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Transcript
Son miembros de la
Iglesia, llamados fieles,
aquellos
que,
incorporados a Cristo, o
Pueblo
de
Dios,
mediante el Bautismo,
han
sido
hechos
partícipes, cada uno
según
su
propia
condición, de la función
sacerdotal, profética y
real de Cristo, y son
llamados a llevar a cabo
la misión confiada por
Dios a la Iglesia.
“Están plenamente incorporados a la sociedad que es
la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo,
aceptan íntegramente su constitución y todos los
medios de salvación establecidos en ella y están
unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la
rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos,
mediante los lazos
de la profesión de
la fe, de
los sacramentos,
del gobierno
eclesiástico y de la
comunión” (C. Vat
II).
En la Iglesia hay un
principio de igualdad
esencial: la condición
propia de los fieles
cristianos estriba en
ser hijos de Dios. La
mayor dignidad ante
Dios tendrá quien
más unido esté con
Él por el amor y,
como servidor,
contribuya mejor a la
edificación del
Cuerpo de Cristo.
En la Iglesia, por
institución divina,
hay ministros
sagrados, que han
recibido el
sacramento del Orden
y forman la jerarquía
de la Iglesia.
A los demás fieles se les llama laicos. De unos y otros
provienen fieles que se consagran de modo especial a
Dios por la profesión de los consejos evangélicos:
castidad en el celibato, pobreza y obediencia.
Todo el
Pueblo de
Dios es
sacerdotal,
dedicado al
culto de su
Señor.
Es lo que se llama el sacerdocio común. Pero Cristo, al
fundar la Iglesia y confiarle su misión redentora, dio a
participar de modo diverso su único sacerdocio,
estableciendo en ella funciones y ministerios distintos. El
sacramento del Orden es el elemento diferenciador,
dando una mayor participación del sacerdocio de Cristo.
El sacerdocio ministerial es una participación especial
del sacerdocio de Cristo que confiere “la sagrada
potestad del Orden para ofrecer el sacrificio y perdonar
los pecados, y desempeñar públicamente en nombre de
Cristo el oficio sacerdotal a favor de los hombres”. El
sacramento del Orden imprime un carácter que capacita
para obrar “en la persona de Cristo”: en plena
identificación sacramental con El.
El sacerdote
ministerial no es
más cristiano que
los demás fieles,
pero es más
sacerdote y de un
modo distinto.
El sacramento del Orden
no confiere sólo
funciones
santificadoras, sino
también los oficios de
enseñar y de regir al
Pueblo de Dios, y que
junto con el de santificar
constituye la “sagrada
potestad ” de los
ministros sagrados.
Este sacramento se confiere en tres grados
claramente escalonados y subordinados:
episcopado, presbiterado y diaconado.
Hay otros elementos diferenciadores entre los clérigos
según la misión canónica que la autoridad competente le
asigna a cada uno de los ordenados. Hay multitud de
oficios eclesiásticos, entre los que podemos citar:
arzobispo metropolitano, obispo residencial, obispo
auxiliar, vicario episcopal,
canónigo,
párroco,
vicario
parroquial,
juez,
capellán, etc.
La autoridad
en la Iglesia
tiene una
triple
potestad:
de gobierno, es decir, la facultad de dirigir a los fieles,
que a su vez comprende la facultad legislativa, judicial y
ejecutiva; de orden, esto es, la facultad de santificar a
los hombres por medio de los sacramentos, y la
potestad de magisterio o doctrinal, facultad de enseñar a
los fieles con autoridad propia las verdades de fe y
costumbres.
Durante los
tres años de su
vida pública,
Jesucristo
preparó los
elementos de
su Iglesia.
Eligió primero doce apóstoles, a quienes instruyó y
consagró obispos. Luego escogió setenta y dos
discípulos, de categoría inferior a los apóstoles, y los
envió de dos en dos a predicar el Evangelio. Finalmente a
la cabeza de los apóstoles puso a San Pedro como jefe de
la Iglesia y pastor de los corderos y de las ovejas.
Después de
elegir a sus
apóstoles,
Jesucristo les
prometió darles
la autoridad
cuando les dijo:
«En verdad os digo, cuanto atareis en la tierra será
atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será
desatado en el cielo» (Mt 18, 18). Atar y desatar
significan en el lenguaje rabínico prohibir y permitir, es
decir, establecer lo que es lícito y lo que no lo es.
Al enviar a los
apóstoles
Jesucristo les
dio el poder que
había recibido
del Padre:
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id,
pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo cuanto yo os he
mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo» (Mt 28, 18-19).
Les dio el poder de
magisterio
doctrinal (enseñad), el de
orden o
ministerio (bautizándoles)
(la mención del Bautismo,
puerta de la Iglesia,
incluye los demás
sacramentos) y el de
gobierno o jurisdicción
(enseñándoles a
observar). Se trataba de
una misión universal
(enseñad a todas las
gentes) y les prometió la
asistencia divina hasta el
fin del mundo.
Los
apóstoles
ejercieron
estos
poderes.
El Nuevo Testamento narra que, presididos por Pedro,
eligieron a Matías para sustituir a Judas como uno de
los Doce. Para servir mejor a los bautizados, escogen
colaboradores en el ministerio: presbíteros y diáconos,
administran los sacramentos, se reúnen en concilio y
toman disposiciones, etc. Los Doce ejercitan colegial y
jerárquicamente los poderes recibidos de Cristo.
“Los apóstoles cuidaron de
establecer sucesores en
esta sociedad
jerárquicamente
organizada..., y dieron
además la orden de que, al
morir ellos, otros varones
probados se hicieran cargo
de su ministerio” (C. Vat II).
Se puede afirmar que “por
institución divina, los
obispos han sucedido a los
apóstoles como pastores de
la Iglesia”.
Los presbíteros y diáconos son colaboradores
jerárquicos que, participan de la potestad sagrada de
Cristo, transmitida por el sacramento del Orden.
El poder que tienen los miembros de la
Jerarquía eclesiástica no viene del pueblo, y decir
esto sería herejía, sino que viene únicamente de
Dios.
El ejercicio de
estos poderes
compete
exclusivamente al orden
jerárquico, es
decir, al Papa
y a los
Obispos a él
subordinados.
Jerarquía
significa
autoridad
sagrada.
En la
Iglesia se
concibe
como
servicio:
“los ministros que poseen la sacra potestad están al
servicio de sus hermanos , a fin de que todos cuantos
pertenecen al Pueblo de Dios alcancen la salvación”. A la
jerarquía se la denomina “ministerio eclesial”, y a sus
integrantes “ministros”, es decir, servidores.
El Papa,
Obispo de
Roma y
sucesor de
san Pedro, es
el perpetuo y
visible
principio y
fundamento
de la unidad
de la Iglesia.
Es el Vicario de Cristo, porque le representa en la tierra
y hace sus veces en el gobierno de la Iglesia. Es
cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la
Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la
potestad plena, suprema, inmediata y universal.
El Evangelio muestra
que Jesús prometió a
Pedro los máximos
poderes en la Iglesia:
“Sobre esta piedra
edificaré mi iglesia…”
( Mt 16, 18-19 ) y se
los otorgó después de
su Resurrección:
“Apacienta mis
corderos. Apacienta
mis ovejas” ( Jn 21,
15-17 ).
El primer jefe de la Iglesia, San Pedro, nombrado por el
mismo Jesucristo, no podía vivir hasta el fin de los
siglos; por esto, era del todo necesario que tuviera
sucesores. Los tuvo y sigue teniéndolos. San Pedro
estableció en Roma su sede, y allí murió;
por esto, el que es
elegido Obispo de
Roma, es también
heredero de toda
su autoridad. El
sucesor actual, nº
266, es Francisco.
El Romano
Pontífice es
siempre el
Pastor supremo
de la Iglesia
gobernando
rectamente.
Unas de las funciones gubernativas que en virtud de su
cargo le competen en exclusiva son: nombrar libremente
a los obispos; convocar, presidir, aprobar o disolver los
concilios ecuménicos; promulgar las leyes generales de
la Iglesia; ser sumo juez para todo el orbe católico; ser
administrador supremo de todos los bienes
eclesiásticos.
El Papa es
infalible en las
definiciones que
atañen a la fe y
a las
costumbres, por
la promesa de
Jesucristo y por
la continua
asistencia del
Espíritu Santo.
El Papa es infalible sólo cuando, en calidad de Pastor
y Maestro de todos los cristianos, en virtud de su
suprema y apostólica autoridad, define que una doctrina
acerca de la fe o de las costumbres debe ser abrazada
por la Iglesia universal.
Dios ha otorgado
al Papa el don de la
infalibilidad para
que todos estemos
ciertos y seguros
de la verdad que la
Iglesia nos enseña.
La Iglesia lo definió
en el Concilio
Vaticano I.
Con ello la Iglesia no ha establecido ninguna nueva
verdad de fe, sino solamente ha definido, para oponerse a
los nuevos errores, que la infalibilidad del Papa,
contenida ya en la Sagrada Escritura y en la Tradición, es
una verdad revelada por Dios, y, por consiguiente, que ha
de creerse como dogma o artículo de fe.
Hay personas e instituciones que ayudan al Papa en el
ejercicio ordinario del gobierno de la Iglesia universal , y
que actúan en su nombre y con su autoridad. Son los
Cardenales, obispos, presbíteros y laicos que poseen
competencias en los diversos organismos de la Curia
romana. A ellos se suman el Sínodo de Obispos y los
Nuncios Apostólicos .
Aunque pueda parecer
extraño, los antipapas han
existido durante gran parte
de la historia del
catolicismo. La historia de
los antipapas, al menos los
así reconocidos por la
Iglesia, comienza con San
Hipólito de Roma, cuyo
"antipapado" duró del año
217 al 235, cuando murió
como mártir, ya
reconciliado con la Iglesia.
Hay tres causas principales para
la aparición de antipapas:
discordancia en la doctrina, si el
pontífice es deportado o
encarcelado, o si se produce una
doble elección papal. El antipapa
aparece por alguno de estos
motivos con la intención de
usurpar las funciones y los
poderes que corresponderían al
Papa elegido legítimamente por la
Iglesia Católica Apostólica
Romana.
El controvertido título de antipapa no implica
necesariamente profesar una doctrina contraria a la fe
católica, sólo la intención de usurpar su puesto al Papa.
Algún antipapa luego se
convirtió en papa, como fue
el caso de Vigilio en el siglo
VI. Éste era un diácono
ambicioso y amigo del
emperador de
Constantinopla. El general
Belisario desterró al
verdadero papa, san
Silverio, y puso a Vigilio.
San Silverio desterrado
prefirió renunciar para no
ocasionar un cisma en la
iglesia.
El más notable periodo de
antipapas fue el Gran Cisma
de Occidente. Tras la
designación de Urbano VI en
1378, por los vicios de su
cohorte, su cuestionado
comportamiento y no recta
doctrina, los cardenales se
volvieron a reunir y eligieron
al antipapa Clemente VII. Este
cisma se prolongó durante
medio siglo y no se resolvió
hasta el Concilio de
Constanza, donde se depuso a
todos los pretendientes y se
eligió a Martín V.
Actualmente, la lista
de antipapas
pertenecientes a
distintas sectas se
extiende por
diversos países. En
España, desde
mediados del siglo
XX, está la Iglesia
de Palmar de Troya.
Palmar de Troya
El 2º antipapa fue Pedro II, como Pedro II de Canadá,
Pedro II de Francia, o Pedro II de Dakota del Norte entre
otros. Hay otros varios como Ahitler I de Kenia,
Clemente XV de la Iglesia Renovada de Cristo o Adrián
VII, antipapa residente en California.
Todos estamos
obligados a escuchar a la
iglesia docente, porque
Jesucristo dijo a los
Pastores de la Iglesia en la
persona de los
Apóstoles: “El que a
vosotros oye, a Mí me oye,
y el que a vosotros
desprecia, a Mí me
desprecia”.
Además de la autoridad
de enseñar, tiene la Iglesia
especialmente el poder de
administrar las cosas
santas, hacer leyes y
exigir su cumplimiento.
Los Obispos son los Pastores de los fieles, puestos
por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios en
las sedes que se les han encomendado, con
dependencia del Romano Pontífice.
El Obispo en su
propia diócesis
es el Pastor
legítimo, el
Padre, el
Maestro, el
superior de
todos los fieles,
eclesiásticos y
seglares, que
pertenecen a la
misma diócesis.
“La Iglesia enseña que
"por institución divina
los obispos han
sucedido a los
apóstoles como
pastores de la Iglesia.
El que los escucha,
escucha a Cristo; el
que, en cambio, los
desprecia, desprecia a
Cristo y al que lo
envió" (C. Vat II).
Llamamos al Obispo Pastor legítimo porque la
jurisdicción, esto es, el poder que tiene de gobernar a
los fieles de la propia diócesis, se le ha conferido según
las normas y leyes de la Iglesia.
El Papa es sucesor de San Pedro, Príncipe de los
Apóstoles, y los Obispos son sucesores de los
Apóstoles en lo que mira al gobierno ordinario de la
Iglesia.
La jurisdicción pastoral de un obispo se ciñe
exclusivamente al ámbito de la Iglesia particular o de la
misión canónica que le haya sido encomendada.
Pero, al mismo
tiempo, “por
institución
divina y por
imperativo del
oficio
apostólico,
cada uno,
juntamente
con los otros
obispos, es
responsable
de la Iglesia”
(C Vat II).
“Así como, por
disposición del Señor,
San Pedro y los
demás apóstoles
forman un solo
Colegio apostólico, de
igual manera se unen
entre sí el Romano
Pontífice, sucesor de
Pedro, y los Obispos,
sucesores de los
apóstoles”.
El Colegio Episcopal es la institución que reúne a todos
los obispos del mundo que permanecen en comunión con
el Papa.
El Colegio Episcopal
ejerce su plena y suprema
potestad de 2 formas: 1.
de un modo solemne y
especialmente visible en
los concilios ecuménicos
aprobados o al menos
aceptados por el sucesor
de Pedro. 2. mediante la
acción conjunta de los
obispos dispersos por el
mundo, con tal de que sea
promovida, aprobada o
libremente aceptada por el
Papa.
En cada diócesis, ayudan al obispo en su potestad de
régimen personas e instituciones de la Curia diocesana
(vicarios y cargos ejecutivos y judiciales), de las
parroquias , del sínodo diocesano, de los varios
consejos y colegios, de los arciprestazgos, etc.
La colegialidad episcopal es sólo universal y siempre
indivisible. Los concilios particulares, sínodos y demás
asambleas de obispos no constituyen propiamente
manifestaciones de la colegialidad: son “realizaciones
parciales” de ella, y “signo e instrumento” del llamado
afecto o espíritu colegial.
Las Conferencias episcopales son instituciones
permanentes erigidas para que “el afecto colegial tenga
una aplicación práctica”. En ellas los obispos de una
nación o territorio determinado ejercen unidos algunas
funciones pastorales a favor de sus fieles.
Los obispos, en comunión con el Papa, tienen el deber
de anunciar a todos el Evangelio, fielmente y con
autoridad, como testigos auténticos de la fe apostólica,
revestidos de la autoridad de Cristo. Mediante el sentido
sobrenatural de la fe, el Pueblo de Dios se adhiere
indefectiblemente a la fe, bajo la guía del Magisterio vivo
de la Iglesia.
Los obispos ejercen
su función de
santificar a la Iglesia
cuando dispensan la
gracia de Cristo,
mediante el
ministerio de la
palabra y de los
sacramentos, en
particular de la
Eucaristía; y también
con su oración, su
ejemplo y su trabajo.
Cada obispo, en
cuanto miembro del
colegio episcopal,
ejerce
colegialmente la
solicitud por todas
las Iglesias
particulares y por
toda la Iglesia, junto
con los demás
obispos unidos al
Papa.
El obispo, a quien se ha confiado una Iglesia particular, la
gobierna con la autoridad de su sagrada potestad propia,
ordinaria e inmediata, ejercida en nombre de Cristo, Buen
Pastor, en comunión con toda la Iglesia y bajo la guía del
sucesor de Pedro.
El Obispo, en
la cura de
almas, se
ayuda de los
sacerdotes, y
principalmente
de los
párrocos.
El Párroco es un sacerdote designado para presidir y
dirigir, con dependencia del Obispo, una parte de la
diócesis, que se llama parroquia.
Los fieles deben estar unidos con su Párroco,
escucharle con docilidad y profesarle respeto y sumisión
en todo lo que atañe al régimen de la parroquia.
Al margen de
las diócesis,
regidas por
obispos,
existen los
ordinariatos
castrenses y
las prelaturas
personales.
Son instituciones y comunidades establecidas por la
Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales.
Pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros
son también miembros de las Iglesias particulares.
Contribuyen a dar a la unidad de la Iglesia particular,
fundada en el obispo, la interior diversificación propia de
la comunión.
Las prelaturas personales se rigen por unos estatutos
otorgados a cada una por la Santa Sede , que definen su
finalidad. Están para llevar a cabo especiales labores
pastorales o apostólicas, una mejor distribución del
clero, etc.. Pueden ser de ámbito regional , nacional o
internacional. Toda prelatura personal tiene como
Ordinario propio a un Prelado, y cuenta con un
presbiterio de clérigos seculares.
También puede
haber laicos
incorporados a
ella para
participar en el
fin apostólico
determinado en
los estatutos.
“Presbítero”: significa “anciano”. Los
presbíteros poseen el segundo grado
del Orden. Coinciden con los obispos
en el honor del sacerdocio ministerial,
pero dependen de ellos en el ejercicio
de sus potestades.
Suelen ser también sus colaboradores
y consejeros en multitud de tareas. “El
ministerio de los presbíteros, por estar
unido al Orden episcopal, participa de
la autoridad con que Cristo mismo
edifica, santifica y gobierna su
Cuerpo”.
Los presbíteros no forman
en la Iglesia un colegio
universal como los obispos.
Pero todos están unidos
entre sí por la igual
participación y común
fraternidad en el Orden. De
modo especial los que se
dedican al servicio
ministerial de una misma
diócesis o estructura
eclesiástica, forman un
presbiterio . El ministerio de
los presbíteros no queda
restringido a una misión
local, sino que “participa de
la misma amplitud universal
de la misión confiada por
Cristo a los apóstoles” (C.
Vat II).
Los diáconos (“ servidores ”), aunque reciben el tercer
grado del Orden sagrado, no poseen el sacerdocio
ministerial . Su función es ser ayudantes ordenados de
los obispos y presbíteros en la liturgia, en la palabra y en
las obras de caridad.
El Concilio
Vaticano II
decidió
rescatar la
figura del
diácono
permanente,
ya presente
en el
primitivo
cristianismo.
“Con el nombre de laicos se designan todos los fieles
cristianos, a excepción de los miembros del orden
sagrado y los del estado religioso aprobado por la
Iglesia”.
Los fieles laicos
tienen como vocación
propia la de buscar el
Reino de Dios,
iluminando y
ordenando las
realidades
temporales según
Dios. Responden así
a la llamada a la
santidad y al
apostolado, que se
dirige a todos los
bautizados.
Los laicos participan en la misión
sacerdotal de Cristo cuando
ofrecen como sacrificio espiritual
“agradable a Dios por mediación
de Jesucristo”, sobre todo en la
Eucaristía, la propia vida con todas
las obras, oraciones e iniciativas
apostólicas, la vida familiar y el
trabajo diario, las molestias de la
vida sobrellevadas con paciencia,
así como los descansos físicos y
consuelos espirituales. De esta
manera,
también
los
laicos,
dedicados a Cristo y consagrados
por el Espíritu Santo, ofrecen a
Dios el mundo mismo.
Los laicos participan en la misión profética de Cristo
cuando acogen cada vez mejor en la fe la Palabra de
Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la
vida y de la palabra, mediante la evangelización y la
catequesis. Hay muchos modos de poner en práctica
este derecho-deber:
conversación
privada, enseñanza,
catequesis,
escritura, medios de
comunicación, etc.,
y su lugar abarca
todo el ámbito de la
sociedad civil: lugar
de trabajo, hogar
familiar, etc.
Los laicos participan en la
misión regia de Cristo
porque reciben de Él el
poder de vencer el pecado
en sí mismos y en el
mundo, por medio de la
abnegación y la santidad
de la propia vida. Los
laicos ejercen diversos
ministerios al servicio de
la comunidad, e
impregnan de valores
morales las actividades
temporales del hombre y
las instituciones de la
sociedad.
La vida consagrada es
un estado de vida
reconocido
por
la
Iglesia; una respuesta
libre a una llamada
particular de Cristo,
mediante la cual los
consagrados
se
dedican totalmente a
Dios y tienden a la
perfección
de
la
caridad, bajo la moción
del Espíritu Santo. Esta
consagración
se
caracteriza
por
la
práctica
de
los
consejos evangélicos.
La vida
consagrada
participa en la
misión de la
Iglesia mediante
una plena
entrega a Cristo
y a los
hermanos,
dando
testimonio de la
esperanza del
Reino de los
Cielos.
La vida
consagrada
la constituyen
los “institutos
religiosos”,
los “institutos
seculares” y
los
ermitaños.
A ella se asemejan las “sociedades de vida apostólica” y
el orden de las vírgenes. Es una forma estable de vivir
que se origina por la profesión de los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y obediencia en un
instituto aprobado por la autoridad eclesiástica.
La vida
consagrada es
una forma
estable de
vivir en una
nueva
consagración
a Dios,
es testimonio público de la vida nueva y eterna de Cristo
Redentor, en virtud de la profesión (votos u otros
vínculos sagrados) de los consejos evangélicos en vistas
a una misión apostólica determinada. La vida en
comunidad o la separación del mundo no entran en el
concepto genérico de vida consagrada, porque no son
aplicables a todas y cada una de sus formas.
Los consagrados pueden ser
tanto clérigos como laicos.
Es decir: “El estado de vida
consagrada, por su
naturaleza, no es ni clerical
ni laical”. Es “una vocación
distinta y una forma
específica de consagración,
en razón de una misión
peculiar”. La Iglesia elevó la
vida consagrada a la
dignidad de “estado
canónico”. Es decir, que no
son parte de la estructura
jerárquica de la Iglesia, pero
son parte de su vida y
santidad.
Hay una gran diversidad en
la forma de ser
consagrados. 1. Hay unos
que son de vida
contemplativa y otros de
vida activa. Hay institutos
que son normalmente de
clérigos y otros que son de
hermanos. Hay
congregaciones o institutos
que son de derecho
pontificio y otros de derecho
diocesano, etc..
Una distinción entre los consagrados son los institutos
religiosos y los seculares. Los institutos religiosos:
tienen como denominador común la emisión de votos
públicos, la vida en comunidad y el apartamiento del
mundo. Los institutos seculares: Sus miembros se
consagran viviendo más metidos en el mundo y realizan
la profesión de los consejos evangélicos normalmente de
modo privado.
Existen también entre los consagrados: Sociedades de
vida apostólica. semejante a religiosos (vida en
comunidad, fines, pero no profesión pública de los tres
consejos evangélicos). Tienen como principal finalidad
el apostolado. Llevan vida fraterna en común, según el
propio reglamento, y aspiran a la perfección de
la caridad por la observancia de las constituciones.
Algunas
comenzaron
con san
Felipe Neri en
los Oratorios.
Desde los comienzos del cristianismo, la Iglesia ha sido
representada como un barco, el de Pedro. Pero en ese
barco el verdadero capitán es Jesucristo.
Automático
Y en ese barco es Jesús el capitán.
Los marineros que en ese barco van
son hombres redimidos por ese capitán.
Los marineros que en ese barco van
son hombres redimidos por ese
capitán.
Yo sé de un barco que va por alta mar.
Y en ese barco
es Jesús el
capitán.
Las
tempestades
que puedan
azotar son
siempre
dominadas
por ese
capitán.
Las
tempestades
que puedan
azotar son
siempre
dominadas
por ese
capitán.
La Virgen María, como madre, nos acompaña en
este navegar de la vida hacia el puerto celestial.
AMÉN