del tiempo moderno, y será éste un
acertado testimonio de la enseñanza de Cristo evocado por la Iglesia a la tradición
singular, especialmente del Vaticano Primero, del Tridentino, del Lateranense
Cuarto, gloria preclara del papa Inocencio III (1215), a la tradición de todos los
concilios que señalaron triunfo de verdad penetrada y hecha penetrar con ardor
en el cuerpo social.
«Christus Pastor»
Os podemos asegurar, queridos hijos, que este nuestro Concilio Vaticano Segundo
pretende y quiere ser sobre todo gran testimonio y búsqueda de los rasgos
característicos del Buen Pastor.
A la inmensa grey cristiana y católica nunca faltó el sostenimiento que ya el Divino
Redentor proporcionaba a las muchedumbres: oración y liturgia, doctrina
evangélica, sacramentos y manifestaciones múltiples de actividad pastoral.
La llamada a la vida cristiana y por ella a la vida divina que es penetración de
gracia, está dirigida a todos.
Cristo por el servicio del Apóstol Pedro y de sus Sucesores y colaboradores,
obispos y clero, está siempre elevándolos a la dignidad de hijos adoptivos de Dios.
Las fuentes abiertas por El son inagotables; los modos de comunicación con cada
una de las almas, algunas veces inescrutables.
El que desea orientar las aspiraciones de su entendimiento, sabe que puede
descansar en la contemplación de las verdades eternas; el que tiene necesidad de
expresar los sentimientos del alma se sumerge en la oración y el canto; el que
tiene verdaderamente hambre y sed de justicia se dirige con confianza serena a
los sacramentos que son signos sensibles productivos de la gracia. Para ellos todo
está santificado: el hombre desde el comienzo al fin de la peregrinación terrena y
en todas las manifestaciones individuales y colectivas.
La Iglesia sigue los pasos del Buen Pastor en su místico peregrinar de pueblo en
pueblo y de casa en casa.
Ella sale del recinto cerrado de sus cenáculos y a imitación y testimonio de su
divino Fundador recorre todos los caminos del mundo, ni sabe contener el fervor
del Pentecostés continuado que la invade y la lleva a conducir a su grey a los
pastos exuberantes de vida eterna.
Esta es la tarea de la Iglesia católica y apostólica: reunir a los hombres que los
egoísmos y estrecheces podrían mantener dispersos: enseñarles a orar, llevarlos a
la contrición de los pecados y al perdón, alimentarlos con el Pan eucarístico,
reforzar la unión recíproca con el vínculo de la caridad.
La Iglesia no pretende asistir todos los días a la milagrosa transformación operada
en los apóstoles y discípulos del primer Pentecostés, no lo pretende pero trabaja
por ello y pide constantemente a Dios que se renueve el prodigio.
No se maravilla de que los hombres no comprendan en seguida su lenguaje; que
se sienten tentados a reducir al pequeño esquema de su vida y de sus intereses
personales el código perfecto de la salvación individual y del progreso social y que
a veces aminoran el paso; sigue exhortando, suplicando, estimulando.
La Iglesia enseña que no puede haber discontinuidad ni ruptura entre la práctica
religiosa individual y las manifestaciones de la vida social.
Depositaria como es de la verdad, quiere penetrarlo todo y obtener la gracia de
santificarlo todo en el ámbito doméstico, cívico, internacional.
Uno de los motivos de gran consuelo del humilde sucesor de San Pedro en estos
meses de preparación al Concilio, es la comprobación de la jubilosísima acogida
que por doquier en el mundo sigue haciendo honor a la encíclica Mater et
Magistra.
Esta puede considerarse como una síntesis inapreciable y valiosa de doctrina
moral pastoral y una excelente introducción a aquellas orientaciones dirigidas a
las conciencias cristianas en materia de economía informada en los principios de
justicia y de caridad humana y evangélica.
La Santa Iglesia justamente pide a sus hijos que no rehúyan el grave compromiso
de cooperar en la instauración de tal convivencia de fraternidad de la cual el
Salvador Divino, el "Bonus Pastor animarum" ha dado enseñanzas y ejemplos de
incomparable significación.
«Christus Sacerdos et Hostia»
Queridos hijos: Nuestra conversación religiosa nos ha permitido mirar adelante,
desde los fulgores de Pentecostés, hacia los surcos de la Reunión Conciliar del
próximo octubre.
El espíritu alegre de sentirnos unidos a Cristo en evocación de excelente y fecundo
apostolado, al cual responde, como al paso de Jesús por los caminos de Jerusalén,
la muchedumbre que aplaude sus enseñanzas y sus milagros, tiene, sin embargo,
que someterse a sentimientos de tristeza por otros espectáculos de los que la
vista no logra apartarse y el corazón se conmueve.
Pensamos en los nombres topográficos de las palabras de Jesús relativos a las
condiciones actuales: Jerusalén, Judea, Samaria y "usque ad ultimum terrae".
Palestina, donde resonó su voz, apenas conserva las huellas de su paso, Sus
enseñanzas se han quitado de allí y todavía el Libro de ambos Testamentos hace
resonar en el mundo el nombre de países que no pertenecieron a Cristo jamás o
no pertenecen ya. Jerusalén la ciudad santa de las divinas promesas y las regiones
que la rodean y los territorios limítrofes son en gran parte ajenos a una misión
sagrada que les fue anunciado primero.
El gran misterio que desgarra nuestra alma está incluido, pues, en la historia de los
pueblos que acogieron y luego repudiaron a Cristo y de otros que le negaron
obstinadamente y de algunos en los cuales por ley del Estado nunca abrogada, ni
siquiera ahora que en las asambleas internacionales se proclama el respeto de
todas las libertades, se niega a Cristo y a su doctrina el derecho de ciudadanía.
Y qué decir de aquellas naciones en las que el apostolado se ha reducido o se está
reduciendo a lamentable recuerdo y los espíritus abatidos no se atreven prever
en breve plazo el éxito de un renovado movimiento de acción pastoral para luz de
cada alma y pura dirección de las familias y de los pueblos.
Esto aclara el significado de otra verdad que los discípulos de Cristo no quieren
olvidar: para el cristiano la verdadera alegría, incluso cuando va acompañada de
prudentes propósitos, fácilmente encuentra tristezas y contradicciones.
Está escrito en el Libro Sagrado que Jesús al contemplar a Jerusalén desde lo alto
sintió deshacerse el corazón y los ojos en llanto.
¡Cuántas ciudades y naciones al contemplarlas en las páginas de su historia y a la
luz de las maravillas de su pasado, maravillas de santidad y de heroísmo, de
piedad religiosa y de triunfo de caridad, que las hicieron célebres, evocan un eco
de tristeza: el "tenebrae factae sunt... Velum templi scissum est!" (Luc. 23, 44,
45), de la muerte de Cristo.
Vosotros comprendéis, venerables hermanos y queridos hijos, la significación de
dolorosa actualidad que guardan estas graves palabras. Y sobre todo esto, como
testimonio perfecto de los ejemplos de Cristo, la Iglesia católica muestra la ley del
perdón aplicada en expresión de expiación, de misericordia y de esperanza.
La visión del cenáculo con María y los Apóstoles
Hoy se renueva la visión del Cenáculo donde María oraba y esperaba el Espíritu
Santo junto con los Apóstoles y Discípulos. Este conmovedor recuerdo del Libro
Sagrado que nos lleva a buscar en todo el mundo y especialmente en el Oriente
cristiano los templos levantados en honor y nombre de la Madre de Dios. Estén
abiertos o cerrados al culto esos templos encierran en las piedras la súplica de los
siglos, la angustiosa oración de nuestros días para alcanzar de Dios que los
hombres sigan o aprendan de nuevo a levantar los ojos al ciclo y a esperar de allí
la bendición y la consagración para el trabajo y el progreso que aquí abajo en el
surco que sigue abierto en los corazones, de la gran tradición antigua.
Reflexionad, queridos hijos, Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, palabra de
verdad y de amor ha anunciado al mundo. Y este Cristo bendito que ha
derramado su caridad y dispensado los dones de la gracia celestial, este Cristo se
ve reducido al silencio por la negativa y los pecados de los hombres y de las
naciones.
Este silencio que recuerda el más sublime momento del rito litúrgico eucarístico a
veces es oración desgarradora, otras disciplina de prudencia.
El tercer testimonio de Cristo que llevar "usque ad ultimum terrae", acompaña a
este dolor que el entremezclarse de múltiples causas con frecuencia ajenas y
pospuestas unas a otras nace profundo e indecible.
No es necesario más explicaciones. Estamos, pues, llamados a dar testimonio de
Cristo que en el Sacrificio eucarístico renueva la inmolación del Calvario.
De la celebración y del éxito del Concilio quiere afirmarse la también devoción a la
Cruz, al sacrificio cruento y místico. Así se sitúa en su lugar exacto nuestro
testimonio al Divino Maestro.
Llegados a este punto sólo nos queda, venerables hermanos, acoger con vosotros
la santa poesía de Pentecostés, las vibraciones de los corazones hacia el próximo
Concilio y la evocación del triple testimonio que dar de Jesucristo.
Estos mismos sentimientos nos complacemos en comunicarlos especialmente a
vosotros, jóvenes candidatos a sacerdocio o recién ordenados, cuyo corazón
reposa exultante en la palabra de El, que os llamaba a participar en su apostolado
y sacrificio.
Representantes como sois de todas las gentes ¡oh, cómo resplandece vuestra
hermosa juventud ofrecida a El en holocausto, Verbo de Dios, Rey glorioso e
inmortal de los siglos y de los pueblos! También a vosotros, pues, también a
vosotros se dirige la palabra del Señor, "eritis mihi testes".
¡Sed benditos, que seáis bien acogidos por vuestros hermanos y podáis mostrar al
mundo con vuestra estola inmaculada el título más alto y expresivo de vuestra
consagración en esta vida y en la otra para salvación de todos.
Nuestra invocación al Espíritu Santo quiere asociarse ahora a la oración de nuestra
celestial Madre María que asistió a las alegrías de la infancia de Jesús y a los
dolores de su sacrificio. De aquí la súplica, adquiere valor y adopta un tono de
entusiasmo.
Oración
¡Oh Santo Espíritu Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por
Jesús, haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre de todo el
mundo: acelera para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida
interior; da impulso a nuestro apostolado que quiere llegar a todos los hombres y
a todos los pueblos, redimidos con la Sangre de Cristo y todos herencia suya.
Mortifica en nosotros la presunción natural y elévanos a las regiones de la santa
humildad, del verdadero temor de Dios, del generosa ánimo. Que ningún lazo
terreno nos impida hacer honor a nuestra vocación; ningún interés, por
negligencia nuestra, debilite las exigencias de la justicia; que ningún cálculo
estreche los espacios inmensos de la caridad dentro de las estrecheces de los
pequeños egoísmos. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de
la verdad, la prontitud para el sacrificio hasta la cruz y la muerte, y que todo,
finalmente, responda a la última oración del Hijo al Padre Celestial y a aquella
efusión que de Ti, oh Santo Espíritu del amor, el Padre y el Hijo desearon sobre la
Iglesia y sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos.
Amén, amén, alleluia, alleluia!
(Solemnidad de Pentecostés, Basílica Vaticana, Domingo 10 de junio de 1962)
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San Juan Pablo II
1. "Cuando venga el Consolador, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la
verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí" (Jn 15, 26).
Estas son las palabras que el evangelista san Juan recogió de los labios de Cristo en
el Cenáculo, durante la última Cena, en la víspera de la pasión. Resuenan con
singular intensidad para nosotros hoy, solemnidad de Pentecostés de este Año
jubilar, cuyo contenido más profundo nos revelan. Para captar este mensaje
esencial es preciso permanecer en el Cenáculo, como los discípulos.
Por eso la Iglesia, también gracias a una oportuna selección de los textos
litúrgicos, ha permanecido en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua. Y esta
tarde, la plaza de San Pedro se ha transformado en un gran Cenáculo, en el que
nuestra comunidad se ha reunido para invocar y acoger el don del Espíritu Santo.
La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha
recordado lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua. Antes
de subir al cielo, Cristo había encomendado a los Apóstoles una gran tarea: "Id
(...) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado" (Mt 28, 19-20). También les había prometido que, después de su
marcha, recibirían "otro Consolador", que les enseñaría todo
(cf. Jn 14, 16. 26).
Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando
sobre los Apóstoles, les dio la luz y la fuerza necesarias para hacer discípulos a
todas las gentes, anunciándoles el evangelio de Cristo. De este modo, en la
fecunda tensión entre Cenáculo y mundo, entre oración y anuncio, nació y vive la
Iglesia.
2. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de él como el
Consolador, el Paráclito, que enviaría desde el Padre (cf. Jn 15, 26). Se refirió a él
como el "Espíritu de la verdad", que guiaría a la Iglesia hacia la verdad completa
(cf. Jn 16, 13). Y precisó que el Espíritu Santo daría testimonio de él (cf. Jn 15, 26).
Pero en seguida añadió: "Y también vosotros daréis testimonio, porque desde el
principio estáis conmigo" (Jn 15, 27). En el momento en que el Espíritu desciende
en Pentecostés sobre la comunidad reunida en el Cenáculo, comienza este doble
testimonio: el del Espíritu Santo y el de los Apóstoles.
El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad del
misterio trinitario. El testimonio de los Apóstoles es humano: transmite, a la luz
de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús. Poniendo los fundamentos
de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al testimonio humano de los
Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su Encarnación, para
que, por obra de los testigos, en ella esté siempre viva y operante la memoria de
su muerte en la cruz y de su resurrección.
3. "También vosotros daréis testimonio" (Jn 15, 27). La Iglesia, animada por el don
del Espíritu, siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha proclamado
fielmente el mensaje evangélico en todo tiempo y en todos los lugares. Lo ha
hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura y sus tradiciones, pues
sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no se opone a las
aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido revelado por Dios
para colmar, por encima de cualquier expectativa, el hambre y la sed del corazón
humano. Precisamente por eso, el Evangelio no debe ser impuesto, sino
propuesto, porque sólo puede desarrollar su eficacia si es aceptado libremente y
abrazado con amor.
Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés, acontece
en todas las épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu Santo, se han
sentido impulsados a ir al encuentro de los demás para expresarles en las diversas
lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso sigue sucediendo también en
nuestra época. Quiere subrayarlo la actual jornada jubilar, dedicada a la
"reflexión sobre los deberes de los católicos hacia los demás hombres: anuncio de
Cristo, testimonio y diálogo".
La reflexión que se nos invita a hacer no puede menos de considerar, ante todo, la
obra que el Espíritu Santo realiza en las personas y en las comunidades. El Espíritu
Santo esparce las "semillas del Verbo" en las diferentes tradiciones y culturas,
disponiendo a las poblaciones de las regiones más diversas a acoger el anuncio
evangélico. Esta certeza debe suscitar en los discípulos de Cristo una actitud de
apertura y de diálogo con quienes tienen convicciones religiosas diversas. En
efecto, es necesario ponerse a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir
también a los "demás". Son capaces de ofrecer sugerencias útiles para llegar a
una comprensión más profunda de lo que el cristiano ya posee en el "depósito
revelado". Así, el diálogo podrá abrirle el camino para un anuncio más adecuado a
las condiciones personales del oyente.
4. De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el
testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene
esperanzas de ser escuchado. Además, hay que tener en cuenta que, a veces, las
circunstancias no permiten el anuncio explícito de Jesucristo como Señor y
Salvador de todos. En este caso, el testimonio de una vida respetuosa, casta,
desprendida de las riquezas y libre frente a los poderes de este mundo, en una
palabra, el testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar
toda su fuerza de convicción.
Es evidente, asimismo, que la firmeza en ser testigos de Cristo con la fuerza del
Espíritu Santo no impide colaborar en el servicio al hombre con los seguidores de
las demás religiones. Al contrario, nos impulsa a trabajar junto con ellos por el
bien de la sociedad y la paz del mundo.
En el alba del tercer milenio, los discípulos de Cristo son plenamente conscientes
de que este mundo se presenta como "un mapa de varias religiones" (Redemptor
hominis, 11). Si los hijos de la Iglesia permanecen abiertos a la acción del Espíritu
Santo, él les ayudará a comunicar, respetando las convicciones religiosas de los
demás, el mensaje salvífico único y universal de Cristo.
5. "Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde
el principio estáis conmigo" (Jn 15, 26-27). Estas palabras encierran toda la lógica
de la Revelación y de la fe, de la que vive la Iglesia: el testimonio del Espíritu
Santo, que brota de la profundidad del misterio trinitario de Dios, y el testimonio
humano de los Apóstoles, vinculado a su experiencia histórica de Cristo. Uno y
otro son necesarios. Más aún, si lo analizamos bien, se trata de un único
testimonio: el Espíritu sigue hablando a los hombres de hoy con la lengua y con la
vida de los actuales discípulos de Cristo.
En el día en que celebramos el memorial del nacimiento de la Iglesia, queremos
elevar una ferviente acción de gracias a Dios por este testimonio doble y, en
definitiva, único, que abraza a la gran familia de la Iglesia desde el día de
Pentecostés. Queremos darle gracias por el testimonio de la primera comunidad
de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los mártires y de los
confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos la herencia de innumerables
hombres y mujeres de todo el mundo.
La Iglesia, animada por la memoria del primer Pentecostés, reaviva hoy la
esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo. Asidua y concorde en la
oración con María, la Madre de Jesús, no deja de invocar: "Envía tu Espíritu,
Señor, y renueva la faz de la tierra" (Sal 103, 30).
Veni, Sancte Spiritus: Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus fieles la
llama de tu amor.
Sancte Spiritus, veni!
(Vigilia de Pentecostés, Sábado 10 de junio de 2000)
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SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en
el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con
su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida
cristiana —el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume
"formas" específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia.
Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en
ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la
tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a
arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!"
(Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días
después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia
ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron
unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch
2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. no se lo
arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo
mediador del "don de Dios" obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de
amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente,
es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla
donde quiere" (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo
ha elegido para "arrojar el fuego sobre la tierra": este camino es Jesús, su Hijo
unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la
Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia.
"Recibid el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la
Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre
ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del
Padre y del Hijo.
Ahora, queridos hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice
una vez más cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para
recibir el don del Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de
Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos "estaban todos
reunidos en un mismo lugar". Este "lugar" es el Cenáculo, la "sala grande en el
piso superior" (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la
última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se
había convertido, por decirlo así, en la "sede" de la Iglesia naciente (cf. Hch 1,
13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico,
quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: "Todos ellos
perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 14). Por consiguiente,
la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la
concordia presupone la oración.
Esto, queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para
nosotros, que estamos aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca
a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un
acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a
recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra.
Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin
quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos "ajetreada" en
actividades y más dedicada a la oración.
Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes
imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su
mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el
Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como
signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado.
Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como
"viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta
de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida
biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una
contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos,
también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y
envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los
venenos del aire —y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una
prioridad—, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe
el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a
muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y
el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el
desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin
reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas
generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora
del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire
limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire
espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.
La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles
es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de
Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al
apoderarse de las energías del cosmos —el "fuego"—, parece que el ser humano
hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo,
dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no
quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto.
Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios,
consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo
pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de la
casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el "fuego" y sus
enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y
contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra la historia. Como
advertencia perenne quedan las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la
energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en
proporciones inauditas. En verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente
sintomáticos, en la realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la
energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la
acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) al
inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya estaba
en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la
tierra" purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104,
29-30). Este "fuego" puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los
Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia
la prolongación de la obra renovadora de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el
Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en
el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido
segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de
Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el
Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo
y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y
resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más
fuerte.
Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el
miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una
Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona.
Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe,
el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el
ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra
la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los
hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios
y animada por su fuego purificador.
Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María:
"Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra".
(Solemnidad de Pentecostés, Basílica de San Pedro, Domingo 31 de mayo de 2009)
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P. Jorge Loring S.I.
Domingo de Pentecostés - Año B
1.- San Juan dice que Dios es AMOR.
2.-A Dios no puede faltarle nada que le sea esencial.
3.- Si Dios es AMOR necesita ALGUIEN a quien amar.
4.- Y esto desde toda la eternidad.
5.- Por eso Dios es TRIno.
6.- Esto ilumina el misterio de LA SAnTÍSIMA TRInIDAD.
7.- El misterio consiste en que siendo un sólo DIoS VERDADERo, en Él hay tres
personas distintas: EL PADRE, EL HIJo Y EL ESPÍRITu SAnTo.
8.- Aunque no pretendemos entender a la perfección el misterio, hay
comparaciones que lo iluminan.
9.- Es tradicional lo del triángulo: en el triángulo cada ángulo abarca
completamente el triángulo entero, lo mismo que cada persona de la SAnTÍSIMA
TRInIDAD es el mismo Dios.
10.- También es bonito lo de las tres cerillas: tres cerillas unidas y encendidas,
cada cerilla posee la misma llama que las otras dos.
11.- Cada vez que nos santiguamos honramos a la Santísima Trinidad. Así
empezamos las oraciones, la Santa Misa, los sacramentos y muchas obras. Y al
persignarnos hacemos una cruz en la frente refiriéndonos al Padre que está sobre
todo, otra en la boca indicando al Hijo que es la Palabra del Padre, y otra sobre el
corazón simbolizando al Espíritu Santo que es Amor.
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[1]
Esta citación tiene una importancia particular porque marca un momento clave del evangelio de San Lucas, el que marca el
comienzo de la subida de Jesús a Jerusalén, el famoso “Iter Lucanum”.
[2]
En el NT hay dos formas de decir tiempo: kairós y jrónos. Pero tienen matices muy diferentes. El segundo hace mención a la
sucesión del tiempo según un antes y un después; el primero, en cambio, hace referencia a un momento determinado de la
historia que está cuajado de significado para la historia que pasó y la que vendrá.