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Tema de reflexión
ANFE – Octubre 2015
Enviadas a “primerear” la misericordia
A lo largo del curso pasado hemos estado meditando, examinando nuestra vida
cristiana y proyectando nuevos retos a través de la Exhortación “La alegría del Evangelio”
del Papa Francisco. Tras esta lectura pausada, estamos ahora convocadas -a partir del 8 de
diciembre-, a vivir y testimoniar un año de la misericordia: la misma que inunda nuestra
existencia y nos lleva a anunciar en nuestras plazas y calles el amor entrañable de un Dios
que envió su Hijo al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo (Cfr. Jn 3, 17).
“La mayoría de la gente vive para el amor y la admiración. Pero es de amor y
admiración de lo que deberíamos vivir. Si algún amor se tiene con nosotros, deberíamos
reconocer que somos totalmente indignos de él. Nadie es digno de ser amado... El amor es
un sacramento que habría que recibir de rodillas, y el Domine, non sum dignus tendría que
estar en los labios y en los corazones de quienes lo reciben”, así se confesaba Oscar Wilde
en su “De profundis”, escrito en un momento vital de profunda búsqueda y encuentro
personal con la fe.
El amor de Dios ciertamente supera nuestras expectativas: libera de ataduras y
perdona, como a la adúltera a punto de ser apedreada; da vida, como a Lázaro, amigo de
Jesús; mira con ojos de perdón, como a Pedro arrepentido. Ese amor no deja indiferente,
impulsa y compromete: lo experimentado no puede quedarse en el ámbito meramente
personal, implica -¡reclama!- la transformación social. Un amor de esta categoría, que
perdona setenta veces siete, es capaz de elevar a la persona a una nueva dignidad: la de
Hijo querido de Dios, un Padre que -como el de la parábola del Hijo Pródigo- está ya
presente en todos los caminos de la tierra buscando abrazarse con cada persona, para
hacerla sentirse perdonada, entrañablemente amada, invitada a un festín lleno de alegría
sincera.
Una de las experiencias más humanas es la sensación de cansancio, fracaso,
desesperanza o derrota por la rutina. Sin duda, las heridas del pecado original han dejado
su huella en nosotros. Como el Hijo Pródigo, anhelamos ese lugar de paz, descanso,
acogida. Y la Iglesia anuncia que ese lugar sólo tiene un nombre: Dios mismo, Trinidad
Santa, amor que se desparrama en la obra creada por sus manos.
En el número 7 de “Evangelii gaudium” nos enseñaba el Papa cómo la gente quiere
ser feliz, pero esa felicidad no llega., no se consigue tan fácilmente. Es algo que todos
ansían, por lo cual hipotecan su vida. Pero puede ser una felicidad engañosa, aparente,
como humo fugaz. Muchos son felices con nada: y así contemplamos la gran paradoja de
países pobres de gente feliz frente a países ricos de gente desencantada. Insatisfacción
camuflada por consumismo, por sustancias que animen o cambien la realidad (drogas,
alcohol...). El Evangelio nos enseña que es feliz el que comparte, el que no se agarra a
nada, el que no deja esclavizar el corazón con cosas, sino con personas. Es la búsqueda
vital de ese abrazo con Dios, al que cambiamos por otros brazos: la comodidad o nuestros
propios criterios.
Necesitamos a Dios -¡nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto
hasta que descanse en ti! clamaba san Agustín-, pero ¿de qué siente necesidad nuestra
sociedad? ¿De confort, de eficacia económica, de seguridades vitales, de rentabilidad, de
situación holgada en la vida? Hoy lo barato no gusta, lo bueno cuesta o pagamos
demasiado por ello para vivir en la apariencia: para no sentirse necesitado. Ese es el
engaño, ya que nunca estaremos satisfechos. Siempre necesitaremos más.
Nos invita el Papa a proclamar la necesidad de construir nuestra sociedad desde los
valores: educar en ideales que construyan personas. Transmitirlos. Ir a contracorriente..
Construir un modelo de personas que desde la misericordia construyen felicidad. Alegrías
que beben en la fuente del amor manifestado en Jesucristo. No poner el corazón en el
dinero o en las felicidades aparentes o en los amores o negocios que van dejando víctimas
por el camino.
En el número 193 nos señalaba Francisco el camino ante esta realidad: “Estremecerse
las entrañas ante el dolor ajeno”. Ser indiferente no es ser cristiano, de largo pasaron el
sacerdote y levita ante el herido en el camino, apaleado por la dureza de la vida. Sólo se
paró un samaritano, un pecador. Nos refiere también la capacidad de reacción, tener
entrañas, inquietud por el bien. Necesitamos querer, sentirnos queridos para poder
reaccionar. Frente a la rabia del carácter del soberbio, la mansedumbre de Cristo, que es
manso y humilde de corazón.
“Aunque es de noche, Amado, y noche oscura, no vacilan mis pasos, voy segura en tu
busca... ¡Señor!, sé que me amas y, mendigo de amor, mi amor reclamas...” rezaba
Montserrat Maristany. Es en la noche de la existencia donde portamos la luz. Una llama
que nos fue entregada en la Vigilia Pascual y que cada noche de vigilia volvemos a
reavivar. No somos enviadas a anunciarnos a nosotras mismas, sino a Jesucristo, resucitado
de entre los muertos.
Por eso nosotras debemos ser las primeras en vivir la misericordia: sentirnos
sobrecogidas ante un amor de Dios que nos supera y que es don gratuito en un mundo
consumista que pone precio a todo. Un amor que nos empuja y nos constituye en
misioneros de la misericordia ante un mundo enfrentado tantas veces y tremendamente
dividido. En la noche de la historia, en la noche de las gentes, anunciamos que esa sed de
la vida sólo puede ser calmada en una fuente: “primereamos” la misericordia con nuestro
compromiso en la noche, turnándonos unos por otros, sintiéndonos Iglesia viva, testigo del
perdón, de un Padre que sigue con los brazos abiertos en tantos caminos para acoger,
abrazar, perdonar y celebrar.
Cuestionario para la oración personal:
1.- ¿Vivo en mí la misericordia entrañable? ¿Lucho por perdonar setenta veces siete o
guardo rencores, desprecios, juicios temerarios que me apartan del amor de Dios?
¿Construyo ANFE desde el amor fraterno o sólo desde mis criterios? ¿Cómo
vivimos la caridad fraterna en nuestros turnos?
2.- ¿Soy consciente de que sólo el amor de Dios cambiará nuestra sociedad? ¿Lo anuncio,
lo vivo, lo celebro? ¿Contagio la alegría de ser creyente? ¿Testimonio la necesidad
de turnarnos en la noche para que ese amor de Dios sea celebrado y vivido?
3.- “Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque el Poderoso ha hecho grandes por
mí” ¿Soy, como María, consciente de mi pequeñez pero portadora de un mensaje que
verdaderamente ensancha el corazón y testimonia un amor que nos supera?
Tema de reflexión
ANFE – Noviembre 2015
Mujeres en la noche, mujeres del Reino
“En tu nombre echaremos las redes” (Lc 5,5). Comenzamos el trabajo de un
nuevo curso con la misma convicción de los apóstoles: sólo nuestras manos puestas en
las mismas manos de Jesús posibilitarán que la pesca sea fecunda.
Era el amanecer (Cfr. Jn 21, 1-14). Aquel día nada eran las fuerzas de los amigos
de Jesús, ya que nada era su pesca. Se habían lanzado al lago creyendo en sus
posibilidades, con sus manos y sus redes. Y nada más que con agua pudieron llenarlas.
"¡Es el Señor!" exclamaron al descubrir en la orilla una presencia, e inmediatamente se
lanzaron a aquella misma agua que llenaba de nada sus redes. Y al llegar a la orilla ya
les estaba esperando Jesús. El pescado en las brasas, el pan partido, los brazos que
acogían. Y aquella orilla se convirtió en Eucaristía: Supieron que sólo Dios tiene
palabras de vida eterna, que sólo con Él merece la pena salir al mar profundo e intentar
llenar esas redes por ahora vacías.
Y pasados unos siglos tras aquel momento, en esa peculiar orilla de la vida, nos
ha tocado (¡nos han llamado – vocacionado!) como adoradoras nocturnas ser otro
apóstol. Y también en aquella orilla de Eucaristía, de noches silenciosas de adoración,
aprendemos junto a Él que la vida sólo merece la pena cuando se pierde, cuando se da:
aunque cueste, aunque duela. ¿Merecerá la pena? ¿Servirá para algo? ¿No somos ya la
mayoría demasiado mayores? ¿Esto no estará ya pasado de moda? Son las eternas
dudas, las mismas de los apóstoles, que hacen retornar nuestras redes vacías, nuestros
ánimos perdidos en la batalla.
Pero sabiendo que el Señor está en la barca, nos llama -como testigos en el día
de lo que hemos adorado en la noche- al mar de la vida para experimentar cada día que
mi barco va más allá, mar adentro y que ya no hay vuelta atrás; que son las manos de
Jesús las que ahora, puestas sobre las nuestras, extienden sobre el mar de nuestra
historia aquellas mismas nazarenas redes y señalan como única meta el infinito
horizonte...
Y así, entre Él y nosotras, hemos ido forjando esta historia, estos años, esta
hermosa realidad que es ANFE, en tantas ciudades, barrios, villas y pueblos... Sin mirar
atrás, arado en mano, sin pesimismo, sino henchidas las velas de nuestras naves con la
fuerza esperanzadora de la fe, la misma fe de la Iglesia, con responsabilidad de ser una
asociación que Dios ha querido al servicio del bien: “Dios ha indicado a cada uno su
lugar y sus responsabilidades, y observa cómo cada uno sigue lo que él ha indicado. Y
Él te observa a ti también. No lo olvides, y lleva a cabo cada tarea como si te hubiera
sido prescrita directamente por Dios, sin importar lo que sea.” (San Teófanes el
eremita).
Pertenecer a ANFE es tener vocación en aras de nuestra santificación personal,
en bien de la Iglesia, de nuestra sociedad. Con nuestra lámpara encendida y mantenida
con esfuerzo, proclamamos que sigue existiendo esa orilla donde poder descansar,
sentirse acogido, alimentado, donde llenarse de esperanza: la Eucaristía. Somos mujeres
de la Eucaristía, celebrada y adorada, velada en la noche por turnos, como
representación de un mundo que en tantos países de diferentes hemisferios duerme o
trabaja, ríe o llora, pero que no cesa en ningún momento de alabar, bendecir, agradecer
al Creador, también reparar al Buen Dios por los pecados del mundo: “Él, que murió
por los pecados de todos, desea entrar en comunión con cada uno de vosotros, llama a
la puerta de vuestro corazón para daros su Vida. Id a su encuentro en la santa
Eucaristía, id a adorarlo en las iglesias y permaneced arrodillados ante el sagrario:
Jesús os colmará de su amor y os manifestará los sentimientos de su Corazón.”
(Benedicto XVI).
Convocadas al Año de la misericordia, ante un nuevo y cercano Adviento de
nuestra historia, culminado el tiempo de gracia del Jubileo de Santa Teresa de Jesús, es
ahora más que nunca cuando tenemos necesidad de ser “amigos fuertes de Dios” como
clamaba la Santa Doctora de la Iglesia: “Ahora es tiempo de redoblar la oración, de
hacer más penitencia, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir
muy unidos a nuestro Señor, de ser muy prudentes, de consolar al prójimo, de alentar a
los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir pendiente de la Providencia, de
tener y dar paz, de edificar al prójimo en todo momento.” (San Pedro Poveda).
“Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15, 14), Sólo
desde el amor llegamos a atisbar qué es Dios. Y sólo desde una vivencia profunda de lo
que significa la amistad podremos entender nuestra relación con Dios: “el
aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho; y adquirimos
este amor cuando nos decidimos a hacer mucho por Él” (Sta. Teresa de Jesús). Llenos
de ese amor nos comprometemos en la transformación de nuestro mundo. No es un
mero providencialismo o un simple quedarse a gusto en la orilla: hay que navegar mar
adentro, lejos de las orillas de las seguridades y comodidades. No podemos navegar con
la mirada puesta en el embarcadero, sino hacia el infinito: “¡Prefiero una Iglesia
accidentada por salir que enferma por encerrarse!” clama el buen Papa Francisco. Más
aún, la profundidad de este amor nos la señala san Juan de la Cruz: “A la tarde te
examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como quiere ser amado y deja tu
propia condición”. No se trata de amar a medias o a ratos, se requiere la vida entera...
¡No se ama a Dios de cualquier manera! Como tampoco de cualquier manera podemos
tratar a los demás.
Cristo es Rey: Rey de Reyes. Porque Él vino a servir y no a ser servido. De este
modo los cristianos somos los servidores de la humanidad, la Iglesia es pobre y para los
pobres, en también expresión del Papa Francisco. Jesús es nuestro Rey y nosotros
somos también reyes por nuestro bautismo: nos constituye en servidores, y por eso es
Servidor de servidores. Podemos servir bien a la Iglesia y al mundo desde nuestra
vocación de adoradoras nocturnas, cuidando de no hacer las cosas de cualquier manera,
de no amar a medias sino intensamente, llevando realmente a sus últimas consecuencias
el Reino de Dios: paz, amor y justicia.
ANFE, todo un reto en nuestras manos, una vocación para restaurar el amor
divino en el mundo, un empeño por hacer posible el Reino de Dios en nuestra historia,
una lámpara encendida que en tantos rincones y en tantas noches clama incesantemente:
¡Dios está aquí! Venid, adoradores, adoremos a Cristo Redentor …
Cielos y tierra, bendecid al Señor.
Honor y gloria a Ti, Rey de la gloria.
Amor por siempre a Ti, Dios del amor.
Tema de reflexión
ANFE – Diciembre 2015
Empezamos el Año de la misericordia
Vivimos una sociedad que juzga por lo exterior: “una imagen vale más que mil
palabras”. Las apariencias son hoy en nuestra sociedad el mejor escaparate, insensible
ante las necesidades ajenas. Si La Bruyère escribía: “da vergüenza ser feliz a la vista de
ciertas miserias”, la publicidad actual proclama a los cuatro vientos: “olvidaos de todo,
centraos en vuestro bienestar”. Desahucios, pobreza emergente, familias en el umbral
de la pobreza, falta de perdón y bondad. Muy poco ha cambiado en nuestra sociedad:
¿Dónde han quedado la compasión, la solidaridad, la misericordia?
Con este panorama es, sin duda, fácil que lleguen tanto a las personas los gestos
de Francisco: al Papa se le “ve” más que se le escucha. La proclama al ser elegido
sucesor de Pedro ha sido la sinceridad de lo que es y la humildad de su persona para
comenzar el camino. Desde el 8 de diciembre añade a toda la Iglesia el camino de la
misericordia, con la que tendremos que gustar de Dios y contemplar a nuestros
hermanos, nuestra realidad. Dice Mateo: “Jesús vio un publicano y mirándolo con amor
y eligiéndolo le dijo: Sígueme” (Mt, 9, 9). Nos invita el Papa a descubrir a Cristo que
pasa de nuevo en nuestras vidas, a dejarse seducir por la misericordia de Dios y desde
esta experiencia afrontar la realidad. Da mucho que pensar que un papa como Francisco
diga con toda humildad «soy un pecador en quien el Señor ha puesto sus ojos» y se vea
reflejado en aquel relato evangélico de la llamada a Mateo. De este fragmento
evangélico sacará su lema episcopal, con el que ha querido proyectar su ministerio.
Francisco es un hombre totalmente seducido por la misericordia de Dios y es esta
experiencia la que nos hace entender muchas de sus intervenciones. Y es esto lo que le
hace ser un hombre libre. Sólo un hombre así, seducido por el amor de Dios, es capaz
de reconocerse pecador y llamar a todos a la conversión. Se está dirigiendo a toda la
Iglesia y también a los hombres y mujeres de buena voluntad, también a los políticos y
responsables de organismos internacionales. Pide la paz, el ejercicio de los derechos
humanos, acompañar con «misericordia» a todos, más presencia de la mujer en lugares
de responsabilidad eclesial, la atención a los refugiados y a todos los que viven las
viejas y nuevas pobrezas, la presencia y la solidaridad con los que están relegados a las
periferias geográficas y existenciales.
Entendemos su empeño por devolvernos el rostro misericordioso del Padre: “La
misericordia es una gran luz de amor y ternura, es la caricia de Dios sobre las heridas
de nuestros pecados”. Expresamente, en el anuncio del Jubileo extraordinario, dirá:
“Será un Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra del
Señor: ‘Seamos misericordiosos como el Padre’. Estoy convencido de que toda la
Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría de redescubrir y hacer fecunda la
misericordia de Dios, con la cual todos somos llamados a dar consuelo a cada hombre
y cada mujer de nuestro tiempo”.
La «misericordia», como actitud y virtud evangélica -clave en la que hemos de
vivir todo este curso- , nos acerca al mismo ser del Dios que nos ha revelado Jesús. En
su ministerio en Galilea, como propuesta conclusiva al llamado Sermón de la Montaña,
Jesús dice con toda claridad: «Sed perfectos como lo es vuestro Padre Celestial» (Mt
5,48). Esta perfección cobra mayor sentido cuando apunta a un modo de amar más
ilimitado —como es el amor a los enemigos— es definido con la palabra «misericordia»
y dice: «Sed misericordiosos como lo es vuestro Padre» (Lc 6,36). Se trata de un estado
de perfección que define a los seguidores de Jesús y toca de lleno el modo de tratarnos
los unos con los otros, con la invitación a que sea siempre hecha desde el amor, tal y
como Jesús y el Padre nos enseñan a amar. Es impresionante a qué extremo Jesús quiere
que lleguemos, especialmente si tenemos en cuenta el mandamiento del amor y las
exigencias que conlleva para que sea «misericordioso».
Una Iglesia en salida, una Iglesia misionera que actualmente está presente en
todas las periferias de la sociedad, encarnada como Jesús, ha de ejercer la misericordia
tanto en su forma de vivir, de actuar y de predicar. En este sentido, el papa Francisco
nos pide hacer una profunda revisión para que el auténtico rostro del Dios
misericordioso sea conocido y reconocido en nosotros. El papa Francisco, cuando en su
Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, se refiere a la misión que se encarna en los
límites humanos dice que «Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados
por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios son poquísimos. Citando a San Agustín,
advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con
moderación «para no hacer más pesada la vida de los fieles» y convertir nuestra
religión en una esclavitud, cuando, «la misericordia de Dios quiso que fuera libre».
Esta advertencia —sigue el papa Francisco—, hecha unos cuantos siglos atrás, tiene
una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de
pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a
todo el mundo» (EG 43).
Lo que propone con actitud de «misericordia» es un modo de hacer y un estilo
de hablar. Aquí juegan mucho las palabras «compasión» y «ternura» con todo su
contenido. Ya conocemos la bienaventuranza de la misericordia: «Felices los
compasivos: Dios se compadecerá de ellos» (Mt 57). Desde esta proyección, debemos
hacer un elogio a la ternura como aquella forma de relación que nos humaniza y nos
acerca a rehacer innumerables situaciones humanas enquistadas en la dureza del
corazón. Hablar y actuar con ternura nos hace descubrir desde la fe que Dios ha
sembrado en nosotros la semilla de su Reino.
En este tiempo de Adviento y Navidad revivamos la ternura de ese Dios de
misericordia hecho carne en la entrañas Inmaculadas de Santa María: disponibilidad,
certeza de vivir en la verdad, empeño misionero.
(Cfr. Enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux de Barcelona)
Preguntas para la oración personal
1.- ¿Hasta qué punto los cristianos tenemos integrado en nuestra vida el ejercicio
de la misericordia? ¿Qué concepto tenemos de ella?
2.- ¿Qué podemos destacar de la actuación de Jesús —hechos concretos que
descubrimos en el Evangelio— y que muestran un modo nuevo de actuar? ¿Por qué
Jesús actúa así y qué quiere conseguir actuando de este modo?
3.- A partir del pensamiento y la actuación del Papa Francisco en relación a la
misericordia, ¿qué debemos revisar y cambiar, actualmente, en nuestro modo de hacer
como cristianos, en nuestras parroquias y entre nuestra gente con la que convivimos?
Hablemos de hechos concretos, tanto positivos como negativos.
4.- ¿Hacemos un diseño, como resultado de toda nuestra reflexión, de cómo
queremos y podemos hacer realidad una “Iglesia misericordiosa”? ¿En qué nos
comprometemos cada uno de nosotros?
Tema de reflexión
ANFE – Enero 2016
¡Transparentar misericordia para renovar la faz de la tierra!
¡Hemos comenzado juntas el Año de la Misericordia! Unidas a toda la Iglesia
Universal, abiertas las puertas santas en Roma y en diversas catedrales y santuarios de
nuestras diversas diócesis, nos disponemos a experimentar lo que después hemos de
contagiar a nuestra sociedad como misioneras de esperanza.
Nuestra sociedad de consumo nos ata cada día más, sin que nos demos cuenta.
Los parámetros de las modas o dictámenes sociales, el “estar al día” para poder vivir en
onda, en la sintonía de lo actual. Pero cuanto más libres queremos ser, más cadenas nos
atamos: respetos humanos, conformar mi vida con tendencias pasajeras, no dejar a los
otros la oportunidad de exponer sus ideas porque en mi egoísmo me creo siempre en la
razón. Quizá uno de los pecados más actuales sea el pronto o el genio: ¡saltamos en
cuanto nos pisan la razón o no nos tienen en cuenta o no nos tratan como creemos
deberían.!
Nos invita el Papa Francisco a descubrir la misericordia como el necesario
ingrediente diario para poder vivir en verdadera libertad: la iglesia misionera en todas
las periferias ha de ejercer la misericordia en su forma de vivir, actuar y predicar.
Necesitamos, pues, en este año, realizar una profunda conversión para que la
misericordia de Dios pueda reconocerse en nosotros. Necesidad de cambiar el ritmo:
poner nombres concretos para que al final de este año de la misericordia realmente sea
signo visible de la presencia de Dios. Podemos por ello referirnos como sacramento de
misericordia: Hacer recuperar el gozo del seguimiento de Jesús, sentirse perdonado,
querido, empujado, inundado de Dios, o sea, libre.
Dios ha sembrado algo que nos hace originales y fecundos: nos hace entender y
que nos entendamos con el lenguaje del corazón. El lenguaje del amor rompe distancias,
fronteras, aúna voluntades. Cuando queremos entender, entendemos. La cercanía no
sólo son las palabras, sino el corazón. La fe es un misterio de amor ¿cómo podrá
plantarse y florecer en un corazón endurecido y encallecido?
Especialmente importante es la labor de los que tienen en la Iglesia el encargo de la
predicación. Ellos han de conocer profundamente el corazón de su comunidad para
reconocer dónde arde de sed de Dios y dónde ha quedado sofocado ese amor.
Conocer lo que dice y hace Jesús. Hablar de misericordia es hablar de
perfección: este curso ha de ser una experiencia fuerte de conversión, tiempo
privilegiado de perdón, profundizando y viviendo el gozo de la misericordia.
Necesitaremos tiempo para la lectura pausada de los evangelios, reconociendo actitudes
y gestos de Jesús llenos de misericordia, momentos intensos de oración para llenarnos
de ese mismo espíritu.
¿Qué nos dice el Papa en este escrito que estamos estudiando?
Comienza con una afirmación: “Jesucristo es el rostro de la misericordia del
Padre”. Él es el camino para llegar a Dios, para poder ir después a los demás con un
mensaje, con una misión. “Ir al Padre”: esa es nuestra vocación, nuestro empeño,
nuestra vida. Pero “ir a los hermanos” es nuestra misión.
En el número 1 reitera que la misión de Jesús es mostrar al Padre. Quien ve a
Jesús ve al Padre: Jesús, con sus palabras y gestos, revela la misericordia de Dios.
Nuestra vida debe conformarse con la de Jesús porque es Él quien la conoce en plenitud.
Profunda necesidad de dejarnos llenar por y de Dios.
En el número 2 transmite los valores fundamentales para este curso: alegría,
serenidad y paz. La Iglesia debe contagiar estos valores. Nadie debe ponerse “nervioso”.
Nos da el Papa cuatro definiciones de misericordia:
- Revela el misterio de la Trinidad.
- El modo en el que Dios viene a nuestra vida. Él viene: “primerear”, él
tiene la iniciativa (Evangelium Gaudium). No es que nosotros vayamos por
nuestras fuerzas hacia Él. Es que Él viene primero: toma la iniciativa. Esto nos
debe invitar a no esperar a que vengan los necesitados y sedientos de un agua
viva. Debemos salir en misión hasta las periferias, a todos los rincones.
- Ley fundamental cuando somos sinceros y descubrimos en otros a
hermanos. “Espiritualidad de comunión” (en expresión de san Juan Pablo II para
la Iglesia del siglo XXI). Descubrir lo positivo, mirar con los ojos de Dios,
cargar con sus debilidades.
- Vía fundamental que une a Dios y al hombre, porque la persona se
siente amada. Misericordia que une a Dios y al hombre.
En el número 3 nos invita el Papa a ser signo eficaz en nuestro mundo del obrar
del Padre. Actuar con misericordia para hacer visible y creíble a Dios. “Todo lo que
hagáis a uno de estos mis humildes hermanos, a mi me lo hacéis”.
Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón.
¿Ponemos nosotros límites al perdón de Dios? De este modo el confesionario no es una
aduana: es el lugar de la misericordia, el lugar donde uno tiene que sentirse amado.
Amar con el corazón de Dios, perdonar con el perdón de Dios.
En el número 4 el Papa trae a colación la conclusión y clausura del Concilio
Vaticano II. Nos invita de nuevo a ser signo vivo del amor del Padre, citando a san
Juan XXIII: “Medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad...
mostrarse como madre amable de todos... la religión de nuestro Concilio ha sido
principalmente la caridad...” Atacamos el error, pero salvamos la persona. Mensajes
alentadores y de esperanza. La Iglesia sólo tiene una dirección: servir al hombre en sus
necesidades.
En el número 5 pone el Papa la fecha de la finalización de este año: 20 de
noviembre de 2016, a la vez que nos expresa su anhelo más profundo: “Cómo deseo que
los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de
cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios.”
(Cfr. enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux. de Barcelona)
Tema de reflexión
ANFE – febrero 2016
Creo en el Dios de la misericordia
Sin duda la fe nos lleva a un encuentro personal: Dios asumió nuestra carne
mortal para hacerse el encontradizo con nosotros; nuestra historia no le es ajena, en
medio de los caminos de nuestra existencia Él siempre se manifiesta: como al apóstol
Pablo camino de Damasco. Dentro de nuestro propio corazón encontramos la respuesta
a tantas preguntas: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva! Tú estabas
dentro de mí y por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creadas por
ti” (San Agustín).
En el corazón, en nuestra propia vida. Ese es el sitio preferido de Dios: muy
dentro de nosotros. Por eso, del corazón –decía- es de donde nace la impureza (Cf. Mc
7). Una vida soberbia, engreída, avariciosa, soberbia solo engendra tristeza y soledad.
En cambio, un corazón lleno de Dios contagia vida, entusiasmo, alegría, entrega. No
deja indiferente.
Al comenzar este mes la Cuaresma, iniciamos también nuestra peculiar e
ineludible etapa de desierto: descubrir realmente si es sólo Dios el que inunda nuestro
corazón y si, siendo convocados a este año especial de gracia por el Papa Francisco, su
rostro es siempre de misericordia.
Ponemos nuestra atención estos dos meses en los números 6 al 9 de la carta del
Papa convocando a este Año de la Misericordia. Reflexionamos y centramos nuestro
estudio en qué y cómo es Dios. El ser de Dios: cómo lo vivimos, experimentamos,
sentimos, percibimos. Y cómo lo transmitimos. Las preguntas brotan inmediatamente:
¿Vivimos una relación personal? ¿La fe es encuentro? Dios se revela en la misericordia
y en el perdón, expresión de su omnipotencia: nosotros la concebimos como poder
absoluto. Para Dios existen “poderes humanos” que Él no quiere: sumisión, prepotencia,
privilegios, dignidades, precedencias... Y así el relato evangélico (Mt. 20, 17-28) es
claro cuando la madre de los Zebedeos se acerca a Jesús para preguntarle sobre el futuro
de sus hijos, sobre su recompensa por haberlo dejado todo y seguirle: los “puestos o
cargos o privilegios”; la respuesta de Jesús es contundente “que no sea así entre
vosotros”. Una Iglesia libre, pues, de poderes humanos, que pone todo su empeño en
servir, en hacerse la encontradiza de las necesidades de la sociedad: que, en expresión
del papa Francisco, no se encierra en las sacristías, sino que sale a la calle,
especialmente en las periferias existenciales.
Es propio de Dios usar misericordia, el amor es lo que le “hace grande”. La
grandeza del servicio, del amor desmedido. Lo que nos hace grandes es nuestra forma
de amar. No es signo de debilidad, sino cualidad de su omnipotencia: sólo así se
entiende el Nuevo Testamento: En la debilidad está la fuerza (Cf. 2Cor 12). ¿Cuáles
son nuestros miedos, temores? ¿Nos refugiamos en los títulos, en las apariencias, en los
privilegios? ¿Nos da el dinero la felicidad que no conseguimos o lo utilizamos para
amortiguar la ausencia de Dios?
“En la debilidad está nuestra fuerza” Es incomprensible para nuestra sociedad.
Dios: aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso. Así
deberíamos sentir, conocer y tratar a Dios. Está ausente al que no le importas; está lejos
el que pasa de ti, al que tu vida le da igual.
“Paciente y misericordioso”, así se vivía en el Antiguo Testamento. Dios y el
pueblo es un binomio constante. Dios que se enfada, que recrimina, que muestra ira y
castigo. El Dios de Jesucristo no es ese: hemos mostrado con nuestras actitudes un Dios
que no es el de Jesucristo. El ser misericordioso se constata en cada página del Antiguo
Testamento: siempre dispuesto. “Moisés entraba en la tienda del tabernáculo en
oración y cuando salía le veían el rostro resplandeciente” (Ex. 34, 29): resplandor de
Dios en nosotros. El contacto con Dios nos transforma, nos hace diferentes, porque nos
proyecta sobre los demás: semblante externo y actitudes internas.
Rezamos con el Salmo 103: perdona, cura, rescata, te corona de gracia y
misericordia. Es el ser de Dios. En el Salmo 146 se expresa: libera a los cautivos, abre
los ojos a los ciegos... protege, sustenta. En un mundo indiferente, de desigualdades
sociales tremendas, de indiferencia radical frente a los pobres y marginados, Dios
conoce el sudor y el polvo de los inmigrantes. Sus temores y deseos... “Ha llegado a
Dios el clamor del pobre”.
La misericordia no es abstracta, sino realidad concreta: amor de Padre que se
conmueve hasta sus entrañas. Amor visceral, desde lo más íntimo, como algo natural,
que le sale de dentro, de lo más profundo del corazón. ¿Se nota la sinceridad en nuestro
corazón? ¿Vivimos de apariencias? ¿Vivimos disimulando? En Dios no existe
hipocresía. Lo que dice lo hace.
En el número 7 de su carta el Papa nos invita a reflexionar sobre el Salmo 136:
“porque es eterna su misericordia”. Es un salmo para profundizar, para repetirlo en el
corazón. Porque no se puede decir otra cosa, es una constante: no podemos proclamar
otra verdad mayor. Nos brota directamente del corazón... Podemos componer este salmo
con nuestras propias experiencias, vidas. ¿Que nos saldría? Una historia brillante u
oscura, buena o mala, de victorias y derrotas, pero “es eterna su misericordia”: todo
pertenece al misterio eterno del amor. Hablar de corazón es recorrer el paso de Dios en
mi vida. El ser cristiano, la identidad cristiana, el abrazo bautismal que nos ha dado el
Padre, nos hace anhelar -como el hijo pródigo- el abrazo del Padre de la ternura en la
gloria. La misión de la Iglesia es hacer descubrir que la vida del hombre, nuestra
historia, se mueve entre dos abrazos: confianza, esperanza, paz. No estamos solos, la
vida no es una batalla en solitario. Sino que nos sostienen dos manos: nos mueve un
solo amor que no cambia porque pequemos. Dios ama siempre de la misma manera.
Jesús rezó con este salmo antes de su entrega. Es signo del amor de Dios
manifestado en la Cruz. El sufrimiento no es negativo: no es el final, la cruz nunca está
hecha a medida: nos supera, no la esperamos. Son difíciles de soportar, se consigue
agarrándose a la de Jesús. Por eso la celebración y adoración de la Eucaristía tiene en
nosotras un papel esencial: es expresión de la misericordia, del perdón. Actualización
de un amor, de una entrega, de una esperanza. De una certeza que no deja indiferente ¿o
dejan indiferentes nuestras misas, reuniones, formaciones, rezos?
Jesús vive su pasión y su muerte consciente: “porque es eterna su misericordia”.
Estribillo que hemos de incorporar a nuestras vidas. Confianza en Dios: en el amor de
las familias, en el esfuerzo por sacar la vida adelante... Porque es eterna su
misericordia.
(Cfr. enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux. de Barcelona)
Tema de reflexión
ANFE – marzo 2016
“Permaneced en mi amor, en mi misericordia”
“¿Qué supone para nosotros acoger la misericordia de Dios? Acoger la
misericordia de Dios supone que reconozcamos nuestras culpas, arrepintiéndonos de
nuestros pecados. Dios mismo, con su Palabra y su Espíritu, descubre nuestros
pecados, sitúa nuestra conciencia en la verdad sobre sí misma y nos concede la
esperanza del perdón.” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, nº 391).
La mirada de Jesús, sin duda, nos sitúa ante nuestra propia realidad. La misma
de aquellos que, bregando con todas sus fuerzas en el lago, tuvieron que reconocer en su
presencia que nada era su pesca. No es muy diferente nuestra vida: desilusiones,
cansancios, rutinas, decepciones ante determinadas personas, circunstancias adversas de
la vida siembran en nosotros la dureza de corazón, la apatía, la indiferencia ante
acontecimientos, personas y circunstancias que, con otro corazón, aprovecharíamos
mucho más.
Sin duda, la realidad del pecado nos afecta más de lo que pensamos. Nuestra
naturaleza humana, aún sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias
fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte,
inclinada al pecado. Necesitamos, pues, ayuda. Más aún: necesitamos que nos rediman,
que derramen sobre nosotros un Espíritu nuevo que transforme nuestros corazones...
La Iglesia en su anuncio no predica el mal ¡todo lo contrario! ¡Pregona la
posibilidad de ser hombres y mujeres nuevos! ¡Transformados por el Espíritu! Pero
debemos reconocer nuestra pequeñez, nuestras miserias, situarnos ante nosotros mismos
para llenar nuestros vacíos con lo único que se puede llenar: Dios mismo, plenitud del
ser humano. Sólo desde la fe llegamos a comprender realmente lo que significa ser
persona y la grandeza de la vocación que Dios pone en nuestros corazones: “Creer para
comprender, comprender para creer” (San Agustín).
El Papa Francisco en su carta de convocatoria al Jubileo Extraordinario de la
Misericordia que estamos viviendo, nos invita en el número 8 a redescubrir en el Nuevo
Testamento cómo el rostro misericordioso de Dios es Jesús de Nazaret: “bajo el cielo
no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (Hch. 4, 12). Con la mirada
puesta en Jesús descubrimos el amor divino en plenitud. Debemos aprender en Jesús
cómo la pasión por la dignidad y la libertad de las personas debe hacerse visible desde
un compromiso por la responsabilidad y el actuar orientado por el Evangelio. La actual
situación que vivimos –y a la que no podemos ser ajenas- nos hace conscientes de que
sin criterios éticos fundamentales y sin orientación evangélica la sociedad, la política, la
economía y la ciencia no pueden funcionar bien: “lámpara es tu palabra para mis
pasos, luz en mi sendero” (Sal. 119, 105)
¿Cómo mostrar eficazmente todo este mensaje a nuestra sociedad, cansada de
discursos y palabras? Con gestos, con la entrega, con un amor manifestado: con la
propia conversión de un corazón de piedra a un corazón de carne, que se prepara ante un
nuevo Pentecostés donde Dios volverá a derramar sus dones: sabiduría, entendimiento,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. ¿Pero cómo manifestarlo de una
manera veraz? Con dos características esenciales: gratuidad y predilección por los más
necesitados. La misericordia no sabe de indiferencia, no desune, cuida de la unidad de
un mismo cuerpo, camina en la misma dirección...
¿Cómo lo hizo Jesús?
Se encontró en su vida con un grupo social elevado: colaboracionistas con el
opresor, con el invasor romano. Vivía según las circunstancias, acomodando sus
intereses por encima de cualquier cosa: hablaban mucho de Dios, pero Él no habitaba su
corazón. También convivía con otro grupo social que utilizaba la religión para oprimir
el pueblo: habían transformado el Templo de Jerusalén en una cueva de ladrones. Son
los Saduceos y los Hipócritas. Lo robado a lo sencillos estaba seguro, precintado en el
nombre de Dios, custodiado en el Templo. Estos dos grupos se habían dedicado a
predicar a extranjeros, viudas, huérfanos, publicanos, pecadores que Dios no les quería
porque eran pecadores, condenándolos a la pobreza, marginación y rechazo social... Es
el rostro más cruel de una sociedad supuestamente castigada y rechazada por Dios,
donde se cargan fardos pesados sobre la gente. Mt 23: ¡Ay de vosotros hipócritas y
fariseos!
La misión de Jesús es proclamar a los rechazados por aquella sociedad que ama
entrañablemente, sin diferencias ni clases sociales. Es la expresión de la misericordia de
Dios: a pesar de tu situación que no es fruto muchas veces de tu pecado, sino del de
otros.
Jesús mismo lo manifestó con su propia vida, no sólo con su predicación. Nació
fuera de la ciudad (Belén) y murió fuera de la ciudad (Jerusalén). De esas ciudades
construidas sobre la injusticia. “Hijo de Dios”: así se proclama Jesús, afirmación que
para la ley judaica llevaba la pena de muerte. Los “considerados por sí mismos justos”
se confabulan con el poder político para decirles que Jesús se autodenomina Rey
(versión política de la expresión Mesías). Los que eran enemigos se hicieron amigos
para liquidar a Jesús, condenado a muerte por la parte religiosa y por la parte civil.
La Cruz se convierte en expresión de la manifestación más grande de cinismo.
Al Jesús histórico le hicieron callarse, le rompieron la boca, le clavaron sus manos,
coronaron de espinas sus sienes. Pero al Resucitado no hay quien le calle: porque el
amor no pasa nunca. La Iglesia es la que continúa en todo tiempo proclamando que
Dios sí quiere a todos, no tiene favoritos. No discrimina como nosotros. No diferencia.
Somos todos iguales.
Jesús, ante la multitud cansada y angustiada, sintió una inmensa compasión: curó
enfermos, colmó el hambre de multitudes. Misericordia con el que leía el corazón y
respondía a sus necesidades más reales. En el número 9 expone las Parábolas de la
Misericordia en las que se dice quién y cómo es Dios. Es un tiempo de reflexión, de
oración, de examen –que puede iluminarnos en la oración personal en el turno de velapara conformar mi vida con lo que rezo y medito: ¿Qué es Dios? Misericordia. ¿Cómo
son mi vida concreta, mis actitudes, mis comportamientos, mi vida de fe, esperanza y
caridad? ¿Me preparo para un nuevo Pentecostés que, viviendo en la unidad querida por
Dios, haga realmente vida y ponga rostro en la noche a lo que Dios ha querido sea
ANFE?
Tema de reflexión
ANFE – Abril 2016
Misericordia que se hace Pascua, vida del mundo
Durante el transcurso de este curso hemos meditado en Dios como misericordia.
En este mes damos un paso más en nuestras reflexiones y nos centramos en la Iglesia.
En el número 24 de la Evangelii Gaudium, el Papa Francisco nos indica cuál es
nuestro punto de partida: una Iglesia en salida, que “primerea”, se adelanta, fructifica
en la sociedad. Una comunidad de discípulos misioneros: no hay discípulos y, por otro
lado, misioneros; el que no es misionero no es discípulo.
Un discípulo es aquel que sigue a un maestro, que construye su vida a través de
él; un apóstol es el que comunica lo aprendido del Maestro a los demás... Por eso es
necesario siempre hacerse la misma pregunta: ¿qué somos nosotros? Dependiendo de la
respuesta comprenderemos nuestra misión eclesial. Una característica especial del Papa
es que habla poco de evangelización o nueva evangelización, prefiere hablar más bien
de misión.
En el número 10 de la Bula que estamos estudiando este curso, nos refiere
Francisco cómo la misericordia es la viga maestra que sostiene el edificio de la Iglesia.
La acción pastoral de la Iglesia debería estar revestida de ternura: si falla esa
viga, todo se hunde. Es el ingrediente de todos los platos, el fundamento de su
credibilidad, el rostro externo de la Iglesia. Todos deben sentirse de esa manera en la
Iglesia: en este tiempo de Pascua podemos reflexionar cuántas veces hemos podido
escandalizar a otros con nuestras formas, cómo de acogedoras son nuestras
comunidades, si realmente estamos luchando por la unidad o sembramos el cuerpo de
Cristo de divisiones o sutilezas.
El misionero anuncia el rostro verdadero de la Iglesia: defiende la familia,
construye Iglesia, disculpa fallos, edifica junto a todos y no frente a otros... No se trata
de un simple defendernos o de cansar con argumentos: es apostar por lo bueno, el
mensaje de la misericordia. La justicia es un paso previo a la misericordia.
En la Evangelii Gaudium, el Papa nos enseña que el Evangelio nos invita a
correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que
interpela, con su dolor, con su alegría. La verdadera fe es inseparable del don de uno
mismo, de la pertenencia a la comunidad, del servicio de la reconciliación de la carne de
los demás: nos invita a la revolución de la ternura.
Muchas veces, hemos de admitirlo, nos hemos olvidado del camino de la
misericordia. Sí hemos sabido deslizarnos por los caminos de la justicia, pero nuestra
meta es más alta y significativa. Vivimos en una sociedad sin misericordia, sin perdón.
Perdonamos pero no olvidamos. En nuestra cultura la misericordia se evapora. Pero la
realidad es que sin perdón la vida es un desierto desolado. Por eso Pentecostés, la fuerza
derramada de Dios en su espíritu, nos empuja a un anuncio alegre: debemos en la
Pascua retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades de nuestros
hermanos.
En el número 11 recoge dos textos de san Juan Pablo II (Dives in misericordia,
1980). El tema es el que anteriormente mencionábamos: el olvido de la misericordia en
la cultura presente. Una sociedad donde la experiencia del perdón se desvanece. La
mentalidad contemporánea se opone al Dios de la misericordia e incluso arranca ese
concepto. La ciencia y la técnica nos hacen creernos dueños y señores de la tierra. Ese
dominio, entendido superficialmente, no deja sitio a la misericordia. Pero ese callejón
sin salida nos lleva irremediablemente a esa misma misericordia que necesitamos
vitalmente.
Ante el panorama de esta realidad, como adoradoras nocturnas, debemos sentir
en nuestras vidas la necesidad de testimoniar esa misericordia. Ella está dictada por el
amor al hombre, a todo lo que es humano y a todo lo que está amenazado por un peligro
inmenso. Implorar misericordia como don de Dios por la Iglesia para nuestro mundo.
¿Cómo manifestamos el rostro de la misericordia? ¿Cómo es nuestro acompañamiento,
nuestras celebraciones, los encuentros en nuestras comunidades? ¿Cómo
“primereamos” la misericordia que el mundo necesita?
En el número 12 el papa Francisco nos señala la obligación de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que alcanza el corazón de toda
persona. El comportamiento del Hijo de Dios es el nuestro: que sale a buscar a todos...
¿Tenemos parroquias solo para algunos, se sienten todos a gusto, les molesta algún
comportamiento, predicamos a nuestro modo o sabiendo adaptarnos a las necesidades
de los que nos escuchan? ¿Construimos una Iglesia viva donde todos se sientan
invitados?
La Iglesia del siglo XXI necesita una renovada acción pastoral: es determinante
para la credibilidad del anuncio de la Iglesia que viva de misericordia en su lenguaje y
gestos para poder llegar al corazón y motivar el cambio. ¿Me siento querido y amado
en las celebraciones o excluido, rechazado, señalado o juzgado? ¿Nos preocupamos
siquiera de pensar qué es lo que la gente siente? ¿Todo muy bien organizado,
celebraciones perfectas y sincronizadas, pero vacío todo del Espíritu? ¿Nuestras
celebraciones contagian esperanza, alegría, entusiasmo, fe?
La verdad de la Iglesia es la presencia del amor de Cristo: en ANFE se debería
encontrar un oasis de misericordia. Esa verdad, la que celebramos y anunciamos, se
debe testimoniar por sí sola, porque nos sale del corazón. Tendremos que reflexionar
seriamente si no falta hoy entusiasmo.
El Papa en la Evangelii Gaudium expresa cómo la parroquia no es una
estructura caduca, sino que es algo que en este momento hemos de recuperar para que
sea posible el encuentro con Cristo. Tiene una gran plasticidad y toma formas muy
diferentes: la misma Iglesia que vive entre las casas de sus comunidades y no sea una
comunidad separada o un grupo de selectos que se miran a sí mismos: Iglesia como
buena noticia, como buena vecina. Las parroquias y los movimientos deben orientarse
completamente a la Misión: hacerse presente, significativos en medio de nuestro
mundo.
( Cfr. enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux. de Barcelona)
Tema de reflexión
ANFE – mayo 2016
Misericordiosos como el Padre
En nuestro gradual estudio sobre la carta del papa Francisco invitándonos a ser
misioneros de la misericordia, llegamos este mes a los números 13 al 16. Sin duda, la
Pascua es el fruto del amor entrañable de un Dios Padre que abre las puertas de la
misericordia a través del Corazón de su Hijo: nada más que amor podemos esperar de
Dios. La recepción de su Espíritu nos capacitará para ser en plenitud testigos de la
Verdad.
La verdad es el elemento esencial que le hace falta a nuestra sociedad.
Construida sobre el principio fundamental de la libertad, necesitamos llenar de sentido
ese horizonte: una libertad para nada más que hacer lo que considero me viene bien sólo
sirve para no llegar a ninguna meta, para acabar en el callejón sin salida de la
frustración. Una libertad llena de verdad nos plenifica, nos descubre nuestro verdadero
sentido. Pero sólo es posible desde la misma dinámica de Dios: y esa es la misericordia.
De esta manera, el papa Francisco nos exhorta en el número 12 de su carta
(como estudiábamos el mes pasado) a no dejar caer en el olvido la obligación que todos
los cristianos tenemos de anunciar la misericordia de Dios -corazón palpitante del
Evangelio- que alcanza el corazón de toda persona. El comportamiento del Hijo de
Dios, que sale a buscar a todos, es el nuestro: Nadie debe ser excluido del mensaje de la
Iglesia, todos deben sentirse invitados Por eso nos preguntamos: ¿Tenemos parroquias
exclusivas, solo para algunos, se sienten todos a gusto, hay algo en nuestras formas que
molesta, predicamos a nuestro modo o conveniencia o como Jesús quiso...?
Recogiendo esta exhortación, el Papa nos señala en el número 13 un programa
de vida basado en el mismo Evangelio: Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso. ¿Cómo llevarlo a cabo? A través de dos medios esenciales:
-
Escucha de la Palabra; valor del silencio para acoger lo proclamado,
responder a las preguntas que el texto me plantea: qué dice, qué me dice, qué
me hace decir –oración-, cómo yo vivo esa realidad, como lo llevo a la vida.
-
El segundo medio es, pues, la oración. Se convierte en diálogo, en un
asunto de dos: hablar y escuchar. Necesita limpieza de espíritu,
transparencia. Confianza, trato, ternura, sentirse querido o sostenido. Es una
propuesta de Dios y una respuesta del hombre, llegar a ponerse en las
disposiciones necesarias para escuchar, acoger, dejarse sorprender. Llegar
connaturalmente a ser feliz, a sonreír, a contagiar vida y vitalidad.
En el número 14, el Papa nos sitúa ante un tema propio de este Año Santo: la
peregrinación a un lugar santo. Nos enseña cómo peregrino es aquel que se siente
motivado, no a ir de excursión, sino a llegar a un sitio desde la confianza: como
Abraham en busca de una tierra desconocida. No hay que dudar que aparecerán
dificultades: falta de agua, zarzales, sueño, ampollas. Será reflejo de la vida misma. Lo
que se necesita es la confianza: saber que tenemos meta. Incluso más: se necesita una
actitud de gratuidad, dejarse sorprender por Dios. En un viaje, el turista ha pagado y por
tanto exige. Un peregrino no exige: necesita recibirlo, sabe que es gracia.
¿En la Iglesias se entra como turistas o como peregrinos? ¿Cuál es el mensaje
que transmitimos? Lo deseable muchas veces sería que los que entran como turistas,
salgan como peregrinos. Entrar exigiendo y salir confiados.
Una característica de la peregrinación es que debe estar impregnada de
misericordia: la vida es una peregrinación, un camino a recorrer. La Puerta Santa se
convierte en señal de una meta por alcanzar. Requiere compromiso y sacrificio. Es un
estímulo para la conversión.
¿Qué actitudes nos señala el Papa para esta peregrinación? Las mismas que para
la vida diaria: No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados...
la medida que uséis la usarán con vosotros. Los celos y las envidias, las soberbias...
Hablar mal del hermano es condenarlo, dejarlo a merced del chisme. Percibir lo bueno
de cada persona frente a nuestra pretensión de saberlo todo. Para este Año Santo
también nos descubre un lema específico: misericordiosos como el Padre.
En el número 15 nos refiere las obras de misericordia. Consiste en dejarse llenar
de la experiencia de abrir el corazón con los que viven en las periferias existenciales.
Ayudarles más, curarles. Nos exhorta Francisco a no caer en la indiferencia que humilla,
que esconde la hipocresía y el consumismo. Podemos preguntarnos sinceramente:
¿Conocemos las necesidades de nuestras gentes, sabemos de sus problemas,
escuchamos el rumor de fondo de los nuestros?
Vivir con profundidad las obras de misericordia nos ayuda a llegar al corazón
del Evangelio. Estrechar nuestras manos, enlazar corazones con aquellos mis humildes
hermanos. Nos recuerda el Papa la enseñanza tradicional de la Iglesia:
-
Obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, de beber al
sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir al enfermo, visitar
presos, enterrar muertos.
Obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al
que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas,
soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y
por los difuntos.
En el número 16, el Papa hace una pequeña catequesis con el texto de san Lucas
donde Jesús, en la Sinagoga, proclama el año de gracia del Señor: en la constatación de
la misma identidad de Jesús, del profeta. Por tanto, también de un cristiano (= ungido
por el Señor). Y con un camino ya establecido, imitando su mismo gesto: llevar una
palabra (la de Él, no consejitos baratos y vacíos) y un gesto de consolación a los pobres;
anunciar la libertad a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad
moderna; restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre sí
mismo; volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella.
Esa es la misión de la Iglesia, la que espera anhelante los dones del Espíritu
Santo que hagan romper y quebrar nuestros miedos humanos llenándonos de gozo: “El
que practica misericordia, que lo haga con alegría” (Rm 12, 8)
( Cfr. enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux. de Barcelona)
Tema de reflexión
ANFE – junio 2016
Misericordia que contagia vida en plenitud
En este mes de junio, cuyo anticipo ha sido la fiesta del Corpus Christi, nos
centramos en los números 17 al 23 de la bula de convocación del Papa Francisco para
este año de la misericordia. Hasta el 20 de noviembre, solemnidad de Cristo Rey, somos
llamados a vivir, experimentar y testimoniar esta realidad. ¿Cómo hacerlo realidad? El
Papa nos señala en estos números unas acciones propias a realizar en este tiempo de
misericordia: Contagiarla para dar esperanza.
En el número 17 nos refiere Francisco una cuestión fundamental. Señala la
Cuaresma como momento óptimo para experimentar la misericordia de una manera más
especial. Con el profeta Miqueas nos muestra una misericordia redentora, que sepulta
en el fondo del mar nuestros pecados. Dios no se enfada, iría contra si mismo. Él ama
infinitamente, su rostro es únicamente amor, es el “líquido amniótico” en el que se
mueve. Es lo que hemos estado queriendo vivir intensamente esta pasada Cuaresma y
todo este curso.
Refresca el Santo Padre la doctrina eclesial sobre el ayuno: No es sólo
abstenerse de carne o quitarse algo de la comida. Es la expresión de algo más
profundo... Los musulmanes también tienen su “cuaresma”, el Ramadán, que consiste
en no comer desde el amanecer hasta el anochecer. El ayuno cristiano es más que eso:
tiene que ayudar a la persona y a su dignidad. El ayuno que Dios quiere: soltar cadenas
injustas, desatar lazos, libertad, compartir pan, albergar pobres, no abandonar
semejantes. El ayuno cristiano va más allá. Llamarás al Señor y él te dirá: ‘aquí estoy’:
Dios a tu disposición. Será como luz de mediodía, el máximo esplendor; serás como
jardín bien regado, como una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan.
En este sentido el papa nos invitaba a hacer realidad en nuestras parroquias la
iniciativa 24 Horas para el Señor: el viernes y sábado precedentes al IV domingo de
Cuaresma, como una oportunidad para acercarnos al sacramento de la reconciliación.
Reencontrar el camino de volver al Señor para descubrir el sentido de la vida y poder
llenar nuestras vidas de paz interior. Experiencia que podemos compartir con otras
actividades: adoración prolongada (“40 horas”), momentos pequeños de adoración,
vigilias especiales, y especialmente la adoración en la noche. El ayuno que Dios quiere
necesita de la conversión: vaciarnos de nosotros mismos para llenarnos solo de Dios.
La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es recuerdo de cómo aceptar la voluntad
divina en nuestros corazones nos llena de sentido. También los grandes santos que en
este mes celebramos: san Pedro y san Pablo, la Natividad de san Juan Bautista, san
Antonio de Padua, san Pelayo...
¿Cómo llevar a cabo esta conversión? Con un encuentro personal. Alienta el
Papa la necesidad de promover que cada persona pueda descubrir realmente a Jesús,
recordando la enseñanza de san Juan Pablo II: el derecho de todo cristiano a la
confesión individual, que constituye un deber para los sacerdotes. Es una exigencia de
la misma Iglesia. Es una forma de ayudar a conocerse, de tomar conciencia de nuestra
fragilidad. Estamos tan inclinados a culpabilizar a los otros que es necesario pararse a
revisar el yo para experimentar la necesidad de salvación: no “repararme” pequeñas
cosas, sino salvar mi persona entera. Es un problema serio de Teología: Jesús no vino a
“parchear”, sino a salvar.
En el n.18 nos explica algo específico de este año santo: los Misioneros de la
misericordia, que tienen concedida la facultad de perdonar los pecados reservados a la
santa Sede. Son una llamada viva para que todos perciban la invitación a la
misericordia. Ellos necesitan ser sacramento real de la presencia de Dios, predicadores
convincentes de la misericordia, anunciadores de la alegría del perdón.
En el n. 19 muestra con valentía la necesidad de que también el pecado social
sea tocado, sanado, por el perdón de Dios, especialmente los grupos o situaciones o
estructuras de pecado:
Grupos criminales. Cristo no rechaza a ningún pecador. Es una invitación a no
dejarse llevar del dinero, de fortunas amasadas con violencia. Nada nos llevamos
al otro mundo. Hay que entrar por la puerta estrecha: necesidad de optar. El
dinero no da la felicidad, decimos, pero ¿nos lo creemos?
Corrupción: llamada a los cómplices. Llaga putrefacta, obstinación en el pecado.
Destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Por ejemplo, las
víctimas inocentes de pateras que se quedan enterrados en el mar, después de
pagar a corruptos que se aprovechan de sus necesidades vitales.
Dinero como forma de poder. Prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, junto a
la denuncia.
La misericordia no deja indiferente: si nos convertimos realmente, ha de notarse en
todas nuestras relaciones sociales.
En el n. 20 transmite la enseñanza sobre la justicia y la misericordia. No son dos
momentos que contrastan, sino dos dimensiones de una misma realidad. La justicia es
un concepto fundamental que se apoya en la Ley. Es el comportamiento de todo buen
israelita que cumple la Ley de Dios. Jesús lleva a plenitud la Ley: el amor la
perfecciona. Se inclina a mostrar el gran don de la misericordia que otorga perdón y
salvación. No es ojo por ojo, sino perdonar setenta veces siete. “Misericordia quiero y
no sacrificios”. Come con los pecadores...“No he venido a llamar justos sino
pecadores”. Los escribas y fariseos ponían el acento en la Ley. Jesús pide que sea la fe
lo que mueva los corazones, más que la observancia de la Ley. No ha venido a tocar ni
una tilde de esa ley, pero debe entenderse bien: lo importante no es la ley, sino la
persona: quiero cumplir la ley porque quiero vivir según el querer de Dios. Se hace
necesaria una nueva actitud interior. Entrar en el fondo del Evangelio.
En el n. 21 realiza el Papa una catequesis sobre el profeta Oseas. Corresponde a
una época dramática para los hebreos: es el momento de la destrucción del pueblo, de
la ruptura de la Alianza. Es justo que Dios rechace a quien no ha cumplido el pacto, así
merece el exilio. Pero después se modifica radicalmente su lenguaje y muestra el rostro
verdadero de Dios misericordioso. “Porque soy Dios y no hombre; el Santo en medio de
ti y no es mi deseo aniquilar” (Os 11, 8-9). Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de
ser Dios. Nadie se salvaría. La justicia por sí misma no basta, Dios va más allá con la
misericordia y el perdón. Nosotros, como Iglesia, denunciamos situaciones injustas,
pero esa denuncia no es lo último: es una medida para la conversión. Dios no rechaza la
justicia, la engloba y la supera, la base de la verdadera justicia es el amor. La Cruz es la
certeza del amor y de la vida nueva.
(Cfr. enseñanzas de Mons. Sebastià Taltavull, ob. aux. de Barcelona)
Tema de reflexión
ANFE – verano 2016
Misericordia: pasión por el Reino
A lo largo del curso que culminamos este verano, hemos estado juntas
reflexionando y orando en la Misericordia. No sólo la derramada por Dios en nosotros
sino aquella que estamos llamadas, como Iglesia, a contagiar en nuestra sociedad. No
somos meros agentes pasivos: somos protagonistas de esta historia de amor “que ha
sido un derroche para con nosotros” (Ef. 1, 8)
En esta última etapa de nuestro estudio, nuestra mirada se dirige necesariamente
a quien es la Madre de Misericordia, maestra de la Iglesia, Santa María. En el número
24 de la carta de convocatoria del Jubileo de la Misericordia, el Papa Francisco nos
exhorta a descubrir en María la dulzura de su mirada para poder refrescar en nosotros la
alegría de la ternura de Dios: es lo que denomina la revolución de la ternura, de lo poco
a poco, pero de aquello que realmente conquista el corazón de otras personas. Nadie
como María ha conocido la profundidad del Dios hecho hombre: participa plenamente
del misterio de su amor.
Elegida para ser Madre: ha sido preparada desde siempre. En el relato de la
anunciación descubrimos a un Dios que se hace presente, que nos desvela un plan que
nos supera totalmente. En María, Dios encontró la mejor disposición para hacerse carne.
Los interrogantes para nuestra vida surgen inmediatamente: ¿Nos preparamos cada día
para el plan de Dios? ¿Estamos preparados ya por si Dios nos pide algo diferente?
María fue preparada para ser Arca de Alianza entre Dios y los hombres. Podía
entender sin comprender todavía del todo las palabras del ángel. Ella duda primero
totalmente, pero no para quedar en la duda, sino para superarla: ¿Cómo será eso si no
conozco varón? Y aunque puede no comprender del todo la indicación del ángel,
responde con su afirmación: si es de Dios, no me puede dejar sola. La fe se hace vida,
realidad. ¡Puedo fiarme de Dios! Más aún: ¡es sólo de Dios de quién debo fiarme
totalmente!
De este hermoso modo lo canta la Iglesia cada atardecer –y nosotros con ella-:
En el Magnificat proclamamos la misericordia que se extiende y derrama en la historia.
También nosotros estábamos presentes en esas palabras de María, no seremos los
últimos si sabemos transmitir lo que hemos recibido: Por María somos convertidos,
transformados, en misioneros. No podemos desligarnos del proyecto de Dios: Todos
tenemos un por qué, un para qué, sin miedos o respetos humanos. En María también nos
han sido reveladas las claves por las que debemos actuar, desde la sencillez, la
humildad, la disponibilidad, sin reservas o quedándonos eternamente en las dudas.
Incluso al pie de la Cruz, María es testigo del perdón de Jesús. Transmite esa vivencia:
el perdón supremo a quienes lo han crucificado. Es la respuesta extrema de la
misericordia que no excluye a nadie. Como cantamos y rezamos tantas veces en la Salve
Regina: Ojos misericordiosos que nos guían en este camino de experiencia. Por y en
María somos llamados a hacer de la misericordia una misión en la vida.
En el número 25 refiere el Papa la necesidad de experimentar en la vida diaria la
misericordia que siempre nos regala Dios Padre. No es un cúmulo de festejos o
acontecimientos o una alegría vacía, es algo mucho más profundo: Cuidar la vida de
cada día para ser testigos veraces de esta revolución de ternura y misericordia.
Transmisión de la fe, de la experiencia de sentirse totalmente amado.
Para ello nos transmite una serie de ayudas:
·
Elaborar un “Plan de Vida” que marque lo que cada día puede
ayudarme a vivir cerca de Dios y de los demás. No dejar la vida a la
improvisación. No es encasillarse, pero sí obligarse a luchar, a no dejar
las cosas de Dios “para cuando tengo ganas”.
·
Tener una pequeña libreta donde anotar los acontecimientos de Dios, lo
que veo de Dios en los demás. Poder revisarlo posteriormente, llevarlo
a la oración, ser capaz de sacar propósitos de esos acontecimientos.
Agradecerlos o reparar las situaciones que hayan sido ofensa para los
demás o para el mismo Dios.
·
Vivir la experiencia de la reconciliación, del perdón.
·
Comprometerse a ayudar a los demás en sus diversas necesidades,
hacer de mi vida un don como fue la de Santa María.
¿Cuántas veces mentimos en el Padre Nuestro porque pedimos perdón y
nosotros no perdonamos? ¿Realmente buscamos la voluntad de Dios o la nuestra?
¿Demostramos la capacidad de perdón para ser testigos de Dios? ¿El perdón de Dios
se parece al nuestro?
Estamos viviendo juntos –como Iglesia- la experiencia del Jubileo de la
Misericordia para dejarnos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta
del corazón para decirnos que nos ama y que quiere compartir nuestra vida. Nuestra
primera tarea es introducir en la misericordia de Dios a toda la creación: fuente
inagotable por más que se acerquen todos. Siempre abierta y disponible. Nuestra
misión, nuestra pasión dominante en la vida debe ser confortar, perdonar, hacerse voz
de cada persona: acuérdate, Señor, que tu amor y misericordia son eternos...
“¡Cuánto se habla en estos días de persecución, cuánto se comenta, con cuánta
ligereza se juzga, qué avidez de noticias, qué curiosidad tan mala reprimida, qué
nerviosismo tan poco cristiano, qué manera de sugestionarnos, qué de faltas se
comenten! Examinémonos y propongamos la enmienda.
Preguntemos a Jesús si está contento, si somos como Él lo desea, si cumplimos
como buenos hijos, si le hemos amado por los que le odian, si hemos orado por los que
le olvidan, si le hemos desagraviado por los que le ultrajan.
Con oración, amor y trabajo, y no con quejas, comentarios y lamentaciones
habéis de contribuir a la salvación de España” (San Pedro Poveda)
Tema de reflexión
ANFE – Octubre 2016
Perseverad en mi amor
“El centro de toda la actividad pastoral de Jesucristo eran sus noches de oración en el
monte, a solas con el Padre. En una de esas noches de oración, de tú a tú con el Padre, tuvo
origen la llamada de los Doce. En una de esas estancias en el monte tuvo la visión de la barca
de la Iglesia, contemplando sus esfuerzos en el mar, en las aguas de este mundo y cómo con el
viento en contra, no avanza y parece hundirse. Y desde esa altura, que al mismo tiempo es
proximidad, le ha proporcionado otra vez una nueva singladura y continúa proporcionándole
nueva singladura.” Con estas palabras el papa emérito Benedicto XVI se dirigía a los
sacerdotes, dejándonos a nosotras varias claves para nuestra vivencia adoradora nocturna.
Vivir la noche. No quedarnos encerrados en casa “por miedo a los judíos”, como
expresa el Nuevo Testamento ante el temor de los apóstoles por la muerte cruel de Jesús.
Encerrarnos en nosotros mismos, en nuestros miedos. Darle demasiada importancia a las
cotidianas derrotas. La fe nos ayuda a confiar, a poner la esperanza –nuestras propias manosen las manos de otro: de alguien que habiendo experimentado nuestras pruebas no sólo las ha
superado, si no que ha dado la vuelta completamente a la situación con su Resurrección.
La noche es el momento del miedo, de los temores, de las dudas. Pero también del
silencio que nos permite escuchar nítidamente la voz de Dios. No es que nos turnemos en la
noche como simple gusto espiritual: ¡es que necesitamos la noche! Respondemos a la
invitación del salmista: “¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor!”. Y queremos no sólo
escucharla, sino interiorizarla, hacerla nuestra, para que después fructifique en obras de
caridad. Como la lluvia que empapa la tierra, así la palabra de Dios que nos alimenta.
La noche nos empuja a la soledad, al desierto: a un encuentro personal que nos sitúa
cara a cara con Dios, sin intermediarios, sin excusas, sin tareas pendientes. Por eso a mucha
gente le cuesta la adoración nocturna: porque tienen la vida llena de ruidos. Más aún: son esos
ruidos los que componen su vida. Guardar silencio es configurarse como Señor de la propia
vida, que es justo lo que Dios necesita. Le sobran nuestros ruidos, lo que desea es nuestro
amor: nuestra capacidad de hacerle presente en nuestro mundo a través del amor.
En el silencio, en la quietud, en la contemplación de Dios mismo llegamos a
comprendernos a nosotros mismos: nos descubrimos como esa barca inquieta, azuzada por las
corrientes de la vida. Nuestras miradas se dirigen al cielo, a quien puede amainar esos vientos
que nos inquietan. Pero sólo cuando hemos podido observar en otros momentos esa mirada:
cuando hemos aprendido a fiarnos de ella, a confiar, al abandono orante: “Si vosotros mismos
sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y
recibís este sacramento vuestro. Respondéis "Amén” (es decir, “sí”, “es verdad”) a lo que
recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el cuerpo de Cristo”, y respondes
“Amén”. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “Amén” sea también
verdadero” (San Agustín).
A punto de culminar el Año Santo de la Misericordia, debemos traer a nuestro corazón
no sólo las obras de misericordia que tanto hemos estudiado, sino el mismo espíritu de las
Bienaventuranzas. Llevar a la oración personal nuestra propia vida de apóstol, examinarnos a
la luz de Dios de nuestras obras para ver si concuerdan con nuestra fe. Enseña san Francisco de
Sales cómo “el amor cordial debe tener dos cualidades: afabilidad y buen trato.” Vencerse cada
día en el orgullo, en la vanidad, en la crítica fácil, en el sentirse herido prontamente. Ser otros
cristos nos llevará a vivir sus mismas virtudes, su estilo de vida.
Pero no podemos olvidar que hoy mucha gente desconoce realmente cómo es Cristo.
Sus referencias son mínimas, muchas veces generalidades sin profundizar. Somos nosotros,
testigos privilegiados de su amor, los que hemos de testimoniar la necesidad vital de
encontrarnos con Dios.
El siglo XXI quizá ya no sea el momento de privilegiar el testimonio de la caridad
asistencial de la Iglesia: todos saben que ayudamos a los pobres. Quizá estemos llamadas a
proclamar la necesidad de sentirnos amados por Dios, mostrar a nuestro mundo cómo Dios es
sólo amor y estamos invitados a dejarnos llenar y experimentar de ese mismo amor que llena
de sentido nuestra existencia. Es esa caridad la que mueve posteriormente nuestras obras: “La
Iglesia [...] puede ofrecer al hombre, instruida por la revelación divina, una respuesta en la que
se describa su verdadera condición humana, se expliquen sus debilidades y, al mismo tiempo,
se pueda reconocer rectamente su dignidad y su vocación... El hombre fue creado a imagen de
Dios, capaz de reconocer y amar a su Creador, constituido por Él como señor sobre todas las
criaturas visibles, para que las gobernase e hiciera uso de ellas, dando gloria a Dios”
(Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II).
De este modo, de una experiencia de la noche convertida en experiencia vital,
expresada en la desesperación, apatía o derrotismo, hemos pasado a testimoniar lo vivido: la
Pascua, el paso de la muerte a la vida, de las cruces cotidianas a la Nueva Creación realizada en
Cristo. Este paso nos convierte en apóstoles: ser y vivir la Adoración Nocturna Femenina nos
envía sobre la tierra como mensajeras de la paz y de la alegría, los mismos sentimientos
experimentados por los apóstoles tras la resurrección: “Una auténtica fe –que nunca es
cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra.” Papa Francisco.
Cuestionario para la reflexión personal:
1. ¿Tengo miedo de ponerme cara a cara con Dios en la noche? ¿Encuentro en mis
excusas el escondite seguro a mis pocos deseos de convertirme, de desterrar en mí la
soberbia, pereza o vanidad?
2. ¿Llevo a Dios en mis vigilias el clamor de otras noches: enfermos, refugiados...?
3. ¿Me acuerdo de ofrecer como reparación a Dios mi vigilia por los que aún no le aman o
por los que habiendo experimentado su amor han dejado enfriarlo?