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Apuntes sobre algunos aspectos de la filosofía de Immanuel Kant
Vida y obras de Kant
Immanuel Kant (1724-1804) nació en Könisberg (en aquel momento Prusia
Oriental, hoy Polonia).
Permaneció toda su vida en su ciudad natal,
dedicándose al estudio y a la enseñanza. Aunque recibió una formación
filosófica racionalista, fue influido por la lectura de las obras del empirista
inglés David Hume (del que decía que le despertó del “sueño dogmático”, es
decir, del racionalismo); y, en el ámbito político, por el pensamiento de JeanJacques Rousseau. Sus principales obras son: Crítica de la razón pura, Crítica
de la razón práctica, Crítica del Juicio, La religión dentro de los límites de la
razón, La paz perpetua…
El proyecto filosófico de Kant
Como buen ilustrado, Kant mantiene su confianza en la razón como
base del conocimiento, de la moral, de la reflexión política…
De ahí que
toda la filosofía deba ser una crítica (en el sentido de análisis, revisión,
establecimiento de los límites…) de los diferentes ámbitos en que se mueve la
razón: conocimiento, moral, arte, concepción de la historia, religión. En último término, Kant señalaba que la gran
pregunta que debe responder la filosofía es una pregunta antropológica: ¿Qué es el hombre? Pero consideraba que esa
pregunta, a su vez, se concretaba en otras que ya apuntan a las diversas parcelas de acción del ser humano: ¿Qué puedo
conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? A esos grandes interrogantes dedicará sus principales obras.
Como queda dicho, la primera gran pregunta a responder es: ¿Qué puedo conocer? Como es preceptivo en
toda la filosofía moderna, dicha pregunta, y la teoría del conocimiento resultante, es el primer paso de todo sistema de
pensamiento, de ahí que Kant la aborde antes que los temas éticos y de otro tipo. Ahora bien, a la hora de afrontar el
problema del conocimiento, Kant se encuentra con una tradición anterior, con diversas corrientes filosóficas previas
(racionalismo-empirismo), y con la necesidad de revisar los apoyos y críticas que venía recibiendo la metafísica. Así
pues, son varios los frentes a tratar y todos ellos deben quedar clarificados en su teoría del conocimiento.
El ideal ilustrado de una ordenación racional de la vida humana supone, para Kant, la necesidad de un acuerdo
universal sobre el concepto de razón; un acuerdo que señale cuál su naturaleza, sus características, sus límites. Y, al
contrario de lo que ocurría en el ámbito de la ciencia experimental, ese acuerdo no se ha dado, ni a lo largo de la historia,
ni en la época del propio Kant. Es, por ello, que Kant considera que ha llegado el momento de someter a juicio a la
razón, de una forma rigurosa, con el objetivo de establecer, de una vez para siempre, el fundamento y los límites de lo
que puede afirmarse con legitimidad desde la razón (puedes observar una vez más que la influencia de los cambios
producidos en la revolución científica de los siglos XVI y XVII sigue aquí presente de algún modo). La razón debe ser
examinada, criticada (en el sentido amplio que la noción de “crítica” tiene en el pensamiento ilustrado y kantiano); debe
ser sometida a un tribunal, el de la propia razón, el de la razón pura, para que dilucide:
- Cuáles son los elementos del conocimiento.
- Cuándo el conocimiento se eleva a la categoría de ciencia.
- Si la metafísica (es decir, el saber acerca de Dios, el mundo y el alma) puede gozar del estatuto de saber científico.
A juicio de Kant, el racionalismo y el empirismo tienen luces y sombras, y su planteamiento vendrá a ser una
especie de síntesis de sus aciertos.
El racionalismo es elogiable en tanto que mantiene la posibilidad de un conocimiento de gran rango, científico,
es decir, un conocimiento universal y necesario, reconociendo el papel importantísimo que la razón juega a la hora de
alcanzar ese grado superior de conocimiento. Sin embargo, el racionalismo comete graves errores. Por un lado, olvida
la importancia de la experiencia sensible, como base, materia prima, del conocimiento.
Ese olvido conduce al
solipsismo y para salir de él echa mano de la existencia de Dios. Así pues, todo el edificio racionalista depende de la
legitimidad de las demostraciones racionales de la existencia de Dios; en el racionalismo se produce lo que se ha
denominado una teologización de la verdad, ya que todas las afirmaciones ulteriores al cogito se sostienen sobre la base
de la existencia de Dios. Como quiera que para Kant esas demostraciones no son legítimas, el racionalismo no puede
completar un sistema filosófico mínimamente aceptable.
El empirismo es elogiable por cuanto descubre una verdad incontrovertible, a saber, el conocimiento tiene su
origen y fundamento en la experiencia sensible. Sin la información que proporcionan los sentidos el pensamiento
quedaría vacío. Sin embargo, el empirismo comete también graves errores, no lleva a cabo un análisis adecuado de la
labor del pensamiento, de la razón, como ordenadora y clarificadora del material dado por los sentidos. Al olvidar el
papel de la razón, al reducirla a mero receptáculo pasivo de sensaciones, el empirismo queda abocado a una posición en
la que la ciencia no parece posible y todo se resuelve recurriendo al hábito y la costumbre. El empirismo cae en un
fenomenismo y escepticismo. Kant no podrá admitir esta posición derrotista con respecto a las posibilidades del
conocimiento humano.
(Recuerda el papel que David Hume tiene en la culminación del empirismo como filosofía radicalmente
escéptica y antimetafísica. A juicio del empirista inglés no podemos afirmar con validez ninguna realidad que esté más
allá de nuestras sensaciones, todo lo más que podemos encontrar es una serie de experiencias regulares, que generan
hábitos en los que basamos nuestro conocimiento, creencia, acerca de los fenómenos del mundo que nos rodea).
Así pues, podemos esbozar ahora las líneas maestras de la posición kantiana. Kant parte de la existencia real,
de hecho, del conocimiento científico. Los hombres somos capaces de hacer ciencia y la prueba más representativa de
ella es la obra de Isaac Newton. Ahí podemos encontrar afirmaciones acerca de los fenómenos de la naturaleza, de los
movimientos de los cuerpos físicos; afirmaciones que gozan del estatuto de conocimiento universal y necesario. Esas
afirmaciones son aplicables (universalidad) a todos los fenómenos a las que se refieren, sin excepción. Y, además,
expresan una ley (necesidad), es decir, se refieren a algo que es así y no puede ser de otra manera, a algo que no
depende del azar, de la casualidad. Dicho de otro modo, en la obra científica de Newton, Kant cree encontrar un
planteamiento que demuestra la posibilidad de que las leyes de la naturaleza, de los cuerpos, de los objetos, del
movimiento, de la gravitación, puedan ser traducidas a un lenguaje matemático, de fórmulas exactas.
Convencido, por tanto, de la existencia de la ciencia, Kant elaborará una filosofía que sea síntesis de
racionalismo y empirismo. Del empirismo tomará la afirmación de la experiencia sensible como fundamento y límite
del conocimiento. Y el racionalismo le inspirará a la hora de señalar el papel que tienen los principios, las estructuras
de la razón, para ordenar y dar inteligibilidad al material ofrecido por la sensibilidad; así la razón hace que lo dado por
los sentidos pueda ser conocido de modo universal y necesario. Tal empresa la llevará a cabo la filosofía trascendental.
A la hora de establecer su metodología filosófica, Kant recuerda lo que llama el giro copernicano, es decir, el
cambio de orientación que sufrió la astronomía en el siglo XVI con la figura de Nicolás Copérnico. El astrónomo
polaco, para corregir los fenómenos observados que ponían en entredicho el modelo ptolemaico, se planteó la
posibilidad de que la Tierra no fuera un punto inmóvil, fijo, sino más bien un planeta en movimiento. Es decir,
Copérnico tuvo en cuenta la posición del sujeto observador a la hora de analizar el conocimiento, tuvo en cuenta las
condiciones y características de esa posición; en el caso astronómico, claro está, eso suponía asumir el movimiento de la
Tierra desde la que el sujeto de conocimiento percibe el resto del universo.
La forma en que Kant traslada ese espíritu a la teoría del conocimiento se establece en la filosofía trascendental,
según la cual, el filósofo debe analizar las condiciones de posibilidad del conocimiento, de las diversas ciencias, y esas
condiciones de posibilidad remiten al análisis del sujeto de conocimiento, dado que es precisamente él quien impone sus
características, sus estructuras, en la configuración del objeto conocido. El término “trascendental” hace referencia,
precisamente, a esas condiciones de posibilidad del conocimiento que tienen su origen en la acción del sujeto. Kant
quiere manifestar su originalidad histórica al subrayar el papel activo que el sujeto tiene en la configuración del
conocimiento, distinguiéndose así de otros análisis idealistas previos.
Así, en el proceso de conocimiento no sólo hay que tener en cuenta las condiciones materiales del
conocimiento, externas, que provienen de la experiencia (a posteriori), sino también las condiciones internas, las
características formales del sujeto (a priori). Vemos otra vez el esquema del modelo kantiano: por un lado, está lo
dado en el conocimiento (sensaciones, experiencia sensible); por otro, lo puesto por el sujeto (estructuras, principios a
priori). El resultado del conocimiento es la suma de ambos, y el giro copernicano estriba en la importancia otorgada a
ese análisis de las características del sujeto, que es activo y constituye el objeto de conocimiento.
Ya hemos dicho que Kant parte de la certeza de que la ciencia existe, Newton. Ahora bien, ¿qué
características tiene que tener un conocimiento para ser científico?, ¿qué hace que el conocimiento científico sea
distinto, superior, a otro tipo de conocimientos? Para responder a estas preguntas, Kant establecerá una clasificación de
los diferentes tipos de conocimiento, pero no lo hará en abstracto, sino señalando los diferentes tipos de juicios, de
proposiciones, de afirmaciones; al fin y al cabo, cuando una ley científica queda expresada, lo hace en un juicio (por ej.
“El calor dilata los cuerpos”), es decir, algo se dice de algo. En un juicio siempre hay un sujeto del que se habla, y de
ese sujeto se hacen una serie de afirmaciones o negaciones. Esto ocurre en la ciencia y en cualquier otro ámbito del
conocimiento.
Los juicios pueden dividirse en dos grandes grupos: analíticos y sintéticos.
- Los juicios analíticos son aquellos en los que el predicado del juicio está contenido en el concepto del sujeto.
Ya que todo juicio se puede expresar así “S es P”, analizando mentalmente el concepto de S, encontramos P. (Ej. “El
triángulo tiene tres ángulos”, “Todos los cuerpos son extensos”…).
- Los juicios sintéticos son aquellos en los que el concepto del predicado no está contenido en el concepto del
sujeto, de tal forma que por mucho que analicemos el concepto del sujeto no encontraremos nunca dentro de él el
concepto del predicado. (Ej. “El calor dilata los cuerpos”, “La mesa es de madera”…).
Si observamos esta primera clasificación, nos daremos cuenta de que, de entrada, los juicios analíticos son
verdaderos, ya que están basados en el principio de identidad, el predicado no hace más que repetir lo que ya está en el
sujeto; por tanto, sólo podemos atribuirles un valor explicativo, pero no amplían realmente nuestro conocimiento. En
cambio, los juicios sintéticos encuentran su fundamento, la fuente de su legitimidad, en la experiencia, ya que de un
análisis previo del sujeto no es posible extraer el predicado.
Aquí podemos introducir otra clasificación que nos sirva para aclarar la anterior. Así podemos establecer otra
distinción de juicios: a priori y a posteriori.
- Los juicios a priori son aquellos cuya validez es independiente de la experiencia, de ahí la expresión “a
priori” (antes de, en este caso, la experiencia). Son los juicios universales y necesarios. Universales, ya que son
válidos en todo tiempo y lugar. Necesarios, porque no pueden ser de otro modo.
- Los juicios a posteriori son precisamente los que dependen de la experiencia, su validez depende de una
verificación en un momento determinado, en un lugar determinado. De ahí que no podemos decir que sean verdaderos
más allá de ese tiempo y lugar donde se verifican. Por ejemplo, si yo digo que “la mesa es de madera”, eso sólo puede
ser válido frente a una mesa de esas características, pero claro está hay mesas de muchos otros materiales. Así, el
juicio a posteriori es particular, sólo válido en determinadas circunstancias; y contingente, podía ser de otro modo.
Llegados a este punto, es fácil señalar que los juicios analíticos son a priori y los juicios sintéticos a posteriori,
ya que los primeros están basados en el principio de identidad y los segundos necesitan la comprobación en la
experiencia. El problema surge cuando Kant se plantea cuál de estos dos tipos de juicios merecen el nombre de ciencia,
teniendo como modelo de ciencia el saber físico-matemático de Newton.
Kant tiene que descartar los juicios
analíticos porque no aumentan el conocimiento; los juicios analíticos son puras tautologías, simplemente explican el
sujeto, por tanto no añaden nada a nuestro saber, no nos sirven para descubrir nada de la realidad. El problema se
agrava con los juicios sintéticos, que sí añaden conocimiento; pero la ciencia, o expresa un saber universal o necesario,
o no es ciencia. Si la ciencia estuviese constituida por juicios analíticos sería la repetición constante de lo mismo, y si
estuviese constituida por juicios sintéticos, quedaría reducida a la probabilidad ya señalada por Hume.
Pero, ya decíamos que Kant está convencido de que la ciencia existe, la física de Newton lo expresa, y lo que
nos transmite es un saber universal y necesario, además de no ser una pura tautología. Newton nos dice cosas muy
interesantes de la naturaleza y sus juicios no son particulares y contingentes. ¿Qué hacer? Aquí Kant, en esa síntesis
particular de racionalismo y empirismo tan característica de su filosofía, señalará que los juicios de la ciencia tienen que
ser unos juicios muy especiales: los juicios sintéticos a priori. En la ciencia tiene que haber unos juicios que sean “a
priori”, es decir, universales y necesarios, independientes de la experiencia; y, al mismo tiempo, tienen que ser
sintéticos, que aumenten nuestro conocimiento, que nos digan algo del mundo real.
(Entendamos bien este paso, quizás un juicio puede ser “descubierto” en la experiencia, pero no tienen porqué
depender de la experiencia. Por ejemplo, el juicio “el calor dilata los cuerpos” puede aparecer ante nosotros en la
experiencia, lo percibimos y comprobamos; pero también podemos darnos cuenta de que hemos descubierto algo muy
especial, puesto que esa ley física trasciende la experiencia particular: siempre y en cualquier lugar se va a producir, es
algo necesario, y por tanto independiente, ya que es válido para todas las experiencias posibles, pasadas, presentes y
futuras).
Así, el proyecto filosófico de Kant consistirá en mostrar cómo son posibles los juicios sintéticos a priori, y esto
lo hará desarrollando su filosofía trascendental, analizando las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la
ciencia. En su gran obra Crítica de la Razón Pura, Kant irá respondiendo a todos los retos que se ha planteado, por
ello está dividida en tres partes (en el esquema adelantamos ya las respuestas):
Estética Trascendental:
¿Cuáles son las condiciones de posibilidad (trascendentales) de la facultad de la sensibilidad (conocimiento sensible)?
Espacio y Tiempo (formas a priori de la sensibilidad).
¿Son posibles los juicios sintéticos a priori en la Matemática? Sí, pues la Matemática (geometría y aritmética) se basa
en el Espacio y Tiempo.
Analítica Trascendental:
¿Cuáles son las condiciones de posibilidad (trascendentales) de la facultad del entendimiento (conocimiento intelectual)?
Las Categorías o Conceptos puros.
¿Son posibles los juicios sintéticos a priori en la Física? Sí, son esas Categorías las que hacen posible que la física sea
ciencia.
Dialéctica Trascendental:
¿Cómo actúa la facultad de la razón? Elaborando las Ideas de Yo, Mundo y Dios.
¿Es la Metafísica una ciencia?
No, porque las realidades a las que se refieren esas ideas están más allá de la
experiencia sensible.
Estética Trascendental: En el ámbito de la sensibilidad, nos encontramos ante la recepción que se produce en el sujeto
de todo un conjunto variado y caótico de sensaciones. Justamente, la labor del sujeto parece que consiste en poner
claridad y orden en ese océano de sensaciones, de tal modo que hagamos posible la percepción del objeto. Kant señala
que las formas con las que organizamos las sensaciones son el espacio y el tiempo, y el resultado del conocimiento
sensible es la intuición. Veamos qué significa esto.
Kant considera que el espacio y el tiempo no son realidades físicas, empíricas, ni metafísicas, sino más bien la
manera, el encuadre, la forma, en que el sujeto percibe la realidad. Dicho de otro modo, no podemos conocer
sensiblemente nada que no esté situado espacio-temporalmente; espacio-tiempo son algo así como unas “gafas” que nos
tenemos que poner para “ver” la realidad. Así como percibimos siempre objetos en un espacio, nunca percibimos el
espacio sin objetos, el espacio mismo no es objeto de nuestro conocimiento, más bien aparece como receptáculo de lo
que conocemos; lo mismo cabría decir del tiempo. De ahí que espacio y tiempo sean condiciones “trascendentales” que
pone el sujeto y que nos permiten percibir la realidad como fenómeno. Son las formas a priori de la sensibilidad.
Formas, porque como decimos no son objetos sino condiciones del conocimiento; a priori, porque son anteriores a toda
percepción, son constituyentes de la percepción; de la sensibilidad, porque están en la base de todo conocimiento
sensible.
(Kant señalará concretamente que el espacio es la forma de mi experiencia externa; mientras que el tiempo es
la forma de mi experiencia tanto externa como interna, ya que es el modo de experimentar no sólo los objetos espaciales,
sino también vivencias internas, sentimientos, recuerdos…).
Las matemáticas constituyen un saber, un conocimiento que trata de las formas universales posibles de todos
los objetos, en un sentido puro, formal. Curiosamente, los dos ámbitos de las matemáticas son la Geometría (que
estudia las propiedades de la intuición pura del espacio) y la Aritmética (que estudia la sucesión de los números
naturales, que no es otra cosa que la sucesión pura del tiempo). Ambas disciplinas, por tanto, se fundamentan en
formas a priori, puesto que el espacio es la condición de los juicios sintéticos a priori de la geometría, y el tiempo la
condición de los juicios sintéticos a priori de la aritmética. Así la matemática es ciencia, en ella hay muchos ejemplos
de juicios sintéticos a priori (ej. en geometría “la recta es la distancia más corta entre dos puntos”). Además, de este
modo se explica esa relación misteriosa de las matemáticas con la realidad, que hace que los análisis que se hacen en el
ámbito puramente racional (como la geometría), después sean aplicables en la práctica, a los cuerpos y objetos que
percibimos por los sentidos. Tal relación precisamente viene dada por el espacio-tiempo que, por un lado constituyen
el objeto de estudio de las matemáticas, y por el otro, son la forma a priori a través de la cual percibimos la realidad a
través de la sensibilidad.
Ya observamos a este nivel de la sensibilidad que lo conocido no es la realidad en sí misma, sino el fenómeno,
el fruto del encuentro entre el material dado a los sentidos y la forma, puesta por el sujeto, para que el conocimiento sea
posible. Volveremos a este punto, con más detenimiento, al terminar la explicación de la analítica trascendental.
Analítica Trascendental: Hemos explicado cómo percibimos, pero tenemos que darnos cuenta que el conocimiento
humano es algo más que la mera percepción. El ser humano conoce en la medida en que entiende lo que percibe, y
entender consiste en atribuir un significado a lo percibido, para clasificarlo, relacionarlo y, en suma, darle inteligibilidad.
En esto consiste la facultad humana de referir conceptos a las percepciones. Así vamos poniendo orden en nuestras
percepciones y decimos que tal conjunto de sensaciones es un hombre, tal otro un caballo, otro más una mesa… La
cuestión en Kant se plantea nuevamente desde el punto de vista trascendental, es decir, desde el a priori del
conocimiento intelectual, del conocimiento a través del entendimiento. Si la sensibilidad me ofrece sólo impresiones,
sensaciones, recogidas en un espacio-tiempo, ¿de dónde proviene esa inteligibilidad, ese significado, que en mi
conocimiento propiamente dicho han recibido esas impresiones, hasta el punto de expresar afirmaciones como: “si se
cae el vaso que tienes entre tus manos, es posible que se rompa”? A una percepción de una situación como la señalada,
se han atribuido una serie de conceptos y juicios, que determinan el significado de lo que el sujeto percibe y de lo que
imagina que puede ocurrir. Pues bien, según Kant, todo ese trabajo de clarificación, de orden, de donación de
inteligibilidad, corresponde al sujeto, concretamente, a la facultad del entendimiento.
El entendimiento posee una serie de estructuras, llamadas categorías o conceptos puros, que tienen la virtud de
dar unidad, inteligibilidad, claridad, sentido… a las impresiones sensibles. Son como la base de todo los tipos posibles
de conceptos, relaciones, juicios que pueda elaborar el pensamiento. Es algo así como una especie de programa de
ordenamiento y clasificación que posee, de forma innata, mi entendimiento. Bien entendido de que no se trata de ideas
innatas en el sentido de Descartes, sino de principios formales que sin las sensaciones, sin la información a ordenar,
estarían vacíos y serían inoperantes. Porque aquí Kant se separa totalmente de Hume, no admitiría que las categorías
procedan de la costumbre y del hábito, sino que son plenamente objetivas, y hacen posible el conocimiento objetivo.
Es nuestro propio entendimiento, quien gracias a esas categorías, es capaz de constituir activamente nuestra noción de
las cosas y del mundo. Así, el material de las sensaciones, inicialmente caótico, diverso, múltiple, va siendo moldeado,
primero por el espacio-tiempo (sensibilidad) y ahora por las categorías (entendimiento).
El resultado es el
conocimiento humano capaz de señalar leyes objetivas del universo como “el calor dilata los cuerpos”.
(Observa que en esta última frase, términos como “calor”, “dilatación”, “cuerpos” no son categorías, serían
conceptos empíricos, pero dependen de las categorías de “sustancia”, “causa-efecto”… ya que estamos afirmando la
realidad de unos entes (calor, cuerpos) y una relación causal entre ellos (dilatación por el calor)).
Con Kant, algunos de los términos clásicos de la historia de la filosofía, como Sustancia, Causalidad…, ya no
son realidades metafísicas (Aristóteles y otros), tampoco meros nombres sin justificación que han sido otorgados a la
repetición de las experiencias, a la costumbre (Hume), sino que son categorías del entendimiento, con las que el ser
humano se eleva por encima del simple conocimiento sensible y configura un conocimiento pleno, objetivo y, en
algunos ámbitos, científico.
Ahora no es difícil establecer la posibilidad de juicios sintéticos a priori en la Física. Todas las leyes de la
física expresan relaciones causales; volvamos al ejemplo de “el calor dilata los cuerpos”, el elemento a priori central de
esa afirmación es la relación causal, que hace que la conexión entre fenómenos expresada sea universal y necesaria.
Como quiera que la causalidad es una categoría a priori del entendimiento, la Física como ciencia es posible. La física
formula leyes de carácter universal y necesario mediante los principios puros del entendimiento, basados en la
aplicación de las categorías, y todo ello se verifica en la experiencia, aunque no dependa de ella.
Llegados a este punto podemos comprender mejor el llamado idealismo trascendental de Kant. En la medida
en que el conocimiento es el fruto de dos elementos, lo dado y lo puesto, la realidad conocida es distinta de la realidad
en sí. Veamos en resumen todo el proceso. El objeto de conocimiento es una síntesis de experiencia sensible que es,
a su vez, construida y configurada en dos momentos: por medio de las formas puras de espacio-tiempo primero, y por
medio de las categorías del entendimiento después. Así el objeto de conocimiento es dado y construido, es fenómeno
(lo que se nos ofrece, lo que se nos muestra); y no cosa en sí, noúmeno (la realidad en sí misma que queda más allá de
mi conocimiento, que es una incógnita, que es incognoscible). Esto es lo que señalará un seguidor de Kant, Arthur
Schopenhauer, con la famosa frase: “El mundo es mi representación”. Lo conocido no es la realidad tal cual, sino la
realidad para mí, tal como se ha reflejado en el espejo de mis facultades de conocimiento, las cuales son activas y como
tal filtran, traducen, configuran, esa realidad para hacerla susceptible de ser conocida.
Ahora bien, aquí dejará claro Kant que todo el constructo del conocimiento no se puede hacer sin la
experiencia sensible; sin ella las categorías no tienen contenido, sin las intuiciones sensibles están vacías. Es decir, no
son ideas innatas en el sentido racionalista, por tanto las categorías no pueden aplicarse más allá del ámbito de la
experiencia sensible, más allá de los fenómenos. Justamente ése es el problema de la metafísica.
Dialéctica Trascendental: Si hemos estado atentos, nos habremos dado cuenta de que conocer, en el fondo, consiste en
unificar lo múltiple, en sintetizar lo diverso.
Eso es lo que hacen los conceptos con respecto a la diversidad de
sensaciones y, a su vez, los conceptos son englobados en juicios cada vez más generales. Es un proceso dialéctico que
quiere alcanzar concepciones cada vez más globales de las cosas. Ése justamente es el papel de la razón, que no se
conforma con simples conceptos o simples juicios de parcelas de la realidad, sino que busca entenderlo todo, alcanzar
un conocimiento absoluto; ésa es la naturaleza de la razón, dice Kant, que se eleva desde lo particular hacia lo más
universal, hacia los principios que incluso están más allá de toda experiencia posible. Así es como surgen las ideas de
la razón, que constituyen los grandes temas de la metafísica que, a su vez, pretende ser el saber último y más completo
de la realidad, el saber que quiere ir hacia las raíces primeras de la realidad.
Son tres las Ideas de la razón:
- Idea de Alma (Yo): que pretende ser la síntesis incondicionada de todos los conocimientos fenoménicos de nuestra
experiencia interna. Dicho de otro modo, en lo que respecta a todos los conocimientos que tengo de mí mismo, el
principio máximo que los unifica y les da sentido sería la existencia de un yo permanente, idéntico, que es sujeto de
todas esas experiencias.
- Idea de Mundo: síntesis de todos los conocimientos fenoménicos de nuestra experiencia externa. Mundo como
totalidad, no como mera suma de diversas experiencias, sino como idea que se refiere a todo lo que no soy yo, a todo lo
que es realidad extramental. Una cosa es conocer leyes físicas concretas, de un tipo de fenómenos, y otra referirse a la
totalidad del mundo externo.
- Idea de Dios: que es la síntesis de todas las síntesis, de lo externo y lo interno, el Ser que da sentido a todo lo que
existe, incluido el Yo y el Mundo.
Pues bien, justamente por tratar de esas tres “presuntas” realidades que mi razón alcanza como ideas, por
tratarse de algo que está más allá del ámbito de la experiencia, la metafísica no es ciencia, ya que el conocimiento
científico no es posible cuando las condiciones trascendentales del conocimiento (a priori) se aplican a algo de lo que
no tenemos experiencia sensible. Es por esto que la metafísica desde tiempos inmemoriales ha ido dando tumbos, no ha
avanzado en sus conclusiones, y los filósofos han expresado puntos de vista tan dispares. Justamente, lo contrario de lo
que ha ocurrido en las otras ciencias (matemáticas y física), que han progresado y que han dado lugar a un consenso
básico entre sus representantes. La metafísica siempre está dando vueltas a los mismos temas sin llegar a ninguna
conclusión clara. Prueba de ello son las contradicciones en las que incurre por hacer uso ilegítimo de las ideas de la
razón: así ocurre cuando tratamos de averiguar si el mundo es eterno o tiene un principio en el tiempo, o si existe
Dios…
Así pues, Kant señala aquí los límites de la razón, del conocimiento.
Desde un sentido ilustrado del
conocimiento, muestra cómo en estos grandes temas la razón deja siempre abiertas una serie de incógnitas que no
podrán ser resueltas nunca. La metafísica no tiene el estatuto privilegiado de las ciencias empíricas. Ahora bien, tras
este análisis, Kant no quiere despreciar la práctica metafísica, filosófica, ya que señala que el intentar conocer y saber
algo acerca de estos temas, del yo, el mundo y Dios, forma parte de la inclinación natural de la razón y, por tanto, del
ser humano. Mientras haya hombres, habrá metafísica, por más que ésta no pueda alcanzar nunca el rango de ciencia.
De esta manera, el error consiste en tomar las ideas de la razón y darles un uso constitutivo, como si representasen
realidades, y eso es un error, una ilusión metafísica. Sin embargo, se puede hacer un uso regulativo de estas ideas, para
que nos sirvan como guías orientadoras de la razón, como horizontes que impulsen el pensamiento. Es la llamada
filosofía del “como si…”; pensamos y concebimos la realidad como si tales ideas tuviesen un referente ontológico que
da sentido, unidad, finalidad a todas las conclusiones parciales de nuestro conocimiento. De este modo, Kant no afirma
la existencia de estas realidades, pero tampoco la niega, y deja una puerta abierta para su tratamiento no cognoscitivo en
su estudio de la moral, del uso práctico de la razón.
Tras contestar a la pregunta, ¿qué puedo conocer? Kant aborda el segundo interrogante, ¿qué debo hacer?
Desde el que establecerá sus reflexiones éticas.
Si ya hemos encontrado los ideales ilustrados en su teoría del
conocimiento, todavía más vamos a encontrar esos ideales en su moral, ya que nos hablará de un ser humano
auténticamente libre, sometido sólo a la autonomía de su voluntad racional.
Del mismo modo que, en su teoría del conocimiento, Kant partía del hecho indiscutible de la existencia de la
ciencia, ahora parte del hecho moral. Así, la existencia de lo moral no necesita justificación. El ser humano se
experimenta a sí mismo al margen de las leyes de la naturaleza, como un ser libre, consciente de sus actos, que se
plantea constantemente la bondad o maldad de éstos, su conveniencia o inconveniencia, que se plantea el deber como
una exigencia en su comportamiento que, en realidad, puede ir por otros derroteros distintos a los ideales de la
conciencia moral.
En coherencia con su plan de desarrollo de una filosofía trascendental, en su obra Crítica de la Razón práctica
tratará de fundamentar la moral, es decir, de analizar lo que la Razón pone por sí misma para constituir y guiar nuestro
comportamiento moral.
Del mismo modo que Kant establecía, en su teoría del conocimiento, una clasificación de juicios de
conocimiento, distinguirá ahora entre distintos tipos de imperativos (juicios éticos); pues la moral está compuesta de
ellos, ya que el imperativo es la forma en que se nos presenta aquello que se impone como un ideal o norma de
conducta. Así distingue entre:
- Imperativos hipotéticos: Son aquellos que ordenan algo como medio para conseguir un fin. Por ejemplo, en
la ética de Epicuro se dice que para conseguir la felicidad se deben dejar a un lado los deseos artificiosos, complicados,
como la búsqueda de la fama o el poder; o en la ética de Santo Tomás se señala el valor sagrado de la vida como una
exigencia moral que se deduce de la ley natural divina y, que además, debe llevarse a la práctica si quiere alcanzarse la
salvación, la visión beatífica. Si observamos estos u otros consejos morales semejantes, veremos que responden al
esquema lógico: Si… entonces… Se trata, por tanto, de orientaciones morales que dependen de la búsqueda de la
felicidad, de la visión beatífica, y que convierten la conducta en un medio para alcanzarla; pero no serían válidos para
todos aquellos que rechacen o no se planteen esos deseos.
- Imperativos categóricos: Son aquellos que ordenan algo como fin absoluto. En estos casos el mandato moral
no está condicionado por determinados deseos u objetivos, no se plantea como medio para ulteriores fines, sino que vale
por sí mismo, dejando a un lado toda otra circunstancia. Por ejemplo, si nos planteamos una norma moral como “no
debes matar” (sin más consideraciones) se entiende que, categóricamente, absolutamente, no se debe matar bajo
ninguna condición o respecto, a causa de la fuerza misma de la propia norma, de su entidad moral propia.
Hecha tal clasificación, y teniendo en cuenta las prerrogativas de la filosofía trascendental, su afán de descubrir
las condiciones de posibilidad, a priori, que hacen de un mandato moral, algo universal y necesario, válido para todos
los hombres, parece que la opción kantiana por los imperativos categóricos será clara y contundente. De todos modos,
antes de desarrollar su posición, Kant critica las éticas materiales, es decir, todas aquellas que se basan en los
imperativos hipotéticos.
Veamos, siguiendo con los ejemplos dados anteriormente, dónde están los problemas. Las éticas materiales,
entre las que se encuentran las de Epicuro y Santo Tomás, y prácticamente todos los planteamientos de la filosofía
práctica anteriores a Kant, parten del establecimiento de un bien supremo (Felicidad, Dios…) al cual se supedita toda la
reflexión moral. Por eso mismo, Kant las denomina éticas teleológicas; éticas que se encaminan hacia la consecución
de un fin. Y justamente las considera éticas materiales, porque tienen unos contenidos establecidos que se derivan de
la naturaleza de ese bien supremo y, todos los consejos o mandatos morales, todas las acciones, buscarán el logro de ese
fin. A su vez, todas estas éticas se basan en la experiencia, que es la que determina qué conductas son más o menos
adecuadas, y por tanto, los principios morales en que se basan vienen dados desde fuera del individuo, se trata pues de
morales heterónomas. Si, por ejemplo, seguimos la ética epicúrea, estamos haciendo depender nuestro comportamiento
de la experiencia de lo que nos produce un placer más equilibrado, sereno y satisfactorio; de tal forma que si queremos
alcanzar un estado de serenidad, de ataraxia, debemos seguir sus consejos.
Si seguimos la ética tomista, nos
encontramos sometidos a unas leyes que nos vienen desde fuera y a las que la razón debe asentir positivamente
gobernando nuestra conducta en pos de la salvación sobrenatural.
Para Kant, en estas éticas no se está alcanzando el verdadero sentido de la experiencia moral, de la razón
práctica. En ellas, todo el pensamiento moral está condicionado, no tiene un valor en sí mismo, categórico, universal y
necesario sin restricciones. Sus mandatos se expresan siempre en juicios hipotéticos, que dependen de la experiencia y,
por consiguiente, no son distinguibles en términos absolutos de juicios de conocimientos, no alcanzan a desarrollar
plenamente las cualidades de toda experiencia moral basada en una razón práctica autónoma. Dicho de otro modo, una
ética auténtica, universal, sólo puede ser una ética formal.
Kant pondrá manos a la obra para establecer los
fundamentos de su ética formal que, por contraposición a las éticas materiales, deberá ser a priori, universal y necesaria,
autónoma, y no teleológica. En ella, ya no tendrán sentido los consejos, las normas concretas, sino el establecimiento
de unas bases, unas estructuras formales, en las que se determine el modo para que una acción se convierta en moral;
una vez establecidos estos fundamentos estructurales, es el sujeto el que se convierte en legislador y guía de su propio
comportamiento.
El ideal ilustrado de autonomía y libertad del individuo encuentra su pensamiento filosófico
adecuado.
Para Kant, uno de los errores graves del pensamiento moral de algunas éticas materiales consiste en la
identificación del ideal moral con la felicidad. Nuestro filósofo cree que son cosas distintas. La felicidad está
condicionada por el hecho de que el hombre es un ser sensible, que experimenta situaciones de placer y dolor, algo que
en último término hará derivar acciones encaminadas a satisfacer unos deseos; mientras que el ideal moral es una
exigencia racional, que tiene por objeto el deber ser, lo cual supone una elevación del ser humano, del sujeto moral,
por encima de todas las circunstancias, influencias y condicionamientos. Así pues, Kant considera que el ser humano
puede establecer a partir de su conciencia moral un fundamento universal, a priori, que haga de su razón autónoma,
libre, la legisladora de los principios morales, separando este fundamento del ámbito de los deseos, las inclinaciones, las
influencias, las circunstancias, a las que se ve sometido el ser humano en la vida cotidiana.
Así, Kant defiende la existencia en el ser humano de la buena voluntad, de la capacidad de actuar por puro
respeto al mandato moral que uno mismo se ha impuesto. La ética kantiana es, en último término, una ética de la
intención, de la buena intención, ya que lo que otorga naturaleza moral a un acto es el haber podido elevarse por encima
de todas las consideraciones psicológicas, para asumir la bondad pura, sin restricciones, de una acción. Sólo la buena
voluntad tiene ese carácter absoluto de bondad.
Por todo lo dicho, queda clara una de las características básicas de la acción moral. A la pregunta, ¿cuándo
estamos actuando de forma auténticamente moral, guiados por la buena voluntad? Responde Kant, cuando actuamos
por deber. Dado que el mandato moral lo experimentamos, en muchas ocasiones, desde un conflicto interno, pues se
opone a nuestras inclinaciones o se halla mezclado con diversos intereses, sólo cuando actuamos por deber podemos
estar seguros de que estamos obrando por buena voluntad.
A Kant le preocupó dejar bien claro en qué consiste este actuar por deber y para ello estableció una serie de
distinciones respecto de los actos humanos.
- Hay actos contrarios al deber. Está claro que aquí se produce una derrota del sujeto moral, ya que la
voluntad se deja llevar por inclinaciones, deseos, hasta el punto de que el mandato moral no es cumplido en la práctica.
- Hay actos conforme al deber. Son aquellos en los que el sujeto cumple con el mandato moral, pero sin
embargo lo hace llevado por diversas intenciones, teniendo en cuenta las consecuencias de sus actos… Es decir, se
actúa de acuerdo con la norma, pero sin sometimiento a ésta, sino por otras razones. En el fondo, nos encontramos ante
un imperativo hipotético.
- Hay actos por deber. Estos son los genuinamente morales. Aquí el sometimiento hacia el mandato moral se
hace por puro respeto al mandato, sin otras consideraciones o, mejor dicho, superando cualquier tipo de consideración
psicológica, práctica, relacionada con las consecuencias… En este acto hay puro respeto a la ley moral, que aparece
con tal fuerza ante el sujeto, que éste acata sin más, desde una acción plenamente libre, el valor y bondad de ella.
(Veamos un ejemplo. Un hombre ha sido torturado terriblemente y, en época posterior, encuentra a su
verdugo en una situación de desventaja, merced a su conducta. Si actúa de forma contraria al deber, lo hará matándolo
aunque sabe que no está cumpliendo la ley moral. Si le ayuda y no lo mata, puede hacerlo de dos formas. Una, a
regañadientes, pues le gustaría matarlo, pero no lo hace porque tiene miedo a las consecuencias, podría ser perseguido
por asesino y encarcelado. Otra, aunque desea matarlo, no lo hace por respeto a la ley moral; porque no se debe matar
a ningún ser humano, sea cual sea la situación, sea cual sea la vinculación de ese sujeto con él; porque la máxima moral
“no debes matar” se constituye en ley universal. El hecho de que actúe de este modo, incluso contra sus deseos, y sin
buscar ningún tipo de interés en el acto, es lo que convierte a esa acción en puramente moral. Aquí obra la buena
voluntad).
Ya hemos aclarado cuál debe ser el modo, la forma, en que la acción moral deba ser llevada a cabo, por deber.
Falta ahora analizar de dónde surge y en qué forma el mandato, la máxima, la ley moral, que será puesta en práctica
(por deber) en un comportamiento ético adecuado. A juicio de Kant, aquí la razón es plenamente autónoma, y se
convierte en legisladora, en fuente de las máximas morales. De todos modos, Kant creyó conveniente, en su ética
formal, establecer una serie de principios que sirvieran de guía racional para la elaboración de esas máximas morales.
Con la precisión de que esos principios no representan leyes morales en sentido estricto, con un contenido determinado,
sino más bien expresan la manera en la que, de forma a priori, se plasmen las estructuras básicas de una ética del deber.
Son, como decíamos más arriba, una serie de formulaciones en forma de imperativos categóricos que expresan la
universalidad de la ley moral. Kant estableció varias formulaciones posibles:
- “Obra de modo que puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en ley universal” Se trata de reflexionar
acerca de la posibilidad de que la ley moral que va a presidir mi conducta, pueda valer como ley universal para todos los
seres humanos que se encuentren en idéntica situación.
Sin embargo, alguien podría oponerse a tales exigencias: ¿por qué he de obrar por deber?, ¿por qué la máxima
moral que guía mi acción debe convertirse en ley universal? Kant responderá, en este momento, con el concepto de
persona (hombre racional y libre, fin en sí mismo), y aquí observaremos el que es, en último término, el fundamento
más importante, el que da sentido a todo su sistema moral, que encuentra su expresión en otra, quizás la principal, de las
formulaciones del imperativo categórico:
- “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como fin y
nunca como puro medio” He aquí una de las formulaciones humanistas más bellas de toda la historia de la filosofía.
Los hombres son seres que tienen una valor, una dignidad, en sí mismos considerados.
Nunca deberíamos
mercantilizar a los demás en nuestra relación con ellos, nunca deberíamos utilizarlos como medios para conseguir otros
fines, sino que debemos considerarlos como seres insustituibles.
Justamente, ante las leyes morales que la razón se da a sí misma y que son capaces de formularse bajo los
principios de universalidad y dignidad de todo lo humano, la buena voluntad se somete y dirige la acción de forma libre,
absoluta, plena. Con todos esos ingredientes se nutre la verdadera moralidad.
Si en el ámbito del conocimiento, el hombre se descubría a sí mismo como protagonista activo en el desarrollo
del conocimiento objetivo, científico (gracias a sus estructuras a priori), y al mismo tiempo, descubría una naturaleza
fenoménica regida por leyes universales y necesarias; ahora, en el ámbito de la moral, el hombre se descubre a sí mismo
como un ser racional, autónomo, libre, capaz de elevarse por encima de todas las circunstancias imaginables, para ser
capaz de someterse libremente a las exigencias morales dictadas por su conciencia. Quizás encontremos en estas dos
facetas del hombre la clave de la enigmática frase con la que Kant da inicio a uno de sus libros:
“El cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”
Una vez que Kant ha diseñado su ética formal, se observa la distancia, el antagonismo que se establece con
respecto a las conclusiones establecidas en su teoría del conocimiento. Parece que la existencia del hecho moral (más
todavía con las directrices establecidas en la ética kantiana) necesita para su posibilidad de una serie de consideraciones
finales. ¿Sería posible el comportamiento moral en una realidad gobernada por la pura necesidad? Sólo sobre la
existencia de realidades que están más allá del ámbito del conocimiento, puede justificarse la posibilidad del
comportamiento moral. Es, por ello, que Kant culminará su reflexión moral recuperando, en el ámbito del uso práctico
de la razón, algunas de las cuestiones que había dejado en suspenso, decretando la imposibilidad de su conocimiento, en
el uso teórico de la razón. Estamos hablando, claro está, de la tríada metafísica ahora establecida como Libertad, Alma
y Dios. Ahora son recuperadas como postulados de la razón práctica, es decir, como condiciones que deben darse
para que la moral sea posible.
- Libertad: Sin libertad no hay posibilidad de una acción por deber, por tanto, de una acción moral. Es una
exigencia que el ser humano pueda actuar libremente; por más que la libertad no haya aparecido por ninguna parte en el
ámbito del conocimiento, se convierte en una condición necesaria en el uso práctico de la razón.
- Inmortalidad del alma: La existencia del alma surge precisamente de la propia existencia de la libertad, si sólo
fuésemos cuerpo estaríamos sometidos a la necesidad de la naturaleza. Pero, además, esa alma tiene que ser inmortal,
pues ésta es la condición necesaria para la posibilidad de alcanzar el ideal de una vida moral plena. Si el hombre está
sólo sometido a una vida fenoménica, finita, limitada, la realización perfecta del deber sería imposible, de ahí la
necesidad de un proceso infinito de perfeccionamiento, y de la existencia de otra etapa en la vida del ser humano, en la
que no esté sometido a inclinaciones, deseos…, sino sólo a su propia razón.
- Existencia de Dios: Ha quedado claro que el comportamiento moral no tiene como resultado la vida feliz, es
más, si planteáramos la felicidad como meta perderíamos la autonomía de nuestro comportamiento. Sometidos como
estamos al mundo fenoménico, a la influencia de nuestros deseos y pasiones, encontramos que la vida moral virtuosa, el
cumplimiento del deber, es muchas veces incompatible con la felicidad, con la satisfacción de nuestros deseos. Si bien
eso ocurre en esta vida, en este mundo, debe existir otra situación en la que se armonicen la virtud y la felicidad. Debe
existir un ser supremo, autor del mundo físico y del mundo moral, que garantice la relación de virtud y felicidad; tal
unión se alcanza, evidentemente, en un más allá a esta vida finita.
Libertad, Alma y Dios, que carecían de fundamento y sentido dentro de la ciencia, aparecen ahora cargadas de
realidad y significado en el ámbito de la moral, de la razón práctica. Si Kant había negado consistencia científica a la
metafísica, sí que la dota de una fundamentación práctica, moral.