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LA REFORMA
El estudio de los conflictos que por motivos religiosos
asolaron Europa a lo largo del XVI, con especial repercusión en
Alemania, Francia e Inglaterra, no resulta comprensible si antes
no se conoce, al menos someramente, la situación de la Iglesia en
los albores del Quinientos y los movimientos de Reforma y
Contrarreforma que esta situación ocasiona.
Ya hemos visto en las páginas anteriores las preocupaciones
religiosas de muchos humanistas; atraídos por el Dios-Amor del
Nuevo Testamento, rechazaban de plano al Dios terrible
propugnado durante buena parte de la Edad Media y no admitían
a teólogos empeñados más en discusiones bizantinas sobre
aspectos dogmáticos que en acercar a este buen Dios a los
hombres. Para procurar esta cercanía defendían una teología y un
ritual sencillos, a la vez que, en su defensa de la libertad humana,
conferían a la Iglesia como misión fundamental la ayuda a los
hombres en el camino de su salvación, pero se oponían a su
rigorismo, prefiriendo fórmulas próximas a las del primer
Cristianismo. Así surge un sentimiento reformador, que culmina
en Lutero, pero que sigue antes etapas previas, esbozadas ya en el
pensamiento humanista; el origen de la Reforma descansa en
factores como la disolución del orden medieval, los abusos
morales de algunos Papas y de no pocos religiosos o la falta de
claridad dogmática y se asienta en el seguimiento del mensaje
apostólico de Cristo, dejando la salvación en manos de una fe que
vive del amor y propugnando la libre interpretación de las
Sagradas Escrituras, suprema fuente de revelación.
1. La situación de la Iglesia
Comenzando por el Papado, éste se caracteriza en el
Cuatrocientos, con algunas excepciones, por un fuerte deterioro
moral, una mayor preocupación por sus asuntos temporales que
por los espirituales y por un incremento de la fuerza del
conciliarismo tras la celebración del Concilio de Constanza, que
pone fin a la situación cismática creada en el siglo XIV con la
elección de Martín V en 1417. El pontífice más destacado de la
centuria fue Nicolás V (1447-1455), a quien se tiene por el primer
Papa renacentista; fue mecenas de humanistas –fundó la
Biblioteca Vaticana- y hombre de espíritu reformista, que se opuso
al creciente nepotismo, para lo que contó con la decidida ayuda
del cardenal Nicolás de Cusa.
El nepotismo se impuso durante los tres años de pontificado de su
sucesor, el español Alfonso Borgia –Calixto III-. Tras las etapas de
Pío II (+1464) y Pablo II (+1471), introductor de la imprenta en
Roma, esta práctica se generalizó definitivamente con Sixto IV
(+1478), mejor estadista que Vicario de Cristo. De hecho, las dos
grandes lacras de los pontífices renacentistas fueron el excesivo
interés por la dimensión política del Papado y la corrupción
personal, extendida además a la mayoría de los miembros de la
Curia. La situación llegó a límites insospechados bajo el mandato
de Inocencio VIII (1484-1492), quien rodeado de cardenales
mundanos sólo procuró su enriquecimiento personal –sus
múltiples gastos lo dejaron en manos de poderosos banqueros, por
lo que generalizó la venta de cargos eclesiásticos al mejor postor- y
consolidación política, desdeñando las voces que clamaban por la
necesaria reforma de la Iglesia, entre ellas la del apocalíptico
Savonarola. Nada mejoró con su sucesor, el intrigante Alejandro
VI (1492-1503), quien hasta para acceder al sillón de Pedro
compró las necesarias voluntades y cuyos modales personales y
políticos difirieron bastante de los que debían esperarse de un
Papa. Todos los medios fueron buenos para allegar los fondos
precisos para sufragar sus empresas políticas y sus gastos
personales y familiares; su dejación de las tareas pastorales se
extendió no sólo a la alta jerarquía eclesiástica, sino incluso a un
clero ordinario cada vez más preocupado y absentista. Asimismo
pasaban por momentos difíciles las órdenes religiosas, de las que
recelaba profundamente el episcopado por su menor control sobre
ellas.
El Papado continúa en el XVI por una senda similar. Julio II
(+1513) es, ante todo, un estadista del Renacimiento, un soberano
que hizo de sus dominios núcleo básico de la política italiana, pero
que dejó en el olvido sus deberes espirituales. De hecho, las
pretensiones reformistas con las que este primer papa Médicis
convocó el concilio de Letrán de 1512 fueron un rotundo fracaso y
el pontífice, si por algo ha pasado a la historia, ha sido por el
mecenazgo artístico que llevó a la corte romana a figuras de la
talla de Bramante, Rafael o Miguel Ángel. Fastuoso y sensual, su
sucesor, León X, vio al final de sus días como le estallaba el
luteranismo, sin capacidad alguna para evitar el proceso, pues
también quedaron en agua de borrajas los acuerdos reformadores
del Concilio de Florencia de 1517. Roma se convirtió en escenario
de múltiples intrigas cortesanas, reprimidas con dureza por este
papa que fracasó tanto en sus planes económicos –el aumento de
la fiscalidad extraordinaria, sobre todo mediante la venta de
indulgencias, no impidió la quiebra económica del Papado- como
en el mantenimiento de la unidad de la Iglesia, quebrada
definitivamente con la excomunión de Lutero en enero de 1521.
Más interesante es el breve pontificado de Adriano VI
(+1523), amigo personal de Carlos I, aunque sus deseos de
mejorar las finanzas y, sobre todo, las costumbres de la Curia le
valieron un rechazo generalizado; le sigue Clemente VII, cuyos
anhelos políticos le llevaron a alinearse con Francia en su
enfrentamiento contra España, lo que le costó el saqueo de Roma
de 1527. Fue por fin su sucesor, Pablo III (1534-1549) quien ante
la extensión del luteranismo y las presiones carolinas se decidió a
acometer resueltamente la necesaria reforma de la Iglesia,
inaugurando el Concilio de Trento el 13-XII-1545 el cardenal Juan
María del Monte, futuro Julio III (1550-1555).
Con todo, las manifestaciones de religiosidad en esta etapa
se sobrepusieron a la negligencia de los pontífices, con muestras
externas como la extensión del culto a la Santa Casa de Loreto o
la proliferación de Cofradías, libres o asociadas a gremios, cuyas
finalidades prioritarias fueron la potenciación de la solidaridad
comunitaria, el acercamiento a los sacramentos y, sobre todo, la
garantía de celebración de las exequias fúnebres. Asimismo, se
mantiene la práctica de las peregrinaciones, al tiempo que
hallamos una pléyade de predicadores de primer orden, como el
valenciano Vicente Ferrer, Juan de Capistrano o el ya varias veces
mencionado Savonarola.
Finalmente, a lo largo del siglo XV no faltaron movimientos
reformistas en el seno de la propia Iglesia, algunos iniciados ya en
la segunda mitad del Trescientos, como el abanderado por Gerard
Groote y Florencio Radewinjs, del que nacería la llamada “Devotio
Moderna”, cuyo principal lema es la “Imitación de Cristo”,
precisamente el título de la obra de Tomás de Kempis que
ejemplifica el movimiento. Su acción la continuaron los
“Hermanos de la Vida Común” o las “Compañías del Amor Divino”,
llegando los afanes reformadores a los albores del XVI, como ya
hemos visto, a las plumas de humanistas como Erasmo o Lefèvre
d’Etaples. También existen atisbos de reforma institucional,
plasmados en una sucesión de Concilios de escasa importancia
hasta la celebración del tridentino, o en la fundación de Órdenes
inmediatamente previas a Trento, como los Capuchinos o los
Teatinos.
2. El protestantismo luterano
El agustino Martín Lutero (1483-1546) es el protagonista
principal de la Reforma protestante. Profesor de la Universidad de
Wittemberg (Sajonia), se opuso a la práctica generalizada de la
venta de indulgencias, proclamando públicamente sus postulados,
a través de sus 95 tesis, el 31-X-1517. La inútil mediación del
legado pontificio, Tomás de Vio, no sólo para que se retractara de
su oposición a las indulgencias, sino también a otras ideas que ya
había dado a conocer anteriormente, como la negación de la
Comunidad de los Santos o la salvación por la fe es el paso previo
a la acusación de herejía; así, la Iglesia le condena como tal en la
bula Exsurge Domine (VI-1520), aduciendo como motivos su
rechazo a la primacía romana y a la autoridad de los concilios, la
afirmación del valor único de las Sagradas Escrituras como
contenido de la fe, la negación de la tradición dogmática y la no
creencia en la existencia del purgatorio. Definitivamente, el 3-I1521 León X expide la “Decet Romanum Pontificem”, por la que
excomulga a nuestro personaje, situación no revocada por la
Iglesia hasta 1999.
En los territorios alemanes, especialmente en las
universidades de Lovaina y Colonia, se abre el debate entre
papistas y seguidores de Lutero, quien en estos meses da forma
definitiva a su doctrina a través de la redacción de textos como el
“Tratado sobre el Papado de Roma” –donde afirma la inutilidad del
Pontificado y le niega toda autoridad-, el “Manifiesto a la nobleza
cristiana de la nación alemana” –desarrollo de la teoría del
sacerdocio universal, afirmación de la inteligibilidad de las
Escrituras y defensa del libre examen-, “La cautividad babilónica
de la Iglesia” –ataque al sistema sacramental, del que sólo admite
el Bautismo, la Eucaristía y una Penitencia entendida más como
consuelo espiritual que como perdón de los pecados- y “La libertad
del cristiano”, nueva y durísima crítica contra el Papado.
Con la protección de Federico de Sajonia, la causa del
luteranismo es abrazada por muchos príncipes alemanes, como
vía de oposición popular al centralismo católico impuesto por
Carlos V. Intentos conciliadores y luchas enconadas conformarán
una sucesión de episodios, que expondremos brevemente más
adelante, y que pueden considerarse los primeros conflictos
religiosos del XVI; al final del proceso, con la Dieta de Augsburgo
de 1555 y su consagración del principio “cuius regio eius
religione”, se sancionaba definitivamente, a pesar de la oposición
de Pablo IV, la fragmentación del Cristianismo, siendo ya en ese
momento el luteranismo una concepción cristiana totalmente
consolidada.
3. El postluteranismo
Sin embargo, la ruptura no quedó ahí; el triunfo del
luteranismo en Alemania es el germen de una serie de corrientes,
denominadas postluteranas, que asumen inicialmente principios
luteranos como la teoría de la justificación por la fe, la
consideración de la Sagrada Escritura como única fuente de
revelación y autoridad y la ruptura con el Papado, pero que
diferirán de aquél por las correcciones introducidas en las ideas
originales y por diseñar un modelo de reforma más radical y, al
mismo tiempo, más humanista que el luterano. Entre éstas,
podemos destacar la encabezada por Zwinglio en Zurich, el
movimiento anabaptista, el calvinismo y el anglicanismo.
a) Uldrych Zwinglio (1484-1531)
Discípulo del humanista Wölflin, completó su formación en
Viena y Basilea, tras lo que se ordena sacerdote; después de un
tiempo en el que ejerce labores de párroco, en 1518 ocupa el
puesto de deán de la Colegiata de Zurich, sintiéndose atraído por
la idea erasmista de la necesidad de una Iglesia primitiva y
evangélica, desprovista de mediaciones y ritos; en 1521 comienza
su enfrentamiento con Roma, discutiendo la abstinencia
cuaresmal y, sobre todo, oponiéndose al celibato sacerdotal –él
mismo llegó a casarse-, para después afirmar el valor de la
Sagrada Escritura como referente único de las normas morales y
de la fe. Sus postulados fueron radicalizándose, contando con el
apoyo del Consejo de la ciudad: se suprimen las procesiones, los
sacramentos, el culto a las imágenes, la liturgia de la Misa y los
conventos de regulares; el movimiento se extendió a partir de
1526 a otros cantones –Constanza, Basilea, Berna y Saint Gall-,
dividiendo al territorio suizo en dos bloques rivales que no
tardaron en enfrentarse. En el curso de este conflicto se produce
la batalla de Kappel (1531), en la que triunfaron los cantones
católicos y en la que el mismo Zwinglio halló la muerte, lo que no
paralizó la reforma en Zurich, pero sí que acabó alejándose del
modelo diseñado por su creador.
b) El anabaptismo
Bajo este concepto globalizador se agrupan una serie de
tendencias y movimientos espirituales de distintas características,
que tienen en común su heterodoxia tanto frente al Catolicismo
como al Luteranismo, algo lógico ante unas concepciones
radicales que acabarían negando su sentido a la Iglesia, el Estado
e, incluso, la sociedad civil. Su antecedente remoto se encuentra
en el iluminismo medieval y su base teórica en el poder del
Espíritu Santo, por el que los anabaptistas se sentían poseídos y
elegidos a un mismo tiempo, elección proclamada en el rito del
bautismo adulto. El anabaptismo fue una forma de vida
igualitaria, un “anarquismo” de raíces mesiánicas que llevaba al
rechazo de cualquier poder terrenal, el pacifismo y la
desobediencia fiscal y política a las autoridades. Su origen lo
hallamos en Suiza, pero pronto se extendió al Tirol, Suabia,
Baviera, Bohemia, Moravia y Alsacia.
Ya hemos hablado de su carácter plural; por ejemplo, los
hutteristas tiroleses buscaban la materialización de sus ideas de
amor y caridad en la supresión de la propiedad privada, mientras
que otros defendían más un proyecto de transformación personal.
Incluso no faltó algún iluminado apocalíptico, como Melchor
Hoffmann, quien sintiéndose reencarnación del profeta Elías
recorrió los Estados alemanes y los Países Bajos anunciando el fin
del mundo y la venida de Cristo a la Tierra en el 1533, hasta que
fue llevado a prisión en Estrasburgo, donde falleció. Discípulos
suyos, como Haarlem Jean Mathijs y Juan de Leyden impusieron
un régimen “comunista” muy severo en la ciudad de Münster
entre 1534 y 1535, aunque la ejecución del segundo en 1536 puso
fin a este anabaptismo fanatista.
c) El calvinismo
Juan Calvino (1509-1564) encarna la segunda generación de
reformadores; graduado en artes y derecho por la universidad de
Bourges en 1532, entró inmediatamente en contacto con los
círculos reformistas parisinos, aunque acusado de distribuir
textos ofensivos para los dogmas católicos hubo de huir a Basilea.
En 1535 escribe su “Institución de la Religión Cristiana”, tratado
teológico que refunde los propios contenidos bíblicos con las ideas
de Lutero y de Zwinglio y en el que ofrece una doctrina clara y
accesible para todos. El también reformador Guillermo Farel lo
llama a Ginebra en 1536, aunque sus proyectos no cuajaron,
residiendo en Estrasburgo hasta que en 1541 los ginebrinos lo
llaman, aceptando las condiciones que impone en las “Ordenanzas
eclesiásticas de la iglesia de Ginebra”, por las que ordena un
culto, encabezado por él, cuyos servidores se dividen en pastores –
predican la palabra y administran los sacramentos-, doctores –
profesores de Sagrada Escritura-, presbíteros –ancianos
responsables de vigilar la conducta de la comunidad- y diáconos,
encargados de la asistencia social a enfermos y pobres. Se impuso
en la ciudad un rigorismo fundamentalista, por el que todo lo
monopolizaba la catequesis y la palabra de Dios y en el que nada
podía quebrar la disciplina o la solidez de su dogma, so pena de
condena por herejía y posterior ejecución (v.gr., el caso del médico
español Miguel Servet).
Los rasgos doctrinales del Calvinismo son:
a) Primacía de la Sagrada Escritura y rechazo de toda
tradición humana
b) Justificación del hombre por la gracia divina
c) La fe es un don de Dios, testimonio de la predestinación a
la salvación, sólo alcanzable por voluntad divina, pues la
inclinación del ser humano al pecado solo merecería la
condenación eterna
d) Admisión exclusiva de los sacramentos del Bautismo y de
la Eucaristía, que con el culto y la oración ayudan al hombre a
una mejor vivencia de su fe, le consuelan y le hacen confiar en
que Dios lo elegirá para la salvación.
Aunque aplicada en Ginebra, esta doctrina pretendía ser de
alcance universal, por lo que Calvino y sus discípulos apostaron
por un fuerte proselitismo, extendiéndose a Centroeuropa tras la
conversión en 1559 del Gran Elector Federico III y a territorios
como Holanda o Francia (hugonotes), a pesar de la dura
persecución que debió soportar.
d) El anglicanismo
En Inglaterra el deseo de reforma era similar al que se vivía
en la Europa continental, tal y como evidenciaban las ideas de sus
humanistas o las convulsiones religiosas vividas en el siglo XIV y
dirigidas por John Wycliffe. Por otra parte, y a pesar del
antiluteranismo de Enrique VIII, las ideas del de Eisleben se
extendieron con fuerza por algunos círculos de intelectuales,
especialmente en la universidad de Cambridge. Pero, sin embargo,
el detonante del anglicanismo no guarda ninguna relación con
estos anhelos reformistas, pues la ruptura con Roma se produce
por la negación sistemática de Clemente VII para conceder al
soberano la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón.
Enrique, en prueba de rechazo, comenzó a dar los pasos para
crear una Iglesia nacional, de la que él mismo sería cabeza visible;
en mayo de1533 la invalidación del matrimonio regio y la
validación del contraído con Ana Bolena por el arzobispo de
Canterbury le ganan al monarca la excomunión, a la que responde
con la aprobación por el Parlamento (XI-1534) del “Acta de
Supremacía”, por la que el Tudor asume poderes religiosos como
el gobierno de la Iglesia de Inglaterra, el derecho de excomunión y
la persecución de las herejías. Las condenas a muerte de
discrepantes como Thomas Moro o el obispo de Rochester, John
Fisher, consolidan un proceso que Enrique pone en manos de los
luteranos Cranmer y Thomas Cromwell; se confiscan y venden las
tierras del clero, se cierran los monasterios y se suprimen las
Órdenes religiosas, redactándose por el episcopado fiel al rey una
confesión de fe, los “Diez Artículos” (1536), por los que se reducen
los sacramentos a Bautismo, Penitencia y Comunión y se rechaza
la mediación de los santos, aunque no su devoción. Desde 1538
las medidas se suavizaron, desoyéndose a los consejeros luteranos
y retornando a la ortodoxia católica, por lo que cuando el
soberano muere en 1547 el Anglicanismo es simplemente un
cisma, un catolicismo independiente de Roma pero con los
mismos contenidos doctrinales.
Habrá que esperar al reinado de Isabel I (1558-1603) para
que, tras la promulgación de la Ley de Supremacía de 1534, los
protestantes rehabilitados doten al anglicanismo de contenidos
dogmáticos propios, recogidos en los “Treinta y nueve artículos”
(1563); son una síntesis de elementos doctrinales católicos –valor
de las obras, mantenimiento de la estructura eclesiástica
episcopal- con otros protestantes –afirmación de la Sagrada
Escritura como norma suprema, Bautismo y Eucaristía como
sacramentos, uso del inglés como lengua litúrgica, rechazo de los
sufragios y las mediaciones, justificación por la fe-,
manteniéndose al monarca en la jefatura de la Iglesia Anglicana.
4. La Contrarreforma
Ante el avance del luteranismo, el papa Paulo III inicia la
reforma de la Iglesia, a través de medidas como la creación de la
Inquisición para evitar la propagación de las ideas protestantes, la
reforma de la Curia, el intento de imponer la residencia a los
obispos y, sobre todo, la convocatoria del Concilio de Trento en
1545. Muchos fueron los avatares por los que pasó el magno
Sínodo, que incluso se trasladó a Bolonia en 1547,disolviéndose
oficialmente dos años después; Julio III inauguró un nuevo
período de sesiones (1551-1552) y Pío IV (1559-1566) una última
etapa, que abarca de 1562 a la clausura del Concilio un año
después. En sus decisiones se incluyó una clara definición de los
principales problemas dogmáticos, fijándose los contenidos
doctrinales, muy especialmente la transustanciación eucarística, y
calificando a la Iglesia de “santa, universal y apostólica (...),
inspirada por el Espíritu Santo y (...) infalible en materia de fe”.
También afrontó la reforma del clero para desterrar los abusos
patentes desde la Edad Media, regulándose la labor de obispos y
párrocos, e impulsándose la mejor preparación de los sacerdotes a
través de la erección de Seminarios diocesanos.
De todos modos, estas decisiones no solucionaron la crisis
de la Iglesia ante la extensión de la Reforma, de manera que
el catolicismo sólo quedó firmemente afianzado en España,
Portugal, Italia, Irlanda y la mayor parte de Polonia, siendo
numerosos los territorios controlados por los protestantes y
no pocos aquellos en los que corría serio peligro; pero sí está
claro que antes de que finalizara la centuria el espíritu
reformador conciliar y la aplicación de los decretos
tridentinos por Pío V (1562-1572), con el que se concluye la
edición del Catecismo, Gregorio XIII (1572-1585) y Sixto V
(1585-1590) supusieron una gran renovación de la vida de la
Iglesia: restauración del culto, reforma de la administración
eclesiástica, organización de los colegios romanos para
sacerdotes, reorganización de la Curia y distribución en su
seno de los asuntos de gobierno, implantación de las Visitas
“ad limina”, revisión de la Vulgata, etc.
Este proceso renovador, impulsado como respuesta al
Reformismo
protestante,
recibe
el
nombre
de
Contrarreforma, siendo su principal exponente la Compañía
de Jesús, fundada por Ignacio López de Loyola (1491-1556) y
confirmada por el Papado el 26-IX-1540. Rápidamente, estos
“soldados de Cristo”, sujetos, además de por los votos
tradicionales, por un cuarto de obediencia al Papa, gracias al
impulso de su fundador y de miembros como Francisco
Javier, Laínez, Salmerón o Francisco de Borja, se
extendieron, fundando casas y colegios no sólo en Europa,
sino también en Asia y América. Precisamente la fundación
de colegios, primero como centros de formación de sus
miembros y desde 1550 abiertos a alumnos externos y con
derecho a otorgar grados académicos, la convirtieron en la
primera gran institución educadora de la Iglesia en los
tiempos modernos. Así, el combate contra el Protestantismo
o la recuperación católica en Centroeuropa fueron
competencia directa de la Compañía, convertida en el
elemento más útil, junto con las decisiones tridentinas, para
la reforma de la Iglesia Católica.
5. Enfrentamientos militares y guerra de religión
Los principales conflictos por causas religiosas durante el
siglo XVI son fundamentalmente la disputa de Carlos I con los
príncipes luteranos germanos, las guerras entre católicos y
hugonotes que asolan Francia durante la segunda mitad del siglo,
los disturbios acaecidos en Inglaterra entre Isabel I y los católicos
que apoyan el acceso al trono de María Estuardo, y la sublevación
de los Países Bajos contra el dominio español. De los tres primeros
nos ocupamos brevemente a continuación, dejando de considerar,
por razones de tiempo, el último señalado, que por lo demás, se
analiza convenientemente en otro lugar del temario.
a) El problema alemán.
Bien sabido es que el emperador Carlos se propuso
fervientemente la defensa del Catolicismo frente al Luteranismo,
aun a costa de enfrentarse a sus propios súbditos, que en
numerosas ocasiones no dudaron en abrazar la nueva religión
más por razones de oportunismo político que por verdadera
conversión espiritual. Curiosamente en el momento de su
nacimiento el Luteranismo creyó poder contar con el favor
carolino, pero pronto se desengañó ante el caudillismo sobre el
orbe católico que pretendía imponer el Habsburgo, quien convocó
a Lutero a la Dieta de Worms (17-IV-1521); la negativa de éste le
costó la condena de destierro, aunque fue acogido por uno de sus
principales valedores, el elector Federico de Sajonia, en el castillo
de Wüzburgo.
Carlos, reclamado por sus obligaciones en España, dejó
como regente en tierras alemanas a su hermano Fernando, quien
no dudó en propiciar una vía negociadora, fracasada tanto en la
Dieta de Spira (1529) como en la primera de Augsburgo, un año
después, a la que acude el mismo emperador. La reunión no sólo
no consigue el acercamiento entre las partes, sino que acaba con
un Edicto imperial de condena del reformismo, al que responden
sus seguidores con la constitución de la Liga de Esmalcalda,
organización militar de los príncipes protestantes contra Carlos.
Tras años de más o menos evidentes enfrentamientos en los
que junto a la cuestión religiosa está en tela de juicio la
constitución política de los Estados alemanes, la derrota en la
batalla de Mühlberg (1547) supone un duro golpe para los
luteranos, pero no su desaparición, buscándose una tregua
transaccional con el Interim de Augsburgo (1548), en tanto que se
esperaban las resoluciones tridentinas. Sin embargo, Mauricio de
Sajonia, líder de los príncipes luteranos, convoca la segunda Dieta
de Augsburgo (1555), en la que se acuerda la libertad religiosa de
los Estados, pero no de sus súbditos, quienes debían seguir las
creencias de su príncipe. Carlos V acabó aceptando esta
resolución, firmándose la Paz de Augsburgo, sólo un año después
de que el emperador abdicara en Bruselas, aceptando los nobles
luteranos –prácticamente la mitad de los Estados siguieron este
credo- el nombramiento como emperador de Fernando de Austria
en la Dieta de Francfort (12-III-1558).
b) Las guerras de religión en Francia
Nacen de la difusión del Calvinismo y afecta a los mismos
cimientos del Estado, convirtiéndose no sólo en una crisis
religiosa, sino también política. En Francia los calvinistas
resquebrajaron la unidad religiosa del Reino y pusieron en peligro
su estabilidad interna cuando, en torno a ambas confesiones, se
conforman dos bandos rivales, los hugonotes y los católicos.
Francisco II favorecerá a los Guisa, intransigentes católicos que
desean la erradicación del calvinismo, lo que provoca la reacción
de los hugonotes encabezados por Luis de Borbón, instigador de la
fracasada Conspiración de Amboise.
En 1560 accede al trono Carlos IX (+1574), asumiendo la
regencia su madre, Catalina de Médicis, quien procura la
reconciliación entre ambas tendencias para lo que convoca el
Coloquio de Poissy, primer paso, a pesar de la intransigencia
protestante, para la promulgación del Edicto de Saint Germain de
1562, que permitía el culto calvinista extramuros de las ciudades,
en el interior si era en domicilios particulares y se reconocía a los
ministros de su culto.
El Edicto de Saint Germain no satisfizo plenamente a
ninguna de las dos partes. El 1-III-1562 los Guisa pasaron a la
acción, provocando la matanza de Vassy. Así se inició la Primera
Guerra de Religión. Los hugonotes se procuran la ayuda inglesa –
entregan a Isabel I el puerto de Le Havre- y los católicos la de
Felipe II; de todos modos, el equilibrio entre las partes favoreció la
nueva mediación conciliadora de la Corona, culminada con la
tregua fijada por el Edicto de Pacificación de Amboise (19-III1563).
Una errónea interpretación por Luis de Borbón de los
contactos mantenidos por la Regente con el embajador español, el
duque de Alba, propiciaron un segundo estallido bélico, cuyo
principal hecho de armas es la batalla de Saint Denis (1567), y
que concluiría un año más tarde con la Paz de Longiumeau, que
restablecía las cláusulas de Amboise.
La situación seguía siendo quebradiza, rompiéndose una vez
más por la inclinación de la Corona hacia la causa católica. Los
triunfos realistas sobre los protestantes en Jarnac y Montcotour
(1569) y la muerte de Luis de Borbón no acabaron con la
resistencia de los hugonotes, quienes se hicieron fuertes en La
Rochelle, acaudillados por Coligny y por Enrique de Borbón. La
calma volvió con la Paz de Saint-Germain (1570), que permitió a
los protestantes la libertad de culto y la posesión de varias plazas
de seguridad.
Un cambio importante se produjo con la asunción directa de
las tareas de gobierno por Carlos IX, proclive a los hugonotes
hasta el punto de encumbrar políticamente a Coligny. Para buscar
una solución al conflicto religioso pactó el matrimonio entre
Enrique de Borbón y Margarita de Valois, hermana del monarca. A
la vez auspició una política antiespañola y proinglesa. Pero los
católicos se alzaron ahora contra los protestantes –Noche de San
Bartolomé, 24-VIII-1572-, preludio de matanzas en todo el país
que obligaron a los hugonotes a refugiarse en sus posiciones de La
Rochelle y Nimes, cercadas en la que se conoce como Cuarta
guerra, situación mantenida hasta el Edicto de Boulogne de 1573,
por el que se otorga una restringida libertad de culto y se admite
la de conciencia.
Enrique III (1575-1589) accedió al trono en un ambiente de
confusión e inestabilidad. El soberano no sólo era contestado por
la oposición protestante que encabezaba Enrique de Borbón, sino
también por los católicos abanderados por su propio hermano, el
duque de Anjou. Así estalló la Quinta guerra, que terminó con el
triunfo protestante, la proclamación de la libertad religiosa y la
recepción de ocho plazas de seguridad en la Paz de Monsieur
(1576).
La disconformidad católica con esta situación provocó la
constitución de la Liga, acaudillada por Enrique de Guisa, que
reinició las hostilidades en la imprecisa Sexta guerra, resuelta con
la Paz de Bergerac y el Edicto de Poitiers (1577), que restringieron
las cláusulas de Monsieur. De modo similar transcurrirá la
Séptima guerra, tras la que las Paces de Nérac (1579) y de Fleix
(1580) no alteraronn en nada la situación.
A la muerte del duque de Anjou en 1584, la sucesión al
trono recayó en el protestante Enrique de Borbón, hecho que
volvió a internacionalizar las guerras de religión, con el telón de
fondo del enfrentamiento entre España e Inglaterra. Así surgió la
Octava guerra, denominada de “los Tres Enriques” –Enrique III,
Enrique de Guisa y Enrique de Borbón-. El triunfo inicial
protestante en la batalla de Coutas fue contrarrestado por los
católicos de Vimory y Anneau (1587). Enrique III, temeroso del
creciente poder del de Guisa, lo nombró Lugarteniente del Reino
para más tarde, tras comprobar el escaso apoyo con el que
contaba el católico en los Estados Generales reunidos en Blois,
ordenar su muerte. Este hecho propició la excomunión del
monarca por Sixto V y la sublevación general del Reino. El 1-VIII1589 el propio rey fue asesinado por un fraile, Jacques Clément,
lo que dejó solo a Enrique de Borbón, quien accede al trono como
Enrique IV (1589-1610)
La legada al trono francés de Enrique de Borbón agravó el
conflicto. Tropas españolas al mado de Alejandro Farnesio
intervinieron en defensa de los católicos y amenazaron con ocupar
París. Ante el acoso español, Enrique optó por la conversión al
Catolicismo (Saint-Denis, 27-VII-1593), lo que aceleró el fin del
conflicto. En febrero de 1594 fue coronado en Chartres, logrando
posteriormente el levantamiento de la excomunión que pesaba
sobre la Corona francesa y publicando finalmente el Edicto de
Nantes (IV-1598), que ponía fin a las guerras de religión
permitiendo un culto protestante restringido excepto en París o
donde se ubicara la corte. Por último se firmó en Vervins (2-V1598) la paz que confirmaba la consolidación del proceso
pacificador.
c) Conflictos religiosos en Inglaterra
Cuando Isabel I asumió la corona inglesa en 1558 se
encontró con el rechazo de los católicos y el de los calvinistas
intransigentes o puritanos, contrarios a la estructura episcopal de
la Iglesia Anglicana. El restablecimiento del Acta de Supremacía
en 1559 motivó una fuerte oposición católica, reafirmada cuando,
tras la excomunión dictada por Pío V en 1570, la reina acrecentó
la persecución contra los seguidores de la Iglesia romana. Éstos
buscaron el apoyo español e instigaron para la sustitución de
Isabel por María Estuardo, encarcelada por la soberana en 1568,
lo que provocó la rebelión infructuosa de los católicos del Norte
bajo la dirección del duque de Norfolk y del conde de Arundel.
La situación se recrudeció años más tarde, cuando Isabel I
hizo ejecutar a María Estuardo (II-1587) por su posible
participación en la conspiración de Babington, que pretendía el
asesinato de la reina; la fuerza de ésta se impuso con rigor,
excepto en Irlanda, donde tras sucesivas revueltas se firmó en
1599 un acuerdo que reconocía la hegemonía católica en la isla.