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La verdad sobre el crimen literario
Los escritores Pablo de Santis, Qiu Xiaolong, Maurizio de Giovanni y
Pascal Dessaint dialogan con Ernesto Mallo sobre las relaciones e
influencias entre el delito y la literatura policial antes del inicio del festival
Buenos Aires Negra
Ficción y realidad. Javier Basile./revista Ñ
En las visperas del ya pasado Festival del Buenos Aires Negra y aquí, cuatro destacados
participantes hablan con el escritor Ernesto Mallo, director de este festival, sobre las relaciones
entre la literatura, el crimen y la vida cotidiana. El argentino Pablo de Santis; Qiu Xiaolong, uno de
los más célebres autores de China; Maurizio de Giovanni la revelación del “giallo” italiano y Pascal
Dessaint, el autor francés más temido por las industrias contaminantes
Ernesto Mallo: ¿Qué les sugiere hoy la frase “la realidad supera la ficción”?
Pablo De Santis: Una fórmula para señalar que a veces ocurren cosas insólitas.
Qiu Xiaolong: Para mí, la frase es particularmente aplicable a la China de hoy. Titulé un artículo
que escribí para el New York Times “La vida en China es más extraña que mi ficción”. El caso
criminal en cuestión está relacionado con Bo Xiliai, el jefe del Partido de Chongqing, cuyos detalles
se revelan en la última novela del Inspector Chen en la que estoy trabajando. Pero el libro no trata
solamente de un funcionario gubernamental corrupto, también trata de los crímenes, absurdos
hasta lo inimaginable, que pueden tener lugar bajo un régimen autoritario unipartidista.
Maurizio de Giovanni: Estoy convencido de que la realidad es demasiado absurda y extraña para
ser contada. La narrativa necesita ser lógica, el lector tiene que poder comprender el desarrollo de
la historia, entrar en la psicología de los personajes, seguir su pensamiento. ¿Cómo puede
contarse sobre esos tres chicos encerrados en una villa de Cleveland durante diez años, sin pedir
ayuda sin intentar la fuga? Es mejor inventar un cuento verosímil, más real que la realidad misma.
Pascal Dessaint: En muchos momentos de mi trabajo como escritor, puedo percibir que la realidad
es más extraña y compleja que las historias que puedo imaginar. En 2001, escribí una ficción cuyo
telón de fondo era una fábrica en Toulouse. Esto debería ser una historia simple, social. Unas
semanas más tarde, la planta explotó. Yo no me hubiera atrevido a imaginar ese escenario. Fue
muy inquietante.
EM: ¿De qué manera los sucesos criminales influyen en su literatura y en la literatura
policial en general?
PDS: De ninguna manera. Creo que la literatura policial no tiene ninguna relación con el crimen
real: es un artificio para representar el modo como nos relacionamos con la búsqueda de la verdad.
QX: Sigo los hechos criminales de China a través de Internet como investigación básica para mis
libros. Suelo bromear con mis amigos diciendo que, con tantos sucesos criminales y de corrupción
como hay en la sociedad china contemporánea, jamás voy a sufrir el bloqueo del escritor. No
necesito inventar nada para mis trabajos de ficción. Hubo un caso en particular que conocí de
primera mano cuando trabajaba en la Academia de Ciencias Sociales de Shanghai, ya que uno de
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los criminales involucrados, que fue sentenciado a muerte, trabajaba en el mismo edificio. Años
más tarde fue materia para mi novela Muerte de una heroína roja .
MDG: Es indiscutible que los delitos se encuentran en la mente de los autores de novela negra,
que forma parte de sus miedos y, por lo tanto, de sus historias. Pero, insisto, sólo tiene valor como
inspiración. La narrativa se mueve según otra trayectoria, por fortuna, juega un partido diferente.
PD: Todo hecho criminal expresa el malestar, el desorden y la ansiedad de una era. También,
aunque no siempre, me inspiran hechos precisos, ya que soy sensible a los acontecimientos de mi
ciudad, de Francia y del mundo. Creo que, en todos los sentidos, a menudo inconscientemente, los
eventos que vi influyen de alguna manera en mi escritura, en mi imaginación. Creo que es así para
todos los escritores de novelas de suspenso. Por eso podemos comprender ciertos períodos de
nuestra historia a través de las novelas que inspiraron.
EM: ¿El crimen de ficción, su estética o lenguaje, influyen en el crimen real?
PDS: No.
QX: Eso es bastante posible, aunque pienso que no debe ser muy frecuente. Aun así resulta
intrigante que la mente criminal pueda ser influenciada o torcida por la estética del lenguaje de la
ficción literaria (no sólo por la ficción criminal). En El vestido mandarín rojo , mi quinta novela de la
serie del Inspector Chen exploro la interrelación entre ambas.
MDG: El fenómeno de la imitación es un peligro que está siempre a la vuelta de la esquina. La
novela, la ficción cinematográfica o televisiva pueden tener este efecto sobre ciertas mentes. Pero
son las crónicas, las historias terribles que cuentan los periódicos, la Internet o la TV quienes
ejercen estas influencias con mayor poder.
PD: ¡Espero que no! Tendríamos un poder extremadamente perjudicial. El día que alguien me diga
que mis historias lo inspiraron para cometer un crimen, dejo de escribir.
EM: ¿Cómo se relaciona la narración policial de ficción con la narración policial
periodística?
PDS: Tuve la suerte de ser amigo de Enrique Sdrech, gran cronista de policiales, y en cuyo
imaginario pesaban las novelas que había leído en su juventud, sobre todo las de Gastón Leroux.
Es sobre todo el mecanismo del folletín lo que guía a veces a los cronistas de policiales, porque
hay también para ellos un continuará.
QX: En la sociedad de hoy no creo que haya una línea divisoria clara entre la no-ficción y la ficción.
La gente lee con el mismo interés el periodismo y la ficción de criminales.
MDG: Creo que la narración criminal, sea verdadera o inventada, puede moverse a lo largo de la
misma vía. La investigación del desvío de un sentimiento, de una pasión que produce celos,
obsesión, odio y, finalmente, el arma en la mano criminal no cambia en la ficción o en las noticias.
PD: Ciertamente, el relato periodístico, cuando se trata de una investigación le pide prestado a la
novela policial. Reunir el material, tratar de comprender, analizar, combinar, inferir. El periodista de
investigación tanto como el autor de novelas policiales son investigadores.
EM: ¿A qué atribuye el interés del público lector por la literatura policial?
PDS: La novela policial representa para el lector la nostalgia por una forma; una máquina de
organizar las expectativas del lector. Toda la literatura vive del secreto, pero en la novela policial
este secreto ocupa un lugar esencial y está desplazado hacia el final y es el corazón invisible de la
historia.
QX: Se podrían enumerar una cantidad de razones. Entre ellas, el hecho de que en la actualidad
se estén cometiendo tantos crímenes en todas partes del mundo. Algunos tan increíbles, otros tan
misteriosos y otros tan horribles. La gente, naturalmente, se interesa en tratar de conocer toda
clase de interpretaciones al respecto. De allí proviene la popularidad de las novelas policiales.
MDG: Al leer un libro, los lectores quieren hacer un viaje. Quieren ser secuestrados y llevados a
otra realidad que le haga olvidar la propia durante unas horas. Es evidente que un tipo de novela
más realista, como la negra, facilita este proceso, proponiendo situaciones vertiginosas y
atractivas, con un ritmo rápido y con historias simples y fuertes. Creo que ese es sustancialmente
el secreto de su éxito.
PD: Esto se debe sin duda a que los lectores aman que les cuentes historias emocionantes, pero
también, que los interroguen sobre el mundo que los rodea. Son siempre inquietados por la
realidad y buscan respuestas o alivio para sus ansiedades.
EM: ¿Cuáles creen que son los tres elementos que nunca deben faltar en una narración
policial?
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PDS: La tensión narrativa, la exposición objetiva, la construcción deliberada.
QX: El suspenso, el análisis y una investigación convincente, no sólo del crimen en sí mismo sino
también del entorno social, político y cultural en los cuales ocurre el crimen.
MDG: Yo no creo que haya una receta. Para mí es contar con un ritmo lo más apretado posible,
contar con uno o más personajes con los cuales los lectores pueden identificarse y, sobre todo,
narrar una buena historia, contada de la manera más convincente y simple que sea posible.
PD: La poesía, el amor y el humor. Lo mejor entre lo peor.
EM: ¿Cuál es la función social de la literatura policial, si es que la tiene?
PDS: Ninguna.
QX: La función social de la ficción criminal, si es que la tiene, podría ser estimular la alerta de la
gente respecto de las actividades criminales. Por otra parte puede suministrar una falsa sensación
de seguridad, si nos hace creer que teniendo a Sherlock Holmes en Baker Street, la justicia será
aplicada en el mundo.
MDG: La literatura no debe preocuparse por el problema de su propia utilidad social. Contamos
historias, sólo historias, y si alguien quiere ver un mensaje que asuma la responsabilidad. Tenemos
que dejar que el flujo de la historia haga el camino que quiera hacer, y reportar el flujo. Sólo eso.
PD: En Francia, gracias a Jean-Patrick Manchette, el thriller ha retomado su función de novela
social y crítica de la vida cotidiana. Estoy absolutamente convencido de que tiene que ser así. En
esto, la novela negra es literatura responsable. Como dijo el gran abogado y periodista Albert
Londres: hay que meter el dedo en la llaga.
EM: ¿Qué les sugiere el concepto “escritor comprometido”?
PDS: Algo que sobrevive en la idea de que la lectura política de un texto es la más profunda: yo
creo que es la más superficial, y tiene fecha de vencimiento.
QX: Yo no sé qué significa exactamente ese concepto. Un escritor debe ser comprometido como
escritor, pero si se aplica a ciertos géneros puede serlo o no. En lo personal no le veo nada de
malo en escribir transgrediendo los géneros. Un escritor de ficción criminal no está necesariamente
confinado a ese género.
MDG: Un escritor está comprometido desde el momento en que se publica su novela y se la ofrece
al público. Son los ojos de los lectores lo que ven en el compromiso con la historia, esto da el
mensaje, no el escritor.
PD: Una de las primeras cualidades de un escritor debe ser una crítica lúcida y sin concesiones a
su tiempo. Este es un paso necesario. El compromiso se inicia allí. Testigo de su época, a menudo
involucrado físicamente, el escritor no puede, lamentablemente, unirse a todas las causas porque
es humanamente imposible.
EM: ¿En qué medida la literatura de ficción puede ser útil para denunciar hechos
criminales?
PDS: En ninguna.
QX: Tanto para la ficción literaria como para la ficción criminal, la buena escritura es esencial. Para
denunciar actos criminales un escritor puede aprender mucho de la excelente ficción literaria y sus
técnicas. En realidad no le veo objeto a separar la literatura de la denuncia.
MDG: La literatura tiene una función muy importante: tratar de interpretar el pensamiento penal. Lo
que viene a la mente del criminal, lo que siente, lo que hace. Esto puede llegar a donde ningún otro
proceso puede alcanzar para entender las razones del crimen.
PD: En la medida en que el escritor de novela negra es testigo de su tiempo, lo es también de los
crímenes que se cometen y ello lo convierte en un denunciante de primer orden, aunque no lo sea
de un hecho específico, sí de una situación social y de un sistema político que lo genera y muchas
veces lo apaña.
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3
Rmmmm
FORENSES SÚPER PODEROSOS
A través del protagonismo que ganaron los forenses en las series de televisión pueden leerse
las mutaciones de un discurso y de sus héroes. ¿Dice algo, además, acerca de la sociedad, o
de un auténtico interés científico? De Dragnet al efecto CSI, los vaivenes de un género.
La clave está en el sándwich. Se dirá que un sándwich es poca cosa para decretar
una ruptura de género, pero de veras que importa. Hasta hace unos años, en las
series de televisión sobre crímenes, el héroe era policía, detective, investigador. Era el
tipo duro que se valía de su instinto y sus reflejos para descubrir al asesino y darle su
merecido. Llegaba al culpable pateando puertas, apretando soplones, saltando
badenes con un coche que siempre perdía una llanta. Entre todos los personajes
secundarios que revoloteaban en su universo discursivo (el jefe gritón, la vecina
gauchita, el compañero bufón), había uno fácilmente distinguible: el forense. Y se lo
distinguía porque siempre estaba comiendo un sándwich al lado de algún cadáver. El
forense era el tipo raro, taciturno y acostumbrado a los muertos que, entre mordiscón
y mordiscón, señalaba la clave para resolver el misterio: “Mira, John, encontré este ¡grunch!- pedazo de papel con una dirección en -¡grunch!- la oreja de la víctima;
también tiene -¡grunch!- un nombre”. Entonces John se rascaba la cabeza y deducía
que el nombre correspondía al asesino y la dirección, a su domicilio; a continuación
saltaba badenes, pateaba puertas, atrapaba al malhechor y una vez más la justicia se
imponía. Para entonces, ya nadie recordaba ni al forense ni a su sándwich.
El género policial televisivo cambió en los últimos 15 años. El oscuro forense ganó
espacio y opacó a otros personajes: hizo del policía de calle, torpe y desaliñado, un
segundón que ensucia la escena del crimen con rosquillas y métodos no científicos. A
primera vista se diría que las persecuciones fueron sustituidas por microscopios; los
aprietes, por bases de datos; las confesiones, por autopsias y análisis de ADN.
Sucedió más bien que unos y otros (microscopios, persecuciones, rosquillas y
sándwiches) se apelmazaron en el nuevo superforense televisivo, que recoge
muestras, hace la autopsia, patea puertas, apresa sospechosos, testifica ante el
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jurado y mira adusto al culpable cuando se lo llevan esposado. ¿Es un ave? ¿Es un
avión? ¡No, es un forense!
¿De dónde salieron estos forenses superpoderosos? Es una perogrullada establecer
relaciones causa-efecto entre coyunturas sociohistóricas y programas de televisión.
Alegar: Jack Bauer (24) es el agente antiterrorista post 11-S; Código X iba bien con el
milenarismo posmoderno de fin de siglo; MacGyver era la respuesta pro-desarme a la
Guerra Fría (MacGyver aborrecía las armas y era capaz de parar una fusión nuclear
con barras de chocolate); Los ángeles de Charly encarnaba la sexploitation de los 70;
Los Invasores expresaba, en los 60, la paranoia norteamericana ante el peligro
comunista. No es que el contexto sociohistórico no tenga importancia, sino que su
descripción no constituye una explicación por sí misma. Quizás la respuesta correcta
sea siempre la más simple, pero la respuesta más simple no es siempre la más banal:
hay formas más sutiles de leer al Pato Donald.
Otra perogrullada: que nuestra sociedad se regodea con la muerte y que por eso hay
tantos cadáveres en sus productos culturales. El espectáculo de la muerte no es
privativo ni de esta sociedad ni de este tiempo ni de las series de televisión. A los
cuerpos de Benito Mussolini y Clara Petacci los colgaron de los pies en Piazzale
Loreto; las imágenes del fusilamiento de Nicolae Ceausescu y su esposa Elena son
ya un clásico navideño rumano; los incas decapitaban a sus enemigos y usaban sus
cráneos para beber cerveza; el año pasado sindicalistas enloquecidos se arrojaban
sobre el cajón de Juan Domingo Perón con la esperanza de tomarse una foto. La
muerte no es un descubrimiento de estas series, si bien podrían señalar un cambio en
la idea que una sociedad se hace del cuerpo y sus tabúes. Y aun así, nada de esto
explicaría por qué los forenses televisivos cambiaron sándwiches por el combinado
espectrofotómetro-patada voladora. Los vaivenes de un género deben entenderse -al
menos en una de sus dimensiones- permaneciendo en éste y otros géneros:
prestando atención a los textos y objetos culturales que lo forman. Las series de
forenses, además de ser producto de un tiempo y lugar histórico, son decantaciones
de tres géneros establecidos: programas de policías, médicos y abogados.
La venganza de los nerds
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El programa policial insigne fue Dragnet, que salió al aire entre 1951 y 1959 y sentó
las bases que luego siguieron Los intocables, Columbo, Kojak, Baretta, Hill Street
Blues, Cagney y Lacey, División Miami, Homicide, NYPD Blue y cientos de copias
mejores o peores. El personaje principal era policía-detective; el resto -forenses,
abogados, bomberos, médicos, equipos especiales-, segundones que apoyaban o
entorpecían la investigación. La ley y el orden, que comenzó a emitirse en 1990 y
todavía sigue en primetime, ejemplifica cómo se especializó el género: involucra a
policías que investigan el crimen y a fiscales que llevan adelante el caso. Third Watch
siguió con esta nivelación de roles: retrató a policías, bomberos y paramédicos del
ficticio Precinto 55 de Nueva York. Pero para entender cómo se llega a los programas
de forenses del siglo XXI no basta con decir que caracteres antaño relegados pasan a
primer plano; hay que observar la emergencia y decadencia de los dramas televisivos
judiciales y hospitalarios.
La década del 90 fue el momento de apogeo de series cuyos eventos transcurren ora
en cortes y estudios de abogados, ora en hospitales y salas de emergencia. Fue
fundamental, para la irrupción del boom forense, asumir que el procedimiento técnico
de ficción televisiva representa procedimientos reales y que podía construirse ficción
en espacios antes secundarios, como cortes, quirófanos o laboratorios. Cuando las
series de policías, abogados y médicos saturaron el mercado, se planteó una
disyuntiva: o bien mantener el verosímil, o bien romperlo. ¿El resultado? Por un lado,
montones de personajes sosos y chatos; por el otro, unos pocos antihéroes
interesantísimos. Pero ser un antihéroe en contextos policiales-judiciales- médicos
supone caminar por la cornisa. En The Shield, los policías son viciosos, violentos y
corruptos; en Shark, la premisa legal es que no importan los hechos sino cómo se
vende la historia al jurado; en House, el protagonista es un médico drogadicto,
miserable, soberbio: una basura de persona. Acá es donde los superforenses hacen
su aparición: son los héroes definitivos de comienzos del siglo XXI. A su manera, son
la antítesis de Jack Bauer, que siempre hace lo correcto, y aunque en el proceso
descubre que hacer lo correcto -torturar familiares, matar amigos, sacrificar a pocos
por el bien de muchos- es incorrecto, lo hace de todos modos. El drama de Bauer es
deontológico. Los nuevos superforenses son los héroes tradicionales: son los buenos
y punto.
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La síntesis llegó con CSI: Crime Scene Investigation, serie so bre un equipo forense
de Las Vegas que comenzó a emitirse en 2000 y al rato amplió la franquicia: CSI
Miami en 2002 y CSI New York en 2004. Esta franquicia definió el perfil de programas
posteriores (y algunos anteriores), incluyendo muchos de tipo documental: Bones,
Crossing Jordan, Cold Case, Without a Trace, Forensic Files, Detectives médicos,
American Justice, NCIS, Criminal Minds, por nombrar sólo lo mejorcito del cable.
Los héroes clásicos del siglo XX siempre fueron tipos musculosos no demasiado
iluminados: no pensaban, pegaban. Por suerte tenían siempre un científico que les
explicaba dónde debían pegar y por qué: Flash Gordon tenía al Dr. Zarkov, Buck
Rogers al Dr. Huer, Marty McFly al Dr. Brown. Lo que define a estos nuevos héroes
forenses es justamente su ambiguo estatus de “forenses”: son investigadores,
médicos, biólogos, antropólogos, historiadores (en Discovery Channel tienen hasta
psíquicos forenses). “Forense” señala tanto un método (el científico) como una ética
(la científica): quiere decir que es alguien que resuelve crímenes mediante el método
científico. Eso se traduce en honestidad y objetividad.
En televisión, la ciencia forense es rápida, certera, justa, cool. A diferencia del policía
corrupto, el forense tiene un ascetismo poppereano; en vez de corazonadas, sigue la
rígida metodología científica. A diferencia del abogado, que busca justicia y para eso
miente y falsea, el forense televisivo no busca justicia sino “la verdad”: el hecho
objetivo, y nada hay más justo que eso. A diferencia del santurrón mojigato de los
culebrones médicos, el forense es una enciclopedia con patas pero también un
peleador callejero: si tiene que dar patadas y disparar un AK-47, lo hace (y los
guionistas insisten en que lo haga). El nuevo héroe piensa y pega, y ni siquiera debe
salvar a la chica pues muchos superforenses son mujeres (como Temperance
Brennan en Bones o Jordan Cavanaugh en Crossing Jordan). Y el personal no sólo es
mixto sino también interracial, interétnico, intercultural, interdisciplinario y cualquier
otro “inter” imaginable. La ciencia forense televisiva es infalible y objetiva; y quienes la
practican son inteligentes, lindos y buenos.
Se dirá que una cosa es la televisión y otra el mundo real. ¿Lo es? En última
instancia, la televisión también es parte del así llamado “mundo real”. Sostener que
una serie de televisión influye sobre la vida cotidiana es una trivialidad: que el 101
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porteño haya sido sustituido por el 911 es un buen ejemplo. El problema no es si las
series inventan, exageran o falsean, o si lo que ofrecen es sólo imaginación (pues de
eso se trata la ficción). El problema es, más bien, cuando ese mundo ficticio se vuelve
sentido común. Si a uno lo arrestan en Lugano, ¿deben decirle eso de que tiene
derecho a permanecer en silencio y que todo lo que diga será usado en su contra?
¿En la comisaría tiene derecho a una llamada? ¿En la Policía Federal hay detectives
de homicidios? ¿En Tribunales hay que jurar sobre La Biblia? ¿Y le preguntan que
cómo se declara el acusado y uno dice “inocente, su señoría”? Para muchos muchísimos- son preguntas válidas. Hasta el menos informado entiende que el policía
de la esquina no es Chuck Norris. Sin embargo, pocos conocen cómo funciona un
laboratorio legal, qué hace un médico o un antropólogo forense: más allá de la
televisión, no tienen con qué contrastarlo. El universo narrado de series como CSI se
asume como representación de procedimientos reales. Aun a la distancia: si se
consulta a algún desprevenido policía callejero porteño, uno se encontrará con que el
mundo de CSI existe… “allá”. Un oficial dice: “¿Vos pensás que los peritos de acá se
van a tirar en el piso para buscar pelos con ADN? Agarran pelo si el muerto tiene un
mechón en la mano, con un cartel que diga ‘pelo del que me quemó’”. Otro pregunta:
“¿En Argentina existe el ADN? ¿Para la Belsunce no lo mandaron a hacer en Estados
Unidos? No, creo que acá no existe el ADN”. Un tercero aclara: “No es como allá, que
tienen computadoras y rayos láser; acá los ves juntando con una cucharita y una
bolsita del Día”. Y un cuarto concluye: “¿Si lo de CSI es real? Claro que es real… pero
allá”.
¿Y allá es real?
En Estados Unidos se discute desde hace unos años el “efecto CSI”: una
transformación en la percepción social de la ciencia forense causada por estas series.
La principal consecuencia sería un aumento de las expectativas judiciales en las
investigaciones criminalísticas y la exigencia de afirmaciones concluyentes como en
televisión. También señalaría cambios en la manera de cometer delitos: ahora los
asesinos llevan guantes de látex, los violadores usan preservativos, se eliminan
rastros de ADN con hipoclorito de sodio (lavandina). Las series del tipo de CSI
estarían avivando giles.
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El fenómeno también repercute en las aulas. El número de estudiantes de ciencias
forenses
aumentó
considerablemente,
pero
las
autoridades
policiales
norteamericanas insisten en que más no es mejor. Han brotado innumerables carreras
terciarias dedicadas a una ambigua “ciencia criminalística”, poco serias casi todas. En
Internet hay montones de institutos universitarios virtuales que ofrecen licenciaturas y
doctorados. El más bizarro se anuncia como “Instituto Privado Virtual de Ciencias
Criminalísticas y Ciencias Forenses Afines”. ¿Afines? ¿Qué quiere decir “afines”?
“Forense” está cargado de ambigüedad. ¿Un perito en papiloscopía es forense? Pues
si es así, tras dos años en el Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina uno
ya sería forense. Al menos en televisión -y de allí al sentido común- el término se usa
como genérico de las diversas áreas de la Policía Científica en Función Judicial:
medicina forense, balística y accidentología; laboratorio químico pericial, de tóxicos,
cromatografía y espectrofotometría infrarroja; levantamiento de rastros, morgue,
necropapiloscopía, planimetría y más. El genérico televisivo refiere pues a médicos,
dibujantes, fotógrafos, bioquímicos, odontólogos, palinólogos o peritos varios. De allí
que en dos años se pueda ser forense de la Policía Federal, aunque eso no implique
que el egresado reciba el bisturí, la pistola y el auto para saltar badenes. Para ser
forense en el sentido de médico forense o antropólogo forense todavía no hay atajos:
hay que hacer la carrera de grado en medicina o antropología biológica, y luego la
especialización en medicina legal.
En los dramas forenses nunca faltan sofisticados aparatos, laboratorios impecables,
recursos ilimitados. Los resultados de exámenes de ADN y pruebas toxicológicas
salen al instante. Basta presionar una tecla para que fotos y videos borrosos
adquieran una definición impecable. Los satélites se manipulan como si fuesen
cámaras hogareñas. La búsqueda de información (huellas digitales, registros
policiales, datos de cualquier tipo) da coincidencias inmediatas. Es como una lámpara
de Aladino tecnológica. Sólo falta la máquina que hace ¡ping! de los Monty Python y
cartón lleno.
No es que los métodos o tecnologías que aparecen en estos programas no existan.
En general nunca faltan espectrómetros de masa, secuenciadores de ADN,
termocicladores, cámaras de flujo laminar, aparatos de electroforesis capilar,
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espectrofotómetros ultravioletas, macroscopios, microscopios, cromatógrafos de
gases y montones de computadoras corriendo complejos programas. No están
sacados de Viaje a las estrellas ni mucho menos, aunque su uso sea discutible. En
realidad, los análisis no son instantáneos; las bases de datos no arrojan coincidencias
inmediatas. Jamás es la misma persona la que ejecuta cada paso de la investigación,
y es imposible eso de un-caso-por-vez. En general, en los laboratorios se hacen
exámenes toxicológicos y se comparan huellas digitales; el análisis de ADN va último
en la lista de prioridades (son costosos y demandan mucho tiempo). Los
investigadores científicos -de acá y allá- lidian con escaso presupuesto, burocracia e
incompetencia variopinta. Las pruebas se contaminan, los peritos no son bibliotecas
ambulantes, los casos se amontonan. Un criminalista de la Universidad de Maryland,
Thomas Mauriello, estimó que al menos 40% de la ciencia de CSI no existe y que el
resto se hace de manera idealizada. “No mostramos la inmensa cantidad de papelerío
que hay que hacer en el campo -observó Elizabeth Devine, productora de CSI-. Nadie
quiere ver a alguien sentado en su escritorio tomando notas”.
Donde más consecuencias tendría el efecto CSI sería en las cortes norteamericanas.
Hasta no hace mucho, presentar pruebas forenses en un juicio suponía un punto en
contra: había que conmover, no aburrir con cháchara científica. Hoy los jurados
parecen fascinados. En varios procesos el jurado objetó la falta de huellas digitales,
exámenes de ADN y residuos de disparos. Y aunque esta evidencia no siempre es
conclusiva, cada vez más los jurados dudan de los casos donde no hay “suficiente”
evidencia forense. ¿Y qué sabe una mesera de Texas sobre cuánto es “suficiente”
evidencia forense?
Más recientemente, algunos investigadores académicos han sostenido que el efecto
CSI es sólo un invento mediático, una presuposición acerca de cómo funciona un
jurado. “Mientras que el efecto CSI fue ampliamente notado en la prensa popular, hay
poca evidencia objetiva que demuestre que ese efecto exista”, escribió el año pasado
Tom R. Tyler, psicólogo de la Universidad de Nueva York, en el Yale Law Journal. “El
efecto CSI se ha convertido en una realidad aceptada en virtud de su reiterada
invocación en los medios. Aunque no existen investigaciones empíricas que
demuestren que de hecho existe, en un nivel básico concuerda con las intuiciones de
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los participantes en procesos judiciales”. Una investigación empírica de la Universidad
de Arizona, publicada este año en Jurimetrics, concluyó que aunque los jurados que
miran CSI son más críticos de la evidencia forense que aquellos que no, no hay
diferencias significativas. Otra investigación, publicada el año pasado en Media and
Entertainment Law Journal, concluye que, si el efecto CSI existe, influiría tanto a
espectadores como a no espectadores por partes iguales. O a ninguno de ellos.
Entretanto, la forensización de la televisión continúa: en noticieros, documentales,
telenovelas, programas de deportes, chimentos y ramos generales, las pericias
científicas ocupan un papel destacado. Se repiten jergas judiciales, se instalan
términos y procedimientos de índole policial-judicial. “Hacer el ADN” ya es una
expresión cotidiana y cualquier movilero novato -o no tanto-, asignado a los casos
policiales más resonantes, discute con total liviandad sobre técnicas forenses. ¿Y qué
sabe un movilero de televisión sobre cuánto es “suficiente” evidencia forense?
Pero siempre se puede mirar el vaso medio lleno. Quizás el efecto CSI tenga una
consecuencia no prevista: que muchos jóvenes terminen genuinamente interesados
en la ciencia en vez de preocuparse por ser famosos. Aunque, claro, también está el
riesgo de que aumente el número de quienes quieran actuar en series como CSI para
ser famosos. No hay investigaciones empíricas todavía.
(+) Marcelo Pisarro, “Forenses súper poderosos”, Revista Ñ, 205, Diario Clarín,
1º de septiembre de 2007.
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Viernes 15 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa
De la letra a la imagen
Sherlock Holmes en televisión
Dos nuevas series recrean y actualizan las aventuras del célebre personaje de Arthur Conan Doyle;
pero mientras la británica Sherlock se mantiene fiel al espíritu de la obra original, la
norteamericana Elementary se toma libertades sorprendentes
Por Natalia Gelós | Para LA NACION
Benedict Cumberbatch y Martin Freeman,
protagonistas de Sherlock.
En Estudio en escarlata (1887), sir Arthur Conan Doyle presentó su Sherlock Holmes al mundo a
través de la mirada del doctor John Watson:
En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema
exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los
períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y
determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de
firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos
químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver
por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
En realidad, aunque no lo sabía entonces, no sólo lo presentó; lo dio como legado. Ya nunca más
fue suyo. Por eso, hasta se vio obligado a hacerlo volver de la muerte. En ese mundo que recibió al
detective de la calle Baker, muchos, cientos, se animaron a llevarlo al cine y la televisión. Como la
marea, la fiebre por la dupla fue y vino a lo largo de los años. En este tiempo, el de ahora, otros
metieron mano a la historia: Steven Moffat (responsable de la serie ya de culto Doctor Who) y
Mark Gatiss, para la británica BBC, con Sherlock, y Robert Doherty, para la norteamericana CBS,
con Elementary (aquí se ve por Universal). Así, establecieron un dispar juego de contrapuntos con
el personaje inmortal.
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El elenco, el foco por donde pasará la historia, el respeto o no por las líneas que trazó la obra
literaria; en esas decisiones ambas series establecen sus diferencias, que son radicales. El Holmes
inglés aparece en pantalla por primera vez de cabeza, por la parte superior del cuadro. Es la
subjetiva desde una bolsa mortuoria. Se lo ve exultante, alguien que disfruta de su juego. El
Holmes "a la norteamericana", que mantiene su nacionalidad inglesa pero se ubica en Nueva York,
irrumpe en escena de espaldas: a Watson, a la cámara, ¿al Holmes original? Luego de ver los hasta
ahora seis capítulos de la versión inglesa, es justo preguntarse: ¿era necesaria otra versión?
Jonny Lee Miller como Holmes, y Watson ha cambiado de sexo: lo interpreta Lucy Liu. Persiguen
objetivos diferentes: si en la BBC los impecables Benedict Cumberbatch (como Sherlock) y Martin
Freeman (como Watson) se ponen al servicio de los creadores para refrescar la obra sin perder su
fidelidad y mantener el aire literario, pleno de vértigo, humor y misterio, la versión
estadounidense es polémica. Sí, un inglés interpreta a Holmes (Jonny Lee Miller), pero Watson. es
Lucy Liu, Ese juego hombre-mujer les permite, según sus creadores, explorar otras facetas del
vínculo, y será eso y no tanto la resolución de los crímenes lo que concentrará sus esfuerzos en
esta primera temporada. Holmes está en Nueva York para recuperarse de su adicción a las drogas
y Watson, una ex cirujana con una mala pasada en la profesión, es su tutora. Son, sobre todo, dos
seres rotos que encuentran en la asistencia a la policía neoyorquina un bálsamo al ardor interno.
En Sherlock, además de la vibración justa de humor a lo ConanDoyle, se produce algo diferente:
esos dos hombres tienen voracidad por el juego. Cada temporada de tres capítulos (la primera, en
2010; la segunda, en 2012: una apuesta, como suele hacer la televisión inglesa, de la calidad por
sobre la cantidad) evidencia el trabajo de dos fanáticos de Holmes y de toda la literatura
victoriana. Eso explica, entre otras cosas, la fidelidad y el modo en el que logran darle vida al
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espíritu de los libros. "Otros detectives tienen casos, Sherlock Holmes tiene aventuras y eso es lo
que importa", ha dicho Moffat, exponiendo el nervio de la obra.
Si para los puristas nada será digno de sir Arthur, la versión inglesa, al menos, es difícil de
destrozar: como ejemplo, el primer capítulo toma con lealtad pasajes de Estudio en escarlata. A lo
largo de la serie, además, aparecen los personajes célebres: Irene Adler, "la" mujer que consigue
conmover la estructura sherlockiana, yMoriarty, el archienemigo. Los cambios son naturales: a
Watson su psicóloga le recomienda sanar su pasado en la guerra a través de un blog, en el que
luego narrará las aventuras como investigador. Y hay superaciones: es un hallazgo el recurso de
edición que consigue darles imagen a las cadenas de pensamiento de Holmes, que siempre van un
paso adelante.
En esos consensos de época, las dos series coinciden en la utilización de la tecnología como
herramienta para encubrir y resolver los crímenes: ahora hay cámaras, teléfonos que graban
conversaciones, archivos electrónicos que piden ser "hackeados". Elementos todos que ayudan al
desarrollo dramático de los capítulos.
¿Por qué Estados Unidos hace una versión nacional de todo? ¿Con qué objetivo se recrea un
clásico? ¿Al libro se le debe respeto? Abundaban las series que hacían guiños al investigador del
genio superlativo. Sherlock ya imprime su sello personal en el clásico de Conan Doyle, lo actualiza,
lo cuestiona y, a la vez, le es fiel como ninguno. Si Elementary tuviera como única referencia la
obra literaria, sería una buena serie basada en las aventuras de Holmes. Si no se basara en eso,
sería un buen policial. Pero está Sherlock, y entonces cambia el escenario y las comparaciones son
siempre odiosas, sobre todo, para la versión norteamericana. Sin embargo, Elementary cruzó una
línea: según el libro Guinnes, con esta serie, Holmes se consagró como el personaje más recreado
de la historia..
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